Max despertó de repente, sin saber cuánto tiempo había dormido. El sol de la mañana brillaba en la superficie del agua y en los acabados cromados del yate. Sin cambiar de posición, Max percibió movimiento detrás de él. Supo que se trataba de Lola sin necesidad de mirar, no sólo porque ella era la única otra persona que había en el yate, sino también porque a esas alturas Max había aprendido a reconocer el sonido ligero de sus pasos. Lola se detuvo ante la puerta de la cocina un momento antes de entrar, seguida de cerca por el perrito.
Max se levantó despacio y giró la cabeza a un lado y al otro para estirar los músculos del cuello. El barco se balanceaba sobre las olas, y las costillas le dolían más que cuando acababan de propinarle la paliza; además, tenía los músculos tensos a causa de la mala postura en que había dormido. Max tenía treinta y seis años, y durante los últimos quince había forzado su cuerpo hasta el límite. De joven podía pasar la noche en cualquier lugar sin sufrir al día siguiente más que un ligero malestar. Pero ya no. Cuanto mayor se hacia, menos aguantaba su cuerpo. Mientras hacia unas rotaciones de hombros, oyó que Lola y el perro salían de la cocina. Miró hacia atrás y los vio dirigirse a proa. El vestido ondeaba sobre los muslos de Lola, que llevaba los prismáticos en una mano y una barrita de cereales en la otra.
Ella no le había dirigido la palabra todavía, así que Max supuso que todavía estaba molesta por lo del cepillo de dientes. Miró al cielo despejado y estiró los brazos por encima de la cabeza. Saltaba a la vista que era una mujer testaruda, de modo que él la dejaría en paz. No había necesidad de alterar la tranquilidad sólo para oír sus insultos. Ahora que Lola se había levantado y había ocupado su puesto a proa, aprovecharía para tomarse el calmante y descansar un rato.
De repente, un agudo chillido desgarró la quietud de la mañana caribeña, y Max volvió el cuerpo con tanta rapidez que sintió como si le asetaran una puñalada en las costillas. Inhaló con fuerza y corrió hacia donde estaba Lola justo a tiempo de verla saltar por la borda, con la falda del vestido volando por encima del trasero. Cayó al agua y enseguida emergió tosiendo y llorando en medio de las olas.
– ¡Baby! -llamó, buscando frenéticamente con la mirada a su alrededor-. Baby, ¿dónde estás?
La cabeza del perro salió a la superficie por un momento y volvió a hundirse, como una bola de pelo marrón a merced del mar azul.
– ¡Mierda! -exclamó Max mientras se quitaba la camiseta. A pesar del dolor en las costillas y el entumecimiento de los músculos se arrojó al océano Atlántico tras Baby Doll Carlyle. Sintió el impacto de la fría agua salada contra su cara y su pecho. Se sumergió tras el perro y agarró con una mano. Cuando sacó la cabeza del agua, buscó a Lola pero no la vio. El perro tosía y agitaba las patas, frenético, tiritando. Max estaba apunto de abandonar al perro y sumergirse otra vez en busca de Lola cuando ésta sacó la cabeza del agua
– ¡Baby! -gritó, con la boca llena de agua.
– Lo tengo -dijo Max mientras nadaba hacia ella.
Ella se giró y chapoteó hacia él. No sólo era una guerrera nefasta, sino que nadaba fatal. Con los ojos desorbitados, resollaba desesperadamente. Si no tenía cuidado, pronto hiperventilaría. Pero no parecía que Lola fuera a tener cuidado en un futuro cercano. Se agarró con fuerza a un hombro de Max y estuvo apunto de hundirlo. En sus tiempos de marine, Max aguantaba tres minutos bajo el agua y era capaz de nadar durante horas, así que ahora no tenía miedo de que ninguno de los dos se ahogara, ni siquiera el maldito perro. Sólo le preocupaba que Lola complicase más de lo necesario su regreso al barco.
– ¿Está bien Baby? -consiguió preguntar ella mientras intentaba llegar hasta el perro.
Una ola les pasó por encima de la cabeza y esta vez Lola consiguió que se hundieran todos en un amasijo de piernas y brazos. La rodilla de ella tocó contra el costado de Max, que abrió involuntariamente la boca, y se le llenó de agua salada. El perro le arañó el cuello mientras Lola le apretaba la cabeza contra sus pechos tratando de trepar encima de él, como si le tomara por una boya. Max agarró a Lola por el brazo y consiguió sacar la cabeza a la superficie para expulsar el agua de la boca.
– Tranquila -le dijo a Lola, acercando el rostro al de ella. Por un instante, las narices se tocaron y ambos respiraron el mismo aire-. Tranquilízate o te ahogarás.
Ella abrió la boca y la cerró, esforzándose por decir algo, pero sólo consiguió emitir un sollozo.
– Puedo llevaros a los dos hasta el barco, pero tienes que calmarte y dejarme a mí hacer todo el trabajo. No vuelvas a agarrarte a mí de esa forma y mantén las rodillas lejos de mis costillas. -Se quedó callado un momento y añadió-: Si me das un rodillazo en los cojones, tendrás que apañártelas sola.
Lola asintió, conforme, y él le acercó el perro. Ella lo sujetó cerca de su cabeza mientras Max le pasaba un brazo por encima de los hombros y sobre sus pechos. Arrastró a ambos hacia la plataforma de baño del barco, pero ella no se lo puso fácil: le dio una patada en las espinillas en dos ocasiones en lugar de seguir sus instrucciones y dejarle a él hacer el trabajo, le golpeó la mejilla contusionada al girar la cabeza para ver adónde iban y, en un intento de propulsarse, empezó a patalear dentro del agua con las piernas rígidas como tijeras. Mientras levantaba el brazo para agarrarse a la plataforma, Max juró en su fuero interno que nunca volvería a lanzarse al Atlántico para salvar a una modelo de ropa interior y a su estúpido perro.
Max izó a Baby, lo depositó sobre la plataforma y a continuación alcanzó la escalerilla y tiró de ella hacia el agua. Subir esas escaleras le haría ver las estrellas; por eso el día anterior había optado por utilizar un cubo atado a una cuerda para mojarse. Lola empezó a subir primero, y la flojedad que sentía en los músculos se hizo patente en la debilidad con que se agarraba a la escalerilla. Parecía que no tuviera tacto en los dedos, lo cual no era de extrañar puesto que había hiperventilado de verdad. El vestido se le pegaba a las caderas y el agua le corría por las piernas y las pantorrillas. Max le posó una mano en el trasero mojado y la empujó hacia arriba.
Cuando subió detrás de ella, comprobó que no se había equivocado: sentía un dolor insoportable en las costillas. Se tumbó en la plataforma con los pantalones empapados y se concentró en ralentizar la respiración para mitigar el dolor.
Lola se sentó a su lado, apretando a Baby contra el pecho mientras intentaba recuperar el aliento entre sollozos. Si no tenía cuidado con eso se desmayaría. Max supuso que eso sería un buen remedio para la hiperventilación, aunque había otros menos drásticos
– Procura respirar por la nariz, aspirando el aire despacio, con suavidad.
Max se enjugó el agua de la cara con la mano y se sentó. Aparte de la respiración en una bolsa de papel y del desmayo, inspirar despacio por la nariz era la única forma que conocía de combatir la hiperventilación. Lola lo miró como si le hablara en un lenguaje desconocido, con ojos muy abiertos por el miedo.
– No pu… puedo parar de res… respirar.
– Túmbate con los brazos debajo de la cabeza -le indicó Max, apartándose para dejarle espacio. Cuando ella se hubo tumbado, le dijo-: Cierra la boca y respira despacio por la nariz.
El perro le lamía la cara a Lola que seguía tragando aire a grandes bocanadas. Max sólo se había hiperventilado una vez en toda su vida, pero sabía que no era tan fácil controlar la respiración cuando uno tiene la sensación de que le falta el aire. El agua del mar lamía la plataforma; Max se sentó a horcajadas encima de las caderas de Lola y le quitó el perro de encima. Los botones del vestido se le habían desabrochado hasta el ombligo y unas gotas de agua se deslizaban desde el sujetador rosa hacia el espacio entre los pechos que subían y bajaban al ritmo de su respiración. Max puso las manos a ambos lados de la cara y la miró a los ojos. Tenía las pestañas empapadas de agua de mar.
– Cierra la boca -le dijo otra vez, aunque se dio cuenta de que lo intentaba.
– Voy… a desmayarme -jadeó Lola.
– Concéntrate en respirar solamente por la nariz.
– No… no… puedo.
Max estuvo apunto de taparle la boca con la mano, pero cambió idea por miedo a que ella lo acusara de intentar asesinarla.
– Bueno, pues concéntrate en esto -musitó y, sin pensarlo, acercó la cara a la de ella.
Se dijo a sí mismo que no la estaba besando: sólo la estaba ayudan obligándola a respirar por la nariz para que no se desmayara.
Max sintió que ella se ponía tensa; Lola aspiró una última bocanada y retuvo el aire mientras él presionaba sus labios contra los de ella. Luego, le acarició las mejillas.
– Y ahora relájate -le susurró, con la boca muy cerca de la de ella.
Lola puso las manos sobre sus hombros y Max pensó que lo apartaría, pero no lo hizo. Lo miró con sus enormes ojos marrones y de repente Max sintió el calor de las palmas de sus manos en la piel. Una corriente de deseo inundó sus venas y le tensó las ingles.
Max detestaba la debilidad, ya fuera por la comida, las drogas o la bebida. No le gustaba reconocer que tenía debilidades, pero si alguna tenía era ésa: debilidad por el sabor de unos labios de mujer y la calidez de unas mejillas entre sus manos. Su voz entrecortada, el olor de su piel y de su cabello lo enloquecían.
Lola separó los labios como si quisiera hablar.
– Respira por la nariz -murmuró él otra vez con los labios rozando los de ella.
Lola sabía a sol y a sal de mar, y Max se sentía como en el cielo. Las mujeres constituían un misterio para él. Eran seres ilógicos, a veces irracionales, pero él deseaba oír esa lógica distorsionada con la misma frecuencia con que anhelaba sentir el tacto de su piel en sus manos, su boca y su cuerpo. No cabía la menor duda: la debilidad por el calor y la tersura del cuerpo de una mujer era embriagadora, pero Max siempre había logrado controlarla. Esta vez también lo conseguiría.
– Max.
– Hmm.
– No me estás besando, ¿verdad?
Max levantó un poco la cabeza y la miró. La inclinación de sus cejas denotaba cierta confusión, y la expresión de los ojos, cierta alarma. Sin embargo, Max no vio ningún rastro de ese deseo que a él le palpitaba en el vientre y que empezaba a provocarle una erección.
– No -le contestó; y se incorporó-. Si te estuviera besando, te darías cuenta.
– Bien. No quiero que te hagas ilusiones.
– ¿Que me haga ilusiones sobre qué? -preguntó Max, aunque ya se imaginaba a qué se refería.
Lola se incorporó y se apoyó en los talones. Una súbita corriente de aire hizo ondear unos mechones de su pelo húmedo.
– Te agradezco que hayas salvado a Baby, pero tú y yo nunca tendremos una relación sentimental -dijo, negando con la cabeza-. Nunca.
Bueno, ahí estaba: una fría bofetada que atemperó la pasión que corría por sus venas. Un mensaje: Max era lo bastante bueno para salvarle el culo pero no para besarle los labios. Por lo menos Lola era sincera.
– Querida, no te des tanta importancia -replicó él, levantándose poniendo los brazos en jarras. Le dolían las costillas otra vez, y los cortes de la frente le escocían-. Yo no me involucro en una relación sentimental con nadie. Ni siquiera lo haría por ti.
Al saltar en pos de Baby, Lola había perdido los prismáticos y el espejo de señales en el mar. Y, aunque no estaba segura del todo, sospechaba que había herido los sentimientos de Max. Se sentó en la cubierta de popa, envuelta en una manta que Max le tiró. Las olas batían los costados del yate mientras éste seguía la corriente oceánica. El sol de la mañana le calentaba las mejillas y brillaba en las paredes blancas del Dora Mae.
– Te estoy agradecida de verdad por haber salvado a Baby -le aseguró, protegiéndose los ojos con una mano. El pelaje húmedo del perro le rozó el pecho y ella abrazó su pequeño cuerpo tembloroso.
Max no respondió y comenzó a quitarse el vendaje frío que le envolvía el pecho.
– Y a mí también -añadió ella.
Lola nunca fue una buena nadadora. A pesar de ello, en circunstancias normales, habría sido capaz de llegar hasta el barco. Sin embargo, la imagen de Baby ahogándose, asustado y desvalido, la idea de que se hundiera bajo las olas y de que los pequeños pulmones se le llenaran de agua le había quitado el aliento, por lo que seguramente se habría ahogado después que él. Y aunque ella hubiera conseguido llegar a la plataforma de baño, Baby estaría muerto si Max no se hubiera zambullido para salvarlo. Lola estaba bastante segura de haberlo insultado y, después de lo que había hecho por ella, Max se merecía algo mejor que eso.
– Siento mucho haber insinuado que estabas aprovechando la situación para besarme.
Finalmente Max levantó la mirada y tiró el vendaje sobre el asiento, al lado de ella.
– La próxima vez que hiperventiles, dejaré que te desmayes.
Sí, lo había insultado y había herido sus sentimientos. O lo que tuviera él por sentimientos, porque ella no estaba segura de que ese hombre experimentase emociones humanas. Lola bajó la mano de la frente y dirigió la vista hacia la manta de lana blanca que tenía sobre el regazo. No quería pensar en Max como en un ser con sentimientos humanos. No quería considerarlo un ser humano. Ese hombre era el responsable de la situación en que se encontraban y de ponerlos, a ella y a Baby, en peligro. Si no fuera por Max, Baby no se encontraría a bordo del Dora Mae, y tampoco se habría caído por la borda.
El perro se soltó de los brazos de Lola y se abrió camino a través de los pliegues de la manta hasta que pudo saltar al suelo. Se sacudió y se acercó a los pies de Max. Por una vez, no ladró.
Mientras se encontraba debajo de Max en la plataforma de baño e intentaba controlar la respiración, Lola tuvo la certeza de que él había estado a punto de besarla. Percibió el calor de sus labios y el deseo en sus ojos. Lola era lo bastante mayor y había estado con suficientes hombres como para reconocer esos signos.
Vale, quizá se había equivocado esta vez. Era obvio que él había intentado ayudarla a controlar la respiración, y Lola se sentía un poco tonta y avergonzada por haber malentendido sus intenciones. Lola levantó la mirada y vio las largas piernas de Max, los dedos que desabrochaban los botones de la bragueta, los pulgares que se metían en la cintura de los pantalones y los empujaban hacia abajo.
– Siento mucho haber mal interpretado lo que hiciste. No sé qué…
– Olvídalo -la interrumpió Max.
Los calzoncillos mojados parecían una segunda piel. Lola apartó la vista, pero sólo después de echarle una buena ojeada, tan buena que tuvo que obligarse a no mirar de nuevo.
– Dime una cosa: ¿qué hacías de vacaciones sola en Dolphin Cay? -le preguntó él, y Lola tuvo la sensación que él deseaba cambiar de tema tanto como ella.
– ¿Por qué?
Max tendió los pantalones en la borda.
– Por curiosidad.
– Quería alejarme de todo durante unos días.
– ¿En Dolphin Cay?
Lola le sostuvo la mirada, temerosa de mirar por debajo de sus hombros y de que Max se quitara esos calzoncillos.
– Exacto.
– Yo habría pensado que una chica como tú preferiría pasar un tiempo en el Club Med o… -Hizo una pausa y se pasó las manos por el pelo. Unas gotas de agua clara le resbalaron por el cuello-. ¿Cómo se llama otro lugar de postín que hay en Nassau?
– El Ocean Club -le informó ella. Había pasado allí unas semanas hacía unos cuantos veranos.
– Sí, ese. Entonces, ¿qué hacías en esa minúscula isla con tu perro como única compañía?
– No tenía ganas de estar rodeada de gente.
– ¿Por qué?
– No tenía ganas de que la gente me señalara y me observara.
– ¿Es que todavía no te has acostumbrado? Seguro que una modelo famosa como tú siempre es el blanco de todas las miradas.
Eso era diferente
– La situación ha cambiado desde que esas fotografías aparecieron en la web.
– ¿Qué fotografías?
¿Era posible que existiese alguien en este planeta que no hubiera visto esas fotografías en Internet, que ni siquiera hubiera oído hablar de ellas? No sólo se habían difundido en la prensa amarilla, sino que los telediarios nacionales se habían hecho eco del juicio.
– ¿Qué fotografías? -preguntó Max otra vez.
Lola no quería hablar de eso con él. Esa mañana no sentía tanta rabia contra él como el día anterior, y era muy probable que él le dijera algo desagradable, como que había sido una estúpida al dejar que Sam hiciera fotos y que se merecía lo que había pasado. Y quizá se lo mereciese, pero Lola había estado muy enamorada de Sam y había confiado en él. O tal vez Max dijera que el único motivo por el que ella estaba molesta era que no le habían pagado por las fotos. El abogado de Sam había hecho circular esta opinión, y cada vez que la oía, Lola montaba en cólera.
Max se acercó a la silla de pescar y se repantigó, cruzando los brazos como si se dispusiera a esperar su respuesta durante todo el día.
Una ligera barba de tres días le oscurecía la cara allí donde no es magullada. Las tiras blancas que le cubrían el corte de la frente contrastaban con la piel bronceada. Tenía todo el aspecto de un pirata, hasta tal punto que Lola pensó que nada de lo que ella pudiera decirle le importaría, pues seguramente él había hecho cosas peores que confiar en alguien tuviese en su poder fotos comprometedoras.
– Las de la página web de Sam.
– ¿Quién es Sam?
– Mi ex novio. -Se quitó la manta, que ya empezaba a picarle en los hombros-. Colgó en Internet unas fotos bastante incómodas para mí.
– ¿Fotos de desnudo?
– Sí.
– ¿Primeros planos?
– Planos bastante cercanos.
La brisa le hizo revolotear el vestido desabrochado a la altura del pecho y del estómago. Lola se fijó en que lo tenía abierto hasta el ombligo y empezó a abotonárselo.
– ¿Y por qué son tan incómodas?
– No importa.
– ¿Sales bailando el mambo horizontal?
– ¿El qué?
– Montándotelo. Haciéndolo. Practicando sexo.
Lola levantó la vista y lo miró a los ojos azules; luego volvió a centrar su atención en los botones del vestido.
– No.
Los dedos entumecidos por el frío y le estaba costando pasar los botones por los ojales.
– ¿Estabas actuando en solitario?
Lola tardó unos segundos en comprender a qué se refería.
– No.
– Entonces, a él, ¿le estabas…?
– ¡No! -interrumpió, antes de que esa mente obsesa siguiese entrando en detalles-. Estaba encima de una bicicleta besando un pirulí.
Max se quedó callado, pero cuando habló sonó decepcionado:
– ¿Eso es todo?
– Sí.
Ella la miró de nuevo y se dio cuenta de que Max tenía la mirada fija en la actividad de sus dedos, que se afanaban en abrochar el último botón del vestido. Lola bajó las manos rápidamente. Entonces, Max, con lentitud exasperante, recorrió con la vista su cuello, su mentón y su boca hasta que llegó a los ojos.
– ¿Estabas sola o con tu novio? -le preguntó, con la voz un poco más grave.
– Sola.
Lola volvió a colocarse la manta encima de los hombros, protegiéndose de su mirada. De nuevo, le sorprendió que sentirse observada por él le resultara tan desagradable como se imaginaba. En realidad, no le parecía desagradable en absoluto. Más bien era inquietante. Inquietante por ese azul intenso y esa sombra de deseo que percibía en sus ojos, por la tirantez que le provocaba en el pecho. De repente, él parpadeó y el deseo, desapareció de sus ojos como si nunca hubiera existido.
– No me parece tan terrible -dijo, como si un minuto antes no le hubiese pillado contemplando sus pechos.
Max se mostraba tan desenfadado que Lola no entendía por qué de repente se había puesto nerviosa. Tampoco era la primera vez que un hombre la veía en sujetador, desde luego. Hubo un tiempo en que su escote había sido el más fotografiado de todo el mundo.
– Era un pirulí gigante -le explicó.
Max arqueó una ceja, como diciendo «¿y qué?».
– La verdad es que no lo estaba besando, exactamente.
– ¿Y qué estabas haciendo, exactamente?
Lola se lo aclaró porque, aunque resultaba un poco embarazoso, no precisamente un secreto. Además, si él se moría de ganas de saberlo, sólo tenía que pagar veinticinco pavos para verlo en Internet, como todo mundo. Después de que los rescataran, eso sí.
– Mi imitación personal de Linda Lovelace.
Las comisuras de los labios de Max dibujaron una sonrisa totalmente masculina que se extendió a sus ojos azules.
– ¿ Imitas a Linda Lovelace?
– No me lo recuerdes. ¿O es que quieres más detalles?
– Dios, sí.
Lola se rió.
– Olvídalo.
– ¿Y si te lo pido muy amablemente?
– No.
– Eres una aguafiestas, Lolita -le reprochó.
Baby saltó al asiento que había al lado de Lola y ella le quitó el collar empapado.
– ¿Cómo se llama esa página de Internet?
– ¿Por qué? ¿Es que vas a pagar veinticinco pavos para ver esas fotos?.
– Me has despertado la curiosidad por el pirulí gigante -le contesto encogiéndose de hombros-. ¿Te molestaría que lo hiciese?
– Por supuesto.
– ¿Por qué?
Lola no podía creer que le preguntara algo tan obvio.
– Bueno… es que salgo desnuda.
– Pero ya has posado desnuda en otras ocasiones.
– No del todo.
Eso había sucedido durante una época en que trabajaba para una importante marca de cosméticos. Estaba promocionando la línea de productos para la piel. Durante la sesión de fotos, tenía el cuerpo cubierto únicamente por una capa de aceite perfumado. Posó ante un fondo rojo, con los tobillos cruzados y los pies a la altura adecuada para ocultar el área del pubis. Desde detrás, dos manos masculinas le tapaban los pechos. Había pasado hambre durante la semana previa a la sesión. Cuando terminó, se plantó en una hamburguesería y pidió un menú número dos, ración grande.
– A mí me parece que posar en sujetador de encaje y bragas se acerca muchísimo a posar desnuda.
No era lo mismo, y Lola no sabía por qué tenía que explicárselo. Pero lo intentó de todas formas.
– Cada vez que he accedido a una sesión de fotos ha sido porque tenía control sobre mi imagen. Siempre era yo quien decidía. Lo de la página web no fue una decisión mía. No se trata sólo de un abuso de mi cuerpo, sino también de mi confianza. Yo nunca habría aceptado publicar esas fotos, y menos en una página porno de Internet. Mis padres estaban horrorizados. -Por otro lado, nunca habría aceptado mostrar una imagen suya de la etapa más aguda de su enfermedad. Fue una época en que había perdido el control, en que cada uno de los momentos del día y de la noche estaban dominados por la comida y el sentimiento de culpa. Se dedicaba a recortar recetas y comprar libros de cocina que nunca utilizaba-. No espero que lo entiendas.
Max se llevó la mano al costado y respiró profundamente.
– Bueno, tengo alguna idea de qué significa perder el control-dijo, mientras cogía la caña de pescar-. Sé lo que es no tener ningún control de lo que pasa en tu vida ni de cómo te ven los demás. Y también sé lo que es perder la confianza y sentirse traicionado.
– ¿Quién fue?
Quizá sí la entendía, pero le costaba imaginarse que ese hombre imponente, que actuaba con tal desparpajo, a pesar de estar vestido únicamente con los calzoncillos, pudiera preocuparse por algo.
– ¿Quién fue, Max? -insistió.
– No se trata de quién. -La miró de reojo y volvió a centrar la atención en el sedal-. Sino de qué.
Lola habría podido decirle que sus aparejos no eran los adecuados para practicar la pesca a motor parado, pero en ese momento le interesaba más lo que él pudiese contarle que lo que estaba haciendo. Pero como él no contestaba, preguntó:
– Pues ¿qué?
Él permaneció callado.
– Vamos, Max -suspiró Lola-. Yo te he contado lo del pirulí.
Max la miró por un momento y luego volvió a dirigir la vista a la caña.
– Hace unos años, me «retiré» de la Marina -empezó mientras soltaba sedal con el carrete-. Durante mi carrera, he cabreado bastante unos cuantos oficiales de alto rango. Uno de ellos fue nombrado secretario de la Marina y no me quería allí, así que me dio una patada en el culo.
– ¿Y qué hiciste?
Max se encogió de hombros.
– No siempre sigo las reglas del juego -le respondió, pero eso no significaba nada para Lola-. Hice lo que tuve que hacer para cumplir una misión, y después de eso me dieron a escoger entre el retiro o la prisión federal.
Vale, eso sí significaba algo.
– ¿Prisión? ¿ Bajo que cargos?.
– Conspiración. En ese momento, yo formaba parte del DEVGRU, el Grupo Naval de Desarrollo de Técnicas de Guerra Especiales. -Hizo una pausa y la miró como si ella supiera qué quería decir eso-. Se trataba de una unidad de antiterrorismo, inteligencia y seguridad nacional. Entre otras cosas, fabricábamos y probábamos armamento, y, al parecer, me confabulé con una empresa de contratación privada para defraudar treinta y cinco mil dólares al gobierno de Estados Unidos.
– ¿Cómo?
– Cobrándoles por unas armas de asalto que no existían.
Lola necesitaba saberlo, así que decidió preguntárselo:
– ¿Lo hiciste?
– Bueno -dijo mientras dejaba caer el cebo en sus manos-. Si quisiera jugarme el culo con el Gobierno, me aseguraría que fuera por bastante más dinero que treinta y cinco de los grandes. -Se dirigió a un lado del yate, tomó impulso con la caña hacia atrás y lanzó el cebo tan lejos que Lola lo perdió de vista antes de que llegara al agua-. Hoy en día, treinta y cinco de los grandes dan para un coche decente, y no vale la pena pasar un tiempo en chirona por eso.
– ¿Y por un Ferrari sí valdría la pena?
Max meditó por un momento y luego negó con la cabeza.
– No.
Lola sonrió.
– ¿Por qué has tardado tanto en contestar?
– Un Ferrari se merece un mínimo de reflexión.
– Eso es verdad -rió Lola-. ¿Contrataste a un abogado que te defendiera?
– Sí, pero cuando las pruebas que tiene el Gobierno se encuentran clasificadas y ni tú ni tu abogado tenéis autorización para ver ese material, estás jodido completamente.
Así, de perfil, entornando los párpados ante la luz brillante del Caribe, con la línea de la mandíbula y del mentón suavizada por la barba negra de pocos días, parecía casi una persona de verdad con problemas de verdad. Incluso la conversación que mantenían parecía una conversación de verdad, así que, puesto que estaban comunicándose como personas, Lola supuso que a él le interesaría saber que estaba pescando con el cebo equivocado.
– No vas a pescar nada con ese aparejo.
Max la miró por encima del hombro. El viento empezaba a secarle la punta del cabello.
– Yo creo que sí.
La manta le picaba a Lola detrás de los muslos, así que se puso de pie.
– El que utilizaba esta caña le puso una cucharilla. Necesitas un anzuelo emplomado. Algo que atraiga a los peces de aguas profundas. Es posible que tengas suerte, pero no lo creo.
Max le clavó la vista durante unos segundos.
– ¿De verdad?
Vale, a la mejor no estaba interesado en saberlo. O a la mejor era tan receptivo como la mayoría de los hombres a los consejos femeninos.
– Sí.
Max frunció las cejas y colocó la caña en el soporte de la silla.
– Quizá deberías opinar sólo sobre lo que sabes: posar en ropa interior.
Sí, era como la mayoría de los hombres. Era imposible mantener una conversación de verdad con él.
– Te sorprendería enterarte de todo lo que sé. Mi abuelo organizaba salidas de pesca en Charleston, y cuando lo visitaba en verano lo acompañaba muchas veces. -Tiró la manta encima de la silla-. Y ya no soy modelo, sino diseñadora de lencería. ¿Te suena Lola Wear, lnc.?
– No -contestó Max, y se sentó.
– Es mi empresa -le informó Lola, con no poco orgullo. Max la contemplaba con cara inexpresiva, así que especificó un poco más-: Empecé por diseñar unos cuantos sujetadores, y actualmente tengo cientos de empleados.
– ¿Así que haces ropa interior en lugar de exhibirla?
– Exacto. Me sorprende que no hayas oído hablar de mi negocio.
Max se puso las manos detrás de la cabeza y bostezó. Los músculos de los hombros y los brazos se le tensaron. Un vello oscuro le ensombrecía las axilas.
– ¿Haces algo comestible?
– ¡No!
– Entonces no me extraña -dijo Max-. No reconocería una marca de diseño a no ser que me atragantase con ella.