Agatha mandó a Pearl a medir la altura y la circunferencia de la jaula, y las cinco mujeres se pusieron a la tarea de hacer la funda. Era un diseño bastante simple, como una cortina para la ventana, con un cordel en la parte superior para fruncirla. Encendió el fuego en la estufa y calentó las planchas para formar un ruedo de una pulgada en todo el perímetro. La misma Agatha manipuló las planchas de hierro, mientras Violet y Ruby trabajaban delante de ella marcando el ancho con tiza, y Pearl sujetaba la seda que colgaba de la tabla de planchar para que no se arrugara. Entretanto, Jubilee llevaba las planchas frías a la estufa y traía las calientes. Después, se sentaron todas en círculo y comenzaron a coser los bordes.
De inmediato, resultó evidente que Jubilee y Pearl no habían mentido: eran inútiles con la aguja. Por otra parte, Ruby tenía dedos ágiles y cuidaba de hacer puntadas uniformes e invisibles. No pasó mucho tiempo hasta que Jubilee se pinchó el dedo:
– ¡Ay! -Lo metió en la boca y lo chupó-. ¡Maldición y maldición doble! ¡Soy incapaz de coser. Estoy haciéndome un lío y ahora, además, voy a manchar la seda.
– ¿Por qué no se queda sentada? -sugirió Agatha-. En verdad, como Ruby es tan habilidosa, terminaremos con tiempo de sobra.
– ¿Puedo dejarlo yo también? -rogó Pearl-. No soy mejor que Jube para esto.
Agatha observó el lamentable trabajo de Pearl.
– Usted también. Si sostienen el satén en la falda y van guiándolo para que no se arrugue, será suficiente ayuda.
Tres dedales chocaron con tres agujas y la tela brillante fue pasando lentamente sobre los regazos.
– ¡Mirad a Ruby! -exclamó Jubilee después de un tiempo-. Ruby, ¿dónde aprendiste a coser así?
– ¿Dónde crees? En Waverley, por supuesto. Mi mamá trabajaba en la casa grande para la señorita Gandy, y ella le enseñó a mi mamá a hacer costura fina, y mi mamá me enseñó a mí.
– ¿Te refieres a la joven señora Gandy, o a la vieja?
– La vieja. La joven era demasiado frivola para coser. -La negra dirigió a la blanca una mirada significativa-. Era como tú, Jube.
Las tres rieron de buena gana.
Violet equivocó una puntada al oír mencionar a la joven señora Gandy.
– ¿Waverley? -sondeó.
– La plantación Waverley, allá en Columbus, Mississippi, donde creció el señor Gandy.
– ¿Quiere decir que nuestro patrón creció en una plantación?
La imaginación romántica de Violet se expresó con claridad en sus ojos.
La voz algo áspera de Ruby recordó:
– La más hermosa que se haya visto. Grandes columnas blancas en el frente, una enorme y ancha galería. Y campos de algodón alrededor, tan extensos que un zorro no podía recorrerlos en una mañana fría. Y el río Tombigbee que los cruzaba. Ese lugar era glorioso.
Se despertó el interés de Agatha, pero dejó que Violet hiciera las preguntas.
– ¿Quiere decir que él era el dueño?
– El padre, el viejo señor Gandy. Ahora él está muerto, y la esposa también. Pero eran unos blancos tan buenos como es posible. Mi mamá y mi papá eran esclavos del viejo señor Gandy. Antes de la guerra, yo también. Yo, Ivory y el patrón, nacimos todos en Waverley. Corríamos descalzos por ahí juntos, pelábamos nueces de pecana, nadábamos desnudos en el río. ¡Ah, qué tiempos! Claro que eso fue antes de la guerra.
Agatha trató de imaginar a Gandy de niño corriendo desnudo con un par de chiquillos negros, pero el cuadro no cuajó. Más bien, lo vio con un cigarro en la boca y un vaso de whisky en la mano.
Violet sintió tanta curiosidad que se sentó en el borde de la silla.
– ¿Qué sucedió con Waverley?
– Sigue ahí. La guerra no pasó por Columbus. Lucharon en los alrededores, pero ahí no. Todas las grandes mansiones permanecen intactas.
– Waverley -repitió Violet, soñadora-. Qué nombre tan romántico.
– Sí, señora.
Por mucho que lo intentó Agatha no pudo contener la curiosidad:
– ¿Quién es el dueño?
– Él, el patrón. Pero sólo fue una vez después de la guerra. Supongo que encontró demasiados fantasmas.
– ¿Fantasmas?
Los ojos de Violet se dilataron.
– La joven señora Gandy… y la pequeña.
La aguja de Agatha se inmovilizó y miró a Ruby por encima del satén:
– ¿Tenía esposa… y una hija?
Ruby asintió, sin levantar la vista de la costura.
– Murieron. Las dos, y después de la guerra. Pero él no llegó a tiempo a la casa para verlas una vez más.
Por la mente de Agatha cruzó raudo el pensamiento de que otros hombres se habían hecho libertinos por motivos mucho menores. Aun así, era una pena. A fin de cuentas, era joven.
Violet quedó tan atrapada con la historia que tuvieron que recordarle la costura. Pero siguió preguntando:
– ¿Cómo murieron?
Ruby alzó un instante la vista, y sus dedos siguieron moviéndose.
– Si lo supiera, volvería, pero nadie lo sabe con certeza. Las encontraron en el camino, en la mitad del trayecto hacia el pueblo yaciendo boca arriba en la carreta, y la mula ahí, entre las varas, esperando a que la hicieran andar. Cuando el joven señor Gandy volvió, ellas ya estaban enterradas dentro de la cerca de hierro negro al otro lado del camino, entre su mamá y su papá.
– Oh, pobre hombre -se condolió Violet.
Ruby asintió.
– Se marchó a luchar contra los yanquis y cuando volvió no encontró más que a unos pocos negros tratando de arañar unas coles verdes de los campos de algodón agotados. -Movió la cabeza con pesadumbre-. La segunda vez se fue para no volver jamás.
– ¿Y la llevó con él?
– ¿A mí? -Ruby levantó la mirada, sorprendida y rió con su risa de contralto-. No, a mí no. Yo soy una negra encopetada. Cuando dijeron que era libre, me fui a la ciudad, a Natchez. Pretendía vivir a mi capricho y llevar una vida fácil hasta que la carroza viniera a buscarme. -Rió otra vez, con cierta amargura-. Terminé en los barcos fluviales, complaciendo a los señores. Ya no espero ninguna carroza -concluyó, realista.
Para sorpresa de Agatha, Jubilee se inclinó y apoyó su mejilla blanca contra la negra de Ruby.
– Vamos, Ruby, eso no es cierto. Eres una buena mujer. La mejor. ¡Mira lo que hiciste por mí! Y por Pearl, también. ¿No es cierto, Pearl?
Pearl dijo:
– Escucha a Jube, Ruby.
Ruby siguió cosiendo, con las cejas como alas levantadas, como si ella supiera de qué hablaba.
– No fui yo la que lo hizo. Fue él.
– ¿Él? -Los ojos de Violet chispearon de interés-. ¿Quién?
– El joven señor Gandy, él. -Mientras continuaba la historia, Ruby cosía sin parar, la vista en la labor-. Se puso a apostar en los barcos fluviales y se enteró de que Ivory y yo trabajábamos en el Delta Star, en las afueras de Natchez. Yo estaba haciendo lo que estaba haciendo, e Ivory era estibador, «gallo», le decían. «Eh, gallo, tendremos que hacer dos viajes con esta carga», y los pobres estibadores tenían que descargar cientos de toneladas de carga para aligerar el peso cuando el río estaba bajo, y luego volver a cargarlas cuando el capitán volvía tras pasar el primer tramo corriente arriba. Tenían que cortar leña y sumergirse cuando el barco tropezaba con un tocón… ¡sin importar que hubiese víboras en el agua! Si el capitán ordenaba sumergirse, los gallos se sumergían. El pobre Ivory nunca había recibido latigazos cuando trabajó para el viejo amo Gandy. Y yo nunca supe lo bueno que era Waverley hasta que quedé librada a mis propios medios.
»Entonces, cuando la guerra terminó, el joven amo encontró a Ivory trabajando como peón en cubierta, y vio que ese canalla de Gilroy le daba latigazos cada vez que se le antojaba. Y a mí y a las chicas ahí, trabajando en esa jaula flotante, y odiando cada minuto de esa vida. También Hogg, el que despacha las bebidas para Gandy, era maquinista y trabajaba en esa sala de máquinas pestilente, con el agua a las rodillas. Y Marcus, que tocaba el banjo y se burlaban de él porque tenía mal la lengua y no podía decir ni una palabra. Estábamos todos a bordo un día que el capitán ordenó apretar la válvula para salir de un atascamiento. Jack Hogg le dijo: «No puedo hacerlo, señor. Va a explotar, señor». El capitán insistió: «Aprieta a la hija de perra con fuerza, maquinista. ¡Tengo manzanas y limones que perderán la mitad de su valor si ese desgraciado de Rasmussen llega antes a Omaha!»
»De modo que Jack Hogg se puso a ajustarla. Lo próximo que supe es que Jack Hogg y casi todos los demás volábamos por el aire como si fuésemos camino a la gloria. Marcus estaba en cubierta, tocando en el salón de juegos, donde el señor Gandy estaba jugando, y acababa de ganar un montón de dinero, así que los dos estaban bien. Las chicas y yo paseábamos por cubierta buscando nuestro próximo cliente, de modo que caímos directamente al agua. Ivory también tuvo suerte. Estaba en la leñera, cargando un poco para llevar abajo. Pero Jack estaba junto a la caldera. Le quedaron feas cicatrices.
»Pero el joven señor Gandy se ocupó de todos nosotros. «Terminaron los días de navegar por el río, dijo. Tenemos que salir de aquí mientras aún tengamos un sitio a dónde ir». Nos dijo que había conseguido amigos: nosotros, y tenía suficiente dinero en la bolsa para abrir una taberna. Trajo a Marcus para tocar el banjo. Ivory… ¡y que lo diga!, ya no sería más estibador. Ivory es pianista, y el patrón lo sabía. Y Jack Hogg no quería estar nunca más cerca de una caldera, pero dijo que, en cuanto se curara atendería el bar. Y Pearl, Jube y yo… no tendríamos que entretener más a los señores, ¿no es cierto, chicas? Somos jóvenes. Lindas. Seréis bailarinas, dijo el patrón. ¿Y qué creen que le contestamos? «Lo que diga, patrón».
»Dijo que había un solo lugar para hacer dinero rápido: en la cabecera del Chisholm Trail, donde está el ferrocarril. Si íbamos allí, allí irían los vaqueros. Y las cosas están mejor que nunca desde que terminó la guerra. No tenemos familia, pero somos lo más parecido a parientes de sangre. Por eso el señor Gandy dice «cosed», y nosotras cosemos, ¿verdad, chicas?
Las chicas asintieron.
Durante el relato de Ruby, Agatha se asombró cada vez más. ¿Gandy era el benefactor? ¿Había sacado a esas tres muchachas de una vida de iniquidad?
– ¿Es decir que no tienen que…? -Abarcó con la mirada a Ruby, Pearl y Jubilee-. ¿No son…?
Jubilee rió. A diferencia de la de Ruby, su risa era leve y alegre, en armonía con sus ojos rasgados.
– ¿Prostitutas? Ya no. Como dijo Ruby, ahora sólo somos bailarinas. Y agradecemos el cambio. Ya no tenemos que soportar lenguas con gusto a whisky que nos ahogan. Ni manos grasientas que nos manosean. Ni… ¡oh! -Jubilee vio que Agatha bajaba la vista y se sonrojaba-. Lo siento, señorita Downing. Nunca adquirí buenos modales.
– Como dice Jube -agregó Pearl-, es muchísimo mejor bailar y nada más. Además, somos buenas bailarinas, ¿verdad, chicas? Y bastante buenas cantantes, aunque en ese terreno Jube nos supera a Ruby y a mí. Espere a escucharla, señorita Downing, no lo creerá. Scott dice que tiene una voz capaz de avergonzar a un sinsonte.
– Oh, Pearl, siempre dices lo mismo. -Jubilee miró con ojos radiantes a las sombrereras-. Pero esperen a ver cómo Pearl levanta la pierna. ¡Cuando Pearl empieza a levantarla, conviene colgar la lámpara en algún otro sitio, pues es capaz de apagarla! ¿No es verdad, Ruby?
La negra lanzó su risa gutural.
– Verdad. Pearl tiene esa especialidad que ella perfeccionó. Puede quitarle a un hombre el sombrero de una patada sin despeinarle un solo pelo, ¿no es cierto, tesoro?
Le tocó a Pearl reír.
– Pero fue idea de Ruby. Ella es siempre la que tiene las mejores ideas. Cuéntales el truco de la desaparición, Ruby.
– Oh, vamos.
Ruby agitó una palma sonrosada.
– Bueno, a los hombres les encanta.
– ¡Los hombres… bah! ¿Qué saben ellos?
– Cuéntales, Ruby -insistieron las dos.
– Cuéntenos, tt-tt.
– Si les parece que es algo que a dos damas como ellas les gustaría oír, cuéntenlo ustedes.
Pearl lo contó.
– Ahora, Scott se ha vuelto honrado, lo cual no significa que no pueda guardarse una carta en la manga, si lo desea. Bueno, allá en el barco fluvial, le enseñó a Ruby un pequeño pase de manos y ella lo incorporó a nuestro espectáculo. Puede quitarle a cualquier hombre el reloj y la cadena, sin que el tipo se dé cuenta. Y cuando advierte que no lo tiene… ¿dónde creen que aparece?
Contra su voluntad, Agatha estaba cautivada.
– ¿Dónde? -preguntó.
– Sí, ¿dónde? -repitió Violet, ansiosa.
Pearl ahuecó una mano alrededor de la boca y respondió en un susurro teatral:
– ¡Entre los pechos!
Violet se tapó la boca:
– Tt-tt.
Agatha se sonrojó.
– ¡Oh… oh, caramba!
Sin embargo, estaba menos horrorizada de lo que habría estado una semana antes. Ese trío tenía algo contagioso. Tal vez fuese la gran camaradería o el orgullo despojado de egoísmo que sentían una por otra. Resultaba infrecuente que tres mujeres con ese oficio pudiesen albergar tan pocos celos entre ellas.
– Es asombroso -prosiguió Pearl-. Un hombre es capaz de hacer casi cualquier cosa contigo a solas, tras una puerta cerrada, pero en público se sonrojará como un tonto ante la menor provocación. Cuando Ruby hace oscilar la cadena del reloj de un tipo fuera de su corpiño, y el hombre tiene que sacarla del todo si quiere recuperarla, es algo digno de verse. En especial, si el reloj es de oro. El oro se calienta más rápido que la plata con sólo estar contra la piel. Y cuando sienten el oro tibio…
– Vamos, Pearl -la interrumpió Jubilee-, te olvidas de que estamos de visita en esta tienda. No puedes hablar ante ellas como lo hacemos entre nosotras.
– ¡Oh! ¡Oh, tienes razón! -Pearl se tiñó de un sonrojo tentador-. No quise incomodarla, señorita Downing, ni a usted tampoco, señorita Parsons. A veces, se me va la lengua.
– Está bien. Violet y yo teníamos la impresión equivocada de que ustedes harían mucho más que bailar en la Gilded Cage. Nos alivia saber que no es así. ¡Bien! -Agatha cortó un hilo y se concentró en el trabajo pues no sabía cómo participar del tema-. Sólo falta que pasemos el cordel por el borde superior, y habremos terminado.
– ¿Cómo haremos eso? -preguntó Jubilee, contemplando la funda.
Agatha se levantó y cojeó hacia el gabinete donde tenía los elementos.
– Es bastante sim…
– ¡Caramba, señorita Downing, usted renquea! -exclamó Jubilee.
Agatha sintió un golpe de calor, un instante de incomodidad, mientras se preguntaba cómo responder a una observación tan directa. Gracias a Dios, había llegado a la caja agujereada donde encontró un ovillo de cordel y una aguja gruesa de zurcir. Cuando se dio la vuelta otra vez hacia el grupo, había recuperado la compostura.
– No es nada.
– ¿Cómo, nada? Pero…
– Hace años que la tengo. Ya estoy acostumbrada.
Pero los bellos ojos almendrados de Jubilee expresaban preocupación.
– ¿Se refiere a que nació con eso?
«Oh, Dios, qué perspicaz es, -pensó Agatha-. ¿No tiene la agudeza suficiente para saber que carece de tacto?» Aunque se sentía perturbada, Agatha contestó con sinceridad:
– No.
– ¿Cómo sucedió?
– Me caí de las escaleras cuando era niña.
Agatha comprendió que Violet también sentía curiosidad. Por extraño que pareciera, en todos los años que se conocían, jamás se había atrevido a formularle esa pregunta.
Jubilee miró sin disimulo la falda de Agatha:
– ¡Oh, Jesús, pobre chica! ¡Qué espantoso!
Varias ideas sacudieron a Agatha al mismo tiempo: hacía años que nadie le decía «chica»; a su modo ingenuo, Jubilee no se mostraba entrometida sino compasiva; por eso, Agatha no pudo seguir enfadada.
Jubilee siguió el primer impulso.
– Déjeme ayudarla con eso. -Se acercó a Agatha, cerró la puerta del gabinete, le sacó los elementos de las manos, y los llevó hacia las sillas sin dejar de parlotear-. y henos aquí, hablando de levantar las piernas. Tendríamos que haberlo advertido, pero, ¿cómo saberlo? Sin embargo, no me parece justo.
A Agatha le resultó desconcertante que una mujer supuestamente «mala» expresara en voz alta sus propios pensamientos recurrentes y no pudo evitar sentir simpatía por la impetuosa Jubilee.
– No soy una inválida, señorita Jubilee -le advirtió con una sonrisa amarga-. Puedo llevar yo misma la aguja y el cordel.
– ¡Oh! -Jubilee miró las cosas que tenía en las manos y lanzó una carcajada vibrante-. ¡Claro que no! ¿En qué estoy pensando?
Depositó la aguja y el cordel otra vez en las manos de Agatha.
¿Cómo era posible que alguien escapara al encanto de Jubilee Bright? Nunca nadie había enfrentado la cojera de Agatha de modo tan directo. Y una vez que se adaptó a esa franqueza, le pareció un cambio refrescante en comparación con las miradas de soslayo que solía recibir. Y Jubilee lo hacía con tal falta de embarazo, que a Agatha se le soltó la lengua.
– A decir verdad, me arreglo bastante bien. Lo peor son las escaleras, y como vivo arriba…
Señaló.
– ¿Arriba? ¿O sea encima del almacén?
Jubilee dirigió la vista al techo de hojalata.
– Sí.
– ¡Entonces, seremos vecinas! -Cuando Jubilee sonreía, desbordando animación y brillo, era un espectáculo que quitaba el aliento. La inclinación de los ojos rasgados armonizaba con la de los labios abiertos y le confería un aspecto de juventud y entusiasmo. Agatha pensó que, en su anterior profesión, debieron de requerirla con ansiedad-. Nosotras también viviremos arriba así que, escuche, cualquier cosa que podamos hacer por usted, levantar cosas, bajarlas, o correr a buscar algo, no dude en llamarnos. -Jubilee se volvió hacia las amigas-. ¿No es así, chicas?
– Por supuesto -confirmó Pearl-. Por la mañana, dormimos hasta tarde, pero siempre tenemos las tardes libres.
– En cuanto a mí, soy fuerte como un caballo, y nací recibiendo órdenes -proclamó Ruby-. Cualquier cosa en que pueda ayudar, llame.
¿Cómo podría Agatha disgustarse con esas tres? Cualquiera hubiese sido el pasado de Ruby, Pearl y Jubilee, tenían una generosidad intrínseca más profunda que algunos presbiterianos que conocía.
– Gracias a todas pero, por ahora, limítense a estirar el borde superior de la cortina para que pueda pasar el cordel por la costura.
– ¿Cómo lo hará? -quiso saber Jubilee.
– Es fácil. Paso el cordel por el ojo de la aguja, y lo paso hacia atrás.
Los ojos de Jubilee se agrandaron cada vez más mientras sujetaba el borde del satén rojo y observaba el trabajo de Agatha.
– ¡Por las bolas de fuego, mirad eso!
A Agatha se le escaparon unas carcajadas.
– Muchachas, no cabe duda de que tienen un lenguaje pintoresco.
– Lo siento, señora. Es por el lugar en que trabajamos. Pero eso es asombroso.
– ¿Qué?
Agatha se concentró en fruncir la tela sobre el cordel.
– ¡Eso! ¡Lo que está haciendo! ¿Dónde aprendió eso?
– Me enseñó mi madre.
– A mí jamás se me habría ocurrido algo semejante. Gracias que puedo atarme los cordones de las botas.
Hacía tanto tiempo que Agatha sabía cómo pasar un cordel por una costura, que lo daba por hecho. Contempló los ojos fascinados de Jubilee y sintió una chispa de orgullo por su trabajo.
– Hace tanto tiempo que lo hago, que ya es una tarea mecánica.
– Es tan afortunada de conocer bien un oficio…,
– ¿Afortunada?
¿Cuándo fue la última vez que Agatha se consideró afortunada?
– Y por tener una madre que le enseñó. Yo no tuve madre. Es decir, me dijeron que murió cuando yo nací. Viví en el Orfanato de St. Luke cuando era pequeña. -De súbito, esbozó una sonrisa maliciosa-. ¿Qué dirían esas monjas si me vieran ahora? -No había el menor matiz de autocompasión en el comentario de Jubilee. Con un repentino cambio de expresión, se concentró otra vez en la tarea de Agatha-. ¿Su madre le enseñó muchos trucos de costura? Me refiero a cómo hacer vestidos, enaguas y otras cosas, además de sombreros.
– Bueno, en realidad, sí, yo coso toda mi ropa.
– ¡Usted sola! ¿Usted hizo eso? -Tomó a Agatha del codo e inspeccionó la forma complicada del corpiño, con ribetes, piezas cortadas al sesgo, pliegues y alforzas y, volviéndose hacia ella, exclamó-: ¡Mirad esto, chicas! -Las tres examinaron los detalles del drapeado austríaco de Agatha, enlazado atrás, y el polisón en cascada, más complicado aún-. ¡Ése sí que es un trabajo bien hecho!
Lanzaron exclamaciones de entusiasmo, hasta la misma Ruby, que era habilidosa con la aguja.
– ¿Enaguas también?
Antes de que pudiese objetar, le alzaron el ruedo en la parte de atrás para examinar el polisón que parecía una jaula, y caía desde la cintura hasta los talones en un conjunto de costillas horizontales unidas con tela de algodón blanco. Quedó tan sorprendida, que no pudo decir nada.
– Podría hacerlo, ¿verdad? -le preguntó Jubilee a Ruby.
– ¿Qué cosa? -preguntó Agatha.
– ¿Qué cosa? -repitió Violet.
Las muchachas la ignoraron. Jube esperaba una respuesta.
– ¿Será posible que lo haga?
Ruby inspeccionó minuciosamente la hechura de la ropa de Agatha.
– Creo que sí.
– ¿Qué cosa? -insistió Violet.
– Hacer esas faldas nuevas que queríamos para el baile francés.
– ¿Faldas nuevas?
– ¿Baile francés?
– El cancán -aclaró Pearl-. No es por ofenderla, señorita Agatha, pero he estado practicando mi patada alta especialmente para eso. Y no puedo bailar el cancán sin esas faldas fruncidas.
– Lleva muchos frunces alrededor, en capas -agregó Ruby, haciendo ademanes-. Como las antiguas crinolinas, sólo que dentro de la falda.
– ¡Usted puede hacerlas! -dijo Jubilee, con entusiasmo-. Sé que puede, y convenceré a Gandy de que pague…
– ¡Por favor, señoras, por favor! -dijo Agatha, levantando las palmas-. Lo siento. No puedo.
Hablaron todas al mismo tiempo.
– ¿Cómo que…?
– Oh, por favor, diga que sí…
– ¿Dónde podríamos conseguir…?
Agatha rió, sintiéndose acosada y halagada al mismo tiempo por el entusiasmo de las muchachas.
– No puedo. ¿Qué pensarían si la presidenta del grupo local de la U.M.C.T. cosiera los trajes para las bailarinas de la taberna? Ya fue bastante malo hacer la funda para la jaula, y si hago algo más, alguien se enterará. Y, lo que es más, no tengo máquina de coser.
Tres bailarinas rechazadas giraron y comprobaron que era cierto.
– Oh, maldición -dijo Pearl, dejándose caer en una silla-, es cierto.
– Pearl, no debe usar ese lenguaje -la regañó Agatha con gentileza, tocándole el hombro.
Con la barbilla en la mano, Pearl hizo un mohín:
– Tal vez no, pero estoy desilusionada.
– Saben… -Agatha vaciló un momento y, al fin admitió-: Yo también. Me vendría bien el trabajo, pero supongo que comprenden que no es posible ni aconsejable.
Violet empezó:
– Pero, Agatha, ¿no podríamos…?
– No, Violet, está fuera de discusión. Chicas, vieron cuánto tiempo nos llevó hacer ese ruedo a nosotras cinco. En las faldas fruncidas, son metros y metros de tela que hay que dobladillar. Y para hacerlo a mano… bueno, dudo de que el señor Gandy esté dispuesto a pagarme el tiempo que llevaría.
– Usted déjenos a nosotras tratar con el señor Gandy.
– Lo siento, Jubilee. Tengo que decir que no.
Las muchachas quedaron contrariadas. Finalmente, Jubilee suspiró:
– Entonces, creo que tenemos que irnos. ¿Nos llevamos esto?
Levantó la seda roja con dos dedos.
– Estaría bien. Me ahorraría el trabajo de llevarlo, y el señor Gandy ya me pagó.
– Bueno, gracias señorita Agatha, por el trabajo apresurado. A usted también, señorita Parsons. Si cambia de idea, háganoslo saber.
Cuando Pearl abrió la puerta trasera, Agatha sugirió:
– Quizá puedan encargar los vestidos a St. Louis o… o…
De pronto, comprendió lo absurdo de su sugerencia. Difícilmente encontrarían trajes para cancán en un catálogo de tienda de ropa hecha.
– Claro -dijo Jubilee.
Salieron en fila, tristes.
Cuando se fueron, Violet miró hacia la puerta.
– Caramba, qué impresionantes -dijo, suspirando, y tocándose las sienes.
– A mí me pasó lo mismo -acordó Agatha, derrumbándose en una silla-. Desde que abrió esta tienda, nunca hubo tanta animación.
– ¡Son maravillosas! -exclamó Violet.
«Sí, -pensó Agatha-, lo son».
– Pero no podemos hacernos amigas, Violet, ya lo sabes. Acaban de nombrarnos funcionarías de la unión por la templanza.
– ¡Oh, tonterías! Ellas no venden licores. Y ya no son mujeres de la noche. No hacen otra cosa que bailar. ¿No las oíste?
– Pero las danzas de ellas promueven la venta de alcohol. Es lo mismo.
Violet cerró la boca. Por segunda vez en pocas horas, comentó, resentida:
– ¡Agatha, en ocasiones eres muy aburrida!
Y con el mentón levantado, se fue de la tienda hasta el otro día.
Al quedarse sola, Agatha pensó en esa extraña tarde. Se había sentido más viva que en años. Se rió y, por un tiempo, olvidó que las jóvenes no eran la clientela más adecuada para la sombrerería, y disfrutó de su presencia. Pero lo más asombroso era que les había contado lo del accidente y se sintió maravillosamente bien. Y las muchachas eran divertidas. No obstante, ahora que el bullicio había acabado, se sintió deprimida. Trató de imaginarse cómo sería formar parte de una hermandad como la que compartían Jubilee, Pearl y Ruby, tener amigas tan auténticas como ellas. Violet era su amiga, pero no en el sentido en que lo eran las tres jóvenes bailarinas. Irradiaban comprensión real, aceptación mutua, orgullo en los limitados logros de las otras y una asombrosa falta de rivalidad. Además, tenían un grupo al que llamaban su «familia»… que si bien no era una familia verdadera, resultaba mejor porque no estaban vinculados por el parentesco sino por elección. Y esa «familia» estaba encabezada por un apostador del río al que seguían como si fuese el Mesías. Extraño. Envidiable.
¿Envidiable? La idea sacudió a Agatha. Ésas eran mujeres que complacían a hombres por dinero, que habían aprendido a sustraer relojes de bolsillo a caballeros desprevenidos, que bailaban en salones donde colgaban cuadros de desnudos en las paredes y sacaban sombreros de las cabezas de los hombres de un puntapié. ¿Cómo pudo creer por un instante que las envidiaba?
Pero si no las envidiaba, ¿por qué, de pronto, estaba tan triste?
Estaba haciéndose tarde. Pronto sería hora de prepararse para la reunión de las siete.
Agatha se levantó de la silla y vio las monedas de oro haciéndole guiños desde la mesa de trabajo, en el mismo lugar donde las había dejado Gandy. Se preguntó cuánto tiempo tardarían en mandarle una máquina de coser desde Boston.
¡Agatha, no seas tonta!
Pero las muchachas son tan vivaces, es tan divertido estar con ellas…
¡Agatha, estás tan senil como Violet!
Imagina cuánto ganarías haciendo los vestidos de cancán.
Sería dinero sucio.
Pero mucho. Y él paga bien.
¡Agatha, ni lo pienses!
Pero sí, paga bien. Cien dólares por menos de tres horas de trabajo. ¡Y tres personas para ayudarte!
Era un soborno, y tú lo sabías.
Con dinero de soborno se pueden comprar máquinas de coser, igual que con cualquier otro.
¡Escúchate! ¡Pronto estarás cosiendo vestidos de cancán!
Tengo ganas de intentarlo, con máquina de coser o sin ella.
¿Desde cuándo te volviste mercenaria?
¡Oh, está bien, me pagó demasiado!
¿Y qué piensas hacer al respecto?
Tomó las diez monedas de oro y las sopesó en la palma. ¡Eran pesadas! Hasta entonces, nunca había tenido la oportunidad de comprobar cuánto pesaban diez monedas de diez dólares. Y, como habían dicho las chicas, se calentaban rápido. Separó seis, las dejó aparte, y acomodó las otras cuatro como un dominó sobre la palma de la mano. Cuarenta dólares era mucho dinero. Dinero tibio, pesado.
Al final, escuchó a su conciencia, cerró con fuerza la palma de la mano y se dirigió a la puerta trasera. De todos modos, mientras lo hacía deseó ser tan desinhibida como Pearl para poder maldecirse por lo que estaba a punto de hacer.
La puerta trasera de la Gilded Cage se abría a un pequeño corredor entre dos cuartos de almacenar cosas. Al principio, en la sombra, Agatha pasó inadvertida. No se escuchaba el banjo ni el piano, sólo alegres conversaciones. Una alegre banda de clientes de la taberna y los empleados del establecimiento se apiñaban alrededor de la jaula dorada, mientras Gandy y las muchachas colocaban la funda y le arreglaban los pliegues. Por un instante, Agatha los envidió de nuevo. La camaradería. El modo en que reían y bromeaban entre ellos.
De inmediato, vio a qué se debían los martillazos. Una cuerda iba de la punta superior de la jaula a una polea montada en el techo, donde habían instalado una puerta trampa. Hacían chistes al respecto, la señalaban, miraban hacia arriba. Jubilee hizo un comentario, y todos rieron. Gandy le pasó un brazo por los hombros. Se miraron y compartieron una diversión privada. Después, la mano del hombre pasó por el hueco de la cintura, y le oprimió las nalgas sin prisa.
A Agatha se le secó la boca y sintió un calor en el cuello.
No imaginaba que las personas hicieran cosas así fuera de la alcoba.
Se rehízo, y caminó por el pasillo hacia el grupo. El barman de las cicatrices en la cara la vio y se apartó del grupo para saludarla.
– Buenas noches, señorita Downing.
Levantó el bombín.
La sorprendió que supiera su nombre. Pero como la trató con cortesía, exigió una actitud similar de parte de ella:
– Buenas noches, señor Hogg.
Advirtió enseguida que él también se sorprendió de que conociera su nombre. La mitad sana de la cara de Jack Hogg sonrió y, aunque era grotesco, se esforzó por no apartar la vista, como algunas personas hacían con ella.
– La funda luce espléndida, señora. Era justo lo que Scotty quería.
Cuando hablaba, la comisura derecha de la boca iba hacia abajo, la izquierda, en cambio, no se movía en absoluto.
Agatha comprendió la ironía de estar ahí en la taberna con el cuadro de la mujer desnuda, recibiendo elogios por la cubierta roja que había cosido. Que el cielo la ayudase si alguien acertaba a pasar por la puerta y echaba una mirada dentro.
– No vine a charlar. ¿Puedo hablar con el señor Gandy, por favor?
– Por supuesto, señora. -Levantó la voz-. ¡Eh, Scotty! Aquí hay una dama que quiere hablar contigo.
Gandy se apartó del grupo que estaba junto a la jaula. Cuando vio a Agatha, le aparecieron los hoyuelos, sacó el brazo de los hombros de Jubilee. Se bajó las mangas, tomó la chaqueta de manera automática del respaldo de una silla, y se la puso mientras caminaba hacia ella.
– Señorita Downing -la saludó con sencillez, deteniéndose junto a Agatha.
Echó la cabeza hacia adelante mientras se acomodaba las solapas en un gesto sencillo pero, a la vez, muy masculino. Agatha no estaba habituada a ver cómo los hombres se acomodaban la ropa, y algo le pasó en la boca del estómago.
– Señor Gandy -respondió, cortés, fijando la mirada en el pecho de él.
– Hizo un trabajo espléndido. Agradezco que se haya dado tanta prisa.
– Me pagó de más. -Sacó las cuatro piezas de oro-. Para ser honesta, no puedo aceptar tanto dinero.
Todavía sujetándose las solapas, miró las monedas:
– Un trato es un trato.
– Exacto. Creo que quedamos en sesenta. Aceptaré eso, aunque es más que justo.
Gandy guardó silencio tanto tiempo, que Agatha lo miró. Estaba contemplándola con la cabeza ladeada. El cabello rozaba el cuello blanco. La corbata estaba floja. Los hoyuelos ya no estaban.
– Usted es una mujer sorprendente, ¿sabe, señorita Downing?
Bajo la perturbadora observación, Agatha bajó la vista.
– Por favor, tome el dinero.
– ¿Piensa volver dentro de…?
Sacó el reloj y la mujer se concentró en el pulgar que soltaba el cierre. La tapa se abrió. Era de oro resplandeciente, y pensó si alguna vez lo habría sacado, tibio, de entre los pechos de Ruby. ¿O sólo tocaba a Jubilee de manera íntima?
Volvió del ensueño y lo oyó preguntar:
– ¿Por qué?
– Lo… lo siento. ¿Qué me decía?
Una de las cejas del hombre formó un signo de pregunta.
– En menos de una hora, usted piensa volver aquí y comenzar a estropearme el negocio. Pero viene a devolverme cuarenta dólares con el argumento de que le pagué demasiado por una labor de costura que usted no quería hacer. ¿Por qué?
Volvió a levantar la vista y la bajó más rápido que antes. Ese sujeto era demasiado apuesto.
– Ya le dije que, si lo conservara, sentiría escrúpulos.
Nunca había conocido a un hombre con tal tendencia a la ligereza. Adoptó un tono tan suave que eso bastó para hacerla ruborizar.
– Necesitará un poco de dinero para hacerme cerrar. ¿Por qué no lo suma a los fondos por la templanza?
Agatha alzó la cabeza de golpe: sonreía como un gato al que acarician, se reía de ella.
– ¡Tome! -exigió, aferrándole la muñeca y apoyando con fuerza las monedas en la palma.
Los hoyuelos se ahondaron y Agatha se dio la vuelta para irse, pero la aferró del brazo para detenerla. Clavó en la mano una mirada malévola y, de inmediato, Gandy la soltó:
– Disculpe.
– ¿Tiene algo más que decir, señor Gandy? -preguntó con aspereza.
– Las chicas me contaron que le pidieron que hiciera unos trajes y que usted se negó.
– Así es. Ya acabé de hacer negocios con usted. De aquí en adelante, pelearé.
– Ah, es encomiable. -Alzó un largo índice-. No olvide la libre empresa. Usted sabe que es verdad que pago bien
– Les expliqué a las muchachas que no tengo máquina de coser. Llevaría demasiado tiempo y las damas de la unión por la templanza no lo verían bien. Además, soy sombrerera no modista.
– Eso no es lo que me dijeron cuando la vieron hacer esa funda.
– La respuesta es no, señor Gandy.
– Está bien -aceptó, con una semirreverencia-. Gracias por devolverme el dinero. Podría comprar otro desnudo para la otra pared.
Mientras lo desafiaba, supo que su corazón estaba latiendo con demasiada prisa. No obstante, su rostro se mantuvo severo.
– Hasta las siete, entonces -dijo, repitiendo las palabras de antes y haciendo una levísima reverencia.
Gandy alzó el mentón y rió:
– Estaremos esperándola. Y las puertas estarán abiertas.
Cuando salió, mientras sacaba un cigarro del bolsillo, observó la trasera de las faldas de Agatha… infladas y haciendo frufrú. ¡Y tenía suficiente tela para hacer una tienda de campaña! Se preguntó por qué demonios una mujer se pondría semejante aparato. «¡Esa cosita de dedos ágiles!, -pensó-. Y, si no me equivoco, vive con muy escasos recursos. Estoy dispuesto a apostar que las monedas de oro de diez dólares no son lo único más convincente que las palabras… en este caso, lo será una máquina de coser».
Era un apostador. Pondría dinero en eso.