Lola iluminó con una pequeña linterna los restos del timón. El techo de lona que cubría el puente se había consumido casi por completo y sólo quedaban de él unos cuantos metros de tela chamuscada y los aros de aluminio ennegrecidos. Una brisa ligera y salada le revolvía el pelo y le hacía ondear las faldas de su camisa contra las caderas y el trasero. El aire marino removía las cenizas que cubrían el suelo y los restos de la silla del capitán y del timón.
Aquello no podía ser verdad. Aquello no le estaba ocurriendo a ella. Ella era Lola Carlyle y ésa no era su vida. Ella se encontraba de vacaciones, descansando. De hecho, al día siguiente regresaba a casa. Tenía que regresar a casa.
Aquello era una locura, así que debía de tratarse de una pesadilla. Sí, eso era. Ella había embarcado para tomar un último aperitivo con cóctel Nassau y se había quedado dormida en el camarote, y ahora se encontraba en medio de una pesadilla protagonizada por un demente. De un momento a otro despertaría y daría gracias a Dios por haber acabado con la pesadilla.
En la oscuridad, el extintor atravesó el aire, rebotó en el timón y se quedó clavado en el agujero.
– ¿Qué viene ahora? ¿Un poco de napalm escondido en tu ropa interior? -le preguntó el tipo, loco y aparentemente real, que se encontraba detrás de ella; el tono de furia de su voz cortó el aire nocturno que les separaba.
Lola miró hacia atrás y vio esa cara magullada y golpeada iluminada por la luz de la luna. Había creído que la asesinaría y la utilizaría como carnaza de pesca. Cuando ese tipo la ató, tuvo más miedo del que había sentido en toda su vida. El miedo se le instaló en el pecho y le cortó la respiración. Había estado absolutamente segura de que le haría daño y de que luego, la mataría. Ahora estaba demasiado aturdida para sentir nada en absoluto.
– Si hubiera tenido napalm, estarías asado -replicó antes de pensarlo dos veces; cuando cayó en la cuenta de lo que había dicho, dio unos pasos atrás.
– Oh, no lo dudo, querida. -Él se acercó hacia ella y se llevó la mano a la espalda-. Aquí tienes.
Saco de detrás un cuchillo enfundado en piel y le agarró la mano. Ella se sobresaltó cuando sintió que se lo ponía en la palma de la mano con un golpe.
– Si quieres acabar con mi sufrimiento, utiliza esto -añadió-. Es más rápido y duele menos.
Despacio, él se dirigió hacia donde antes había estado la puerta y donde ahora solamente quedaba un marco de metal con unos retazos de lona ondeando al viento. Entonces, aspiró con fuerza y empezó a bajar las escaleras.
A la primera señal de fuego, Baby había escondido la achaparrada cola entre las achaparradas patas y corrido en busca de un rincón más seguro. Ella también había corrido; o más bien se había arrastrado por el suelo, y las escaleras, hacia un rincón más seguro. Se había quedado en la cubierta de popa mientras aquel loco llamado Max combatía las llamas. Había visto, sin podérselo creer, cómo los trozos de lona incendiada volaban con la brisa. El ruido de la puerta de la cocina al cerrarse de golpe resonó en la noche. Luego, todo volvió a quedar en silencio y el único sonido en medio de la quietud era el dulce chapoteo de las olas contra el casco del barco. Miró alrededor, a la oscuridad, a la nada, y se sintió como esos supervivientes de los huracanes que había visto en las noticias: despeinada, con la mirada errante y aturdida. Su mente captaba con dificultad su situación real: que se encontraba en algún punto del océano Atlántico en un barco averiado y sin llevar encima nada más que la ropa interior y una camisa mientras un hombre a todas luces demente dormía bajo sus pies.
Lola bajó las escaleras. Toda la noche había resultado surrealista, había sido como estar atrapada en una pintura de Salvador Dalí deformada y retorcida en la que miraba alrededor y se preguntaba «¿qué es esto?». Cuando llegó a la cubierta de popa encendió la linterna y entró en la cocina a paso lento.
– Baby -susurró llamando al perro. Le encontró en el banco, debajo de la mesa, alerta y asustado encima del chal que ella había descartado ese mismo día. Poco a poco, como si temiera que el coco le saltara encima, fue iluminando la cocina y el salón con la linterna. Detrás del salón, atravesando la puerta, el haz de luz se encontró con una gruesa alfombra azul, los pies de una cama y las suelas de un par de botas negras. Al verlas, el miedo que había sentido durante la noche corrió por sus venas de nuevo. Apagó la linterna.
– Baby -volvió a murmurar, mientras buscaba a tientas encima del banco.
Cogió el cuchillo y la linterna con la misma mano y con la otra tanteó el chal y lo levantó con el perro envuelto en él. Salió de la oscura cocina de la forma más silenciosa que pudo y se encontró, de nuevo, en la cubierta de popa. Se dirigió al mismo punto donde había estado sentada unas horas antes, mientras sorbía vino en compañía de otros pasajeros y escuchaba las historias de piratas del capitán. Cuando se sentó con los pies debajo del trasero, el frío plástico del respaldo le heló las caderas.
Baby le lamía las mejillas mientras ella luchaba contra las lágrimas e intentaba no llorar. Lola odiaba llorar. Odiaba estar asustada y sentirse desvalida, pero las lágrimas le brotaron antes de que intentase detenerlas.
El perro no se había asustado. Había sido valiente y fiero pero, por primera vez desde que lo adoptó, ella deseó que hubiera sido un rottweiler. Un rottweiler grande y malo capaz de destrozar los brazos, o los huevos, de un hombre.
Lola se enjugó las lágrimas y pensó en la caja de bengalas que había encontrado en el camarote. Por desgracia, no tenía el valor suficiente para entrar en esa habitación y recuperarlas. No mientras Mad Max estuviese tumbado sobre la cama, al lado de ellas.
Dijo que era capitán de corbeta, pero ella no se lo creía. Podía habérselo inventado. Era mucho más probable que fuera uno de esos piratas modernos de quienes les había hablado Mel Thatch, el propietario del barco.
Lola desplegó el chal y se envolvió con él, con el perro en el regazo. Miró hacia arriba, a los restos chamuscados del puente y a las estrellas que punteaban el cielo y que en algunas zonas eran tan numerosas que parecía, que estuvieran apiladas unas encima de otras.
Apretó el cuchillo que él le había dado. Era estúpido que un criminal hubiera hecho eso, pero era evidente que no la consideraba un peligro. No creía que ella fuese capaz de utilizarlo contra él, y posiblemente tuviera razón. Una cosa era disparar a un hombre con una pistola de bengalas, o defenderse de él durante una pelea, y otra bien distinta rebanarle la garganta mientras dormía.
Lo más probable era que le hubiese dado ese cuchillo porque tenía claro que podía con ella, tal como había hecho toda la noche. Todavía sentía la presión de sus manos en sus muñecas y la solidez de su cuerpo contra su espalda. El hombre tenía los músculos duros y una fuerza bruta, y ella no era una contrincante para él. En el mismo momento en que él la había agarrado por las muñecas y apretado contra su pecho, ella supo que podía hacerle cualquier cosa y que no tenía modo de evitarlo.
Después de que la soltara por primera vez, Lola se había quedado en las sombras a la espera de que él fuera a buscarla y la hiciera pasar por la pesadilla de todas las mujeres. Temía que le arrancara la ropa, la inmovilizara y la violara. No había dudado ni por un instante que opondría resistencia y protegería a Baby.
No había llegado a donde estaba en la vida siendo pasiva. No era a base de sumisión a los hombres que había conseguido sobrevivir en un negocio que se alimentaba de los cuerpos de jovencitas ingenuas. Y no era para quedarse sentada que había abandonado ese negocio con la intención de empezar su propia empresa de venta por correo de ropa interior. Durante la mayor parte de su vida había luchado contra un demonio u otro, pero cuando Max la sujetó y la ató con tiras arrancadas de su propia falda, tuvo la certeza de que esta vez no sobreviviría, de que la violaría, la asesinaría y arrojaría su cuerpo y el del pobre Baby por la borda, tal y como había amenazado con hacer. Pero no lo había hecho. Todavía estaba viva. Se le escapó un sollozo y apretó sus temblorosos dedos contra la boca.
Apartó la vista de las estrellas y la bajó hasta el puente quemado. La primera vez que él la agarró, se dio cuenta de que para sobrevivir esa noche necesitaba un arma. Preferentemente una Mágnum 357, como la Milton de su abuelo. Tuvo que apañarse con una pistola de bengalas, y ahora que todo había terminado, se preguntaba si habría sido capaz de dispararle, como Nicole Kidman disparaba a Billy Zane en la película Calma total.
Luego de que lo peor hubiese pasado, no podía evitar que las manos le temblaran y que un montón de imágenes pasaran por su mente. Retazos, de una cosa y fragmentos de otra. De cuando ella y Baby habían subido al yate para asistir al cóctel, de que quizás éste había sido más cóctel que aperitivo, de cuando se tumbó y de cuando se despertó y se encontró con ese loco en el puesto del capitán. La imagen de él delante de los mandos y de Baby ladrando furiosamente a sus pies. De cuando la ató con su propia falda. De cuando encontró la pistola de bengalas. Del susto de ver esa cara magullada.
Lola estiró los músculos y apretó a Baby contra su pecho. El vaso de vino todavía se encontraba donde lo había dejado antes, cuando se fue al camarote para descansar un poco. Se preguntó si los Thatch habrían descubierto que el yate había desaparecido. No lo creía porque, a pesar de que parecía que esa pesadilla hubiera durado muchas vidas, en esos momentos debía de ser la una de la madrugada. Los Thatch no volverían al puerto hasta una hora más tarde. Se preguntó cuánto tardarían en darse cuenta de que ella también había desaparecido, cuánto tardaría todo el mundo en empezar a buscarla, cuánto tardaría su familia en enterarse.
Aunque en la empresa -Lola Wear, lnc.- no tuvieran noticias de ella, nadie le daría mucha importancia. Simplemente pensarían que se estaba tomando un descanso más largo de lo previsto. Al principio continuarían trabajando como siempre en el negocio que ella había iniciado hacía ya dos años. Posiblemente se apañarían sin ella, aunque ahora nada de eso importaba: sentía que tomaba dolorosa conciencia de su situación real.
No había forma de salir del barco. Por lo menos esa noche. Era posible que hubiese un bote salvavidas en alguna parte, pero no era tan estúpida e irreflexiva como para cambiar un yate de catorce metros de eslora por un cachivache de goma. Ni aun cuando en el yate estuviese ese loco. Se encontraba atrapada y no había absolutamente nada que pudiera hacer. No había forma de salir del yate. No había salida. Por primera vez en toda la noche se sintió totalmente desvalida.
Se encontraba a merced de las corrientes y de los piratas.
Lola despertó cuando sintió que el sol le calentaba la mejilla izquierda. Por un momento no supo dónde se encontraba, y casi se había caído del banco. Abrió los ojos al cegador sol del Caribe y se tumbó sobre la espalda. Desorientada, cerró los ojos de nuevo y entonces todo volvió a su memoria en un destello horripilante. El miedo y la vulnerabilidad en el estómago la obligaron a sentarse de repente. Miró la camisa que llevaba, que se le había enrollado alrededor de la cintura, y el chal, que le cubría una pierna y se desparramaba hasta el suelo de cubierta. Se levantó, se enrolló el chal rojo alrededor de las caderas y echó un vistazo a la puerta de la cocina, que se encontraba abierta.
La linterna todavía estaba encima del banco, pero el cuchillo había desaparecido. Buscó a Baby con la vista pero no lo encontró. Tampoco veía a Max, pero le oía.
– Mierda -se oyó desde el puente de mando.
Una mezcla de expresiones malsonantes en inglés y en español salpicaron el aire de la mañana. Lola no entendía el español, pero tampoco le hizo falta. La diatriba fue sustituida por una serie de golpes, como si él estuviera aporreando madera con un martillo.
Lola se levantó y fue a la cocina. La luz de la mañana entraba por las ventanas y vio que su bolso Louis Vuitton estaba tal y como lo había encontrado la noche anterior al entrar en busca de un arma: abierto y con el contenido desparramado sobre la mesa.
Los golpes continuaban y Lola levantó la vista hacia el techo. Aquel capullo no sólo la había raptado, sino que había rebuscado entre sus cosas. En el revoltijo encontró un imperdible y con él se sujetó el chal a la cadera izquierda. Se sacudió el pelo con las manos, cogió el cepillo del montón de cosas y lo guardó todo en el bolso de nuevo.
Mientras se cepillaba el pelo, se paseó por el salón hasta el camarote llamando con suavidad a Baby. La luz de fuera iluminaba retazos de la cama y de la alfombra azul. Lola miró en el baño, en la gran bañera con los mandos deslucidos. Buscó en el armario y encontró unas cuantas camisas de hombre estampadas con palmeras y flamencos al lado de bañadores con motivos tropicales, pero ni rastro del perro.
Volvió al salón y arrojó el cepillo sobre el sofá. Si Baby no se encontraba dentro, tenía que estar fuera; pero si tampoco estaba fuera… Sus pensamientos se interrumpieron a causa de un fuerte golpe por encima de su cabeza, y salió corriendo hacia la cubierta de popa. Si le hacía daño al perro lo mataría.
Subió las escaleras hasta el puente de mando de dos en dos y al llegar arriba lo que vio la hizo parar en seco. El tablero de mandos tenía peor aspecto a la luz del día todo estaba negro y derretido, y había un gran agujero en medio. Baby se encontraba sentado en medio del puente, tan quieto que parecía disecado, mirando fijamente al enemigo. Éste se encontraba sentado con la espalda apoyada en la regala, las piernas abiertas y los brazos sobre los muslos. En una mano tenía una llave inglesa.
El triste destino de Baby Doll era tener que enfrentarse, siempre y contra su voluntad, a perros más grandes que él. Fuera cual fuere el tamaño y la raza.
Era obvio que ahora había decidido enfrentarse a Max, y los dos machos se encontraban en un punto muerto del combate, ambos inmóviles. Ni siquiera los pelos negros y cortos de Max ni los pelos marrones de Baby se movían bajo la ligera brisa.
– Tu perro se ha cagado en la esquina -dijo Max, con la voz tan ronca como ella la recordaba.
Cuando Max volvió el rostro hacia ella, Lola lo miró con atención por primera vez. A la luz del día no tenía mejor aspecto que a la luz de la noche. Parte de la inflamación le había bajado, pero todavía estaba hinchado y con morados. Ahora resultaba sólo un poco menos aterrador.
– Estoy segura de que no ha podido evitarlo -contestó ella, decidida a no mostrar el miedo que sentía. Buscó con la mirada pero no encontró la caca de perro.
– Lo he limpiado. Pero a partir de ahora es trabajo tuyo.
Ella lo miró de nuevo y se dio cuenta de que tenía los ojos azules. El mismo color azul que tienen las olas del Caribe justo antes de llegar a la playa. Al lado de esa piel oscura y de ese pelo negro, por no hablar de los morados, resaltaban de forma asombrosa.
– No soporto a los perros estúpidos. Y el tuyo es el más estúpido que he visto en mi vida.
– Tú, un ladrón y un secuestrador, ¿cómo te atreves a llamar estúpido a un perrito?
– Ya te dije por la noche que he requisado el yate, y que esto no es un secuestro.
Lola se encogió de hombros.
– Eso dijiste, pero aquí estoy. Retenida contra mi voluntad en un barco que no te pertenece. No sé de dónde eres, pero creo que en la mayoría de países del mundo esto constituye un delito.
Max levantó el brazo y se apoyó en la regala para incorporarse. Cuando consiguió ponerse de pie, Lola dio un paso atrás.
– Si no hubieras pegado fuego al timón, ahora estarías en Florida, cómoda y a salvo, sin ninguna preocupación excepto la de qué pedir para desayunar. O te encontrarías camino de Washington, donde por lo menos un general te lamería el culo y se disculparía en nombre de Estados Unidos de América. En lugar de eso, te pusiste histérica y lo jodiste todo.
– ¡Yo!
– Ahora estoy atrapado en el Triángulo de las Bermudas durante la estación de los huracanes en compañía de una modelo de lencería y de un perro enclenque.
Tal como lo decía, parecía que todo fuera culpa de ella. El enfado sustituyó al miedo, y Lola le apuntó con el índice.
– Eh, un momento. Nada de todo eso esculpa mia. Yo estaba durmiendo cuando tú reptaste hasta el barco y «nos requisaste» a Baby y a mí.
– Más bien estabas inconsciente. Hice ruido como para despertar a un muerto.
Max emitió un gemido y se sujetó el costado con la mano.
– No estaba inconsciente. Estaba muy cansada -se defendió, aunque en realidad no le importaba lo que él pensara.
– Y yo estoy al mando del yate, no de ti -dijo él-. Tú no tenías que encontrarte aqui. -Ella abrió la boca para replicar, pero él continuó-: Y tampoco estás secuestrada.
– Entonces, ¿qué hago aquí?
– En confianza, creo que estás aquí para fastidiarme.
Baby dio por concluida su actitud amenazadora y se acercó a Lola. Ella lo sostuvo entre sus brazos. Ni siquiera se preocupó de contestarle; en lugar de eso, dio media vuelta y lo dejó solo en el puente de mando. Tenía preocupaciones más importantes que discutir con un secuestrador desquiciado.
Debía de haber una forma de alertar a un barco de rescate, reflexionó mientras entraba en la cocina y rebuscaba por todas partes hasta encontrar una caja de barritas de cereales en uno de los armarios. Eligió una de miel, con nueces para ella, una de canela para Baby y se sentaron ala pequeña mesa. Habría matado a alguien por conseguir una taza de café, y eso le hizo acordarse del cuchillo en la funda de cuero. Seguro que él se lo había quitado mientras dormía. Quería recuperarlo. Mientras daba cuenta del desayuno, Max entró en la cocina llenando por completo el espacio con sus anchos hombros y sus malas vibraciones.
– ¿Tienes mi cuchillo? -aprovechó para preguntarle Lola.
– Si. -Max destrozó la caja de barritas de cereales y contestó-: Lo recuperé.
– Lo necesito.
Max abrió una barrita de nueces y pasas con miel y miró a Lola.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Simplemente lo necesito -insistió ella.
– ¿Es que vas a apuñalarme por la espalda cuando no me dé cuenta?
– No.
Max la miró con esos ojos azules mientras sacaba el cuchillo que llevaba a la espalda.
– Seguro que no -dijo, y dio un paso hacia ella.
Lola se apretó contra el respaldo y él depositó el cuchillo encima de la mesa.
– ¿Puedes dejar de hacer eso?
– ¿A qué te refieres?
– A pegar saltos como si estuviera a punto de atacarte.
– No la hago -repuso Lola, pero sabía que lo hacía. Él le daba miedo, no había ninguna duda de ello. Calculó que debía de medir, por lo menos, un metro noventa. Con la cabeza casi tocaba el techo, y sabía por experiencia que tenía músculos fuertes.
– Si quisiera hacerte daño -dijo Max-, ya lo habría hecho.
Lola no dijo una palabra. Solamente agarró el cuchillo y se lo puso en el regazo.
– Y si de verdad quisiera hacerte daño, ese cuchillo no me lo impediría.
Ella le creyó, pero por si acaso no lo soltó.
– ¿Te hice daño, ayer por la noche?
Se trataba de una pregunta retórica, pero aun así ella contestó:
– Sí.
Max mordió la barrita de cereales y preguntó:
– ¿Dónde?
Lola le enseñó las muñecas, mostrándole las ligeras marcas moradas que habían dejado sus dedos en la piel. Él se inclinó para observarlas mejor y Lola aguantó la respiración, preparándose por la que él pudiera hacer. De momento se mostraba amistoso, pero no confiaba en su humor.
– Bah, esas marcas son tan pequeñas que no cuentan. -Se incorporó de nuevo y se introdujo el resto de la barrita en la boca. La miró mientras masticaba, con expresión seria, y se encogió de hombros-. Eres demasiado blanda.
– ¿Estás echándome la culpa de nuevo?
En lugar de contestar, Max sacó otra barrita de la caja.
– No hace falta que agarres el cuchillo con tanta fuerza. No voy a violarte.
¿Un criminal con escrúpulos? Lola no se sintió más segura y siguió agarrando el cuchillo con fuerza.
– Nunca he obligado a una mujer a estar conmigo -agregó él.
Ella no hizo ningún comentario, pero enarcó una ceja, como expresando sus dudas.
Max rompió un trozo de barrita y se lo echó a Baby, que lo pilló al vuelo.
– Nunca lo he necesitado -continuó-. Puedes desnudarte y andar en pelotas, que el viejo Max no sentirá nada en absoluto.
– Muy amable.
Baby se puso a masticar el trozo de barrita de cereales.
– Soy un chico encantador. -Max consiguió esbozar una sonrisa y echó un vistazo en dirección al salón.
Exacto. Y las medidas de ella eran 90-60-90.
– ¿Funciona la radio? -preguntó Lola.
Por toda respuesta él rió en silencio y replicó con otra pregunta:
– ¿Es tuyo este yate?
– No.
– ¿De tu novio?
– No.
– ¿Por qué no me dices quién me ha facilitado el yate? -insistió Max.
– ¿Por qué tendría que decirte nada?.
Él cruzó los brazos sobre su enorme pecho y se apoyó en el canto de la mesa de cocina.
– Cuando sepa de quién son los papeles de propiedad, podré decirte con bastante exactitud cuánto tardarás en ser rescatada.
– Mel Thatch -contestó Lola sin dudarlo-. Es el propietario de Dolphin Cay, la isla donde he pasado las vacaciones.
Max la observó con detenimiento.
– Nunca oí hablar de él. ¿Es algún famoso?
– No.
– ¿Quién te espera en Dolphin Cay? ¿Un Kennedy, un Rockefeller, un apergaminado y viejo millonario?
Lola nunca había salido con un apergaminado y viejo millonario.
– No. No estoy saliendo con nadie en este momento.
Ahora fue Max quien enarcó una ceja, escéptico.
– ¿Estás de vacaciones sola?
– No. Estoy con Baby. Por cierto, ¿cuándo van a encontrarnos?
– Es difícil de saber. Estoy seguro de que a estas alturas ya se ha comunicado el robo del barco, pero el problema es que se roban yates continuamente, o se hunden para cobrar el seguro. La guardia costera rastreará, pero nadie se tomará excesivas molestias. Excepto el propietario, por supuesto. Aunque seguro que ya habrá llamado a su compañía de seguros. Y posiblemente no se sentirá del todo mal cuando sepa que le pagarán una cantidad superior a lo que vale el barco, sobre todo teniendo en cuenta el estado en que se encuentra.
Lola le clavó los ojos:
– ¿Cuándo?
– No lo sé. -Max se encogió de hombros.
– Me dijiste que lo sabrías.
– Si tú estuvieras saliendo con un congresista o con alguien que tuviera contactos, la búsqueda se intensificaría y las probabilidades de un rápido rescate serían mayores. Pero estoy seguro de que están intentando averiguar tu relación con todo esto, si estás retenida contra tu voluntad o no. Y puedo decirte que nadie apostará por la primera posibilidad sólo porque eres una famosa modelo de ropa interior. -Max mordió otro trozo de barrita y lo masticó despacio.
Lola ya no era una famosa modelo de ropa interior, pero no se molestó en decírselo. Además, nadie en sus cabales creería que ella había robado el yate.
– ¿Y tú qué? ¿No hay nadie que esté buscándote? ¿Una esposa? ¿Una familia?
– No -fue todo lo que dijo Max al salir de la cocina con la caja de barritas de cereales bajo el brazo.
Era obvio que no quería que ella supiera nada de él, y a Lola le daba igual. En realidad, no quería saber nada más de él de lo que ya sabía. Era un ladrón y existía alguien que le odiaba lo suficiente como para romperle la cara. Con esa información le bastaba. Tenía preocupaciones más importantes. Principalmente, la de encontrar la manera de volver a casa
Se levantó de la mesa y se colocó el cuchillo con la funda debajo de sus braguitas. El elástico lo mantenía sujeto. Del bolso sacó las gafas de sol de cristales azules y una goma para el pelo. Luego buscó unos prismáticos, que halló en un armario del salón. En la caja de emergencia que había encontrado la noche anterior había un espejo, una bandera de color naranja y un silbato. Por supuesto, las bengalas todavía estaban ahí, pero ahora ya no tenían ninguna utilidad. Con esas tres cosas, Lola se fue a cubierta. Max había levantado la escotilla de la sala de máquinas, pero Lola casi no le dirigió la mirada al pasar por su lado en dirección a la proa. Baby se afanaba tras ella.
Años atrás, y como parte de su tratamiento contra la bulimia, había tenido que aprender que no siempre podía controlarlo todo. También había aprendido a diferenciar entre controlar ese desequilibrio y dejar que el desequilibrio la controlara a ella. Le tomó mucho tiempo empezar a reconocer la diferencia, pero había aprendido la lección y la aplicaba en todos los aspectos de su vida.
Lola no podía controlar las corrientes ni la dirección del viento, pero no estaba dispuesta a sentarse y esperar a que la rescataran. Tenía una vida que vivir. Una vida que amaba y que había conseguido a base de esfuerzo. Tenía un negocio que dirigir y un detective privado esperando a ser contratado. No estaba dispuesta a quedarse sentada y apoyarse en «el bueno de Max».
Una suave brisa acarició las mejillas de Max cuando sacó la cabeza de la sala de máquinas para echar un vistazo hacia proa. Se inclinó hacia la izquierda y vio que ella todavía estaba allí, sentada en la punta de proa con las piernas colgando fuera de la borda, el espejo de señalización a su lado e intentando avistar con unos prismáticos a un barco de rescate. Aunque no tenía ninguna forma de saber qué hora era, Max calculó que debía de llevar allí unas tres horas. Podría haberle dicho que utilizar un espejo para hacer señales en el océano era inútil y una absoluta pérdida de tiempo y energía, pero no lo hizo.
En primer lugar, si alguien estaba buscándolos, no tenía ni idea de por dónde empezar. En segundo lugar, el espejo resultaba útil en el desierto, no en el océano. Y en tercer lugar, la mayoría de los supervivientes decía haber visto entre siete y veinte barcos antes de que alguien acabara por rescatarlos. Si había alguna embarcación por los alrededores, pensarían que el destello del espejo procedía del reflejo del sol sobre el agua. Pero no se molestó en decirle nada, porque prefería que se quedara allí, en el extremo opuesto del yate. Lejos de él. Ocupada en algo inútil y nada peligroso.
Era improbable que los rescatasen ese día. Y posiblemente tampoco al día siguiente. Lo cual a Max le convenía. Necesitaba tiempo para que las heridas se le curaran, y lo último que quería era una señal que delatase su presencia a cualquier señor de las drogas que se encontrara por la zona.
Sintió el calor del sol sobre los hombros y se quitó la camiseta negra. La humedad era tan densa que se cortaba con la mano, y utilizó la camiseta para secarse el cuello y el pecho. Luego la tiró al suelo de cubierta.
Había pasado la noche despierto, imaginando cualquier posible situación. Al salir el sol se levantó y comprobó que los miedos nocturnos se habían cumplido: estaban parados en medio de las aguas. Encontró los interruptores de los circuitos que habían saltado a causa del fuego y consiguió conectarlos. Mientras durara el gasóleo, los motores y generadores funcionarían y proporcionarían luz a todo el barco. Pero aunque los motores funcionaran, si no encontraba la forma de navegar y controlar la velocidad y la dirección del yate, resultaban del todo inútiles excepto para generar electricidad. Los depósitos de agua estaban medio llenos y Max pensó que si racionaban el agua y el gasóleo tenían para unos treinta días. A partir de ese momento, las cosas se complicarían de verdad. Tanto el sistema de comunicación como el de navegación estaban destruidos por completo y no había modo de repararlos. Por la mañana había echado un vistazo y se había dado cuenta de que no podía hacer nada para que volvieran a funcionar.
La corriente les empujaba hacia el noroeste a una velocidad de unos dos nudos y medio, o tres millas por hora en el mejor de los casos, según estimó Max. Si seguían a esa velocidad y en esa dirección, se acercarían lo suficiente a alguna de las islas Bimini para que los viesen los pescadores deportivos. Si todo iba bien, en pocos días unos simpáticos pescadores los avistarían y los llevarían al puerto más cercano.
A no ser, por supuesto, que el viento les condujera hacia el sur, en cuyo caso era posible que acabasen en aguas cubanas. Max miró al cielo despejado y a las escasas nubes. Hacía tiempo que no disfrutaba de un buen Cohiba.
En realidad, no temía morir en medio del mar. Descartando una tormenta o un accidente -lo cual, dado lo ocurrido la noche anterior, no era una posibilidad tan lejana- cualquier barco que flotase acababa llegando a tierra o encontrando a otro barco. La única pregunta era cuánto tardaría en producirse eso.
Al levantarse, registró todos los armarios, compartimentos, cajones y vitrinas. Encontró un equipo de pesca, comida enlatada, ropas, una máquina de afeitar y una caja de condones (extra finos). Lo que no encontró fue otra radio de más ni un equipo de retransmisión. Tampoco había armas a bordo, la cual le ponía en una situación de vulnerabilidad y reforzó su creencia de que lo mejor que podía hacer en ese momento era descansar.
Mientras la señorita Carlyle roncaba en la cubierta de popa, con una pierna desnuda desde la cadera al dedo gordo del pie, él se entretuvo en buscar el radiofaro de emergencia. Lo encontró en un lado del barco, en el lugar que le correspondía, pero cuando lo abrió descubrió que las pilas no sólo eran viejas sino que estaban corroídas, lo cual inutilizaba el equipo por completo.
Buscó en la caja de supervivencia pilas de recambio, pero las que encontró eran las mismas que había en el momento de comprar el kit, en 1989. Por supuesto, tampoco podía contarse con ellas.
No le había mentido a Lola al afirmar que no sabía si alguien lo buscaba. A esas alturas el Pentágono ya debía de saber que estaba ilocalizable, y también que un yate había desaparecido del puerto de Nassau. Pero la posibilidad de que relacionaran ambos hechos era sólo una conjetura por su parte. Además, en caso de que imaginaran que era él quien dirigía el barco, lo más probable era que esperasen a que regresara, en lugar de salir a buscarlo. Al menos por el momento. Pero André Cosella era otro tema, Él sí estaría al acecho. El tipo no sabría por dónde empezar a buscar, pero seguro que lo buscaría. Ése era el problema con los señores de la droga: si uno les mataba a un hijo se disgustaban mucho. Si André encontraba a Max, las cosas se pondrían realmente serias; y más valía que Lola no supiese nada sobre eso. Dormiría mejor por la noche si su mayor preocupación seguía siendo cómo utilizar el espejo de señales.
Un repiqueteo de uñas sobre fibra de vidrio procedente de estribor captó su atención. Ese molesto perro venía hacia él, seguramente con la intención de rematar el duelo de miradas. Se acercó a la escotilla de la sala de máquinas y se sentó. Ambos tenían ahora los ojos al mismo nivel. Max se preguntó si, lanzando un palo, podría hacer saltar a esa rata en miniatura por la borda. Plaf: Adiós.
Baby Doll Carlyle volvió a adoptar la postura de disecado, decidido a librar otro combate. El perro había ganado el primero, y Max se dijo que era sólo por aburrimiento que consentía en volver a mirar fijamente al chucho.
Unos diez minutos más tarde, el perro levantó una ceja y Max creyó que empezaba a vencerlo.
– Te cagas encima, ¿eh, chico? -Max utilizó su mejor tono de instructor de las Fuerzas Especiales de la Marina.
– Encantador.
Max elevó la vista más allá de los pies, las pantorrillas, el chal rojo, los botones de la blusa blanca, los pechos y el cuello, y miró a Lola. Un azul cielo caribeño a juego con las gafas de sol de color azul, le enmarcaba la cabeza. El maquillaje que llevaba la noche anterior había desaparecido, y tenía color en las mejillas a causa del sol y el calor. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta, y unos pocos mechones le caían por el cuello y se le pegaban en la piel por el calor.
Estaba absolutamente impresionante y, por el rictus de las comisuras de la boca, Max dedujo que lo consideraba un absoluto idiota. Lo cual representaba una excelente mejora con respecto a esa mañana, cuando lo había mirado como si fuera un violador.
– Ya te dije que soy un chico encantador.
– También lo era Ted Bundy.
Era obvio que no estaba equivocado en cuanto a la opinión que Lola tenía de él. No le importaba, pero la manera que tenía de sobresaltarse cuando él simplemente la miraba, o el modo en que se hundía en su asiento con los ojos abiertos de par en par a la espera de que saltara sobre ella, lo sacaba e quicio.
– El generador y los motores funcionan -le informó Max. Salió de la sala de máquinas, sin hacer caso del dolor que sentía en el costado, y cerró la escotilla-. Tenemos que ahorrar combustible, así que sólo los encenderé por la noche un par de horas, y durante el día en caso de que necesites el váter.
Ella no pronunció palabra, y él la miró. Lola estaba observando el vendaje que llevaba en el tórax y los morados que tenía alrededor del mismo.
– Alguien te ha dado una buena paliza. ¿Qué pasó, te pillaron en medio de una violación o un saqueo?
– No fue nada tan divertido. Sencillamente apuré demasiado la bienvenida. -Ella levantó la vista hacia la suya y él añadió-: Una cuestión de tiempos y de mala suerte.
– Sé a qué te refieres -contestó Lola; él estaba seguro de que lo entendía-. ¿Dónde estabas para resultar tan inoportuno?
Max miró aquellos ojos provocadores a través del cristal de las gafas de sol. El color que tenían le recordaba el de un buen whisky Macallan: suave, ligeramente ahumado y muy caro. Para disfrutar lentamente, y tan añejo que templaba todo el cuerpo.
Ella también tenía la madurez suficiente para saber en qué se había metido, así que, al mirarla a los ojos, Max cambió de opinión respecto a no mantenerla informada. Decidió contárselo; no todo, pero lo suficiente.
– ¿Has oído hablar alguna vez de André Cosella?
– No.
– Es el jefe del cártel de los Cosella y se dedica a pasar cocaína a Estados Unidos a través de las Bahamas.
– ¿Eres miembro de un cártel?
Max la miró con atención y se dio cuenta de que hablaba absolutamente en serio.
– Joder, no.
– ¿Esos traficantes están buscándote?
– Es muy probable.
Ella cruzó los brazos por debajo de los pechos y ladeó la cabeza.
– ¿Por qué?
Max decidió ofrecerle la versión abreviada:
– Porque me pillaron en su guarida sin una invitación.
– ¿Y?
– Y no supieron apreciar mi compañía.
– Estoy segura de que ya estás acostumbrado a eso.
Lola se pasó la lengua por los labios, lo cual provocó que Max se fijara en ellos.
– Pero debe de haber algo más.
El sol brilló en la humedad de su labio inferior durante unos segundos. Max se preguntó qué sabor tendría, si sería tan sexy y suave como su apariencia. Se obligó a levantar la vista y a apartar cualquier pensamiento de besar a Lola Carlyle.
– El hijo mayor de André Cosella ha sido asesinado.
Ella bajó los brazos y Max esperó a que le preguntase si había sido él quien lo había asesinado.
– ¿Hay agua fresca?
Sin duda, Lola era inteligente y comprendía la situación sin necesidad de que se lo contara.
O eso o era tan tonta que no lo pillaba.
– He llenado una botella y la he metido en la nevera -contestó Max-. Todavía debe de estar fresca.
Lola dio media vuelta para irse, pero se detuvo de repente y giró la cabeza para mirarlo con esos enormes ojos pardos que atravesaban el azul de las gafas de sol.
– Supongo que no hay agua suficiente para ducharse.
– No. Tendrás que bañarte en el mar.
Max oyó el suspiro de resignación y observó el balanceo de las caderas que se dirigían hacia la cocina y dejaban caer las puntas del chal sobre las pantorrillas.
Era exactamente igual a lo que se veía en las revistas y los anuncios de televisión: sexo húmedo y caliente desde la punta de los cabellos rubios hasta la punta de las uñas de los pies. Mientras ese estúpido perro se iba tras ella, Max se preguntó si Lola sería tan valiente como para desnudarse delante de él y saltar al mar. Era lo mínimo que podía hacer, después de haber incendiado el yate y haberlo dejado a la deriva en medio del océano.
Max se sentó con cuidado en el banco donde Lola había pasado la noche. Respiró todo lo hondo que pudo y aguantó la respiración mientras se desataba las botas. La noche pasada había pensado en la posibilidad de que existiera un plan secreto del Gobierno para deshacerse de él. Ahora que había pensado mucho en ello, no creía qué fuera así. En toda misión existían por lo menos doce cosas que podían ir mal en cualquier momento. Era la ley de Murphy, y la noche anterior había estado dedicada por completo a la ley de Murphy.
Ya se dio cuenta de ello cuando el vuelo a Nassau se retrasó una hora y le hizo perder el contacto que tenía con la agencia local de la DEA. No le importó, porque guardaba información de última hora en la memoria.
Pero desde el instante mismo en que había puesto los pies en Nassau, la misión había sido un infierno. Debería haberse retirado en ese momento, pero no pudo. Él era Max Zamora, y lo que le hacía tan bueno en su trabajo era lo mismo que había estado apunto de costarle la vida. Odiaba el fracaso. Sólo había fracasado una vez en su vida, y se lo había tomado de forma personal.
Ese odio al fracaso era lo que lo convertía en un perfecto miembro operativo del Gobierno. Además del hecho de que no tenía familia. Cuando no se encontraba en una misión secreta, llevaba una vida bastante normal.
El capitán de corbeta Maximilian Javier Gunner Zamora estaba oficialmente retirado de la Marina de los Estados Unidos. Había sido miembro de la sexta unidad de las Fuerzas Especiales de la Marina, y cuando se desmanteló ésta a mediados de los noventa fue reclutado por el Grupo Naval de Desarrollo de Técnicas de Guerra Especiales.
En la actualidad trabajaba por su cuenta como consejero en temas de seguridad. La empresa de Max, Z Security, era absolutamente legal y le suministraba bastante trabajo cuando no se encontraba en alguna misión. La levantó de la nada y empleaba a miembros retirados de las Fuerzas Especiales de la Marina. Max y sus hombres enseñaban a las grandes corporaciones a protegerse de tipos como ellos. Tipos que encontraban la forma, de penetrar en cualquier tipo de guarida.
Se quitó el vendaje y, aguantando la respiración, se palpó entre la sexta y la séptima costillas. El dolor era una buena señal, se dijo, pues lo obligaba a tomar conciencia de que estaba vivo. Ese día estaba especialmente vivo, pero había vivido situaciones peores. Por ejemplo, se acordó de una ocasión en que se encontraba colgado de una torre de perforación del mar del Norte cubierta de hielo mientras le disparaban. Para él, ésa era ahora su imagen del infierno, y cuando le llegara el momento de la muerte se acordaría que en ese entonces había tenido su parte de eternidad. En comparación, encontrarse abordo de un yate averiado de catorce metros de eslora, con unas cuantas costillas rotas y en compañía de una fastidiosa modelo de ropa interior y su fastidioso perro no significaba nada. En realidad, unas pequeñas vacaciones en el Caribe era justo lo que necesitaba.