Max Zamora empezaba a ser demasiado viejo para hacerse el Superman. La adrenalina le corría por las venas y el vello de los brazos se le erizaba, pero eso no era suficiente para mitigar el fuerte dolor que sentía en el costado y que le impedía respirar. A los treinta y seis años, el sufrimiento que le causaba su deseo de salvar el mundo era más fuerte que antes.
Se concentró en la respiración para controlar el dolor y las náuseas que empezaban a invadirlo. Por encima de los pinchazos que le taladraban la cabeza oía el ruido de los turistas y los taxistas, la música isleña y el sonido de las olas que rompían en los muelles. No se oía nada distinto de lo que de ordinario llenaba el aire húmedo de la noche, pero Max sabía que ellos se encontraban allí. Si lo atrapaban, no dudarían en matarlo, y en esta ocasión lo conseguirían.
La luz del casino Atlantis iluminaba algunas zonas del puerto deportivo, y por una fracción de segundo la vista se le aclaró para, inmediatamente, volverse borrosa de nuevo, lo cual causó estragos en su equilibrio cuando intentó salir de las sombras. Las suelas de sus botas no hicieron el más mínimo ruido cuando subió al yate que se encontraba amarrado a la punta del muelle. La sangre que manaba del corte que tenía en el labio inferior le caía por la barbilla hasta la camiseta negra. Sabía que cuando se le agotara la adrenalina sentiría muchísimo dolor, pero tenía planeado encontrarse a medio camino de Florida antes de que eso sucediera. Ahora, a medio camino desde el infierno, se encontraba de visita en la isla Paradise.
Max encontró el camino hacia la oscura cocina y hurgó en los cajones. Dio con un cuchillo de pescado, lo sacó de la funda y comprobó el filo con el pulgar. La luz de la luna entraba por las ventanas de plexiglás que se encontraban por encima de su cabeza e iluminaba retazos del oscuro interior.
No se preocupó en registrar más a fondo el yate. De todas formas no se veía demasiado, y estaría perdido si encendía las luces e iluminaba su posición.
Los cubiertos entrechocaron en el cajón cuando Max lo cerró de golpe. Si los propietarios se encontraban todavía a bordo, ya había hecho suficiente ruido para despertarlos.
Y si de repente emergía alguien de la oscuridad, debería pasar al plan B para contingencias. El problema era que no contaba con ningún plan B. Hacía una hora que había agotado la última estrategia que tenía en reserva, y en ese momento se guiaba por pura intuición e instinto de supervivencia. Si ese último cartucho fallaba, era hombre muerto. Max no tenía miedo a la muerte; simplemente no quería ofrecer a nadie el placer de matarlo.
Después de comprobar que no aparecía nadie, volvió a cubierta y rápidamente cortó las amarras. Subió las escaleras hacia el puente de mando. La vista se le aclaró por unos segundos, lo cual le permitió advertir que el puente tenía un techo de lona y ventanas de plástico. Se arrodilló al lado de la silla del capitán, entre las sombras, y la vista se le nubló otra vez.
Sintió unas fuertes náuseas y se concentró en la respiración todo lo que pudo. A tientas, valiéndose del cuchillo, extrajo una sección de la tapa del timón. Mientras extraía un manojo de cables, el corte que tenía en la frente le escoció a causa del sudor que se le deslizaba hasta las cejas. Seguía sin ver correctamente, y tardó más de lo que le hubiera gustado en localizar la parte trasera del botón de ignición. Cuando lo consiguió, desenredó los cables y los conectó. Los dos motores de a bordo arrancaron y empezaron a remover el agua; Max se agarró el costado con una mano y, con la otra en el timón, se levantó.
Puso el barco en movimiento accionando el acelerador y lo alejó del muelle. Si giraba la cabeza hacia la derecha la visión le mejoraba y de esa forma podía mantener el yate centrado y alejado de posibles peligros.
Condujo el barco fuera del puerto deportivo y hacia el puerto de Nassau pasando por debajo del puente que conectaba la isla Paradise con la capital, más allá de los cruceros amarrados al muelle Prince George. Esa noche nada le había salido bien: en ese mismo instante, en cualquier momento, todavía era posible que los motores se incendiaran, que el fuego desintegrase el techo de lona y que arrasara el suelo de la cubierta. Desde el instante en que había llegado a la isla, esa tarde, su suerte había ido de mal en peor, y no tenía ninguna esperanza de que su mala suerte le abandonara todavía.
– Perdone, pero ¿qué está usted haciendo?
Al oír esa voz femenina, Max se giró con tanta rapidez que tuvo que agarrarse a la silla del capitán para no caerse. Se quedó mirando la figura borrosa y doble de una mujer enmarcada por las luces tenues del puerto. El haz de luz del faro de la isla iluminó de pasada el suelo de la embarcación y a dos pares de pies idénticos con veinte dedos cuyas uñas estaban pintadas con laca roja. Se paseó por dos faldas rojas y azules y por dos vientres desnudos y absolutamente planos. Dos camisas blancas envolvían dos pares de pechos grandes. Luego se deslizó entre las comisuras de cuatro labios carnosos y se enredó en un montón de rizos rubios. La cara desapareció en las sombras cuando de ellas emergieron dos minúsculos perros que chillaban desde debajo de sus brazos con unos sonidos tan agudos que le podían provocar una hemorragia en los oídos.
– ¡Mierda! ¡Sólo me faltaba eso! -exclamó, preguntándose de dónde demonios había salido.
Aquella triste imitación de perro saltó al suelo, corrió a los pies de Max y empezó a chillar con tanta fuerza que cada ladrido le levantaba las patas del suelo. La mujer avanzó y su doble imagen la siguió cuando se agachó para recoger al chucho.
– ¿Quién es usted? ¿Trabaja para los Thatch? -preguntó.
Max no podía perder el tiempo con perros, preguntas o tonterías en general. Esa mujer tenía que irse. Lo último que necesitaba esa noche era un chucho chillón y una mujer con verborrea. Ella y su perro tendrían que saltar. La punta de la isla Paradise se encontraba a menos de treinta metros y posiblemente lo consiguieran. Y si no, no era su problema.
– Haga callar a ese perro o lo lanzaré por la borda de un puntapié -contestó, en lugar de lanzarla a ella y a su chucho al mar. Maldición, se volvía blando con la edad.
– ¿Adónde está usted dirigiendo el yate?
Max no le hizo caso. Echó un último vistazo a las luces de Nassau que se alejaban, a las borrosas boyas verdes de señalización y al faro. Luego dirigió su atención hacia los mandos. Tenía unas cuantas preguntas de su propia cosecha, pero tendría que esperar para conseguir las respuestas. En ese momento había temas más importantes, como el de la propia supervivencia.
La adrenalina y el dolor le hacían temblar las manos, pero gracias a su ilimitada fuerza de voluntad y a los años de experiencia, consiguió templar el pulso. Hasta el momento no había detectado que ningún barco le siguiera, pero eso no significaba gran cosa.
– Usted no puede, así, sin más, llevarse este barco. Tiene que volver al puerto deportivo.
Si la cabeza no le hubiera dolido de esa forma y su cuerpo no hubiera sido utilizado como saco de boxeo, incluso la habría encontrado graciosa. ¿Volver atrás, después del infierno por el que había pasado? ¿Devolver el yate después de haberse tomado todas esas molestias para robarlo? No había ninguna posibilidad de eso. Hacer un puente a ciegas exigía mucho talento. Max había subido a cualquier barco que uno pudiera imaginar. Cualquiera, desde un bote hinchable hasta un submarino militar. Sabía utilizar un GPS e interpretaba los mapas de navegación, uso del compás incluido. El problema era que, en el estado en que se encontraban sus ojos, lo mejor que era capaz de hacer en ese momento era intentar mantener el barco rodeado solamente de agua.
– ¿Quién es usted?
Esforzó la vista para detectar la luz dorada de los controles que tenía delante y dirigió la mano hacia la radio. Falló y lo volvió a intentar hasta que sintió los botones en la yema de los dedos. El ruido radiofónico inundó el ambiente y ahogó las preguntas de la mujer. Ajustó el sintonizador hasta que la radio captó la comunicación de un operador marítimo con un barco de pasajeros y luego pasó a un canal no comercial. No encontró nada fuera de lo normal y continuó buscando. Ningún canal emitía ninguna información inusual, pero Max no buscaba información habitual ni ordinaria.
– Tiene usted que llevarme de nuevo a puerto. Le prometo que no le contaré a nadie este incidente.
«Seguro que no lo harás, cariño», pensó Max al tiempo que intentaba verla por encima del hombro. Pero no consiguió ver nada, así que volvió a dirigir su atención a los mandos. Si esa mujer cerrara la boca, por lo menos podría olvidarse de su presencia.
Hacía doce horas que no se comunicaba con el Pentágono. En su última comunicación les había informado de que no necesitaría un rescate ni más negociaciones. Los dos agentes de la DEA que buscaba estaban muertos, y llevaban bastante tiempo así. Poco acostumbrados a la tortura, obviamente habían sucumbido a manos de sus secuestradores.
– La gente se dará cuenta de que he desaparecido, ¿sabe? En realidad, ahora mismo seguramente hay alguien que me echa de menos.
Tonterías.
– Estoy segura de que alguien ya ha llamado a la policía.
La policía de las Bahamas era el menor de sus problemas. Se había visto obligado a matar a José, el hijo mayor de André Cosella, y a duras penas había conseguido escapar con vida. Cuando André lo descubriera, se convertiría en un disgustado señor de la droga.
– Siéntese y estése quieta.
Aunque veía doble, fue capaz de distinguir las luces de un velero que se dirigía hacia ellos por babor. No creía que los Cosella hubieran encontrado el cuerpo todavía, y le parecía improbable que el velero estuviera cargado de traficantes de droga, pero no se podía dar nada por descontado y, además, lo último que necesitaba era que la mujer se pusiera a chillar hasta desgañitarse.
Max sintió, más que vio, que la mujer se movía y, antes de que pudiera dar un paso, la agarró por el brazo.
– Ni se le ocurra hacer una tontería.
Ella chilló e intentó zafarse de él. El perro también chilló, para a continuación saltar a cubierta y cerrar las fauces sobre el pantalón de Max.
– ¡Quíteme las manos de encima! -gritó la mujer, y le dio un golpe casi al mismo tiempo que él sentía un pinchazo en la cabeza.
– ¡Joder! -Max sujetó a la mujer contra su pecho.
Tuvo que apretar las mandíbulas para aguantar el dolor que sentía en las costillas mientras intentaba agarrarla por las muñecas. La mujer se debatió, pero era débil y muy femenina, así que no era un contrincante para Max. Con facilidad consiguió sujetarle las muñecas cruzadas sobre el pecho y la apretó contra sí evitando sus codazos. El pelo de la mujer, arremolinado sobre la cabeza, le hacía cosquillas en la mejilla. Max le explicó en qué consistía su indefensa situación:
– Sea una buena chica y, quién sabe, a lo mejor consigue vivir para ver cómo sale el sol.
Ella se tranquilizó de inmediato.
– No me haga daño.
Era obvio que ella le había entendido mal, pero Max no se tomó la molestia de corregirla. No era a él a quien debía temer. No tenía ninguna intención de hacerle daño, a no ser que ella le pegara otra vez. En esos momentos, la suerte estaba echada.
El velero se aproximaba deslizándose sobre las tranquilas aguas, que no eran más que una mancha borrosa para Max, lo cual le hacía recordar su posición de debilidad. Era incapaz de ver nada con nitidez. En ese momento, la oscuridad resultaba mejor para su vista que la luz, lo que ofrecía ventajas y desventajas por igual. No necesitaba consultar aun médico para saber que tenía las costillas rotas y, por otro lado, estaba convencido de que encontraría sangre en la orina durante al menos una semana. Lo peor de todo era que Cosella y sus hombres le habían quitado todos sus juguetes: sus armas y sus aparatos de comunicación. Se habían llevado incluso su reloj. No tenía ninguna herramienta con que defenderse, y si lo encontraban, Max no sería otra cosa que un cerdo para el matadero. Peor que un cerdo para el matadero. La mala suerte le había enviado a una débil mujer, una civil, con su irritante perro. Max sacudió la pierna y el bicho salió patinando por el suelo.
– Suélteme y me sentaré, como usted me pidió.
Max no la creyó. No confiaba en que ella no intentaría cualquier cosa y, en su estado actual, ni siquiera la vería venir. Había pasado por demasiadas cosas esa noche como para permitir que ella le diese el tiro de gracia. Entornó los ojos y consiguió que el doble mundo que le rodeaba se unificara en una sola imagen. La luz de popa del velero pasó de largo sin ningún incidente y, para increíble sosiego de Max, el mundo no volvió a desdoblarse.
– ¿Quién es usted? -le preguntó la mujer.
– Soy uno de los chicos buenos de la película.
– Bien -dijo ella, pero no parecía muy convencida. Más bien intentaba apaciguarlo.
– Le estoy diciendo la verdad.
– Un chico bueno no va por ahí robando barcos y secuestrando mujeres.
Eso tenía sentido, pero estaba totalmente equivocada. A veces, la diferencia entre un chico bueno y un chico malo era tan borrosa como su vista.
– No he robado este barco. Lo he requisado. Y no la he secuestrado.
– Entonces, lléveme de nuevo al puerto.
– No.
Max se había entrenado con lo mejor que los militares podían ofrecer.
Excluyendo el fiasco de esa noche, era capaz de disparar y llevarse el botín mejor que muchos. Era capaz de trepar a cualquier instalación, conseguir lo que necesitaba y volver a tiempo para sentarse a la mesa a comer; pero sabía por experiencia que sólo una mujer histérica conseguía que una situación sólida se convirtiera en un infierno.
– No voy a hacerle ningún daño. Solamente necesito poner alguna distancia entre Nassau y yo.
– ¿Quién es usted?
Pensó en darle un nombre falso, pero como lo más probable era que lo averiguara cuando intentase que lo arrestaran por secuestro, le dijo la verdad.
– Soy el capitán de corbeta Max Zamora -explicó, pero no se trataba de toda la verdad. No mencionó que se había retirado del servicio militar y que actualmente trabajaba para un organismo del Gobierno que no existía sobre el papel.
– Suélteme -le pidió la mujer.
Max miró sus manos borrosas, que sujetaban todavía las muñecas de ella. Tenía los nudillos incrustados en el suave cojín de sus pechos y, de repente, sintió la delgada espalda de ella pegada a su tórax. El redondo trasero de la mujer se encontraba apretado contra sus testículos y el deseo se mezcló con el dolor en las costillas y en la cabeza. Se encontraba disgustado y sorprendido en igual medida por el hecho de sentir algo más que dolor. Sintió la presencia de la mujer en toda su piel, así que obligó a ese sentimiento a retroceder y lo enterró en los rincones más oscuros, donde enterraba todas sus debilidades.
– ¿Va a volver a pegarme? -le preguntó.
– No.
La soltó, y ella se alejó con tanta urgencia como si estuviera envuelta en llamas. A través de la oscuridad de la cabina, Max distinguió la figura de la mujer que desaparecía tras la esquina y, luego, volvió a centrarse en los mandos.
– Ven aquí, Baby.
Max se giró, convencido de que no había oído bien.
– ¿Qué?
Ella recogió a su perro del suelo:
– ¿Te ha hecho daño, Baby Doll?
– ¡Jesús! -masculló Max con cara de asco.
Al perro le había puesto por nombre Baby Doll. Estaba claro por qué ese chucho era tan insoportable. Volvió a centrar la atención en el GPS y apretó el botón. La pantalla se iluminó con unas líneas grises y borrosas y unos números temblorosos. Max entornó los ojos y consiguió enfocar mejor la imagen de la pantalla. En el lado de babor de la pantalla se podían distinguir las líneas de la isla Andros que se acercaban, así como la cadena de las islas Berry alejándose a estribor. Le resultaba imposible leer el aumento de longitud y latitud, pero pensó que si se dirigía hacia el noroeste durante una hora antes de poner rumbo al este llegaría a las costas de Florida por la mañana.
– Si de verdad es usted capitán, enséñeme sus credenciales.
Aunque no le hubieran quitado todos los documentos cuando lo capturaron, a ella no le habrían servido de mucho. Había llegado a Nassau con el nombre de Eduardo Rodríguez, y todos sus papeles -desde su pasaporte y carné de conducir hasta sus notas de bolsillo- eran falsos.
– Siéntese señora. Esto se habrá terminado antes de que se dé cuenta -le dijo, porque no tenía otra cosa que decirle; por lo menos, nada que ella pudiera creerse.
Los ciudadanos americanos vivían más tranquilos sin tener noticia de la existencia de hombres como Max, hombres que operaban en la sombra, que llevaban a cabo, sin dejar rastro, ciertas misiones para el gobierno de Estados Unidos y cobraban un dinero que tampoco dejaba rastro alguno. Hombres que contestaban llamadas telefónicas inexistentes en oficinas inexistentes del Pentágono. Hombres que reunían información, frustraban las acciones terroristas y quitaban de la circulación a los chicos malos permitiendo que el Gobierno pudiera negar su relación con todo ello.
– ¿A dónde vamos?
– Hacia el oeste. – Ésa era toda la información que ella necesitaba.
– Exactamente, ¿hacia dónde del oeste?
Max no necesito mirarla para saber, por el tono de su voz, que era la clase de mujer a la que le gustaba mandar. Una absoluta tocacojones. Ni siquiera en las mejores circunstacias Max permitía que nadie le tocara los cojones. Y por supuesto, no estaba dispuesto a permitir que una mujer le jodiera la noche más de lo que ya se la habían jodido.
– Exactamente hacia donde yo decida.
– Tengo derecho a saber adónde se me lleva.
Normalmente Max no disfrutaba intimidando a las mujeres, pero que no disfrutara no significaba que tuviera reparos en ello. Relantizó el motor hasta alcanzar una agradable velocidad de veinte nudos, accionó el control de crucero y se plantó delante de la mujer con su perro, una figura en sombras en la esquina del puente.
La luz de la luna, que atravesaba el parabrisas, iluminó el hombro y el cuello de la mujer. Ella debió de verle la cara, porque contuvo el aliento y se encogió todavía más en el rincón. Bien. Mejor que le tuviera miedo.
– Escúchame con atención -dijo Max, poniendo las manos en jarras y acercándose a ella con expresión amenazadora-. Puedo facilitarte las cosas, pero también puedo ponértelas realmente difíciles. Tienes dos posibilidades: sentarte y disfrutar del crucero o enfrentarte a mí. Si decides hacer esto último, te juro que no ganarás. Bien, ¿qué es lo que deseas?
Ella no dijo ni una palabra, pero el perro salió disparado de sus brazos y clavó los dientes en el hombro de Max como un murciélago rabioso.
– iMierda! -Max agarró al chucho.
– ¡No le haga daño! ¡No le haga daño a Baby!
¿Hacerle daño? Max pensaba aplastarlo hasta convertirlo en un montón de grasa. Tiró de él y la camisa se rasgó. La bestia gruñona abrió las mandíbulas y Max lo dejó caer al suelo. El perro chilló y huyó.
– ¡Eres un mal nacido! -gritó ella-. ¡Le has hecho daño a mi perro!
Sólo cuando sintió su puño en contacto con su cabeza se dio cuenta Max de que ella le había atacado por su lado débil. Los oídos comenzaron a zumbarle, la vista se le nubló todavía más y Max le dedicó varios epítetos.
Ella fue a darle otro puñetazo, pero Max le agarró la muñeca antes de que lo consiguiera. Le puso la zancadilla, y ella cayó al suelo con un fuerte golpe. Max se había cansado de jugar limpio. La obligó a ponerse boca abajo y se arrodilló sobre su espalda. Ella se debatió y peleó mientras se inventaba insultos patéticos.
– ¡Quítate de encima de mí!
¿Quitarse de encima de ella? Era poco probable. Iba a amordazarla, atarla y echarla por la borda. «Sayonara, corazón.» La luz tenue del GPS se arrastró por el suelo hasta los pies desnudos y las pantorrillas de la mujer, que soltó una patada. Max le arrancó un trozo de la falda.
– ¡Basta! ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
En lugar de contestar, Max se le sentó encima con una pierna a cada lado de las caderas para mantenerla quieta. Aunque la mujer se debatía para darse la vuelta, consiguió agarrarle un tobillo y anudarle un trozo de la tela. Ella se desgañitó mientras Max le ataba los pies juntos. Luego volvió a tirar de la falda y esta vez se la arrancó por completo. Las largas piernas aparecían pálidas contra el suelo oscuro de madera. Las bragas debían de ser de color rosa o quizá blancas. Max no estaba seguro, pero no pensaba entretenerse en averiguarlo.
Ella le rogó que se detuviera, pero a él le zumbaban los oídos, y no la oyó. Max rasgó un trozo de la falda y apoyó una mano sobre su trasero. Seda. Las bragas eran de seda. Con rapidez, se dio la vuelta para estar de cara a la cabeza de ella. Se levantó un poco con las rodillas contra el suelo, pero presionando con fuerza su cintura. Preparó un nudo en la tela y, aunque ella escondió las manos debajo del cuerpo, le agarró uno de los brazos y lo colocó sobre su espalda. Le ató las muñecas y se levantó. Ahora que la adrenalina le bajaba y parecía que, después de todo, era posible que sobreviviera, sus neurotransmisores empezaron a funcionar con menos interferencias y el dolor de cabeza y en el costado le provocaron más náuseas que antes.
Respirando con fuerza, pasó por encima de la mujer echada en el suelo y se dirigió al timón. Había gastado un tiempo precioso tratando con ese pasajero indeseado y su indeseable perro. Desactivó el control de crucero y subió la velocidad a cincuenta y cinco nudos.
Baby Doll pasó como una flecha por su lado y el sonido de las uñas arañando el suelo le destrozó los oídos. Luego, el silencio llenó la cabina. Max abrió una caja de bengalas de señalización que se encontraba a un lado del timón. Durante media hora, la vista se le aclaró lo suficiente para examinar las diez bengalas de mano. En cuanto a convertirlas en algún tipo de arma defensiva, llegó a la conclusión de que no tenían suficiente magnesio para conseguir una bomba incendiaria decente.
Volvió a dejar la caja al lado del timón y observó el GPS. Ahora se veía la silueta de Andros y de las islas Berry a popa. Cambió el rumbo unos cuantos grados hacia el oeste, en dirección a la costa de Florida. Luego, cuando estuvo bastante seguro de que no encallaría contra ninguno de los setecientos cayos e islas que conformaban las Bahamas, volvió a reducir la velocidad y activó el control de crucero.
Max apretó las mandíbulas a causa del dolor en el costado y, al alejarse del puente, dirigió la vista hacia la esquina oscura. La mujer había conseguido incorporarse. Entre las sombras pudo distinguir el blanco de la blusa, y un hilo de luz procedente de la ventana brilló sobre el rojo de las uñas de sus pies. El minúsculo perro estaba enroscado a su lado.
Sin dirigirle ninguna otra mirada, Max se alejó del puente y bajó despacio las escaleras, sujetándose el costado. La respiración se le hizo más difícil y cuando entró en la iluminada cocina, unos puntos flotaban ante sus ojos. Encontró un botiquín de urgencia al lado del horno y, en el congelador una bandeja con hielo.
En el frigorífico había botellas de vino, ron y tequila y una caja prácticamente entera de cerveza Dos Equis. En circunstancias normales, Max sólo se permitía tomar una o dos cervezas; pero esa noche necesitaba más; incluso necesitaba algo más fuerte, así que optó por el ron. Destapó la botella y se la llevó a la boca. El corte que tenía en el labio le dolió, pero a pesar de ello tomó varios tragos largos. Envolvió el hielo en una toalla de mano y se la puso debajo del brazo.
Con el botiquín bajo el brazo, atravesó el salón y encendió la luz del baño. Se encontró cara a cara con su reflejo en el espejo que había encima del lavabo. No supo qué era peor: su aspecto o su malestar. Tenía la parte izquierda de la cara hinchada y de color morado. Sangre seca procedente de la nariz le cubría la mejilla, y la sangre del corte en el labio se había deslizado por su mentón.
Tomó un trago de ron y estudió la rasgadura en la camisa y la pequeña mordedura del perro en el hombro. No era profunda, sólo un arañazo en realidad y, comparada con el resto de las heridas, ni siquiera necesitaba una inspección. Solamente deseaba de corazón que el maldito chucho fuera quien hubiera recibido todos sus golpes.
Con una sola mano Max se sacó el faldón de la camisa de los tejanos negros y la levantó. Unas feas marcas le atravesaban el torso y en el costado izquierdo tenía una marca de bota. Por lo menos se encontraba vivo. De momento.
Hurgó en el botiquín de primeros auxilios hasta que encontró un frasco de Motrin. Depositó cinco tabletas en la palma de la mano y se las tragó con ron. Luego se envolvió las costillas con una venda fría. Aunque el vendaje no resultaba de gran ayuda, se lo colocó en el lugar adecuado. Encontró jabón antiséptico y con él se lavó la sangre de la cara y el cuello. Mientras, pensó en lo que había sucedido esa noche y se preguntó cómo era posible que la misión se hubiera complicado tanto desde el principio.
La información que había recibido era errónea: sus planes para contingencias habían fallado por completo y quería saber por qué. Los datos con que contaba ubicaban a los hombres de Cosella en una parte de la iglesia del enorme complejo, pero se encontraban claramente en otra.
Los agentes de la DEA se habían mantenido en la parte de delante del edificio, en lugar de la de detrás, pero no era eso lo importante. Los terroristas no son, precisamente, gente predecible, y los informes siempre se encuentran sujetos a cambios de última hora. Max lo sabía, estaba acostumbrado a ello.
Pero lo que nunca le había sucedido era encontrarse con todos los caminos de huida cortados de forma tan inesperada, y se le ocurría que quizás alguien de dentro no tenía ningún interés en que sobreviviera en esa ocasión.
Max se lavó los restos de sangre y se cubrió el corte de la frente con esparadrapo quirúrgico. Con el hielo envuelto en la toalla en una mano y el ron en la otra, volvió a la cocina. Sólo existía una persona del comando de operaciones especiales en quien confiara completamente: el jefe del estado mayor, el general Richard Winter, un fumador empedernido, malhablado y un excelente tirador que había servido en Vietnam y en la operación Tormenta del Desierto, alguien que conocía la vida en las trincheras y sabía lo que era encontrarse entre la espada y la pared.
El general era un tipo duro pero justo. Sabía qué era operar en la clandestinidad, qué comportaba y qué significaba. Pero Max no podía arriesgarse a contactar con él todavía. No a través de una línea insegura. No si la transmisión podía ser interferida por cualquiera que se encontrara en un radio de cincuenta metros. No mientras fuera un objetivo tan fácil.
Max dio vueltas por el yate otra vez en busca de un arma. Hurgó en los armarios del camarote, de la cocina y del salón, pero no encontró nada mejor que unas espaditas de plástico para cócteles y un juego de cuchillos de mesa.
Se vació el frasco de pastillas de Motrin en el bolsillo y abrió el bolso que encontró encima de la mesa del pequeño comedor. Desparramó el contenido encima de la mesa, buscando algún tipo de analgésico como codeína o Darvocet, pero no había nada excepto una caja de Tylenol. El bolso contenía algunos cosméticos y golosinas para perro, un cepillo de dientes y uno para el pelo y fichas de casino. Abrió el billetero y observó el permiso de conducir de Carolina del Norte. Con una mano se aplicó el hielo a la cara mientras con la otra se acercaba el permiso de conducir al ojo bueno. Por un momento pensó que el rostro le resultaba familiar, pero no fue hasta que leyó el nombre cuando reconoció a la mujer.
Lola Carlyle. Lola Carlyle, la famosa modelo de ropa interior y bañadores. Quizá la más famosa de todas. Su nombre evocaba la imagen de una mujer casi totalmente desnuda, rodando sobre la arena o deslizándose entre sábanas de satén, una mujer de piernas largas, pechos grandes y sexo caliente. Sus fotos en el Sports Illustrated habían sido las favoritas de los chicos de Little Creek.
Max tiró el billetero sobre la mesa. Maldición. La situación acababa de complicarse un poco. Para el Gobierno, eso iba a resultar un poco más difícil de ocultar. Además, si volvían a capturarlo antes de que llegase a Estados Unidos, la consentida mujer que se encontraba en el puente no tendría ninguna oportunidad. Sólo unos minutos antes habría jurado que su situación no podía ser peor, pero en esos momentos había empeorado, y mucho.
Con el ron y con el hielo envuelto en la toalla, y una expresión de amargura en el rostro, Max se dirigió al puente. Quizás esa mujer no fuera Lola Carlyle. Que el bolso de Lola Carlyle se encontrara en la cocina no significaba necesariamente que la mujer alta y rubia a quien había maniatado fuera Lola Carlyle. Bueno, quizá sí, y quizá también era posible que a Max le crecieran alas y pudiera ir volando a casa.
Subir las escaleras no le dolió menos que antes bajarlas. Tuvo que pararse por dos veces y agarrarse el costado a causa del fuerte dolor antes de poder continuar. En una ocasión, Max se había roto casi todos los huesos del cuerpo, de modo que sabía por experiencia que las costillas eran la peor. Básicamente porque dolían incluso al respirar.
En la oscura cabina Max recogió la camisa blanca. Ella se encontraba en el mismo sitio en que la había dejado; Max se dirigió hacia los mandos y depositó la botella de ron y la toalla con el hielo al lado del acelerador.
– Pronto habrá terminado todo -dijo, en un intento de tranquilizarla.
Teniendo en cuenta que ella había tratado de romperle la cabeza, no sabía por qué se preocupaba. Quizá fuera porque, de haberse encontrado él en esa situación, habría hecho lo mismo. Pero él lo habría conseguido, pensó mientras volvía a sujetarse el hielo contra la cara.
– ¿Puedes desatarme, por favor? Necesito ir al baño.
La única arma letal que había a bordo se encontraba al lado del ron, encima de los mandos, así que Max consideró la petición.
– Si la hago, ¿vas a intentar golpearme otra vez?
– No.
Max observó su silueta, buscando cualquier detalle que la identificara como a la mujer conocida en todo el mundo solamente por el nombre de pila. No conseguía decidirse en ningún sentido.
– Eso mismo dijiste la última vez.
– Por favor. De verdad que tengo que ir.
Max miró alrededor.
– ¿Dónde está el chucho?
– Aquí, dormido. No volverá a morderte. He hablado con él, y lo siente mucho.
– Ah.
Max agarró el cuchillo para pescado, cruzó la cubierta y, tratando de mantener la espalda tan recta como fuera posible, se arrodilló aliado de ella. En la oscuridad de la esquina buscó los pies y cortó con facilidad la tela que los tenía atados.
– Date la vuelta.
Cuando ella lo hubo hecho, cortó la tela que le sujetaba las manos. Max se levantó, agarrándose el costado y con mayor dificultad que cuando se agachó.
– Todo esto habría podido evitarse si hubieras hecho lo que te dije.
– Lo sé. Lo lamento.
Un sentimiento de alarma se le encendió mientras enfundaba el cuchillo y se lo colocaba en la cintura del pantalón, a la espalda. No se fiaba de esa súbita docilidad, pero quizás ella se hubiese dado cuenta de que no había nada que hacer y que le convenía más no enfrentarse de nuevo a él. Sí, quizás. O quizá Max se volvía blando con la edad.
Ella pasó por su lado con el perro en los brazos, rumbo a la puerta. En lo alto de las escaleras, la luna le iluminó la espalda y el trasero, y Max percibió el perfume que dejó tras su paso.
Max se dirigió a la silla del capitán y cogió la botella de ron. Bebió un trago y miró la luna caribeña a través del parabrisas. Observó las olas y la vastedad del océano. Al lado de un periódico doblado había unos prismáticos y se los acercó a los ojos con cuidado, pero no pudo ver nada excepto el océano negro. Se relajó un poco.
Max siempre se había encontrado con lo peor que la vida le podía deparar, pero siempre lo había superado. Había pasado por seis meses de entrenamiento en las fuerzas especiales de la Marina, había estado en la operación Tormenta del Desierto, había capturado terroristas en Afganistán, el Yemen y en el mar del sur de China, pero esa noche había sido peor que todo eso. Gracias al ansia de José Cosella por impresionar a su padre con su brutalidad y con un arma de pacotilla, ahora Max estaba vivo. No se podía decir lo mismo de José.
Todavía recordaba con todo detalle el sonido del arma encasquillada, cómo José apartó los ojos de él para examinarla y cómo Max aprovechó su turno. Cómo rompió la silla con las manos atadas y cómo un trozo del respaldo le sirvió para salvar la vida. Cómo corrió por el muelle hasta esconderse en las sombras y sacar partido de esa oportunidad.
Al dejar la botella encima del periódico, vio un destello blanco reflejado en el parabrisas.
– Haz virar el barco.
La orden de la mujer le llegó de detrás, con una voz sin aliento y con cierto acento sureño. Ella encendió las luces, que inmediatamente acuchillaron las córneas de Max.
– Hazlo virar o disparo.
El dolor y la luz que inundó de repente el puente le obligaron a entornar los ojos. Se dio la vuelta despacio y ya no tuvo que dudar de qué a quien llevaba en el barco era a la famosa modelo de ropa interior.
Lola Carlyle era igual de despampanante en persona que en las portadas de las revistas de moda. Se encontraba de pie frente la puerta, con la mitad del pelo revuelto sujeto en un moño deshecho y la otra mitad sobre los hombros, como si acabara de levantarse de la cama. Unos profundos ojos marrones le miraban desde debajo de dos cejas de arco perfecto. Se había desatado la camisa de debajo de los pechos y se la había abotonado hasta abajo. Esas piernas largas y suaves eran la fantasía de todos los hombres. También hubiera podido ser la suya, si no fuera por la pistola de señales que le apuntaba al pecho. La señorita Carlyle había estado muy ocupada.
Bueno, antes se había preguntado si era posible que esa noche fuera a peor, y ahora estaba claro que sí. Debería habérselo imaginado. Habría podido seguirla, pero prefería enfrentarse a una docena de pistolas de bengalas que bajar otra vez esas escaleras.
– ¿Qué vas a hacer con eso? -le preguntó.
– Dispararte si no haces virar este barco de inmediato.
– ¿Estás segura?
Max no creía que fuera capaz de dispararle. La mayoría de las personas eran incapaces de mirar a los ojos de un hombre y acabar con su vida.
– Eso hará un agujero bastante grande, y un considerable estropicio, además.
– No me importa. Haz virar el yate.
Quizá sí fuera capaz. Quizá no, pero no había ni la más mínima posibilidad de que Max volviera a Nassau.
– ¡Ahora!
Max negó con la cabeza.
– Ni siquiera por usted, miss Julio -dijo.
Ella entornó los ojos con rabia y Max la provocó un poco más, esperando que ella iniciara un gesto para que él pudiera reaccionar.
– ¿Cómo se llamaba esa revista donde aparecías en portada con ese bikini rojo? ¿Hustler?
– Era Sports Illustrated.
Max se llevó la mano al labio partido.
– Ah, sí. -Observó los restos de sangre en los dedos y volvió a mirarla-. Ya me acuerdo.
Ella frunció todavía más las cejas.
– Fuiste un gran éxito entre los equipos ese año. Creo que Scooter McLafferty se agarró la zanahoria varias veces en tu honor.
– Muy amable. -En sus ojos no había ni orgullo ni diversión-. El barco -le recordó, con un pequeño gesto con la pistola-. Hazlo virar. No estoy bromeando.
– Ya te dije que no puedo hacerlo.
Max cruzó los brazos, como si estuviera relajado. En realidad, estaba preparado para desenfundar el cuchillo y clavárselo en un ojo antes de que ella tomara aliento de nuevo. Pero no quería hacerlo. No quería matar a una famosa modelo de ropa interior. Al Gobierno no le gustaba que se matara a civiles, así que lo más probable era que Max le quitara el arma de una patada, aunque eso le dolería y no tenía muchas ganas de hacerlo.
– Si quieres que este barco vuelva a Nassau, tendrás que venir aquí y hacerlo virar tú misma.
– Si intentas cualquier cosa… -Vacilando, ella dio dos pasos hacia delante con su perro entre los pies desnudos.
– Qué, ¿me azuzarás a tu rabioso chucho otra vez?
– No, te dispararé.
Max se apartó un poco para dejarla pasar y señaló el timón.
– Tiende a vibrar por debajo de los cincuenta nudos -le advirtió.
Ella se detuvo y, con la pistola, le indicó que se apartara del todo del timón.
Max sacudió la cabeza y la observó. Esperó hasta que ella dio otro paso vacilante y entonces, de repente la agarró por la muñeca. Ella intentó soltarse y la pistola se disparó. El arma de calibre doce lanzó una bola de fuego roja contra el timón. Impactó contra el GPS e hizo pedazos la botella de ron, que explotó en todas direcciones. El ron se encendió y, como un río en llamas, atravesó el panel de mandos y se internó por el agujero que Max había abierto para hacer el puente al motor.
Max y Lola cayeron al suelo cuando la bola de quinientas candelas atravesó el panel y explotó debajo de él con un fuerte estallido, lanzando lenguas de fuego a través del agujero. Las bengalas rojas se encendieron una por una e incendiaron el timón como si fueran diez pequeños sopletes. Los cables chisporrotearon y el motor se detuvo. Como si fueran los espasmos de muerte del Titanic, las luces parpadearon y se apagaron por completo. La única luz en la negra noche provenía de las llamas danzantes con sus destellos anaranjados del timón incendiado.
– Dios mío -dijo entre sollozos la señorita Carlyle.
Max se puso a cuatro patas y vio que el periódico se había prendido y que las llamas subían por el parabrisas hasta el techo de lona. Era evidente que su mala suerte no había terminado aún.