Lola veía poca cosa más allá de la luz del fuego en la playa. Tenía los ojos doloridos, pero no quería dejar los prismáticos. Hacía por lo menos una hora que Max se había ido. Debía de encontrarse por allí, en algún lugar, pero ella no había logrado verlo. Unas cuantas veces le había parecido vislumbrarlo, pero en realidad lo único que había visto eran olas. Bajó la mirada hacia la playa. Tampoco había podido ver a Baby, aunque sabía dónde se encontraba.
Una música de mariachis llegaba hasta Lola con tanta claridad como si una banda de ellos se encontrara tocando en la playa. No era una gran amante de ese tipo de música, y tuvo claro que, a partir de ese momento, la odiaría. Tenía el pelo sucio y picaduras de mosquitos en los brazos, y su único consuelo era que nadie le disparaba en esos momentos. Y que nadie le disparaba a Max, tampoco. Todavía no, por lo menos.
Al final, se le cansaron los brazos y bajó los prismáticos. Se había envuelto las piernas con el chal, pero los mosquitos de la isla eran fastidiosos y le habían picado a través de la tela. Estaba cansada y dolorida, y tenía tanta hambre que habría vendido su alma por un plato de macarrones con queso y una barrita de chocolate. En lugar de eso, mató a un mosquito que se estaba dando un banquete en su cuello. Si Max no regresaba pronto, Lola acabaría perdiendo tanta sangre que no podría ni andar.
El mero hecho de pensar en él le provocaba una sonrisa. No era lógico. No tenía ningún sentido. Pero claro, el síndrome de Estocolmo no tenía sentido. En todo ese torbellino, Max había sido lo único constante. Lo único estable. Real.
Como si el mero hecho de pensar en él fuera una invocación, Max apareció de repente a su lado. Llevaba a Baby debajo del brazo, y Lola nunca había visto nada tan maravilloso. Deseaba estampar un enorme beso en los labios de Max y, después, besarle todo el cuerpo. El perro gimió con emoción cuando Lola se puso de pie, pero no pudo ladrar porque la mano de Max le tapaba el hocico.
– Necesito la cinta adhesiva -le dijo Max en voz apenas audible-. Está en la bolsa de lona.
Cuando Lola la encontró, Max le pidió que cortara un trozo, con el que le envolvió el morro al pobre perro.
Aunque sabía que era necesario, Lola sintió lástima por él.
– ¿Puede respirar?
– Sí, señora -contestó Max, con voz de hombre ocupado en su trabajo, mientras le daba el perro-. Sólo que no puede ladrar.
Aunque Baby Doll intentaba quitarse la cinta adhesiva con la pata delantera, su cuerpo tembloroso expresaba su alegría.
– No sabes lo cerca que has estado de convertirte en ciudadano mexicano -le dijo Lola mientras lo apretaba contra sus pechos.
– Colombiano -la corrigió Max.
Se arrodilló delante del saco de lona y Lola se dio cuenta de que llevaba un rifle a la espalda. Del bolsillo trasero le sobresalía una gorra de béisbol gris. Y, aunque no estaba segura, le pareció que el cañón del rifle estaba recubierto con algún tipo de goma.
– ¿Vas a matar a esos tipos? -le preguntó Lola.
– ¿Tienes alguna objeción?
Max sacó de la bolsa los dos trozos de espuma de poliestireno y se puso de pie.
¿Tenía alguna objeción? No, si no quedaba otra solución.
– No -contestó.
Lola sujetó a Baby mientras Max volvía a colocarle las alas acuáticas.
– ¿Has matado alguna vez a alguien?
En lugar de contestar, Max le preguntó:
– ¿Crees que podrás nadar sin hiperventilar y sin hacer ruido?
Con tal de salir de la isla, ella podía hacer cualquier cosa.
– Sí.
– Bien, porque de eso depende que podamos largarnos de aquí.
Max se arrodilló otra vez delante de la bolsa. Sacó la linterna y un mapa, para a continuación guardar el chal dentro. Acto seguido, llenó el saco el bolso de Lola con piedras grandes.
– ¿Qué estás haciendo?
– Esto va a ir a parar al fondo del lago. No quiero dejar nada que pueda identificarnos.
– Ahí tengo el cepillo de dientes. Lo voy a necesitar.
– Tendrás uno nuevo mañana por la mañana.
Pero lo que Max no le dijo era que también podía estar muerta mañana por la mañana.
– Necesitaré mi monedero. -Al oír el elocuente gruñido de desesperación de Max, agregó-: Vale, pero necesito la American Express.
Max sacó el dinero en metálico que Lola tenía en el monedero, pero no la tarjeta de crédito. Con la mano que tenía libre, Lola se remetió el dinero en el sujetador.
Con un solo movimiento, Max se puso en pie y se colocó la linterna y el mapa bajo un brazo. Luego, del bolsillo trasero extrajo algo cuadrado. La luz de la luna brilló en el envoltorio de papel plateado, y Lola pensó que se trataba de una de esas chocolatinas que el servicio de los hoteles deja encima de las almohadas.
– ¿Es chocolate?
– Un condón.
Por unos instantes Lola la observó en la oscuridad. Tenía que estar de broma.
– Creí que dijiste que éstos eran demasiado pequeños para ti.
Max la miró.
– No son para mí.
Por una fracción de segundo, a Lola le pareció que Max sonreía.
– Coge esto -le dijo Max, y le lanzó la linterna. Max abrió el condón, estiró el látex y enfundó la linterna con él. Cuando hubo acabado, la ató a su cinturón.
– Quiero que me sigas sin hacer ningún ruido.
Enrolló el mapa y la envolvió con un condón.
– Tú y yo, y tu mascota, vamos a nadar hasta esa lancha, subiremos a bordo y saldremos pitando de aquí. -Max se ató el mapa al cinturón-. Cuando te diga que hagas algo, quiero que lo hagas. No lo pienses dos veces Simplemente, hazlo. Ahora mismo quiero que digas «Muy bien, Max».
Lola no estaba en el ejército. No estaba acostumbrada a recibir órdenes. Pero confiaba en Max e iba a poner su vida y la de Baby en sus manos.
– Muy bien, Max.
Max se llevó las manos a las caderas y la miró de arriba abajo.
– Vas a llamar la atención más que un faro en la oscuridad.
– ¿Qué hago?
– Ahora me encargo de eso. Pero primero tenemos que repasar el P.O.
– ¿P.O.?
– El plan de operaciones -le explicó Max-. Cuando estemos a bordo de la lancha, me colocaré en la parte trasera y, cuando te lo diga, quiero que enciendas los motores.
– ¿Yo?
– ¿Has conducido alguna vez una lancha?
– No, pero una vez conduje una moto.
Max se pasó la mano por la barba.
– Es más sencillo que conducir una moto. Sólo tienes que girar la llave y empujar el acelerador manual hacia delante.
– ¿Tengo que meter alguna marcha?
– No te preocupes por eso. Está lista para arrancar.
– Vale, girar la llave y empujar el acelerador -repitió Lola con el estómago encogido-. Si en lugar de eso, tiro del acelerador, ¿iremos hacia atrás?
– Sí, y ni se te ocurra hacerlo.
El estómago de Lola se encogió todavía más. Podría hacerlo. Seguro.
– ¿Algo más?
– Sí, mantén la cabeza agachada. -Max se ajustó el rifle a la espalda-. ¿Lista?
No del todo.
– Sí, Max.
– Pues vamos allá.
Lola, de pronto, se sintió mal. Había llegado el momento de la verdad. O escapaban de la isla o morirían. Siguió a Max hasta el lago y esperó mientras él sumergía la bolsa y su bolso de Louis Vuitton en el agua. Todas sus posesiones desaparecieron dentro de esa laguna. Lola sujetó con fuerza a Baby mientras bajaban la colina en dirección a la playa. Tal como había prometido, seguía a Max. Metió la mano en el bolsillo trasero de los tejanos de él, como había pensado hacer esa mañana, y ninguno de ellos hizo el menor ruido.
Se arrodillaron al lado del arroyo que esa mañana habían atravesado en su trayecto hacia la cima de la colina. Max le dio la gorra de béisbol y, mientras Lola se recogía el pelo debajo de ella, Max hundió los dedos en el barro y se la esparció por el rostro y los brazos. Luego le tocó a ella, y Lola cerró los ojos mientras él le untaba las mejillas con el barro sucio, frío y húmedo.
– Piensa que se trata de una mascarilla -le susurró Max.
Lola abrió los ojos y lo miró.
– Ese barro está limpio -replicó.
Max arqueó una ceja y le dirigió una sonrisa. Su rostro estaba tan cerca del de ella, que al sonreír, la rozó con la mejilla.
– ¿Barro limpio? Eso sí que es una novedad.
La música de mariachis dejó de oírse y Max se giró para observar la playa. Las voces apagadas de tres hombres se oyeron por encima del sonido de las olas; sus juramentos no sonaban tan estridentes como antes. Max agarró un puñado de barro y, con toques rápidos, le embadurnó las piernas y los brazos a Lola. Baby intentó saltar de sus brazos, pero ella lo aferró con más fuerza. Luego, Max se levantó y ella lo siguió a través de los árboles y los arbustos. Lola estaba asombrada del sigilo con que Max se movía pese a su corpulencia. Avanzaban por las sombras más oscuras, y Max a veces se fundía tanto con ellas que Lola tenía que agarrarse a la camisa para no perderlo. A veces, ella alargaba la mano y tocaba la espalda de Max sólo para asegurarse de que aún estaba allí, cálido y vivo. Y cada vez que lo hacía, Lola se sentía un poco más fuerte.
Max la condujo a una parte de la playa que se encontraba alejada de los hombres borrachos y, juntos, se internaron en el océano. Las olas pasaban entre sus pantorrillas y luego entre sus rodillas y muslos, limpiándole el barro que ya empezaba a provocarle picores. Lola caminó hasta que sólo los hombros le sobresalían del agua y, a partir de ese momento, ella y Baby empezaron a chapotear contra la corriente con poco éxito.
La tercera vez que Max volvió atrás a buscarla, le agarró la mano por debajo del agua y se la colocó sobre el cañón del rifle. Lola sujetó a Baby con la otra mano y, sin medir palabra, Max los arrastró. Lola intentaba ayudar impulsándose con los pies, procurando no hacer ruido, pero tenía la sensación de que Max no necesitaba su ayuda.
El agua salada se le metía en los ojos y en la boca. Perdió uno de los zapatos y tenía los músculos de las piernas y de los brazos agotados. Parecía que llevasen una hora nadando cuando, por fin, llegaron a la lancha. Max cortó la cuerda del ancla, cogió a Baby de los brazos de Lola y la depositó dentro de la lancha. Con una mano se sujetó a la embarcación y con la otra empujó a Lola por el trasero hacia arriba. Lola se tumbó en el suelo de la lancha como un pez exánime y se quedó mirando al cielo nocturno. Estaba tan cansada y tenía tanto miedo que no podía respirar con normalidad. Max tiró el rifle dentro de la barca y le dio con él en el hombro. Luego lancha se meció con fuerza cuando Max subió a bordo y cayó encima de Lola, sacándole todo el aire de los pulmones. Inmediatamente, Max la liberó de su peso y se puso a cuatro patas.
– Recuerda -murmuró-: cuando te haga una señal, gira la llave y empuja el acelerador.
Una señal. ¿Qué señal? Lola tenía la garganta tan seca que no podía decir nada. Sólo fue capaz de asentir con la cabeza.
– Lola -Max levantó la visera de la gorra que Lola llevaba-, ¿estas hiperventilando otra vez?
Lola se tapó la boca con una mano y asintió. Dios mío, hiperventilar justo ahora. Allí, dentro de una lancha que pertenecía a unos traficantes de drogas, mientras éstos se emborrachaban y se lo pasaban en grande practicando el tiro al blanco contra cualquier cosa con sus metralletas. Lola tenía que girar la llave y apretar el acelerador. ¡Ése no era un buen momento para desmayarse! Un pequeño chillido de angustia salió de sus labios.
– Vamos, cariño -murmuró Max mientras le frotaba los brazos-. Relájate. Puedes hacerlo. Sólo relájate. Respira despacio por la nariz.
Lola se concentró en el perfil oscuro del rostro que tenía delante, en la tranquilidad de la voz de Max y el olor del agua de mar en su piel. Notó que Baby reposaba la cabeza encima de su pantorrilla. Lola se esforzó al máximo por controlar el miedo.
– ¿Te sientes mejor?
Lola aspiró profundamente y llevó una mano al pecho de Max.
– ¿Qué señal? -consiguió preguntar, luchando por mostrar una tranquilidad que no sentía.
– Levantaré la mano y, cuando quiera que gires la llave y empujes acelerador, cerraré el puño.
– Vale, Max.
– Ésta es mi chica. Recuerda, hagas la que hagas, mantén la cabeza agachada.
Max le dio un beso rápido y gateó hasta la parte trasera de la lancha.
Mantener la cabeza agachada. Girar la llave. Empujar el acelerador. Podía hacerlo. Lola se tumbó sobre el estómago y se arrastró por entre dos barriles de plástico y una especie de cajón. Se deslizó al lado de un asiento alargado, hasta el timón. Con el tacto, localizó el timón, la llave y el acelerador.
Levantó la cabeza un poco para mirar por encima del asiento y al enarcar las cejas sintió la frente cubierta por el barro. La negra silueta de Max, dibujada al fondo acababa de apoyar el cañón del fusil contra uno de los motores. Más allá, la hoguera de la playa despedía una luz de color naranja. Los tres hombres estaban de pie alrededor del fuego, y las metralletas estaban en la lancha hinchable a una distancia de unos treinta metros de ellos. El sonido de sus voces y risas ebrias le erizaban el vello de la nuca. Lola sentía el aire nocturno como un manto pesado y húmedo sobre su piel. Uno de los tres hombres se separó de los otros y se dirigió hacia el cuarto, que estaba inconsciente encima de la silla. Le propinó una patada en el pie y luego tiró de la cuerda, sacando su extremo de debajo de la silla. El hombre miró a sus pies y, despacio, se agachó para recogerla. Se quedó contemplándola como si no diese crédito a la que veía. O, mejor dicho, lo que no veía.
Se giró hacia los hombres y su voz llegó por encima del agua hasta Lola:
– ¿Perro? -llamó en español.
Lola le echó un rápido vistazo a Max, una fracción de segundo, deseando que se diera prisa. Baby subió al asiento, pero Lola, sin apartar los ojos de la playa, lo obligó a bajar. Uno de los hombres se volvió hacia la lancha y Lola contuvo el aliento. El hombre caminó hasta la orilla del agua, y Lola oyó que las voces de la playa subían de tono, excitadas.
– Vamos, Max -murmuró Lola con el rostro pegado al respaldo del asiento.
Como si éste la hubiera oído, levantó la mano, la miró y cerró el puño.
Lola se dio la vuelta y, sin que la mano le temblara, encontró la llave, la llave y empujar el acelerador. Eso fue exactamente la que hizo.
No pasó nada. Lo intentó otra vez y el motor emitió un ruido pero enseguida se paró.
– Mierda, mierda, mierda -masculló Lola.
Oyó que las voces de la playa aumentaban de volumen, y probó de nuevo.
Nada. Lanzó una ojeada por encima del hombro y vio que los homrbes corrían hacia la balsa. Entre el caos, Lola oyó la voz de Max.
– Es el momento de irnos, cariño.
Lola giró la llave, pero el motor petardeó y se paró. Lo volvió a intentar y esta vez el motor se encendió con un ruido ronco. Lola apretó el acelerador al máximo. La lancha salió disparada hacia delante y el sombrero de Lola salió despedido. Sujetó el timón y lo mantuvo firme. La lancha chocaba contra las olas y la noche se llenó con el tableteo de las metralletas. Lola agachó la cabeza y esperó que Max hubiese hecho lo mismo. No podía ver hacia dónde se dirigían, pero supuso que no importaba mucho siempre y cuando se apartasen de la playa. La noche era tan oscura que no habrían podido ver nada de todas maneras.
Entonces, de repente, una explosión, como un trueno, encendió el cielo. Lola miró hacia atrás y vio que el Dora Mae estallaba en una gran bola de fuego. Sonaron dos explosiones más y trozos del yate salieron volando en todas direcciones. Max se levantó, y su silueta se recortó contra las llamas que devoraban el yate. Con las piernas separadas levantó el puño en un gesto triunfante, como si fuera el campeón mundial de los pesos pesados.
Max había pasado buena parte de su vida profesional en el frío y la humedad. Aunque no era su forma preferida de pasar la noche, ya estaba acostumbrado a ello. Pero Lola no. Max encontró una manta en el fondo de la lancha y se la dio.
– Quítate la ropa mojada -le aconsejó mientras tomaba el control del timón.
La luz que brillaba en la isla se alejaba. Max se desató la linterna y el mapa que llevaba atados al cinturón. La lancha estaba equipada con todo tipo de artefactos y era todo la que un traficante podía necesitar para localizar los alijos de droga flotantes en el Atlántico. Max se sentó junto a Lola y le enfocó el rostro con la linterna. A Lola le temblaban los dedos y tenía dificultades en desabrocharse los botones. Se le habían amoratado labios y apretaba con fuerza al perro contra su pecho.
Con una mano en el timón, Max la ayudó a quitarse el vestido. Lo arrojó al fondo de la lancha. Luego, se las apañó para desprenderle la cinta del hocico a Baby. El perro emitió una serie de fieros ladridos mientras Max los tapaba a los dos con la manta.
– Quédate ahí un poco más -le dijo Max, fijándose en el GPS
Encendió las luces de la lancha y desplegó el mapa. Sobre los mandos encontró un lápiz y una libreta, y utilizó el lápiz para marcar las coordenadas. Quería asegurarse de que la guardia costera encontrase la isla y a los cuatro traficantes de droga.
Max no creía que la explosión del Dora Mae hubiera matado a nadie: seguramente sólo había hecho llover un poco de fuego encima de esos tíos y les había chamuscado un poco el pelo.
A algunas personas les habría parecido excesivo hacer explotar ese yate, pero a Max no. A pesar de que no creía que esos hombres fueran capaces de reparar el Dora Mae, no estaba dispuesto a dejarles la opción de intentarlo. Tampoco quería arriesgarse a que encontraran cualquier cosa que Lola o él hubieran podido olvidar y que les permitiera seguirles la pista. Además, había muy pocas cosas en este mundo comparables a una buena explosión.
Max encendió la radio, y no le sorprendió no oír nada. De todos modos, el hecho de que no detectara a ningún barco por la zona no significaba que no hubiera ninguno. Sintonizó a la guardia costera y alcanzó el micrófono.
– ¿Cuál es tu segundo nombre? -le preguntó a Lola. No quería anunciar a la guardia costera ni a nadie que Lola y él se encontraban en una lancha rápida robada.
– Faith -le contestó Lola, temblando.
– Grupo de guardacostas de los cayos de Florida, grupo de guardacostas de los cayos de Florida, aquí el barco Faith. ¿Me reciben? Cambio.
Esperó medio minuto antes de repetirlo. Nada. A la luz de la pantalla, leyó su posición y determinó que la tormenta los había arrastrado unas noventa millas al sureste de los cayos. Sesenta millas al sur de su anterior posición a bordo del Dora Mae.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Lola, con las mandíbulas apretadas-. ¿Estamos cerca de Florida?
– A unos ciento treinta kilómetros -respondió él, demasiado cansado para convertir con precisión millas náuticas a kilómetros. Cuando llegara a casa, dormiría por lo menos tres días seguidos.
– ¿Quieres compartir mi manta?
– No, ya no falta mucho.
Los tres motores de la lancha les permitían viajar a una velocidad superior a cincuenta nudos, pero no tenían ninguna protección contra el viento así que Max mantuvo la velocidad a veintiséis nudos. El cielo estaba totalmente despejado y plagado de estrellas.
– Ma… Max.
– Qué.
La miró. Había sacado una mano de debajo de la manta y se estaba quitando el barro de la frente. Los mechones del pelo le caían sobre el rostro y en ellos brillaba el pálido reflejo de la luna. La luz dorada del cuadro de mandos caía sobre sus labios y sobre su boca, como miel, mientras hablaba.
– De verdad pensé que íbamos… que íbamos a morir -balbució, un poco más alto que el rugido de los motores.
– Ya te dije que me aseguraría que llegaras a casa.
– Lo sé.
Baby sacó la cabeza de la manta, miró alrededor y volvió a meterse en ese rincón cálido y seguro junto al pecho y el vientre de Lola.
Ese perro no sabía lo afortunado que era. Max sí, y habría preferido no saberlo.
Incluso ahora, sintiendo el frío y el viento cortante en los dedos de los pies y las mejillas, el recuerdo de esa piel suave le provocaba una ola de calidez en el vientre. Habría sido mucho mejor que se hubiesen separado sin que él llegara a saber lo maravilloso que era hacer el amor con ella. Habría sido mejor que hubiera pasado el resto de su vida como cualquier otro hombre, imaginando cómo sería sujetar ese rostro entre las manos y besar esos labios.
Ahora que ya lo sabía, le resultaría mucho más difícil renunciar a ello. Renunciar a ella.
Ahora sabía que debajo de esas curvas de modelo había una mujer con coraje y determinación, el tipo de valor que él admiraba.
Cuantas más millas recorría la lancha en dirección a la costa de Florida, más se acercaba el momento en que la entregaría a los guardacostas. Una vez que hubiera realizado el trabajo, tendría que poner distancia entre ambos. Lola no le pertenecía, pero cuando ella le apoyó la cabeza en hombro, Max no consiguió apartarla. Mantuvo una mano en el timón y con la otra se acercó el micrófono a la boca.
– Grupo de guardacostas de los cayos de Florida, grupo de guarda costas de los cayos de Florida, aquí el barco Faith. ¿Me reciben? Cambio.
Nada.
– Max, cuando nos rescaten, por favor, no me dejes.
Max no podía prometerle eso.
– ¿Max? -Lola levantó la cabeza y la miró.
Por primera vez, Max no hizo una promesa que no podía cumplir. Un crujido procedente de la radio le evitó responder. Se oyó la voz de un guardacostas.
– Faith. Guardacostas. Roger, Skipper, por favor, comunique su poción, cambio.
Max se quedó quieto y admiró el hermoso rostro de Lola Carlyle. Luego se acercó el micrófono y dio el primer paso hacia casa y hacia una vida sin ella.