CAPÍTULO 5

Max paseó la vista por las pantorrillas de Lola hasta el chal rojo, que volvía a llevar atado a la cintura. Se había quitado el vestido mojado y se había puesto de nuevo la blusa blanca, que estaba empapada por delante y por detrás debido a que tenía el sujetador mojado. Max se preguntó si habría tendido las bragas en el lavabo, como el día anterior.

Lola se había puesto una gorra de béisbol y había pasado el pelo por la tira trasera. Tenía una caña de pescar entre las manos. Ató dos anzuelos a cierta distancia el uno del otro, en el extremo del sedal, y los dejó caer al agua. Después de soltar hilo durante unos diez segundos, accionó la palanca para bloquear el carrete.

Max le observó el perfil: tenía los ojos entrecerrados detrás de las gafas de sol de color azul y una expresión decidida en los labios. Era obvio que intentaba demostrarle que sabía pescar mejor que él. Max se mordería la lengua antes que admitir que no le costaría mucho demostrarlo. Lola echó la punta de la caña hacia atrás y la dejó caer de nuevo. Max imaginó que esos cebos atraerían la atención de algún bacalao, algún besugo, o lo que fuera que viviese allí abajo.

Con naturalidad, Max recogió su sedal, haciendo girar el carrete suavemente, hasta que el cebo apareció por la regala.

– ¿Has cogido algo? -le preguntó Lola, aunque saltaba a la vista que no.

– Sólo han mordido un poco el cebo. -Max se levantó de la silla y se dirigió a la caja de pesca.

Lola levantó el extremo de la caña y volvió a bajarlo.

– Ah. ¿Puedo hacerte algunas sugerencias?

– No -contestó Max. Cortó el cebo de su sedal y buscó alguno de esos anzuelos emplomados que ella había atado al suyo-. Pero si necesito algún consejo sobre cómo hacer un sujetador, te lo pediré.

A pesar de ser un lanzador excelente, Max había pescado exactamente dos truchas de agua dulce en toda su vida. Veinte minutos antes no tenía interés especial en pescar alguna pieza. En el yate había comida suficiente para unos cuantos días. Pero ahora Max se sentía atrapado en un reto no declarado y no estaba dispuesto a dejarse superar por una chica, y menos aún por ésa.

Max era un hombre. Un hombre que comía carne. Lola era modelo de ropa interior y tenía un minúsculo perro chillón. Max había sido miembro de la sexta unidad de las Fuerzas Especiales de la Marina en la época en que ésta capturó a Manuel Noriega, Pablo Escobar y media docena más de dictadores y capos de la droga. Max había participado en la planificación y el rescate del presidente de Haití Jean Bertrand Aristide, y cuando la unidad seis fue desmantelada, el Grupo Naval de Desarrollo de Técnicas de Guerra Especiales lo reclutó para dirigir un escuadrón de asalto antiterrorista. ¿Qué dificultad podía tener para él pescar un pez más grande que Lola Carlyle?

Max depositó la caña de pescar en el soporte de la silla. Sus calzoncillos estaban apunto de secarse, así que se dirigió al camarote y se vistió con los pantalones cortos que llevaba el día anterior. En la cocina, para desayunar, se decidió por unas uvas y las últimas barritas de cereales que quedaban y salió a cubierta.

Cuando se acercó a ellos, tanto Lola como el perro giraron la cabeza hacia él. La brisa marina jugueteaba con el dobladillo del chal que ella llevaba a manera de falda y con la cola de caballo que le salía por detrás de la gorra de béisbol. Mientras Lola, sin moverse de su puesto, continuaba izando y bajando el extremo de la caña, el perro saltó del asiento y siguió a Max hasta la silla. Cuando éste se sentó, el perrito se le subió a las rodillas.

– ¡Eh! -exclamó Max, y apartó al perro a su muslo izquierdo. Se sacó del bolsillo las barritas de cereales y le lanzó una a Lola. A continuación, abrió una de miel y salvado, partió un trocito y se lo dio al perro. No soportaba el hambre. Ni siquiera el hambre de ese ridículo perro que se encontraba en su regazo.

– ¿No me dijiste ayer que estabas en Nassau por un asunto del Gobierno?

Max la miró. Ella dio un mordisco a la barrita de cereales.

– Sí -contestó él.

Mientras el azul del Atlántico se rizaba detrás de ella y daba al barco un movimiento de vaivén, Lola prosiguió el interrogatorio:

– Pero hoy me has dicho que te obligaron a retirarte de la Marina.

– Exacto. -Baby masticó, tragó, y pidió más-. Hace cuatro años.

Lola introdujo el mango de la caña en el soporte y se giró hacia él.

– ¿Cómo es posible? Si la Marina te ofreció dos opciones, retirarte o ir a prisión, ¿cómo puede ser que todavía trabajes para ellos?

Max depositó al perro en la cubierta y le dio otro trozo de barrita. Baby se lo tragó rápidamente y acto seguido subió al asiento, listo para una agradable siesta. El chapuzón de aquella mañana lo había dejado exhausto.

– Tu perro come como una lima.

– Mi perro tiene un nombre.

– Sí, y es vergonzoso para él también -repuso, aunque el chucho empezaba a caerle bien. A pesar de todo, el nombre le parecía absolutamente ridículo y Max no pensaba pronunciarlo, ni siquiera si lo amenazaban con morderlo o torturarlo.

– Estás evitando contestar a mi pregunta.

– No lo estoy evitando. Simplemente no te contesto.

– ¿Eres una especie de espía?

– No. No trabajo para la CIA.

La visera de la gorra de Lola proyectaba una sombra sobre la mitad superior de sus gafas de sol.

– ¿Eres uno de esos agentes secretos?

– Ves demasiada televisión.

– Y tú cambias de tema cada vez que te pregunto algo.

– Cada vez, no; solamente cuando me preguntas algo que no puedo contestar.

– Que no quieres contestar.

– No quiero y no puedo.

Lola se terminó la barrita de cereales.

– ¿Estás casado? -continuó.

– No.

– ¿Divorciado?

– No.

– ¿Has engañado a alguna chica para que sea tu novia?

– Ya te lo dije. Yo no me involucro en relaciones sentimentales.

– Cierto. ¿Por qué?

– ¿A qué viene tanta pregunta?

Ella se acercó un poco y, con un gesto, le pidió unas cuantas uvas.

– Perdí los prismáticos y el espejo en el mar, así que lo único que puedo hacer ahora es pescar. Me aburro, y ya que me has secuestrado, lo mínimo que puedes hacer es distraerme para que deje de pensar en cómo moriré en este barco.

Max le alargó un racimo y le paseó la mirada por el brazo, desde la tersa muñeca hasta donde se había remangado la blusa, a la altura del codo.

– No te he secuestrado, y todavía tenemos comida y combustible para un tiempo. Así que no es probable que mueras, de momento.

– A lo mejor me muero de aburrimiento. Estoy acostumbrada a mantenerme ocupada, y necesito algo que me distraiga.

Max la observó mientras ella se llevaba una uva a los labios.

– ¿Qué propones? -le preguntó, aunque él tenía algunas ideas para distraerla que no tenían nada que ver con esa charla pero sí con la forma en que Lola chupaba las uvas antes de comérselas. Ojalá ella nunca le hubiera confesado que imitaba a Linda Lovelace.

– Háblame de ti -le pidió Lola, llevándose otra uva a la boca, y centró la atención en la caña de pescar.

Max se levantó de la silla con tanto ímpetu que el dolor en el costado le hizo apretar las mandíbulas con fuerza. Cogió la caña de pescar y se giró dando la espalda a Lola, ya que le había salido un bulto en los pantalones. Lola lo acusaría de querer entablar una relación «sentimental» con ella. Los sentimientos nada tenían que ver con la dirección que estaban tomando sus pensamientos, pero era imprescindible que esa dirección cambiara inmediatamente.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Te has casado alguna vez?

– No.

– ¿Has estado apunto?

– Nunca.

– ¿Por qué?

– Nunca encontré a una mujer que me hiciera pensar a largo plazo.

Lola se quedó callada por un momento.

– Quizá tengas fobia al compromiso -comentó al fin.

Ojalá le hubiesen dado un dólar cada vez que le decían eso. Parecía una idea universal entre las mujeres, como si hubieran nacido con esa manía en el cerebro.

– A lo mejor es que me gusta mi vida tal como es. -El tema del compromiso, que no era uno de sus favoritos, apaciguó bastante sus ardores-. ¿Cuántas veces has estado comprometida?

– Dos.

– Quizá seas tú quien tiene fobia al compromiso.

– No, más bien soy un imán para los idiotas.

Max la miró, miró los labios carnosos y los pómulos altos, los pechos grandes y las largas piernas. Lola Carlyle era un imán, cierto. Decididamente, le inspiraba pensamientos impuros.

– ¿De dónde eres, Max?

Él dirigió la vista hacia el Atlántico.

– Nací en Miami y he vivido por todo el Sur. Principalmente en Tejas.

– ¿En qué parte de Tejas?

– En todas.

– Pero no tienes acento. Una vez salí con un tejano y lo tenía realmente marcado.

Aparte de algunas cicatrices, Max no presentaba marcas ni tatuajes, y había eliminado cualquier acento que pudiera identificarle. Pero el Sur le corría por las venas y, a veces, cuando se sentía cansado o estaba relajado, le salía el deje sureño.

– Me preocupé mucho de eliminarlo. Además, mi padre era cubano, así que tampoco hablábamos así en casa. La verdad es que tuve que esforzarme más por eliminar el acento cubano que aprendí de él.

– ¿Y tu madre?

– Murió cuando yo tenía tres años.

Lola se quedó un momento en silencio.

– Lo siento -dijo-. Debió de ser terrible para ti.

– No tanto. -Max fijó la vista en la cresta de las olas-. No la conocía, así que no la eché de menos. Pero mi padre la echó de menos cada día de su vida.

De repente, Max se preguntó por qué estaba contando todo eso. Él no era un hombre que hablara de sí mismo con cualquiera, y mucho menos con una mujer. Las mujeres siempre le daban unas palmaditas en la cabeza, lo analizaban de arriba abajo y le aconsejaban que siguiera alguna terapia. El hecho de que ahora le hablara así a Lola Carlyle era una muestra de su propio aburrimiento.

– ¿Cómo se llamaba?

Él la miró.

– ¿Por qué?

– Quiero saberlo.

– Eva Johansson Zamora. Era sueca.

Era mejor hablar con ella que pensar en cómo chupaba las uvas.

– Mi padre decía que yo era «cubeco».

Lola sonrió e inclinó el extremo de la caña arriba y abajo.

– No es una mezcla muy común, eso es cierto. ¿Cómo murió?

– Ella y mi padre cruzaban la calle Ocho en Little Havana cuando un coche la atropelló. Él contaba que sintió cómo su mano se soltaba bruscamente de la de él.

La sonrisa de Lola se desvaneció y la caña de pescar que tenía en las manos se quedó quieta.

– Eso es horrible, Max. ¿Y tú dónde estabas?

Ella no mostró demasiado sentimentalismo, no lo miró con compasión ni corrió a abrazarlo, de modo que Max continuó:

– Cogido de la otra mano de mi padre. Ninguno de los dos resultó herido. Ella murió antes de llegar al hospital.

– ¿Tú lo recuerdas?

– En realidad no. Tengo un vago recuerdo de unas luces, pero eso es todo.

– Y yo que pensaba que había tenido una infancia difícil.

– ¿Por qué fue tan difícil? -preguntó Max, contento por el cambio de tema.

– Bueno, en realidad no lo fue tanto. Pero pensaba que lo había sido-. Lola miró al océano mientras la brisa agitaba la manga de su blusa. -El hermano de mi madre era predicador baptista, y no era precisamente permisivo. Era de los que no te dejaban beber alcohol, pintarte los labios ni bailar, porque eso podía excitar a alguien. Esos comportamientos eran «mundanos» y «pecaminosos». Sólo se podía bailar en la iglesia, porque el espíritu era el que te inspiraba. En mi familia, tener un tío predicador era como tener al Papa en un hogar católico. Siempre teníamos que sentarnos en el rincón de las oraciones y decir en voz alta «alabado sea el Señor». El hecho de tener a un predicador en la familia significaba, para todos nuestros parientes, estar un paso más cerca de Dios que el resto de mortales. Por eso, cuando a los tres años le pedí a Papá Noel que me trajera un pintalabios, sombra de ojos y unos sujetadores transparentes nadie en la familia sonrió. Cuando tenía quince años, me pillaron bebiendo y mi familia se escandalizo.

El extremo de la caña de pescar se agitó, pero Lola continuó:

– Mi madre estaba convencida de que había heredado los genes anormales de la familia de mi padre. Él tenía unos primos que bebían a morro y fornicaban como marineros de permiso.

Max se rió con ganas.

– Supongo que ser modelo de ropa interior no ayudó mucho,

– Al principio no, pero cuando sorprendieron al tío Jed con una de las chicas Lyle detrás del púlpito, Millicent creo que se llamaba… -Lola se encogió de hombros-. Representó a la perfección el papel de culpable arrepentido, pero Millicent todavía no era mayor de edad y se quedó preñada, así que su propia esposa abandonó la iglesia. Después de eso la familia se comportó como las ratas que abandonan un barco que se hunde y de repente, mi trabajo ya no les parecía tan malo. -Lola le miró un momento y le sonrió-. Me alegraba de no ser yo la mayor pecadora del mundo.

Ahora, al observarla bien, ahí de pie, con los pies descalzos, esas piernas largas, y esa gorra calada hasta la mitad de la frente, Max se dio cuenta de que ya no era para él esa insoportable modelo de ropa interior que había imaginado cuando vio su carné de conducir. Ahora era algo más que una mujer bonita con un estupendo cuerpo en medio del mar azul y bajo un cielo todavía más azul. Ahora veía a una mujer que tenía problemas como todo el mundo. Una mujer con sentido del humor, capaz de reírse de sí misma.

– ¿Hermanos o hermanas?

– Una hermana mayor, Natalie. Era una chica perfecta. Nunca le atrajeron ni el pintalabios ni la bebida. Tiene cinco niños perfectos y es una esposa perfecta. Tiene un marido perfecto, Jerry, que en realidad es un chico muy majo.

Por un momento, a Max le pareció que Lola envidiaba a su hermana. ¿Lola Carlyle, la modelo de trajes de baño del Sports Illustrated, envidiaba a un ama de casa? Imposible.

– No me digas que quieres tener cinco niños.

– No, sólo dos. Pero primero tengo que encontrar un marido. Por desgracia, eso significa que tengo que empezar a salir con hombres otra vez. Y parece que atraigo a hombres posesivos, o, peor aún, a hombres increíblemente necesitados a quienes acabo cuidando yo. -Hizo una pausa para respirar y preguntó-: ¿Tú quieres tener niños?

Niños era lo último que Max quería.

– No.

Ella estudió su rostro por un momento.

– Parece que te haya preguntado si quieres tener dolor de muelas. ¿Es que no te gustan los niños?

Los niños le parecían bien, siempre y cuando fuesen los niños de los demas.

– ¿De verdad quieres que me crea que no sales con nadie? -le soltó Max en lugar de contestar a su pregunta.

Lola suspiró ante ese intento de cambiar de conversación, pero lo dejó estar.

– Hay algunas diferencias entre salir a cenar con un hombre y desear que sea el padre de tus hijos. No tengo precisamente el mejor recuerdo de los hombres. -De repente, la caña de pescar de Lola se dobló con fuerza y casi se le escapó de entre las manos-. ¡Creo que he pescado algo!

Al ver que la caña se doblaba, Max dejó la suya en el soporte de su silla.

– ¿Necesitas ayuda?

– No. Pero tráeme la red -le pidió Lola mientras abría la puerta de la plataforma de baño. Bajó las escaleras mientras empezaba a recoger el sedal y añadió-: También debe de haber algo para tirar del anzuelo.

Max encontró una red en la caja de la que había sacado las cañas y el resto de equipo. También había algo parecido a unos alicates.

Como era de esperar, ella estaba demostrándole que pescaba mejor que él.

– ¡Date prisa! -lo apremió ella mientras bajaba las escaleras.

Ahora las olas eran un poco más altas y el agua de mar les llegaba a los pies. El primer pez que emergió era de color azul y tenía la cola y los ojos de un amarillo brillante. Max no tenía idea de qué pez era, pero el segundo pez debía de ser una variedad de mero. Era de color beige con rayas marrones y puntos grises, y Max calculó que pesaba unos seis kilos. Recogió los peces con la red; el de color azul agitaba la cola frenéticamente.

Se dirigieron de nuevo a la cubierta de popa. Mientras Max llevaba los peces en la red, Lola le dio algunas instrucciones:

– Hay que sacarles los anzuelos y ponerlos en un recipiente con hielo o en algún lugar frío. Puedes limpiarlos ahora, si quieres.

Ningún problema, pero no eran sus pescados.

– Creí que me habías dicho que pescabas con tu abuelo en su barco.

– Así es, pero era él quien sacaba los anzuelos y los limpiaba. -Lola frunció las cejas y lo miró-: Eso es trabajo de hombres.

– ¿Y tu único trabajo es sacar los peces del agua?

– Claro -le contestó, como si Max fuese tonto.

Pero Max no era tonto en absoluto y se daba cuenta de que era ella quien establecía las reglas sobre la marcha. Sacó el pescado azul de la red, le extrajo el anzuelo de la boca y lo dejó sobre la cubierta.

– ¿No son preciosos? -exclamó Lola con orgullo, como si fueran una creación suya.

– Están bien. -Sacó el otro y también le quitó el anzuelo. Vale, había cobrado dos piezas, ¿y qué?-. En Malasia, durante una misión, disparé a una cobra a la cabeza y me la comí para desayunar.

Lola lo miró de reojo.

– ¿Y exactamente por qué me cuentas esto?

Max dejó el pescado al lado del otro, pero no contestó. No sabía por qué le había contado esa estúpida historia. A no ser que hubiera querido impresionarla, lo cual era difícil de admitir incluso ante sí mismo.

– ¿Te sientes amenazado?

Max se volvió hacia ella.

– ¿Por qué?

– Por mí. ¿Es que mi habilidad para la pesca amenaza tu masculinidad?

Max rió. No se sentía amenazado, solamente se sentía ridículo.

– Tesoro, mi masculinidad está estupendamente. Hace falta algo más que tu pequeño ejercicio de pesca para que me sienta poco hombre.

– Pareces celoso.

Quizá lo estaba un poco, pero nunca lo reconocería. Nunca.

– ¿De estos dos pescaditos? Bueno, quizás en otra vida.

Baby saltó del banco y se acercó a los pescados. El mayor sacudió la cola contra la cubierta y el perro retrocedió de un salto.

– Vigila a Baby mientras busco un recipiente con hielo -le dijo ella, y entró en la cocina.

Max echó un vistazo a la puerta de la cocina.

– No seas tan mariquita -dijo en voz baja-. Vamos. -Se negaba a llamar al perro por ese ridículo nombre, así que continuó-: Acércate, B.D., y enséñales a esos pescados quién manda aquí.

Animado por esas expresiones de aliento masculinas, Baby se acercó a la cabeza del pescado, lo olisqueó un par de veces y le lamió un ojo.

– Muy bien, buen chico.

– ¡Baby! -Lola salió de la cocina y dio un manotazo a la nevera de plástico que llevaba. La dejó en la cubierta y miró a Max-. Creí que lo vigilabas.

Max no recordaba haberse comprometido a nada.

– Tu perro no oye del todo bien.

Dentro de la nevera, ella había puesto dos bolsas de hielo artificial.

– El hielo del congelador está bastante derretido, pero el de estas bolsas está bien -le dijo y, levantando la vista hacia él, ordenó-: Vamos, ponlas dentro.

Max tampoco recordaba haber aceptado ser su criado.

– Ese honor te corresponde a ti.

– Por mí, bien. A ti las manos todavía te huelen a pescado. -Y, tras fijarse en la ropa que llevaba, agregó-: y yo voy de blanco.

– Ajá.

Max se arrodilló al lado de la nevera y colocó los pescados dentro. Entonces se percató de que su silla se estaba desplazando un poco por la cubierta y que la caña colocada en el soporte estaba prácticamente doblada, en dos.

– ¡Joder! -exclamó, levantándose. Notó que el dolor en el costado remitía bajo la súbita descarga de adrenalina. Asió la caña de pescar y empezó a enrollar el sedal mientras avanzaba hacia la plataforma.

– Tráeme la red -le gritó a Lola. Las olas rompían contra la plataforma y el agua le lamía los pies. Max levantó la caña, dando vueltas al carrete como un loco. Comparado con las dos truchas que había pescado, ese pez pesaba como un tractor.

En cuanto entrevieron el tono rojizo del pez bajo la superficie del agua, Lola lo recogió con la red y Max la ayudó inmediatamente a izarlo a bordo. Sosteniendo la caña con una mano, estudió el brillante besugo. Pesaba, por lo menos, once kilos.

Una vez más, siguió a Lola hasta la cubierta de popa y extrajo el anzuelo.

– Fijate en esto -dijo mientras se arrodillaba y lo extendía sobre la cubierta. Era lo más bonito que había visto en mucho tiempo, con sus pequeñas escamas rojas y las delicadas aletas.

– Es sólo un pez.

Max se levantó y dio un paso atrás para admirar su presa.

– Es enorme.

Lola cruzó los brazos.

– Bueno, pero yo he pescado más que tú.

– Tus dos pescados juntos no pesan ni lo mitad que el mío.

– ¿Nunca has oído eso de que el tamaño no cuenta?

Max se volvió hacia ella.

– Tonterías. -Max rió al ver que Lola tenía los labios apretados-. Sólo un tipo con el paquete pequeño se creería eso.

Lola frunció el entrecejo con fuerza.

– Yo sé que es verdad.

Max rió con ganas.

– Puedo demostrarte que estás equivocada.

– Gracias, pero otra vez será.

– Cuando quieras, Lolita.

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