El primer rebaño de cuernos largos de Texas llegó al día siguiente. Llegaron mugiendo, tercos, conducidos por hombres que habían estado tres meses sobre la montura, por un camino polvoriento y seco. Tanto el ganado como los hombres estaban sucios, sedientos, hambrientos y cansados. Proffitt estaba preparado para atender todas esas necesidades.
Las calles desusadamente anchas estaban hechas, en primer lugar, para que pasaran las desagradables bestias con cuernos que tenían dos veces el largo de sus cuerpos; en segundo, para aliviar las frustraciones de los fatigados vaqueros de Texas que las traían.
Agatha miró por la ventana de la sombrerería y vio que dos niños cruzaban corriendo la calle: era la última oportunidad que tendrían en bastante tiempo. Desde el extremo distante del pueblo ya se sentía el retumbar de los cuernos. Resignada, dijo:
– Aquí vienen.
La manada pasó por Proffitt de oeste a este, una masa movediza, cambiante, a veces inmanejable de carne que formaba una corriente roja, castaña, blanca y gris de cuero hasta donde alcanzaba la vista. Junto a ella cabalgaban los vaqueros, tan ásperos como los cientos de kilómetros de meseta que habían cruzado. Cansados de la montura, solitarios, ansiaban tres cosas: un trago, un baño y una mujer, por lo general en ese orden.
Las prostitutas ya habían regresado a los prostíbulos del extremo oeste del pueblo, después de invernar en los burdeles de Memphis, St. Louis y New Orleans.
– ¡Hola, vaquero! ¡No te olvides de preguntar por Crystal!
– ¿Estás cansado de cabalgar, vaquero? La pequeña Delilah tiene algo más blando para que cabalgues.
– ¡Aquí arriba, grandote! ¡Mira esa barba, Betsy! -Ahuecando las manos alrededor de la boca, gritó-: No te afeites esa barba, cariño. ¡Me encaaantan las barbas!
Los hombres, fatigados del camino, desde las monturas, agitaban los sombreros, los dientes blancos iluminando las caras sucias.
– ¿Cómo te llamas, tesoro?
– ¡Lucy! ¡Pregunta por Lucy!
– ¡Manténlo al fuego, Lucy! ¡El Gran Luke está de vuelta!
El ganado se desbordaba por la calle de poste a poste, y a veces hasta subía a las aceras. Rebeldes y estúpidos, en ocasiones volvían a su naturaleza salvaje e indómita, e irrumpían por las puertas abiertas de las tabernas, rompiendo ventanas con los cuernos, haciendo girar los ojos y cargando contra cualquier cosa que se interpusiera en su camino.
– Se acabó la paz del verano -se lamentó Agatha cuando el toro líder pasó ante su puerta.
– A mí me parece excitante.
– ¿Excitante? ¿Con todo ese polvo, ese barullo, y el olor?
– No hay polvo.
– Ya lo habrá. En cuanto se seque el barro.
– Para serte sincera, Agatha, a veces no sé qué es lo que te entusiasma.
En ese momento, Scott Gandy y Jack Hogg salieron a la acera a mirar la masa de carne en movimiento. Hogg llevaba un delantal blanco almidonado, atado alrededor de la cadera; Gandy, sus acostumbrados pantalones negros, pero había dejado dentro la chaqueta. Ese día, el chaleco era color coral. Tenía las mangas enrolladas hasta el codo. Apoyó una bota en el travesano y se inclinó sobre la rodilla.
Violet asomó la cabeza afuera y gritó sobre el estrépito del ganado:
– ¡Hola, señor Gandy!
Scott giró y bajó el pie.
– Señorita Parsons, ¿cómo está usted?
– Tenga cuidado. A veces, a estos animales se les ocurre visitar las tabernas.
El hombre rió:
– Lo tendré. Muy agradecido.
El sol de la mañana le doraba las botas y los pantalones, pero la sombra del alero le caía sobre la cabeza y los hombros. Pasó la mirada a Agatha, que asomaba tras Violet y dijo en tono frío:
– Señorita Downing.
Saludó con el sombrero.
Las miradas se toparon un instante. ¿Sería él? Sin duda, era el que vivía más cerca, y la noche pasada no le habría sido difícil salir de la taberna, correr escaleras arriba para clavar la nota en la puerta en cualquier momento, mientras ella estaba ausente. ¿Sería capaz de semejante cosa? Ahí, bajo el sol matinal, con los hoyuelos adornándole el rostro iluminado por el reflejo coralino del chaleco, no parecía amenazador en absoluto. Sin embargo, el corazón se le contrajo de incertidumbre y lo saludó con sequedad.
– Cierra la puerta, Violet.
– Pero, Agatha…
– Ciérrala. Ese barullo me da dolor de cabeza. Y el olor es insoportable.
Cuando la puerta se cerró, Jack Hogg comentó:
– Creo que a la señorita Downing no le gustamos.
– Por decirlo con delicadeza.
– ¿Crees que ella y esa unión de abstencionistas podrían perjudicarnos?
Gandy puso otra vez el pie en el travesaño, y buscó un cigarro en el bolsillo del chaleco.
– Con Jube y las chicas aquí, no. -Siguió con la vista a un vaquero que sobresalía del rebaño y revoleaba el sombrero,maldiciendo a las bestias-. Esos vaqueros estarán peleándose por un lugar de pie, en la Gilded Cage.
Los ojos de Hogg se iluminaron, divertidos, y se alzó la comisura sana de su boca.
– Parece que Jube y las muchachas abrieron los ojos de unos cuantos, anoche, ¿eh? ¿Viste a esa mujer Downing abriendo la boca cuando Jube salió de la jaula?
Gandy encendió el cigarro y rió.
– No puedo decir que la haya visto.
– ¡Cómo no! Lo disfrutaste tanto como yo.
– Me parece que recuerdo haber visto su cara encima de las puertas, con expresión un tanto interesada.
– Quieres decir, impresionada.
Gandy rió.
– Nunca en su vida debe de haber visto tanta piel.
Gandy dio una pitada profunda y exhaló una nube de humo.
– Puede ser.
– Una mujer como ésa, a la cabeza de un grupo empecinado en la reforma, levanta mucho vapor y puede causar bastantes problemas.
La bota de Gandy golpeó sobre el suelo gastado de la acera. Se tironeó del chaleco, enganchó el cigarro en un dedo y se volvió hacia Jack Hogg.
– Deja que yo me ocupe de la señorita Downing.
El ganado estuvo pasando y mugiendo todo el día, y luego otro y otro más, cortando a Proffitt en una masa movediza de cascos, cuero y cuernos. Encajados al costado de las vías del ferrocarril en el límite este del pueblo, los corrales se extendían por la pradera como una interminable manta de diseño caprichoso. Los trenes llegaban vacíos y se iban llenos, camino de los frigoríficos de la ciudad de Kansas. Se oía el tamborileo de los cascos sobre las rampas de carga desde el amanecer hasta la caída del sol. Los vaqueros, con largas varas, caminaban o saltaban sobre los travesaños de las vías y, haciendo honor a su nombre, pinchaban y empujaban al ganado para mantenerlo en movimiento. Sólo cuando contaban la última marca y las libretas de apuntes estaban cerradas y guardadas en los bolsillos de los chalecos, recibían el pago de los capataces.
Con cien dólares en el bolsillo, producto del trabajo en el camino, ansiando gastar hasta el último centavo, tomaban Proffitt por asalto. Primero, invadían las tabernas, luego los almacenes de ropa. Pero el lugar más ocupado del pueblo era el Cowboy's Rest, donde por unos centavos podían meterse en una bañera repleta de agua caliente… algunos, completamente vestidos. Se desnudaban, se deshacían de los mugrientos pantalones con refuerzos de cuero crudo, y emergían del baño con pantalones vaqueros azules de Levi Strauss, rígidos de tan nuevos, y crujientes camisas con canesú y botones de perlas en el pecho. En el Stuben's Tonsorial Parlor, se ponían cómodos y se dejaban hacer el primer corte de pelo y afeitada caliente en tres meses. Se anudaban pañuelos nuevos al cuello y salían a la caza de mujeres y whisky. Oliendo a tintura azul y pomada para el pelo, algunos con Stetson nuevos que les habían costado un tercio de las ganancias, o botas nuevas que se habían llevado la mitad, visitaban a las Delilah, Crystal y Lucy, en cuyos patios se advertía en un cartel: No se admiten hombres sin bañar.
Cuando la población aumentaba de los modestos doscientos a quince mil, las cajas registradoras de los comerciantes sonaban de manera tan incesante como los martillazos en la herrería de Gottheim. Los tres establos para caballos de Proffitt estaban agitados como hormigueros. En la Kansas Outfitters se vendían arneses como para cubrir todo el Estado. En el Drover's Cottage, que ofrecía colchones y almohadas verdaderos, los cien cuartos estaban ocupados. En Harlorhan y en el almacén Longhorn, se vendía tabaco Bull Durham en cantidad suficiente para llenar un granero. La ropa interior enteriza casi caminaba por sí misma. Pero de todos los negocios del pueblo, había once que prosperaban más que los demás. Los once propietarios de las once tabernas observaban cómo se hacían ricos de la noche a la mañana vendiendo whisky Newton a veinticinco centavos el vaso, cartones de lotería a veinticinco centavos el juego, y cigarros Lazo Victoria a cinco centavos.
Las señoras de la U.M.C.T. descubrieron que era difícil luchar contra la prosperidad. La noche siguiente a la llegada del primer rebaño, se dividieron en pequeños grupos y se dispersaron por las once tabernas, solicitando firmas para el compromiso. El grupo de Agatha se dedicó a la Gilded Cage pero les resultó imposible lograr la atención de los vaqueros Estaban demasiado interesados en echarse whisky por la tráquea. Cuando la barra estuvo tan repleta que no cabían todos los bebedores al mismo tiempo, formaron una doble fila. Alguien gritó:
– ¡Disparen y caigan hacia atrás!
Y los vasos quedaban con el fondo para arriba. Luego, el segundo contingente ocupó su turno apoyado contra la barra. Cuando aparecieron Jubilee y las chicas, el estruendo fue tan espantoso y los clientes tan alborotados, que Agatha afirmó que era inútil, y mandó a las mujeres a sus casas.
En su apartamento, se puso a leer el libro que le dio Drusilla Wilson, «Diez noches en un bar», de T. S. Arthur. Contaba la historia de Joe Morgan, un sujeto agradable pero de voluntad débil, que frecuentaba una taberna regenteada por un tal Simon Slade, hombre de corazón duro y codicioso. Joe se hizo adicto al alcohol y perdió todo lo que alguna vez poseyó. Despojado de ambición, se hizo cada vez más irresponsable y pasaba todo el tiempo en el bar donde Mary, la hija, iba a rogarle que volviera al hogar. Un día, la pobre Mary recibió un golpe en la cabeza con una jarra de cerveza que Slade le arrojó al padre. La pobre Mary murió. Pocos días después, Joe también murió, víctima de delirium tremens. La viuda quedó pobre y sin hija.
La historia deprimió a Agatha. Escuchando la música y la jarana que llegaban de abajo, trató de imaginar a Gandy como una especie de Simon Slade, pero no pudo. Mientras leía, imaginaba a Slade como un tipo de patillas, mal hablado y codicioso. Gandy no era nada de eso. Tenía buenos modales, era pulcro hasta la exageración y aparentemente generoso. Aunque fuese difícil luchar contra un hombre tan encantador, tenía que hacerlo.
Pero no sin las armas adecuadas. Los próximos días se suspendieron las actividades abstencionistas hasta que Joseph Zeller pudiera imprimir los panfletos. Cuando estuvieron listos, Agatha mandó a Violet, como tesorera oficial de la U.M.C.T, a buscarlos a la oficina de la Gazette. También telegrafió pidiendo al editor más volúmenes de «Diez noches en un bar». Leyó la última edición de The Temperance Banner, y tomó notas en busca de ideas para la organización local. Escribió dos cartas: una al gobernador John P. St. John, apoyando la introducción del proyecto de prohibición ante la Legislatura del Estado de Kansas; la otra, a la Primera Dama de Estados Unidos, de América, Lucy Hayes, agradeciéndole el sólido apoyo al movimiento por la templanza y la prohibición de que se sirvieran bebidas alcohólicas en la Casa Blanca mientras su esposo, Rutherford, estuviese en el cargo.
Después de eso, Agatha se sintió mucho mejor. Se sentía impotente ante las nuevas atracciones que había llevado el dueño del Gilded Cage Saloon. Pero los panfletos ayudarían. Y cualquiera que leyese un ejemplar de «Diez noches…» no podría menos que conmoverse. También las cartas le dieron una fuerte sensación de poder: era la voz del pueblo norteamericano.
Pasaron tres días sin que viese a Gandy. También los negocios en la sombrerería se habían incrementado un poco. Un par de vaqueros encargaron sombreros de paja de ala ancha adornados para sus «madres»… se burló Agatha, recordando lo serios que parecían al explicarle para quiénes eran los sombreros. ¿Acaso creerían que era tan ingenua? Ninguna «madre» usaría un sombrero de paja adornado con cintas de gro que cayeran desde el centro del ala por la espalda. Estaba segura de que pronto vería sus creaciones por las calles, bamboleándose en las cabezas de un par de mujeres de principios dudosos.
Unos golpes en la puerta de atrás la sacaron de sus pensamientos.
Antes de que pudiese abrir, Calvin Looby, el mozo de la estación, asomó la cabeza. Llevaba una gorra de ferroviario a rayas azul marino y blanco, y gafas redondas de marco metálico. Parecía que hubiese puesto la barbilla en un yunque y la hubiese hecho retroceder unos centímetros. Los dientes eran como agujas, y los labios, casi no existían. Siempre le dio pena la fealdad del pobre Calvin.
– Una entrega para usted, señorita Downing.
– ¿Una entrega?
– Sí. -Controló la boleta de carga-. Desde Filadelfía.
– Pero yo no encargué nada a Filadelfía.
Calvin se sacó la gorra y se rascó la nuca.
– Qué raro. Aquí dice, tan claro como un molino de viento en la pradera: Agatha Downing. ¿Ve?
Examinó el papel que le tendía Calvin.
– En efecto. Pero debe de haber un error.
– Bueno, ¿qué quiere que haga con esto? El ferrocarril lo entrega en destino. Hasta aquí llega nuestra responsabilidad. Si quiere que lo lleve otra vez a la estación, tendré que cobrárselo a usted.
– ¿A mí? Pero…
– Me temo que sí. Ésas son las normas, ¿sabe?
– Pero yo no lo pedí.
– ¿Y la señorita Violet? ¿Puede ser que lo haya pedido ella?
– Casi seguro que no. Violet no encarga las cosas en mi nombre.
– Bueno, es un misterio. -Calvin miró sobre el hombro hacia el patio-. Entonces, ¿qué quiere que haga con esto?
– ¿Sabe qué es?
Agatha fue hasta la puerta trasera.
– La tarjeta dice: «Máquina de Coser patentada por Isaac Singer».
– Máquina…
El corazón de Agatha comenzó a golpear con fuerza. Ansiosa, salió afuera. Ahí estaba la vieja yegua soñolienta enganchada al carro verde del ferrocarril. Sobre el carro, un embalaje de tablas de gran tamaño se erguía contra el fondo del cobertizo y el «imprescindible».
– Pero, ¿cómo… quién…?
De pronto, lo supo. Dirigió una mirada a la parte de atrás del edificio. En el rellano no había nadie, pero tuvo la sensación de que estaba en algún lado, riéndose de su confusión. Miró hacia la ventana de la oficina que daba al patio de atrás, pero estaba vacía. Se volvió hacia Calvin.
– Si se lo lleva de vuelta, ¿qué pasará?
Atraída contra su voluntad, se acercó más a la caja.
– Lo pondremos en el próximo tren que salga para Filadelfia. No se puede dejar un bulto tan grande ocupando lugar en la estación.
La mujer fue hasta el carro y se estiró para apoyar la mano sobre el costado de la caja. El sol del mediodía la había entibiado. Sintió una punzada de ambición. Deseaba esa máquina con una intensidad que no habría creído posible el día anterior. Gracias a Gandy, tenía el dinero, pero gastarlo era demasiado definitivo. Acordar con el enemigo. El cielo sabía en qué medida reviviría su alicaído negocio con una máquina.
Se volvió hacia Calvin, retorciéndose las manos.
– ¿Cuál es el costo exacto de los gastos de envío?
Calvin examinó otra vez el papel.
– Aquí no dice. Sólo dice dónde entregarlo.
Agatha tenía el catálogo en la pared desde hacía mucho tiempo… ¿y si el precio había aumentado mucho?
Tomó una rápida decisión.
– ¿Puede entrarla a la tienda, señor Looby? Quizá, si abro el embalaje, los papeles estén dentro.
– Seguro, señorita Downing.
Calvin subió al carro, empujó y empujó hasta descargar el voluminoso cajón en una carretilla plana con ruedas, con la que lo transportó hasta la puerta trasera de la sombrerería. En el taller, sacó la tapa de madera con un martillo tenaza. Encima del envoltorio, estaba la factura. Un nítido sello blanco decía: Completamente pagado.
Confundida, Agatha miró la factura, y después a Calvin.
– No entiendo.
– En mi opinión, alguien le hizo un regalo, señorita Downing. ¡Cómo saberlo!
Agatha miró fijamente el papel.
¿Gandy? ¿Por qué? ¿Por tres vestidos de cancán? Quizá. Pero en esa mente retorcida podía haber otros motivos. Soborno. Encubrimiento. Subversión.
Si era soborno, no quería tomar parte en él. Ya se sentía incómoda por haber aceptado la generosa suma que le pagó por la funda roja de la jaula.
Y si tenía la intención de encubrir sus juegos nocturnos secretos, le resultaba extraño que gastara tanto dinero para lograrlo.
¿Subversión? ¿Sería tan cruel como para minar los esfuerzos de Agatha en la U.M.C.T. insinuándoles a las funcionarias que ella hacía negocios con el enemigo? Era extraño, pero no quería creerlo de él.
Tal vez aún se sintiera culpable por haberla empujado al barro. No seas tonta, Agatha. Claro, ese día se mostró arrepentido, pero era un apostador, tenía práctica en adoptar cualquier expresión que le conviniera.
Desde luego, había otra posibilidad: la libre empresa. No cabía duda de que Jubilee y las muchachas mantendrían el bar lustroso por el roce de los pantalones, en especial con las faldas rojas de cancán. Quizás, a Gandy se le había despertado el espíritu de competencia ante la perspectiva de hacer todo lo que estuviera en sus manos para llenar la taberna con tantos hombres que estuviesen incómodos. Que quisiera sobrepasar a los otros diez propietarios de bares por puro espíritu de contradicción.
La idea la hizo sonreír, pero se puso seria enseguida. Fuesen cuales fueran los motivos, Agatha no quería formar parte de ellos.
– Señor Looby, vuelva a poner la tapa. Llévela otra vez a la estación.
– Como quiera.
– Creo que sé quién la pidió, y esa persona pagará el gasto de vuelta.
– Sí, señora.
Puso los clavos y levantó el martillo.
– ¡Espere un minuto!
Looby, impaciente, frunció el entrecejo.
– Bueno, ¿qué hago?
– Sólo quiero verla un minuto. Un vistazo. Después, puede llevársela.
Ese vistazo fue fatal. Nadie que hubiese cosido tanto tiempo como Agatha podía echar un vistazo a una maravilla del ingenio americano sin codiciarla de manera especial. La pintura negra brilló. El logo dorado resplandeció. El volante plateado la tentó.
– Pensándolo mejor, déjela.
– ¿La dejo?
– Sí.
– Pero, ¿no dijo que…?
– Le agradezco mucho la entrega, señor Looby. -Lo acompañó hasta la puerta-. Caramba, tenemos un tiempo ideal. Si se mantiene, pronto las calles estarán secas.
Looby la miró, luego a la caja, y otra vez a ella. Se sacó la gorra y se rascó la cabeza. Sin embargo, penetrar en los misterios de la mente femenina estaba más allá de su capacidad.
Cuando Looby se fue, Agatha miró la hora: eran casi las once. Violet llegaría en cualquier momento. ¡Que se diera prisa!
Cuando entró en la tienda la menuda mujer de cabello blanco, encontró a Agatha al otro lado de la cortina, con las manos bajo la barbilla.
– ¡Oh, Violet, creí que nunca llegarías!
– ¿Pasa algo malo?
– ¿Malo? ¡No! -Agatha abrió los brazos y lanzó una sonrisa radiante a los cielos-. ¡Nada podría ser mejor! -Se volvió hacia el taller-. Te lo mostraré. -Llevó a Violet directamente a la caja de madera-. ¡Mira!
Los ojos de Violet se agrandaron.
– ¡Por todos los santos, una máquina de coser! ¿De dónde ha salido?
– De Filadelfia.
– ¿Es tuya?
– Sí.
Violet no recordaba haber visto nunca a Agatha tan feliz. ¡Hasta estaba hermosa! Cosa curiosa, Violet nunca lo comprendió hasta el momento. Los claros ojos verdes estaban iluminados de excitación. Y la sonrisa… ¡cómo le transformaba el rostro esa sonrisa! Le sacaba cinco años de encima y le daba la apariencia de la edad real que tenía.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Era una sorpresa.
Violet caminó alrededor del embalaje de madera. El entusiasmo de Agatha era contagioso.
– Pero… pero, ¿de dónde sacaste el din…? -Se interrumpió y la miró-. Las diez monedas de oro del señor Gandy.
– Seis. Le devolví cuatro.
En los ojos de Violet aparecieron chispas de especulación.
– Vamos a hacer los vestidos de cancán, ¿no es así, Agatha?
– ¡Por Dios, Violet! No he tenido tiempo de pensarlo. Ven, ayúdame a sacarla del embalaje. -Perdió por completo su reserva habitual y se ajetreó como una chica despreocupada, buscando un martillo y un destornillador. Estaba tan radiante que Violet no pudo dejar de observarla y sonreír. Encontró las herramientas y se dispuso a trabajar-. Voltearemos el frente de la caja y sacaremos directamente la máquina. Entre las dos, podremos hacerlo.
A Violet le costaba creer el súbito cambió en esa mujer que había visto sombría durante años.
– ¿Sabes lo que estás haciendo, Agatha?
Levantó la vista.
– ¿Lo que estoy haciendo?
– Estás arrodillada.
Agatha miró abajo. ¡Qué día tan glorioso! Pero estaba demasiado excitada para dejar de hacer palanca con el destornillador entre dos tablas de madera.
– Es cierto. Me duele un poco, pero no importa. Vamos, Violet, mete los dedos aquí y tira.
Pero Violet tocó con ternura el hombro de Agatha, y ésta levantó el rostro.
– ¿Sabes, querida?: tendrías que hacerlo más a menudo.
– ¿Qué cosa?
– Sonreír. Comportarte como una joven atolondrada. No tienes idea de lo bonita que te pones así.
Las manos de Agatha se inmovilizaron.
– ¿Bonita?
– Sin la menor duda. Si pudieras ver tus ojos ahora: están brillantes como un trébol primaveral bajo el rocío de la mañana. Y tienes rosas en las mejillas que nunca te vi antes.
Estaba estupefacta.
– ¿Bonita? ¿Yo?
Desde la muerte de la madre, nadie le había llamado bonita. Las rosas de las mejillas se intensificaron al pensar en sí misma bajo esa luz. Como no estaba acostumbrada a recibir elogios, incómoda, reanudó el trabajo.
– Violet, creo que estuviste demasiado tiempo bajo el sol del mediodía, ¿sabes? Ayúdame con esto.
Trabajaron juntas para desembalar la máquina de coser y la arrastraron hasta el taller. Agatha la tocó con ademán reverente, los ojos resplandecientes.
– ¿Te imaginas lo distinto que será para el negocio? Si bien no quería admitirlo, últimamente estaba preocupada. Casi no había ganancias. Pero ahora… -Probó el bruñido volante de acero, rozó casi con afecto el terso gabinete de roble-. Dejemos de lado los sombreros. Podemos hacer vestidos, ¿no te parece, Violet?
Violet sonrió con cariño a la amiga tan cambiada que tenía delante:
– Sí, podemos. Tan extravagantes como quieran.
De súbito, Agatha se puso seria, y su rostro expresó preocupación:
– Estoy haciendo lo correcto, ¿no?
– ¿Lo correcto?
Realista, Violet apretó los labios y afirmó:
– Ganaste ese dinero, ¿no?
– No sé. ¿Lo gané?
– Sin la menor duda, jovencita. Hiciste un trabajo urgente que ninguna otra persona en el pueblo podría haber hecho. Y lo hiciste con el mejor satén que se puede conseguir. El precio de esa tela tendría que elevarse, ¿no?
– ¿En serio lo crees, Violet?
– Lo sé. Y ahora, ¿piensas pasarte toda la tarde ahí parada, o vas a enhebrar ese aparato y a ponerlo en marcha?
Con ayuda del manual de instrucciones, cargaron la bobina, la metieron en el compartimiento en forma de bala según el diagrama, y colocaron el hilo en la parte de arriba. Cuando enhebraron la aguja y colocaron un trozo de tela bajo el pie, se miraron, expectantes.
– Bueno, aquí va. -Agatha puso los pies en el pedal, dio un impulso y saltó hacia atrás-. ¡Ay! ¡Retrocedió!
Levantó la vista hacia Violet en busca de ayuda, pero ésta se encogió de hombros:
– Yo no sé. Prueba otra vez.
Probó otra vez, pero de nuevo la tela fue hacia atrás. Se levantó de la silla.
– Prueba tú.
Violet la reemplazó y probó con vivacidad el pedal: otra vez la tela retrocedió. Se miraron y rieron.
– Cuarenta y nueve dólares por una máquina de coser que sólo funciona hacia atrás.
Cuanto más reían, más divertido se volvía todo. Al siguiente intento, la máquina dio una puntada para adelante, una atrás, otra adelante. Las dos rieron hasta quedar sin aliento.
Por fin, Agatha exclamó:
– ¡El manual! Leamos el manual.
En un momento dado, comprendieron que para que la máquina marchara en la dirección correcta tenían que darle un impulso al volante. Agatha se sentó, una larga tira de algodón que estaba bajo el pie de la aguja comenzó a avanzar con fluidez. La correa zumbaba suavemente arrastrando el mecanismo. El brazo de la aguja seguía una cadencia rítmica. Casi como si fuese magia, hermosas puntadas regulares y apretadas aparecieron a una velocidad que aturdía. Al pedalear, a Agatha le dolía la cadera pero estaba demasiado entusiasmada para notarlo. Tuvo que esforzarse para cederle el lugar a Violet y dejarle probar la máquina por segunda vez.
– ¿No es milagroso?
Se inclinó sobre el hombro de Violet, mirando cómo la tela azul se movía sin tropiezos, escuchando el maravilloso sonido de la maquinaria bien aceitada que funcionaba a una velocidad increíble.
«¡Oh, Gandy!, -pensó-. ¿Cómo podré agradecértelo?»
A las cinco en punto, Agatha le dio una última caricia a la máquina, le puso encima con cuidado la tapa de madera y cerró la tienda. Al pasar, echó un vistazo a la puerta trasera de la taberna y vio que estaba cerrada, pero oía ruidos dentro. Sin duda, esa noche habría mucho más. Ése sería un mejor momento para hablar con él. Quizá pudiera entrar sin ser vista y hacerle una seña de que fuese al pasillo del fondo un momento.
Abrió la puerta y entró. No había música, pero las voces de los vaqueros creaban un rumor constante. Resonaban risas y tintinear de vasos. Justo enfrente, vio a Dan Loretto en una mesa repleta, dando cartas. El olor rancio de humo y alcohol viejo la detuvo por un momento. Pero apretó las manos y siguió caminando por el corto pasillo buscando a Gandy en el salón principal. En cuanto apareció a la vista, Jack Hogg advirtió su presencia. La mujer le hizo señas con un dedo, y el hombre se secó las manos y acudió de inmediato.
– Caramba, señorita Downing, qué sorpresa.
– Señor Hogg -lo saludó con la cabeza-. Quisiera hablar con el señor Gandy.
– Está en la oficina. Subiendo la escalera, la primera puerta a la derecha.
– Gracias.
Afuera, el aire no era mucho más fresco. El olor de los corrales de ganado ya había llegado al pueblo. El ruido incesante del ganado y el traquetear de los trenes llegaban por el aire de las últimas horas de la tarde mientras subía las escaleras. Al llegar al rellano, dirigió una mirada a la ventana de Gandy, pero el cristal rizado no permitía ver otra cosa que el reflejo del cielo azul claro. La puerta chirrió cuando la abrió y escudriñó el pasillo a oscuras.
¡De modo que ahí era donde se guardaba la jaula dorada durante el día! Sonrió ante el ingenio de Gandy.
Nunca había estado en esa parte del edificio. Había cuatro puertas a la izquierda. Dos a la derecha. Una ventana en el otro extremo del corredor, que daba a la calle. Todo en silencio. Se sintió como una de esas personas que espían por las ventanas… pero no estaba segura. Quizás estuviesen durmiendo tras las puertas en ese momento.
La puerta de la oficina de Gandy estaba cerrada. Golpeó con suavidad.
– ¿Sí?
Hizo girar el picaporte y asomó con timidez. Gandy estaba sentado ante un sencillo escritorio de roble, en una oficina austera. Escribía, inclinado hacia adelante y un cigarro humeaba junto a su codo.
– Hola.
Alzó la vista. Su rostro reflejó sorpresa. Dejó la pluma en el soporte y se respaldó en la silla giratoria.
– Bueno, estoy sorprendido.
– ¿Puedo entrar?
Sólo la cabeza de Agatha asomaba por la puerta. Esa manera de entrar tan infantil era tan poco propia de ella, que Gandy no pudo evitar una sonrisa:
– Por favor.
Se levantó a medias, mientras la mujer entraba y miraba en torno, con curiosidad.
– Así que, aquí es donde hace sus negocios.
Gandy se sentó otra vez, se apartó del escritorio, cruzó un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna, y entrelazó los dedos sobre el estómago.
– No será muy elegante, pero cumple sus propósitos.
Agatha recorrió con la mirada los severos paneles de madera, el verde apagado de las paredes, la estufa diminuta, la ventana desnuda que daba a una vista poco interesante del patio trasero y de la pradera, más allá.
– En cierto modo, esperaba encontrarlo en un ambiente más lujoso.
– ¿Por qué?
– Oh, no sé. Quizá por el modo en que se viste. Esos chalecos de colores brillantes.
Ese día, era verde intenso. La corbata de cordón estaba floja, el botón del cuello desabrochado y las mangas de la camisa enrolladas. La chaqueta negra colgaba del respaldo de la silla. Eran las cinco de la tarde y necesitaba una afeitada. Se tomó un momento para apreciar ese semidescuido. ¡Por todos los cielos, era un hombre apuesto!
– Es curioso, creí que no lo había notado.
Lo miró de frente.
– Trabajo con vestimenta, señor Gandy. Noto todo lo relacionado con ella.
Siguió observando la habitación: la caja de seguridad, el perchero… ¿una puerta abierta? Fijó la vista en ella, curiosa. Ahí, en la sala, estaba el ambiente lujoso que esperaba. Y sobre un sofá había una bata de mujer de color verde turquesa.
Gandy la observó, divertido por el interés que mostraba, de pronto, hacia su sala de estar y el dormitorio que había más allá. Desde atrás, la examinó con mirada más crítica que antes. El elegante drapeado trasero del vestido de tafeta granate. La agradable «curva griega» que le daba el corsé invisible a la zona lumbar. La redondez atractiva del busto, los hombros estrechos, el cabello pulcro, los brazos graciosos acentuados por las mangas muy apretadas y el alto cuello clerical. Vestía con gusto magnífico ropa de suave elegancia. Siempre correcta.
Pero ese día había algo diferente que él no podía precisar.
Agatha comprendió su error después de haber observado demasiado tiempo el apartamento privado de Gandy. Se dio la vuelta y lo sorprendió contemplándola.
– Lo… lo siento.
– No hay problema. Creo que es un poco más espacioso que el de usted.
– Sí, bastante.
– Siéntese, señorita Downing.
– Gracias.
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Creo que ya lo hizo.
Gandy alzó una ceja y se le formó un hoyuelo en la mejilla.
– ¿Sí?
– Usted vio la propaganda de la máquina de coser en mi taller, ¿no es así?
– ¿Sí?
– No me eluda, señor Gandy. Usted la vio y me leyó la mente.
El hombre rió entre dientes.
– Sin rodeos, señorita Downing.
– Abajo hay una máquina de coser flamante, con patente de Isaac Singer, y en el sobre del embalaje dice que ya está pagada.
La sonrisa se hizo descarada.
– Felicidades.
– No se haga el tonto. Vine a agradecerle que se haya ocupado de encargarla y a pagarle lo que le debo.
– ¿Acaso dije que me debiera algo?
Agatha sacó cinco monedas de oro y las apiló en una esquina del escritorio.
– Creo que la cantidad correcta es de cincuenta dólares, ¿no?
– Lo olvidé.
Por más que intentó ser severa, los ojos le chispeaban demasiado y los labios se negaron a obedecerle.
– Si cree que voy a aceptar una máquina tan costosa del dueño de una taberna, está… ¿Cómo dijo Joe Jessup?…Tiene un tornillo flojo, señor Gandy.
El hombre rió y echando la silla atrás, entrelazó los dedos tras la cabeza.
– Pero es un soborno.
La carcajada de Agatha los sorprendió a los dos y rieron juntos. Gandy advirtió el cambio en el rostro de la mujer: ¡eso era lo diferente en este día! No era el peinado ni la vestimenta: era el estado de ánimo. Por una vez, era feliz y eso la transformaba. La chata polilla gris se había convertido en una brillante mariposa.
– ¿Lo admite?
Sonriendo con amabilidad, se encogió de hombros, con los codos en el aire.
– ¿Por qué no? Ambos sabemos que es verdad.
Ese sujeto era un enigma. Deshonesto y sincero al mismo tiempo. Cada vez le resultaba más difícil contemplarlo con racionalidad.
– ¿Y qué espera ganar con eso?
– Para empezar, tres brillantes vestidos rojos de cancán.
La inquietante conciencia de la pose masculina la golpeó como un puñetazo en el estómago. El color más pálido de las muñecas y los antebrazos, los tendones tensos de las manos entrelazadas bajo la cabeza, las arrugas en las sisas de la camisa blanca, la bota negra apoyada al descuido sobre la rodilla, el humo que ascendía desde el cenicero que estaba entre los dos.
– Ah -canturreó Agatha, perspicaz-, tres vestidos de cancán. -Levantó una ceja-. ¿Y después?
– ¿Quién sabe?
Abandonó el juego y se puso seria:
– Estoy comprometida con mi trabajo por la templanza. Lo sabe, ¿verdad?
Bajó los brazos y la contempló en silencio varios segundos.
– Sí, lo sé.
– No hay soborno que pueda hacerme cambiar de opinión.
– No pensé que pudiera.
– Mañana por la noche, cuando lleguen sus parroquianos, estaremos abajo repartiendo panfletos que hemos hecho imprimir, y haciendo circular relatos sobre los azares del destino con que usted comercia.
– En ese caso, tendré que pensar en una nueva forma de atraer clientes, ¿no?
– Sí, supongo que sí.
– No la vi por unos días.
– Estuve atareada. Le escribí una carta a la Primera Dama, agradeciéndole que se haya establecido la Ley Seca en la Casa Blanca.
– ¿La vieja Lucy Limonada?
Agatha estalló en carcajadas, y trató de contenerse con un dedo.
– Qué irrespetuoso, señor Gandy.
Medio país llamaba así a la Primera dama, pero nunca le había parecido tan gracioso.
– Yo y muchos más. La mantiene más seca que el gran Sahara.
– Como sea, le escribí, pues The Temperance Bannemos insta a los miembros a hacerlo. También le escribí al gobernador St. John.
– ¡A St. John! -No se mostró tan despreocupado ante esa novedad. Los rumores acerca del proyecto de enmienda a la Constitución estatal ponían muy nerviosos a los propietarios de bares de Kansas-. Caramba, caramba. Qué activas, ¿no?
Observándola, tomó el cigarro y dio una honda calada. El humo se elevó entre los dos antes de que se diera cuenta de lo que hacía.
– Oh, perdóneme. Olvidé que usted odia estas cosas, ¿no es cierto?
– Después de la máquina de coser, ¿cree que puedo negarle el placer, más todavía teniendo en cuenta que estamos en su territorio?
Gandy se levantó, fue a la ventana con el cigarro entre los dientes y subió el bastidor de la ventana. Agatha observó cómo el chaleco de satén se tensaba en la espalda y se preguntó quién de los dos ganaría a la larga. Scott permaneció mirando afuera, fumando y preguntándose lo mismo. Después de unos momentos, apoyo una bota en el alféizar, un codo sobre la rodilla y se dio la vuelta para mirarla sobre el hombro.
– Usted es distinta de lo que me imaginé al principio.
– Usted también.
– Está… esta guerra en la que estamos enzarzados, le parece divertida, ¿no?
– Quizás, en cierto modo. Nada resulta como lo imaginé. Es decir, ¿qué general le revela sus planes de batalla al enemigo?
Agatha sonrió y su rostro se convirtió en el semblante joven y hermoso que Violet había comentado antes. Los ojos claros se suavizaron. La austeridad se esfumó.
– Cuénteme, ¿qué nombre le puso el señor Potts a su «Dama del Óleo»?
– Me extraña que no lo haya oído la otra noche, cuando entró con sus huestes invasoras.
Otra vez, la hizo reír.
– Sólo éramos cuatro.
– ¿Nada más?
– Además, ¿cómo podíamos oír nada con ese barullo?
– El nombre completo es Dierdre en el Jardín de las Delicias, pero los hombres le pusieron de sobrenombre Delicia.
– Delicia. Ah… Estoy segura de que la señora Potts está encantada de que su esposo haya ganado el concurso. La próxima vez que la vea debo recordar felicitarla.
Gandy respondió con una carcajada franca.
– Ah, señorita Downing, usted es una digna rival. Debo confesarle que he llegado a admirarla. Por otra parte, la otra noche no duró mucho en la taberna.
– Nos superaron.
– Qué contrariedad -dijo, chasqueando la lengua y moviendo la cabeza lentamente.
La mujer resolvió que era hora de dejar de jugar al gato y al ratón.
– Usted es mi enemigo -afirmó con calma-. Y cualquiera sea mi opinión personal sobre usted, y cómo está cambiando lentamente, nunca debo perder de vista ese hecho.
– ¿Por qué vendo alcohol?
– Entre otras cosas.
Era difícil creer esas otras cosas al verlo reclinado en el alféizar de ese modo, desbordando encanto, buen humor y atractivo masculino. Pero entendía con toda claridad con cuánta desvergüenza aprovechaba ese encanto, ese humor y ese atractivo para desviarla de sus buenas intenciones.
– ¿Qué más?
El corazón le latió con excesiva fuerza y no se detuvo a medir la prudencia ni las consecuencias de lo que iba a decir:
– Dígame, señor Gandy, ¿fue usted el que clavó una nota amenazadora en mi puerta, la otra noche?
El buen humor desapareció del semblante de Gandy. Se le crispó la frente y el pie golpeó el piso.
– ¿Qué?
El corazón de Agatha latió con más fuerza aún.
– ¿Fue usted?
– ¿Cómo diablos puede preguntar una cosa así? -preguntó, enfadado.
Los latidos se intensificaron más. Pero se puso de pie, sacó la pluma del soporte y se la extendió:
– Por favor, ¿puede hacer una cosa? ¿Puede escribir las palabras bueno, quedarse y qué en un papel, en letras mayúsculas, ante mi vista?
Ceñudo, el hombre miró la pluma y luego a la mujer. Metió el cigarro entre los dientes y le arrebató la pluma. Flexionando la cintura, trazó las letras en un trozo de papel. Cuando se irguió, miró en los ojos de Agatha sin hablar. No le tendió el papel ni retrocedió, y se quedó tan cerca del escritorio que Agatha tuvo que apartarlo para mirar.
– Permiso.
Casi chocó con él, que se mantuvo firme en su sitio.
– No abuse de su suerte -le advirtió entre dientes, encima de la oreja.
Agatha levantó el papel y retrocedió. El humo del cigarro le quemaba las fosas nasales mientras observaba la escritura.
– ¿Satisfecha?
El alivio le hizo cerrar los párpados y exhalar levemente por la nariz. Gandy permaneció ante ella, bullendo de cólera. ¿Qué diablos quería esa mujer de él?
Agatha abrió los ojos y lo enfrentó.
– Lo lamento. Tenía que estar segura.
– ¿Y lo está? -le espetó.
Aunque se ruborizó, se mantuvo firme:
– Sí.
El hombre giró hacia el escritorio, apagó el cigarro con dos movimientos coléricos de la muñeca y se abstuvo de mirarla otra vez.
– Si me disculpa, tengo mucho que hacer. Estaba encargando un lote de ron cuando me interrumpió.
Se sentó y comenzó a escribir de nuevo.
El corazón traidor le desbordó de remordimientos:
– Ya le dije que lo lamentaba, señor Gandy.
– Buenos días, señorita Downing.
Con el rostro ardiendo, se dio la vuelta y arrastró los pies hacia la puerta, la abrió y se detuvo, de espaldas a él.
– Gracias por la máquina de coser -dijo en voz queda.
Gandy alzó la cabeza con brusquedad y miró fijo la espalda. ¡Maldita arpía! ¿Qué tenía, que se le había metido bajo la piel? Agatha dio otro paso hacia la puerta hasta que un ladrido del hombre la detuvo.
– ¡Agatha!
No creyó que recordara el nombre. ¿Qué importaba si lo recordaba?
– Quisiera ver la nota, si aún la tiene.
– ¿Por qué?
El semblante se crispó todavía más.
– No sé por qué diablos me siento responsable por usted, pero así es, ¡maldición!
Si no toleraba los juramentos, ¿por qué no lo regañaba por eso?
– Yo puedo cuidarme sola, señor Gandy -afirmó, y cerró la puerta al salir.
El hombre se quedó mirándola fijo, mientras oía abrirse y cerrarse la puerta de afuera. Con una violenta maldición, arrojó la pluma, que dejó una mancha de tinta en la orden que estaba escribiendo. Lanzó otra maldición, desgarró el papel en dos y lo tiró. Encerró un puño en el otro, los apretó contra el mentón y miró ceñudo la pared de la oficina hasta que los pasos que se arrastraban al fin dejaron de entrar por la ventana abierta.