Por la mañana, fueron a trabajar, tal como habían prometido. Marcus instaló un picaporte nuevo, y cuando apareció Willy lo pusieron a la tarea de recolectar las plumas y meterlas en la funda de la almohada. Agatha advirtió que se rascaba otra vez y tomó nota mental de hablar con Scott al respecto.
Al despertarse, no sabía bien como comportarse con Scott esa mañana, pero él la trató de un modo tan platónico como siempre.
Hacia las diez y media, Willy se cansó de juntar plumas, y Agatha lo mandó a la tienda de Harlorhan, a ver si le había llegado correo.
Regresó con la última edición de The Temperance Banner y un sobre con sello de correo de Topeka, y como remitente, la dirección oficial del gobernador John P. St. John.
– ¡Eh, es del gobernador! -exclamó.
– ¡Oooohhh, el gobernador! -repitió Ruby-. ¡Caramba, que nos codeamos con lo mejor!
Hizo girar los ojos y agitó los dedos como si se le quemaran.
Agatha abrió con cuidado el sobre y sacó una carta con el sello del Estado en bajo relieve, mientras todos se amontonaban alrededor: Marcus, con el destornillador en la mano; Scott, con el codo apoyado en el mango de la escoba; las chicas, asomadas sobre el borde del minúsculo equipo de cocina de Agatha; Ivory y Jack, espiando sobre los hombros; Dan, con Willy trepado sobre las botas para ver mejor.
Los ojos de Agatha recorrieron velozmente el papel.
– Bueno, ¿qué dice? -quiso saber Ruby.
– Es una invitación.
– ¡Bueno, léela en voz alta, antes que nos dé un ataque de tanto afligirnos!
La mirada de Agatha se posó fugazmente en Scott, y la apartó, nerviosa. De pronto, se le secó la boca. Se aclaró la voz y se humedeció los labios.
Estimada Señorita Downing:
Como miembro activo del movimiento para prohibir la venta de sustancias tóxicas en el Estado de Kansas, el representante estatal Alexander Kish me mencionó su nombre, el de la señorita Amanda Way, y el de la señorita Drusilla Wilson. Como sabe, cuando resulté electo gobernador de Kansas, prometí a mis votantes hacer todo lo que estuviese en mi poder para desterrar, no sólo el consumo de alcohol, sino también su venta dentro de las fronteras del Estado.
Con ese fin, apoyo de todo corazón la legislación reciente enviada a ambas cámaras de la legislatura, proponiendo ratificar la enmienda de prohibición de nuestra Constitución estatal.
Si aquéllos que, hasta ahora, trabajaron con celo por esta noble causa, se diesen otra vez la mano para hacer ahora un esfuerzo más agresivo que nunca, la enmienda podría y debería ser ratificada por los votantes de Kansas.
Como medio de expresar mi agradecimiento por la tarea de ustedes y para alentar el futuro apoyo al movimiento de prohibición, le extiendo esta invitación a tomar el té en el jardín de rosas de la mansión del gobernador, el quince de septiembre, a las dos en punto de la tarde.
Estaba firmada por el gobernador John P. St. John en persona.
Cuando Agatha terminó de leer, nadie dijo una palabra. Sintió un incómodo calor en el rostro y el cuello. Miró fijamente la carta, temerosa de encontrarse con los ojos de todos en medio de ese silencio incómodo. El rígido papel crujió cuando lo dobló con lentitud y lo metió otra vez en el sobre.
– ¿Qué pasa? -preguntó Willy, mirando las caras de los mayores, y su voz resonó como un trueno.
Finalmente, Agatha alzó la vista. Quiso pensar en una respuesta, pero lo único que se le ocurrió fue:
– Nada.
Pero no era cierto. Scott, aún apoyado en la escoba, la miraba ceñudo. Marcus rascaba con la uña del pulgar una burbuja de pintura seca en el mango del destornillador. Jack se rascaba la nuca evitando mirarla, y los dedos largos y negros de Ivory tamborileaban un ritmo en el muslo. Las muchachas permanecieron sentadas, desalentadas, contemplando el suelo que acababan de ayudar a limpiar.
Se podía oír volar una mosca en la habitación.
– ¿Qué pasa, eh? -insistió Willy, confundido.
Dan fue al rescate.
– ¿Qué te parece, chico? -Le puso una mano en la cabeza-. ¿Vienes abajo y me ayudas a barrer el local?
Obediente, Willy se dispuso a salir pero estiró el cuello para observar al cariacontecido grupo mientras se alejaba con Dan.
– Está bien, pero, ¿qué les pasa a todos?
– Cosas que no entenderías, cachorro.
Arriba, tras la salida de los dos, el silencio se hizo largo y pesado. Finalmente, Ruby le preguntó a Agatha:
– ¿Irás?
Agatha levantó la vista con dificultad hacia los ojos de Ruby, negros e inescrutables. De repente, se dio cuenta de que Ruby era descendiente de varias generaciones de esclavos que, como tales, habían aprendido a ocultar sus emociones. En el rostro de Ruby, en ese momento, no se traslucía nada.
– No sé -respondió, pesadamente.
Ruby apartó la vista, y se agachó a recoger un trapo de limpiar.
– Bueno, será mejor que nos vayamos. Aquí está todo hecho.
Fueron saliendo de a uno, hasta que sólo quedó Scott.
Por la ventana abierta entraban los mugidos lejanos de las vacas, el ruido de las ruedas de las carretas y de cascos que pasaban por la calle, el resonar de las herraduras que llegaban al hotel de al lado. Pero en el apartamento de Agatha, todo era silencio.
– Bueno…
Hizo una inhalación profunda, y luego exhaló.
En el corazón de la mujer se hizo una pequeña fisura.
– Scott -rogó-, ¿qué debo hacer?
– ¿Me lo preguntas a mí? -Lanzó una carcajada dura y áspera.
– ¿A quién otro podría preguntarle?
En tono colérico, exasperado, señaló a la calle y dijo:
– ¡Prueba con esas locas cuyas marchas encabezas!
– ¡No están locas! Tienen una buena causa.
– ¡Son una banda de esposas insatisfechas que buscan un modo de hacer volver a los esposos a los hogares, sin darse cuenta de que lo único que necesitarían para hacerlos regresar es un poco de cariño!
No podía creer la ceguera empecinada del hombre.
– Oh, Scott, ¿en serio crees eso?
– Mi padre jamás holgazaneó en la taberna. Y eso fue porque mi madre sabía cómo retenerlo en casa.
– Tu padre vivía en una plantación. Seguramente no había una taberna en kilómetros a la redonda.
La crispación de Scott fue evidente. Los ojos se endurecieron como si fueran de mármol negro.
– ¿Y cómo sabes todo eso?
– Me lo contaron las chicas, hace mucho. La cuestión es que no había tabernas y, por lo tanto, tu padre se comportaba como el proveedor y se quedaba en la casa, que es donde tendrían que quedarse más hombres.
Scott resopló, disgustado.
– Estuviste demasiado tiempo con esas fanáticas, Agatha. Empiezas a hablar como ellas.
– La verdad duele, ¿no es así, Scott? Pero sabes tan bien como yo que el alcohol es adictivo y debilitante. Empobrece a toda la familia al inhabilitar al hombre para trabajar, y convierte en brutos a sujetos gentiles.
El ceño de Scott se profundizó.
– Lo malo es que comienzas a creer en esas generalizaciones. -Le apuntó la nariz con el dedo-. ¡Y eso es lo que sois vosotros! La mitad de las mujeres como tú se arrodillan ante todas las puertas vaivén del pueblo y cantan esas malditas canciones tan dignas, sin tener, siquiera, una causa.
– ¿Qué me dices de Annie Macintosh, con dos costillas rotas y un ojo negro? ¿Tiene ella un motivo?
– Annie es otra historia. No todo hombre con un vaso de whisky es como Macintosh.
– ¿Y Alvis Collinson, que se juega el dinero de los zapatos, del almacén, y deja que su hijo duerma en una cama hirviendo de piojos?
Scott rechinó los dientes, y su mentón adoptó un contorno obstinado.
– Eres limpia para discutir, ¿eh?
– ¿Qué es lo que te parece limpio? ¿Llevar a Willy al Cowboy's Rest una vez por mes, para aliviar tu culpa?
– ¡Mi culpa! -El rostro de Scott se ensombreció, apretó las manos en el mango de la escoba y echó la cabeza adelante-. ¡Yo no tengo ninguna culpa! ¡Yo aquí manejo un negocio y trato de mantener vivas a ocho personas!
– Lo sé. Y valoro lo que haces por todos ellos. Pero, ¿nunca te surgen dudas respecto de los hombres a los que vendes todo ese alcohol? ¿De las familias que necesitan desesperadamente el dinero que se derrocha en las mesas de juego?
Adoptó una expresión de complacencia consigo mismo:
– No, no me impide dormir por la noche. Si yo no les vendiera whisky, lo conseguirían en otro sitio. Si se ratifica la enmienda, las tabernas tendrán que cerrar, claro, pero Yancy Sales venderá lo mismo que yo, aunque, lo llamará bitter, y todos los que hacen la ley en el país lo comprarán afirmando que es para propósitos medicinales.
– Puede ser. Pero si la prohibición logra regenerar al menos a un tipo como Alvis Collinson, habrá valido la pena la lucha.
– ¡Entonces, ve, Agatha! -Agitó una mano hacia la estación-. ¡Ve a la jarana del gobernador! ¡Bebe el té en el jardín de rosas! -Cruzó a zancadas la habitación y le puso en las manos la escoba-. ¡Pero no esperes que venga corriendo a salvarte la próxima vez que un propietario de taberna ya harto venga a arrasar tu casa!
Salió precipitadamente por la puerta y la cerró con tal fuerza que Agatha se encogió. El nuevo picaporte actuó a la perfección; la puerta se cerró y permaneció cerrada, pero sólo pudo verla tras una cortina de lágrimas. Se dejó caer en una silla y apoyó la frente en las manos.
El corazón le dolía y el pecho también. Por su propia voluntad, la familiaridad de la noche pasada se había hecho pedazos. Sin embargo, no era su decisión. Se sentía desgarrada, confundida y acongojada de haberse enamorado del hombre equivocado… ¡que el cielo la amparase, de toda una «familia» equivocada! Pero estaba aprendiendo que uno no siempre elige de quiénes se encariña. A veces, la vida hacía la elección. Lo que provocaba dicha o pena, era lo que uno hacía después con esa elección.
El día no había sido bueno para Collinson. A la mañana, una vaca enloquecida le había aplastado la pierna contra una cerca antes de que pudiese sacarla del paso. A la tarde, el chico apareció con plumas pegadas a la camisa y admitió que había estado merodeando otra vez por la casa de la entrometida sombrerera, nada menos que ayudándole a limpiar la casa.
Y a la noche, la suerte empeoró.
Perdió ocho manos seguidas, y el vaquero que estaba al lado se llevó la banca de los últimos tres cuencos. Hasta Doc, con su cerebro obnubilado, logró ganar dos de las últimas seis.
Loretto las tenía contra él, como todos los demás en esa taberna, y Collinson tenía la impresión de que, en cierto modo, sacaba naipes de la manga. «¡Sabelotodo inútil!, -pensó-. Hace seis meses, todavía se hacía pis en la cama y ahora está ahí sentado, con su chaqueta negra de fantasía y la corbata de cordón, haciendo trampas a los que solía llamar amigos».
Contó el dinero: tenía para dos manos más y, si no ganaba, quedaría en bancarrota. Trasegó otra medida de whisky y se pasó el dorso de la mano por la boca, para luego dar un codazo a Doc.
– Eh, Doc, ¿no te sobra un cigarro?
«Doc» Adkins no era doctor en absoluto, sino un autodenominado veterinario que viajaba por el país «haciendo nacer» terneros y «desagusanando» cerdos, mezclando cenizas y trementina en el alimento. El negocio no iba muy bien desde que suministró tintura de opio a una de las marranas de Sam Brewster provocándole un sueño eterno en lugar de curarle la enteritis.
Se decía que Doc Adkins tenía la costumbre de probar él mismo la tintura de opio, a lo cual atribuían la expresión distante de los ojos amarillentos y sus torpes reacciones ante la vida en general.
Pese a todo, era agradable, y un amigo fiel para el desdichado Collinson. Doc encontró un cigarro y se lo entregó al compañero de bebidas. Mientras lo encendía, el rostro enrojecido de Collinson observó al tallador.
Loretto daba con tal agilidad que los naipes casi no se curvaban. Los arqueaba en dirección contraria, y caían en línea como por arte de magia.
– Así que a tu madre no le entusiasma que seas croupier aquí -comentó Collinson.
– Tengo veintiuno -respondió Loretto con sencillez.
– Tiene veintiuno. -Collinson codeó a Doc en el brazo con la mano que sostenía el cigarro-. ¿Oíste eso, Doc? Ya le salió bigote y todo. -Collinson rió con desdén y contempló la muestra rubia que Dan lucía bajo la hermosa nariz-. Parece un retazo de ese trigo duro que les gusta a los saltamontes, ¿no?
Toda la noche, Dan estuvo percibiendo que se formaba una tensión subyacente. Collinson estaba buscando pelea, y Dan tenía órdenes. Acomodó el mazo y alzó dos dedos haciéndole una señal a Jack, que estaba en la barra, y que sirvió al instante dos medidas de whisky dobles. Jack le hizo una seña a Scotty, que la captó e, interrumpiendo una conversación con dos vaqueros, fue a servir las bebidas.
– Caballeros, ¿no les molesta si me siento a jugar un par de manos? -dijo con estudiada indiferencia.
– Claro que no.
El joven tejano vecino de Collinson vio, aliviado, que Gandy tomaba una silla que estaba cerca con la bota y la arrimaba a la mesa.
– Tu bebida, Dan.
Se estiró para colocar uno de los tragos ante el croupier y puso el otro ante sí mismo.
– ¿Cuál es el juego? -preguntó sacando unos billetes del bolsillo.
– Blackjack -respondió Loretto-. ¿Quién juega?
Collinson empujó su penúltimo dólar al centro de la mesa.
Loretto pasó el mazo a la izquierda y Collinson observó, para estar seguro de que todas las manos estaban sobre la mesa cuando se cortara. El novato era bueno pero, tarde o temprano, se le escaparía un error y, cuando eso ocurriese, Collinson estaría viéndolo. Entretanto, se mostraría frío como una rana en un macizo de lirios.
Mientras se daban las dos primeras rondas de naipes, inició una conversación aparentemente casual con el vaquero.
– ¿Cómo te llaman, muchacho?
– ¿A quién, a mí?
Collinson asintió, y guiñó a través del humo del cigarro.
– Slip, el Resbalizo. -El muchacho tragó saliva-. Slip McQuaid.
Collinson miró sus naipes: un par de ases. Eso era mejor. Los abrió y advirtió que el croupier también exhibía un as junto con el naipe bajado. El maldito novato tenía que haberlo sacado de la manga, pues nadie podía ser tan afortunado con tanta frecuencia, pero lo que más enfureció a Collinson fue no haber podido sorprenderlo. Se enjugó la boca con el borde de un dedo áspero y empujó su último dólar para cubrir la doble apuesta. Loretto le ganó dos veces: un nueve y un cuatro.
Los ojos de Collinson se achicaron más aún. Pasó el cigarro al otro extremo de la boca y clavó los ojos en el croupier mientras hablaba con McQuaid:
– Espero que eso no tenga nada que ver con cómo juegas a los naipes. No me gustaría jugar con alguien que tuviese reputación de dejar resbalar algún naipe.
Lanzó una risa tensa, y observó cómo Loretto revisaba la carta que había bajado sin despejar el paño verde.
– N… no, señor. Me resbalé de una montura húmeda cuando empezaba a cabalgar, y me quebré la clavícula. Mi papá me puso ese apodo.
– ¿Cartas? -le preguntó Loretto a McQuaid, ignorando la insinuación de Collinson.
Gandy advirtió el leve movimiento de las caderas de Dan bajo la mesa al cruzar el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha, para tener a mano la pistola escondida.
McQuaid tomó una carta y pensó, mientras Collinson seguía interrogándolo:
– ¿Qué aperos usas para cabalgar?
Gandy se abstuvo de intervenir, pese a que estaba quebrando una regla fundamental del juego: distraer a McQuaid durante el juego.
– En Rocking J., allá en Galveston.
– ¿Ahí aprendiste a jugar a los naipes?
McQuaid se puso tenso, pero trató de disimularlo.
– Jugué un poco en la barraca, con los muchachos… Uno más -le dijo a Loretto, y maldijo cuando contó veintidós.
Gandy movió una mano sobre los naipes que le quedaban, indicando que se plantaba en los trece. Enfrentó la mirada beligerante de Collinson y se obligó a relajar cada músculo. Aflójate, Gandy. Prepárate.
– ¿Y dónde aprendiste tú, Loretto? Trataré de adivinar: aquí. -Golpeó con los nudillos el cuatro dado vuelta. Loretto descubrió un siete. Los dientes manchados de Collinson mordieron la punta del cigarro mientras pensaba, y el sudor le brotaba de las axilas-. Otra vez. -El rey lo derrotó y su temperatura subió un grado. ¡Ese maldito novato no podía ser tan afortunado! Todavía tenía veinte en el otro juego, pero esperaba acertar doble en esta mano-. Sí, señor, me acuerdo cuando Danny, aquí presente, no era más alto que una lombriz. En aquel entonces, usaba mangas cortas. -Miró con los ojos entrecerrados las mangas negras que le llegaban a Dan hasta los nudillos-. ¿Te acuerdas, Doc?
– Lo recuerdo -respondió Doc con vaguedad, aunque le llevó cierto tiempo-. Dame, Danny.
Loretto lanzó ágilmente un naipe en su dirección. Doc se tomó su tiempo para pensar.
– ¡Date prisa! -le espetó Collinson-. No sé qué demonios te lleva tanto tiempo.
Gandy se contuvo una vez más. Cuando Collinson explotara, sería duro. Entretanto, Doc por fin se decidió.
– Otro -farfulló.
Con un giro de la muñeca, le mandó otro naipe. Doc lo miró con ojos miopes, suspiró, y se fue al mazo:
– Estoy fuera.
El rostro de Collinson se puso purpúreo.
– Quedo yo solo contra la banca, ¿no? ¿Cuánta suerte tiene que tener un tipo para ganar aquí?
– Si tiene algo que decir, dígalo, Alvis.
Dan mantuvo una mano sobre la mesa, pero metió la otra sobre el muslo.
– Veamos tus cartas, muchacho -lo desafió Collinson, mordiendo el cigarro.
Dan hizo otro movimiento con la mano que nunca quedó fuera de la vista, y mostró tres cartas que sumaban un veintiuno redondo.
– ¡Desgraciado hijo de perra! -El rostro del hombre se contorsionó y sacó un cuchillo-. ¡No me digas que no ocultas naipes en las mangas!
Gandy se levantó lentamente, todos los músculos tensos, preparado pero dijo en voz suave como la miel espesa:
– No permito peleas aquí adentro, Collinson, ya lo sabe. Deje ese cuchillo.
Collinson se agazapó con la hoja centelleando en la mano. Doc y McQuaid retrocedieron.
– Déjelo, antes de que alguien resulte lastimado -advirtió Gandy.
El sujeto se volvió hacia él.
– ¡Usted también! ¡Le haré un favor a este pueblo librándolo de ustedes dos! ¿Quién quiere ser el primero?
– Sea sensato, y tírelo -dijo Dan, exhibiendo el arma-. No quiero tener que dispararle, Alvis. ¡Maldición! Lo conozco de toda la vida.
– ¡No tiro nada, más que a ustedes dos!
– No creo que valga la pena hacerse matar por cuatro dólares -le aconsejó Gandy-. Déjelo, y la casa pagará una ronda.
Comenzó a hacerle señas a Jack.
– Esto no es por los cuatro dólares, y usted lo sabe, Gandy. Canallas, no les basta con sacarme el dinero con los naipes que se guardan en la manga, también tienen que poner contra mí a la carne de mi carne.
El local se sumió en el silencio. Todos los presentes miraban, angustiados.
– Vayase a su casa, Alvis. Está ebrio -trató de razonar Dan, levantándose-. Ya le dije que no quisiera tener que dispararle.
– No estoy ebrio. Estoy quebrado, eso es lo que estoy, malditos…
– Démelo. -Gandy se le acercó, con la palma hacia arriba-. Hablaremos afuera.
– ¡Al diablo con usted, petimetre inútil, hijo de perra, que me roba todo lo que tengo…!
Alvis impulsó el brazo atrás y todo el infierno se desató al mismo tiempo. El cuchillo se hundió en el antebrazo de Gandy. Explotó la pistola y Collinson cayó boca abajo sobre la mesa verde, redonda. Las chicas chillaron. En medio del súbito silencio, Gandy hizo una mueca y se aferró el brazo derecho.
– ¡Maldición! De todos modos, te dio.
Dan se abalanzó a auxiliarlo y Jube se acercó corriendo, con expresión desesperada. Pero Gandy los apartó a los dos y se dejó caer en una silla.
– Revisen a Collinson -se apresuró a decir.
Dan lo hizo rodar y le buscó el pulso. Con aire de duda, miró a Gandy que estaba sentado jadeando, todavía agarrándose el brazo inerte.
Dan levantó la voz.
– ¡Alguien que vaya corriendo a buscar al doctor Johnson!
Se volvió hacia Adkins, que había salido de su estupor por primera vez en años. Tenía el rostro blanco y los ojos redondos de terror.
– Doc, acerqúese -le gritó Dan-. Le vendría bien su ayuda.
– ¿A mí me hablas?
– Es veterinario, ¿verdad? Fíjese si puede hacer algo para mantenerlo vivo hasta que llegue el doctor Johnson.
– P… pero yo…
– ¡Es su amigo, Adkins! -vociferó Dan, impaciente-. ¡Por el amor de Dios, déjese de lloriquear y actúe como un, hombre! -Se dio la vuelta hacia Scotty y fue a arrodillarse junto a él. Miró, dudoso, a Jubilee, tragó con dificultad y fijó la vista en el cuchillo que sobresalía del brazo de Gandy-. ¿Qué quieres que haga?
Gandy estaba a punto de desmayarse de dolor. Levantó la cabeza y miró, aturdido, la cara de Dan. Le brotaban gotas de sudor.
– Saca… lo -murmuró, apretándose el bíceps derecho, donde la sangre comenzaba a abrillantar la manga.
En ese momento, Agatha llegaba a la puerta trasera, después de haber oído el disparo. Entró, resoplando, y se detuvo junto a la mesa de keno para contemplar la escena. Vio a alguien tendido sobre una mesa de juego, con la sangre empapándole la camisa, a Scott tirado sobre una silla con el cuchillo saliéndole del brazo.
– ¡Dios mío! -susurró, corriendo hacia él.
Marcus trató de detenerla, poniéndole las manos fuertes en los brazos y suplicándole con los ojos que hiciera lo que le pedía.
Lo miró de frente y entendió enseguida que estaba tan preocupado por la seguridad de ella como por Scott.
– Déjeme pasar -le ordenó con gentileza-. Él me ayudó; ahora me toca a mí.
Marcus la soltó a desgana, y Agatha se apresuró a acercarse, dando órdenes a Jack, a Ivory y a las chicas, que daban vueltas, indecisas, alrededor del cuerpo inerte de Gandy.
– Acostadlo, antes de que se caiga de la silla.
Dan y Jack reaccionaron sin demora. Gandy gimió y la frente se le perló mientras lo tendían en el suelo de pino sin pulir. Agatha se arrodilló junto a él con dificultad. Le aflojó la corbata y el botón del cuello y le tocó la garganta con ternura.
– Oh, Scott -murmuró, el rostro crispado de angustia-, oh, querido.
Scott esbozó una sonrisa débil.
– Gussie -susurró, sin fuerzas, moviendo los dedos de la mano ensangrentada.
Agatha los aferró con fuerza y apretó el dorso de la mano contra el pecho, sin prestar atención al hecho de que su propia mano se manchaba de sangre.
En ese preciso momento, el doctor Johnson irrumpió empujando las puertas vaivén, con el camisón metido dentro de los pantalones, los tirantes colgando sobre las rodillas, y el cabello rojo erizado.
– ¡Apártense! -En menos de treinta segundos, pronunció-: Collinson está muerto.
El nombre penetró en la mente de Agatha. Arrodillada junto a Scott, le disparó una mirada a Dan:
– ¿Collinson? -repitió, impresionada-. ¿Él mató a Collinson?
– No, fui yo -la corrigió Dan.
Miró el rostro pálido de Scott, el cuchillo que sobresalía de la carne.
– Entonces, ¿cómo…?
– Trató de convencer a Collinson de que le diera el cuchillo… Y él se lo clavó.
– ¡Apártense! -ordenó el doctor Johnson, impaciente. Se arrodilló, echó un vistazo al cuchillo y aconsejó-: Sería conveniente que emborracharan a este hombre. Cuanto más ebrio esté, mejor.
Jack fue a buscar una botella llena de whisky Newton. Tendido en el suelo, Scott dirigió una sonrisa fatigada al cantinero.
– Cerciórate de que sea el bueno, Jack.
Trató de sonreír de costado, pero en el rostro pálido parecía la sonrisa de un fantasma.
Llegó el comisario Cowdry, inspeccionó en silencio el cuerpo de Collinson, mientras Jack daba a Scott más whisky del que Agatha imaginó que podría consumir un hombre que se mantuviese consciente. Jubilee estaba sentada en el suelo, con la cabeza del herido en el regazo, mientras la sangre se secaba en la mano de Agatha.
Cowdry interrogó a los parroquianos, y después los hizo evacuar. Llegó el camillero a llevarse el cadáver de Collinson y se juntaron dos mesas para formar una sala de operaciones de emergencia. Marcus, Dan, Ivory y Jack levantaron a Scott con delicadeza y lo acostaron sobre las mesas. Reía flojamente, con los labios húmedos, el rostro sonrojado. Llamó a Marcus con un dedo.
– Escucha -tartajeó-. Esa cosa es muy buena, pero no le cuentes a Agatha que te lo dije. -Lanzó una risita de borracho y levantó la cabeza para ver a Ivory, detrás-. Y si esdiro la pata, que ninguno de dus bautistas, organice mi funeral, muchacho. Quiero el cancán, ¿endiendes?
Jack le puso otra vez la botella en la boca al patrón.
– Uno más, Scotty. Con eso bastará.
El licor resbaló por la mejilla de Scott y dejó una mancha oscura sobre el tapete verde. Parpadeó un par de veces, pero todavía no cerraba los ojos.
– ¿Gussie? -susurró, buscándola con los ojos-. ¿Dónde estás…?
– Aquí estoy, Scott.
Se acercó silenciosa a la mesa, y le tomó la mano sana. Él se la aferró con desesperación.
– Willy. Tienes que decírselo a Willy. -Tenía el borde de los ojos enrojecido. En contraste con el pelo y las cejas oscuras, la piel parecía de cera, salvo por el rubor antinatural que le daba el alcohol a las mejillas-. Lo lamento. Dile que lo siento.
Le acarició el cabello que se pegaba a la frente sudorosa, y lo apartó hacia atrás.
– Te lo prometo.
El doctor abrió el maletín negro y comenzó a enhebrar una aguja con un trozo de pelo de caballo.
– Traigan otra botella de whisky -ordenó-. Y todo el que tenga estómago débil, que se vaya.
Agatha se quedó el tiempo suficiente para ver cómo el médico sacaba el cuchillo del brazo de Scott, cómo el cuerpo se convulsionaba y para oírlo gritar de dolor. También para escuchar cómo el doctor ordenaba:
– ¡Denle otro trago!
Para que el estómago se le retorciera, los ojos se le desbordaran y se le oprimiese la garganta. Pero cuando el doctor sumergió la aguja en el whisky, se escabulló por las puertas vaivén para tragar el aire fresco de la noche y llorar a solas.