Fiel a su palabra, Scott no defraudó la confianza depositada en él en toda la noche. Aun así, Agatha durmió poco, pues estar acostada junto a un hombre dormido no se lo permitía. Sólo al llegar un amanecer grisáceo que comenzaba a desteñir el cielo nocturno, cayó en un sopor.
Un fuerte susurro la despertó.
– Eh, Gussie, ¿estás despierta?
Giró la cabeza y abrió los ojos: Scott se había ido, y Willy estaba sentado en la puerta de la sala, con Moose en brazos. Afuera, llovía y retumbaba el trueno.
– Hola, a los dos.
El chico sonrió.
– Truje a Moose para verte. Moose te pondrá contenta.
– Oh, Willy. Tú me pones contenta. Ven aquí.
El niño resplandeció, y se acercó corriendo, tiró a Moose sobre la cama y se subió para sentarse al lado de Agatha, en su pose familiar, con los tobillos a los costados. Vio enseguida el vendaje manchado de sangre seca y exclamó en tono de horrorizado respeto:
– Jesús, Gussie, ¿eso te hizo ese hombre?
La mujer se acurrucó de costado y le acarició la rodilla:
– Me pondré bien, Willy. Me asustó más de lo que me lastimó.
– Pero, ¡Jesús!…
No podía quitar la vista de la herida.
Moose caminó sobre las mantas con la proverbial delicadeza de los gatos, olfateó el labio de Agatha y le hizo cosquillas con los bigotes, haciéndola reír y rodar a un costado, frotándose la nariz. Willy también rió al verlo.
– Yo y Violet cuidaremos de la tienda, así hoy podrás descansar. Violet dice que te diga que todo está bajo con… con… -Se interrumpió, confundido, y por fin recordó-: Control.
– Le dirás a Violet que pronto bajaré. Nunca en mi vida fui haragana, y no pienso empezar a serlo ahora.
– ¡Con que estás aquí, pequeño sinvergüenza! -Era Ruby, que entraba por la puerta como un vendaval, llevando en la mano un plato tapado-. ¿Scotty sabe que tienes a esa criatura en la cama?
– Sí. Moose ha conseguido que Agatha esté feliz de nuevo.
La muchacha rió a su modo, seco y sarcástico.
– Lo que está haciendo Moose es impedir que un joven que yo conozco ayude a barrer allá abajo.
– ¡Oh! ¡Lo olvidé! -Saltó de la cama y corrió hacia la puerta, pero se detuvo junto al marco y dio la vuelta, casi con los pies en el aire-. Cuídame a Moose, Gussie. Se pone en el paso cuando barremos.
Ruby levantó una ceja con la mirada fija en la puerta, cuando Willy salió.
– ¿Acaso alguna vez ese chico hará algo despacio?
Agatha rió.
– Tendrías que verlo cuando va a la casa de baños.
– Esta mañana, tienes huevos y sémola. Scotty dice que me ocupe de que lo comas todo. Emma dice que no hay prisa en devolverle el plato. Yo, que si pongo las manos sobre la basura que te hizo eso, le arrancaré las pelotas y las picaré para dárselas de comer a los cerdos. -Depositó el plato sin la menor formalidad-. Ahora, come.
Agatha no pudo menos que reír del pintoresco lenguaje de Ruby. Había ocasiones en que olvidaba las vidas anteriores de las muchachas pero, cada tanto, surgían cosas que las recordaban en anécdotas escandalosas o en el lenguaje picante como el que Ruby acababa de usar. Mientras comía el desayuno y cuando Ruby salió, Agatha sonreía y pensaba: «Oh, Ruby, a ti también te amo».
De golpe, se puso pensativa.
Era una verdad innegable. En los últimos seis meses había aprendido a querer a toda la «familia» de Gandy y ellos, a vez, le retribuían el sentimiento. Se lo demostraron de innumerables maneras, estando cerca cuando tenía dificultades, cobijándola cuando tenía miedo, mimándola después. Qué milagro. Era algo serio. De repente, vio que estaba jugando con la comida, ya sin apetito. ¿Y si los perdía, ahora que acababa de encontrarlos?
Moose vino a olfatearla. Agatha dejó el tenedor y le dio los restos, pero mientras contemplaba al animalito sobre su propio regazo, lamiendo el plato, se le arrasaron los ojos en lágrimas.
Acariciando la cabeza pequeña del gato, rogó: «Dios querido, no permitas que la enmienda se convierta en ley».
Cuando Agatha se levantó, la puerta que comunicaba la sala con la oficina de Scott estaba cerrada. Se detuvo en la sala, echó un vistazo a la chaqueta tirada sobre una silla tapizada, un cenicero lleno junto a ella, un periódico viejo, el cuello de una camisa junto al portacigarros. Una vez más, la asaltó esa sensación de intimidad, más punzante que la primera cuando comprendió que los días compartidos estaban contados.
Contempló el amplio portal rodeado de luces en el que se veía a Scott de niño, cruzándolo con los mismos bríos con que lo hacía Willy en el presente. Se lo imaginó como un joven casándose con una bella mujer rubia, en cierto lugar del interior, en una habitación con alcoba nupcial. Se lo imaginó como marido flamante, que se va a la guerra sin ganas, galopando por la región entre árboles de magnolia, dándose la vuelta para dar una última mirada a la familia, la esposa llorosa con la hija de ambos en brazos, la mano levantada sobre la cabeza en ademán de saludo. Lo imaginó como un soldado vencido de la Confederación, que regresaba para oír la voz de la hija muerta que lo perseguía en sueños.
Tocó el humidificador de palo de rosa, sintiendo en la yema de los dedos la madera pulida por infinidad de roces de los dedos de Scott. Tocó el cuello usado que había rodeado la garganta fuerte y morena.
Volverás, Scott. Lo sé. Es lo que debes hacer. Al salir del apartamento, vio que la puerta de la oficina que daba al pasillo estaba abierta. Intentó pasar sin ser vista, pero Scott estaba sentado al escritorio y alzó la vista.
– Agatha -la llamó.
Renuente, volvió a la puerta abierta y se quedó en el pasillo, sin entrar, consciente del camisón ensangrentado y los pies descalzos.
– ¿Cómo te encuentras esta mañana?
El aspecto de ese hombre le paralizó el corazón. Desaseado, sin afeitar, despeinado: nunca lo había visto así. La camisa blanca sin el cuello, abierta adelante, las mangas enrolladas hasta la mitad del brazo. Sobre el escritorio, la lámpara estaba encendida y lanzaba reflejo de llamas sobre la piel oscura del rostro y, a un costado, la lluvia azotaba el cristal desnudo de la ventana y corría en arroyuelos. En lugar del cigarro, sostenía una pluma con el dedo. Bastó el transcurso de una noche para que todo cambiase. Agatha ya no podía mirar ese dedo sin recordarlo alzándole la barbilla. Tampoco la cuña de piel en la garganta, sin acordarse de la textura áspera del vello masculino bajo los dedos. Ya no podía contemplar los labios plenos, de forma esculpida, sin evocar la impresión de ser besada por primera vez. Ni mirarlo sin anhelar, sin desear más.
Para Agatha la posesividad era un sentimiento nuevo. También la concupiscencia. Con cuánta rapidez asumían el control después que una mujer probaba el sabor de un hombre.
– Me siento mucho mejor.
Era una mentira flagrante: se sentía desdichada ante la perspectiva de perderlo.
– Hice que Pearl cambiara tus sábanas y llevara las sucias al lavadero de Finn.
– Gracias. Y gracias por el desayuno. Te mandaré el dinero con Willy.
Entre las cejas de Scott-se formaron dos pliegues.
– No es necesario.
– Está bien. Gracias, Scott. Fuiste… fuisteis todos muy buenos conmigo. Yo… yo… -Balbuceó y sintió un nudo en la garganta. Tragó y siguió, con esfuerzo-: No sé qué hubiese hecho sin vosotros.
La observó, los ojos nublados por la preocupación, mientras Agatha trataba de recuperar el equilibrio, pero sólo sentía un temor que le atenaceaba el corazón. De pronto, soltó la pluma, se levantó de un salto de la silla y fue hacia la ventana como había hecho la vez anterior que hablaron. Mirando afuera a través de las gotas de lluvia, a la luz desgarrada de un relámpago, dijo, tenso:
– Agatha, lo que pasó anoche… jamás lo habría hecho.
Mientras se oía el eco del trueno, pensó cómo responder. ¿Cómo se respondía cuando el corazón estaba destrozándose? Apeló a una reserva oculta de fuerza que no sospechó que poseía.
– Vamos, Scott, no seas tonto, no fue más que un beso.
Volvió hacia ella el semblante preocupado y siguió, como si Agatha le hubiese discutido:
– Tú y yo somos muy diferentes.
– Sí, es verdad.
– Y, después del 2 de noviembre, todo puede cambiar.
– Sí, lo sé.
– Entonces…
No completó la idea. Exhaló un hondo suspiro, giró con brusquedad y enganchó las manos en el borde donde se juntaban la parte superior e inferior de la ventana. Bajó la cabeza y se quedó mirando el suelo.
Un ramalazo de esperanza estremecedora, vivificante, asfixiante, la recorrió. ¡Scott!, ¿qué estás diciendo? Estaba demasiado confundida para seguir allí, se fue y lo dejó mirando por la ventana.
Pero si estaba insinuando lo que Agatha creía, en esa mañana lluviosa no volvió a tocarse el tema. Mientras octubre se gastaba y aguardaban el día de las elecciones, la evitó todo lo posible y, cuando no podía, la trataba con la misma amabilidad amistosa que a Ruby, a Jack o a Pearl.
Willy aprendió a tocar «¡Oh, Susana!» en la armónica y, por momentos, Agatha se reprochó el pésimo criterio con que había elegido semejante regalo, pues el agudo sonido le hacía rechinar los nervios.
El comisario Cowdry les pidió a todos los taberneros de Proffitt que escribiesen la palabra templanza, esperando descubrir quién había dejado la nota en la puerta de Agatha. Pero cuatro de ellos afirmaron no saber escribir y, de los que quedaban, cinco escribieron la palabra con el mismo error ortográfico que en la nota.
El clima siguió siendo malo, y las calles se convirtieron en un pantano. Hubo una epidemia de catarro estomacal y todos enfermaron, uno tras otro. Willy decía que Pearl lo llamaba «el paso rápido de Kansas», cosa que le pareció muy divertida hasta que él mismo lo padeció. Fue el peor enfermo que Agatha hubiera podido imaginar, y como Violet también tuvo que guardar cama, Agatha cuidó del niño y de la tienda, al mismo tiempo.
Ella fue la siguiente víctima, y aunque se recobró a tiempo para ir al lugar de la votación a repartir folletos de último momento con las demás miembros de la U.M.C.T., se quedó en la casa aprovechando el catarro como pretexto.
El 2 de noviembre fue un día triste. El cielo tenía el color de la plata empañada, y soplaba un viento frío del noroeste, trayendo copos de nieve tan sutiles que sólo podían sentirse, pero no verse. Los vaqueros se habían marchado, los corrales estaban vacíos. En las calles, los surcos se habían congelado y formaban unas irregularidades que casi destrozaban las enormes calesas que llegaban al pueblo en una corriente continua, llevando a los votantes de las afueras. Las tabernas estaban cerradas. La oficina del comisario, donde se recibían los votos, era el centro del ajetreo
Agatha eludía las ventanas y, aislada del mundo, se sentaba en el fondo del taller, iluminado por la lámpara. Trataba de no pensar en la decisión de los votantes en todo Kansas. Ni los cuatro hombres de al lado que cruzaban la calle acribillada de surcos hasta la acera opuesta para emitir sus votos, ni sus vecinas, que hasta en ese momento, bajo la punzante aguanieve, animaban a los votantes masculinos que pasaban a erradicar para siempre el alcohol.
Para muchos habitantes de Kansas fue una noche larga y agitada, y los de la planta alta de la Sombrerería Downing y del Gilded Cage Saloon no eran la excepción.
Nadie sabía en qué momento exacto del día siguiente se transmitirían las noticias por telégrafo. Violet había vuelto al trabajo, pero ni ella ni Agatha podían concentrarse. Cosieron poco, y hablaron menos. Lo que más hicieron fue mirar el reloj y escuchar el sonido desolado e isócrono del péndulo.
Cuando Scott abrió la puerta del frente, poco después de mediodía, Agatha estaba sentada ante su escritorio y Violet limpiaba los estantes de cristal de los exhibidores.
Los ojos de Gandy hallaron a Agatha de inmediato. Luego, cerró la puerta con deliberada lentitud pero, recordando los buenos modales, saludó a Violet, que se incorporó.
– Buenos días, señorita Violet.
Por una vez, no lanzó sus risas tontas.
– Buenos días, señor Gandy.
Scott se dirigió hasta donde estaba Agatha silencioso, serio, con el sombrero en la mano como si estuviese en un velatorio.
Agatha sintió la piel tirante hasta en el cráneo, y le costó respirar. Levantó la vista al rostro solemne y preguntó, casi en un susurro:
– ¿Qué fue?
– Se aprobó -respondió, en voz baja pero firme.
Agatha ahogó una exclamación y se llevó los dedos a los labios.
– ¡Oh, no!
Sintió como si el cuerpo se hubiese vaciado de sangre.
– Kansas es estado seco.
– Pasó -repitió Violet, aunque ni el hombre ni la mujer junto al escritorio escucharon esa palabra.
Agatha palideció, y las miradas de ambos permanecieron unidas.
– Oh, Scott.
Sin darse cuenta, se inclinó hacia él apoyando la mano cerca del borde del escritorio.
Aunque la mirada de Scott se posó en la mano, en vez de tomarla tamborileó el ala del sombrero que tenía en la suya. Las miradas se encontraron otra vez, la de ella, acongojada, la de él, vacía de expresión.
– Tenemos que tomar alguna decisión con respecto a Willy.
Agatha tragó saliva, pero sintió como si tuviese un corcho en la garganta. Trató de decir que sí, pero no pudo.
Los ojos carentes de expresión se fijaron en los de Agatha:
– ¿Pensaste en ello?
No pudo soportar discutir fríamente una situación que desgarraría el corazón de uno de los dos. Se tapó la boca y volvió la cara hacia la pared, tratando de controlar las lágrimas que se le agolpaban en los ojos. La garganta se le contrajo en espasmos.
Scott tampoco pudo soportar verla, y apartó la mirada, con el corazón martilleando tan dolorosamente como sabía que estaría el de ella.
Violet fue hasta el escaparate, apartó las cortinas de encaje y miró afuera, distraída. En alguna parte del almacén, Moose jugaba con un carrete de madera. Afuera, había comenzado el ruido de celebración de la victoria. Pero junto a ese escritorio un hombre y una mujer agonizaban en silencio.
– Bueno… -dijo Scott, y se aclaró la voz. Se caló el sombrero y demoró mucho tiempo en acomodar el ala-. Podemos hablar de eso otro día.
De cara a la pared, Agatha asintió. Scott vio que le palpitaba el pecho y los hombros empezaban a sacudírsele. Aunque él también estaba desolado, quería acercarse y consolarla, para así consolarse. Era una ironía que quisiera hacer una cosa semejante con la mujer que había luchado activamente para que tuviese que cerrar y lo había logrado. Por un instante, el impulso lo acercó a ella.
– Gussie… -dijo, pero se le quebró la voz.
– ¿Wi… Willy lo sabe?
– Todavía no -respondió, con voz gutural.
– Será me…mejor que vayas a decírselo.
Vio que Agatha se esforzaba por contener las lágrimas y se sintió desdichado. No lo pudo soportar más, y salió de prisa de la tienda.
Para Violet, era la primera vez que recordara verlo salir sin saludarla con amabilidad. Cuando la puerta se cerró, soltó la cortina y permaneció en el resplandor junto al escaparate, sintiéndose acongojada. ¡Cómo detestaba ver irse a ese encantador señor Gandy! Cuando cerraran las tabernas, ¿qué entretenimiento quedaría en ese pequeño pueblo miserable?
Oyó un sollozo y, al darse la vuelta, vio a Agatha con el rostro vuelto hacia la pared, tapándose la boca y la nariz con un pañuelo. Los hombros se le estremecían.
Sin vacilaciones, Violet se acercó al escritorio.
– Querida.
Tocó el hombro de la amiga.
Ésta giró de pronto en la silla y se abrazó apretadamente a la otra, hundiendo la cara en el pecho de Violet.
– Oh, V…Violet -gimió.
Violet la sostuvo con firmeza y le palmeó la espalda, murmurando:
– Bueno, bueno… -Aunque nunca fue madre, no podía haber sido más maternal si Agatha hubiese sido su propia hija-. Todo se resolverá.
Agatha no hizo más que mover la cabeza contra el vestido de Violet, perfumado de lavanda.
– No… no se resolverá. Hice… algo… im… imperdonable.
– No seas tonta, muchacha. No hiciste nada imperdonable en toda tu vida.
– S… sí, lo hice. Me… m… me enamoré… de Scott G. Gandy.
En los ojos de Violet, fijos en el cabello de Agatha, apareció una expresión de asombro y angustia.
– ¡Oh, querida! -exclamó, y repitió-: ¡Oh, querida! -Tras una pausa, preguntó-: ¿Lo sabe?
Agatha negó con la cabeza.
– Ya oíste lo q…que dijo sobre W. Willy. Uno de nosotros tendrá que de… dejarlo ir.
– Oh, querida.
La mano de Violet, surcada de venas azules, se extendió sobre el cabello de Agatha, del color de la nuez moscada. Pero como no creía en lugares comunes, no se le ocurrió mucho para decirle a esa mujer con el corazón destrozado que, por eso, lastimaba también un poco el propio.
Heustis Dyar pasaba el cigarro de un lado a otro, entre los dientes romos y amarillentos. ¡Aunque hacía seis horas que se sabía, todavía no era ley ni lo sería, hasta que llegaran los documentos oficiales que la convirtiesen en ley! Por Dios que, hasta entonces, al menos él aprovecharía el tiempo.
Llenó otra vez el vaso y lo vació. Le dejó un sendero tibio en la tráquea.
– ¿Qué derecho tienen? -exclamaba un borracho en la barra, con lengua estropajosa-. ¿Acaso nosotros no tenemos derechos, también?
Dyar bebió otro trago y le pareció que la pregunta le quemaba dentro, con el alcohol. ¿Qué derecho tenían a quitarle a un hombre su medio de vida? Él era un comerciante honesto, tratando de sostenerse de manera decente. ¿Sabían, acaso, cuántos tragos había que vender para ganar dinero suficiente para comprar un caballo? Había tenido paciencia mientras observaba esa sombrerería, en la acera de enfrente, donde los secos se iniciaron, la primavera pasada. Más que paciencia. Tuvo la suficiente consideración para advertir a la sombrerera coja, que era la responsable de todo esto. Bueno, ya estaba advertida.
Ella y sus secuaces habían chillado, orado y abucheado hasta que lograron lo que se proponían.
Tensando la mandíbula, Dyar mordisqueó la cera de las hebras colgantes de su bigote rojo. Con mirada dura, contempló la ventana estrecha del apartamento de enfrente, a oscuras. ¡Qué derecho tiene, Agatha Downing, perra entrometida! ¡Qué derecho tiene!
Apoyó el vaso con un golpe, soltó un tremendo eructo y dijo en voz lo bastante alta para que todos lo oyesen:
– Me gustaría beber más si no tuviese que dejar de hacerlo ahora mismo para orinar.
Todos rieron en el bar, y Tom Reese llenó de nuevo el vaso de Heustis mientras este salía por la puerta del fondo. Afuera, abandonando la comedia de que iba al retrete, salió del camino y se dirigió a la fila de edificios que había entre la puerta trasera y la esquina. En menos de tres minutos, subía las escaleras de la casa de Agatha.
Marcus fue el último en pescar el catarro pero, cuando lo tuvo, fue muy fuerte. ¡Maldita diarrea! En los últimos días, pasaba más tiempo corriendo al retrete del patio de atrás que tocando el banjo. Mientras se abotonaba los pantalones y se colocaba los tirantes en los hombros delgados, hizo una mueca y se pasó la mano por la barriga.
Cuando abría la puerta del retrete y salía, vio un movimiento en la cima de la escalera. Se apresuró a sujetar la puerta para que no golpeara, y se aplastó contra la pared. Sin hacer caso del estómago dolorido, esperó, calculando el momento exacto de moverse. Esperó para ver que el sujeto que estaba en la puerta de Agatha echaba una mirada furtiva sobre el hombro y se inclinaba sobre la cerradura.
Cuando Marcus se movió, lo hizo como un galgo: con un salto, subiendo de a dos escalones, sin otra arma que su propia furia. Dyar giró sobre los talones, cuchillo en mano, pero todo el alcohol consumido le disminuyó la velocidad de reacción e hizo que su equilibrio fuese precario. Marcus voló por el rellano, arrojándose al ataque con todo el cuerpo. Dio de lleno en el pecho de Dyar con los dos pies, y oyó que el cuchillo caía abajo. Nunca en su vida deseó tanto tener voz, pero no para pedir ayuda sino para gritar de furia: ¡Eras tú, Dyar, miserable! ¡Ruin, hijo de perra! ¡Atacando a mujeres indefensas em mitad de la noche!
Aunque Dyar pesaba unos cuántos kilos más que Marcus: este tenía la razón de su lado, y la ventaja de la sorpresa y la sobriedad. Cuando Dyar pudo pararse, Marcus le dio un puñetazo que le echó atrás con tal violencia la cabeza roja que le crujió las articulación del cuello. En devolución, Dyar alcanzó a Marcus en el estómago dolorido haciéndolo doblarse, y siguió con una fuerte bofetada en la cabeza. El mudo sintió que la rabia explotaba dentro de él. Una rabia pura, gloriosa. El rugido que no podía emitir se transformó en poderío. Se levantó, bajó la cabeza y fue a la carga como un toro. Dio a Dyar en la barriga y lo hizo caer limpiamente por encima de la baranda. El grandote lanzó un grito breve, que se interrumpió cuando chocó contra la tierra endurecida de abajo.
En el mismo momento en que la llave de Agatha giraba en la cerradura, Ivory y Jack salían corriendo por la puerta. Marcus estaba sentado, las piernas cruzadas, en el centro del rellano, meciéndose y apretando la mano derecha contra la barriga, deseoso de poder gemir. Todos parlotearon al mismo tiempo.
– Marcus, ¿qué pasó?
– ¿Quién gritó?
– ¿Estás herido?
Otros salieron por la puerta del apartamento.
– ¿Qué pasa aquí?
– ¡Marcus! ¡Oh, Marcus!
– ¿Quién está ahí, tirado?
Scott e Ivory bajaron corriendo y gritaron desde abajo:
– ¡Es Heustis Dyar!
– Debe de haber intentado irrumpir en mi apartamento -dedujo Agatha-. Oí el forcejeo, después el grito, y cuando salí, Marcus estaba sentado en medio del suelo.
Willy se levantó, bajó las escaleras y se acuclilló junto a
– ¿Éste es el que estaba molestando a Gussie?
– Así parece, muchacho.
– Se lo merecía -afirmó el niño.
– ¿Agatha está bien? -le preguntó Scott a Ivory.
– Parece que sí.
Arriba, en el rellano, Jube se inclinó, compasiva, sobre Marcus. Por un momento, el joven olvidó el dolor de la mano y se concentró en la sensación de la bata de seda que le rozaba el hombro, el olor tibio, soñoliento de la muchacha. Aunque tuviese la mano quebrada, era un precio escaso por el consuelo de tener a Jube ahí, preocupada por él.
Agatha, también en ropa de dormir, se arrodilló del otro lado.
– ¡Marcus, lo atrapaste!.
Era el que menos capaz le parecía de lidiar con un sujeto del tamaño de Dyar y, sin embargo, lo hizo y salió victorioso.
Marcus trató de encogerse de hombros, pero el dolor le recorrió el brazo y soltó un siseo entre dientes.
– ¿Te lastimaste la mano?
Asintió.
Jack encontró el cuchillo y lo levantó.
Jubilee pasó la palma suave por el brazo de Marcus.
– Oh, Marcus, podía haberte matado.
Si bien lo deleitaron la cercanía y la atención de Jubilee, recordó que Dyar aún estaba tendido en el callejón. Lanzó una mirada preocupada hacia la baranda e hizo un gesto con la cabeza que significaba: «¿qué le pasó a Dyar?».
Ruby preguntó:
– ¿Cómo está Dyar?
Desde abajo, Scott respondió:
– Vivo, pero hecho puré. Tendremos que llamar otra vez al médico.
– Y también al comisario -agregó Jack, que seguía observando el cuchillo.-Pedazo de basura… -murmuró Ruby, y se unió a las mujeres que atendían a Marcus.
Lo ayudaron a levantarse, lo llevaron adentro, encendieron lámparas, y revisaron para ver la gravedad del daño.
Resultó que Marcus se había roto un hueso de la mano derecha. Cuando el doctor Johnson lo hubo entablillado con un bloque de madera sujeto con una tira de gasa, Marcus extendió la diestra mano izquierda como pulsando las cuerdas de un banjo invisible: Al menos, no es la mano de rasguear, parecía decir su expresión sombría.
– Heustis Dyar deseará que lo único que tuviese roto fuera la mano diestra -señaló con ironía el doctor Johnson, mientras el comisario Cowdry se llevaba a Dyar a la cárcel.
En agradecimiento, Agatha le prometió a Marcus hacerle gratis un atuendo de su elección, en cuanto se sintiera lo bastante repuesto para ir al taller a probarse.
En su cuarto, Marcus recibió un beso de Jube: un roce leve de los labios que lo sobresaltó pero, antes de que pudiese reaccionar, le dio las buenas noches y se escapó.
Scott, al hacer acostar a Willy, tuvo que morderse la mejilla para no sonreír cuando el niño afirmó:
– Yo oí casi todo. El viejo Heustis parecía un fuego artificial hasta que cayó, ¡splat!
– Vamos, muchacho, a dormir. La diversión acabó.
– ¿Cómo es posible que alguien quiera hacerle daño a Gussie? -preguntó, inocente, capturando a Moose y acostándose otra vez sobre la almohada.
– No sé.
El gato estaba tan acostumbrado a dormir con Willy, que se apoyó de costado con la cabeza en la almohada, como una persona. Gandy casi esperaba que Moose bostezara, palmeándose la boca.
– Es por lo de la prohibición, ¿no?
– Creo que sí, hijo.
– ¿Qué harás tú cuando ya no puedas vender no más whisky?
– Más -lo corrigió Gandy, distraído, casi sin advertir que había copiado la costumbre de Agatha de corregir al chico. Apoyó un instante la mano en la cabeza de Willy-. Lo más probable es que regrese a Mississippi.
– Pero… bueno, ¿podrías trabajar como herrero o algo así? El papá de Eddie repara arneses. Quizá tú podrías hacer lo mismo, y así podrías quedarte aquí.
Gandy tapó a Willy y lo arropó hasta la barbilla.
– Veremos. No te preocupes por eso, ¿me oyes? Tenemos tiempo para decidir. Todavía faltan meses para que la ley sea efectiva.
– Está bien.
Scott empezó a levantarse.
– Pero, Scotty…
El hombre alto y delgado se sentó en el borde del estrecho catre.
– Olvidaste darme un beso de buenas noches.
Al inclinarse para rozar los labios de Willy, Scott trató de controlar sus emociones, pero la perspectiva de besarlo por última vez le desgarró las entrañas. De súbito, lo estrechó fuerte unos momentos contra su propio corazón galopante, y apretó los labios sobre la cabeza rubia de pelo corto. Evocó a Agatha, el rostro vuelto hacia la pared, la garganta contraída. Se imaginó apartando a Willy de ella, y no se creyó capaz. Sin embargo, cuando pensaba en dejarlo, imaginaba los ojos castaños llenos de lágrimas como sabía que sucedería, tampoco se sentía capaz. Tuvo que hacer un esfuerzo para hacer acostar otra vez al niño y taparlo, y para mantener la voz serena:
– Ahora, duerme.
– Lo haré, Scotty. Pero…
– ¿Y ahora, qué?
– Te quiero.
Gandy sintió que un puño gigante le oprimía el corazón. ¡Dulce Jesús! ¡Qué decisión lo esperaba!
– Yo también te quiero, muchacho -logró decir.
A duras penas.
Scott Gandy y sus empleados celebraron una reunión una mañana, a mediados de noviembre, para decidir cuándo cerrar el Gilded Cage y a dónde ir, después. Se decidió que no tenía sentido quedarse más tiempo allí, pues el aumento de los negocios en los meses de transporte de ganado ya habían pasado. Entre el presente y el tiempo en que la ley se hiciera efectiva, en el mejor de los casos los negocios disminuirían junto con la población de Proffitt, reducida a sus doscientos pobladores originales. Al llegar a la cuestión de dónde ir después, todos se quedaron mirando a Gandy, expectantes, esperando una respuesta. No la tenía.
– Necesitaré un poco de tiempo a solas para que se me ocurra una solución. A dónde quiero ir, qué quiero hacer. Quizá vaya al Sur, donde el clima es más cálido, y trate de ordenar mis ideas. ¿Qué os parecen unas breves vacaciones?
Nadie dijo nada. Siete rostros lúgubres lo contemplaron, inexpresivos. En ese momento, sintió el peso de la responsabilidad hacia ellos y no le agradó. ¡Maldición! ¿Acaso no eran capaces de pensar por sí mismos? ¿Siempre lo considerarían el salvador, el que los llevaría sanos y salvos, al siguiente puerto rentable? Pero el hecho fue que él también se sintió rechazado. La Gilded Cage apenas daba para sostener a ocho personas, y era importante que reservara un capital suficiente para que pudiesen empezar de nuevo en otro sitio. Entonces, ¿por qué se sentía culpable al pedir un poco de tiempo a solas, que se apartaran de él por un breve lapso?
– Bueno, sólo será hasta principios de año, o algo así. Luego, elegiré un lugar a donde podáis cablegrafiarme y yo os contestaré y os diré dónde nos instalaremos y cuándo.
Siguieron callados.
– ¿Qué opináis?
– De acuerdo, Scotty -respondió Ivory, sin énfasis-. Nos parece bien. -Pero al percibir su propia falta de entusiasmo, forzó una falsa alegría-: Eh, todos, ¿no os parece bien?
Murmuraron su acuerdo, pero la tristeza no se disipó. Quedó a cargo de Scotty fingir entusiasmo.
– Entonces, estamos de acuerdo. -Dio una palmada sobre el paño verde de la mesa y se incorporó-. No tiene sentido quedarse más tiempo en este pequeño pueblo vaquero, cuando estéis listos y hayáis empacado, salid. Yo pondré en venta el edificio de inmediato.
– ¿Y el niño? -preguntó Jack.
Scott logró ocultar la angustia que le provocaba el tema de Willy.
– Agatha y yo aún tenemos que hablar de eso. Pero no os preocupéis. No se quedará solo.
Todo lo contrario: el niño tenía dos personas que lo querían y que habían pospuesto la discusión todo lo posible. Pero ya no podían evitarla.
Sin saber bien por qué, Gandy fue arriba, a la oficina, escribió una nota para Agatha, y le pidió a Willy que se la llevase y aguardara respuesta.
Willy contempló la nota que le tendía.
– Pero es una tontería. ¿Por qué no vas, sencillamente, y hablas con ella?
– Porque estoy ocupado.
– ¡No 'stás ocupado! ¡Qué diablos, has estado…!
– ¡Creí que Agatha te enseñó a decir «estás»! Y bien, ¿vas a llevar esa nota o no? -exigió, con más aspereza de la que pretendía.
Al verse regañado sin motivo por su héroe, la expresión de Willy se tornó contrita.
– Claro, Scotty -respondió, sumiso, yendo hacia la puerta.
– Y ponte la chaqueta nueva. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no corras por las escaleras con este frío, sin ponértela?
– Pero está abajo, en mi cuarto.
– ¿Y qué hace allí? ¡Estamos en invierno, muchacho!
Mortificado, pero más aún, confundido, Willy echó una mirada a Scotty con ojos brillantes.
– Me la pondré antes de subir otra vez.
Cuando se marchó, Scott se sentó pesadamente y se quedó mirando la nieve por la ventana, abrumado por la culpa de haber tratado mal a Willy. A fin de cuentas, no tenía la culpa de que hubiera que cerrar la taberna, ni de que Agatha estuviese en esa situación.
Abajo, Willy encontró a Agatha en el taller, trabajando con la máquina de coser.
– Hola, Gussie. Scott me dice que te dé esto. Le entregó la nota.
El traqueteo rítmico de la máquina se interrumpió, y el volante dejó de girar. Al echar un vistazo al papel, Agatha sintió que la asaltaba un presentimiento. «¡No, no!, pensó-. ¡Todavía no!»
– Gracias, Willy.
El chico se apoyó en los costados de las botas y metió los puños en los bolsillos de la nueva chaqueta abrigada que Scott le compró.
– Dice que espere la respuesta. -Mientras Agatha leía el mensaje, Willy protestó-: Jesús, ¿por qué se habrá puesto tan gruñón, últimamente?
Mientras terminaba de leer el mensaje, se apoderó de ella una corriente de temor. Había llegado el momento que sabía inevitable. No obstante, ni toda la preparación mental del mundo podía disminuir el dolor. Salió del ensimismamiento al oír a Willy llamarla por su nombre.
– Discúlpame. ¿Qué decías, querido?
– ¿Por qué, últimamente, Scotty está tan gruñón?
– ¿Gruñón? ¿En serio?
– Bueno, me habla como si estuviese furioso, y yo nunca no hice nada malo.
– No hice nada malo -lo corrigió-. En ocasiones, las personas mayores nos ponemos así. Estoy segura de que Scotty no tiene intenciones de gruñirte. Tiene muchas preocupaciones desde que salió la enmienda.
– Sí, bueno…
Acarició el costado de la cabeza del chico y le indicó con suavidad:
– Dile a Scotty que sí.
– ¿Que sí?
– Sí.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo. Sólo que sí.
Al ver que se iba sin nada de su proverbial entusiasmo, a Agatha se quedó mirando la puerta trasera y trató de imaginarse la vida sin Willy entrando y saliendo. Entendía bien por qué Scott estaba de mal humor. Ella misma no dormía de noche y se angustiaba de día.
Exhalando un suspiro hondo y trémulo, releyó el mensaje:
Querida Agatha:
Tenemos que hablar. ¿Puedes venir esta noche a la taberna, después de cerrar? A esa hora no nos molestarán.
Scott
Cauteloso, Willy llegó hasta la puerta de la oficina de Scott, pero no más. Proyectó el mentón en gesto beligerante.
– Gussie dice que sí.
Scott giró en la silla y sintió un espasmo en el corazón.
– Ven aquí, muchacho -le ordenó con suavidad.
– ¿Por qué?
Willy se había quemado ya esa mañana, y una vez le parecía suficiente.
Scott le tendió una mano.
– Ven aquí.
Se acercó a desgana, con el entrecejo fruncido. Rodeó la esquina del escritorio y se detuvo cerca, mirando la mano que esperaba, palma hacia arriba.
– Más cerca. No llego.
Obstinado, Willy se mantuvo en sus trece pero, al fin, puso la mano regordeta en la de Scott más larga.
– Lo lamento, Willy. Te hice sentir mal, ¿no es cierto? -Acercó al niño, lo alzó sobre el regazo y echó la silla atrás.Con evidente alivio, el chico se acurrucó contra el pecho del hombre.
– No estaba enfadado contigo, lo sabes, ¿verdad? -preguntó, en voz ronca.
– Entonces, ¿por qué me gritabas? -preguntó Willy, quejoso, la mejilla contra el chaleco del hombre.
– No tengo excusas. Hice mal, eso es todo. ¿Podemos ser amigos otra vez?
– Creo que sí.
La cabeza rubia de Willy cabía a la perfección bajo el mentón de Scott. El cuerpo pequeño con la gruesa chaqueta de lana se sentía tibio y agradable, una mano apoyada, en gesto de confianza, sobre el pecho del hombre. Las piernas cortas se balanceaban contra las más largas, y hasta esa presión le resultaba grata.
Sellaron la paz. Afuera, nevaba. En la pequeña estufa de hierro ardía un fuego acogedor. Scott apoyó una bota en un cajón abierto y meció con indolencia la silla giratoria hasta que el resorte emitió un ruido débil. Acarició con los dedos el fino cabello rubio y lo alisó hacia la nuca una y otra vez.
Tras largo rato, cuando ambos corazones se habían apaciguado, el hombre preguntó:
– ¿Alguna vez pensaste en vivir en otro sitio?
– ¿Dónde?
Willy no se movió, disfrutando la sensación de las uñas de Scott que le rascaban suavemente la cabeza, y le provocaban piel de gallina en todo el cuerpo.
– En un sitio donde no haya nieve.
– Me gusta la nieve -contestó Willy, adormilado.
– ¿Sabes lo que es una plantación?
– No estoy seguro.
– Es como una granja grande. ¿Crees que te gustaría vivir en una granja?
– No. ¿Tú estarías ahí?
– Sí.
– ¿Gussie también?
Los dedos de Scott y la silla se aquietaron un segundo, y recomenzaron el ritmo hipnótico.
– No.
– Entonces, no quiero ir a ninguna granja. Quiero que nos quedemos aquí, juntos.
Si fuese tan simple, muchacho. Scott cerró los ojos un momento, sintiendo el peso tranquilizador del niño sobre sí. Odiaba moverse, romper el dulce contento que habían hallado juntos. Pero sintió una punzada de culpa al preguntarle a Willy por sus deseos, como si eso pudiera resolver la elección en contra de Agatha. No era eso lo que pretendía. Comprendió que era el momento perfecto para decirle a Willy que la Gilded Case cerraría pronto y que todos ellos tendrían que marcharse del pueblo. Pero en ese instante no tenía valor, y pensó que sería mejor si él y Gussie le daban la noticia juntos.
– Muchacho…
Como no respondió, bajó la barbilla y lo miró: estaba profundamente dormido, la cabeza floja contra el pecho de Scott. Con delicadeza, lo levantó, lo llevó a la sala, lo acostó en el sofá y se quedó contemplándolo un momento: las largas pestañas oscuras contra las mejillas sonrosadas, la boca suave y vulnerable, el cuello flaco oculto en la áspera chaqueta de lana que casi le llegaba a las orejas.
«Muchacho, -pensó, melancólico-, los dos te amamos. ¿Podrás creerlo cuando esto termine?»