CAPÍTULO 16

Dos días después de entrar en la casa de Sam, Lola y Max fueron interrogados por separado por la policía de Baltimore. Lola no llevaba todavía veinticuatro horas en casa cuando tuvo que llamar a su abogado y encontrarse con él en la comisaría de Durham. Max y su abogado contestaron a las mismas preguntas en Alexandria, pero como no había pruebas que relacionaran a ninguno de los dos con el delito, ambos fueron liberados.

Los problemas con Sam por fin habían terminado. Se habían solucionado, tal como Max le había prometido. Max era su héroe, pero amarlo era al mismo tiempo lo mejor y lo peor que le había sucedido jamás. Y día tras día se enamoraba más de él. Pasaban juntos todos los fines de semana, y a cada hora Lola se perdía más y más en el placer que la invadía al estar con él. El placer que le ofrecían sus cálidos labios y sus fuertes manos. El potente pecho de Max contra sus pechos. Envuelta en la calidez de Max, Lola se sentía segura y protegida, como si nada malo pudiera suceder mientras estuviesen juntos. Cada vez que Max le daba un beso de despedida, la abrazaba con más fuerza que la vez anterior. La retenía más cerca, como si intentara absorberla al máximo.

Max no le había dicho que la amaba. Todavía no. Sólo hacía tres semanas que ella le había confesado que lo quería, pero Lola estaba convencida de que Max le correspondía. Ningún hombre podía mirar a una mujer y acariciarla como Max sin estar enamorado. A pesar de eso, Lola deseaba escuchar esas palabras de sus labios.

Durante la semana, cuando no podían estar juntos, Max la telefoneaba cada noche y, de día, mientras Lola se encontraba en el trabajo. Algunas veces sólo le preguntaba si estaba diseñando lencería comestible.

– ¿Tienes hambre, Max? -le preguntaba Lola.

– Sí -respondía invariablemente-. Tengo hambre de ti.

Al cabo de muy poco tiempo, Lola sólo vivía para recibir sus llamadas aunque las temía en igual medida. Cada vez que recibía una, Lola tenía miedo de que Max le anunciara que se iba a Bosnia, Afganistán o Irak, aunque suponía que no le revelaría su destino.

La vida que Max había elegido estaba fuera del control de Lola. Ella nunca le pediría que cambiara por ella. Sólo podía esperar que, a causa de los problemas que Max había tenido en Nassau, el Gobierno le hubiera quitado la tabla de códigos y hubiera tachado su nombre de su agenda secreta.

Lola sabía que Max llevaba un buscapersonas en todo momento, pero tenía la esperanza de que el Gobierno hubiera perdido el número. Aun así, en lo más hondo, Lola sabía que era sólo cuestión de tiempo que el busca sonara. No tenía la menor duda de que eso sucedería.

Por desgracia sucedió antes de que Lola estuviera preparada para ello, durante el desayuno, un fin de semana en que Baby y ella habían ido a verlo. Max le había tostado un bollo y había preparado café, y habían planeado pasar el día arrancando el papel de la pared de la cocina. Lola le había llevado una foto de ella con Baby en un marco de plata que tenía galletas de perro grabadas. Había traído la cámara para hacerle algunas fotos a Max y sacar una de los tres juntos: ella, él y Baby. Como una familia de verdad.

Lola no tuvo oportunidad de hacer la foto. El busca sonó mientras él tomaba su segunda taza de café y le daba a Baby un trozo de bollo. Las miradas de ambos, sentados a la mesa de la cocina, se cruzaron, y Lola lo supo. Ya estaba.

Max, que sólo llevaba unos calzoncillos largos de color blanco, se levantó y se dirigió a su despacho, instalado en la parte trasera de la casa. En cuanto Lola oyó el sonido de la puerta que se cerraba, el estómago se le encogió y se sintió enferma. La sangre se le acumuló en la cabeza y el corazón se le aceleró. Notaba una opresión en el pecho y era incapaz de reposar la vista en ningún lugar de la cocina. Ni en la cafetera, ni en la batidora, ni en el abridor magnético pegado a la puerta de la nevera. Tampoco en el papel de pared que no iban a cambiar.

Cuando Max reapareció, llevaba una bolsa de lona y su mochila. Una amarga sonrisa le deformaba los labios, y Lola vio en ella confirmada su peor pesadilla. Antes de que Max abriera la boca, Lola sabía qué iba a decir.

– Tengo que irme, y no sé cuándo volveré.

Lola tomó a Baby en brazos y se levantó.

– Ni cuándo ni si volverás, querrás decir.

– Hablaremos cuando vuelva.

Lola sacudió la cabeza. Desde el principio se había preguntado qué haría cuando llegara ese momento.

– No puedo hacer esto, Max. Te quiero, pero no puedo vivir así. No esperaré a que vuelvas.

– No hagas eso, Lola. Podemos conseguir que esto funcione.

Max dejó las bolsas en el suelo y se dirigió hacia ella. Lola le detuvo con un gesto de la mano.

– No -respondió, aunque su corazón le pedía que le echase los brazos al cuello, que lo abrazara y nunca le dejase marchar-. No comprendo por qué tienes que irte -le dijo, en un tono sorprendentemente tranquilo-. Sólo sé que te vas. No voy a pedirte que te quedes, Max. No voy a pedirte que te quedes por mí. Nunca te pediría eso. Además, sé que no lo harías. Y eso es algo que no comprendo. Quizá porque te quiero. Quizá porque tú no me quieres de verdad -acabó Lola, enfrentándose a la posibilidad de que él realmente no la amara, de que sus propios deseos la hubiesen llevado a creer que en sus besos había más de lo que Max sentía, más de lo que nunca sentiría-. Quizá si yo fuera una persona más fuerte soportaría verte marchar sin saber si te pegarán, te torturarán o te dispararán. Si morirás en un país del Tercer Mundo, solo, sin nadie que te coja de la mano. -La voz se le quebró y Lola meneó la cabeza-. No soy tan fuerte, y no quiero pasar por esto una y otra vez sólo para que tú puedas satisfacer esa necesidad de arriesgar tu vida por gente a quien no conoces y por un gobierno que te arrestó por un delito que no cometiste, sólo para deshacerse de ti.

– No te vayas así, Lola. -Max le acarició el cabello. Su expresión angustiada se le clavó en el alma a Lola-. Hablaremos cuando vuelva. Por favor, quédate.

– Dime algo que me convenza de que me quede.

Max suspiró, despacio. Bajó las manos.

– Te quiero.

No era justo. Ésas eran las palabras que ella había estado esperando escuchar. Ahora le atravesaron el corazón, destrozándoselo. Lola estaba casi segura de que Max no le había dicho eso a ninguna otra mujer antes, pero no era suficiente. Sentía lástima por él. Sentía lástima por sí misma. Sentía lástima por la vida que nunca compartirían.

– Me merezco algo más. Merezco a un hombre que me ame lo suficiente para desear envejecer conmigo.

– No es tan sencillo…

– Sí lo es, Max.

– ¡No! -Max cerró los puños-. Me estás pidiendo que abandone mi vida por ti. Me estás pidiendo que me convierta en alguien distinto de quien soy.

– No te estoy pidiendo que hagas nada. Te estoy diciendo que te quiero demasiado para contemplar cómo te dejas matar.

– No voy a morir, Lola.

– Sí, sí vas a morir. Quizá no esta vez, pero vas a morir. Y no pienso pasarme la vida preguntándome si hoy va a ser ese día.

Lola miró por última vez sus hermosos ojos azules y se obligó a salir de la habitación, dejando a Max de pie en la cocina asegurándole que la amaba y pidiéndole que se quedara. Alejarse de él era lo más difícil que había hecho jamás.

Con su perro contra el pecho, Lola subió las escaleras hasta la habitación de Max y recogió su bolso de viaje de Louis Vuitton. Su corazón herido le imploraba que se quedara, porque vivir con él era mejor que vivir sin él, así que Lola se vistió deprisa. Casi esperaba oír los pasos de Max subiendo la escalera para decirle que había cambiado de opinión o para pedirle otra vez que se quedase con él. Pero no los oyó.

Antes de irse, echó un último vistazo a la habitación. Miró la cama grande con el edredón a cuadros. En la cómoda había una foto de Max cor su padre en un porche desvencijado, de la que colgaba un rosario. Al lado, había una foto de Lola con Baby. El conjunto resultaba triste y solitario; Lola dio media vuelta, salió de la habitación y bajó las escaleras. Max estaba en el salón, con la vista fija en la ventana.

Con los ojos secos, Lola observó por última vez la cabeza y los hombros de Max, que estaba de espaldas. Si él se hubiera girado y la hubiese mirado, no estaba segura de que hubiera tenido la fuerza suficiente para salir por la puerta.

– Adiós, Max -se despidió.

Pero él no la miró, y, con las rodillas y las manos temblorosas, Lola salió de la casa. Dejó el bolso y a Baby en el asiento del copiloto del BMW, subió y lo puso en marcha. Sin volver la vista atrás, Lola se alejó. No lloró hasta que hubo recorrido ochocientos metros. No perdió la compostura hasta que llegó a Fredericksburg.

Tuvo que salir de la autopista y detener el coche en el aparcamiento de un hotel Best Western.

Las lágrimas le bajaban por las mejillas, así que puso las manos en el volante y se dejó ir. Unos fuertes sollozos le agitaban el pecho y le desgarraban el corazón.

Hasta ese momento, Lola no había sabido que el amor podía doler tanto. Lola había estado enamorada antes, pero no de esa forma. Nunca antes se había sentido como si la hubieran partido en dos.

Lola no supo cuánto tiempo había permanecido en el coche cuando se dio cuenta de que no podía hacer el trayecto de cuatro horas hasta casa. La cabeza le dolía y le picaban los ojos, todavía arrasados en lágrimas. Sacó las gafas de sol del bolso y se dirigió al Best Western. Ella y Baby alquilaron una habitación cercana a la máquina de hielo y Lola encendió el televisor en busca de distracción. Pero no había nada que la distrajera del dolor de perder a Max. Si hubiese creído que Max estaba todavía en casa, lo habría llamado y le habría dicho que no quería hacerlo. Que había cambiado de opinión, que se quedaría con él bajo cualquier circunstancia durante el tiempo que fuera necesario. Pero Lola sabía que no estaba en casa, y sabía también que si ella no cortaba por lo sano ahora, esa escena se repetiría una y otra vez.

Baby gimió y le lamió la cara, como si también lamentara la pérdida de Max y se sintiese perdido y vacío. Lola se tumbó en la cama y se rodeó el cuerpo con los brazos. Ese horrible vacío le había abierto un hueco en el estómago, así que alcanzó la guía de teléfono, buscó en las páginas amarillas y marcó un número.

– Es para hacer un pedido -dijo, ahogando un sollozo-. Quisiera media pizza «enamorados», una ración de bastoncillos y una ración pequeña de alitas de pollo. ¿Tienen Pepsi light?

Media hora después, Lola estaba sentada a la pequeña mesa, al lado de las cortinas cerradas, dándose un reconfortante atracón. Se había comido dos trozos de pizza, tres bastoncillos y la mitad de las alas de pollo cuando apartó la comida a un lado.

No le ayudaba en nada. Sólo la hacía sentir peor. Una vieja y familiar vocecilla insistió en que vomitara toda esa comida, pero ella la hizo callar.

Baby saltó a la mesa y hurtó algunas lonchas de salami. Lola no fue capaz de reñirlo. Comprendía su dolor.

No había nada que la hiciera sentir mejor, nada que expulsase el sufrimiento y el vacío que se habían instalado en lo más profundo del alma.


El C-130 se inclinó a babor y descendió a treinta mil pies. Las luces interiores se apagaron, sumiendo la nave en la oscuridad. El piloto abrió la escotilla y, dentro del traje de neopreno, el mono de vuelo, el chaleco salvavidas y los veintidós kilos de equipo, Max notó que la temperatura bajaba treinta y siete grados en menos de cinco segundos. Respiró a través de la máscara de oxígeno y notó que las gafas de combate a prueba de niebla se cubrían de escarcha a medida que la rampa del C-130 bajaba.

Tres hombres más se encontraban en el avión con Max. Todos ellos eran antiguos miembros de las Fuerzas Especiales de la Marina y estaban sujetos a las mamparas de separación con arneses de seguridad. Max había trabajado con dos de ellos anteriormente, y ambos eran guerreros experimentados. Del tercero Max sólo conocía la reputación. Se llamaba Pete Boom Boom Jozwiak, y se suponía que era el mejor experto en demolición Para esta misión, lo habían asignado como compañero de nado de Max que esperaba que el chico estuviese a la altura de su fama. Ocho kilómetros por debajo de ellos, en la isla de Soledad, se ocultaba un grupo de terroristas antiamericanos con dos cabezas nucleares que habían pertenecido a la antigua Unión Soviética. El gobierno de Estados Unidos quería arrebatar esas cabezas nucleares de las manos de los terroristas aunque, para mantener unas buenas relaciones internacionales, no podía hacer nada abiertamente. Tendría que negar toda implicación, así que se decidió que lo más sensato era enviar a unos agentes secretos. Durante cinco días, Max y el resto de los hombres se habían reunido con las autoridades y había desarrollado un plan de operaciones para hacer desaparecer las cabezas nucleares. Por lo menos, ése era el objetivo y, como siempre, el fracaso no era una opción.

Los cuatro hombres empujaron la lancha de goma de combate hasta el extremo de la rampa. Un paracaídas, el equipo de comunicaciones y el equipo de asalto se encontraban atados a la lancha, al igual que el motor y la gasolina para llegar hasta la isla. Max comprobó el GPS que llevaba en el pecho para asegurarse de que funcionase correctamente y esperó a que las luces verdes parpadearan en señal de que sobrevolaban la zona y de que era el momento de saltar. Max volvió a comprobar los cierres del chaleco de asalto y palpó la Heckler & Koch de 9 mm semiautomática que llevaba sujeta al muslo.

Las luces parpadearon dos veces y los cuatro hombres empujaron la lancha fuera del C-130. Max desató las cuerdas de seguridad, se dirigió al extremo de la rampa y se precipitó al cielo nocturno. Unos segundos después, su paracaídas se abrió y Max sintió el tirón en el arnés. Todo se equilibró, Max encendió el GPS, corrigió su rumbo y se dispuso a disfrutar del vuelo. O, por lo menos, lo intentó. Por primera vez desde que se había alistado en la Marina, no lo había invadido la emoción por la acción. No experimentó la descarga de adrenalina que le recordaba que estaba vivo. Por primera vez, no estaba eufórico por haber saltado del avión ni por llevar sus capacidades físicas y mentales al límite de la resistencia. Por primera vez, pensar en la misión imposible no lo ponía automáticamente a cien. Por primera vez, lo único que quería era acabar el trabajo y volver a casa. Max echó la cabeza hacia atrás y miró las estrellas. Normalmente, ésta era la parte de la misión que más habría disfrutado. La calma antes de la tormenta. Pero esta vez no. Estaba demasiado enfadado desde el día en que le había declarado a Lola que la amaba y ella se había marchado. No, «enfadado» era un término demasiado suave. Lo que sentía le corroía los intestinos como el ácido y lo llenaba de una rabia impotente. Siempre había sabido que cualquier vínculo con ella le causaría dolor. Había luchado por no amarla, pero al final había sido como luchar por no respirar. Al cabo de un tiempo, resultó imposible.

«No voy a pedirte que te quedes, Max. No voy a pedirte que te quedes por mí -le había dicho-. Además, sé que no lo harías.»

Al final, había sucedido lo que él siempre había sabido que ocurriría: ella había deseado que él abandonara su trabajo como agente del Gobierno por ella. Por una vida en las afueras. Había acertado, pero eso no lo consolaba.

«No quiero pasar por esto una y otra vez sólo para que tú puedas satisfacer esa necesidad de arriesgar tu vida por gente a quien no conoces y por un gobierno que te arrestó por un delito que no cometiste, sólo para deshacerse de ti.»

En esos momentos, la necesidad de arriesgar su vida por un gobierno desagradecido no era nada en comparación con el deseo de volver hacia Carolina del Norte y arrancarle el corazón, del mismo modo en que ella había roto el suyo. Dios santo, era mala. Lola había esperado a que ya no le quedara un solo pensamiento que no girase en torno a ella y, entonces, se había marchado. Había esperado a que él se enamorase para clavarle el cuchillo en el corazón. Había esperado a que él le dijera que la quería para conseguir su objetivo. Era mala y perversa.

Max consultó el altímetro y se quitó la máscara de oxígeno. Aspiró el aire fresco, pero con ello no consiguió aclararse la mente.

«Me merezco algo más. Merezco a un hombre que me ame lo suficiente para desear envejecer conmigo.»

Max siempre había creído que ella merecía algo más. Siempre pensó que ella podía llevar una vida mucho mejor que la suya. En eso también había acertado, pero eso tampoco le consoló. Sólo pensar que ella podía estar con otro hombre le clavaba el cuchillo tan hondo que no creía que nunca pudiera sacárselo.

Era mala, perversa y rencorosa. Si lo que ella había querido era vengarse por lo del Dora Mae, o por cualquier acontecimiento posterior, había hecho un buen trabajo. Brillante. La primera vez que él le dice a un mujer que la ama, y ella le responde que no es suficiente. Bueno, eso le enseñaría a dejarse llevar por cualquier parte de su cuerpo que no fuese la cabeza.

A unos ocho metros de la superficie del agua, Max cortó el paracaídas Llevaba suficiente peso como para hundirse hasta el fondo, así que buscó el dispositivo para hinchar el chaleco. Entonces cruzó los brazos sobre pecho y se preparó para zambullirse.

Durante treinta y seis años había vivido sin Lola Carlyle. Viviría sin ella treinta y seis más.


Lola se puso el lápiz detrás de la oreja y se dio un masaje en la nuca. Sentados a la mesa de conferencias, a su derecha, se encontraban los cuatro representantes de los departamentos de compras y marketing y su diseñadora jefe, Gina. A su izquierda se encontraba el director creativo. Se habían reunido todos en una sesión a fin de encontrar un nombre nuevo para la línea sin costuras de Lola Wear, Inc.

«Casi Nada» era la decimatercera idea en toda la tarde. Y la décima tercera que no le decía nada a Lola.

– La nueva línea es tan cómoda como una segunda piel -dijo-. Suave y muy sexy. Queremos que eso quede reflejado. Necesitamos algo breve y contundente. Algo que signifique «estoy cómoda pero sexy».

– ¿Qué tal si utilizamos algo con tu nombre, Lola? -dijo Gina, y comenzaron a llover ideas, a cual más disparatada.

– «Diáfana Lola.»

– «Lola translúcida.»

– «Diáfana Lola» no está mal -dijo-, pero creo que podemos pensar algo mejor. Algo como…

– Podríamos llamar a esa línea, simplemente, «Lolita» -soltó alguien.

– Sí.

– Creo que me gusta.

– ¡No! -repuso Lola, con más energía de la que pretendía. Todo el mundo la miró y ella se sacó el lápiz de detrás de la oreja-. Lo siento, no me gusta «Lolita».

Max la había llamado Lolita. Sólo con oír ese nombre, le habían entrado ganas de llorar. Ahora ya hacía más de una semana que Lola se había ido de casa de Max, y su corazón ni siquiera había empezado a recuperarse. Y no se recuperaría si tenía que oír constantemente el nombre de Lolita, verlo en el catálogo y leerlo en las etiquetas.

La puerta de la sala de conferencias se abrió, y la ayudante de Lola, Wanda, se acercó a ella.

– Hay un caballero que desea verte -le susurró al oído-. Dice que no se irá hasta que hables con él.

Lola imaginó que el caballero en cuestión podía ser uno de dos: o bien Sam, su ex novio, cuyas numerosas llamadas telefónicas no había contestado, o bien el diseñador gráfico con quien tenía que encontrarse en breve.

– ¿Te ha dicho su nombre?

– Sam.

Lo primero que pensó Lola fue que Sam había descubierto que ella estaba relacionada con la desaparición de las fotos. Pero si ése fuera el caso, sería la policía quien estaría allí y no él. Después se le ocurrió que quizás él hubiese encontrado algo nuevo para utilizar en su contra, en cuyo caso Lola tenía dos opciones: despacharlo rápidamente o pedir a los guardias de seguridad que lo echaran. Lola se tomó un momento para repasar las opciones y decidió que lo mejor era escuchar lo que él venía a decirle, sólo por si él tenía preparada alguna sorpresa desagradable o algún chantaje. Hacía tiempo que había aprendido que Sam era capaz de todo.

– Acompáñalo a mi despacho -le dijo a Wanda, mientras se ponía en pie y se excusaba de la reunión.

«No puede hacerme más daño», se dijo, pero cierta aprensión le hizo un nudo en el estómago mientras atravesaba el pasillo en dirección a su despacho. Antes de entrar, echó un vistazo al vestido blanco de ganchillo y desplegó la agradable sonrisa que había perfeccionado con los años. Sam no la vería sufrir. Cuando entró en la habitación, le encontró esperándola.

– Sam -dijo, dejando la puerta abierta por si acaso-. ¿Qué te trae por Carolina del Norte?

Él guardó silencio por un largo instante y se limitó a mirarla. Iba un poco más desaliñado de lo que ella recordaba. Quizás ahora que ya no hacía dinero a su costa no podía permitirse mandar almidonar las camisas. Quizás él mismo había tenido que planchar esa arruga en los pantalones de gabardina. El pelo rubio le caía hasta el cuello de la camisa, un poco revuelto y estratégicamente descuidado. Antes Lola lo encontraba guapo y excitante. Creía que lo había amado, pero lo que había sentido por él ni siquiera se acercaba a lo que sentía por Max. Lo que siempre sentiría por Max.

Sam habló y ni siquiera se preocupó de disimular el enfado en su voz.

– Entraste en mi casa -dijo.

– No parece que la policía piense lo mismo.

Lola pasó por su lado y se quedó de pie detrás de su mesa de trabajo, el lugar donde siempre se sentía poderosa y con el control en las manos. Cuando había empezado su negocio, Sam había sido una de las personas que le habían dicho que estaba cometiendo un error. Ahora, rodeada por las pruebas de su éxito, sintió que se relajaba un poco. Podía con cualquier cosa que Sam le dijera.

– Estoy segura de que sabes que yo estoy fuera de toda sospecha -añadió.

– Eso no significa que no hayas contratado a alguien para que entrara en mi casa, destruyese mis posesiones y me robara.

Lola cruzó los brazos, esperando a ver si él tenía alguna bomba que lanzarle.

– Claro, y eso habría sido traicionero y turbio. Un poco como lo que hiciste tú al colgar esas fotografías en la página de Internet. Pero yo no entré en tu casa -le dijo, lo cual era una verdad a medias. Era Max quien había hecho el trabajo; ella sólo lo había seguido alegremente-. Tengo un testigo.

– Sí, me he enterado. Estabas con tu nuevo novio.

¿Había sido Max alguna vez su novio? No, había sido mucho más que eso. Durante un periodo muy breve, se había convertido en su vida.

Aguardó a que Sam dijera algo más. A que le pusiese la zancadilla de alguna forma. A que expresara el objetivo de su visita, pero como no lo hizo, ella preguntó:

– ¿De qué se trata?

El silencio se prolongó y, por la expresión de su cara, Lola se dio cuenta de que no había nada más. Ninguna otra fotografía. Nada que pudiera hacerle daño.

Pero él lo intentó de todas formas; dijo la única cosa que podría sacarla de sus casillas:

– A tu novio le deben de gustar las mujeres gordas.

De repente la sonrisa de Lola se volvió sincera, y se echó a reír. Sam siempre había querido que ella fuera delgada, insegura y que estuviera enferma, necesitada. Lola ya no era alguien a quien le importara lo que Sam pensara, y ahora que había perdido esas fotos, ni siquiera tenía el poder de hacerla enfadar. Lola sacudió la cabeza.

– Le gusta mi cuerpo tal como es.

Le había dicho la verdad. El problema con Max no tenía nada que ver con su peso ni con su aspecto. Sólo con mirarla, la hacía sentir deseada y hermosa. Lo que ocurría no tenía nada que ver con la debilidad ni con la necesidad de que un hombre la cuidara; sólo con la necesidad de Max de arriesgar el pellejo.

Sam no dijo nada, así que Lola arqueó una ceja.

– ¿Has conducido hasta aquí sólo para acusarme de haber entrado en tu casa y para insultarme?

– Sólo quería que supieras que no me engañas. Sé que tienes algo que ver con eso.

– Ahora ya me lo has dicho. -Lola pulsó uno de los botones del teléfono-. Wanda, llama a seguridad, por favor. Nuestra visita necesita que le indiquemos el camino de salida.

– ¿Me estás echando?

– Pues sí. -Lola soltó el botón-. Y si vuelves otra vez, voy a denunciarte por acoso.

Mientras observaba a Sam irse, Lola se sintió verdaderamente libre de él de una vez por todas.

Ojalá fuera tan fácil deshacerse de sus sentimientos hacia Max, pensó mientras regresaba a la sala de conferencias. Pero dudaba que alguna vez pudiera olvidarlo totalmente.

Acababa de sentarse otra vez cuando Wanda los interrumpió de nuevo.

– Hay otro caballero que quiere verte. Éste no quiere dar su nombre -continuó Wanda-, pero me ha pedido que te diga que si no lo recibes pronto, requisará a tu perro.

Lola habría sentido cómo el corazón se le paraba y se le aceleraba al mismo tiempo, si tal cosa fuese posible.

– ¿Llamo a Seguridad?

Como si Seguridad pudiera detener a Max Zamora.

– No. -Lola se puso de pie y cerró la carpeta que tenía encima de la mesa-. Vamos a hacer un descanso de quince minutos -propuso-. Acompaña al señor Zamora a mi oficina -dijo mientras ella y Wanda se dirigían hacia la puerta.

– Me temo que ya se encuentra en tu oficina.

– Por supuesto que sí -dijo Lola en voz baja mientras recorría el pasillo.

De nuevo, se detuvo ante la puerta antes de entrar y respiró hondo. Tratar con Max iba a ser mucho más difícil que tratar con Sam. Se puso una mano sobre el estómago revuelto y entró. Allí estaba. De espaldas a ella, tan alto e impresionante como siempre.

Llevaba una camisa azul de seda y unos pantalones caquis; el aire procedente del ventilador del techo no conseguía moverle un solo cabello. Al oír la puerta, Max se dio la vuelta y su mirada se cruzó con la de Lola a través de la habitación.

– Hola, Lola -le dijo.

No tenía ninguna herida en el apuesto rostro, y Lola exhaló un suspiro de alivio mientras la cálida mirada de Max le recorría el cuerpo antes de volver a posarse en sus ojos.

– ¿Qué es eso que llevas puesto? ¿Un tapete?

Como siempre, el sonido de su voz provocó una ola de calor en el cuerpo de Lola. Estaba vivo, pero se le veía cansado. Le parecía tan guapo que tuvo que refrenar el impulso de cruzar la habitación corriendo y lanzarse a sus brazos. Lola reclinó la espalda en la puerta cerrada y se apoyó en el pomo de la puerta.

– ¿Qué haces aquí, Max?

– He venido a buscarte.

Lola no quería hablar con él, especialmente a solas. No confiaba en él, pero confiaba menos aún en sí misma. Bajó la vista hacia sus sandalias, pues no podía mirarlo a los ojos por miedo a que los suyos la traicionaran y le rogasen que la amase sin condiciones. Temía aceptar cualquier cosa, sin importarle que pudiera destrozarla.

– No deberías haber venido.

– Te quiero.

Lola cerró los ojos e intentó evitar que esas palabras penetrasen en su corazón.

– No importa.

– ¿Qué quieres decir con «no importa»? -Como ella no se acercaba a él, él se acercó a ella-. He pasado por demasiadas cosas esta semana como para que me digas que no importa. He estado a punto de morir y, por primera vez, no me ha dado igual.

Max la agarró por los hombros y ella levantó la mirada hacia él. El calor de las palmas de sus manos atravesó el tejido de punto y le hizo sentir escalofríos hasta los codos.

– No me daba igual morir porque te amo.

Ella intentó soltarse, pero las manos de él la retuvieron con firmeza y él la obligó a mirarlo a la cara. Quería que viese la angustia en sus ojos y las arrugas de la frente.

– Cuando me dejaste, estaba tan cabreado que no podía ver nada. Sentía mucha rabia hacia ti y pensé que me había resignado a dejarte marchar. -Max negó con la cabeza-. Pero no pude. Por más que lo intentara, aunque tuviese que saltar en paracaídas de un C-130, no podía concentrarme en la misión que me esperaba. Sólo podía pensar en que te habías ido y que eso me había clavado un cuchillo en el corazón. Entonces caí en el mar y el chaleco no se hinchó. Luché para salir a la superficie, pero el equipo que llevaba pesaba veintidós kilos y me arrastraba hacia abajo.

– ¿Por qué me cuentas eso? -le preguntó Lola, intentando, sin conseguirlo, contener las lágrimas.

– Porque quiero que lo sepas. Mientras me hundía, luché como nunca he luchado por vivir. Quiero decir que luché como un loco. Luché para volver a tu lado. El chaleco, finalmente, se hinchó al cabo de cinco segundos, pero esos cinco segundos fueron como cinco vidas, y me asusté mucho. No quería irme Lola. No quería dejarte. Quiero algo más de la vida que acabar como comida para peces o como carne de cañón. -Max le enjugó las lágrimas de los ojos y Lola notó que su determinación flaqueaba-. ¿Recuerdas cuando tus padres le dijeron a todo el mundo, en la reunión familiar, que yo te había salvado en el Dora Mae? Bueno, pues eso no es verdad. Tú me salvaste, Lola. Me has salvado en muchos más sentidos de los que imaginas.

– Vale -murmuró ella, consciente de que su amor por él era más fuerte que el dolor que la atenazaba-. Lo intentaré.

– ¿Intentarás qué?

– Intentaré adaptarme a tu forma de vida -respondió Lola, y apoyó la cabeza contra la puerta.

Eso era lo que Lola había estado temiendo. Mirarle a la cara y desearlo sin condiciones. Saber que el dolor de verlo llevar esa vida era mejor que el dolor de vivir sin él.

Max le tomó la cara con ambas manos y se quedó mirando sus ojos marrones. Había conducido como un loco para llegar a ella, y antes que eso había luchado contra los terroristas como un poseso. Y es que lo estaba. Estaba poseído por las posibilidades de emprender una nueva vida. Una vida mejor.

– No, Lola. Te mereces algo más que eso -le dijo-. He devuelto el busca esta mañana. Ya no trabajo para el Gobierno.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Qué?

– He decidido que quiero vivir lo suficiente para cuidarte por el resto de tu vida. Prepararte sopa cuando estés enferma. Peinarte el cabello gris cuando te hagas mayor y no lo puedas hacer por ti misma.

– Yo puedo cuidar de mí misma -fue la respuesta, típica de Lola.

– Lo sé. Pero quiero cuidarte. Quiero hacerte feliz y verte sonreír al lado de mi almohada cada mañana. Te quiero, y creo que podemos llevar una vida maravillosa juntos.

Lola escrutó sus ojos, como si estuviera esperando algo más. Algo que él todavía no había dicho.

– Pero Max, si nos peleamos, o si te cansas de mí, lamentarás haber abandonado algo que durante mucho tiempo te ha gustado hacer. Echarás de menos que te disparen.

– No hay nadie que eche de menos que le disparen, cariño. -Max le tomó la mano y le besó los dedos-. He encontrado algo más excitante que los explosivos, algo más dulce que la adrenalina. Algo por lo cual vale la pena luchar de verdad.

– ¿Qué?

– Una hermosa mujer que me hace reír y me hace sentir más vivo de lo que nunca en mi vida me había sentido. -Max tragó saliva, a pesar del nudo que se le había formado en la garganta y del ardor que sentía en el pecho-. Te he estado esperando toda mi vida, aunque no lo sabía. Tú y yo somos las dos caras de la misma moneda, y haces que me sienta completo.

– Max -lloró Lola, rodeándole el cuello con los brazos-. Te he echado tanto de menos… Te quiero a pesar de que he intentado olvidarte. Irrumpiste en mi vida, masculino, amenazador y con la cara destrozada. Me ataste, me secuestraste y, a pesar de todo, me enamoré de ti.

Max la abrazó con fuerza, sintiendo que el corazón le latía a toda prisa. No sabía qué había hecho para merecer a Lola Carlyle. Nada bueno, eso seguro. Le escocían los ojos y hundió la nariz en el dulce aroma de su cabello.

– Cariño -le dijo-. Yo no te secuestré. Sólo te requisé. Y eso es precisamente lo que voy a hacer para el resto de tu vida.

Lola asintió con la cabeza y sollozó.

– No llores. -Max la apartó de sí y la miró-. Te amo y quiero hacerte feliz. Quiero tener un niño contigo.

Los ojos llorosos de Lola se abrieron de par en par.

– ¿Quieres niños?

– Sí. Contigo. -Max le puso las palmas de las manos sobre el vientre plano-. Tres, y estaba pensando que también deberíamos tener niñas, teniendo en cuenta tu afición por los tonos pastel. -Le dio un golpecito al hombro-. Y tapetes. Pero creo que deberíamos casarnos antes.

Lola se mordió el labio inferior y sonrió.

– Probablemente, ésa es una sabia decisión. No quiero que la gente diga que he utilizado el truco más viejo del mundo para pescarte.

Max acercó los labios a los de Lola y la besó, suave y lentamente, tal como había deseado hacer desde el momento en que ella se había ido de su casa. La había echado de menos y quería bebérsela de un trago.

– Vamonos de aquí.

– Mm. -Lola tenía la vista un poco nublada y asintió con la cabeza-. Max, vamonos a casa a contarle la buena noticia a Baby. Estará muy contento.

– Vaya por Dios, me había olvidado de tu perro. Supongo que tendrá que vivir con nosotros.

– Max, sabes perfectamente que quieres a Baby.

Max pensó en el minúsculo chucho. Definitivamente, el perro necesitaba una figura masculina en su vida.

– Quizá no esté tan mal.

Lola sonrió y abrió la puerta.

– Llévame a casa.

Mientras salían de la mano al sol de Carolina del Norte, una sonrisa se dibujó en los labios de Max.

No hacía mucho tiempo, había estado de pie en el puente quemado del Dora Mae creyéndose víctima de una maldición, condenado a cargar con una hermosa modelo de lencería y su afeminado perrito. Siempre había creído que Lola Carlyle le acarrearía la muerte.

– Nunca llegamos a ver Orgullo y prejuicio -le dijo Lola, con los ojos brillantes.

Sí, definitivamente lo mataría, pero vaya camino que iban a recorrer.

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