CAPÍTULO 9

Lola levantó la vista y miró a Max. La única señal de que todavía estaba viva era el calor que notaba en el pecho de Max. Tenía los dedos de las manos y de los pies entumecidos, como si se encontrara en la nieve, y temía quedarse helada de puro miedo. Durante los tres últimos años, Lola había vivido con ese miedo y la había mantenido a raya con dificultades. Ahora no estaba segura de poder lograrlo.

– Quiero sentirme a salvo otra vez, Max.

Lola había sido secuestrada por error, amenazada y amordazada, había estado a punto de ahogarse al intentar salvar a su perro y había sobrevivido a duras penas a una tormenta. Le habían robado a Baby y, ahora, unos traficantes de drogas disparaban contra ella. Si a todo eso añadía el accidente con la pistola de bengalas, el rescate frustrado de la noche anterior y la preocupación constante, tenía todos los ingredientes.

Aquella primera noche en el Dora Mae, Lola creyó que iba a morir y luchó para seguir viva. La noche pasada, durante la tormenta, le había asaltado el mismo miedo. Y ahora debía enfrentarse a esa última amenaza contra su vida. Lola llevó las manos a ambos lados de la cabeza de Max y la acercó a la de ella. Durante los últimos días, las pocas veces que se había sentido casi segura había sido entre los brazos del hombre que había puesto su vida en peligro. La fuerza de esos robustos brazos era lo único que la hacía sentirse viva.

– Max- susurro.

Max no tuvo que preguntarle qué quería. Lo sabía. Pegó sus labios a los de ella y Lola se abrazó a él mientras se dejaba inundar por el calor de ese beso. Ese calor se propagó por su cuerpo como una llama e hizo retroceder el miedo. Max la poseyó con los labios y con la lengua y Lola se centró en él, en la textura y el sabor de su boca. El olor de Max la llenaba todo.

Lola le acarició el cuello y los hombros. Introdujo las manos debajo de la camisa de él y se las calentó contra su pecho. Max era tan fuerte y vigoroso, tan potente y masculino que sentir el latido de su corazón bajo la palma de la mano le resucitaba los sentidos. Lola quería más. Mucho más.

Lola pasó los labios por el cuello de Max.

– Hazme el amor, Max -le pidió.

La mano de Max encontró su muslo desnudo y se deslizó por debajo del vestido. El contacto de esa palma cálida y el deseo provocaron un flujo repentino entre las piernas de Lola.

– No es un buen momento. -La voz de Max sonó tan densa como la sangre en las venas de Lola.

No era posible que hubiese entendido bien.

– ¿Qué?

– No es un buen momento.

Sí, la había entendido bien, pero no podía creer que estuviera diciendo eso. Ese era Max, el chico de manos rápidas que era capaz de desnudar a una mujer antes de que ella se diese cuenta. Max, el hombre que la había acusado de calientapollas hacía menos de veinticuatro horas.

Ella escudriñó su cara oscurecida por las sombras.

– ¿Cuándo será un buen momento para ti? ¿Dentro de unas horas, cuando posiblemente estemos muertos?

– Lola, haré todo la que esté en mi mano para que vuelvas a casa, sana y…

– Lo sé -la interrumpió ella-, pero no puedes garantizarlo. -Le desabrochó el botón de la bragueta-. Es posible que todo lo que somos, todo lo que podríamos llegar a ser desaparezca esta noche, Max. En una remota isla en medio del Atlántico.

Todas las esperanzas y los sueños sobre su empresa, sobre formar una familia algún día, morirían con ella. Ya no habría «algún día» para ella. Su madre y su padre nunca sabrían qué le había ocurrido y tendrían que vivir para siempre con el interrogante de si se encontraba viva o muerta. Los conocía lo suficiente para saber que nunca perderían la esperanza. La buscarían durante el resto de sus vidas.

– No importa cuánto lo desees, no puedes prometer que mañana estaremos vivos.

Los cinco botones se desabrocharon y Lola deslizó la mano dentro de la bragueta. Debajo de la tela de algodón de los calzoncillos, Lola lo encontró completamente erecto y apretó la palma de la mano contra esa increíble calidez. Sintió que el fuego le subía por la muñeca, le aceleraba el pulso y penetraba en su corazón. Eso era todo la que necesitaba de él en ese momento.

– Dame algo en que pensar aparte del miedo.

Max respiraba agitadamente y tenía las pupilas dilatadas, pero aun así se resistía.

– Me lo debes -añadió Lola. No podía creer que la estuviese obligando a recurrir al chantaje emocional-. Es culpa tuya que me encuentre aquí, así que haz que valga la pena.

La mano de Max subió por el muslo de Lola hasta el elástico de las bragas.

– Es un argumento convincente -le dijo con una sonrisa.

– Me parece demencial que estemos discutiendo esto.

Lola deslizó su mano más abajo y le palpó cuidadosamente los testículos. Max aguantó la respiración.

– Supongo que no eres de las que gritan, ¿no?

No, esa noche no.

– Me controlaré.

Por lo visto eso era la que Max necesitaba saber, pues metió la mano entre sus piernas.

– Dios -exclamó-, ya estás mojada.

Los dedos de Max se introdujeron por debajo de las bragas y separaron los labios húmedos. Lola susurró su nombre y giró el rostro hacia su hombro. Las yemas de los dedos de él acariciaron su punto más sensible, y Lola mordió el duro músculo del hombro de Max.

– Lola.

– ¿Mm? -Lola le besó en el lugar que le acababa de morder.

– Nada. Sólo Lola.

Con cada caricia, Max saciaba el intenso deseo de Lola y la dejaba con la única ansia de sentirlo dentro de sí.

Lola deslizó la mano dentro de los calzoncillos de Max y cerró el puño alrededor de su mástil. Él jadeaba mientras ella movía la mano arriba abajo, a lo largo de su miembro, sintiendo la tersa dureza y la increíble calidez en su mano. Lola frunció los labios para recibir el beso de Max y tomó en su mano la punta del pene. Apretó y Max emitió un gemido profundo. Él abrió la boca, pegada a la de ella, y Lola saboreó su pasión, caliente y vibrante, en la lengua. La música procedente de la playa llegaba a sus oídos, pero nada existía más allá de Max, de su olor, de la suavidad de su piel, de su sexo.

Max se puso de rodillas y le quitó las bragas. Se colocó entre las piernas de Lola e insertó los dedos en la cintura de los téjanos. Lentamente, los bajó por los muslos, descubriendo primero el vello negro y tupido que crecía en su bajo vientre. Luego liberó su erección, grande e imponente. La tomó en su mano y dirigió su vista a Lola. Entre las sombras del pino, el sol del Caribe se ponía, bañándolo en su luz dorada.

– Quítate el vestido, Lola -le dijo, con la voz ronca-. Quiero verte. Quiero verte entera.

El aire que rodeaba a Lola estaba cargado de deseo. Ella se desabrochó cada uno de los botones hasta el final. Levantó la mano para atraer a Max hacia sí, pero él colocó las manos en sus caderas y bajó el rostro hacia su vientre. Le besó el ombligo y el estómago, y enterró el rostro entre sus pechos, lamiéndoselos y raspándolos ligeramente con las mejillas ásperas. La erección de Max rozó el interior de los muslos de Lola, que sintió un escalofrío por todo el cuerpo.

Con manos temblorosas, Lola atrajo el rostro de Max hacia el suyo. Sus miradas se encontraron cuando él se dispuso a penetrarla. Él empujó la ancha cabeza de su pene caliente dentro de ella y empezó a menear las caderas adelante y atrás, con un ritmo lento y cadencioso que dio tiempo a Lola para colocarse bien antes de que él le sujetase los muslos y, con un embate final, entrase hasta el fondo. Lola, sin aliento, se agarró a los hombros de Max. Él la llenaba por completo y su calor la quemaba en lo más hondo. Un gemido incontrolado brotó de la garganta de Lola al tiempo que le rodeaba la cintura con una pierna.

Max inspiró con fuerza y aguantó el aire. Al contacto de las manos de Lola, sus músculos se habían vuelto de piedra.

– Lola -musitó en la mejilla de ella-. Dios, eres increíble. Tan caliente. -Max salió a medias de ella y luego se inclinó hacia delante.

Una ola de calor corrió por toda la piel de Lola. Le bajó por las piernas hasta las plantas de los pies. Le subió por el vientre, hasta los pechos y brazos. Cada arremetida era mejor que la anterior y la hacía desear más. Deseaba más. Más. Deseaba más. Más de él.

Dentro y fuera, con más fuerza. Más deprisa. Lola no podía respirar. A pesar de todo, continuaba. Continuaba recibiendo un placer exquisito, justo cuando creyó que iba a incendiarse, él le pasó una mano por debajo del trasero y le levantó la pelvis, buscando más profundidad.

– Max -susurró ella sin resuello-. Max, no te detengas

– No tengo ninguna intención -consiguió responder él mientras la embestía.

Debajo de la camiseta de Max, los vientres de ambos se tocaban y la piel, sudorosa, se les pegaba. Max la envolvió con los brazos y Lola se sintió consumida por completo por él. Sintió que la tomaba, la rodeaba y la llenaba por completo, que la conducía al orgasmo con cada acometida de sus caderas y su pene aterciopelado. Todo su mundo estaba concentrado en ese lugar interno al que él llegaba y en la intensidad con que la sentía. La cabeza le daba vueltas. Quizá dijo algo en voz alta, pero no estaba segura. Cerró los párpados y notó que Max le cogía el rostro entre las manos.

– Lola, abre los ojos y mírame.

Ella consiguió hacerlo, aunque con dificultad. Todo su mundo se reducía al punto en que su cuerpo estaba en contacto con el de él y a la sensación que la invadía y que la inducía a abrirse a cada embate de las caderas de Max.

– Quiero que me mires. Quiero verte a los ojos cuando te corras-le dijo.

Max vio cumplido su deseo. Inmediatamente, la primera ola de orgasmo arrastró a Lola con furia. Lola arqueó el cuerpo y se colgó de Max mientras su cuerpo la conducía a la cumbre del placer más vertiginoso. Lola abrió los labios y Max la besó, tragándose el largo gemido, tragándose a Lola por completo y exigiéndole más. Debajo de ese pino caribeño, Max alabó a Dios y maldijo en un mismo suspiro, repetidamente, hasta que hundió los dedos en el pelo de Lola y un rugido nació en lo más profundo de su pecho. El movimiento de caderas se hizo más rápido y más fuerte hasta que Max se clavó en ella una última vez.

En la calma súbita, el aire se llenó con la respiración agitada de ambos. Lola no estaba segura de cuánto rato había transcurrido, pero Max había aguantado su propio peso con sus brazos durante la mayor parte del tiempo mientras la cubría con su cuerpo.

– ¿Estás bien? -le preguntó Max.

Lola deslizó los dedos por su cabello y soltó una risita.

– Creo que sí.

– Dios, creo que nunca me había corrido con tanta fuerza. Eres maravillosa para fo…-se cortó-. No. -Sacudió la cabeza-. Quiero decir que eres una mujer maravillosa.

Lola rió en silencio. Ese desliz de Max era uno de los mejores cumplidos que había recibido jamás de un hombre.

– También me gustaría ser maravillosa follando.

– Bueno, lo eres.

Por encima de sus jadeos, el sonido de la salsa irrumpió en su paraíso particular y el mundo real los invadió. Max la besó en la frente y murmuró algo que ella no consiguió entender. Con el corazón desbocado y la piel todavía sensible al contacto con él, sintió que Max se apartaba de ella y se ponía de rodillas. Los últimos rayos de luz brillaron sobre el húmedo sexo de Max cuando éste se puso los calzoncillos. Echó un vistazo entre los arbustos y se giró hacia ella.

– Te mereces algo mejor que esto, Lola. Si de mí dependiera, ahora nos daríamos un chapuzón y luego volveríamos a empezar, esta vez despacio de verdad -le dijo mientras se abrochaba los pantalones-. Pero no tenemos tiempo, y debemos hablar en serio.

Lola se incorporó y se puso las bragas. Si de ella hubiese dependido, habría permanecido en los brazos de Max, disfrutando de la calma. No quería hablar en serio, pero sabía que tenían que hacerlo. Esa noche no había ocasión de remolonear ni de descansar. Tampoco de darse un chapuzón para volver a empezar.

– No sé cuánto tiempo tardaré en volver. Puede ser una hora, quizá más. Lo importante es que te quedes quieta aquí. No importa lo que oigas ni lo que veas.

Eso quería decir que aunque él tuviese problemas, ella no debía acudir en su ayuda. Lola se puso el vestido y se la abotonó.

– Todavía creo que debería ir contigo.

– No. -Max le sujetó la barbilla con los dedos y le levantó el rostro hacia él-. No puedo protegerte contra cuatro hombres armados. -Max bajó la mano-. Si me sucede cualquier cosa, quiero que hagas lo siguiente.

Lola sacudió la cabeza.

– No va a sucederte nada.

– Quiero que esperes hasta que esos hombres se hayan marchado definitivamente -continuó Max como si no la hubiese escuchado- Entonces, haz una hoguera en la playa. Hazla grande y aliméntala con todo el plástico que encuentres en el Dora Mae. El plástico produce un humo muy negro que se puede ver a distancia. -Max cogió los prismáticos y oteó la playa-. No olvides mantener el fuego vivo durante la noche. Si empapas la arena con el aceite que encontrarás en el barco, te será más fácil.- Bajó los prismáticos y se los dio-. Esos nidos de pájaro que te dije que había visto están muy secos; arderán bien.

– Max…

– Qué.

– No va a pasarte nada -repitió Lola, como si por el mero hecho de decirlo bastantes veces pudiera hacerlo realidad. No quería contemplar siquiera la posibilidad de que le ocurriese algo.

– Espero que no. -Max se puso de pie y la ayudó a levantarse-. Prométeme que no te moverás de aquí.

– Te lo prometo.

Max le puso la mano en la nuca y le dio un beso rápido.

– Cuando venga a buscarte, tienes que estar preparada.

– Lo estaré. -Lola le acarició el brazo-. Prométeme que tendrás cuidado.

– Cariño, siempre tengo cuidado.

Cuando Max se apartó, Lola le apretó el brazo.

– Prométeme que volverás.

Max le tomó la mano y se la besó.

– Haré todo la que pueda -aseguró.


Había solamente dos reglas vitales en todo conflicto, dos principios de guerra que Max seguía: ganar a cualquier precio y descartar el fracaso como opción. Max se había encontrado en demasiados conflictos para no creer en esos dos principios más que nunca.

Se hincó al lado del arroyo que bajaba por la ladera de la colina y recogió un poco de barro con los dedos. Se lo esparció por la frente, el contorno de los ojos, las mejillas y la barbilla. También se embadurnó con él los brazos y las manos.

La música procedente de la playa enmudeció y Max echó una ojeada a través del follaje. Era noche cerrada, así que no contaba con buena visibilidad. Un poco más abajo de donde se encontraba, a la izquierda, vislumbró los destellos de una fogata. Por encima del sonido de las olas, se oían los ruidos y las fanfarronadas típicos de una borrachera. La música latina volvió a sonar. Era el tipo de música con la que Max se había criado, la música que le traía recuerdos de botellas vacías y de ceniceros que se estrellaban contra la pared.

Max avanzó hasta la primera hilera de árboles y se convirtió en una sombra más. Tres de los chicos malos estaban sentados frente al fuego bebiendo mientras que el cuarto estaba repantigado en una de las sillas, aparentemente sin sentido. No veía a Baby, pero la cuerda con que la habían sujetado se encontraba atada todavía a la pata de la silla. Max se agazapó detrás de una palmera y escuchó, observó y esperó.

Los tres tipos que se encontraban frente a la hoguera eran iguales a todos los hombres que se reunían para emborracharse. Se quejaban de sus mujeres y de sus novias, y se quejaban de su trabajo. Se quejaban de lo pesado que era recoger la droga y transportarla a los barcos a tiempo, como si trabajaran para la oficina de correos.

Cuanto más tiempo pasaba escuchando, más bebían y más escandalosos se ponían. Hablaron acerca de la muerte de José Cosella y de la recompensa que su jefe ofrecía por la cabeza del hombre que la había matado. Quinientos mil pesos. Era una pena que nadie tuviera la más remota idea de quién era ese gringo ni de dónde se había metido.

Max se volvió hacia el lugar donde estaba Lola. La distinguió en la oscuridad, sentada, con los codos sobre las rodillas, observando la playa con los prismáticos. El vestido era un lago azul en su regazo y la luna acariciaba sus largas piernas y sus labios carnosos. Centró de nuevo su atención en la playa, pero sus pensamientos no se encontraban por completo en el trabajo. Levantó la mano y se la acercó a la nariz. Todavía estaba allí, entre sus dedos. El olor de Lola Carlyle. El aroma de su sexo. Lo inhaló con fuerza y sintió que su cuerpo reaccionaba. El deseo se le despertó en la entrepierna y la polla se le puso dura debajo de los téjanos. Cerró los ojos y se imaginó que la besaba allí. Allí, entre los muslos, donde ella estaba mojada y lo deseaba. Lo deseaba a él.

Si alguien le hubiese dicho que algún día él tendría una relación sexual con Lola Carlyle mientras unos traficantes de droga se montaban una fiesta no muy lejos, se habría partido de risa. Max se había considerado siempre un chico afortunado, pues había sobrevivido a muchas circunstancias extremas, pero nunca habría pensado que lo fuese tanto.

Desde el día que había requisado el Dora Mae, Max se la había imaginado desnuda debajo de su cuerpo. Se la había imaginado como la culminación de la fantasía de cualquier hombre. Había imaginado que Maximilian Zamora, hijo de un inmigrante cubano alcohólico, follaba con una supermodelo.

Max cerró el puño y bajó la mano. Había sido poco previsor. Lo habían pillado con la guardia baja, la cual no era frecuente. No tenía ninguna sensación de triunfo masculino. No tenía ninguna prisa por contárselo los colegas. Sólo sabía que se había dejado arrastrar por la lascivia en circunstancias extremadamente peligrosas. Había ido demasiado lejos y, si se presentaba una nueva oportunidad, volvería a hacerlo, una y otra vez.

Max se quedó sentado en las sombras durante media hora más y luego desanduvo el camino entre los árboles y arbustos y se dirigió a un punto donde la isla se curvaba y la playa se perdía de vista. Si había algo en lo que Max siempre había confiado, era su instinto; pero últimamente su instinto estaba fallando. Le había fallado durante la operación en Nassau y le había fallado respecto a Lola también. O quizá no era que su instinto le fallase, sino que él no lo escuchaba.

Las olas le lamieron la punta de las botas cuando se agachó para sacar el cuchillo de la caña de la bota. En el caso de Lola, la última posibilidad parecía la acertada. La deseaba y, por mucho que se dijera a sí mismo que eso podía conducirlo a la muerte, no prestaba atención.

Ahora que ya había estado con ella, sabía sin sombra de duda que había sido un error, y no por la amenaza física que conllevaba. Hacer el amor con Lola Carlyle no había sido lo espectacular que se había imaginado. No había sido lo lascivo que podían ser mil fantasías sexuales diferentes. No, había sido mejor. Mucho mejor. Estar con ella, mirarla a la cara mientras penetraba su húmedo y cálido cuerpo, lo había hecho atisbar algo mucho más fuerte que el sexo. Algo más fuerte que el deseo que nacía en la entrepierna y marcaba el ritmo y la profundidad. Poseerla hasta el punto de que ella no supiese dónde empezaba él y dónde terminaba ella le había hecho entrever la que podía ser su vida junto a ella. Y, durante unos instantes, se había prestado a eso. Había permitido que ese sentimiento se le instalara en el pecho, le quitara el aliento y le robara la razón.

Pero no había sido más que un destello. Una fantasía, después de todo. En la vida real, Max no era un chico «para siempre» y Lola no era el tipo de mujer que se quedaría con alguien como él, un hombre que no podía garantizar que estaría allí al día siguiente.

Max se adentró en el agua y apartó esos pensamientos de su mente. Lola era una civil, exactamente igual que cualquier otro civil. Y ése era su trabajo, exactamente igual que tantos otros que había realizado. Los años de disciplina le habían enseñado a distanciarse de todo excepto de lo necesario. Cuando las olas le llegaron al pecho, Max se colocó el cuchillo entre los dientes para no perderlo y empezó a nadar. Recorrió unos ciento cincuenta metros procurando que lo único que emergiese del agua fuera su cabeza a la altura de los ojos. No provocó la más mínima perturbación en la superficie mientras nadaba paralelamente a la costa.

En la distancia, el Dora Mae semejaba una enorme ballena embarrancada, un desecho triste, patético. Cuanto más se acercaba, más se parecía esa silueta a un yate, pero no por ello resultaba menos triste o patético. La planeadora se encontraba fondeada unos seis metros a la izquierda del yate, pero sobresalía tan poco del agua que Max no la habría visto si no hubiera sabido dónde se encontraba.

La lancha se mecía suavemente sobre las olas cuando Max la alcanzó y subió a ella. Se sacó el cuchillo de la boca y esperó unos momentos a que la vista se le acostumbrara a la luz del interior del casco. Había tres barriles de plástico en el lado de estribor, junto a la que parecía ser una caja de municiones del ejército. Max echó un vistazo a la playa y divisó a los cuatro hombres. Entonces levantó la tapa.

Bingo. Un alijo de todo tipo de armas. A la luz de la luna, Max distinguió varias ametralladoras MP4, pero no encontró munición. Había aproximadamente una docena de cartuchos de dinamita y de cabezas detonadoras, pero sonrió cuando su mano topó con algo.

«Hola», susurró mientras sacaba una de sus armas favoritas: un rifle calibre 50 con mira telescópica. En cuanto terminó el entrenamiento en las Fuerzas Especiales de la Marina y obtuvo su título, lo enviaron a entrenarse como francotirador en Fort Bragg.

Max había pasado meses escondido entre las malas hierbas de Carolina del Norte disparando a blancos de papel y vehículos de mentira mientras las pulgas se cebaban en sus pantorrillas y muñecas. Unos cuantos años después había puesto en práctica ese entrenamiento en la operación Tormenta del Desierto, donde abatió objetivos necesarios y aprendió muchas cosas sobre la vida y la muerte.

Entonces era sólo un niño.

Era imposible adivinar para qué querían esos chicos de la playa un arma capaz de abrir un boquete considerable desde una distancia de dos kilómetros y medio. Max hizo un rápido inventario de la que tenía y de lo que no tenía. No tenía munición para las MP4, y se imaginó que esos hombres la habían gastado toda disparando contra los árboles. No tenía detonante para la dinamita, pero en la caja encontró balas del calibre 50.

Después de echar un rápido vistazo a la playa, se deslizó por la borda de la lancha y, sosteniendo el rifle y la munición por encima de su cabeza, nadó hasta el Dora Mae. El interior del yate estaba oscuro como una tumba, excepto por los pocos rayos de luz que se filtraban por las ventanas. El hecho de que el barco hubiese sido saqueado y que todo se encontrara desparramado por todas partes no mejoraba precisamente las cosas. Se encaminó al camarote y, en el trayecto, notó que sus botas pisaban cristales. Tardó menos de un minuto en encontrar lo que estaba buscando. Se guardó media docena de condones en el bolsillo, abrió varios de ellos y cubrió el rifle con el látex. Luego metió las balas en el último condón y lo ató. De nuevo, abandonó el yate.

Mientras se sumergía en el mar y se dirigía de nuevo hacia la lancha rápida, Max sintió alivio. De nuevo, se encontraba en territorio familiar. Las cosas, definitivamente, empezaban a mejorar. Todo lo que le quedaba por hacer era arrancar a Baby Doll Carlyle de debajo de una silla vigilada por un traficante de drogas inconsciente, llevar a Lola y al perro a la lancha sin que los malos se dieran cuenta y poner rumbo a las Bahamas. Sería un juego de niños.

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