La reunión familiar de los Carlyle siempre se celebraba el primer sábado de septiembre, en conmemoración de aquel primer sábado en que los yanquis atravesaron Carolina del Norte a caballo e incendiaron el hogar de los Carlyle. Lo de menos era que ese «hogar» no fuese más que una chabola, que los Carlyle durmiesen con sus gallinas y que la guerra hubiera terminado en 1865. Los hombres Carlyle habían luchado y perecido en la guerra contra el Norte, y esa memoria genética continuaba viva en las almas de la generación actual.
Este año la reunión se celebraría en casa de los padres de Lola, para aflicción de su madre. Había algunas ovejas negras en la familia Carlyle, y a la madre de Lola no le entusiasmaba la idea de que su jardín se llenase de bebedores de cerveza y camorristas. En realidad, se sentía un tanto atemorizada ante esa clase de hombres, aficionados a la caza y a escuchar a Lynyrd Skynyrd en radiocasetes baratos mientras abarrotaban su camioneta de botellas de cerveza vacías.
Además, nunca entendería a esas mujeres que ponían a esos tipos en un pedestal y les servían patatas fritas para que disfrutasen del partido de fútbol mientras ellas hacían callar a los niños. Mujeres cuyo peinado resistía una carrera en camioneta con la ventanilla abierta. Aunque, si su madre hubiese sido sincera consigo misma, habría tenido que admitir que su propio peinado podría resistir un tornado de Oklahoma.
El jardín de los Carlyle, de dos mil metros cuadrados, estaba sombreado por viejos arces y enormes robles. Largas mesas soportaban el peso innumerables bandejas de pollo frito y pan de maíz, jamón, salsas, estofados y encurtidos caseros. Una de las mesas estaba repleta de ensaladas y cazuelas. Había otras tres dedicadas a pasteles y dulces.
Como en todas las familias, algunos parientes seguían fieles a sus orígenes pueblerinos, mientras que otros tenían empleos en grandes empresas y vivían en barrios exclusivos de Chapel Hill. Las camionetas y camiones oxidados con banderitas de la Confederación se encontraban aparcados al lado de flamantes Cadillac y brillantes cuatro por cuatro.
Pero todos habían acudido con sus mejores galas. Las mujeres lucían vestidos y camisas de estampados florales; Lola llevaba un sencillo vestido largo de seda de cuello cuadrado y manga corta. Los hombres iban con elegantes pantalones y camisas de vestir, pero ninguno de ellos tenía tan buen aspecto como el acompañante de Lola, que no le quitaba la mano de la cintura. La camisa de Max era del mismo color azul que sus ojos, y los pantalones de color gris marengo. De corte europeo, eran más anchos a la altura de los muslos y caían sobre los mocasines cosidos a mano. Alto, moreno y guapísimo, estaba para comérselo, y Lola pensó que no le disgustaría clavarle los dientes.
Poco después de llegar, Lola presentó a Max a sus padres; Max pareció un tanto desconcertado cuando el padre de Lola le estrechó la mano, le dio una palmada en el hombro y le agradeció que hubiese cuidado de su «pequeña». Su madre no cesaba de expresarle su gratitud por haberles devuelto a su hija sana y salva y, en cuestión de minutos, todos los asistentes a la reunión supieron que Max Zamora era el héroe que había salvado a Lola de una muerte segura a bordo de un yate averiado.
– Olvidaste contarles algunos detalles de la noche en que nos conocimos -le susurró Max al oído mientras cruzaban el césped en dirección las tías abuelas de Lola, que les hacían señales con la mano como locas.
– ¿Te refieres a cuando me ataste con mi propia falda?
Lola sintió el roce de sus labios en la sien cuando Max sonrió y respondió:
– Sí, y de cuando disparaste la pistola de bengalas contra mí.
Lola no se molestó en decirle que la pistola de bengalas se había disparado por accidente. Pensó que era mejor no sacarlo de su error.
Lola presentó a Max a sus tías abuelas Bunny y Boo, que se encontraban sentadas fumando unos Viceroy y tomando bourbon con agua mientras distribuían copias del árbol genealógico de los Carlyle.
Ellas mismas lo habían confeccionado y habían añadido una lista de los fallecidos el año anterior además de algunas historias basadas en sus recuerdos más antiguos. Boo no había escrito gran cosa a causa de «la azucarbetes». La relación entre la deficiencia de insulina y la mala memoria era algo de lo que nadie estaba muy seguro, excepto por el hecho de que dicha deficiencia siempre eximía a Boo de hacer cualquier cosa que no le apetecía hacer.
– Tías Bunny y Boo, os presento a mi amigo Max Zamora. -Ambas tías eran octogenarias-. Max, estas dos damas son mis tías.
– ¡Oh! Un latin-lover-exclamó Boo, convencida de que el hecho de que Lola hubiera posado en ropa interior significaba que era ligera de cascos y, por tanto, no cabía duda de que Max era su amante-. ¿Habla usted español?
– Sí. Buenas tardes, señoras Bunny y Boo. ¿Cómo están ustedes? -dijo Max en español, con perfecta fluidez.
Las dos tías lo miraron como si, de repente, se hubiera convertido en Julio Iglesias. Bunny vació su vaso de bourbon.
– Es usted muy atractivo -le dijo con su voz ronca, producto del consumo de tres paquetes. Encendió su bic, dio una calada y volvió a centrarse en lo importante-: ¿De dónde es su familia?
– Casi toda de Tejas, señora -respondió Max, deslizando la mano hasta la cadera de Lola.
Todo el mundo sabía que los téjanos también eran sureños, pero nada era comparable a ser de Carolina del Norte. Aunque, obviamente, tía Boo tenía en muy buen concepto a los téjanos.
– Una vez salí con un chico de Tejas -dijo-. W. J. Poteet. ¿Conoce usted a los Poteet?
– No, señora.
– Recuerdo a W.J, -terció Bunny-. ¿No era ese al que le gustaban las braguitas de seda?
– Sí. No podía soportar la ropa interior de algodón. Desde que salí con W. J. llevo braguitas de seda, o nada en absoluto.
Lola abrió los ojos de par en par y se esforzó para que la impresión que eso le había producido no se le notara. Max simplemente se rió.
– ¿A usted le gusta la seda? -le preguntó Boo.
– Bueno…
– Tenemos que irnos -interrumpió Lola-. Max todavía no conoce a Natalie -añadió, refiriéndose a su hermana.
– Ha sido un placer conocerlas, señoras -consiguió despedirse Max mientras Lola tiraba de él.
– Creo que mis tías intentaban seducirte -comentó Lola mientras pasaban al lado de un grupo de niños que se atizaban golpes con raquetas de bádminton.
– Son unas señoras muy agradables.
– Están locas. Entre las dos, suman once matrimonios. Tienen debilidad por el tabaco, el bourbon y los maridos. Y no necesariamente por los suyos. Es inexplicable que no hayan muerto de cáncer de pulmón, cirrosis o a manos de alguna esposa celosa -respondió Lola al tiempo que localizaba a Natalie y su marido al lado de una de las mesas.
Natalie llevaba en brazos a su hija menor, Ashlee, de dos años, y Lola la cogió en volandas.
– Hola, pequeñita -le dijo cariñosamente mientras le hacía cosquillas en el cuello con la nariz.
La niña olía a colonia infantil y a algodón limpio. Lola miró alrededor y se preguntó si ella era la única mujer mayor de veinticinco años que no se había casado todavía. Apostaba a que sí; y se preguntó por qué. Era atractiva, había tenido éxito en su carrera y conservaba la dentadura completa. A pesar de todo, estaba sola. Eso no le habría importado un año antes, ni siquiera un mes antes. Pero le importaba ahora.
Lola quería algo más. Algo más que su trabajo y que el amor que sentía por su perro. Quería un hombre que la amase y una familia propia. Tenía treinta años, pero no se trataba de que se hubiese disparado la alarma de su reloj biológico. Era otra cosa. Después de lo que había pasado la semana anterior, sabía que su vida podía serle arrebatada y que todavía no la había vivido plenamente.
Miró a Max. Observó su perfil y las pequeñas arrugas alrededor de los ojos azules. Lola sintió que se le hacía un nudo en el estómago, como si se encontrara en la montaña rusa. El corazón dejó de latirle, a la espera de una de sus sonrisas. Reconocía esos sentimientos. Se moría por Max. Era obvio que él se sentía cómodo entre sus familiares. Les hablaba de su empresa de seguridad, pero les decía poca cosa sobre sí mismo. Lola se moría por un hombre que guardaba sus secretos bajo llave.
– ¿Quieres sostener a la niña? -le preguntó Lola.
Max la miró como si Lola le hubiera hablado en un idioma que él no comprendía. Negó con la cabeza.
– No.
Lola se moría por un hombre que, seguramente, no correspondía a sus sentimientos. Un hombre que prefería una vida de riesgo en la que no sabía si el día siguiente sería el último para él.
El teléfono móvil que Max llevaba sujeto al cinturón sonó.
– Perdonen -se excusó, y se alejó un poco para responder a la llamada.
Lola se moría por un hombre que recibía llamadas de agencias secretas del Gobierno. Un hombre que podía desaparecer para, quizá, no regresar jamás. Un hombre que prefería vivir a la sombra.
– ¿Has comido bien? -le preguntó Natalie.
Lola se obligó a prestar atención a su hermana. Ese era el problema de haber sufrido un trastorno alimenticio: todas las personas que la querían la vigilaban para que no se saltara una comida o para que no se escabullese al baño inmediatamente después de comer. No importaba que Lola se hubiera recuperado hacía años, aunque lo cierto era que se había recuperado de verdad. Había tenido una semana difícil, pero no había permitido que eso la arrastrara al círculo vicioso otra vez. Esa etapa de su vida ya había quedado atrás.
– No, todavía no hemos comido -le respondió.
– Tía Wynonna ha traído su cazuela de guisantes otra vez.
– ¿La has probado?
– Ya sabes cómo se pone. He tenido que probarla. Pero si no la miras, no está tan mal.
Ashlee extendió los brazos hacia Natalie, y Lola se la devolvió a su madre.
– Bueno, te haré caso.
Max volvió y la rodeó por la cintura. Lola apoyó la espalda contra su pecho y se habría derretido si Max no le hubiera susurrado:
– Tengo que hablar contigo a solas un momento.
Lola se quedó sin respiración y cerró los ojos. «Ya está -pensó-. Ahora se marchará y no volveré a verlo nunca más.» ¿Se enteraría ella si lo mataban? ¿Se le ocurriría a alguien comunicárselo?
Max le tomó la mano y ambos se alejaron del grupo, hacia uno de los robles. La sombra de las hojas caía sobre la frente de Max y el sol le acariciaba los labios y las mejillas.
– Tienes que irte, ¿verdad? -preguntó Lola antes de que él dijera nada-. Tienes que irte a una de tus misiones descabelladas para que te apaleen y te disparen.
Max dio un paso hacia ella.
– No me apalean.
Sólo le disparaban.
– Te olvidas del aspecto que tenías cuando te vi por primera vez.
– Eso fue una excepción. -Max le puso las manos sobre los hombros-. Normalmente, no me pillan ni me torturan. Ésa fue la única vez
– ¿Torturan…? -Lola le apoyó una mano en el pecho y con dificultad agregó-: ¿Te torturaron?
Max apretó los labios.
– Sólo me maltrataron un poco; querían asustarme.
Ya era bastante malo que le dispararan y lo apaleasen. Pero ¿también lo torturaban? A Lola le entraron ganas de llorar, pero se resistió a abandonarse al llanto. No lloraría por él. No lloraría por un hombre que asumía un riesgo tan estúpido en su vida.
– ¿Por qué tienes que dejarte maltratar? ¿No puede ir alguien más?
– Tú no lo entiendes.
– Entonces explícamelo -le rogó, porque Max tenía razón: ella no lo entendía.
– Eso es lo que yo hago, Lola. Forma parte de mí. -Max aspiró profundamente y continuó-: Si no lo hiciera, no sabría quién soy.
– Serías alguien que viviría para ver salir el sol.
– Eso no es vivir.
Lola apartó la vista de sus ojos azules. ¿Qué podía responder a eso? Por alguna razón, Max consideraba que tenía que salvar el mundo, o al menos una porción de él. Lo cual no estaría nada mal si él fuera Superman y las balas le rebotaran en el pecho. Parecía decidido a hacerse matar, y el problema de Lola era que eso no cambiaba sus sentimientos hacia él. ¿Quién estaba más loco de los dos?
– Nada de eso importa ahora. Era el móvil, no el busca. -Max le puso los dedos en la barbilla y le levantó el rostro-. Encargué a un tipo que localizara a tu ex novio. Tienes razón. Vive en Baltimore. Tengo su dirección. Cuando vuelva de Charlotte el miércoles, investigaré la zona.
Una ligera brisa transportó hasta Lola el olor de la camisa almidonada y la fragancia de la colonia de Max. No se marcharía para salvar el mundo. Aunque se sintió un poco aliviada, también sabía que cualquier día sonaría el móvil o el buscapersonas y él tendría que marcharse. Si lo mataban en cualquier país extranjero, o durante una misión secreta, ¿se enteraría ella? ¿O, simplemente, nunca más tendría noticias de él?
– Esta noche pensaremos un plan para que recuperes las fotos -dijo Max.
De repente, Lola se sintió muy pequeña. Max estaba ofreciéndole su ayuda. Estaba dispuesto a arriesgarse para ocuparse de su problema con Sam. Además, contaba con ella, cuando él prefería trabajar solo. Se merecía algo más que la ira de Lola. Max era Max. No podía pedirle que cambiara sólo para satisfacerla; lo único que podía hacer era blindarse el corazón.
A una distancia de varios coches, Max siguió al ex novio de Lola hasta Camden Yards, en el centro de Baltimore. Los Orioles iban a jugar en Toronto el primero de tres partidos antes de salir de la ciudad. Max vio el coche de Sam entrar en Oriole Park y dio marcha atrás hasta la sencilla casa blanca de las afueras. Aparcó en la calle bajo la sombra de un roble. Max alcanzó el móvil y llamó a Lola.
Lola respondió al tercer timbrazo y el sonido de su voz bastó para que Max sintiese un retortijón en el vientre.
– ¿Dónde estás? -le preguntó.
– En el trabajo -suspiró Lola-. ¿Dónde estás tú?
– A unos treinta metros de tu ex. Está en el partido de los Orioles, tal como sospechabas. -Max miró su reloj-. Voy a esperar a que anochezca para acercarme y echar un vistazo a su sistema de seguridad. Averiguaré qué juguetes necesitaré pasado mañana.
– ¿Un arma?
– No creo que haga falta un arma.
– Vaya -dijo Lola. Sonaba decepcionada.
– A lo mejor llevaré una pistola de descargas eléctricas -añadió Max para arrancarle una sonrisa a Lola.
– ¿Podré zumbarle con ella?
– Espero que hayamos salido ya cuando él vuelva a casa.
– Me habría encantado zumbarle.
Max rió.
– Estás sedienta de sangre. Pero te diré qué haremos: si te portas bien, te dejaré ver el arma. -Bajó un poco la voz y añadió-: Quizás incluso te deje tocarla.
Pasaron unos instantes en silencio hasta que Lola dijo:
– ¿Estás hablando de la pistola de descargas, Max?
– Sí.
– Vale -contestó Lola, pero no parecía convencida-. Entonces nos vemos el viernes.
– Sí, te recogeré en el Ronald Reagan a las seis.
Max repasó rápidamente el plan del que habían hablado durante el fin de semana. Había cambiado de opinión respecto a disimular el aspecto de Lola para que pudiese entrar y salir de la ciudad sin que nadie la reconociera. Cualquier disfraz la haría aparecer como culpable, y cuando Sam se diera cuenta de que alguien había borrado su disco duro y de que las fotos habían desaparecido, ella sería la primera persona de quien sospecharía. Max pensaba ser la coartada de Lola, así que no les convenía en absoluto dar la impresión de que se estaban escondiendo.
Imaginaba que la policía interrogaría a Lola (y también a él), pero no tendrían ninguna prueba que los relacionara a ambos con el caso. Sin pruebas, el caso quedaría archivado y sería uno de tantos sin resolver en una zona en la que se cometían bastantes delitos.
– ¿Estás seguro que es lo mejor? -preguntó Lola cuando Max hubo terminado.
– Sí. Nos esconderemos a la vista de todo el mundo. Deja que todo el mundo se entere de que te encuentras en la ciudad.
Max pensó en el vestido rojo que Lola llevaba la noche que él la había visitado en su casa. Le había gustado ese vestido. Era elegante y atrevido al mismo tiempo. Luego, Lola se había puesto unos shorts y una camiseta, y Max había estado a punto de volverse loco.
– Podríamos comportarnos como si no pudiésemos quitarnos las manos de encima el uno al otro. Como si estuviéramos muy calientes. Así, cuando nos vayamos de un bar que conozco, la gente creerá que nos vamos directamente a la cama en vez de a casa de tu ex.
– Aja. ¿Estás seguro de que funcionará?
– Sí, estoy seguro. Así que ponte algo memorable -añadió antes de colgar.
Max dejó el teléfono en el asiento del copiloto y se dispuso a esperar el atardecer. Recostó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos e intentó dormir un poco, pero sus pensamientos sobre Lola le impedían conciliar el sueño.
Al final, había estado todo el fin de semana con ella, y tenía la sensación de haber pasado casi todo ese tiempo en el sofá púrpura, rodeado de esos cojines con puntillas mientras Baby le lamía la oreja.
Lola no lo había obligado a pasar seis horas viendo Orgullo y prejuicio como había amenazado con hacer, pero había puesto una peli de Kevin Costner sobre un tipo que construía un barco. Max se había quedado dormido, pero Lola lo había despertado para que viera otra película, una en que Mel Gibson leía la mente de las mujeres. Esa última le gustó, más o menos, aunque su peli favorita de Mel siempre sería Arma letal.
La reunión de los Carlyle no había resultado ser la tortura que se había imaginado. En realidad, todos parecían tener los pies en el suelo y, por alguna razón, él les había caído bien. Max suponía que eso tenía mucho que ver con Lola y con que ella lo había pintado como un héroe que la había salvado de una muerte segura.
Después de la comida, Lola y él habían vuelto a su casa y esbozado un plan de operaciones. Luego se habían ido a la cama. Solos. Y por segunda noche, Max apenas había podido conciliar el sueño. Al día siguiente había salido temprano hacia Charlotte y buscado un hotel para dormir un poco antes de ver a la gente de Duke el día siguiente.
Estaba obsesionado con Lola. Cuando no estaba con ella, no podía quitársela de la cabeza.
Había pasado sólo dos días en Charlotte, pero le había parecido una eternidad. Durante la reunión con los directivos de Duke Power Company, no había podido concentrarse. Eso nunca le había sucedido antes. Siempre había sido capaz de dedicar toda su atención al trabajo que tenía entre manos.
Pero en esa ocasión, después de pasearse por las instalaciones de Duke y de señalar los puntos débiles del sistema de seguridad, imágenes de Lola empezaron a colarse en su mente. La manera en que Lola había aparecido en el patio, el reflejo de la luz de la luna en su cabello corto. También recordó detalles sencillos: la sonrisa de Lola al acercarse a él y tenderle las manos.
Cuando hubo terminado el trabajo en Charlotte, pensó en hacer una breve parada en Durham. Iba camino de casa y tenía la excusa de repasar los últimos detalles del plan con Lola. Pero al final, se pasó la salida. No cedió a su debilidad.
Sí, no cabía duda de que estaba totalmente obsesionado. Y sólo había una cosa que pudiera hacer al respecto. Tan pronto como solucionara el problema de Lola, tan pronto como le devolviese las fotos, tenía que alejarse de ella. No más excusas.
No volvería a hacerse el héroe sólo para aparecer en su vida. Tenía que alejarse antes de enloquecer más, antes de que fuera demasiado tarde. Antes de cometer el disparate de renunciar a su estilo de vida con tal de estar con ella. Antes de hacer lo que fuera para encajar en el mundo de Lola. Antes de cambiar tanto que ni él mismo supiese quién era. Antes de que quedase reducido a nada.
Sí, en cuanto la embarcase en el vuelo a Durham, él volvería a su vida de siempre.