Oh, ese invierno, ese invierno interminable en que la soledad aniquilaba a Agatha todos los días… Antes había estado sola, pero nunca de manera tan despiadada. Antes de la llegada de Scott, Willy, y toda la familia adoptiva de Gandy, su soledad fue apacible. Había aprendido a aceptar el hecho de que su vida no sería más que una sucesión infinita de días invariables, y que sus cénits y nadires oscilarían en tan mínima medida que casi no se distinguirían entre sí. A aceptar la blandura, el orden, la conformidad. Y la carencia de amor.
Entonces, llegaron ellos trayendo consigo música, confusión, disconformidad y risas. En lo que se refería al tiempo cronológico, esas presencias duraron lo que un relámpago, unos pocos meses en un mar de años y años de soledad. Pero en lo que concernía a la vida, experimentó en esos pocos días más vitalidad emocional concentrada que en el resto de su existencia, de eso estaba segura. Al haberlos perdido, estaba condenada a un eterno dolor.
Cuando se marcharon, ah, cuánta monotonía. La rutina tenía dientes y talones, la desgarraba. Nunca volvería a reconciliarse con ella.
Lo peor era el crepúsculo, esa hora del día entre la ocupación y la preocupación, la hora de las sombras largas y las lámparas encendidas, cuando los tenderos bajaban las persianas, las mujeres tendían la mesa, y la progenie se reunía en cocinas donde ardía fuego, los padres daban gracias por el alimento, los niños derramaban leche y las madres regañaban.
Veía a todos acabar el día en medio de esas bendiciones y lamentaba saber que nunca las tendría. Saludaba a Violet, subía, encendía la lámpara y, a veces, cuando hacía buen tiempo, veía que la pantalla necesitaba una limpieza. Se sentaba a leer The Temperance Banner y, si tenía suerte, algún artículo le interesaba. Miraba el reloj después de cada artículo y, a vece,s con fortuna, lo miraba sólo cinco veces antes de que se hiciera la hora de ir a cenar al restaurante de Paulie. Se tanteaba el peinado perfecto y, de vez en cuando, si era afortunada, tenía suficientes mechones sueltos como para justificar tener que rehacerlo. Iba cojeando al restaurante de Paulie a comer su cena sola, y a veces, con buena suerte, un niño se sentaba en una mesa vecina y la miraba sobre el respaldo de la silla. Bebía la taza del café que señalaba el fin de la cena, sin nadie con quién conversar pero, a veces, si tenía suerte, un hombre en una mesa cercana encendía un cigarro después de cenar. Y por unos momentos fugaces, Agatha miraba a lo lejos y fingía.
Luego, regresaba a casa con sobras para Moose y lo observaba comer, después lavarse, enroscarse formando una bola y dormirse contento. A la hora de dormir, se ponía el camisón que había usado la noche que durmió en la cama de Scott, se cepillaba el cabello, manipulaba las pesas del reloj y, cuando ya no podía posponerlo más, se acostaba: era una vieja doncella que envejecía, y dormía con un gato manchado, mientras el péndulo se balanceaba en la oscuridad.
La mayoría de las noches permanecía despierta, escuchando el tintineo del piano y el rasgueo del banjo, pero el jolgorio de abajo había concluido para siempre. Cerraba los ojos y veía largas piernas elevándose hacia el techo, y volantes rojos alrededor de medias de red negras, y un hombre con un cigarro entre los dientes, un Stetson de copa baja, y un niño pequeño espiando desde abajo de una puerta vaivén.
Una noche en que sus inquietos recuerdos se negaban a disiparse, se levantó de la cama y bajó, empuñando la llave que Scott le había dejado. Entró por la puerta trasera de la taberna y se quedó quieta, sosteniendo la lámpara en alto, observando como la luz alumbraba el pasillo hasta el cuarto donde había dormido Willy. El catre ya no estaba. Quedaban los armazones en que se apoyaban los barriles, y el olor rancio de la cerveza vieja. Pero el niño no estaba, y tampoco los vestigios de su presencia. Recordó la última noche, cuando ella y Scott lo llevaron a acostarse, y él la besó. Pero el recuerdo se le clavó en el corazón, y prefirió salir de la despensa.
En el salón principal, las sillas estaban dadas vuelta sobre las mesas y la barra. Pero el piano no estaba, ni Dierdre y su Jardín de las Delicias. La luz de la linterna proyectaba sombras caprichosas que trepaban por las paredes y caían entre las mesas mientras Agatha se movía entre ellas. Ahí perduraba el olor del whisky y, tal vez, el inefable resabio de humo de cigarro.
Algo crujió, y Agatha se detuvo alzando la linterna para escudriñar los rincones. Como a través de un largo túnel, llegó el tintineo lejano de la música, una canción alegre que flotó en la noche con la tenue resonancia de un clavicordio. Agatha ladeó la cabeza y escuchó. Ahora los reconocía: eran un piano y un banjo que tocaban juntos, y de fondo, el eco débil de risas y pies golpeando sobre el suelo de madera.
Chicas de Buffalo, por qué no salen esta noche,
Salen esta noche, salen esta noche…
Sonrió y giró hacia el lugar donde había estado el piano. Donde Jube, Pearl y Ruby revoleaban los pliegues de tafetán y levantaban los tacones con notable sincronización.
El sonido enmudeció. Las imágenes se desvanecieron. No era más que la imaginación de Agatha, las tontas divagaciones de una mujer melancólica, nostálgica, sola en una taberna abandonada, temblando con su camisón sobre el que, una vez, un hombre había apretado su cuerpo y un niño apoyado su cabeza.
Ve a la cama, Agatha. Aquí no hay nada para ti, sólo angustia y el comienzo de una desdicha mayor.
Después, nunca más volvió a la taberna, excepto una de día, para mostrársela a una persona interesada en alquilarla como almacén para productos secos. Pero cuando la esposa del hombre levantó la nariz y olfateó, afirmó que nunca podrían quitar de ahí el olor a whisky, y se fueron sin mirar siquiera la despensa.
Agatha se preguntó si vendrían otros inquilinos nuevos que, quizás, iluminaran su vida con nuevas amistades, distracciones. Pero, ¿quién iría otra vez a ese desolado pueblo vaquero? Ahora que las tabernas estaban cerradas, ni los vaqueros mismos. Al llegar la primavera, la vivacidad que acarrearían los animales y sus conductores no se haría presente. Ni ruido, ni desorden ni barullo. Por mucho que se hubiese quejado antes, los echaría mucho de menos. Los vaqueros y su desorden formaban parte de su vida tanto como la sombrerería. Pero, sin ellos y la prosperidad pasajera que traían, las temporadas cambiarían y el pueblo se marchitaría, igual que Agatha y su tienda, y a nadie le importaría.
La Navidad era una ocasión para sufrir. La única alegría de Agatha, bastante modesta, por cierto, fue confeccionar el ganso relleno para Willy y enviárselo, junto con la primera carta. Estaba llena de cháchara intrascendente acerca de lo grande que estaba Moose, cómo se le colgaba del ruedo del vestido con las uñas, qué le regalaría a Violet para Navidad, y lo bello que estaba el tejado de la Iglesia Cristiana Presbiteriana cubierto de nieve. No daba indicios de la abrumadora soledad y tuvo cuidado de no preguntar cómo estaba Scott ni enviarle ningún mensaje personal.
Cada vez que pagaba el alquiler, hacía el cheque y escribía la dirección en el sobre con más cuidado que ninguna otra de las cosas que hacía en esa época, trazando cada letra como si fuese un grabado en cobre, tan intrincado que parecía un bordado sobre la funda de una almohada. Pero en la carta sólo decía que le enviaba el alquiler mensual de veinticinco dólares, y un informe de cualquier posible comprador que hubiese visitado el edificio. Excepto en la de enero, que fue cuando aparecieron la mujer que olfateaba y su marido, esa parte podía descartarse.
Había palabras efusivas que ansiaba derramar, pero se contenía, temerosa de parecer una solterona desesperada, hambrienta de amor… precisamente lo que era.
Pasaba los días ayudándose por medio de una alegría falsa que desaparecía en cuanto Violet le daba la espalda. Pero cuando quedaba sola en la tienda, a menudo se sorprendía con las manos quietas, contemplando el taburete de Willy y se preguntaba si habría crecido tanto como para no necesitarla; cómo sería Waverley, dónde vivían él y Scott, y también, en ocasiones, si la echarían de menos, y si volvería a verlos alguna vez. Entonces, aparecía Moose, se le refregaba contra los tobillos y hacía: «Mrrr…», lo único que se escuchaba en la sombrerería, y Agatha tenía que esforzarse por salir de una honda lasitud que la saturaba cada vez más a medida que se arrastraba el invierno.
Diciembre, con la insoportable Navidad.
Enero, con un frío punzante que le aumentaba el dolor de la cadera.
Febrero, con ventiscas que soplaban desde Nebraska y ensuciaban la nieve de tierra, dejándola tan pardusca y desdichada como la vida de Agatha.
La que trajo el telegrama fue Violet. Violet, con los ojos azules iluminados como picos de gas, y las manos venosas agitándose en el aire, y el cabello azulado estremeciéndose. Y, otra vez, con esa curiosa risa que parecía un resoplido.
– ¡Agatha! ¡Oh, Agatha! ¿Dónde estás? Tt-tt.
– Aquí estoy. Junto al escritorio.
– ¡Oh, Agatha! -Cerró de un golpe la puerta que daba a la calle. La persiana se levantó y se enroscó en el cilindro, pero ella no lo advirtió-. ¡Tienes un telegrama! ¡De él! Tt-tt.
– ¿Un telegrama? ¿De quién?
Agatha creyó que se quedaba sin respiración.
– Tt-tt. Yo venía a trabajar, como de costumbre, cuando alguien me llamó desde atrás, me di la vuelta y ahí estaba ese joven, el señor Looby, de la estación, y me…
– ¿De quién, Violet?
– …dijo, «Señorita Parsons, ¿va usted a la sombrerería?» Y yo le dije: «Sí, por supuesto. ¿Acaso no voy a la sombrerería todos los días, a las nueve en punto de la mañana?» Y el señor Looby me dijo…
– ¿De quién, Violet?
A estas alturas, a Agatha le temblaban las manos y el corazón le retumbaba en el pecho.
– Bueno, no tienes por qué gritarme, Agatha. Ya sabes que no todos los días recibimos un telegrama. Del señor Gandy por supuesto.
– Del sen… -Le falló la voz-. ¿El señor Gandy? -logró decir, en un segundo intento.
– Tt-tt. ¿No es maravilloso?
Agatha se quedó mirando fijamente la hoja de papel amarillo que Violet tenía en la mano.
– Pero, ¿cómo lo sabes?
– ¿Cómo? ¡Lo dice aquí, claro como un cobertizo incendiado contra el cielo nocturno!: L. Scott Gandy. Tt-tt. Así se llama, ¿no? Y te pide que…
– ¡Violet! -Se levantó de un salto y extendió la mano-. ¿Para quién es el telegrama?
Era asombroso lo firme que estaba esa mano mientras que, en cambio, sentía el resto del cuerpo como si tuviese una fractura y estuviera desintegrándose.
Violet tuvo el buen tino de adoptar un aire contrito y entregarle el telegrama.
– Y bueno, sólo estaba doblado en dos. Y, de todos modos, el señor Looby me contó lo que decía. Se rió y me entregó este pasaje para White Springs, Florida. Tt-tt.
– Un pasaje…
Los ojos de Agatha se posaron en el boleto, y la excitación la obligó a dejarse caer en la silla mientras leía:
Tengo una proposición para ti Stop La discutiremos en territorio neutral Stop Encontrémonos en el Hotel Telford, White Springs, Florida, el 10 de marzo Stop Incluyo billete Stop Jube y Marcus comprometidos Stop Saludos Stop Scott Gandy Stop.
Cada vez que leía la palabra stop, el corazón parecía detenérsele. Al leer hotel, se cubrió los labios con los dedos y contuvo el aliento. Aturdida, se quedó mirando fijo el papel, hasta que Violet dijo:
– Tt-tt. Ese señor Gandy es un picaro. Tt-tt. Te mandó un billete de ida.
Agatha casi no podía respirar, mucho menos hablar. Pero tendió una mano rígida, y Violet depositó el billete sobre los dedos temblorosos: un trozo de cartón blanco con tinta negra que parecía danzar ante la vista confusa de Agatha al tratar de leer las palabras Proffitt y White Springs.
– ¿White Springs? -Estremecida, alzó la mirada hacia Violet-. ¿Por qué allí?
– Acabas de leerlo: territorio neutral.
– Pero… pero nunca oí hablar siquiera de White Springs, y mucho menos del hotel Telford. ¿Por qué me pide que vaya allí?
Ahora fue Violet la que se cubrió los labios, y los ojos azules le chispearon de malicia.
– Vamos, caramba, tt-tt, lo dijo con tanta claridad como si estuviese en código Morse: para hacerte una proposición, querida mía.
Agatha se sonrojó y se turbó:
– Oh, no seas tonta, Violet. Hacerme… una proposición puede querer decir muchas cosas.
– En ese caso, ¿por qué el billete es de ida sólo?
Agatha lo miró y sintió que, dentro de ella, la fractura se ensanchaba.
– No… no lo sé -respondió, en voz débil-. ¡Por Dios, Jubilee y Marcus comprometidos para casarse… imagínate!
– ¿Crees que verás a Willy?
– No sé. Scott no lo dice.
– Bueno, chica, ¿para qué te quedas aquí, sentada? Pasado mañana es diez.
Al comprenderlo, Agatha quedó estupefacta.
– Oh, caramba, tienes razón. -Se apretó con una mano el corazón que le martilleaba y miró alrededor, como tratando de recordar dónde estaba-. Pero… -alzó la vista, distraída hacia Violet- ¿cómo puedo estar lista para irme pasado mañana… y cómo puedo dejar la tienda por tiempo indefinido…? y estaba haciendo un vestido para…
– ¡Tonterías! -le espetó Violet-. Pon ese billete en lugar seguro y ve arriba ya mismo, Agatha Downing. Cuando un hombre así está esperándote en el cuarto de un hotel, en Florida, no te preguntes cómo, por qué ni por cuánto tiempo ¡Mete todos los vestidos que puedas en el baúl y estáte en ese tren cuando arranque mañana! -Pero…
– ¡Una palabra más, y abandono el trabajo, Agatha!
– Pero…
– ¡Agatha!
Aunque era vieja, Violet podía ser bastante irascible.
– Oh, Violet, ¿realmente crees que puedo hacer algo semejante?
– Desde luego que puedes. Y ahora, muévete. -La tomó de la mano y la hizo levantarse de la silla-. Revisa tus vestidos y tus enaguas, y cerciórate de llevar suficiente ropa interior limpia, y si tienes algo sucio será conveniente que lo llevemos de inmediato a la lavandería Finn.
– Oh, Violet. -Agatha tendría que horrorizarse de su propia falta de coherencia si advirtiese la cantidad de veces que dijo «Oh, Violet» pero, en esta ocasión, abrazó a la amiga con apariencia de pájaro, y le dijo, cariñosamente, junto a la sien-: Tienes una magnífica veta rebelde que siempre admiré. Gracias, corazón mío.
Violet le palmeó el hombro y la apartó de un empujón.
– Vete arriba, ahora, y usa vinagre en el enjuague. Eso realza los matices rojizos de tu pelo. Tt-tt.
Le había alquilado un compartimiento en un coche dormitorio, pero ni pretendió dormir. La noche que pasó ahí casi no cerró los ojos. No podía olvidar durmiendo una expectativa tan rebosante. Las horas como éstas eran demasiado preciosas, únicas, para dejarlas escapar, entre los dedos.
Observó cómo cambiaba el paisaje del castaño al blanco, al verde, el verde más lozano que hubiese visto jamás. Recordó el clima semiárido de Colorado, con sus pinos de piñones, y sus álamos, pero la tierra misma era seca. Y en Kansas, aunque llenaba todos los paisajes un verdadero océano de hierba azulada. Más allá de los llanos, en Kansas no se veía mucho verdor, salvo algún matorral de chopos y almeces. Y cuanto más al sur llegaba el tren, más verde se veía la tierra por la ventanilla del tren.
Cruzaron el río Tennessee sobre un viaducto majestuoso, tan alto sobre el cañón, que le pareció estar mirando la tierra desde el cielo. Cerca de Chattanooga, los rieles giraban y corrían entre barrancos cubiertos de vegetación y varias veces creyó ver caídas de agua a lo lejos. Al dejar atrás los Appalaches, la tierra comenzó a hacerse llana. Después apareció Georgia, con la tierra roja como orín de diez años, y más pinos de los que era capaz de imaginar, erguidos, gruesos y furtivos.
Cambió de tren en Atlanta, y las ruedas retumbantes la acercaban cada vez más a Scott, a un encuentro cuyo resultado no se atrevía a imaginar, por temor de que fuese una propuesta que tuviera que rechazar. Sepultó el pensamiento en lo más recóndito de su mente y se entregó a la alegría infantil del descubrimiento. Al ver musgo español por primera vez, lanzó una exclamación de deleite y buscó alguien con quien compartirlo, pero los demás estaban dormitando, o no les interesaba. Los pinos cedieron lugar a los robles de agua y a los robles perennes, flanqueaba los rieles un agua negra en la que se reflejaban los cipreses, y el follaje se hizo tan espeso que daba la impresión de que ninguna criatura pudiera vivir en él. No obstante, vio un ciervo en una loma color esmeralda, y antes de que su mente lo registrara, había vuelto grupas y desaparecido en la espesura. Algo pasó, fugaz, algo que podría describir como una bola verde con copos de color rosado intenso, pero fue demasiado rápido para reconocerlo. Prestó atención y, al ver otro, tuvo tiempo de preguntarle a un guardia qué era:
– Un tulipanero, señora. Estamos a punto de cruzar la frontera de Florida. Allí, los tulipaneros florecen temprano. Fíjese también en las flores blancas, grandes, sobre árboles de extenso follaje verde: esas son magnolias.
Magnolias. Tulipaneros. Musgo español. Las meras palabras le aceleraban los latidos del corazón. Pero lo que más lo aceleraba era que a cada kilómetro que pasaba, se acercaba más a Scott. ¿Estaría ahí, en la estación? ¿Qué tendría puesto? ¿Estaría Willy con él? ¿Qué le diría Agatha? ¿Qué le dice una mujer al hombre al que le confesó su amor, pero del que no obtuvo una respuesta similar?
El guardia recorrió el pasillo anunciando:
– Próxima parada, White Springs, Florida. -Se detuvo un momento, se tocó el sombrero y le dijo a Agatha-: Que disfrute de los tulipaneros, señora.
– Sí… lo haré -respondió, agitada, asombrada de poder hablar, siquiera.
El tren empezó a moverse lentamente, y sintió que la inundaba una mezcla de preocupaciones tontas: ¿Tengo el sombrero derecho? (Pero no tenía sombrero: no lo llevaba, en atención a los deseos de él.) ¿El vestido estará arrugado? (Desde luego, estaba arrugado, pues lo tenía puesto desde que salió de su casa.) ¿Tendría que haberme puesto el azul? (¡El azul! Era un vestido de lechera, comparado con el que se había hecho para el té del gobernador.) Si me saluda con un beso, ¿dónde pondré las manos? (Si la saludaba con un beso, ¡sería afortunada si recordaba que tenía manos!) ¿Tendré que preguntarle antes que nada para que me hizo venir? (¡Oh, Agatha, eres tan remilgada! ¿Por qué no tratas de imitar un poco a Violet?)
Después de tanto preocuparse, al bajar del tren descubrió que Scott no había ido a esperarla. La desilusión se convirtió en alivio, y otra vez en desilusión. Pero había líneas de coches de plaza para trasladar a los pasajeros y a sus equipajes de la estación a los hoteles. ¡Tantos coches…! ¡Tantos hoteles! ¡Tanta gente!
Le hizo señas a un conductor negro que se incorporó y la saludó con el amplio sombrero de paja.
– Buenas tardes.
– Buenas tardes.
Con tranquilidad, se apeó, acomodó el baúl y la caja de sombreros de Agatha en el compartimiento, y se acercó arrastrando los pies al costado del coche. Usaba sandalias de fieltro marrón, pero en los pies cambiados. Tenía las piernas arqueadas y los labios protuberantes.
– ¿A dónde?
– El hotel Telford.
– El Telford, muy bien.
Se sentó detrás del conductor, en un asiento de cuerno negro cuarteado, y la yegua blanca echó a andar con un clip-clop de los cascos sobre las calles arenosas, sin más prisa que el conductor. Agatha miraba ambos lados, tratando de absorberlo todo. En el aire había un olor desagradable pero, al parecer, era la única que lo advertía. Elegantes damas y caballeros paseaban por todos lados, cruzando las calles y las galerías de los hoteles, por senderos sombreados que parecían ir en una sola dirección. Un grupo de hombres montados con armas al hombro y codornices colgando de las monturas, iba por la calle, detrás de una jauría de galgos. El coche pasó ante un cartel en que se leía: Club de Caza – Se alquilan perros. Una mujer en silla de ruedas con respaldo de caña cruzó la calle tras ellos, empujada por un hombre robusto con sombrero de castor. Una banda de hombres risueños con equipos de pesca caminaban hacia ellos con cestas de pesca colgadas de los hombros mediante correas. Todos tenían la apariencia de estar divirtiéndose.
– ¿Señor? -le dijo al conductor.
– ¿Señora?
Se volvió a medias como si no pudiese girar más. Tenía el cuello entrecruzado de surcos tan profundos como para plantar semillas, si fuese de tierra en lugar de piel.
– Yo… nunca estuve aquí. ¿Qué hay en este lugar?
– Salt's d'agua min'ral -respondió, con palabras tan abreviadas que Agatha arrugó el entrecejo.
– ¿Cómo dijo?
– Saltos de agua mineral. Aguas curativas.
– Ah… agua mineral.
De modo que eso era lo que olía a huevos podridos.
– Está bien, señora. Aquí viene la gente rica, algunos a divertirse, algunos a descansar, otros a meterse en las aguas. Se van tan sanos como un pelo de rana.
Rió y se concentró de nuevo en guiar el vehículo. A los tres minutos, se detuvieron ante un impresionante edificio blanco de tres plantas con una profunda galería al frente, donde damas y caballeros sentados en sillas de mimbre bebían de vasos altos.
– Telford, señora -anunció el viejo, apartándose del asiento del conductor con artrítica lentitud.
Con los mismos gestos pausados, fue a retirar el baúl y la sombrerera del portaequipajes y los llevó al bullicioso vestíbulo.
– Vent'c'nco cent'vos, señora -dijo al volver, moviendo el sombrero de paja a izquierda y derecha, como si se rascara las sienes con él.
– No le entiendo.
– Vent'c'nco cent'vos, señora -repitió.
– ¿C…cómo?
Una familiar voz de bajo dijo junto a su oído, remarcando las palabras.
– Según creo, la tarifa es de veinticinco centavos, señora.
Nunca en su vida había experimentado una reacción tan explosiva al oír una voz humana. Se dio la vuelta con brusquedad y, ahí estaba, sonriéndole con esos ojos castaños, un par de hoyuelos, una boca tan conocida y maravillosa… y un bigote totalmente desconocido.
– Scott -fue lo único que se le ocurrió decir, porque le faltaba el aliento, la cabeza le daba vueltas y se sentía extrañamente débil.
El hombre tenía una apariencia tropical, con un traje de nanquín tan claro como un hueso blanqueado, un sombrero de paja de ala curva haciendo juego, y una banda negra que repetía el color del cabello largo hasta el cuello, las cejas y el nuevo bigote. Llevaba un chaleco ajustado en el torso, sobre una tintineante cadena de oro de reloj que unía los dos bolsillos. En la garganta llevaba una chalina de seda rayada, blanca y color triso, sujeta por un alfiler con una sola perla.
– Hola, Gussie.
Le tomó las manos enguantadas con las suyas, y las estrechó con fuerza mientras se sonreían con alegría franca y audaz.
Al instante, Gandy supo cuánto la había echado de menos. Y que no usaba sombrero, que el cabello era tan hermoso como siempre, el rostro agradable, la sonrisa especial. Y los pechos parecían pletóricos, el aliento trabajoso dentro del cuello alto del vestido que se había hecho para el té del gobernador. Y que el corazón le latía como un tambor.
– Lamento no haber estado cuando llegó el tren, pero no sabía bien cuál abordarías.
– No importa. Tomé un coche.
Al recordar que el cochero esperaba, Scott le soltó las manos y buscó en el bolsillo.
– Ah, la tarifa. Veinticinco centavos, ¿no?
– Sí, señor.
Pagó el doble de lo que costaba el viaje, y el cochero hizo dos reverencias. Entonces, se volvió hacia Agatha y le tomó otra vez las manos.
– Déjame mirarte. -Lo hizo durante largo rato, hasta que las mejillas de Agatha se sonrosaron-. Sin sombrero, gracias.
Ella inclinó la cabeza y rió, un poco avergonzada, y después la levantó y se topó con la sonrisa, siempre encantadora, y el aroma a cigarro que lo definía y que sería capaz de identificar entre miles.
– Gracias al cielo, no cambió nada -dijo Scott.
A su vez, ella le aseguró:
– En cambio, no puedo decir lo mismo de ti.
– ¿Qué? ¡Ah, esto! -Se tocó un instante el bigote y le tomó de nuevo la mano-. Me puse perezoso y dejé de afeitarme un tiempo.
Era una mentira evidente: el resto de la cara resplandecía, recién afeitada, y el bigote negro podía satisfacer exigencias militares. Le gustó de inmediato.
– Muy picaro -aprobó.
– Más bien apuntaba a parecer refinado.
Pero lo alegraba que le gustase.
– Quizá deba decir pícaramente refinado -concluyó, y los dos rieron, con el corazón liviano.
Otra vez, se quedaron mirándose, ignorando el ajetreo del hotel que proseguía alrededor de ellos, mientras las manos unidas colgaban entre los dos.
Scott le apretó con fuerza los dedos:
– Estás maravillosa -le dijo.
– Tú también.
Siguieron contemplándose. Y Gandy rió, como si la copa de su alegría simplemente desbordara.
Agatha también rió: ¿cómo controlarse cuando el corazón estaba tan dichoso? De pronto, le pareció imposible seguir mirándolo a los ojos.
– ¿Está Willy aquí?
Miró alrededor.
– No, nosotros dos solos.
Las miradas se enlazaron otra vez. Parados entre botones y cocheros, mujeres y hombres con niños a la rastra, y un trío de cazadores de codornices que se abrían paso hacia la cocina con la cena sin desplumar en la mano. A pesar de todo, Scott había dicho la verdad: estaban solos los dos. El bullicio de alrededor retrocedió, y se regocijaron con el reencuentro. Scott cambió las manos de posición, alzando las de ella hasta que las palmas se tocaron, los dedos se entrelazaron y estrecharon. El ensimismamiento mutuo continuó por un tiempo desusadamente largo, hasta que Scott comprendió, la soltó y se aclaró la voz.
– Bueno… eh… Supongo que todavía no te registraste.
– No.
– Hagámoslo.
¿Hagámoslo? Mientras la acompañaba al escritorio, la veía firmar, y tomaba la llave, la ambigüedad de Scott la dejó presa de una palpitante incertidumbre. Pero le dieron un cuarto privado, que no estaba ni siquiera en la misma planta que el de él.
– Yo llegué ayer -le explicó-. El mío está en el tercero, el tuyo en el segundo y así, sólo tendrás que subir un piso.
Y qué piso: escalones de ancho triple, con pesada baranda de roble, un rellano con una enorme ventana ovalada, decorada con un dibujo de telaraña, un gran helecho sobre un pedestal, luego más escaleras con un suntuoso alfombrado escarlata, y a los lados, lámparas de gas sostenidas por ménsulas [5] dobles.
– Es impresionante, Scott. El sitio más hermoso que conozco.
– Espera hasta que conozcas Waverley -replicó.
Se sintió flotar por las escaleras. Pero no preguntó cuándo. Aún no. La expectativa era demasiado embriagadora.
– ¿Todavía vives ahí?
– Sí.
Se inclinó para meter la llave en la cerradura.
– ¿Y los otros, Jube y los demás?
La puerta se abrió.
– También están ahí. Estamos transformando Waverley en un hotel de descanso. Su habitación, señora.
La hizo pasar con un leve toque en el codo. En cuanto posó los pies en la espesa alfombra Aubusson, Agatha olvidó todo lo demás.
– ¡Ohhh, Scott! -Giró en círculo mirando, y luego, hacia abajo-. ¡Oh, caramba!
– ¿Te gusta?
– ¿Que si me gusta? ¡Es magnífico!
Scott enganchó un codo en uno de los postes de bronce de la cama, tiró la llave y observó cómo Agatha contemplaba el cuarto por segunda vez, disfrutando de su sonrisa, de su placer. La mujer se acercó a una de las dos ventanas iguales que daban a la calle, tocó las sobrecortinas rosadas, las cortinas austríacas que había debajo, el empapelado sedoso con ramilletes de pimpollos de rosa entrelazados. Giró lentamente, y fue pasando la vista por el helecho cribado como un encaje, puesto sobre un trípode, el cuenco de cristal con dibujo de rosas rojas y blancas, el recipiente de agua haciendo juego, con la espita de bronce, el vaso para beber, la cama con el cubrecama rosado tejido, y la manta plegada con pulcritud sobre el rodapié, frente a Scott.
Los ojos de Agatha, verdes como las hojas del helecho traspasadas por la luz del sol, se detuvieron al llegar a los del hombre. Juntó las manos, con los nudillos de los pulgares sobre la clavícula. La sonrisa dio paso a una expresión que provocó en Gandy el deseo de dejar su lugar a los pies de la cama tomarla en los brazos y sentir su boca moviéndose sobre la de ella. Pero se quedó donde estaba.
– No puedo permitir, de ninguna manera, que pagues esto
Permaneció quieta, recatada, con los guantes puestos.
– ¿Por qué?
– No sería correcto.
– ¿Quién lo sabrá?
Surgió la pregunta tácita: ¿Quién se enterará de lo que hagamos en este cuarto, sea lo que sea? Por un momento, la perspectiva los atrajo a los dos.
Al terminar la contemplación del cuarto, Agatha comprendió que lo más arrebatador que había ahí era Scott Gandy, con su traje tropical de buen corte, el chaleco que ajustaba a él como a ella sus guantes en las manos temblorosas, y los intensos ojos negros posados en los de ella mirando bajo el ala del fino sombrero tejido de plantador. Y ese nuevo bigote, que atraía con insistencia su mirada hacia la boca de él.
– Yo lo sabré. Tú -repuso, seria.
También serio, Scott se apartó del poste con toda parsimonia.
– En ocasiones, eres demasiado rígida contigo misma.
No había dado más que un paso hacia la mujer, cuando un botones habló desde la entrada.
– Los baúles.
Decepcionado, Gandy giró y fingió un tono indiferente:
– Ah, bien. Éntrelos. Póngalos aquí.
Le dio una propina al botones, que cerró la puerta al salir. Pero la interrupción quebró el encanto. Cuando Gandy volvió la atención hacia Agatha, ésta recorría el perímetro de la habitación, cuidando de posar la vista en las cosas, y no en él.
– El cuarto ya está pagado, Gussie.
– Entonces, te lo reembolsaré.
– Pero es una invitación.
– ¿Por qué? -Dejó de pasearse y lo enfrentó, desde la punta de la cama en diagonal a él-. Quiero decir, ¿por qué aquí? Si Waverley es un hotel, entonces, ¿por qué el Telford en White Springs?
Gandy soltó el aliento y sonrió otra vez, a propósito:
– Porque me acordé de que dijiste que nunca habías nadado. ¿Qué mejor lugar para aprender que en un lugar de primera magnitud, de agua mineral?
– ¡Nadar! -Se oprimió el pecho-. ¿Me hiciste venir desde tan lejos sólo para que pueda ir a nadar?
– No te sorprendas tanto, Agatha. No es un simple hoyo en un valle de Kansas. De primera magnitud significa que el salto da más de mil doscientos hectolitros de agua por hora, y cuando esas burbujas te tocan sientes como si estuvieses flotando en champaña.
Agatha rió, como si estuviese haciéndolo en ese momento:
– Pero si yo nunca vi champaña, y mucho menos floté en él.
– Tiene exactamente el mismo aspecto que el agua de la cascada, pero sabe mucho peor. Ah, a propósito. -Indicó el recipiente con su espita y el vaso que había al lado-. Procura beber toda el agua que puedas mientras estés aquí. Se encargan de que tengas, en todo momento, una buena cantidad en la habitación. Y afirman que produce toda clase de milagros en tu cuerpo. Cura la gota, el bocio, los cólicos, la constipación, el cretinismo, callos, catarros, caspa y sordera. Además, hace que los ciegos vean y los baldados caminen.
Cuando empezó, Agatha sonreía pero las últimas tres palabras sonaron como si las hubiese repetido en voz más alta.
– ¿En serio? -dijo, bajando la vista.
Gandy rodeó la cama y se detuvo ante ella.
– Sí, en serio. -Le levantó la barbilla con la punta de la llave y la obligó a mirarlo-. Pensé que sería bueno para ti, Gussie. Y quería tener la oportunidad de hablar contigo… a solas. En Waverley no hay intimidad. Hay gente por todos lados.
Los ojos negros no se apartaron de los de ella. Sintió la llave fría y aguda. Los latidos de su corazón eran desacompasados. Al mirarlo en los ojos, sintió el peso de la ética como algo indeseado que le oprimía los centros vitales, y supo que si la hubiese llevado ahí para seducirla, lo rechazaría. En cambio estaba ahí en ese refugio privado donde no respondían ante nadie más que ante sí mismos, comprendió con claridad que no soportaría una relación ilícita, por intensos que fueran sus sentimientos hacia Gandy. Cuando le tomó la muñeca, los latidos del corazón adquirieron un ritmo que le provocó dolor en el pecho. Pero el hombre no hizo más que depositar la llave en la palma enguantada, dobló los dedos sobre ella y retrocedió, soltándole la mano.
– Y, de todos modos, Waverley es mi territorio. Comprendí que todos los sitios donde estuvimos, cada vez que estuvimos juntos, fue en el territorio de alguien. La sombrerería era tuya. La taberna era mía. Waverley también es mío. Pero White Springs es neutral, tal como lo fue durante la Guerra Civil. Me pareció que era el lugar ideal para que nos encontrásemos dos pendencieros como nosotros.
– ¿Pendencieros, nosotros?
– ¿Acaso no lo somos?
– Lo éramos, pero creí que nos habíamos hecho amigos.
En ese momento, Scott supo que quería ser mucho más que amigo, pero también que cada vez que se insinuaba la posibilidad, ella se ponía nerviosa. Por eso mantuvo el humor superficial.
– Amigos. Entonces… -Retrocedió un poco más-. Como amigo, quería invitarte a las aguas de White Springs. -Se tironeó del chaleco, como preparándose para irse-. Yo ya las tomé esta mañana, pero pensé que te gustaría tomar un baño antes de cenar. Todavía hay tiempo, y yo te acompañaré a la casa de baños o, si prefieres, tomaremos un coche de alquiler. Las señoras se bañan en las horas pares, los varones en las impares, pues no están permitidos los baños conjuntos, por supuesto, excepto para los padres con niños, dos veces por día. ¿Qué te parece?
– No tengo traje de baño.
– Se consiguen en la casa de baños.
Abrió las manos, las unió, y recuperó la sonrisa.
– En ese caso, ¿qué puedo decir?
– Bien. Te daré tiempo para desempacar, para colgar tus cosas. Después, vendré a buscarte. -Miró el reloj de bolsillo-. Digamos, ¿en media hora?
– Estaré lista.
Fue hasta la puerta abierta pero se detuvo antes de salir y se dio vuelta para miraría.
– Me alegro de verte otra vez, Gussie -dijo con sencillez.
– Yo también.
Cuando se hubo ido, Agatha se apretó las mejillas con las manos: estaban calientes como piedras al sol. Se sentó en el borde de la cama, después se tendió de espaldas, apoyó los dedos al costado del pecho izquierdo, donde el corazón golpeaba con violenta insistencia que se volvía cada vez más difícil de aquietar.
Al cerrar la puerta, Scott permaneció con los dedos en el pomo varios segundos, mirando sin ver la alfombra escarlata del pasillo, y se preguntó por qué la había hecho venir aquí, si sabía que no resultaría. No era un revolcón fugaz en una cama alquilada lo que quería de ella, ni ella de él. Pero, si no era eso, entonces, ¿qué?
Inspiró una honda bocanada de aire, echó a andar por el pasillo y resolvió que el tiempo respondería la pregunta.
Treinta minutos más tarde, descendían juntos la gran escalera, con gran formalidad, la mano de Agatha tomada del codo de Scott.
– ¿A pie o en coche? -le preguntó, cuando llegaron a la galería del hotel.
Era una tarde tan hermosa, que le respondió:
– Caminemos. Estuve viajando dos días.
Tras el deprimente invierno de Kansas, la temperatura tibia resultaba maravillosa. Los pájaros cantaban y las flores se balanceaban, y Agatha se asombró una vez más del lozano verdor que había por todas partes.
– ¿Qué son ésas? -dijo, señalando un arbusto cargado de capullos rosados que se parecían mucho a las rosas.
– ¿Vas a decirme que nunca viste una camelia?
– Empiezo a pensar que hay muchas cosas que no conozco. Este lugar es maravilloso. ¿Cómo lo encontraste?
– En la guerra me hirieron, y me mandaron aquí a recuperarme.
Le dirigió una mirada sobresaltada:
– ¿Te hirieron?
– White Springs fue declarado territorio neutral, y los soldados de ambos bandos podían venir aquí a recuperarse de las heridas de guerra sin miedo. -Le dirigió de soslayo una sonrisa con hoyuelos-. Un sitio bastante apropiado para que se encuentren un comerciante de whisky y una luchadora por la templanza, ¿qué opinas?
Le sonrió y se sintió orgullosa de ir de su brazo, al ver que las mujeres lo miraban por segunda, por tercera vez. Fingió que eran enamorados, y hasta les sonrió con simpatía a las otras mujeres cuyos acompañantes, por apuestos que fuesen, no se podían comparar con Scott Gandy. A veces, el codo de él le rozaba el costado del pecho. Le encantó la sensación, que le reverberaba hasta las puntas de los pies.
En pocos minutos se acercaron a una impresionante estructura de ocho lados. Admirada, Agatha preguntó:
– ¡Oh, por Dios!, ¿qué es eso?
– Esa es la casa de baños, el edificio de la cascada.
– Sin embargo, parece un gran hotel.
El pabellón de tres plantas de madera blanqueada, con celosías en la base y tejas negras, se elevaba majestuoso como una rosquilla octogonal, y en el hueco burbujeaban las aguas blancas de la cascada del río Suwannee. En seis caras del octógono, tres a cada lado, había vestidores para cambiarse. Éstos estaban conectados por una galería en el nivel superior, donde el tejado continuo sombreaba bancos blancos, desde donde se podía mirar.
– Uno de los motivos por los cuales siempre me gustó -comentó Scott-, es que está construido en forma de octógono, como el mirador de Waverley.
En el paisaje que lo rodeaba había más camelias, azaleas, bananeros, bordeando una acera de madera que iba hasta la puerta principal. Al entrar, Scott condujo a Agatha ante una auxiliar, una mujer joven de cabello negro como el carbón y una nariz como un cucharón con salsa.
– Es la primera vez que viene -le dijo a la chica-. Déle el tratamiento completo.
– Pero…
De pronto, Agatha quedaba en manos de una extraña.
– Volveré dentro de una hora. Que lo disfrutes.
Cualquiera fuese el que esperaba, no era el tratamiento regio que recibió.
– Me llamo Betsy -le informó la muchacha de la nariz aplastada cuando Scott se hubo ido-. Sígame, la llevaré al cuarto para cambiarse.
Betsy la condujo al centro del edificio, donde una amplia abertura daba a la cascada misma. Pero antes de que tuviese tiempo para más que un vistazo breve, la llevó en dirección contraria, hasta un elevador movido por medio de un sistema de poleas y cuerdas, que utilizó la misma Betsy. Por el modo en que tiraba de los cables, daba la impresión de que costaba mucho esfuerzo, pero Agatha supuso que los bíceps de la chica eran más anchos aún que la nariz. Llevó a Agatha al tercer piso, y no se notó que estuviese agitada. Allí salieron del elevador a una galería exterior con baranda, que sobresalía encima de las cascadas, y por ella fueron hasta los vestuarios. Cuando entraron le dio a Agatha un par de calzones tejidos, de lana, una prenda para la parte de arriba, que se sujetaba en los muslos, y una cofia de algodón blanco. Cuando salió cambiada, descalza, Betsy la acompañó otra vez al montacargas, e hizo bajar a las dos a la planta baja y, por fin, a las cascadas mismas.
– Todo el año está helada, y la congelará hasta la médula de los huesos, pero en unos minutos se acostumbrará. Y recuerde que, cuando termine aquí, estará esperándola un baño caliente adentro. Que lo disfrute, señora.
En los rincones del edificio octogonal el olor era espantoso, pero el borboteo del agua era tentador.
La palabra «frío» casi quedaba escasa para el primer contacto de Agatha al meterse en el agua. Unos estremecimiento le recorrieron el dorso de las piernas, y le pareció que se le erizaba el cabello. Aunque le resultaba extraño moverse dentro de una piscina completamente vestida, lo hizo. Hasta las rodillas (abrazándose). Hasta los muslos (estirándose lo más posible). Hasta la cintura (quedándose sin aliento). Hasta el cuello (castañeteándole los dientes).
«¡Dios mío, esto es una locura!», pensó.
Pero se veían las cabezas de otras mujeres balanceándose sobre el agua. Una que estaba cerca de Agatha le dedicó una sonrisa. Sin poder hacer otra cosa, la correspondió con otra mucho menos convencida.
– Cuando te acostumbras, es maravilloso -dijo la desconocida.
– Sin du…da. P… pero está t…tan f…fría…
– Es vivificante -repuso la mujer, y se puso de espaldas, como suspendida sobre el agua.
Agatha bajó la vista: a su alrededor, subían burbujas diminutas. Sintió que la risa le bullía en la garganta cuando las burbujas, como pequeños peces curiosos, jugueteaban con sus miembros y se le metían dentro del traje de baño para cosquillearle la piel. Le tocaron todos sus sitios íntimos, y fueron estallando en una serie de explosiones sin fin, que le provocaban alivio en los músculos.
Le hacía cosquillas. La sedaba. Era muy parecido a la excitación. Pero, al mismo tiempo, la relajaba. ¿Cómo era posible que provocase tantas sensaciones a la vez?
Levantó un brazo cerca de la superficie y observó cómo las burbujas trepaban a él sonando como si en el salón contiguo estuviesen friendo carne. Estiró los dedos y vio los bolsones de aire que se formaban entre ellos. No necesitaba haber visto champaña para imaginarse flotando en él. Las burbujas constantes creaban una efervescencia permanente. Se sintió como si ella misma se hubiese convertido en champaña: burbujeante, deliciosa, casi bebible. Cerró los ojos y se dejó hundir en la sensación del movimiento en la cara interna de los muslos, en el centro de la columna vertebral y entre los pechos. Respiró hondo y dejó que esas sensaciones ocuparan el lugar de todas las preocupaciones mundanas.
En esos momentos, llegó a entender la sensualidad de un modo vivo, natural.
Un rato después, cuando se acostumbró a la novedad de las burbujas, probó dar un pequeño salto, y la sorprendió la inesperada flotabilidad de su cuerpo. Nunca en la vida se sintió flotar, y la sensación le produjo euforia. Se movió otra vez, empleando los brazos, y sintiéndose mágicamente libre e ingrávida. Imitando a la mujer amistosa, se puso de espaldas levantando los pies y, durante varios segundos, flotó libre de las restricciones de la gravedad. ¡Era la gloria perfecta!
Cuando bajó los pies de nuevo hasta el fondo, miró alrededor y no vio a nadie que le prestara especial atención, comprendió con grata sorpresa que ahí, en el agua, era exactamente igual a los demás. Las propiedades de flotabilidad los igualaban. De súbito, también advirtió que los dientes ya no le entrechocaban, y el vello de los brazos ya no estaba erizado.
Betsy llegó demasiado pronto a buscarla para acompañarla al cuarto de baño privado donde la esperaba una bañera de metal con agua caliente, y espesas toallas turcas, blancas. Betsy la dejó disfrutar del agua mineral caliente unos diez minutos, hasta que golpeó la puerta y le ordenó que se secara y se preparase para el masaje. Cuando entró otra vez, le dijo a Agatha que se tendiera boca abajo en un banco de listones de madera, con una de las toallas debajo y la otra cubriéndola de la cintura para abajo.
Las friegas minerales fueron más restauradoras que cualquier cosa que Agatha hubiese imaginado. Cerró los ojos, mientras unas manos diestras trabajaban con sus músculos de tal modo que la hacían sentir como si flotara sobre una alfombra mágica. El cuello, los hombros, los brazos, las nalgas, las piernas… todo fue masajeado con igual experiencia y habilidad.
Una vez vestida, cuando entró en el montacargas, Agatha percibió que cierto milagro se había producido en su cuerpo. Claro que aún cojeaba, pero había desaparecido todo vestigio de dolor. Se sentía flexible, ágil, y profundamente vivificada ¡Como si fuese capaz de caminar kilómetros sin cansarse, corno si pudiese saltar cercas, correr subiendo las escaleras, saltar a la cuerda! Desde luego que no podía, pero sentirse así era casi tan bueno como poder.
Sonriente, Scott la esperaba en la entrada principal.
– ¿Cómo estuvo? -le preguntó cuando se acercó.
– ¡Oh, Scott, fue extraordinario! ¡Me siento renovada!
La tomó del brazo y rió, hondamente satisfecho por la euforia de ella. Era un placer ver a Agatha, por lo general tan reservada, burbujeando como las propias aguas.
– ¡No me duele nada! ¡Y mira! Me siento como si pudiera volver caminando a Kansas. Pero en el agua, ¡podía flotar, era celestial! ¡En verdad floté! Había una mujer que me sonrió y me dijo algo amable, entonces yo la observé y traté de imitarla. Brinqué. ¡De verdad, brinqué! No necesité más que un pequeño impulso con un pie, y salté como todos los demás, flotando como un corcho. Oh, Scott, fue sensacional, nunca en mi vida me sentí tan libre de preocupaciones. -Miró, nostálgica, sobre el hombro hacia la casa de baños-. ¿Podré venir otra vez, mañana?
Gandy rió, le apretó el codo y luego puso la mano de ella en el pliegue de su codo.
– ¿Cómo podría negártelo?
– ¡Oh, pero…! -En la frente de la mujer aparecieron arrugas de consternación-. ¿No es muy caro?
– Deja que yo me preocupe por eso.
– Pero…
– ¿Tienes hambre?
– Pero…
– Yo sí. Y White Springs es famoso por tener algunas de las mejores cocinas del Sur. La especialidad son las codornices. Te llevaré de regreso al hotel y te atiborraré de pechuga de codorniz salteada en manteca con setas negras y salsa de nuez, y arroz con azafrán humeante.
– Pero…
– Y después, una porción de tarta Selva Negra, con un enorme copete de crema batida. Y mucha agua mineral para beber.
– Pero…
– No quisiera criticarte, Gussie, pero estás muy repetitiva. ¿Sabes cuántas veces dijiste pero? Estás aquí como invitada mía, y así será. No quiero escuchar otra palabra al respecto.
El comedor del Telford era elegante, con manteles almidonados y vajilla de plata verdadera. Era un mundo de diferencia con el restaurante de Cyrus y Emma Paulie. A Gandy le complacía poder invitar a Agatha a una cena elegante en un lugar así. Disfrutó verla comer las perdices con setas negras y los otros platos que sugirió. Lo hizo con gran placer, como si la hora en el baño medicinal le hubiese aguzado en gran medida el apetito. Por algún motivo, esperaba verla comer con la melindrosa afectación de casi todas las mujeres modernas, y el hecho de que no fuera así lo fascinaba más que cualquier estúpida simulación que hubiese mostrado.
Tenía las puntas del cabello mojadas y, a medida que se secaba, los mechones escapaban del peinado y formaban diminutos tirabuzones detrás de las orejas. La luz de las lámparas lo encendía y proyectaba sombras en el cuello y los hombros del vestido verde esmeralda. De manera parecida, las pestañas sombreaban los ojos claros.
Otra vez se le ocurrió besarla. Le brillaban los labios al morder la perdiz enmantecada, pero cada vez que alzaba la vista y lo sorprendía mirándola, se limpiaba cuidadosamente con la servilleta y bajaba los ojos.
Reflexionó sobre los motivos que lo impulsaron a llevarla ahí. En efecto, quería invitarla a tomar las aguas, y a aprovechar todos los beneficios físicos que le brindarían. Pero, para ser sincero consigo mismo, había otra clase de experiencias físicas que quería brindarle. Dio un mordisco a una tierna y suculenta perdiz y paseó la vista de los pechos plenos al torso esbelto de su compañera de mesa. No era la clase de mujer a la que uno compromete bajo la falsa excusa de «llevarla a tomar las aguas». Cuando sucediera, si sucedía, que tenía con ella un contacto íntimo, se sentiría obligado a hacer lo que debía.
Agatha dio un bocado, alzó la vista y lo vio admirando sus atributos femeninos. Dejó de masticar. Scott bebió un sorbo de agua mineral. La tensión zumbó alrededor de los dos el resto de la comida.
La mujer se limpió los labios por última vez, y dejó la servilleta. Gandy apartó el plato de postre, pidió una taza de café y encendió un cigarro, después de cortarlo con unas diminutas tijeras de oro.
– Veo que todavía las tienes.
– Sí, señora.
Mientras encendía el cigarro, Agatha observaba cómo los labios y el bigote adoptaban la forma de él. Después, se sumergió en el aroma picante y lo disfrutó una vez más. Le surgió un recuerdo, claro como un reflejo sobre aguas tranquilas.
– Recuerdo el día en que el óleo ese de Dierdre llegó a Proffitt. Pagaste mi cena en el restaurante de Paulie y yo me puse tan furiosa contigo que quería… quería meterte el dinero por el gaznate.
– Y tú eras tan remilgada y correcta que yo me sentí avergonzado como el demonio por haberte hecho caer en el barro.
– ¿Avergonzado, tú?
Alzó las cejas.
– Así es.
– No creí que fueras capaz de avergonzarte de nada. Siempre me pareciste tan… tan arrogante y seguro… Y tan irritante con tu tendencia a bromear. Oh, cómo te odiaba.
Scott se respaldó en la silla en una postura negligente y rió.
– Se me ocurre que tenías buenos motivos.
– Dime -dijo Agatha, cambiando bruscamente de tema-, ¿cómo está Willy?
Las cejas de Scott se unieron, y se inclinó hacia adelante, golpeando distraído el cenicero con el puro.
– Willy no es el mismo chico que era cuando partimos de Proffitt.
El talante alegre de la mujer se esfumó, y lo reemplazó la preocupación.
– ¿Qué le pasa?
– Está convirtiéndose en un verdadero pillo. En mi opinión, está demasiado tiempo en contacto con la gente indebida. Un jugador de barco fluvial, un tabernero, un estibador, tres ex prostitutas, y una nana negra con una boca tan atrevida como un ganso furioso. Del único que no aprende malas costumbres es de Marcus. Las chicas lo malcrían de una manera espantosa y, a veces, pasa por etapas en que habla con el mismo lenguaje de albañal que ellas. Leatrice lo consiente constantemente, y cuando se va con los hombres al bosque es difícil imaginar a qué clase de conversaciones está expuesto. Incluso se volvió exigente conmigo. Cuando no le hago caso, se enfurruña o se pone contestador. Te digo, Gussie, a veces, cuando me contesta… -cerró el puño en el aire-…quisiera ponerlo sobre mi rodilla y curtirle el trasero.
– ¿Por qué no lo haces?
El puño se aflojó, y la expresión de Scott se ablandó.
– Creo que porque tuvo suficiente de eso con su padre.
– Pero Alvis Collinson nunca lo amó, Scott. Tú sí. No me cabe duda de que sabrá reconocer la diferencia.
Comprendió que tenía razón y movió la cabeza, desesperanzado.
– No puedo, Gussie. Nunca podré levantarle la mano a ese chico.
La mujer sintió que un nudo de amor se expandía en su pecho, al reconocer en esa frase la clase de padre que era: como el que ella hubiese deseado para sí misma.
– Pero hay que reprender a Willy cuando lo merece pues, de lo contrario, será cada vez peor, y no hay nada más desagradable que un niño caprichoso.
– Está bien, es caprichoso. Pero, a decir verdad, no es culpa de él. Parte del problema es que no hay ningún chico de su edad para jugar. Lo llevé un par de veces al pueblo a pasar la tarde con un niño de su edad, A. J. Bayles, pero Willy es tan insoportable que A. J. no lo invitó más. Y empezó a hablar con una amiga imaginaria.
Agatha no se inmutó.
– Eso es bastante común. Yo lo hacía con frecuencia de pequeña. ¿Tú no?
– Si no fuera esta amiga en particular, no me preocuparía.
– ¿Quién es?
Gandy miró, ceñudo, el cenicero, y sacudió el cigarro más de lo necesario.
– Gussie, vas a pensar que estoy loco, pero en el dormitorio que compartimos Willy y yo… bueno, eh… parece que está embrujado.
En lugar de expresar estupefacción, Agatha preguntó seria:
– ¿Por quién?
– ¿Me crees? -preguntó, atónito.,
– ¿Por qué no? ¿Por quién?
– Creo que se trata de mi hija, Justine.
– ¿Y es con ella que habla Willy?
– Sí. -Casi sin advertirlo, estiró la mano sobre la mesa y la apoyó sobre la de ella. La mirada era oscura, afligida-. Gussie, yo también la oí. Pide ayuda. Sólo la escucho en el dormitorio noroeste de la segunda planta, el que llamamos el cuarto de los niños. Pero la oigo con la misma claridad que cualquier otra voz humana, y en varias ocasiones he visto su silueta donde ella… o quien sea… se había acostado sobre la cama, sabiendo que nadie había estado ahí para arrugarla.
– ¿Te asusta?
Lo pensó un instante.
– No.
– ¿A Willy?
– No, al contrario.
– En ese caso, ¿qué tiene de malo? Al parecer, tienes un fantasma amistoso. Y si eres el padre, no creo que quiera hacerles daño ni a ti ni a nadie cercano a ti.
Miró a Gussie como si la viera bajo una luz distinta.
– Eres sorprendente.
– Mi padre era minero. No hay personas más supersticiosas que los mineros. Si oyen caer, aunque sólo sea un guijarro, en un pozo profundo, lo atribuyen a fantasmas. Y muchos jurarían que tienen razón, en particular después de un derrumbe.
El alivio de que aceptara su historia fue tan grande que se sintió culpable de haber intentado disuadir a Willy.
– Le dije a Willy que era imposible que hubiese visto a Justine y hablado con ella. Me parece que fue un error de mi parte.
– Tal vez. En tu lugar, yo lo dejaría hablar con ella todo lo que quisiera. ¿Qué mal puede hacerle? Si no es más que una creación de su imaginación, lo superará con el tiempo. Si no, no está más trastornado que tú, ¿verdad?
– Ah, Gussie, me siento tan aliviado… Estos últimos meses he estado muy preocupado, pero tenía miedo de comentárselo a cualquiera en Waverley. Pensé que si lo hacía podía llegar a oídos de Leatrice, y ella ya usa un saco de asafétida maloliente en el cuello para espantar a los espectros, como dice. Si descubre que en verdad hay uno, jamás querrá entrar otra vez en la mansión. Y aunque es muy rebelde, la necesito, para que la casa funcione con fluidez.
– Esa Leatrice me recuerda a Ruby.
– Lo es. Pero, como ya te he dicho, empezó a influir en Willy. Empieza a imitar su carácter mandón y su mala gramática. Lo cual nos lleva a otro punto. Willy ya tiene seis años. Tendría que ir a la escuela, pero la más cercana está en Columbus, y es un trayecto de dieciséis kilómetros, sólo de ida. Yo no tengo tiempo de hacer ese viaje dos veces por día, y, por cierto no hay nadie en Waverley preparado como para ser su tutor.
Antes de que Scott prosiguiera, los latidos de Agatha se aceleraron.
– Es por eso que te traje aquí, Gussie. -Seguía sujetándole la mano, con los dedos enlazados, las palmas hacia abajo-. En este momento, te necesita más que a nadie. Llora por ti cuando se va a acostar, y en Navidad armó un gran alboroto porque no te llevé a Waverley ni lo mandé a él a Proffitt. Intenté hacer las cosas bien con él, pero después de haber hablado contigo tan poco tiempo comprendo que mi criterio no es para nada tan apto como el tuyo. Necesita tu sentido firme y confiable de lo que está bien y lo que está mal. Y alguien capaz de decirle que no y sostenerlo. Alguien para controlar lo que aprende de las chicas y de Leatrice… y hasta de mí. Necesita una maestra, lecciones cotidianas. Tú podrías hacer todo eso. Gussi si vinieras a Waverley.
De modo que ésa era la proposición… Al diablo con la estúpida interpretación de que la había hecho ir ahí para algo tan tentador como la seducción. Ya no tendría que preocuparse más por eso. Ni perder un solo momento más imaginando que la llevó a ese sitio para pedirle que se casara con él. No la quería como amante ni como esposa, sino como gobernanta de Willy.
La imagen de Willy llorando por ella al acostarse hizo brotar en su pecho un impulso de amor maternal, aunque no bastó para disipar su decepción. Retiró los dedos de los de Scott y juntó las manos en el regazo.
– Entonces, ¿seré la gobernanta?
– ¿Por qué suena como una palabra tan fría? Significas tanto para Willy como si fueras su verdadera madre. Eso te convierte en algo muy superior a una gobernanta. Dime que lo harás, Gussie.
¿Y vivir en tu casa, deseándote todo el resto de mi vida?
– ¿Cuándo quieres que vaya?
Ansioso, se echó adelante.
– Al exigir que te llevara a Waverley lo más rápido posible para empezar su vestido de bodas, Jube me sacó la decisión de las manos. Ella y Marcus piensan casarse el último sábado de marzo, y dijo que quiere que asistas a la boda ¿Qué dices?
Se sintió obligada a ofrecer cierta resistencia, aunque débil.
– Pero, tengo un negocio. No puedo dejarlo y marcharme, simplemente.
– ¿Por qué no? De todos modos, está languideciendo lentamente. Tú misma me dijiste que pronto los sombreros serán cosa del pasado. Y las fábricas de la costa Este que confeccionan ropa, están condenando el oficio de modista al mismo destino. Es sólo cuestión de tiempo.
– ¿Y Violet?
– Ah, Violet. -Gandy hizo una pausa y recordó los chispeantes ojos azules de la pequeña mujer arrugada-. Sí, sería duro para ti dejar a Violet. -Levantó una ceja-. A menos que le dejes todo el negocio a ella.
– ¿Todo el negocio?
– Bueno, ¿qué otra cosa puedes hacer con ese museo de nidos de pájaros y mariposas, y esos gabinetes llenos de cintas, encajes, y ese enorme escritorio de tapa enrollable? Hasta podrías dejarle los muebles de tu apartamento… eso, claro, si estás de acuerdo. Te aseguro que tenemos todos los que queremos en Waverley. ¿No crees que sería un cambio agradable para Violet tener un lugar propio en lugar de un cuarto minúsculo en la pensión de la señora Gill?
Pensar en Violet frenó a Agatha. Se había convertido en una verdadera amiga, y dejarla sería muy triste, por cierto. Scott dijo:
– Yo creo que Violet sería la primera en insistirte para que aceptaras. ¿Me equivoco?
Como si estuviese ahí, Agatha escuchó las risitas de Violet ante la súbita aparición de Scott en la tienda, vio a la pequeña mujer sonrojándose cuando él se inclinaba sobre la mano surcada de venas azules y la rozaba con los labios, oía el suspiro cuando se hundía en la silla y se abanicaba la cara enrojecida con un pañuelo perfumado de lavanda.
– Cada vez que te acercabas a Violet ella deseaba tener cuarenta años menos. ¿Cómo podría esperar una opinión objetiva de alguien así?
Gandy rió.
– Entonces, ¿lo harás?
Tal vez fuese virgen, hasta inocente. Pero había unas vibraciones inconfundibles entre ella y Scott Gandy. Y según las emociones del momento, podía creer en ellas o no. Sin embargo, en los momentos de lucidez comprendía que entre ellos existía una innegable atracción física que crecía a cada hora que pasaban juntos.
Tendría que preguntarle qué intenciones abrigaba en ese sentido… ¿no? Ahora que Jube se iba a casar con Marcus, ¿estaba ella destinada a convertirse, a su debido tiempo, en la amante? Un hombre como Scott no pasaría mucho tiempo sin mujer y, aunque no había dicho que la amaba, debía de considerar innecesario el amor en lo que se refería a la convivencia. Después de todo, tampoco amaba a Jube. Sí, debería preguntárselo, pero, ¿cómo aborda una mujer un tema como ese con un hombre que ni la besó después de cinco meses de separación? Una mujer como Agatha Downing no lo hacía.
Al fin, aspiró una bocanada trémula, contuvo el aire un momento, y lo soltó de una vez.
– Lo haré. Con una condición.
– ¿Cuál?
– Que dejaré todo a Violet, menos mi máquina de coser. Si quiere una, tendrá que comprársela. La mía es un regalo tuyo y creo que es lo más adecuado para llevar a Waverley para hacer el vestido de Jube.
– Muy bien. Considera pagado el transporte.
Cuando la acompañó hasta la puerta, no se despidió con el beso que ella esperaba sino con un firme apretón de manos que sellaba el pacto entre los dos.
La llevó a los baños dos veces por día los dos que siguieron, mientras se quedaron a disfrutar del manantial, y aunque la relación se volvió más amistosa que nunca en lo relacionado con la conversación y la mutua compañía, en ningún momento de esos dos días en White Springs él hizo el menor avance hacia ella…
Hasta que estuvieron en la estación de trenes y se despidió otra vez de ella.
¿Qué habría en las estaciones de tren que sumía sus corazones en la desolación aún antes de que se dijeran adiós?
Un instante antes de que abordase, la tomó de los brazos y la besó en la boca. Cuando lo hizo, Agatha sintió que estaba resuelto a que el beso fuese breve y amistoso. Pero cuando, al terminar la miró a los ojos, a los dedos enguantados que descansaban sobre el pecho de él, la tentación fue demasiado grande y la atrajo hacia él, con más dulzura esta vez, y le dio un beso húmedo, voluptuoso, con la lengua diciéndole adiós dentro de la boca, haciéndola sentir las rodillas flojas y el corazón a punto de estallar como un cañón.
Cuando la apartó y la miró a los ojos, Agatha tuvo la espantosa sensación de que los hombres y las mujeres se besaban así en todo el mundo en momentos similares, y que sólo su falta de experiencia la hacía creer que había algo especial entre ella y Scott, algo que significaba más de lo que en realidad era.
¿Por qué esperaste tres días para hacerlo?, quiso preguntar.
Pero una mujer decente no hace esas preguntas.
En cambio, dijo:
– Adiós. Y gracias por darme la posibilidad de nadar en White Springs. Nunca lo olvidaré.
– Yo no te di nada. White Springs siempre estuvo ahí para que tú lo tomaras.
Pero no era así, y ambos lo sabían. Le había dado más que cualquier otro ser humano. Le había dado el amor de ella hacia él, aunque no le hubiese dado el suyo propio. Y Agatha descubrió que eso era casi tan bueno como si le correspondiese.