CAPÍTULO 8

Todavía no era mediodía, pero el sol estaba alto y calentaba los brazos y la espalda de Lola. Terminó de lavarse los pies y los brazos y hurgó en su bolso de Luis Vuitton hasta que encontró su pequeña polvera. Con el diminuto espejo se estudió con detenimiento el rostro, por partes. Tenía un aspecto espantoso, así que rebuscó otra vez en el bolso hasta que encontró sus utensilios básicos: unas pinzas, una pequeña botella de leche hidratante Estée Lauder, rímel, colorete y brillo de labios de color rosa. Mientras se depilaba algunos pelos del perfecto arco que formaban sus cejas, se dijo a sí misma que no se estaba acicalando para Max.

Eso fue lo que se dijo a sí misma, aunque no con mucha convicción, porque el solo recuerdo de los besos de él le provocaba un agradable cosquilleo en la espalda y le encendía las mejillas, como si volviese a tener dieciséis años y le gustara Taylor Joe McGraw, el capitán del equipo de baloncesto. Taylor Joe nunca se enteró de que ella existía, pero Max sí. Se lo hacía saber cada vez que posaba los ojos en ella. Desde los catorce años se había dado cuenta de que los chicos -y de mayor, los hombres- la miraban. Pero Max era diferente. Sus ojos expresaban algo más profundo, más oscuro y fascinante, como todo lo pecaminoso y lo prohibido. Y Lola siempre había tenido debilidad por lo pecaminoso.

Se aplicó rímel en las pestañas hasta que cobraron un aspecto más denso y, luego, se puso el colorete y el brillo de labios. Cuando hubo acabado de maquillarse, dejó los cosméticos a un lado y observó los pinos y los altos matorrales. Un insecto se le acercó al rostro y lo espantó con una mano. Estaba segura de que era martes, pero habían ocurrido tantas cosas desde el sábado por la noche que parecía que hubiese transcurrido un mes.

De repente, Baby ladró a dos libélulas y estuvo a punto de caerse al agua, pero Lola lo agarró a tiempo. Advirtió que el sol ya estaba encima de su cabeza y pensó que debía de haber pasado una hora ya y que Max todavía no había vuelto. Se levantó, recogió sus cosas de la hierba y se trasladó a un agradable lugar situado detrás de unos arbustos, justo debajo de un pino. Extendió el chal en el suelo, y ella y Baby se sentaron a comerse las galletas y el queso.

Por primera vez en varios días, Lola se encontraba sola con su perro. Ahora que no tenía a Max a su lado, prometiéndole que volvería a casa, empezó a imaginar una vida de reclusión en esa isla. Una severa dieta a base de reptiles y pescado. Los tres solos, cada vez más viejos y locos. Max con un aspecto tan desastroso como el de Tom Hanks en Náufrago. Ella con la pinta de Ginger en La isla de Gilligan.

Lola sintió que el corazón se le aceleraba y tuvo que luchar contra el pánico para no perder el conocimiento. Ni siquiera hacía una semana que había desaparecido. Si alguien la estaba buscando (y estaba segura de que su familia la estaba haciendo), seguro que todavía faltaban algunos días para que se abandonase la búsqueda. Lola inspiró profundamente y dejó salir el aire despacio. Se esforzó por desterrar el pánico de su mente.

Cuando consiguió tranquilizarse un poco, se preguntó qué estaría entreteniendo a Max durante tanto tiempo. Su imaginación empezó a deambular de una posibilidad catastrófica a otra. Temió que se hubiera roto una pierna o que se hubiese despeñado por un acantilado. Debería haber ido con él. ¿Y si él la necesitaba?

Entonces recordó que se trataba de Max, un hombre capaz de cuidar de sí mismo y de todos aquellos que estuviesen bajo su protección. Si se rompía una pierna, seguro que se las apañaría para entablillársela y seguir adelante.

Lola tomó a Baby en brazos y le rascó el pecho. Hacía tan poco tiempo que conocía a Max que no se explicaba cómo había llegado a conocerlo tan bien, cómo se había convertido en alguien tan importante para ella. Lola nunca había necesitado a un hombre antes. Sí, había deseado a algunos. Pero nunca los había necesitado.

Si, por cualquier razón, Max no se encontraba en la isla, Lola y Baby encontrarían sin duda la manera de encender un fuego y asar una iguana. Así que, ¿a qué venían esas palpitaciones sólo por pensar en la posibilidad de perder a Max? ¿Por qué se sentía como si él fuera algo imprescindible en su vida?

Miró a los acuosos ojos de Baby y dio con la respuesta: síndrome de Estocolmo. Tanto ella como Baby sufrían un caso agudo.

Lola oyó un ruido en el matorral que había a su espalda y se giró. Baby ladró tres veces y Max apareció entre el follaje.

– No es precisamente un perro guardián -comentó mientras emergía del arbusto y se quedaba de pie delante de Lola.

Lola notó una extraña calidez en el pecho, al lado del corazón, en la boca del estómago. Levantó la vista hacia él y casi se avergonzó de la alegría que sentía de volver a verlo. Max se quitó la camisa por la cabeza, y a Lola la calidez se le extendió por todo el cuerpo y le endureció los pezones. Max se enjugó el sudor de las sienes y se frotó el pecho con la camiseta. El fino vello se le rizó y Lola fijó la vista, fascinada, en una gota de sudor que le bajaba por el vientre y se le introducía por la cintura de los téjanos.

– ¿Encontraste el faro? -preguntó Lola apartando la mirada.

Lola no creía en el amor a primera vista. O a segunda vista. Ni siquiera creía en el amor que surgía al cabo de unos días, sobre todo si, durante dos de esos días, el objeto de su deseo la había mantenido aterrorizada. Esa súbita atracción hacia Max no era lógica. No tenía ningún sentido. El síndrome de Estocolmo no tenía sentido.

– No.

Esa palabra hizo que la mirase de nuevo.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Encenderemos una hoguera grande. Seguramente alguien verá el humo -contestó Max-. En la parte oeste hay varios nidos de pájaros. -Bajó los ojos hasta los labios de ella-. Unos cientos, posiblemente.

– ¿Qué? -¿Es que mientras ella había estado preocupándose por él había estado observando pájaros?- ¿Has estado contando pájaros mientas Baby y yo estábamos aquí sentados?

Max enarcó la vista de nuevo.

– Yo no he dicho eso.

– ¿No crees que eso es poco considerado?

Max levantó una ceja.

– ¿Qué?

Lola dejó a Baby en el suelo y se cruzó de brazos.

– ¿No se te ha ocurrido pensar que Baby y yo podíamos estar preocupados por ti?

– No. -Max tiró la camisa encima de la bolsa de lona y se arrodillo delante de Lola apoyándole uno de sus fuertes brazos en el muslo. El árbol que tenían por encima de sus cabezas proyectaba su sombra sobre el rostro de Max y sobre sus hombros desnudos. Ese día no llevaba el vendaje alrededor de las costillas, y los morados se apreciaban claramente en la piel bronceada-. No creo que a tu perro le preocupe gran cosa aparte de la próxima comida.

– Eso no es verdad.

En ese momento, el perro saltó sobre la bolsa de lona, dio tres vuelta encima de ella y se tumbó a echarse una siesta.

Baby es muy sensible.

Max negó con la cabeza.

– ¿Sabes qué creo?

– No.

– Que Baby no estaba preocupado en absoluto.

– Lo estaba.

– Creo que tú estabas preocupada.

Lola se encogió de hombros.

– Bueno, hay muchas cosas que habrían podido ocurrirte.

Max sonrió con los ojos.

– ¿Como qué?

– Habrías podido romperte una pierna o caerte por un acantilado.

– ¿Y por qué iba yo a hacer algo así?

– No lo habrías hecho a propósito -suspiró Lola-, pero habría podido ocurrirte.

– No, no habría podido ocurrirme. -Max le apartó un mechón de pelo de la cara y lo pasó por detrás de la oreja-. ¿Sabes qué más creo? Creo que me gusta la idea de que Lola Carlyle se preocupe por mí. -Le acarició la mejilla y Lola aguantó la respiración-. Te pones muy guapa.

– Me he depilado las cejas -confesó Lola, casi sin aliento.

– No me había fijado en tus cejas.

– Y me he puesto un poco de brillo en los labios.

Max le pasó el pulgar por el labio inferior y luego apartó la mal de ella.

– Sí, eso sí que lo he notado. -Se sentó y reclinó la espalda contra tronco del árbol. Lola echó en falta su tacto. Max encogió las piernas y apoyo los brazos sobre las rodillas. Una ramita de guayaco le rozó la mejilla y Max la apartó.

– Hay muchas cosas de ti en las que sí me fijo.

– ¿Como cuáles?

La rama volvió a rozarle la mejilla, de modo que Max sacó el cuchillo de pescado y la cortó. Mientras se guardaba de nuevo el cuchillo en la caña de la bota, sus ojos se encontraron con los de ella. Max desvió la mirada y la deslizó hacia abajo, por los botones de su vestido y sus piernas hasta sus pies.

– La primera noche pensé que tenías los dedos de los pies más sexys del mundo. -Max cogió la pantorrilla de Lola y colocó su pie encima de la hierba, delante de sí-. No soy entendido en el tema, pero me fijé en la laca roja de uñas. -La miró de nuevo y luego le anudó la ramita de guayaco alrededor de la pantorrilla, como a una bailarina polinesia. Lola sintió las puntas de sus dedos sobre su piel, y una descarga eléctrica le subió hasta la parte posterior de las rodillas- Además, mientras te ataba con la falda, me di cuenta de que llevabas unas braguitas de color rosa. -Max sonrió y arrancó unas cuantas hojas de la rama mientras la trenzaba-. Tengo muy buen recuerdo de eso.

Lola hizo cuanto pudo para refrenar su reacción al tacto y a la visión de Max Zamora, el devorador de serpientes, mientras éste le ataba flores moradas alrededor de la pantorrilla. Sin embargo, por confusa e indeseada que fuese esa sensación, no pudo hacer nada contra ese hormigueo en el estómago ni contra el acelerado ritmo de su corazón.

– Es curioso, pero mis recuerdos de esa noche no son tan agradables.

Max se rió.

– Me lo imagino.

– ¿Quieres saber qué pensé de ti esa noche?

– Tesoro, creo que una pistola de bengalas apuntando a mi pecho lo dice todo.

De repente, Max la agarró por la pantorrilla y tiró con fuerza. Antes de que Lola se diera cuenta, se encontró tumbada boca arriba debajo de Max, que se sostenía con las palmas de las manos en tierra.

– Y, a pesar de que intentaste matarme, te deseo más de lo que nunca he deseado a ninguna mujer. -Max acercó su rostro al de Lola-, Pero creo que ya lo sabes -dijo justo antes de besarla.

El contacto de esa boca provocó en Lola una corriente de deseo por toda su piel. Los labios de él presionaban y jugaban con los de ella. La len gua de Max la acariciaba con suavidad, y Lola se dejó ir, rindiéndose al deseo. O quizá fue que, como en todos los aspectos de su relación con Max no tenía otra opción. Max se acostó a su lado y dedicó un tiempo a explorarle la boca. Los labios de Lola cedieron un poco más y el beso se hizo profundo, un sensual encuentro de lenguas y labios. Max sabía a oscura pasión y a sexo explosivo.

Ese lento beso la sedujo y la atormentó hasta tal punto que toda su atención se concentró en la húmeda calidez de la boca de Max. Una ola de calor le recorrió los pechos, el vientre y la entrepierna. Lola deslizó la mano sobre los tensos músculos del brazo de Max, sobre su hombro, hasta su cuello. Enredó los dedos en el cabello rizado de él y sintió en los labios el gemido de placer de Max.

Él levantó la cabeza para contemplarla. Lola notaba su aliento sobre la mejilla y la mirada abrasadora de sus ojos azules. Esa forma de mirarla, esa oscura intensidad, la hacía sentir hermosa y deseable y la llenaba de pasión.

Max bajó la vista por la boca y la barbilla de Lola, hasta la parte delantera del vestido. Una sonrisa apareció en su rostro, y Lola se miró el vestido, desabrochado, que mostraba el inicio de los pechos y el sujetador. Las rápidas manos de Max habían empezado a trabajar, de modo que Lola se agarró la parte delantera del vestido.

Max le sujetó la muñeca.

– Deja que te mire -le pidió con voz ronca. Enterró la cara en su cuello y murmuró-: Por favor, Lola.

Max rozó la piel de su cuello con los labios y succionó el hoyuelo en la parte inferior del cuello. Acto seguido, soltó la muñeca de Lola y recorrió el borde de su sujetador con los dedos.

– Eres tan hermosa, tan suave…

Max no era un hombre paciente, así que introdujo la mano y posó la palma de su mano sobre su pecho desnudo.

– Por todas partes -añadió.

Max jadeó al sentir que el pezón de Lola se endurecía bajo su tacto, hiriéndole casi la palma de la mano. Con la rodilla le separó las suyas y, al mismo tiempo, volvió a acercar su boca a la de ella. La lengua penetró entre los labios de Lola, caliente, húmeda y hambrienta. Y Lola, casi sin darse cuenta, se abrió a él. Max subió la rodilla entre sus piernas, y al sentirla contra sus bragas, Lola tuvo el deseo de un contacto más íntimo. De carne contra carne. De su fuerte erección contra su cadera. El beso fue más voraz, más pleno, y tan hermoso que le arrancó un hondo gemido del pecho.

Max retrocedió un poco y la miró. Con la respiración agitada, bajó la vista hasta la mano que cubría el pecho de Lola.

– Lola, si vas a detenerme, hazlo ahora.

Lola no había pensado en detenerlo, así que tampoco lo hizo ahora.

– He visto que hay condones en el yate -le dijo mientras le acariciaba los bien dibujados músculos del pecho, del brazo, de su abdomen, hasta llegar a la bragueta. Max aguantó la respiración al notar la palma de la mano de Lola encima de su rígida erección.

– Son demasiado pequeños -repuso él, después de exhalar el aire que había aguantado-. ¿Usas algún anticonceptivo?

Lola llevaba un DIU desde hacía cinco años, y nunca había fallado.

– Sí -contestó.

– Gracias, Dios mío.

La lascivia brilló en los ojos de Max mientras le quitaba una parte del sujetador, desnudando a Lola bajo su ávida mirada. La admiró durante unos largos segundos y luego bajó el rostro hasta el pecho de ella y tomó el pezón entre sus labios. La lengua de Max lamió y jugueteó con él hasta enloquecer a Lola. Con cada roce cálido de esa lengua, Lola sentía que la tensión entre sus piernas aumentaba.

Lola bajó la mano hasta la bragueta de él e intentó abrirla, pero Max se lo impidió rodeándole la muñeca con los dedos. Max levantó la cabeza y Lola notó el aire frío contra su piel caliente y contra su pezón húmedo. Max se quedó completamente quieto por unos instantes antes de volverse hacia su derecha.

– ¿Max?

Él le puso un dedo sobre los labios. Por encima del sonido de su corazón y de su rápida respiración, Lola también lo oyó. A lo lejos, unas voces masculinas hendían el aire húmedo y quieto. Lola empezó a abotonarse el vestido mientras Max se ponía en pie. Lola se arrodilló a su lado y escuchó. Desde el otro lado de la fuente, las voces se acercaban. Hablaban en español. Un gran alivio inundó a Lola mientras acababa de abrocharse el vestido. Ella, Max y Baby podrían regresar a casa. Por fin.

Entre la alta hierba y los matorrales, Lola vio que tres hombres de piel morena se acercaban a la otra orilla del agua en dirección a ellos. Levantó la mirada hacia Max, y sus manos quedaron inmóviles. El deseo ardiente desaparecido de su semblante. Como si hubiera corrido una cortina ahora tenía los ojos entornados, atentos, vigilantes. Entonces, Max cla vó en ella esos ojos fríos e inexpresivos. Lola reconoció la expresión firme de la boca y la mandíbula de Max. Ya la había visto antes, en la oscuridad esa primera noche en el Dora Mae.

Max señaló el chal y el perro y, con un gesto, le indicó que se escondiese detrás del árbol. A Lola no se le ocurrió ponerse a discutir. No era el momento. Recogió el chal y, de rodillas, se acercó a Baby. Lo recogió de encima de la bolsa de lona y gateó entre los matorrales que Max apartaba para que pudiese pasar. Entre el follaje, Max le alargó la bolsa de lona y el bolso. Lola se abrochó los últimos botones del vestido con una mano mientras con la otra sujetaba a Baby.

Por encima de los latidos en las sienes, Lola oyó que las voces se acercaban. Aparte de lo poco que había aprendido aquí y allá, Lola sabía muy poco español. No entendió ni una palabra. Los matorrales volvieron a moverse y Max pasó entre ellos a gatas. Para ser un hombre tan grande, no hizo el menor ruido.

Las voces se acercaron más, y Lola calculó que debían de encontrarse donde ella antes se había lavado los pies. Max levantó una rodilla al lado de Lola y sacó el cuchillo de la bota. Los músculos de Lola se helaron ante la visión de la larga y afilada hoja.

Baby irguió las orejas y justo cuando Lola iba a cerrarle el hocico con la mano, el perro rompió a ladrar y se escapó de sus brazos. Lola se disponía a llamarlo y a salir tras él, pero Max se tiró encima de ella y le tapó la boca.

– Deja que se vaya -le susurró al oído.

Lola sacudió la cabeza con fuerza al oír que los excitados ladridos de Baby se alejaban cada vez más. Las voces se callaron y Lola sintió que el pánico le atenazaba el estómago, como el día en que creyó que Baby se ahogaría en el océano Atlántico.

– ¿Es que quieres morir? -susurró Max, fulminándola con la mirada.

Acto seguido, Max volvió a dirigir la atención hacia la que estaba ocurriendo a la orilla de la laguna. Lola dejó de forcejear. No, no quería morir. Pero tampoco quería quedarse sentada mientras alguien hacía daño a Baby.

El perro comenzó a ladrar con más furia, como en los momentos en que saltaba del suelo con cada ladrido. Lola siempre había temido que complejo de Napoleón le acarreara su propia Waterloo, y hoy eso parecía estar a punto de suceder. Una risita se sumó a la algarabía y, enseguida, se oyó un aullido lastimoso.

Lola no pudo reprimir el gemido que le brotó de la garganta. Aspiró por la nariz y se le nubló la vista. Baby era sólo un perro, pero era su perro, ella lo quería. A veces era un incordio, pero eso no concernía a nadie más que a ella, y el perro la necesitaba.

Max notó la humedad de las lágrimas de Lola entre sus dedos y la miró a los ojos, abiertos de par en par. Entonces lo hizo de nuevo. Abrió la boca e hizo una promesa que no estaba seguro de poder cumplir. De hecho estaba bastante seguro de que no podría cumplirla, pero eso no le impidió musitarle al oído:

– Voy a traerte el perro otra vez. Pero tienes que estarte calladita o no viviremos lo suficiente para rescatarlo.

Lola asintió, y el enorme peso de la confianza que ella depositaba en él lo abrumó. ¿Qué estaba haciendo? ¿Arriesgar la vida por un pequeño perro chillón? ¿Por una minúscula rata rencorosa?

Max le quitó la mano de la boca y le hizo una señal para que permaneciese tumbada. Por supuesto, Lola no le hizo caso sino que, arrodillada a su lado, se puso a observar a través de los matorrales. Unas botas se dirigieron hacia ellos y se detuvieron a menos de un metro de donde se encontraban, justo en el lugar donde Max había tumbado a Lola en el suelo y le había besado el pecho. El lugar donde ella había encendido el deseo de Max con tal intensidad que éste no había oído a esos hombres hasta que casi estuvieron encima de él.

Esos hombres hablaban en un español latinoamericano y llamaban «teniente» al que marchaba al frente de ellos, pero no se trataba de un teniente del ejército colombiano. En realidad, Max no creía que ese hombre tuviese experiencia militar. Alrededor del árbol, la hierba estaba aplastada, y si se inspeccionaba de cerca resultaba obvio que alguien había pisado esa área recientemente. Max había limpiado rápidamente la zona con una rama rota de árbol, pero no había tenido tiempo de acabar el trabajo y, a pesar de todo, el «teniente» no había reparado en ello.

El hombre dio la orden de que exploraran la zona en busca de los propietarios del perro. Se hallaba tan cerca que Max pudo ver las costuras del uniforme y el cuchillo de combate KBar que llevaba en la caña de la bota. Se apreciaba un bulto debajo de la pernera del pantalón, y Max habría apostado cualquier cosa a que llevaba una pistolera en la cadera. Y dentro de esa pistolera, naturalmente, habría una semiautomática de 9 mm. Max ya se había dado cuenta de que ese hombre portaba un M60. Esos chicos iban armados hasta los dientes y buscaban problemas.

Buscaban alijos de droga, y si descubrían a Max, le pegarían un tiro inmediatamente. A no ser que fueran miembros del cártel de los Cosella, Max necesitaba preguntarse qué harían con él en ese caso. Ya había recibido una muestra. Aunque no creía que estos hombres pudieran reconocerlo, todavía llevaba en el cuerpo las marcas delatoras de lo que había sufrido a manos de José Cosella. Sin embargo, con independencia de lo que le hiciese a él, Lola se llevaría la peor parte. Al pensar en lo que ella podía sufrir, apretó el puño del cuchillo con más fuerza. Si se presentaba la oportunidad se ocuparía de ese hombre sin que los demás se dieran cuenta.

Las botas prosiguieron la marcha, y Max se permitió respirar. Sin hacer ningún ruido, apartó con la mano los arbustos para observar. Había dos hombres de pie al lado del agua. Uno de ellos tenía agarrado a Baby por el collar, y el perro colgaba en el aire. Los hombres rieron y Max se volvió hacia Lola, que todavía tenía la marca de la mano de Max alrededor de la boca. Había achicado los ojos en una expresión homicida. Joder, sí Lola hubiese contado con un arma de asalto, Max habría apostado por ella

Max espió a los hombres mientras registraban los matorrales y la hierba. Se apartaron del agua y volvieron colina abajo. Max se guardó de nuevo el cuchillo en la caña de la bota y se puso la camiseta. Le ordenó a Lola que se quedase donde estaba y, sorprendentemente, Lola le obedeció. Manteniéndose en la sombra, Max siguió a los tres hombres hacia la playa. Había un cuarto individuo sentado en una lancha hinchable varada en la arena de la orilla, con un remo a cada lado.

Uno de los hombres levantó al perro de Lola y se la pasaron entre ellos como si se tratara de algún tipo de premio.

Boby ladraba mientras ellos reían y bromeaban. Max deseó con todas sus fuerzas que Lola se hubiese quedado en su sitio y no estuviera viendo lo que le hacían a su perro. No habría resultado impropio de ella cargar colina abajo montada en cólera divina.

Max levantó la vista hacia el Dora Mae, que parecía todavía más escorado a babor. Intentó recordar si él o Lola habían dejado algo a bordo que pudiera identificarlos. No lo creía. Anclada al lado del Dora Mae había una lancha descubierta de doce metros. Conocida entre las fuerzas de la ley y el negocio de la droga como «planeadora» a causa de su velocidad, la única utilidad de la lancha consistía en recuperar bolsas de narcóticos y correr más que la policía. La guardia costera también las llamaba «pulverizadoras» por razones obvias.

Era una lancha rápida típica, pero ésta en concreto no presentaba ninguna marca que la identificase y estaba pintada del color de las olas. Los motores de 250 caballos tenían que haber hecho suficiente ruido como para despertar a un muerto. A pesar de eso, no la habían oído. En esos momentos, Max estaba con la cara hundida en el escote de Lola y nada existía para él salvo Lola, sus profundos ojos marrones que la miraban con deseo, el tacto de su piel satinada y el sabor de su boca. Lola había absorbido por completo su atención, y eso era peligroso. Max nunca había sido tan descuidado. No volvería a suceder. No podía permitirse que volviese a suceder. Sus vidas dependían de ello.

Por encima del sonido de las olas y de los continuos ladridos del perro, Max alcanzaba a oír muy poco, pero ese poco bastó para confirmar sus peores sospechas. Eran miembros del cártel de los Cosella en busca de los restos de droga esparcidos por la tormenta.

Sin salir de las sombras, Max se acercó un poco más. Observó y escuchó. No fue muy difícil darse cuenta de que esos cuatro hombres no formaban un equipo muy organizado. Más bien eran cuatro tipos que habían decidido aprovechar que el jefe no estaba por ahí para pasarlo bien.

Los cuatro subieron a la lancha y remaron hacia el yate, llevando a Baby consigo. Lo tenían colgando de la borda y el perro ladraba y se quejaba. Max se prometió en esos momentos que, si surgía la oportunidad, les haría pagar eso caro. Max no era un gran amante de los perros, y menos de los perros chillones, pero cualquier hombre que disfrutase torturando a un ser más débil que él merecía sufrir.

Con respecto al momento o la oportunidad de rescatar al perro, Max no tenía ni idea de cuándo se presentaría. Dio media vuelta, caminó colina arriba durante diez minutos y encontró a Lola en el mismo lugar donde la había dejado, sentada, con las piernas encogidas y los brazos alrededor de las rodillas.

– ¿Dónde está Baby?

– Todavía no la tengo -le dijo, en lugar de darle las malas noticias que consistían principalmente en que no le parecía posible rescatar al perro sin que alguien resultara muerto-. No creo que le hagan daño. En cuanto a ti, eso es otra cosa.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que no son gente amable? A la mejor nos llevan a Míami.

Lola había estado llorando. Incluso con los ojos hinchados, era una mujer sensual, y Max tuvo que recordarse a sí mismo que no debía dejarse distraer. Le tendió la mano y la ayudó a ponerse de pie.

– ¿Recuerdas que te dije que era posible que alguien me estuviese buscando? -le preguntó con expresión seria.

Lola se sacudió la tierra y las hojas del trasero.

– ¿Los narcos?

– Sí.

Lola fijó la vista en él.

– ¿Los narcos tienen a mi perro?

– De momento.

Max recogió del suelo el saco de lona y le pasó el bolso a Lola.

– ¿Tienes algún plan?

– Todavía no. Estoy en ello.

Sin una palabra, Lola le siguió y, en cinco minutos, llegaron a los acantilados de la playa. Max se preguntó qué haría Lola cuando descubriese que era posible que Max no pudiera rescatar al perro, que la vida de él y la de ella eran un precio demasiado alto. Se preguntó si alguna vez lo perdonaría. Se preguntó por qué le preocupaba eso.

No tenía toda la culpa de lo que había ocurrido, ni sentía un gran afecto por ese perro fastidioso. Cuando regresasen a casa, Max no creía que volviera a ver a ninguno de los dos. Lola se iría y viviría su vida, al margen de él. Y él viviría su vida al margen de Lola. Una vez que se encontraran de vuelta en Estados Unidos, no creía que Lola le considerase algo más que un recuerdo pasajero.

Max apartó una rama y dejó que Lola pasara delante de él. Entonces, ¿por qué arriesgar su vida por un perro? ¿Por qué preocuparse de la que ella pensara de él? No tenía por qué, pero se preocupaba, y la peor de todo era que no sabía el motivo. Si lo hubiese sabido, habría podido hacer algo al respecto, detener ese proceso. Matarlo. Cortarle la cabeza.

Soltó la rama y se dijo que se preocupaba porque se sentía responsable de ella. Lo malo es que no se lo creía del todo.

Encontraron un lugar a la sombra debajo de un pino caribeño, justo en el borde del acantilado. Los vientos y las tempestades habían torcido las ramas, que crecían alejándose del océano, en dirección a tierra. Las gruesas agujas del pino ofrecían un escondite perfecto y alfombraban el suelo. Asomaron la cabeza al precipicio y otearon la playa por turnos con los prismáticos, que habían tenido la precaución de incluir entre los artículos que se habían llevado del Dora Mae esa mañana. Observaron a esos hombres mientras descargaban bebidas y sillas del yate y luego volvían a la lancha rápida, pero, para sorpresa de Max, no se marcharon. En cambio, embarcaron en la lancha un gran radiocasete y una nevera portátil roja y remaron de regreso a la playa. Una vez allí, desplegaron las sillas, enchufaron la música y se prepararon para la fiesta.

– ¿Puedes ver a Baby?

Max escrutó la zona hasta que vio al perro atado con un trozo de cuerda una de las sillas.

– Lo veo.

Si hubiera estado solo, habría escogido una posición cercana a la acción y aguardado la oportunidad de entrar en acción, por ejemplo, cuando cualquiera de ellos se internase en la arboleda para orinar. Pero con Lola no se atrevía a acercarse.

– ¿Max?

Max bajó los prismáticos y la miró.

– Qué.

– ¿Eres un buen agente secreto?

– No soy un agente secreto. Estás pensando en la CÍA. La agencia para la que yo trabajo no existe.

– Bueno, seas la que seas, ¿eres bueno?

– El Gobierno cree que sí. ¿Por qué?

– Porque -dijo mientras le quitaba los prismáticos y observaba la playa- creo que podríamos acabar con todos esos tipos, o esperar a que se emborrachen hasta perder el sentido, rescatar a Baby y robarles la lancha.

Max ya había pensado en eso, pero su plan no incluía acabar con nadie.

– Voy un poco por delante de ti.

– Bueno, entonces ¿cuál es nuestro plan?

– Nuestro plan consiste en que tú te quedas aquí y yo me ocupo del resto.

– Quiero hacer algo.

– No.

– Max…

– Lola, no puedo trabajar si tengo que estar pendiente de ti. -Max le arrebató los prismáticos-. Sé lo que hago. Debes confiar en mí.

– El último chico que me dijo eso colgó mis fotos en Internet.

– Bueno, yo no soy ese chico.

Lola le acarició el brazo y le dio unas palmadas en el hombro. No era más que un contacto amistoso, un gesto inocente que provocó un intenso ardor en la ingle de Max, como si ella hubiera acercado la mano a sus pantalones y le hubiese tocado otra parte del cuerpo. Mierda.

– Ya lo sé -le contestó Lola-. Bueno, ¿cuál es tu plan?

– Para empezar -dijo, fijándose en los hombres que estaban en la playa-, no puedo hacer nada hasta que sea de noche. Además, eso les dará la oportunidad de beber un poco más.

– ¿Y si se marchan?

– No lo harán. Lo más probable es que caigan inconscientes donde están, o que se arrastren hasta el Dora Mae para dormir la mona.

– ¿Y luego qué?

Max se encogió de hombros.

– No lo sabré con seguridad hasta que baje. Todavía nos queda una hora.

Los hombres subieron el volumen de la música y, cuanto más bebían más alta sonaba. Su repertorio se componía de salsa, música latina y, sobre todo, Guns N' Roses. Justo antes de la puesta de sol, colocaron en fila las botellas vacías y las acribillaron con sus armas de fuego automáticas. Baby, muy prudentemente, se refugió debajo de la silla mientras los tipos disparaban a la arena. Las palmeras y los pinos caribeños fueron los siguiente blancos. Luego, los acantilados. Max y Lola se tiraron al suelo y Max protegió a Lola con su cuerpo mientras las balas arrancaban las ramas por encima de sus cabezas. Mientras Axl Rose cantaba Welcome to the jungle, agujas de pino y trozos de corteza llovían sobre la espalda de Max.

– Jodidos estúpidos -gruñó.

– Max…

Lola giró la cabeza hacia él, con la boca a muy poca distancia de la de él. Entre las sombras del pino, los dedos dorados del sol poniente le acariciaban el rostro y arrancaban destellos de su cabello. Se echó a temblar, y Max la abrazó con firmeza.

– No me gusta que me disparen -dijo Lola.

– No es de mis cosas favoritas, tampoco.

– No quiero tener más miedo. He tenido miedo durante demasiado tiempo. -El sudor le empapaba las sienes, y una lágrima se deslizó por su mejilla. Respiraba entrecortadamente debido al esfuerzo que suponía reprimirse-. Y tengo miedo. -Lola perdió la batalla y se le escapó un sollozo-. Estoy harta de tener miedo. Creo que no puedo soportarlo más.

– Lo has soportado mejor que muchos hombres que conozco.

– Odio llorar. No quiero llorar.

– Llorar está bien -le aseguró Max, mientras le daba la vuelta y con templaba sus ojos llorosos. Apoyándose sobre un codo, añadió-: Si yo fuera una chica, también lloraría.

– Pero un chico como tú no llora nunca, ¿no?

Max miró hacia abajo, a la fiesta de la playa. Los temas se sucedían en el radiocasete y la brisa transportaba la música de cantina mexicana. Max había visto llorar a hombres maduros y soldados endurecidos por la guerra, pero él sólo había llorado una vez. La noche en que su padre murió, se quedó en la casa de su viejo, solo, y lloró como un niño.

– Los chicos como tú no se asustan.

Max posó su mano sobre la mejilla de Lola y secó las lágrimas que resbalaban por su piel sedosa. Estaba equivocada. La sola idea de fallarle, de que cualquier cosa le hiciese daño, lo asustaba terriblemente.

– Exacto -respondió, finalmente-. Los chicos como yo no se asustan por nada.

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