Capítulo 3

El domingo, el reverendo Samuel Clarksdale, de la Iglesia Cristiana Presbiteriana, cediá el pulpito a Drusilla Wilson, que emitió un mensaje conciso e inspirador: aquellos que se apartaran al ver a un ser querido encadenado a los demonios del alcohol y, pudiendo hacerlo, no lo ayudaran, eran tan culpables como si le hubiesen puesto la botella en las manos.

Cuando terminó el servicio dominical, la señorita Wilson recibió los saludos efusivos de las mujeres de la congregación. Muchas de ellas le estrecharon la mano con sinceridad, algunas con lágrimas en los ojos. Unas cuantas hicieron lo mismo con Agatha Downing, agradeciéndole de antemano haberles ofrecido un lugar de reunión.

Agatha se vistió con exagerada elegancia para la reunión con un vestido de cuello rígido, castaño oscuro, los polisones sujetos con firmeza atrás, las faldas atadas tan apretadamente que le acortaba los pasos en buena medida. Como estaba lista mucho antes de las siete, sacó el polvo a los mostradores y encendió las lámparas. Todavía no anochecía cuando abrió la puerta de la tienda para recibir a Drusilla Wilson. Como siempre, la mujer le dio un firme apretón.

– Agatha, cuánto me alegro de verla otra vez.

– Pase, señorita Wilson.

Pero antes de entrar, Drusilla echó una ojeada a la puerta de la taberna.

– Supongo que ya vio a qué nos enfrentamos.

Agatha pareció desconcertada, y salió ella misma a la acera.

Las puertas de vaivén estaban abiertas. La pintura que colgaba detrás de la barra podía verse desde un ángulo oblicuo, en la pared de la izquierda. En el frente, sobre la acera, estaba el maldito sureño, vestido de punta en blanco, un cigarro humeante en la boca y un codo apoyado en un cartel doble, que anunciaba:


Nuevas damas en el pueblo

Bautice la pintura que está detrás de la barra

y gane el primer baile con la señorita

Jubilee Bright, la gema más brillante de la pradera,

que pronto estará en la Gilded Cage, con sus joyas,

Pearl y Ruby


Dio tiempo a Agatha para leerlo, y después alzó el sombrero y esbozó una sonrisa perezosa:

– Buenas noches, señorita Downing.

¡No se podía negar que tenía agallas, ahí de pie, sonriente! ¡Le habría encantado quitarle de un golpe el cartel y hacerlo caer despatarrado!

– Espera un buen resultado, ¿no es así?

– Sin duda.

– Apuesto a que no será tan bueno como el mío.

– ¿Acaso no tiene decencia? ¡Es el día del Señor!

– Ninguna en absoluto, señora. Tengo que preparar la bienvenida para cuando el primer rebaño llegue al pueblo. Según lo que sé, puede ser en cualquier momento.

Contemplando el cartel, la mujer alzó una ceja.

– ¿Jubilee, Pearl y Ruby? Estoy segura de que serán unas gemas perfectas.

Ya las imaginaba: prostitutas enfermas, llenas de piojos, de cabello teñido y lunares falsos.

– Genuinas, las tres.

Agatha resopló con suavidad.

Gandy aspiró el cigarro.

En ese momento, un mulato alto, largirucho, de ojos hundidos y cabello negro crespo, hizo rodar el piano cerca de la puerta. Era tan delgado que parecía que una ráfaga de viento podría hacerlo volar.

– ¿Es hora de empezar con la música, Ivory?

– Sí, señor.

– Ivory, creo que no conoces a la señorita Downing, nuestra vecina de al lado. Señorita Downing, mi pianista, Ivory Culhane.

– Señorita Downing. -Se quitó el bombín, lo apoyó en el centro del pecho y se inclinó. Volvió a ponérselo en un ángulo atrevido, y preguntó-: ¿Qué le gustaría escuchar, señorita?

¡Cómo se atrevían esos dos a comportarse como si no se tratara más que de una velada social! Agatha no tenía el menor deseo de intercambiar banalidades con el dueño de la taberna, ese alcahuete, ni con el sujeto cuyo aporreo infernal le impedía dormir todas las noches. Dirigió una mirada punzante al último y respondió, cortante:

– ¿Qué le parece «Nuestro Dios es una Poderosa Fortaleza»?

Los dientes blancos relampaguearon en la cara color de té, en una amplia sonrisa:

– Me temo que no la sé. ¿Qué le parece ésta?

Con un movimiento fluido, Ivory se sentó en un taburete de patas en forma de garras, se volvió hacia el teclado y tocó los primeros acordes de «Pequeña Jarra Marrón», una canción compuesta recientemente por los «mojados» para exasperar a los «secos». Agatha se irguió y, dándose la vuelta, se alejó.

Cuando comenzaron a llegar las damas, los dos estaban aún ahí. Ivory llenando con canciones la calle, como una invitación musical, y Gandy, con su aire despreocupado y la sonrisa intacta, emanando encanto sureño del mismo modo que una rata almizclera emanaba almizcle. Saludó a cada una de las damas que llegaba.

– Buenas noches, señora -decía una y otra vez, tocándose el ala del sombrero-. Disfrutarán de la reunión. -Dedicó una sonrisa especialmente encantadora a Violet y la delegación de la pensión de la señora Gill-. Buenas noches, señorita Parsons. Me alegro de verla otra vez, y también a sus amigas. Buenas noches, señoras.

Violet rió entre dientes, se ruborizó y abrió la marcha hasta la puerta vecina. La seguían Evelyn Sowers, Susan White, Bessie Hottle y Florence Loretto, todas las cuales tenían un interés personal en los sucesos de la Gilded Cage. También estaban otras. Annie Macintosh, con un moretón en la mejilla izquierda. Minnie Butler, cuyo esposo estaba obsesionado con las mesas de juego. Jennie Yoast, cuyo marido hacía la ronda de todos los salones, todos los sábados a la mañana, y al que, a veces, lo encontraban durmiendo en la acera, los domingos a la mañana. Anna Brewster, Addie Anderson, Carolyn Hawes, y muchas otras con esposos famosos por la frecuencia con que empinaban el codo.

Asistían a la reunión treinta y seis mujeres, casi todas ansiosas por poner en fuga a los demonios de las bebidas alcohólicas; algunas, sólo con curiosidad de ver qué hacían «esas fanáticas» cuando se juntaban.

Drusilla Wilson en persona, con la anfitriona a su lado, saludó en la puerta a cada una que llegaba. La reunión se inició con una plegaria, seguida por el discurso de apertura de la señorita Wilson:

– Hay cuatro mil guaridas del alcohol esparciendo muerte y enfermedades por todas las clases de la sociedad norteamericana, antros de vicio que las gentes respetables aborrecen desde lejos. Su propia ciudad se ha visto mancillada por once de esos chancros. A muchos de vuestros maridos se los subyuga para que abandonen los hogares cada noche, arrebatándoles a sus familias, a sus protectores y proveedores. El desastre humano causado por el alcohol sólo puede terminar de manera trágica: en el hospital, donde la víctima muere de delirium tremens, en reformatorios como los de la isla Ward, o hasta en asilos como el de la isla Blackwell. Yo misma visité esas instituciones. Vi a la muerte haciendo presa de aquéllos que comenzaron con un solo trago inocente, después otro y otro, hasta que quedaron irremisiblemente perdidos. ¿Y quién queda, sufriendo los efectos de la intemperancia? ¡No otros que las mujeres y los niños! De medio millón de mujeres norteamericanas brota un gemido de angustia y se eleva sobre lo que fuera una tierra dichosa. Sobre las tumbas de cuarenta mil ebrios se alza el llanto dolorido de la viuda y el huérfano. Los demonios del alcohol han caído sobre las mujeres. ¡Por eso, es muy justo que las mujeres comiencen el trabajo para su destrucción!

Mientras Wilson hablaba, los rostros del público adquirían una expresión arrebatada. Era entusiasta, hechizaba. Hasta las que habían ido por curiosidad estaban embelesadas.

– Y las tabernas son los sitios en que se alimentan los gusanos de esta tierra: jugadores, estafadores, y nymphs du prairie. ¡No olvidemos que en Wichita, en su momento de mayor decadencia, había casas de mala reputación con no menos de trescientas de esas gatas pintarrajeadas! ¡Trescientas en una sola ciudad! ¡Pero hemos limpiado Wichita, y limpiaremos Proffitt! ¡Juntas!

Al terminar el discurso, del público se elevó una sola pregunta: ¿Cómo?

La respuesta fue concisa: educando, defendiendo y orando, con fuerza de voluntad.

– La U.M.C.T. no es militante. Lo que logramos lo obtenemos por métodos pacíficos. Pero no eludamos nuestro deber cuando se trate de hacer que ese destructor de las almas de los hombres, el tabernero, tome conciencia de su culpa. No debemos destruir el cruel brebaje que vende. Más bien tenemos que proporcionarles a sus clientes algo más poderoso en que apoyarse: la fe en Dios, en la familia, y la esperanza en el futuro.

La señorita Wilson sabía cuándo sermonear y cuándo detenerse. Ya las había entusiasmado. Para ganarlas para la causa, le bastaría con unas pocas historias conmovedoras de sus propios labios.

– Todas ustedes, en sus hogares, estaban impacientes por que llegara este día. Ahora es el momento. Desnuden el corazón ante sus hermanas, que las comprenden, pues sufrieron lo mismo que ustedes. ¿Quién quiere ser la primera en librarse de su dolor?

Las mujeres intercambiaron miradas furtivas, pero ninguna se adelantó.

Wilson las presionó:

– Recuerden que nosotras somos sus hermanas y no estamos aquí para juzgar sino para apoyar.

Desde la taberna llegó el grito de: «¡Lotería!». Y en el piano sonaba «Sobre las olas». Treinta y seis mujeres pudorosas esperaron que alguna se atreviera a empezar.

Agatha tenía los dientes y las manos apretados. Sus propios recuerdos torturantes regresaron del pasado. Pensó en contarlo todo por fin, pero lo había guardado tanto tiempo que ya no podía. Ya era objeto de la compasión ajena y no tenía ningún deseo de serlo más aún, por eso calló.

La primera en hablar fue Florence Loretto:

– Mi hijo… -comenzó, y todos los ojos se posaron en ella. Todas guardaron silencio-. Mi hijo Dan. De pequeño, siempre fue un buen muchacho. Pero cuando mi esposo vivía acostumbraba mandarlo a la taberna a buscar su whisky. Aseguraba que tenía un poco de reumatismo y que los ponches calientes le aliviaban el dolor de las coyunturas. Así fue como empezó. Pero para cuando murió, estaba más tiempo borracho que sobrio. Él era un hombre adulto, pero Dan… Dan era joven y descubrió que le gustaba el ambiente de la taberna. Ahora es el crupier aquí al lado, y yo… yo… -Florence se cubrió la cara con las manos-. Estoy tan avergonzada que no puedo mirar de frente a mis amigas.

Addie Anderson frotó el hombro de Florence y le dijo, con suavidad:

– Está bien, Florence. Nosotras lo entendemos. Cuando lo criaste, hiciste lo que creíste mejor. -Dirigiéndose a la señorita Wilson, dijo sin rodeos-: Mi esposo, Floyd, solía ser sobrio como un juez, salvo el día en que nos casamos y el cuatro de julio. Pero hace un par de años enfermó y tuvo que llamar a alguien para que se encargase de la tienda mientras él estaba en cama. Se llamaba Jenks, y era un joven de aspecto agradable, de St. Louis, con cartas de recomendación. Sin embargo, eran todas falsas. Jenks metió mano en los libros de contabilidad y los manipuló de tal manera que fue capaz de estafarnos sin que Floyd se diera cuenta en qué andaba. Cuando lo descubrió, ya era demasiado tarde. Jenks se había ido, y del mismo modo nuestros ahorros. Fue entonces que Floyd comenzó a beber. Intenté disuadirlo. «Floyd, le decía, ¿qué hay de bueno en gastar el poco dinero que nos queda embriagándote todas las noches?». Pero no me escuchaba. Perdimos el negocio y Floyd fue a trabajar como empleado con Harlorhan, y trabajar para otro después de haber sido patrón tantos años fue un gran revés para él. Lo que Harlorhan le paga se va casi todo en whisky, y ya debemos seis meses en el almacén. Aunque Harlorhan se portó bien hace tiempo que le viene advirtiendo a Floyd que si no paga algo de lo que nos estuvimos llevando, tendrá que echarlo. Después… -De súbito, Addie estalló en lágrimas-. Ohh… -gimió.

Hizo que la situación de Florence Loretto pareciera menos dramática y Florence, a su vez, consoló a Addie.

Después de eso, todas las mujeres empezaron a hablar. Sus apuros eran similares, si bien algunas historias eran más desdichadas que otras. Aunque Agatha esperaba que Annie Macintosh contara cómo se había hecho el moretón en la mejilla, igual que ella, Annie calló.

Cuando se hizo el silencio, Drusilla Wilson volvió a hacerse cargo de la reunión.

– Hermanas, tienen nuestro cariño y nuestro apoyo pero, para ser eficaces, tenemos que organizamos. Y eso significa que debemos convertirnos en la filial local de la Unión de Mujeres Cristianas para la Templanza, que es nacional. Para eso debemos elegir funcionarías. Yo trabajaré junto con ellas para hacer un borrador de la constitución. Una vez hecho eso, se formarán comités para redactar compromisos de abstinencia. -Mostró distintas variantes, que podían colocarse en la manga de un hombre reformado-. Uno de vuestros primeros objetivos debe ser reunir tantas firmas de compromisos como sea posible, y también nuevos miembros para la organización local.

En un cuarto de hora, pese a sus protestas, Agatha fue elegida primera presidente de la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza de Proffitt, Kansas. Florence Loretto fue elegida vicepresidenta, también bajo protesta. Para sorpresa de todas, Annie Macintosh habló por primera vez, para ofrecerse como secretaria. Agatha nombró tesorera a Violet, teniendo en cuenta que, como se veían todos los días, les resultaría más fácil trabajar juntas. Violet también puso objeciones, pero fue inútil.

Se fijó la contribución en veinticinco centavos por semana: el precio de una medida de whisky. Se formó un comité de compromiso de cuatro para escribir los ejemplares a mano hasta que pudiesen hacerlos imprimir. Uno de los tres integrantes quedó encargado de preguntar a Joseph Zeller, editor de la Proffitt Gazette, cuánto costaba imprimir panfletos, propaganda y los compromisos. Se fijó un recorrido para la noche siguiente, con el objeto de juntar firmas de promesas de abstinencia, comenzando en la taberna vecina.

La señorita Wilson cerró la reunión con la primera canción de templanza:

El agua fría es reina

El agua fría es señora

Y un millar de caras radiantes

Ahora sonríen en su seno

La cantaron varias veces todas juntas, hasta que las voces ahogaron los sones de «Camptown Races», que llegaban del otro lado.

Cuando concluyó la reunión, todas coincidieron en que había sido una velada inspiradora. Al marcharse, Drusilla Wilson le aseguró a Agatha que la organización nacional y The Temperance Banner les harían llegar ayuda e instrucciones. Y ella misma se quedaría en el pueblo hasta que hubiesen resuelto todos los inconvenientes organizativos.

Cuando salió la última mujer, Agatha cerró la puerta, se apoyó contra ella y suspiró. ¿En qué se había metido? Por cierto, en algo más grande de lo que pretendía. No sólo organizadora sino presidenta. Para empezar, ¿por qué había aceptado que la reunión se hiciera ahí?

Con otro suspiro, se apartó de la puerta y apagó las lámparas. En la oscuridad, salió del taller por la puerta de atrás. La trasera del edificio daba a un sendero que llevaba a un cobertizo y una pequeña construcción a la que llamaba, con gentileza, «el indispensable». Después de usarlo, comenzó a subir la escalera con la cabeza baja, como siempre, observándose los pies. Cuando estaba a dos escalones del final, una voz la sobresaltó y le hizo alzar la cabeza con brusquedad.

– ¿Cómo estuvo la reunión?

La mujer no veía más que el resplandor del cigarro en la oscuridad, en su mitad del rellano.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Preguntándole por la reunión, señorita Downing. No tiene por qué sobresaltarse así.

– ¡No me sobresalté!

Pero sí se había sobresaltado. Qué molesto advertir que él estaba ahí observándola entrar al «indispensable», salir de él y, también, subir las escaleras a su manera torpe, con dos pies en cada escalón.

– Ha sido bastante concurrida.

– Treinta y cuatro. Treinta y seis si contamos a la señorita Wilson y a mí.

– Ah, encomiable.

– Y me eligieron presidenta.

Era la primera vez que eso la alegraba.

– Presidenta. Bien, bien…

Las pupilas de Agatha se dilataron lo suficiente para ver que estaba sentado en una silla con el respaldo apoyado en la pared y las botas cruzadas sobre la baranda. Dio otra calada al cigarro y el aroma acre del humo llegó hasta ella.

– La reunión despertó tanto entusiasmo que a ninguna de nosotras le importó el sonido del piano del señor Culhaneque se filtraba por la pared. De hecho, cantamos tan alto que lo tapamos.

– Parece que fue inspirador.

Agatha percibió la burla.

– Yo diría que sí.

– ¿Y qué cantaron?

– Pronto lo sabrá. Iremos a cantarlo para sus parroquianos. ¿Qué le parece?

Scott rió, con el cigarro apretado entre los dientes.

– Para decirle la verdad, no la necesitaremos. En cualquier momento llegarán Jubilee y las chicas, y tendremos todas las canciones que necesitamos.

– Ah, sí, Jubilee y las chicas… del cartel. ¡Caramba, suena maravilloso! -dijo, irónica.

– Lo son. Tiene que venir a ver un espectáculo.

El humo del cigarro la irritaba. Tosió y subió con esfuerzo los dos últimos escalones.

– ¿Cómo puede fumar esa cosa horrible?

– Es un hábito que inicié en los barcos fluviales. Me mantenía las manos ocupadas cuando no jugaba a las cartas.

– ¡Entonces, es cierto que lo echaron de los barcos fluviales!

Cuando Gandy rió, la silla cayó sobre las cuatro patas.

– Las damas de su club estuvieron especulando acerca de mí, ¿no es cierto?

Se levantó, y los tacones de sus botas resonaron con calculada pereza sobre el rellano angosto hasta que se detuvo junto a ella, en la cima de la escalera.

– Difícil. Tenemos asuntos más importantes de qué ocuparnos.

– Pero supongamos que lo haya sido. Supongamos que yo era un fullero malo que conocía todas las trampas. Un sujeto de esa calaña sabría cómo manejar a una bandada de gallinas viejas que estuviesen decididas a clausurarle el negocio, ¿no cree?

El miedo le aceleró la circulación. El hombre estaba ahí, ominoso, haciéndola retroceder a la escalera. Tuvo una sensación de déjà vu, segura de que un instante después caería rodando por las escaleras como muchos años atrás. Se le crisparon los músculos anticipando los fuertes golpes, la piel raspada, la desorientación que le provocó rebotar de escalón en escalón. Con mano temblorosa, se aferró a la baranda, sabiendo que sería en vano si él decidía empujarla. Cuando el hombre dio otra chupada al cigarro, los ojos se le convirtieron en chispas rojas. El olor la descompuso, y empezaron a sudarle las manos.

– Por favor -dijo, en un susurro ahogado-. No.

De inmediato, Scott retrocedió y se sacó el cigarro de la boca.

– Un momento, señorita Downing, es injusta conmigo si supone que se me cruzó la idea de empujarla escaleras abajo. ¡Cómo, si…!

– Ya me empujó una vez.

– ¿En el lodo? ¡Ya le dije que eso fue un accidente!

– Estoy segura de que éste también lo sería. Cualquiera que me haya visto subir las escaleras sabe que no lo hago con mucha firmeza. Pero si cree que las amenazas me detendrán, está muy equivocado, señor Gandy. Sólo servirán para encender más mi celo. Y ahora, si tiene la gentileza de dejarme pasar, le daré las buenas noches…

Percibió que no quería dejarla irse pensando tan mal de él, aunque la hostilidad que irradiaba era casi palpable. Durante diez tensos segundos, permanecieron ella con la nariz contra el pecho de él. Luego, el hombre retrocedió. El sonido del paso firme de Agatha, seguido del que arrastraba, se alternaron sobre el rellano. Todo el trayecto hasta la puerta, esperó sentir algo que la agarraba de la nuca y la tiraba por la escalera. Al ver que no ocurría, se sorprendió. Llegó a la puerta, se deslizó dentro, y cerró con llave. De inmediato, comenzaron los temblores. Apretó las palmas de las manos y la frente contra la madera fría, y se preguntó dónde tendría la cabeza cuando permitió que la nombrasen presidenta de una organización destinada, no sólo a cerrar el negocio de Scott Gandy, sino de otros diez como él.


Jubilee y sus Gemas llegaron a la mañana siguiente, en el tren de las once y cinco. Tres mujeres con semejante apariencia no podían pasar inadvertidas.

Era evidente que la llamada Pearl recibió ese nombre por su piel. Era tan clara y luminosa como una perla de mar perfecta. En contraste con ella, los ojos castaños ocupaban buena parte del rostro. Estaban maquillados con kohl, que los agrandaba. Los labios pintados de escarlata relampagueaban como una mancha de vino sobre un mantel blanco. Pero las facciones delicadas se veían realzadas al máximo por el cuello levantado del traje de viaje color fucsia, que dejaba al descubierto buena parte de la garganta y se ceñía al cuerpo como la piel de una fruta. El cabello tenía el tono marrón del azúcar quemada, y lo llevaba recogido en un montón de rizos en lo alto de la cabeza, que empujaban para adelante el sombrero de pastora.

– ¡Hola, muchachos! -exclamó desde los escalones del tren, y el viejo Wilton Spivey sacó chispas del balasto [3], ardiendo por ser el primero en acercarse a ella. Abrió el carro para equipaje, saltó dos travesaños de la vía, chocó con Joe Jessup que venía desde la dirección opuesta, y llegó jadeando al pie de la escalerilla del tren. Wilton estaba desdentado como una rana y más calvo que un picaporte de bronce, pero a Pearl no le importó. Le sonrió, flexionó una muñeca y le extendió la mano.

– Era precisamente lo que necesitaba. Un hombrón apuesto, lleno de músculos. Mi nombre es Pearl. ¿Y el tuyo?

– Widton Spivey, a shu shervishio, shenora.

Con esas encías despojadas, Wilton no tenía muy buena pronunciación, pero los ojos le chispeaban de lasciva delicia.

– Bueno, Widton, vamos, cariño. No seas tímido.

Wilton la ayudó a bajar, y tras ella apareció Ruby.

Ruby era una joven negra bien formada, con la piel del color del café con crema. Tenía el cabello más lacio que cualquier mujer negra que Wilton Spivey hubiese visto. Estirado hacia atrás de la oreja izquierda, caía recto por el hombro derecho, resbaladizo como un salto de agua sobre una roca negra, y terminaba en un rizo como un rompeolas invertido, enlazando el borde del sombrero amarillo canario. Tenía unas magníficas cejas cepilladas hacia arriba, párpados pesados, y labios hinchados como si los hubiese picado una avispa, pintados de un intenso tono magenta. Apoyó los nudillos en las caderas proyectadas hacia adelante, lanzó una pequeña risa que estiró el ajustado vestido amarillo y proclamó en profunda voz de contralto:

– Y yo soy Ruby.

Joe Jessup tragó saliva y exclamó:

– ¡Cielos, vaya si lo eres!

La risa de Ruby resonó como un trueno rodando por la ladera de una montaña: profundo y voluptuoso.

– ¿Y cómo te llamaré a ti, cariño?

– J… Joe J… Jessup.

– Bueno, J… Joe J… Jessup. -Ruby dio un paso al costado y se inclinó hasta que sus pechos quedaron a escasos centímetros de la cara del hombre. Con una uña larga, dejó una línea clara desde la oreja de Joe hasta el centro de su barbilla-. ¿Qué te parece si te llamo J. J.?

– B… Bien. L… La llevaré a donde quiera ir, señorita Ruby.

– Se lo agradecería, J. J. Al Gilded Cage Saloon. ¿Sabe dónde está?

– Claro. Derecho p… por aquí.

Ya había otros cuatro formando fila, esperando turno al pie de la escalerilla del tren.

Sobre ellos, como un ángel que descendiera directamente de las perladas puertas del paraíso, apareció la señorita Jubilee Bright y, según lo prometido, era la gema más brillante de la pradera. Si a las otras les quedaban bien los nombres, Jubilee parecía haber nacido para el suyo. ¡Por increíble que pareciera, era toda blanca! El cabello era blanco, no del tono azulado de Violet Parson sino del blanco cegador de la lana de vidrio. Parecía espumar sobre la cabeza como un merengue tentador de diez huevos. Además, estaba vestida toda de blanco inmaculado, desde la copa del alto sombrero de terciopelo con un penacho de plumas hasta las botas de cabrito de tacón alto. El vestido, como el de Pearl y el de Ruby, no tenía polisón atrás sino que se adhería a las curvas generosas desde el hombro a la rodilla, donde se abría en pliegues hechos para poder caminar. Tenía escote en forma de diamante, que revelaba apenas el surco tentador entre los pechos, con un lunar falso que atraía la mirada masculina en esa dirección. Otro lunar adornaba la mejilla izquierda de un rostro tan encantador que no necesitaba adornos. Los asombrosos ojos almendrados, los labios turgentes, la pequeña y hermosa nariz impresionarían a cualquiera. En verdad, era la cara de un ángel.

Alzó los brazos y exclamó:

– ¡Llamadme Jube, muchachos!

Se echó hacia adelante con los brazos extendidos, permitiendo que dos caballeros la agarraran y la depositasen en el suelo. Cuando aterrizó, les dejó los brazos en los hombros y les frotó los músculos con aire de aprobación:

– Caramba, adoro a los hombres fuertes… y corteses -ronroneó, con voz gatuna-. Ya veo que vamos a llevarnos muy bien. -Les dio sendas palmadas-. ¿De quién estoy colgada aquí?

– Mort Pokenny -respondió el sujeto de la izquierda.

– Virgil Murray -respondió el de la derecha.

– Bueno, Mort, Virgil, quiero presentaros a nuestro amigo Marcus Delahunt. Marcus toca el banjo. Es el peor intérprete de este lado de New Orleans.

El último en bajar del tren llevaba el estuche de un banjo y un panamá de paja con una ancha banda negra. En el rostro juvenil una sonrisa feliz revelaba un diente torcido, que no hacía más que añadirle encanto. Los ojos azules, separados en el rostro claro enmarcado por el cabello rubio oscuro. Si bien no era un rostro especialmente masculino con el cutis rosado y las patillas rubias escasas, este detalle se olvidaba al ver la expresión de abierto hedonismo. De pie, con una mano de dedos largos en la barandilla y la otra en el estuche del banjo, sonreía y asentía en silencio.

– Marcus no puede decir una palabra, pero oye mejor que un perro dormido, y es más astuto que todos nosotros juntos, así que no quisiera sorprenderos tratándolo como a un tonto.

Los hombres lo saludaron pero, de inmediato, volvieron a interesarse en las mujeres.

– Muchachos, ¿qué hacéis aquí para divertiros? -preguntó Ruby.

– No mucho, señorita. Últimamente, esto está un poco aburrido.

La muchacha lanzó una risa gutural.

– Bueno, nosotras vamos a solucionar eso, ¿no es así, chicas?

Jubilee echó un vistazo a la estación y les preguntó a Mort y a Virgil:

– ¿Visteis al bandido de Gandy por aquí?

– Sí, señora, está…

– Basta de tanto «señora», Virgil. Llámame Jubilee.

– Sí, señora, señorita Jubilee. Scotty está en el Gilded Cage.

Jube hizo un gesto con la mano, y fingió un mohín contrariado:

– ¡Ese hombre es imposible… nunca está cuando se lo necesita! Bueno, vamos a necesitar unos brazos fuertes. Trajimos algunas cosas que tenemos que llevar a la taberna de Gandy. ¿Queréis echarnos una mano, muchachos?

Seis varones tropezaron entre sí, empujando para ser los primeros.

– ¿Dónde está su carro, señor Jessup?

– ¡Ya llega!

Jubilee hizo una seña con el hombro y condujo al grupo hacia el vagón de carga, en la cola del tren. Ya estaban abriendo las puertas corredizas. El jefe de cargas estaba a un costado, mirando hacia adentro y rascándose la cabeza.

– Es lo más raro que he visto nunca -comentó-. ¿Qué diablos harán con un montón de basura como éste?

– ¡Iuujuu! -le gritó Jubilee, agitando la mano.

El jefe de cargas alzó la vista y vio al grupo que avanzaba.

– ¿No hubo problemas?

– No -respondió-. Pero, ¿qué demonios van a hacer con esto?

Jubilee, Pearl y Ruby y sus ansiosos acompañantes llegaron hasta la puerta abierta del vagón de carga. Llegó Jessup con la carreta. Jube puso los brazos en jarras y le guiñó un ojo al anciano jefe.

– ¡Ven una noche al Gilded Cage, y lo descubrirás, cariño! -Se dirigió a los otros-: ¡Caballeros, carguemos esta cosa y vayamos a la taberna Gandy!


Un rato después, Violet estaba arreglando la parte delantera del negocio cuando miró por la ventana y chilló:

– ¡Agatha, Agatha, ven aquí!

La aludida alzó la cabeza y preguntó:

– ¿Qué pasa, Violet?

– ¡Ven aquí!

Antes de llegar a la tienda, Agatha oyó la música del banjo que llegaba de afuera. Era un tibio día de primavera y la puerta de la tienda estaba abierta, sujeta por un ladrillo.

– ¡Mira! -exclamó Violet, señalando a la calle.

Agatha se levantó con calma.

Otra entrega para la taberna de al lado. Un vistazo le hizo comprender que tendría que ordenarle a Violet cerrar la puerta, pero ella misma sintió curiosidad por la escena de afuera.

La carreta de Joe Jessup se acercaba por la calle, cargada de hombres enfervorizados, tres mujeres alegres y la jaula para pájaros más enorme que Agatha hubiese visto jamás. Se alzaba poco menos de dos metros, y estaba hecha de un resplandeciente metal dorado que atrapaba el sol del mediodía y lo reflejaba.

Colgado del techo en forma de cebolla, pendía un columpio dorado y encaramada a él, una extravagante dama vestida de blanco. Otra, de rosado heliotropo, estaba sentada a la cola de la carreta entre Wilton Spivey y Virgil Murray, los tres balanceando las piernas y siguiendo el ritmo de la música. La tercera mujer, parecida a una abeja con su piel oscura y vestida de amarillo, estaba sentada en el regazo de Joe Jessup, que conducía la carreta. El que tocaba el banjo estaba de pie detrás de ellos, y se movía de un lado al otro al ritmo de la canción. La carreta estaba llena de gente arracimada alrededor de la jaula y, como la Flauta de Hamelín, había atraído a una fila de chicos y jóvenes de ojos brillantes que, abandonando los escritorios y los mostradores, querían participar de la música y echar un vistazo a esas mujeres de vestimentas sorprendentes. Mientras se acercaban por la calle, toda la troupe cantaba alegremente:

Chicas de Buffalo, por qué no salen esta noche,

Salen esta noche, salen esta noche, Chicas de Buffalo,

por qué no salen esta noche,

Y bailan bajo la luna.

Agatha hizo un gran esfuerzo para criticarlos, pero no pudo. Más bien, se sintió atrapada por la envidia. ¡Ah, ser joven, atractiva, y sin los escrúpulos del pudor…! ¡Poder ir por la calle en una carreta, a pleno día, cantando a voz en cuello hacia el cielo y riendo! ¿No tendría que tener todo el mundo cuando menos un recuerdo semejante en la vida? Pero en la de Agatha no había ninguno.

Lo máximo que pudo hacer para participar fue llevar el ritmo de la música con la mano contra el muslo. Pero cuando advirtió lo que estaba haciendo, se detuvo.

Cuando el carro pasó delante de la tienda, vio mejor a la mujer de blanco. Era lo más hermoso que había visto jamás. Rostro delicado con ojos rasgados, y la sonrisa del mismo Cupido. Y sabía elegir un buen sombrero. Llevaba uno de moda durante la guerra, de los que llamaban «tres plantas y sótano». Era exquisito: alto pero bien equilibrado, adornado con un costoso airón de plumas. Aunque la mujer se balanceaba en la hamaca, el sombrero se mantenía firme.

– Mira ese sombrero blanco -musitó.

– Míralos todos -repuso Violet.

– Buenos sombreros.

– Los mejores.

– Los vestidos, también.

– Pero mira, Agatha: no llevan polisones.

– No.

Agatha las envidió por no tener que colgarse tantos kilos de metal todas las mañanas en las caderas.

– Pero tienen mucho pecho. Tt-tt.

– Estoy segura de que son mujeres de la vida.

Eso la entristeció. Tanta promesa brillante quedaría en nada. Toda esa belleza juvenil se marchitaría antes de tiempo.

La carreta se detuvo delante de la taberna. Mort Pohenny abrió la puerta de la jaula y la mujer de blanco salió. Con los brazos en jarras, gritó hacia las puertas vaivén:

– ¡Eh, Gandy!, ¿no mandaste a buscar a tres bailarinas a Natchez?

El propio Gandy se materializó, rodeado de los empleados, todos saludando, acercándose a las mujeres, estrechando sus manos sobre el costado del carro con las del músico. Pero Agatha sólo veía a la mujer de blanco, en lo alto de la carreta, y al hombre de negro, debajo de ella. Este enganchó una bota en un rayo de la rueda y se echó atrás el sombrero. En medio del barullo, sólo tenían ojos uno para la otra.

– Ya era hora de que llegaras, Jube.

– Llegué tan pronto como pude. Pero les llevó un mes hacer la maldita jaula.

– ¿Eso fue todo?

Rió y se le formaron los hoyuelos.

– No echaste de menos a la vieja Jube, ¿no?

Gandy echó la cabeza atrás y rió.

– Nunca. Estuve muy atareado instalando el local.

Jubilee miró hacia la acera.

– ¿Dónde está ese pueblo lleno de vaqueros que me prometiste, entre los que podría elegir?

– Ya vendrán, Jube, ya vendrán.

Volvió la mirada a Gandy y los ojos le brillaron de lujuria e impaciencia.

– ¿Te quedarás ahí, parado, todo el día, o ayudarás a esta dama a bajar?

Sin aviso, se arrojó por el costado, volando con los pies y los brazos en el aire, sin dudar ni un instante de que un par de brazos fuertes estarían listos para recibirla. Lo estaban. En cuanto Gandy la atrapó, estaban besándose audazmente, sin hacer caso de los aullidos y silbidos de alrededor. La muchacha le rodeó los hombros con los brazos y devolvió el beso con total despreocupación por el espectáculo que estaban dando. El beso terminó cuando el sombrero del hombre comenzó a caerse. Jube se lo arrebató de la cabeza y los dos rompieron a reír, mirándose a la cara. La muchacha le encasquetó el sombrero sobre el grueso cabello negro y lo bajó bien hacia adelante.

– Y ahora, bájame, dandi rebelde. Ya sabes que tengo que saludar a los demás.

Contemplándolos, Agatha sintió una extraña sensación en el estómago, al ver que los ojos negros de Gandy se regodeaban en los bellos ojos pintados de la muchacha y que la sostenía un momento más. Al mirarlos, se adivinaba cuánto disfrutaban estando solos. Entre ellos circulaba una corriente de malicia y placer, que hasta se percibía en el diálogo. ¿Cómo aprendía una mujer a comportarse así con un hombre? Nunca en su vida Agatha había estado en la misma habitación con un hombre sin sentirse enferma de inquietud. Ni conversó con ninguno sin tener que esforzarse por encontrar un tema. Y, por supuesto, saltar por el costado de una carreta constituiría poco menos que un milagro.

Gandy bajó a Jubilee y saludó a las otras.

– Ruby, preciosa, eres un regalo para los ojos. -Le dio un beso en la mejilla-. Y tú, Pearl, antes de que termine la temporada, destrozarás muchos corazones en Proffitt. -También ella recibió un beso en la mejilla. A continuación, apoyó las manos sobre los hombros del joven del banjo y lo miró en los ojos-. Hola, Marcus. Me alego de verte otra vez. -El muchacho sonrió. Hizo un gesto como de pulsar las cuerdas del instrumento y arqueó las cejas-. Es cierto -respondió Gandy-, es bueno para el negocio. Ya habéis provocado agitación en todo el pueblo. Esta noche, se amontonarán en la puerta.

Gandy se volvió otra vez hacia Jubilee y se quitó la chaqueta.

– Toma. Tenla un minuto.

Le guiñó un ojo y Agatha vio que la mujer se llevaba la Chaqueta al pecho y hundía la nariz en el cuello. Pareció un gesto tan íntimo que sintió pudor. No entendía cómo una mujer podía extasiarse así con el olor a cigarro.

– Vamos a entrar esto, muchachos.

Gandy saltó sobre la carreta y, con ayuda de otros cinco, alzaron la jaula. Agatha vio que el chaleco de satén negro se tensaba sobre los hombros, y los antebrazos se endurecían al alzar el artefacto. Si bien no era demasiado musculoso, tampoco era débil. Pero tenía músculos en todos los lugares donde un hombre debía tenerlos; le bastaban para hacerse cargo de una mujer impulsiva que se arrojaba en sus brazos, o de una irritante que organizaba una unión local por la templanza. Recordó la noche anterior, en la cima de la escalera: ¿habría pensado en empujarla o no? A plena luz del día, viéndolo trabajar al sol, no parecía capaz de algo tan malévolo. Quizá sólo fue su propia imaginación.

El grupo sacó la pesada jaula de la carreta, la subió por los escalones de la acera y la entró en la taberna. Los siguieron las mujeres y los curiosos, y en la calle sólo quedaron los niños. Violet y Agatha se metieron otra vez en la tienda, aunque seguían oyendo los alegres parloteos y alguna que otra carcajada.

– Así que, ésas son Jubilee y las Gemas.

– Qué nombres tan adorables: Jubilee, Ruby, Pearl.

Aunque Agatha pensó que eran nombres inventados, se reservó la opinión.

– Así que, a fin de cuentas, trajo a las reinas de la noche…

– De eso no estamos seguras.

– Violet, llevan kohl en los ojos, carmín en los labios, y exhiben los pechos.

– Sí -admitió Violet, muy decepcionada-. Tal vez tengas razón. -De súbito, se iluminó-. ¡Pero, claro! -Suspiró, con expresión arrobada-. ¿Qué me dices del modo en que el señor Gandy besó a la llamada Jubilee?

– ¿No te pareció un poco desvergonzado hacer eso así, en medio de la calle?

– Quizás, un poco. Pero aun así estoy celosa.

Agatha rió y sintió un impulso de cariño hacia Violet: era tan directa. Y sincera, a su manera. ¿Cómo era posible que no hubiese encontrado a un sinvergüenza joven que la besara en mitad de la calle, en primavera?

– Vamos -dijo Agatha ofreciéndole el brazo a modo de invitación-. Vamos a trabajar. Eso nos lo quitará de la cabeza.

Pero cinco minutos después, ruidos de martillos y serruchos las distrajeron de tal modo que cada tanto echaban una mirada a la pared.

– ¿Qué crees que estarán haciendo, con tanto ruido?

– No lo sé. -Los ojos de Violet chispearon-. ¿Te gustaría que eche un vistazo?

– ¡Claro que no!

– Pero, ¿no sientes curiosidad?

– Tal vez, pero ya sabes a dónde llevó la curiosidad al gato.

Violet se resignó.

– De verdad, Agatha, a veces eres aburrida.

Los dedales sonaron al unísono.

Empujar, tirar, empujar, tirar.

«Es tan horrible como el reloj a la hora de dormir», pensó Agatha.

Empujar, tirar. Dos viejas solteronas, cosiendo mientras se les iba la vida. ¡No! ¡Una vieja solterona, y otra no tan vieja!

– Hola.

Era Gandy, otra vez.

Violet tiró el dedal, se llevó la mano al corazón y se sonrojó como un lechón.

– ¡Oh, mi Dios!-murmuró.

– Ve a ver qué quiere ahora.

Pero antes de que Violet pudiera moverse, Gandy pasó entre las cortinas lávanda sin sombrero ni chaqueta, y un poco agitado, con las mangas enrolladas hasta los codos. De pie ante ellas, con los pies separados, las manos en la cintura.

– Tengo un trabajo urgente para usted, señorita Downing.

Agatha alzó una ceja y recorrió con la vista desde el cabello negro revuelto hasta las puntas de las botas lustrosas.

– ¿Algo de bengalina rosada, quizá? Le quedaría bien con el cabello negro.

Scott rió y se pasó los dedos por el pelo, dejándolo erizado.

– Eso lo dejaremos para Jube. Lo que yo necesito es mucho más simple. Un gran saco sujeto por una cuerda, y no importa el color ni la tela. Que sea lo bastante grande para cubrir una jaula de un metro ochenta. Pero lo necesito para esta noche.

Agatha dejó la labor con forzada paciencia.

– Señor Gandy, soy sombrerera, no modista.

– Pero tiene todas esas piezas de tela ahí. -Señaló con el pulgar hacia la tienda-. Están a la venta, ¿verdad?

– No para hacer fundas para jaulas.

– ¿Por qué no?

– Y no para dueños de tabernas.

– Mi dinero vale. Y pago bien.

– Lo siento, señor Gandy. Pruebe con el señor Harlorhan. Él vende tela por metros.

– La tela no me servirá de nada si no tengo a alguien que la cosa.

– Aunque quisiera, no podría hacerla para la noche.

– ¿Por qué no? Es un trabajo sencillo.

– Lo sería si tuviera una máquina de coser pero, como ve, no tengo.

Echó una mirada a una propaganda de Singer que colgaba de la pared y los ojos del hombre la siguieron.

– ¿Cuántas manos necesitaría para hacerlo en… -sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco-…cinco horas?

– Ya le dije que no trabajo para dueños de tabernas.

Guardó el reloj y frunció el entrecejo.

– Es una moza obstinada, señorita Downing.

¿Moza? La palabra le provocó un rápido sonrojo y Agatha supuso que en ese momento ella también parecía un lechón. Jamás le habían llamado moza y era desconcertante descubrir que la hacía sentirse aturdida. Pero se apresuró a reanudar su tarea. Gandy la observó un rato, ceñudo, luego se dio la vuelta y pasó por la cortina, que quedó ondulando.

Agatha y Violet se quedaron con la boca abierta mirando a la entrada, y luego entre sí.

– Tt-tt.

– Violet, tienes que dejar de hacer eso cada vez que ves a ese hombre. Y te ruborizaste, por el amor de Dios.

– Tú también.

– ¡Yo no!

– ¡Tú también! ¡Agatha, te llamó moza! Tt-tt.

– Nunca me humillaron así. Ese hombre no tiene modales.

– A mí me parece adorable.

Agatha resopló, pero para sus adentros comenzaba a opinar como Violet.

Violet se abanicó la cara arrebolada.

– Caramba. -Contempló las cortinas que el hombre había movido con los hombros-. ¿Una funda para esa jaula?

– Los dueños de tabernas están locos. No intentes entenderlo.

– Pero, ¿para qué querrá algo así?

– Te aseguro que no tengo idea.

No tuvieron tiempo de especular, pues las sorprendió la reaparición de Gandy, esta vez irrumpiendo por la puerta trasera, llevando a Jubilee de la muñeca. La seguían Ruby y Pearl.

Las sombrereras se ruborizaron otra vez. Y Agatha se indignó de tal modo que se puso de pie. ¡Cómo se atrevía a llevar a esas mujeres pintarrajeadas!

– Chicas, quiero presentaros a la señorita Downing y a la señorita Parsons, nuestras vecinas. Señoras, estas tres criaturas deliciosas son Jubilee, Pearl y Ruby, las joyas de la pradera.

Jubilee hizo una reverencia.

– Encantada.

– Me alegro de conocerlas -dijo Pearl.

– Señorita Downing, señorita Parsons -saludó Ruby.

Agatha y Violet miraron fijamente. Gandy salió a grandes pasos del taller y volvió al instante con una pieza de satén rojo. Lo arrojó sobre la mesa y tiró al lado una pila de monedas de oro.

– Son diez. Cuéntelas. Son suyas si hace una funda fruncida por un cordel para las siete de la tarde. Jube, Pearl y Ruby la ayudarán a coser.

– Oh, Scotty, vamos…

– Jube, tesoro, eres mujer, ¿verdad? Todas las mujeres saben coser.

– ¡Esta no!

Los ojos de Agatha iban de una a otra de las dos cosas más brillantes que había en el cuarto: la señorita Jubilee y la pila de monedas de oro. Cien dólares. Se le hizo agua la boca. Su mirada voló al dibujo de la obra maestra del señor Singer con el precio impreso en números en negrita junto al volante. Cuarenta y nueve dólares. ¿Cuándo vería otra vez semejante cantidad de dinero para pagar el precio de la única cosa que ambicionaba en la vida?

Abrió los labios pero no emitió sonido alguno. ¿Qué diría la señorita Wilson? ¿Qué, las otras miembros de la unión? La presidenta de la sección local de la U.M.C.T. cosiendo para el Gilded Cage Saloon. ¡Oh, pero todo ese dinero…!

Pearl se quejaba:

– ¡Nunca en mi vida cosí nada!

– Yo sí. Mucho -terció Ruby-. No es nada del otro mundo.

– Pero, Ruby…

– Deja de protestar, Pearl. Si el patrón dice que cosamos, coseremos.

– Estoy de acuerdo con Pearl -dijo Jubilee-. No soy modista.

Por fin, Agatha recuperó la voz:

– Yo tampoco. Soy sombrerera. Y a las siete de la noche estaré en la Gilded Cage pidiendo firmas para compromisos de abstinencia a los clientes del bar. ¿Qué dirían mis compañeras si supieran que hice una cubierta roja para la jaula?

– Nadie tiene por qué enterarse -intervino Gandy, acercándose más a Agatha-. Por eso traje a las chicas por la puerta de atrás, para que nadie las viese.

Estaba tan cerca, que sintió otra vez el aroma a tabaco. Agatha bajó la vista. Pero alzó de golpe la barbilla cuando Gandy le tocó ligeramente el brazo.

– ¡Por favor, señorita Downing!

Era desconcertante que un hombre la tratara así.

– Me crearía un conflicto de intereses, ¿no lo entiende?

– En ese caso, si añadiéramos un pequeño incentivo…

Cuando se volvió, la mujer pensó que añadiría otra moneda a la pila, pero en cambio sacó una y se la guardó en el bolsillo del chaleco.

– Ya perdimos cinco minutos. En un minuto más, el precio bajará otros diez dólares. Cuanto antes acepte, mejor.

– Pero usted… yo…

Agatha se retorció las manos y miró, impotente, a Gandy, a las muchachas, y la pila de monedas.

– Agatha -le aconsejó Violet-, no seas tonta.

– ¡Violet, cállate!

No quería que la forzaran de ese modo, menos una mujer que no tenía suficiente sentido para darse cuenta de que las estaban sobornando.

– No cabe duda de que su dinero proviene de los pobres desdichados que frecuentan su estable…

– Ochenta -la interrumpió el hombre, con calma, quitando otra moneda y guardándola en el bolsillo.

– Señor Gandy, es usted despreciable.

La siguiente pregunta fue para Violet.

– Señorita Parsons, ¿cómo anda el negocio últimamente?

– No muy…

– ¡Violet, te agradecería que cerraras la boca!

– Bueno, es evidente, Agatha. Él no tiene más que mirar. ¿Y el otro día no decías que…?

– ¡Violet!

Violet ignoró a la patrona y se inclinó, confidente, hacia Gandy.

– Las cosas no van muy bien en la venta de sombreros. Al parecer, con todas estas discusiones sobre el sufragio femenino, el sombrero está convirtiéndose en un símbolo de emancipación. -Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza con expresión apesadumbrada-. A decir verdad, hay mujeres que dejaron de usarlos. Y tiende a empeorar, ahora que comenzamos con nuestra propia unión por la templanza.

En las mejillas de Gandy aparecieron los hoyuelos. Extendió una mano y tomó otra moneda, mirando a Agatha sonriente e interrogativo:

– Setenta.

A Agatha se le secó la garganta. Miró las monedas que quedaban y sintió deseos de estrangular a Violet.

– Por empezar, no tengo la más remota idea de lo que usted quiere -dijo, con menos convicción-. Sólo entiendo de sombreros.

– Algo para cubrir la jaula. Use su imaginación. Atado arriba, suelto abajo, abierto en un lado para que pueda abrirse la puerta. Jube le mostrará.

– Claro que lo haré, señorita Downing.

Agatha contempló los maravillosos ojos rasgados de Jubilee y la recordó colgada en el columpio como una paloma nivea, mientras el carro avanzaba por la calle.

– Sesenta -dijo Gandy, en tono más suave aún. Agatha giró la cabeza. Fijó la vista en la disminuida pila de monedas, y la pasó a la figura de la máquina de coser. La ambición la dominó. La desesperación la aplastó. Si quitaba dos monedas más, la máquina quedaría fuera de su alcance. La mano de Gandy se movió de nuevo.

– ¡Basta! -exclamó.

Gandy metió un pulgar en la cintura y esperó.

Agatha dejó caer la cabeza, con aire culpable.

– Lo haré -aceptó, en voz queda.

– Bien. Jube, Pearl, Ruby, haced lo que ella diga. Sólo estad listas para recibir a los clientes a las siete en punto. -La mano se acercó otra vez a las monedas. Un tintineo, y las cuatro monedas volvieron con las otras-. Un trato es un trato -dijo, y se acercó a Agatha tendiéndole la mano-. Entonces, ¿para las siete, señorita Downing?

Agatha contempló la mano. Dedos largos y oscuros, salpicados de vello crespo. Uñas limpias. Muñeca delgada. El diamante brillando en el meñique. Se sacó el dedal y apoyó la palma sobre esa mano tibia. El hombre la estrechó con la misma firmeza con que lo haría con la de otro hombre. En cierto modo, la halagó. Contra su deseo, alzó la vista. Los hoyuelos eran muy marcados. Los ojos, demasiado atractivos. Tenía unos labios tan perfectos, que desarmaban. ¿Por qué le parecía que sólo los canallas estaban tan dotados?

– Para las siete -aceptó.

Pero se sintió como si acabara de hacer un pacto con el diablo.

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