CAPÍTULO 11

Lola llegó al Hospital Central de los Cayos de Florida aproximadamente a las dos de la madrugada. Era la primera vez en muchos días que sabía qué hora era. Le asignaron una habitación individual para que estuviera en observación durante la noche. Sentía los brazos y las piernas muy pesados y no podía levantarlos. Se preguntó por qué no se moría de ganas de saltar de alegría. Había estado esperando ese momento desde el sábado por la noche. Había pasado un infierno, había tenido que luchar para sobrevivir, y ahora no sentía más que aturdimiento. En esos momentos, tenía insensible algo más que las puntas de los dedos de las manos y de los pies.

Un estado letárgico se había apoderado de ella desde el momento en que ella y Max habían empezado a alejarse de la isla, y ese estado había ido empeorando cada hora. Pensó que debía de estar relacionado con la adrenalina que había consumido todas sus energías. Además, sólo había disfrutado de una comida decente en varios días.

No estaba segura de cuánto tiempo habían estado a bordo de la lancha de los traficantes de droga, pero cuando ella y Max subieron al bote de los guardacostas, el médico de a bordo la había examinado y le había diagnosticado hipotermia, deshidratación y agotamiento. El agotamiento era algo que ella misma podría haberse diagnosticado. Eso era fácil de detectar, pero la hipotermia y la deshidratación la habían sorprendido. En especial la deshidratación, porque todavía tenía el sujetador y las bragas empapados.

Le habían puesto el gota a gota y la habían obligado a quedarse tumbada en la enfermería. Mientras, Max había estado charlando con el comandante en algún lugar del puente. Se había quedado sola, pero por lo menos tenía a Baby consigo.

Cuando llegaron al puesto de guardacostas, Lola se sentía peor. Estaba tan cansada que le costaba pensar. Una ambulancia la esperaba, y la trasladaron hasta allí en una camilla, todavía envuelta en la manta que Max le había dado.

Alguien le quitó a Baby de los brazos y Lola rogó que lo dejaran con ella, pero fue en vano. Le aseguraron que le darían comida, bebida y una excelente atención médica en el centro de acogida de animales local.

Max habría podido hacer algo para que no se llevasen a Baby de su lado. Podría haberlos intimidado con la mirada, simplemente, pero Lola no veía a Max por ninguna parte. Se sentía extremadamente débil y desorientada y, aunque veía todo la que ocurría alrededor, era incapaz de encontrarle sentido.

Se fijó en el personal militar y médico, pero nada de lo que veía le resultaba familiar. Dirigió la vista más allá de las luces que iluminaban las instalaciones buscando a Max, ya que no podía controlar nada de la que le sucedía. Estaba segura de que si lo encontraba, él lo arreglaría todo. Pero no lo veía por ninguna parte.

Al fin, mientras la subían a la ambulancia, Lola distinguió a Max. Este le dirigió un rápido gesto de despedida y subió a un coche que le estaba esperando. Desapareció tras unas ventanillas oscuras y, luego, se marchó. Lola sintió un pánico inesperado en la boca del estómago y se dijo a sí misma que todo iba bien. Ahora se encontraba a salvo y no dependía de Max. Ya no lo necesitaba.

Entonces ¿por qué se sentía así? Incluso ahora, que estaba en un cómodo hospital y en una cálida cama, ¿por qué sentía que la necesitaba tanto?

– ¿Cómo se encuentra? -Una enfermera con una bata malva y turquesa le tomó el pulso.

«Confundida», pensó.

– Cansada -respondió y, mientras se rascaba el cuello añadió-: Y devorada por los bichos.

– Le traeré un poco de calamina -le dijo la enfermera y le soltó la muñeca.

Poco después de su llegada al hospital, habían avisado a sus padres y le habían comunicado que éstos se encontraban ya en camino hacia Florida.

– Podré irme cuando mis padres lleguen, ¿verdad?

– Eso tendrá que preguntárselo al médico. -La enfermera anotó algo en el informe de Lola- La cocina está cerrada, pero tenemos algo para picar en la nevera del fondo del pasillo. Si tiene hambre, tenemos pudin y zumos.

La confusión y el hambre le hicieron recordar que en los últimos días sólo había comido un poco de queso con galletas saladas. Tenía las manos y los pies fríos y sentía un vacío por dentro, como si fuera a desmayarse. No era en absoluto una sensación nueva, pero por primera vez en mucho tiempo oyó esa voz íntima y familiar que le decía que si no comía esa noche habría perdido un kilo al día siguiente.

– En realidad me muero de hambre, así que comeré la que haya.

– Voy a ver qué encuentro. -La enfermera sonrió y se giró hacia la puerta.

– ¿Hay alguien esperando para visitarme? -le preguntó Lola antes de que saliera.

La enfermera asomó la cabeza por la puerta y miró en ambas direcciones.

– No. Antes había un sheriff, pero parece que se ha marchado.

Lola sabía a quién se refería. Ese hombre había querido hacerle unas preguntas sobre lo ocurrido durante los últimos días, pero ella la había aplazado hasta la mañana siguiente. Al principio él había insistido, pero al final se había dado por vencido. Lola supuso que el hombre había cedido porque su aspecto era fiel reflejo de su malestar, pero le daba igual. Estaba cansada de verdad, pero por encima de su agotamiento, quería hablar con Max antes de declarar nada.

– ¿Ha visto a un hombre alto con un ojo morado y el pelo negro?

– No, creo que me acordaría de alguien así -contestó la enfermera y abandonó la habitación, haciendo rechinar la suela de goma de los zuecos sobre el suelo de linóleo a cada paso.

Lola se rascó una picadura de insecto que tenía en el cuello y luego el dorso de la mano, donde tenía la aguja del gota a gota. La enfermera le trajo una sopa de verduras, un trozo de pan, un poco de pastel y una Coca Cola. Después de comer, apartó la bandeja y pensó en Max. Se preguntaba adonde lo habrían llevado y cuándo volvería a verlo. No tenía la menor duda de que él le haría una visita antes de que se fuera del estado. Habían pasado demasiadas cosas juntos como para que se marchara sin decirle nada. Él le había salvado la vida y, además, habían hecho el amor. Y sí, Lola sabía que eso no había sido una muestra de amor para ninguno de los dos pero había sido una comunicación íntima de la que nunca se arrepentiría. Y de la que nunca se olvidaría, sobre todo porque había sido el único hombre a quien le había rogado que se acostara con ella. Bueno, quizá no rogado, pero sí había tenido que convencerlo.

Lola intentó permanecer despierta por si él venía, pero el agotamiento pudo con ella. Soñó que iba al centro de acogida de animales a recoger a Baby y que ambos quedaban atrapados allí. En ese sueño, Lola aporreaba la puerta del centro y llamaba a Max, pero éste no acudía. La despertó una suave y familiar voz con acento sureño:

– ¿Lola Faith?

Lola abrió los párpados y miró a los pies de la cama. Vio los ojos hinchados de su padre. Los tenía rojos y húmedos, como si llevase días sin dormir. Tenía las mejillas pálidas y las arrugas de la frente más pronunciadas.

A su lado se encontraba su madre, con un pañuelo de seda sobre el pelo rubio, que por lo general llevaba perfectamente peinado en forma de globo. Pero ahora, un lado del globo estaba deshinchado y unos mechones desordenados le caían sobre la frente. Tenía las ojeras muy pronunciadas y los labios pálidos.

Lola se deshizo en lágrimas. No era el lloriqueo de una adolescente: Soltaba sollozos largos, de dolor, como cuando tenía ocho años y su padre la había dejado por accidente en la gasolinera. El pánico la invadió en cuanto se dio cuenta de que se había ido, y cuando él regresó a buscarla experimentó un alivio tremendo. Ahora se sentía igual, a los treinta años, y tomar conciencia del sufrimiento que había causado la hacía sentirse peor. Parecía que ambos habían envejecido diez años desde la última vez que los había visto, una semana antes.

Su madre se apresuró a enjugarle las lágrimas de las mejillas.

– Ahora estarás bien. Mamá y papá han venido para llevarte a casa.

– Me han quitado a Baby -lloró Lola-. Y lo han dejado en el centro de acogida.

– Traeremos a Baby de vuelta. -Su padre le dio unas palmadas en la rodilla-. Luego vendrás a casa y te quedarás con nosotros unos cuantos días.

Lola tenía un millón de cosas que hacer. Tenía un negocio que dirigir. Sí, había gente muy capaz que podía encargarse de ello durante su ausencia, pero Lola Wear Inc. le pertenecía. Quería hablar con el departamento comercial y con marketing para obtener las cifras del nuevo catálogo. Estaban preparándose para participar en una feria que se celebraría al cabo de tres meses y quería echar un vistazo a los esbozos preliminares del stand. Pero al ver el rostro de sus padres, se dio cuenta de que necesitaban mimarla un poco para asegurarse de que estaba bien. Y quizás ella lo necesitara también.

– ¿Prepararás tu plato especial de macarrones con queso y salchichas?

Su madre esbozó una sonrisa temblorosa.

– También te haré tu pastel de nueces.

A pesar del llanto, Lola también sonrió. Por primera vez desde que había empezado todo, sintió que estaba en casa de nuevo. Pero había algo que no la dejaba disfrutar por entero del regreso. Le faltaba algo.

Max. No tenía idea de dónde se encontraba ni de por qué no se había puesto en contacto con ella.

– Hemos estado muertos de preocupación -le dijo su madre-. La reunión familiar de los Carlyle será este domingo, ¿te acuerdas? Todo el mundo estará encantado de verte.

Lola sintió de repente un pinchazo de dolor en la frente. Había sobrevivido a una tormenta en el mar y había escapado de los traficantes de droga sólo para encontrarse cara a cara con la horrorosa tía Wynonna y su cazuela de guisantes. Y esta vez, Lola tendría que enfrentarse sola al peligro porque Max se encontraba «desaparecido en acción».


En la base aeronaval de Cayo Hueso, Max solicitó una línea segura para ponerse en contacto con Washington. El hecho de que el general Winter fuese el primero en responder fue el primer indicio del problema en que se encontraba Max. Lo segundo fue el helicóptero Pavehawk que lo recogió y la llevó inmediatamente al Pentágono.

Una vez allí, el personal de seguridad lo condujo a un despacho de la cuarta planta. De día, se dominaba desde allí una hermosa vista del Potomac y del monumento a Jefferson. La vista de ese monumento iluminado por la noche tampoco estaba mal.

Habitualmente, Max se reunía con el general en una pequeña habitación del sótano. Ésta era la segunda vez que invitaba a Max a ese despacho. Por ese motivo y por la hora avanzada que era, Max sabía que estaba metido en líos y se preparó para recibir una dura reprimenda.

El general Richard Winter estaba sentado detrás de su enorme mesa de caoba, sobre la que descansaban una pantalla de ordenador, en un extremo, y un águila de bronce en el otro. Durante media hora, con los huesos molidos, Max explicó todo lo sucedido desde que abandonó Nassau el sábado anterior. Bueno, quizá no todo. Omitió unos cuantos detalles personales relativos a su comportamiento con Lola.

El general lo escuchó y luego le largó una diatriba. El general Winter era calvo como una bola de billar, tenía las cejas muy pobladas y llevaba gafas bifocales. Era el único hombre que Max había conocido capaz de montar en cólera sin pestañear. Era una táctica extraña concebida para asustar a los hombres.

– Se suponía que esta vez debía ceñirse a la planeado, Max. ¡Las directrices eran claras!

– Cuando la información que se me da es inservible, no hay plan que valga. Y, por lo que a mí se refiere, sólo existe una directriz: hacer el trabajo y salir volando, señor. No he fallado. La información que recibí era errónea.

Max nunca llegaría a saber si el general estaba de acuerdo con eso o no, pues continuó atronándole los oídos con todos los calificativos posibles. Algunos en especial le gustaban tanto que los repitió una y otra vez. Los favoritos eran «descerebrado» y «gilipollas». Al terminar, el general esperaba que Max se hubiera encogido de miedo ante este acto de intimidación verbal. Tendría que haberlo conocido mejor.

– Eso es lo que me gusta de usted, general Winter -le dijo Max con una sonrisa-. Se toma su tiempo para halagarme antes de joderme vivo.

Detrás de las gafas bifocales, el general, por fin, parpadeó.

– Descanse, Zamora -le ordenó, y Max se sentó frente al escritorio, en una silla incómoda. Supuso que eso pretendía el general.

– No es para tomárselo a broma -continuó, si bien en un tono de voz un poco más sosegado- Usted requisó un barco con una civil a bordo.

– Le expliqué que mi visión era deficiente y que pensé que yo era el único a bordo.

– Pero el hecho sigue siendo que usted secuestró a una famosa modelo de ropa interior y que ha estado incomunicado durante cuatro días. A la deriva en el Atlántico, según dice.

– Sí, señor.

– Ha provocado usted un jodido incidente que el Gobierno tendrá que negar.

– ¿Y eso por qué, señor? -preguntó, aunque adivinaba la respuesta.

– Desde el mismo instante en que se confirmó la desaparición de la señorita Carlyle, los medios difundieron la noticia por todo el país y por media Europa.

Sí, eso se imaginaba.

– Ahora todos querrán saber la historia. Posiblemente la invitarán al programa de Letteman. -El general se inclinó hacia delante y fijó la mirada en Max-. Usted ha pasado un tiempo con ella. ¿Cómo podemos conseguir que se quede calladita?

– Es una mujer inteligente. Sabe lo de los Cosella, y le recordaré que no le conviene reconocer su relación con nada de lo sucedido en las Bahamas. Hablaré con ella.

– Negativo, Max.

– Me escuchará -insistió Max, con más convicción de la que sentía.

Lo cierto era que, ahora que ella había tenido un tiempo para pensar a solas, no estaba tan seguro que ella no quisiera presentar cargos contra él.

– Quiero que se mantenga alejado de la señorita Carlyle y totalmente al margen de todo esto, Max. La oficina se encargará de la situación. -El general se levantó. Tema cerrado. Fin de la entrevista-. Creo que tiene algo para mí, ¿no?

Max se puso de pie y se llevó la mano a la espalda, de donde sacó el mapa y el libro de contabilidad que había encontrado en la lancha, y dejó el mapa encima de la mesa.

– Encontrarán a cuatro de los traficantes de André Cosella en estas coordenadas.

– ¿Muertos?

– No lo creo.

Luego, Max dejó sobre la mesa el libro. Le había echado un buen vistazo en la lancha. No le había costado mucho darse cuenta de qué tenía en las manos y qué significaba. El libro recogía fechas, horas, posición de alijos de droga, descripciones y cantidades y los nombres de los barcos. Estaba escrito en español, y Max había decidido apaciguar al general con esa información en lugar de entregar el libro a los guardacostas.

Las relaciones públicas de los militares no marchaban bien últimamente, y él estaba ofreciéndoles una magnífica oportunidad de mejorar su imagen ante los ciudadanos. Si no la jodian, cosa que siempre podía ocurrir al tratar con los chupatintas.

– Creo que esto le parecerá interesante, señor.

El general Winter ojeó el libro encuadernado en piel y luego levantó la vista.

– Ésta es la razón por la que le aguanto, Max -dijo mientras pulsaba un botón del interfono-. Tiene usted más vidas que un gato, y más suerte que un irlandés. Ahora, váyase y hágase una revisión.

Max rechazó la orden del general sobre la atención médica y se dejó escoltar fuera de la habitación por el personal de seguridad. Bajó en ascensor hasta el aparcamiento donde un Cadillac negro lo esperaba. Una vez en el asiento trasero del coche, reposó la cabeza en él y se relajó por primera vez desde aquel almuerzo con Lola en el Dora Mae. Pero no se relajó del todo por miedo a quedarse dormido. Las luces de la ciudad pasaban veloces al otro lado de la ventanilla y el rumor de los neumáticos húmedos sobre el pavimento llenaba el interior del coche. Esa vista y esos ruidos le eran familiares y le recordaron que ya estaba en casa. Casi.

Después de un breve recorrido de quince minutos, el Cadillac se detuvo delante de la casa de doscientos años de antigüedad que Max tenía en Alexandria. Ahora estaba en casa. Por fin. Max salió del coche y dio unos golpecitos en el techo del automóvil. El Cadillac se alejó salpicando el agua de los charcos a su paso. Las luces exteriores de la casa estaban encendidas, tal y como las había programado, pero en el porche había cuatro números consecutivos del Journal. Max no había previsto ausentarse más de un día y, por tanto, no había cancelado el servicio.

No tenía llave. No la necesitaba. Cuando compró la casa, tres años atrás, diseñó e instaló su propio sistema de seguridad.

Un teclado numérico en el interior y en el exterior controlaba los detectores de movimiento, las luces exteriores y las cerraduras de las puertas. Max subió la escalera de la puerta principal, abrió el teclado numérico y marcó su código. Recogió los periódicos empapados y atravesó la oscuridad de la casa hasta la cocina. Sacó la basura de debajo del fregadero y tiró los periódicos.

La luz pálida de la luna y del porche trasero se colaba por la ventana que había encima del fregadero e iluminaba las encimeras de color rojo estilo años cuarenta, el papel de pared de un rosa cálido y la cafetera cromada. Excepto por la instalación del sistema de seguridad y ventilación de los dos baños, no había realizado las reformas que había planeado.

Sin encender las luces, Max subió las escaleras hasta la habitación del primer piso. El suelo de madera crujía bajo su peso. Max se sentó en un extremo de la cama para quitarse las botas. Había estado despierto durante cuarenta y ocho horas y ahora, inesperadamente, le vinieron a la memoria imágenes de Lola. De cuando ella se bañaba en la plataforma de baño del Dora Mae. De cuando él la besó en la cubierta de popa. De cuando la estrechó en sus brazos mientras la tormenta amenazaba con tragarse el yate, de cuando acarició y besó sus pechos desnudos, de cuando le hizo el amor mientras el sol se ponía en una isla desconocida de algún lugar del Atlántico. Cálidos recuerdos e imágenes desfilaron por su mente, y él estaba demasiado cansado para resistirse.

Se quitó la ropa y se quedó de pie totalmente desnudo. La luz exterior que se colaba por la persiana proyectaba sombras rayadas en el suelo e iluminaba una parte de la cómoda. Max pasó por encima de un montón de ropa y alcanzó un maltrecho medallón de san Cristóbal que colgaba del espejo. Levantó los brazos y se pasó el medallón por la cabeza. Había pertenecido a su padre, y el contacto frío del metal en el pecho era una sensación familiar.

Las sábanas limpias le acariciaron la piel, y Max se preguntó si Lola estaría durmiendo plácidamente allí donde se encontrase. La última vez que la vio estaba pálida y parecía agotada, así que Max se imaginaba que la habrían mantenido en el hospital bajo observación.

Pensó en llamar a Cayo Hueso para informarse de su estado. Luego cambió de idea. Sería mejor cortar por lo sano. Permanecer fuera de su vida. No porque el general Winter se lo hubiera dicho, sino porque a pesar de que la responsabilidad hacia Lola y su perro le había pesado mucho, había llegado a necesitarla. Había algo especial en la calidez de sus ojos, en la manera en que lo miraba, en la forma en que había compartido con él su vida y su cuerpo. Era algo que le ensanchaba el pecho, que había penetrado en un rincón muy profundo de su alma que no conocía. Era algo que lo inducía a un estado temerario y lo incitaba a obrar en contra del sentido común y a hacerle el amor a pesar del peligro en que se encontraban. Era algo que anulaba la razón y la prudencia, y que le provocaba un anhelo de que todo eso volviera a suceder de nuevo.

Max la había salvado de morir ahogada, y también de los traficantes de drogas. Pero él no había sido tan afortunado. No había sido capaz de salvarse a sí mismo de ella.

Definitivamente, era mejor para ambos que él se mantuviera apartado de su camino.

Ella no tenía cabida en la vida de él, y, por supuesto, él no encajaba en estilo de vida de ella.


Una de las consecuencias positivas de su desaparición fue el revuelo que suscitó en la prensa. El mismo día en que se difundió la noticia de su desaparición, las líneas de bustiers delicadamente bordados y de camisones de seda con calados de rosas y tangas a juego se agotaron y ahora había pedidos en espera. Durante esos cuatro días, las ventas por catálogo habían sobrepasado todas las expectativas en un sesenta y tres por ciento.

El negocio florecía. La vida era agradable e incluso el Enquirer se había tomado un descanso y ya no la llamaba «peso pesado». Ahora los titulares decían: «La tetuda Lola aparece por fin.» Prefería «tetuda» a «peso pesado» o «gran Lola».

El Enquirer había inventado una historia acerca de una fuga pasional con un extraño hombre que Lola habría conocido en el casino del Crystal Palace. Otro periódico especulaba acerca de la posibilidad de que Lola se hubiera escondido a causa de una desgraciada operación de cirugía plástica. Pero la tesis favorita de Lola era la de un periódico que contaba que había sido abducida por los extraterrestres y que ahora vivía en un pueblecito del noroeste.

Todas esas especulaciones le habían dado más fama de la que ella habría podido comprar nunca, y tuvo que aumentar la producción del Cleavage Clicker para satisfacer la demanda.

Las oficinas de Lola Wear Inc. se distribuían por un espacio de mil metros cuadrados en uno de los cinco almacenes de tabaco restaurados que había en el centro de Durham. Esa zona en plena decadencia se había transformado en una ecléctica mezcla de negocios, oficinas y apartamentos. Lola había tomado en arrendamiento el espacio no sólo porque se ajustaba a sus necesidades, sino porque formaba parte de su historia. Ella tenía un vínculo con ese lugar. Muchos de sus parientes habían trabajado en ese mismo almacén, fabricando mecánicamente Chesterfields hasta que se produjeron los despidos de finales de los años setenta. A veces, especialmente los días en que había humedad, casi se podía oler el dulce aroma de las hojas de tabaco.

Ansiosa por volver a su vida normal, Lola regresó a su casa y a su trabajo el primer viernes después de que la rescatasen del Atlántico. Pero hacia las dos del mediodía, ya no se sentía tan segura de que hubiese hecho bien al volver tan pronto. Había necesitado toda la mañana y parte del mediodía para ponerse al corriente de lo sucedido desde el sábado anterior. Ahora, estaba tan cansada que lo único que le apetecía era tumbarse a hechar la siesta.

En lugar de eso, cerró la puerta de la oficina para hacer saber a todo el mundo que quería disponer de un poco de tiempo para sí. Todo el mundo asomaba la cabeza por esa puerta cada cinco minutos con cualquier excusa tonta o cualquier pregunta. Lola sabía que sólo querían asegurarse de que de verdad estaba viva y de que había vuelto al trabajo. Era muy amable de su parte, pero un poco abrumador.

Lola quería lanzar en primavera una nueva línea de bragas y sujetadores sin costuras y sin aros y, además, tenía que revisar los esbozos del stand de promoción de la feria que se celebraría en Madison Square Garden. La línea de lencería de microfibra era obra de la diseñadora principal, Gina, y tenía un gran potencial de ventas. Ese tejido de alta tecnología transpiraba, se adaptaba al cuerpo y tenía sólo un inconveniente. Ese sujetador sólo se podía confeccionar hasta la talla 90, a pesar de que la empresa que tenía la patente del tejido aseguraba que soportaba hasta la talla 95. Lola en persona había querido comprobarlo y no había quedado satisfecha. Lola Wear Inc. tendría que añadir un aro a todos los sujetadores sin costuras de la talla 95.

Lola se sentó en su sillón de piel, frente a su mesa de trabajo, y se quitó las zapatillas amarillas Manolo Blahnik. Con los pies descalzos encima de la alfombra, empezó a estudiar los borradores. Cuanto más los observaba, más le parecía que algo estaba mal. Faltaba algo que no era capaz de definir.

La vista se le nubló, y Lola se masajeó las sienes. Le dolía la cabeza y, además, esa mañana le había venido la regla y tenía calambres. Quizás ése fuera el problema. Fuera cual fuese la causa, se le antojaba muy extraño encontrarse en su oficina otra vez, casi como si su vida real estuviese a bordo del Dora Mae, como si su vida en ese despacho no fuera real. Pero los hechos decían lo contrario. Ésta era su vida. Esto era real. Encontrarse a bordo de un barco a la deriva, sobrevivir a una tormenta en el mar o escapar en una lancha de unos traficantes de droga, ninguna de estas cosas formaban parte de su vida. La horrible mezcla de emociones que albergaba hacia Max, la terrible sensación de que no podría sobrevivir sin él, eran cosas que todavía se encontraban presentes allí, en los márgenes de su condensa, como un rayo de luz inaprehensible o un retazo de conversación casi inaudible.

Por otro lado, a veces se preguntaba si el tiempo que había compartido con Max no había sido sólo un sueño. Ahora que él no estaba a su lado, no había nada que demostrase que ese tiempo pasado con él hubiera sido real. Nada excepto la ramita de guayaco trenzada alrededor de su pantorrilla. Las flores moradas se habían caído, y sólo unas cuantas hojas le recordaban la noche en que él se la había puesto.

Durante la mayor parte del tiempo, Lola se sentía confundida, como flotando en el aire. Esperando. Esperando recibir noticias de él. Y cada vez que sonaba el teléfono y no era él, Lola se quedaba frustrada y decepcionada.

Paseó la mirada por la oficina, por los objetos que ella misma había escogido para decorarla, desde las cortinas de color azul y lavanda hasta las prímulas que había plantado en pequeños tiestos colocados en puntos estratégicos del aparador blanco, así como en una esquina de su mesa Luis XIII.

También había elegido el ventilador de techo que silenciosamente hacía circular el aire de la habitación, y las sillas adamascadas de color crema estilo reina Ana. Los colores y los diseños se combinaban para crear un delicado espacio femenino. Todo se encontraba exactamente como lo había dejado. A pesar de ello, todo presentaba un cariz distinto.

Tenía un bonito bronceado en las piernas del tiempo que había pasado en el Dora Mae a la búsqueda de un barco que los rescatase, y no había querido ponerse medias a pesar de que siempre le había parecido que no llevarlas era vulgar. Su ropa también le parecía distinta. El vestido rojo sin mangas le venía más holgado de la normal a la altura de las caderas, y no podía soportar los zapatos. Pero no se trataba de que no llevara medias, o zapatos, o de que hubiese perdido peso. Era algo más.

Alguien llamó suavemente a la puerta y la jefa de oficina, Rose McGraw, asomó la cabeza:

– ¿Tienes un minuto?

Lola bajó las manos, abatida.

– Por supuesto.

– Necesito tu aprobación para estas compras. -Y le puso una carpeta encima del escritorio.

Lola la abrió y echó un vistazo a la lista de material de oficina. Lo primero que se preguntó fue: «¿Por qué me molesta Rose con esto?» La respuesta se le ocurrió antes de que acabara de formular la pregunta: «Porque a ti te gusta controlar todos los aspectos del negocio, desde las estrategia y los objetivos hasta los sujetapapeles» Cerró la carpeta casi antes de empezar a mirar la lista. Había contratado a gente muy competente, y el negocio que había iniciado por sí misma ya no la necesitaba tanto. Le había hecho falta encontrarse a la deriva en el Dora Mae para darse cuenta de que no tenía que controlarlo todo.

– Parece que está bien -le dijo.

Durante una temporada, la compra de material se había restringido a lo mínimo indispensable, pero esos tiempos habían pasado. Ya no necesitaba restringirlo todo tanto.

– Eres una mujer competente. Por eso te contraté. No necesitas mi aprobación sobre la tinta de impresora y el papel de la copiadora.

El rostro de Rose expresó una mezcla de confusión y alivio.

– ¿Estás segura de que no quieres revisarlo?

– Estoy segura.

– ¿Te encuentras bien? -inquirió Rose.

– Sí, gracias.

– Has pasado por un infierno.

Rose no lo sabía bien. Nadie lo sabía. Nadie conocía la verdad. Nadie excepto ella y Max. Durante los primeros días, que pasó junto a sus padres, Lola se confió un poco a ellos. Les dijo que Max estaba con ella en el Dora Mae, pero no les contó todo. No les dijo que él la había secuestrado. Omitió muchos detalles porque sus padres ya estaban bastante preocupados, y eso que no sabían que había estado en peligro de muerte en tres ocasiones en un período de pocos días.

La historia que refirió a la prensa era una versión dulcificada de la verdad. Cuando salió del hospital y se encontró con los periodistas, les dijo que se había quedado atrapada y a la deriva durante un paseo en yate por el Atlántico. Nada más.

– Estoy bien -le respondió a Rose, pero no estaba muy segura de que eso fuera verdad. Lo era, pero era una verdad a la que no estaba acostumbrada. Lo cual no tenía ningún sentido y era una señal de que, obviamente, había perdido la cabeza. Lola consiguió esbozar una sonrisa un poco más sincera-: Gracias.

Rose abandonó el despacho, cerró la puerta a su espalda, y el sonido de las suelas de sus zapatillas se alejó por el pasillo. Lola apoyó los codos sobre la mesa y hundió la cara entre las manos.

Ya antes de abandonar el hospital, había recibido la visita de dos caballeros de aspecto oficial que insistieron en la necesidad de que guardase cierta discreción. Apelaron a su sentimiento patriótico y su prudencia. Esos hombres habrían podido ahorrarse el viaje y la saliva. Lola no era tonta. No necesitaba que el FBI, la CIA o cualquier otro organismo le recordaran que su vida podía correr peligro si revelaba dónde había estado, había visto y con quién la había visto. Lola sabía que no podía hablar de ello con nadie. Con nadie excepto con Max, pero tampoco podía hablar con él porque no sabía cómo ponerse en contacto con él; y él no se había puesto en contacto con ella.

Lola suspiró profundamente y alcanzó el calendario de mesa. Antes de marcharse a las Bahamas había organizado su agenda para los cuatro meses siguientes. Los días estaban ocupados en reuniones y comidas. Algunas de ellas eran importantes y otras no. Ninguna de ellas era cuestión de vida o muerte.

Levantó la vista: quizá se trataba de eso. Su vida resultaba decepcionante. Ahora que no se encontraba en peligro y que no necesitaba que un hombre fuerte la salvara, quizá la vida le parecía aburrida.

A las tres y diez, Lola se puso los zapatos, cogió el bolso a juego y se dirigió a su cita de las tres y media en el salón de belleza. Allí le aplicaron un masaje completo y un tratamiento herbal, le depilaron las cejas, le hicieron la manicura y le pintaron las uñas de los pies con laca rosa y margaritas blancas.

Cuando acabaron con la pedicura, Lola se miró en el espejo y pidió que le cortaran el pelo: corto. Escogió un color parecido al de la mantequilla para que le hicieran mechas y cuando estuvo lista, unos rizos rubios le caían por la nuca y le rozaban la punta de las orejas. El corte le realzaba los ojos y les daba una expresión dramática. Se pasó los dedos por el cabello corto y sonrió. De alguna manera, sentía que ese corte reflejaba su auténtico yo, fuera quien fuese.

En cuanto llegó con el BMW a su garaje, Baby emitió una serie de ladridos desde dentro de la casa. Cuando Lola entró, el perro la recibió con alegres saltos y la siguió pegado a sus talones mientras ella se dirigía a la cocina, dejaba las bolsas de la compra y colocaba un jarrón de tulipanes y de rosas blancas en la encimera. Ese día Baby llevaba una camiseta sin mangas con la frase: «Malo hasta la médula.» Lola la sujetó entre sus brazos y le rascó la cabeza.

– ¿Qué te parece mi pelo?

Baby le lamió las mejillas, temblando de emoción.

– Eres un perrito con mucho estilo. Sabía que te gustaría.

El teléfono sonó, y en cuanto Lola oyó la voz de su madre recordándole la reunión de los Carlyle, se dio cuenta que había deseado que fuera Max. Otra vez. Pero no la era, y la decepción se transformó en enfado.

El enfado se prolongó durante los cinco minutos de conversación y, cuando finalmente colgó, se quitó los zapatos rojos y, con cuidado, se desprendió la ramita de guayaco de la pantorrilla. Lo único que quería era olvidarse de Max Zamora, así que dejó la ramita trenzada encima de la nevera.

Le puso a Baby su comida especial baja en grasas en su cuenco especial Wedgwood y lo depositó en el suelo de madera que había instalado poco después de firmar la hipoteca.

Había comprado la casa hacía un año y había pagado un poco más de medio millón por ella, todo porque ella y Baby se habían enamorado del patio trasero. Parecía un pequeño jardín inglés, con su fuente decorada con una ninfa dentro de una concha, y además tenía espacio de sobra para la caseta castillo de Baby.

El interior de la casa no la había entusiasmado tanto, así que la había redecorado con los mismos tonos vibrantes de lavanda, rosa y verde que imperaban en el exterior. Al igual que su oficina en el centro, era un espacio femenino, un poco recargado pero acogedor.

Mientras subía al primer piso para cambiarse el vestido rojo, oyó el timbre de la entrada y volvió sobre sus pasos. Esperaba encontrar a su padre de pie ante la puerta, con una expresión de alivio en los ojos al comprobar por sí mismo que su pequeña de treinta años se encontraba bien.

Lola abrió la puerta y se quedó inmóvil, con la frase «bienvenido papá» helada en los labios. No era quien ella esperaba, o, mejor dicho, era quien ella había estado esperando durante todos esos días. Al ver a Max de pie en el umbral, el corazón y el estómago de Lola dieron un vuelco.

Tenía ante sí el familiar rostro de Max, pero ahora estaba recién afeitado y el corte de la frente era sólo una fina línea roja. El masculino contorno de su mandíbula y de sus pómulos le pareció más perfecto de la que recordaba, quizá porque los morados y la hinchazón habían desaparecido. Pero la boca era exactamente como la imagen que conservaba en la memoria: generosa y perfecta.

Unas Ray-Ban le ocultaban los ojos, pero Lola no necesitaba verlos para saber que eran del color del Caribe. Y tampoco le hizo falta verlos para saber que, en esos momentos, estaban recorriendo su cuerpo. Lo notó claramente en las plantas de los pies. Sintió que su mirada la rozaba por aquí, se entretenía por allá, y su calor invadió todo su cuerpo. Max llevaba una camisa blanca y unos pantalones de algodón. Se había enrollado las mangas por encima de los codos y llevaba un reloj plateado en la muñeca.

Con una mano sostenía una cajita delgada del tamaño de un lápiz, envuelta en papel rosa y una cinta. La última vez que Lola la había visto él había levantado la mano en un gesto de despedida y había desaparecido en un coche.

– Me gustan tus uñas de los pies -comentó Max, esbozando una sonrisa.

Lola no sabía si reír o llorar. Si echarle los brazos al cuello y besarle el apuesto rostro o si propinarle un puñetazo en la mandíbula. Max ni siquiera se había preocupado de llamarla desde que habían vuelto. Ella había esperado otra cosa, más que nada porque habían hecho el amor. Lola había tenido que convencerlo y, para colmo, no estaba segura de que no lo haría otra vez.

Por suerte, años de guardar la compostura y una educación arraigada en la mejor tradición sureña acudieron en su ayuda. Lola se apoyó en el quicio de la puerta, cruzó los brazos y arqueó una ceja.

– ¿Te has perdido? -preguntó con la frialdad de un vaso de Coca Cola helado.

Max desplegó una sonrisa completa.

– No, señora. Yo no me pierdo, aunque de vez en cuando pierdo un poco el norte.

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