Capítulo 9

Alvis Collinson sufría de gota crónica. La mañana siguiente al baño de Willy, se despertó con los pulgares de los pies palpitando. Tenía tendencia a culpar a Cora de todo, incluyendo la gota.

¡Maldita seas, Cora, por irte y dejarme sin una mujer que me cuide! Los dedos de los pies me palpitan como unas perras en celo, y tengo que levantarme y hacer las cosas. No hay un desayuno caliente esperándome. Ni camisas limpias para ponerme. Ni una mujer que vaya a buscar carbón y caliente el agua. Malditas sean las mujeres, todas… no sirven cuando las tienes ni tampoco cuando no las tienes. Y, sobre todo, maldita Cora, siempre fastidiándome para que fuera algo mejor, hiciera algo más refinado que conducir vacas. Cuando decía refinado, se refería a algo elegante como el Hermano Jim, que consiguió un trabajo de afeminado, como Jefe de Registro de Eventos, justo en la época en que los agentes de tierras comenzaron a desperdiciar esta parte del país dándosela a los extraños. El hermano Jim, que viste trajes elegantes cada mañana y camina por la acera hasta su coquetona oficina, saludando con el sombrero a las mujeres, como si sus pedos no apestaran. Diablos, Cora no podía mirar a Jim sin que se le saltaran los ojos de las órbitas y se le hincharan los pezones.

Y nadie convencerá a Alvis Collinson de que ese rapaz miserable no era hijo de Jim. Más de una vez Alvis llegó inesperadamente a casa y pescó a Jim merodeando a Cora. ¡Y la nariz de ella también se le arrugaba, vaya si se le arrugaba!

Esta noche no, Alvis, estoy muy cansada. Como si una vez que había probado ai Hermano Jim, su propio marido ya no le pareciera bastante. Después, tuvo el coraje de soltar el cachorro y escaparse.

Vamos, Hermano Jim. Aparece por este pueblo una vez… ¡sólo una! Así podré darte una tunda y arrojarte a tu rapaz, porque es tuyo. Estoy hartándome de estar atado por esa espina en el costado, que ni siquiera es mía.

En la cocina, de puntillas sobre una silla, Willy se miraba en un espejo pequeño y turbio que colgaba alto, en la pared. El fino cabello rubio resplandecía de agua. Con gran esfuerzo, se pasó el peine, hizo una raya al costado y lo peinó chato sobre la coronilla, de izquierda a derecha. Intentó acomodarlo como había hecho Scotty, pero no se formaron los picos a los costados. Intentó otra vez, y fracasó. Metió el peine entre las rodillas y probó con las palmas, dando forma a una onda como una rosquilla leudada. Tras varios intentos, al fin lo logró bastante bien. ¡Muchacho, cómo va a sorprenderse papá!

Se bajó de la silla, dejó el peine sobre la mesa y fue a la puerta del dormitorio, radiante de orgullo.

– ¡Pa, mira! ¡Mira lo que logré!

Alvis miró ceñudo hacia la puerta, frotándose el pie dolorido. Era el mocoso, ya levantado y vestido.

– ¿Que mire qué? -refunfuñó.

– ¡Esto! -Willy se acarició los bolsillos del pecho-. Me lo dieron Gussie y Scotty. Gussie me hizo los pantalones y la camisa, y Scotty me compró botas nuevas como las de él y me llevó a darme un baño en el Cowboy's Rest.

Collinson lo miró con ojos entrecerrados.

– ¿Scotty? ¿Te refieres a Gandy? ¿El de la taberna?

– Sí. Primero, me puso queroseno. Después, nos dimos un baño y…

– ¿Y quién diablos es Gussie?

– Agatha, la de la sombrerería. Tiene esa máquina de coser nueva que le compró Scotty, y me hizo los pantalones nuevos, y también me hizo la camisa.

Alvis tuvo la sensación de que la gota se le extendía de los dedos de los pies al resto del cuerpo.

– ¿Ah, sí? ¿Eso hizo? ¿Y qué derecho tiene a meterse con mi hijo, eh? ¿No estaba bien vestido para su gusto? -Alvis se puso de pie con esfuerzo-. Por culpa de ella ese maldito sacerdote vino a meter las narices aquí. Es ella, ¿eh?

– No sé, pa. -La cara de Willy se ensombreció-. ¿No te gusta mi ropa nueva?

– ¡Quítatela! -siseó. Revolvió entre las prendas que había tirado junto a la cama la noche anterior, buscando los calcetines-. Igual que el Hermano Jim, ¿no? -refunfuñó, y el niño, confundido, trataba de no manifestar su decepción.

– Pero son…

– ¡Quítatela, dije! -Descalzo, Alvis se levantó. De pie ante el niño, con los puños apretados, vestido con un enterizo mugriento con las perneras cortadas por la mitad, y la tapa trasera colgando, tenía el rostro deformado de furia-. ¡Nadie va a decirme que no visto bastante bien a mi mocoso! ¿entendiste? -A Willy le tembló el labio inferior y se le formó una lágrima en cada ojo-. ¡Y deja de moquear!

– No me la quitaré. ¡Es mía!

– ¡Vamos a ver si no te la quitas! -Collinson atrapó al niño de la parte de atrás del cuello y lo arrojó contra una gastada silla de madera. Chirrió, se balanceó en dos patas y cayó con estrépito sobre las cuatro-. ¿Dónde están tus botas viejas? Póntelas, y también los pantalones y la camisa. ¡Les mostraré a esos altaneros hijos de perra a no meterse en mis asuntos! ¿Dónde están esas botas? ¡Chico, ya te dije que dejes de moquear!

– Pe… pero me g… gustan estas. Son un re… regalo de Sc… Scotty.

Collinson se apoyó en una rodilla y sacó a tirones las botas de los pies de Willy. La posición le provocó una punzada de dolor que subió por la pierna, enfureciéndolo más aún.

– ¡Yo te compraré botas nuevas! ¿Has entendido, chico?

Los ojos de Willy desbordaron y el pecho se le contrajo en el esfuerzo por no llorar.

– ¡Ahora, trae las viejas!

– No'as t… tengo.

– ¿Cómo es eso de que no'as tienes?

– Así… no'as tengo.

– ¿Dónde están?

– N… no s… sé.

– ¡Maldición del infierno! ¿Cómo puedes perder tus propias botas?

Willy lo espió, asustado, el pecho delgado palpitándole por contener los sollozos. Los puños de Collinson se contrajeron más e hizo parar a Willy de un tirón.

– Perdiste las botas, vas descalzo. Ahora, dame lo demás.

Minutos después, Collinson cojeaba, rabioso, saliendo de la casa, Willy se arrojó sobre la cama y libró el llanto contenido. Las lágrimas calientes mojaron la suave piel blanca del brazo pecoso. Un pie descalzo se enroscó en el tobillo contrario, cuando se hizo una bola. La cresta en el brillante cabello rubio que Alvis ni advirtió, se deshizo sobre las sábanas inmundas.


Al oír la voz que rugía desde el salón del frente, a Agatha le palpitó el corazón.

– ¡Dónde diablos están todos!

Violet todavía no había llegado. Agatha no tenía más alternativa que atenderlo. Arrastró los pies hasta las cortinas, las separó y, de inmediato, la voz áspera gruñó otra vez:

– ¿Usted es la que llaman Gussie?

Con esfuerzo, Agatha se recompuso.

– Sí, mi nombre es Agatha Downing.

Collinson entrecerró los ojos al reconocerla como esa «perra de la templanza» que los últimos tiempos provocaba problemas, la misma que había metido las narices en sus asuntos una vez, cuando Willy fue a buscarlo a la taberna.

– Se pasó de la raya, señora.

Tiró la camisa y los pantalones sobre el gabinete de las plumas.

– Señorita -replicó, con dignidad.

– Ah, eso lo explica: Como no tiene cachorros propios, se mete con los de otras personas. -Sosteniendo las botas de Willy en una mano, las agitó ante las narices de Agatha-. Bueno, consígase uno suyo. Mi muchacho no necesita su caridad. Tiene a su viejo que lo cuidará. ¿Entendido?

– A la perfección.

Collinson la miró con dureza y luego se dirigió a la puerta abierta. Antes de llegar, se volvió.

– Y una cosa más. La próxima vez que le murmure cosas al sacerdote, dígale que se meta en sus propios malditos asuntos. -Se puso en marcha otra vez y se detuvo a preguntar-: ¿Dónde diablos está Gandy? Tengo algo que decirle a él, también.

– Lo más probable es que esté arriba, durmiendo.

Le lanzó una última mirada ceñuda, y salió por la puerta. El corazón de Agatha todavía golpeaba con fuerza cuando oyó ruido de cristales rotos. Corrió a la puerta del frente y vio a Collinson arrojar la segunda bota por la ventana, allá arriba.

– ¡Gandy, levántate, hijo de perra! ¡Yo le compraré las botas a mi propio hijo así que, deja de meterte! ¡La próxima vez que lo lleves a bañarse al Cowboy's Rest, necesitarás tú un baño para lavarte la sangre! ¿Me oíste, Gandy?

Cabezas curiosas asomaron por las puertas en toda la manzana. Collinson iba cojeando por el medio de la calle principal, y miró ceñudo a Yancy Sales, apoyado en la puerta de su tienda Bitters.

– ¿Qué miras, papamoscas? ¿O quieres que te arroje también una bota en la ventana?

Todas las cabezas se metieron adentro.


Arriba, Gandy se despertó con el primer estrépito. Se apoyó en los codos y guiñó los ojos ante el sol de la mañana que entraba por la ventana, del lado de Jube.

– ¡Qué demonios…!

Jube alzó la cabeza como un perro de la pradera asomando por el agujero.

– Eh… mmm…

Dejó caer la cara en la almohada y Gandy, rodando encima de ella, miró la bota caída junto a la cama.

Se acostó de espaldas y exclamó:

– ¡Oh, Jesús!

– ¿Qu… qu'pasa? -farfulló la voz amortiguada de Jube.

– Las botas que le compré ayer a Willy.

Cerró los ojos y pensó cuánto hacía que no se liaba en una pelea a puñetazos. Se le ocurrió que sería bueno.

En la puerta sonó un golpe suave. Se levantó rodando de la cama, desnudo, y se puso los pantalones negros. Descalzo, fue hasta el salón y abrió la puerta.

Agatha estaba en el pasillo, nerviosa, juntando y separando las manos.

– Lamento molestarlo tan temprano.

La mirada paseó de las mejillas barbudas al pecho desnudo, bajó hasta los pies descalzos y, por fin, a la punta del pasillo. Nunca lo había visto más que impecablemente vestido. No estaba muy segura de cuáles eran las reglas de urbanidad al enfrentar el pecho velludo de un hombre descalzo. Se sonrojó.

– Aunque tal vez no lo crea, ya estaba despierto. -Se pasó los dedos por el cabello, exhibiendo por un instante el vello negro bajo los brazos-. Collinson es un amor, ¿no es cierto?

Lo miró a los ojos, con el entrecejo arrugado de preocupación.

– ¿Le parece que Willy estará bien?

– No sé.

Él también arrugó el entrecejo.

– ¿Qué podemos hacer?

– ¿Hacer? -¡Maldición, para empezar, no quería encariñarse con Willy!- ¿Qué sugiere que hagamos? ¿Ir a casa de Collinson y preguntarle si maltrató al chico?

La irritación de Agatha estalló:

– Bueno, podríamos quedarnos de brazos cruzados.

– ¿Por qué no? Vea lo que sucede cuando tratamos de hacernos las buenas samaritanas.

Mientras replicaba, Gandy recordó a Willy desnudo como el día en que nació, mirándolo con esos líquidos ojos castaños, y preguntándole: «Cuando sea mayor, ¿seré como tú?».

En ese mismo momento, vino Jubilee arrastrando los pies y se asomó detrás de Gandy bostezando, el cabello blanco revuelto.

– ¿Quién es, Scotty?… ¡Ah, eres tú, Agatha! Buenos días.

Usaba la bata turquesa, que se entreabrió cuando levantó los brazos con los puños en ristre y ladeó la cabeza. Agatha captó una visión del hueco entre los pechos y el costado lo suficiente para comprender que había dormido desnuda. El tono de voz se le agudizó.

– En cuanto se levante, puede decirle al señor Gandy que lamento haberlo sacado de la cama.

Levantándose las faldas, giró e hizo una salida con toda la dignidad de que fue capaz.


Menos de cinco minutos después, llegaron al mismo tiempo a la tienda: la señora de Alphonse Anderton, para probarse el vestido nuevo; Violet, a trabajar; Willy, llorando y Gandy, aún descalzo, abotonándose la camisa, con los faldones aleteando.

– Escuche, Agatha, me molestó su… -la apuntó con un dedo, enfadado.

– Bueno… -La señora Anderton los examinó con altanería, finalizando con los pies descalzos-. Buenos días, Agatha.

– Tt-tt.

– Mi p… papá d… dice que n… no p… puedo v… venir más aquí a… v… veeerteee…

Agatha se quedó de pie, detrás de una vitrina, y Willy corrió hacia Gandy. Este se apoyó en una rodilla y alzó al pequeño lloroso, abrazándolo contra sí. Willy se aferró al cuello del hombre. Éste olvidó el enfado con Agatha, y a ella se le partió el corazón escuchando los sollozos del niño.

– Me quitó l… las b… botas n… nuevas.

– Por favor, Violet, ocúpate de la señora Anderton -ordenó Agatha, en voz baja.

Se acercó a Gandy, que se incorporó con Willy en brazos.

– Llévelo a la trastienda.

Cuando quedaron solos, el niño seguía sollozando y hablando entrecortadamente:

– Mi c… camisa n… nueva y m… mis p… pantalones… m… me dijo q… que…

– ¡Sh! -murmuró Gandy, arrodillándose otra vez. Willy hundió la cabeza rubia en el pecho sólido y oscuro del hombre con la camisa blanca a medio abotonar.

Agatha sintió que se ahogaba. Se sentó en el pequeño taburete junto a ellos y le acarició el cabello, sintiéndose impotente y desdichada. Sobre el hombro estremecido de Willy su mirada se topó con la de Gandy. Parecía impresionado. Le tocó el dorso de la mano. Él alzó dos dedos, los entrelazó con los de ella y los llevó a la nuca del niño.

¿Por qué no podría ser nuestro? ¡Seríamos tan buenos con él, tan buenos…! Fue una idea fugaz, pero dio a Agatha la amarga certeza de las injusticias de este mundo.

Por fin, Willy se calmó. Agatha separó los dedos de los de Gandy y sacó de un bolsillo oculto entre los pliegues del vestido un pañuelo perfumado.

– Ven, Willy, déjame limpiarte la cara.

Se volvió, lagrimeando, los ojos y los labios hinchados. Mientras le enjugaba las mejillas y lo hacía sonarse, se preguntó qué podrían hacer Gandy o ella para curar el corazón destrozado del pequeño.

– No debes culpar a tu padre -comenzó-. Fue un error nuestro, de Scotty y mío. -Hasta entonces, nunca lo había llamado así, y hacerlo le dio fuerza y una sensación de comunión con él y con Willy-. Ofendimos su orgullo al darte ropa nueva y llevarte a bañar, ¿entiendes? ¿Sabes lo que significa el orgullo?

Willy se encogió de hombros, esforzándose por no llorar otra vez.

Agatha no se creyó capaz de seguir hablando sin romper a llorar ella misma y miró a Gandy en busca de ayuda.

– El orgullo significa sentirse bien contigo mismo. -Los largos dedos morenos peinaron las mechas rubias sobre las orejas-. Tu padre quiere comprarte las cosas él mismo. Cuando lo hicimos nosotros, creyó que le insinuábamos que no te cuidaba bien.

– Ah -dijo el niño. Lo dijo en tono casi inaudible.

– Y en cuanto a que vengas a visitarnos… no sé qué podría impedírtelo. Seguimos siendo amigos, ¿no es así?

Willy esbozó la sonrisa esperada, pero dubitativa.

– Pero tal vez sea conveniente que te metas por la puerta de atrás, y te cerciores de no venir cuando tu papá está en la taberna, ¿de acuerdo? Y ahora, ¿qué opinas de una barra de orozuz?

Sin alzar el rostro, respondió con poco entusiasmo:

– Puede ser.

Gandy se incorporó, con el niño en un brazo. Esperó a que Agatha también se levantase, le pasó un brazo por los hombros y los tres fueron hacia la puerta de atrás. Agatha se sintió incómoda chocando contra el pecho y la cadera a cada paso que daba, pero a él no le importó. En la puerta, sacó el brazo y le dijo:

– Willy bajará después, pero lo mandaré de vuelta a la hora de la cena y haré que Ivory vaya al restaurante de Paulie y traiga comida de picnic.

Quizás ése fue el momento en que Agatha comprendió por primera vez que estaba enamorándose de Gandy. Lo miró el cabello aún revuelto, las mejillas sombreadas por las patillas del día anterior, los hombros y los brazos que le daban la apariencia de poder vérselas con todos los Alvis Collinson de este mundo, sosteniendo a Willy.

– Gracias -le dijo con suavidad-. Y lamento haberlo tratado mal, arriba.

– Entiendo. En ocasiones, yo también me siento así.

Por un momento, los ojos de Scott se demoraron en los de Agatha con expresión suave, mientras Willy miraba de uno a otro, y rodeaba el cuello del hombre con un brazo pecoso.

– ¿Tú no vienes, Gussie? -preguntó, quejumbroso.

– No, Willy. -Se enjugó una lágrima con el pulgar-. Nos vemos después.

Se puso de puntillas y le besó la mejilla brillante. Cuando se fueron, supo que se había puesto en riesgo doble: estaba enamorándose del hombre, pero también del niño.


Más tarde, ese día, las chicas fueron a hacer la prueba final de los vestidos de cancán, y Agatha aprovechó la oportunidad para disculparse con Jubilee por su brusquedad de esa mañana.

Jube le restó importancia con un ademán:

– Todavía estaba tan dormida que no sé qué dijiste.

Todo el tiempo, mientras abotonaba el corpiño ajustado del vestido de Jubilee, recordaba la manera en que había aparecido a la puerta de Gandy, tibia y desarreglada del sueño, más hermosa que muchas mujeres después de haber pasado una hora ante el tocador. Recordó el pecho desnudo de Gandy, el cabello despeinado, los pantalones con el botón de la cintura sin cerrar, los pies descalzos.

Echó una mirada a Jubilee, que giraba ante el espejo de pared. La radiante, hermosa Jubilee.

«Gandy ya está destinado, Agatha, -se dijo-. Además, ¿para qué querría a una como tú, si tiene a esta gema resplandeciente?»

– ¿Esta noche bailarás el cancán?

– Esta es la noche-respondió Jubilee-. Pero en la segunda función. Los haremos esperar, para que estén muy ansiosos.

– ¿Irás? -le preguntó Pearl.

A nadie le pareció extraña la pregunta. Las muchachas se habían acostumbrado a ver a Agatha y sus tropas aparecer en Gilded Cage en uno u otro momento de la noche.

– Iré más temprano -respondió, ocultando su desencanto.

Después de todo el trabajo que se tomó con los vestidos, quería verlos lucirse al compás de la música.


Pero esa noche, fieles a su palabra, las muchachas reservaron lo mejor para el final, y Agatha les dio las buenas noches a las damas de la U.M.C.T. en la acera sin ver ni un atisbo de rojo ni una sola pierna en alto. Era una noche tibia, bochornosa para comienzos del verano. La taberna estaba más atestada que de costumbre. El olor a estiércol junto al riel de atar los caballos parecía invadirlo todo. Tomó el atajo por la tienda, hizo el último viaje al imprescindible, y subió las escaleras.

El diminuto apartamento parecía sofocante. Llevó una silla de madera al rellano y se sentó a escuchar la música que llegaba de abajo, abanicándose con un pañuelo de encaje. De la puerta trasera abierta de la Gilded Cage llegaba una vivaz canción nueva que no conocía. Lo más probable era que fuese el cancán. Siguió el ritmo con los dedos sobre el muslo y trató de imaginarse a Pearl dando su famosa patada alta con los pliegues de tafeta roja susurrando y ondulando alrededor.

A lo lejos, aulló un coyote.

«Sí, yo siento lo mismo, -pensó-. Tengo ganas de aullar de soledad».

Pensó en Gandy y en Willy: era una locura involucrarse en las vidas de dos candidatos tan improbables, pero temió que ya fuese demasiado tarde para apartarlos de sus afectos. Estaba destinada a que se le rompiera el corazón por los dos, pues Collinson había dejado bien en claro que Willy era suyo, y Jube que Gandy era de ella.

Pensó en Jube, la hermosísima Jube, bailando el cancán abajo, en ese mismo momento, con Ruby y Pearl. Se imaginó las piernas alzándose en el aire, y se sintió pesada y rígida. Se preguntó cómo sería quitarle a un hombre el sombrero de un puntapié. Cómo se vería el cancán y la asaltó una súbita idea que la dejó nerviosa, pero decidida.

Entró la silla pero, en lugar de prepararse para la cama, encontró una de sus enaguas viejas y la extendió sobre la mesa. Puso en ella las cosas que necesitaba, y se acostó en la cama totalmente vestida, a esperar.

Le pareció que nunca terminaba el alboroto de abajo, y que el bar nunca cerraba. Y que pasaba una eternidad hasta que todos los vecinos de al lado se iban a sus cuartos a dormir. Permaneció acostada, como si cualquier movimiento fuese a traicionar sus planes.

Dejó que pasara otra hora después que todo quedó en silencio, antes de incorporarse con cautela y levantarse de la cama. En la oscuridad absoluta, encontró el lío que había preparado antes, más una vela con su candelabro y la muestra que estaba en la pared. Bajó descalza las escaleras sin hacer más ruido que una sombra.

El taller de costura estaba silencioso y oscuro. Se dirigió a tientas al taller, dejó el bulto sobre la mesa y encendió una vela. La levantó para examinar los rincones, respirando agitada.

No seas tonta, Agatha, te asustas de tu propia conciencia.

Volviendo la atención al paquete, se sintió como una ladrona. Abrió las enaguas y adentro había un martillo, clavos, berbiquí y barrena. Tomó el berbiquí, la barrena y el taburete de Willy y arrastró los pies hasta el muro medianero entre la sombrerería y la taberna. Desde el rincón, midió cuatro pasos, imaginándose las tablas de pino al otro lado, los lugares donde había ocasionales nudos en la madera. Colocó el taburete y se subió a él con dificultad. Echó una mirada atrás, con sensación de culpa pero, por supuesto, no había nadie. No era más que su conciencia la que parecía observarla desde las sombras, al otro lado del salón.

Decidida, apoyó el berbiquí contra la pared y comenzó a perforar muy lentamente. Se detenía a menudo y alzaba la vela para ver la profundidad del agujero. Por fin, la punta del berbiquí se pasó del otro lado. Cerró los ojos y se tambaleó, apoyando la palma en la pared. El corazón palpitaba como loco.

Por favor, que nadie vea el serrín en el suelo de la taberna.

Agatha, deberías tener vergüenza.

Pero sólo quiero ver bailar a las chicas.

Sigue siendo espiar.

Es un sitio público. Si fuese hombre, podría sentarme a una mesa y mirar. Miraré por este agujero, y a nadie le importará.

Pero no eres un hombre. Eres una dama, y esto es indigno.

¿A quién haré daño?

¿Qué te parecería si alguien espiara desde el otro lado del agujero?

Se estremeció ante la idea. Quizá no lo usara del todo.

Cuando sacó el berbiquí, le pareció que todo el serrín caía de su lado. Apretó la cara contra la pared y espió por el agujero. Negro total. Sintió la madera fresca contra el rostro ardiente, y experimentó otra vez la sensación de que los que vivían arriba sabían lo que estaba haciendo.

Dejó el taladro y con tres golpes secos colocó el clavo en la pared. Conteniendo el aliento, se detuvo y miró hacia el techo, procurando detectar el menor movimiento. Todo estaba silencioso. Soltó el aliento, colgó la muestra sobre el agujero y devolvió el taburete de Willy a su sitio. Luego, barrió con cuidado las virutas de madera y las ocultó bajo unos trapos en el bote de desperdicios, apagó la vela y volvió al apartamento.

Pero no pudo dormir el resto de la noche. Las actividades clandestinas a las tres de la madrugada no eran para el temperamento de Agatha. Tenía los nervios tensos y se sentía como si le hubiese dado dispepsia. Oyó un tren traquetear cruzando el pueblo. Cerca de la madrugada, el coro de aullidos de los coyotes. Vio el cielo pasar del negro al índigo, y al azul claro. Oyó pasar al que encendía las lámparas, apagándolas, cerrando las portezuelas, cada vez más cerca, hasta que pasó bajo su ventana y después, en dirección contraria. Oyó al vaquero del pueblo juntar las vacas de los cobertizos traseros y llevarlas por la calle principal a la pradera, a pasar el día. El cencerro amortiguado de la vaca líder que se iba apagando en la distancia… hasta que, por fin, se durmió.

La despertó la primera cliente de la mañana golpeando la puerta del negocio, abajo. A partir de eso, el día fue desastroso. Maltrató a la pobre Violet y se impacientó con las preguntas de Willy. En Gilded Cage estalló una riña y, cuando Jack Hogg echó a los dos rivales a la acera, el impulso los llevó en dirección a la tienda, y el codo de uno de ellos rompió uno de los paneles de la vidriera. Cuando Gandy fue a disculparse y se ofreció a pagar los daños, lo trató de una manera espantosa y se fue enfadado, ceñudo. El mudo, Marcus Delahunt, le llevó una camisa con una costura rota, pero la bobina de la máquina de coser se enredó y el hilo formó un nido al costado de la costura. Delahunt la vio golpear cosas, irritada, le tocó los hombros para calmarla y se sentó a ver de qué se trataba el problema: en la bobina habían quedado atrapadas dos hilachas azules. Le preguntó por señas si tenía aceite. Le entregó una lata con una punta larga y angosta, y Marcus colocó aceite en veinte puntos diferentes, hizo girar en las dos direcciones el volante, se levantó del taburete y le hizo un ademán florido hacia la máquina, como si se la presentara.

Funcionaba como nueva. En instantes, remendó la camisa.

Miró de frente el rostro de Marcus, sintiéndose infantil por su comportamiento, no sólo con él sino con todo el mundo.

– Gracias, Marcus.

El joven asintió y sonrió, e hizo gestos que no entendió.

– Lo siento, ¿puede repetir?

Miró alrededor buscando, divisó el calendario que colgaba en la puerta de atrás, y la tomó de la mano, llevándola a él. Le señaló la lata de aceite, y marcó siete días en el calendario.

– Todas las semanas. ¿Tengo que echarle aceite una vez por semana?

Asintió, sonrió, e imitó con el codo un volante que andaba con fluidez, ilustrando cómo funcionaría la máquina si seguía sus indicaciones.

– Lo haré, Marcus. -Le estrechó el dorso de las manos-. Y gracias.

Llevó la mano al bolsillo como para sacar el dinero, pero Agatha lo detuvo.

– No, no es nada. Gracias otra vez, por arreglarme la máquina.

Sonrió, saludó con el sombrero y salió.

Después de eso, el ánimo de Agatha se suavizó pero, a la hora de la cena, en vez de comer, durmió más de la cuenta y llegó tarde a la reunión de los miembros de la U.M.C.T. para la ronda nocturna.

Al dar las diez, estaba ansiosa a más no poder.

La conciencia no la dejaba en paz.

Fuiste áspera y desagradable con todo el mundo, todo el día, y sabes por qué. Es por ese maldito agujero que perforaste en la pared. ¡Si no lo soportas, tápalo!

Pero la atrajo como la lámpara de Aladino.

En mitad de la noche, arrastró los pies en la oscuridad de la familiar trastienda, pasó los dedos por el maderamen. Otra vez, los dedos percibieron el ritmo de la música que estremecía la pared. Le llegaba débilmente a través de los zapatos. Con cuidado, quitó la muestra. En medio de su mundo silencioso y solitario, parecía un diminuto punto de luz. Se acercó y puso un ojo en el orificio. Ahí estaban Jubilee, Ruby y Pearl bailando el cancán.

Las espléndidas faldas, de negro resplandeciente por fuera y con pliegues rojos por dentro, se agitaban a izquierda y derecha. Las largas piernas formaban pantallazos de red negra por triplicado. Con botas hasta el tobillo de color ébano, hacían cabriolas, se pavoneaban, meneaban las pantorrillas y las levantaban. Los pies apuntaban al cielo. Los torsos se inclinaban hacia adelante, luego atrás, después giraban, gritaban y sacudían las cabezas, haciendo temblar los tocados de plumas.

Era una danza pícara, pero Agatha veía más allá de su audacia, y encontraba en las piernas largas la simetría, la gracia y la agilidad que ella no poseía desde los nueve años de edad.

La música se acalló, y Jack Hogg fue obligado a actuar como presentador, gritando para ser oído por encima del barullo. Aunque Agatha no distinguió las palabras, miró todo. Las muchachas circulaban por la taberna, atrapando manos de seis hombres de rostros radiantes, ansiosos, que arrastraron hacia la barra. Ruby y Jube acomodaron a los vaqueros en una fila, a intervalos regulares, y alinearon con coquetería los sombreros en las cabezas. Jack sacó un par de címbalos e imitó una fanfarria a la que se unieron los instrumentos.

Y allá fue Pearl con las faldas levantadas hasta la cintura, las largas piernas flexibles y fuertes, girando frente a los hombres alineados.

Chocaron los címbalos. Pearl lanzó un pie al aire formando un arco, y el primer sombrero cayó al suelo. Giró, alzó la pierna, y cayó otro.

Recorrió la fila hasta que los seis Stetson quedaron a los pies de los hombres.

El corazón de Agatha palpitó con fuerza. El entusiasmo la hizo cerrar el puño y proyectarlo al aire junto con las dos últimas patadas increíbles. Por la pared, oyó el estruendo de los aplausos, los agudos silbidos y el golpear de los pies contra el suelo.

Jubilee y Ruby se unieron a Pearl para un coro final, rematando con una pose de lo más impúdica en la que las tres separaron las piernas, levantaron las faldas sobre los traseros y espiaron al público entre las rodillas. Unas últimas contorsiones impactantes, un floreo final de pliegues rojos, y las tres cayeron al suelo con las piernas separadas y los brazos levantados.

Agatha quedó tan agitada como las bailarinas. Vio cómo los pechos casi desnudos subían y bajaban bajo los breves corpiños de seda y las sienes perladas de transpiración. Se sintió como si hubiese bailado con ellas. El cuerpo se le aflojó contra la pared. Se dejó deslizar y cayó sobre el taburete de Willy.

Era una danza traviesa, sugestiva y audaz. Pero alegre y llena de fervor por la vida. Agatha cerró los ojos e intentó imaginarse sacándole el sombrero a un hombre de un puntapié. De pronto, le pareció el talento más deseable. ¡Si pudiera hacerlo, se sentiría la mujer más dichosa! Se frotó la cadera y el muslo izquierdos, preguntándose cómo sería sentirse bella, íntegra y desinhibida… reír, saltar y provocar un alboroto, con faldas rojas y negras.

Suspiró, y abrió los ojos en la oscuridad.

Agatha, estás poniéndote chocha, mirando bailar el cancán por un agujero de la pared.

Pero, por un rato, contemplándolas, se volvió joven, feliz, y llena de alegría de vivir. Por un momento, contemplándolas, hizo lo que jamás había hecho. Por un rato, ella también bailó.

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