Los contundentes bajos de la música rock llenaban el Foggy Bottom, golpeaban las paredes y resonaban en las plantas de los pies de Lola, calzados en unos zapatos de piel de serpiente de color lavanda, como si fueran los latidos de su corazón. El aire en el interior del bar de Alexandria era denso y estaba cargado de humo de tabaco y del olor de la cerveza. En la habitación del fondo, una lámpara de techo iluminaba directamente la mesa de billar, y cuando Lola se inclinó lentamente para preparar el tiro, una parte de ella entró en el círculo de luz. Lola miró al hombre que se encontraba en el extremo opuesto de la mesa, medio oculto entre el humo y las sombras. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho de su camiseta de marine, y los músculos se le marcaban. Sostenía el taco con una mano. A la luz de la lámpara, lo único que Lola alcanzaba a distinguir era que tenía las cejas fruncidas por encima de los ojos azules.
Lola se mordió el labio y sintió como si unas mariposas le revolotearan en el estómago. Se dispuso a tirar e intentó no pensar en lo que ella y Max iban a hacer más tarde esa misma noche. Aunque le habría encantado zumbar a Sam con una pistola de descargas, lo último que necesitaba era que la pillaran allanando su casa. Tenía los nervios de punta, y el malhumor de Max empeoraba la situación.
– Bola seis en el agujero de la esquina -anunció Lola, aunque dudaba que alguien pudiera oírla. Las bolas chocaron y la bola seis entró limpiamente en la tronera más próxima a la pierna derecha de Max. Lola se incorporó, frunció los labios como si estuviera posando para un anuncio de pintalabios y sopló la punta del taco. Tal como había supuesto, la expresión de Max se volvió un poco más ceñuda. Lola tomó la tiza y se dirigió hacia él, pisando cáscaras de cacahuete con los tacones de diez centímetros.
– Ya te avisé que soy un crack -le dijo mientras se detenía a su lado-. Puedes pagarme ahora.
– Tienes que dejar de inclinarte sobre la mesa de esa forma -respondió Max-. Todo el mundo te está mirando.
– Creí que en eso consistía nuestro plan de operaciones -le recordó ella-. En llamar la atención. En escondernos a la vista de todo el mundo, ¿recuerdas?
– Pero nunca hablamos de que enseñaras los pechos y el culo.
Lola se miró el vestido. Observó el top de color púrpura ligeramente escotado que le llegaba al ombligo, así como la minifalda de pitón. Debajo de la minifalda, llevaba un tanga de color púrpura para que no se le marcara, y debajo del top, un sujetador púrpura para llevar los pechos bien colocados, aunque los aros le presionaban las costillas.
Su asignatura pendiente era confeccionar un sujetador que resultase totalmente cómodo.
– Dijiste que tenía que asegurarme que todo el mundo me viera. Creo que me han visto.
– Se suponía que tenías que venir aquí y sacudir la cabellera, como hacen todas las modelos de moda. -La miró y suspiró, desesperado-. Pero esto es otra cosa. ¿A qué viene ese peinado? Parece como si acabaras de acostarte con alguien.
Lola sonrió y se pasó los dedos entre los rizos.
– Pensé que también se trataba de eso. De que la gente pensara que estamos juntos. ¿Es que soy la única que recuerda el plan?
– No, yo lo recuerdo. Es sólo que no tenía ni idea de que bajarías del avión vestida solamente con una diminuta piel de serpiente.
– Es de Dolce & Gabbana.
– Pues parece una pitón púrpura enrollada alrededor de tu culo. -Max sacudió la cabeza-. Nunca debí dejarte bajar del coche vestida así.
– Max -resopló Lola, ahora tan exasperada como él-, tú no eres nadie para decirme cómo tengo que ir vestida. Así que ni lo intentes.
Max dirigió la vista más allá de Lola, hacia el bar.
– Pues tendré que partir algunas cabezas antes de que podamos irnos de aquí esta noche, y no estoy ansioso por hacerlo.
Lola se giró y observó el interior oscuro del bar. Se fijó en el rótulo de Miller iluminado y en la fila de lámparas en forma de guindillas que coleaban por encima del gran espejo situado detrás de la barra. Sí, la gente estaba mirando, pero nadie parecía tener la intención de acercarse a ellos. Más que nada porque Max les clavaba los ojos como si buscara bronca.
Cuando ella y Max habían entrado en el bar, varios hombres los habían saludado a gritos, pero ellos no les habían hecho caso.
– Me dijiste que esta gente eran amigos tuyos.
– Lo son. Me saqué el título con algunos de ellos. Ese que está ahí sentado con una camiseta que pone «perro malo» es Scooter McLafferty. Era mi compañero de natación, y un gran fan tuyo de la época en que salías en Sports Illustrated. Estoy seguro de que le encantaría conocerte.
– Bueno, pues ¿vas a presentármelo?
– No, la música está demasiado alta.
Lola puso los ojos en blanco y dirigió la atención de nuevo a la mesa. La música no estaba demasiado alta. Max sólo quería llevarle la contraria.
– Bola cinco en el agujero lateral -anunció, y preparó el tiro. Inspiró con fuerza pero no consiguió calmar los nervios. Estar tan cerca de Max, oír sus gruñidos, ver su atractivo rostro y sus ojos azules posados en ella, todo eso sumado a la perspectiva de lo que les esperaba esa noche, la hacía sentir ansiosa e insegura todo el rato.
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Max.
Lola se sobresaltó y falló el golpe.
– Se supone que no tienes que decir nada cuando alguien está tirando -protestó Lola, enderezándose-. El plan no está funcionando. La gente va a creer que nos odiamos mutuamente y, cuando nos vayamos, no creerán que nos retiramos porque estamos muy calientes. -Lo señaló con el dedo-: Y todo es por tu culpa, idiota.
Max la agarró por la muñeca y se llevó la palma de su mano a los labios.
– Eres tan hermosa que me vuelves loco.
Vale, quizá no fuese un idiota.
– Ahora todo el mundo creerá que eres un esquizofrénico.
Max negó con la cabeza y le rozó la piel de la muñeca con los labios.
– Una riña de amantes.
Lola notó un cálido cosquilleo que le subía por el brazo.
– No somos amantes.
Max tiró de Lola y la hizo rodearle el cuello con el brazo.
– Todavía no -le dijo con una sonrisa tan sensual, carnal y masculina que a Lola se le aceleró el corazón-. Pero podemos serlo si te portas bien y me dices cosas sucias.
Eso no iba a suceder. Ella no decía cosas sucias, o por lo menos eso creía, y si alguna vez hacían el amor de nuevo, cosa que no le parecía una buena idea, él tendría que dar el primer paso, cosa que no se había preocupado de hacer desde que ambos habían abandonado la isla.
– Max, yo no digo cosas sucias -replicó.
– Sí, sí lo haces.
– No, a mí me enseñaron que una señorita nunca debe utilizar un lenguaje vulgar.
Max se rió y agarró su taco.
– Bueno, cariño, recuerdo claramente una ocasión en que te olvidaste de ello.
Lola lo observó mientras él se dirigía a la mesa y se preparaba para tirar. Debía de referirse a cuando habían hecho el amor. Ella no recordaba haber soltado palabrotas, pero supuso que era perfectamente posible teniendo en cuenta que estaba tan asustada que había perdido el control. Y si era sincera consigo misma, tenía que admitir que Max la había puesto a cien esa noche. Sólo de pensarlo, estaba poniéndose a cien otra vez.
Max apuntó al agujero que se encontraba al lado de la cadera izquierda de Lola y golpeó la bola. La bola once entró limpiamente en la tronera y Max levantó la vista hacia ella. Mientras preparaba el siguiente tiro, una sonrisa apareció en su rostro y los ojos le centellearon.
Lola no podía permitir que eso sucediera. Si había alguien más competitivo que Max, era Lola. Se apoyó en el borde de la mesa con las palmas de las manos y lo miró. En su época de modelo, cuando tenía que seducir desde las páginas de las revistas, utilizaba algunos trucos. Uno de ellos consistía en pensar en el mejor amante que había tenido. Ahora, años más tarde, ese truco le vino a su memoria. Era como ir en bicicleta, y ahora no le costaría mucho pensar en un candidato. En ese preciso momento, él la estaba mirando. Lola imaginó que recorría el cuerpo desnudo de Max con las manos, sintiendo las distintas texturas de su piel con las yemas de los dedos. Se pasó la lengua por los labios y los entreabrió para inspirar ligeramente. Bajó los párpados y Max falló el tiro. Max se acercó a Lola, que se incorporó.
– Buen golpe, Max -le dijo ella.
– Me he distraído un poco con tu escote y esa mirada tipo «hazme tuya sobre la mesa de billar».
Lola rió y no intentó negarlo.
– Ha funcionado.
– Sí, es una pena que yo no tenga ningún truco que funcione tan bien contigo.
Max se equivocaba de medio a medio. Sólo con pensar en él, Lola se ruborizaba.
– Max, siento mucho haberte llamado idiota.
– No te preocupes. -Max le deslizó la palma de la mano desde la espalda hasta la nuca-. Estaba comportándome como un idiota.
– Es verdad, pero no debería haberlo dicho. Estaba muy nerviosa.
– ¿Por lo de esta noche?
– Sí.
– No es demasiado tarde para echarse atrás.
– No. Quiero hacerlo. Lo necesito.
– Yo te cuidaré. -Max dejó el taco encima de la mesa y la atrajo hacia sí-. No pasará nada.
Lola le creyó. Él conseguía convencerla siempre de que podía protegerla de cualquier cosa, como si su corpulencia y su fuerza de voluntad bastasen para evitar que sucediese nada malo. En el pasado, los hombres que habían pretendido cuidarla habían cometido el error de creer que ella era demasiado tonta como para cuidar de sí misma. Max no. Él escuchaba lo que Lola tenía que decir. Mientras discutían el plan de esa noche, él había escuchado sus ideas, aunque había decidido hacer exactamente lo contrario. Él la había escuchado, y Lola temía haberse enamorado perdidamente de él, y no había nada en absoluto que pudiese hacer para impedirlo. Era como bajar por una cuesta pronunciada donde no hay nada a lo que uno pueda agarrarse para frenar su caída y donde uno no sabe qué se va a encontrar al final.
No, eso no era cierto. Ella sí lo sabía. Encontraría dolor, porque ella no podía adaptarse al estilo de vida de Max ni pedirle que cambiara. Lola lo miró a los ojos, que ahora le resultaban tan familiares.
– Odio tener miedo, Max -confesó.
Pero en ese momento, Lola no sabía qué la asustaba más: que la descubriesen entrando en casa de Sam o enamorarse de Max.
– Pobrecita, deja que te ofrezca algo en lo que ocupar tu maravillosa cabecita -le dijo, y bajó los labios hacia los de ella.
Una de sus manos se posó en el trasero de Lola, y la otra subió hasta su nuca. Los dedos de Max juguetearon con su pelo mientras la apretaba contra su fuerte cuerpo.
Entonces, allí mismo, en la habitación del fondo, donde estaba la mesa de billar del bar Foggy Bottom, bajo la luz de la lámpara, Max le hizo el amor con la boca. La besó con insaciable deseo, como si quisiera devorarla por entero. Y ella se lo permitió. Le dejó posar la mano grande sobre su nalga, y Lola ladeó la cabeza mientras él introducía la lengua en su boca. Un gemido salió de la garganta de Max y el palo de billar cayó al suelo. Lola palpó todas las partes del cuerpo de Max que estaban a su alcance, los músculos de sus brazos, hombros y espalda. Max era una mezcla de fuerza y pasión que encerraba un corazón que lo impulsaba a salvar a un perro que no le inspiraba especial cariño y a trenzarle una ramita de flores en la pierna. Esa combinación resultaba tóxica e irresistible, y Lola sintió que se deslizaba cuesta abajo cada vez con más rapidez.
La alarma del reloj de Max sonó al lado de la oreja de Lola, y él se apartó, con los labios húmedos y los ojos entornados.
– Es hora de ir a trabajar.
Lola notó la boca ligeramente hinchada. El deseo le latía entre los muslos y sentía que las rodillas le fallaban.
– ¿Estás lista?
¿Estaba lista para allanar la casa de Sam? En realidad, no, pero sólo podía responder una cosa.
– Sí, Max.
Durante el trayecto de cuarenta minutos a Baltimore, Lola se pasó al asiento trasero del jeep de Max y abrió su maleta. Se puso unos téjanos negros, un jersey de cuello vuelto y un par de botas de caña alta de Jimmy Choo que había comprado para la ocasión. Max sintonizó una emisora nostálgica y el coche vibró al ritmo de Sympathy for the Devil. Mientras se dirigían hacia el norte por la autopista 95 y Mick Jagger cantaba a grito pelado: «Pleased to meet you… hope you catch my name», Lola se cubrió el pelo con un gorro negro.
Echó un vistazo hacia delante, al retrovisor, y vio que Max tenía el rostro en sombra. Desde que se habían marchado del Foggy Bottom, era como si algo se hubiese apagado dentro de él. Su tacto se había vuelto impersonal. Hablaba en un tono de voz formal. Lola no era tan afortunada.
Todavía tenía los sentidos embriagados por él. El olor de Max llenaba el vehículo, penetraba en sus pulmones y le calentaba el pecho. Lola intentó apartar de su mente su deseo y sus emociones, su temor por lo que pudiera suceder esa noche y su futuro con Max. Se concentró en el plan.
Saltó al asiento delantero y se puso el cinturón de seguridad. Ella también podía ser una profesional. Tal y como Max le había dicho la noche en que aceptó ayudarla, el fracaso no era una opción. Ella no lo decepcionaría.
– ¿Vas a ir con esos tacones? -le preguntó él mientras tomaban una salida y se dirigían a las afueras.
– Sí, pero sólo miden siete centímetros.
La luz dorada del salpicadero iluminaba el pecho y la garganta de Max. Soltó algo en español y Lola pensó que era mejor no pedirle que se lo tradujera.
– Me dijiste que llevara unos zapatos que no dejaran ninguna huella distintiva -le recordó.
– También te dije que llevaras unos zapatos con los que pudieses correr.
– Puedo correr con éstos.
Max emitió un resoplido burlón y ninguno de los dos dijo una palabra hasta que enfilaron una calle secundaria y aparcaron.
– La casa de Sam se encuentra a una manzana de aquí. Todas las fincas de esa calle dan al bosque -dijo Max, y miró a Lola.
En la oscuridad del interior del vehículo, Max podía distinguir solamente la silueta de su rostro y sus ojos.
– Vamos a entrar por detrás. -Max alargó el brazo y cogió su mochila de debajo del asiento-. Mantente justo detrás de mí, igual que hiciste en la isla. No hables hasta que estemos dentro. -Max sacó las llaves del contacto y apagó las luces interiores-. Una vez que entremos en la casa, cortaré la corriente del sistema de alarma. Eso dejará sin luz el resto de la casa.
– Sin luz, ¿cómo vas a borrar el disco duro del ordenador de Sam?
– Tiene una batería auxiliar que funcionará durante media hora. Habré terminado en la mitad de ese tiempo.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Ya has estado dentro de la casa?
– Por supuesto. Yo no trabajo totalmente a ciegas.
Max abrió la puerta del coche y la cerró detrás de sí sin hacer el menor ruido. Lola se reunió con él delante de la rueda delantera derecha y, juntos, se alejaron de ese lado de la calle. Unos segundos después, ambos se habían adentrado en el bosque de Maryland.
La vista de Max tardó unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. Lola tropezó dos veces y, al final, metió la mano en el bolsillo trasero de los Levis de Max. La calidez del tacto de Lola se extendió por el trasero de Max y le abrasó la entrepierna. Se preguntó si ella tenía idea de lo que estaba provocando en él, de la tortura que eso suponía para él. Se preguntó si se imaginaba que al verla en el aeropuerto, saliendo por la puerta y dirigiéndose hacia él, había estado a punto de arrodillarse para pedirle que le permitiese amarla.
Max cogió la mano de Lola y la sacó del bolsillo. Sin soltarla, le dio un ligero apretón. Quitar la mano de Lola de su bolsillo era un paso más para apartarla de su vida. No más torturas. No más celos. Sin embargo, la perspectiva de una vida sin torturas y sin celos lejos de ella no lo hizo sentir mejor.
Al cabo de cinco minutos, Max y Lola se encontraban en el patio trasero de Sam. Ambos se pusieron guantes de piel y fueron al garaje a asegurarse de que Sam se había marchado. Estaba vacío. Max y Lola se desplazaron hasta la parte más oscura de la casa y se agazaparon al lado de una de las ventanas del sótano. Max sacó unas tenazas de su mochila y cortó los cables de la corriente. La luz de lo que Max sabía que era la cocina se apagó. Introdujo el cuchillo K-Bar en el marco de la ventana e hizo saltar el pestillo.
La ventana se abrió sin emitir ni un sonido, y Max entró primero. Luego ayudó a Lola a entrar y la tomó de la mano. Ambos atravesaron el sótano oscuro y subieron las escaleras hasta la cocina. La luz de la luna entraba por la puerta trasera mientras Max guiaba a Lola hacia una de las habitaciones.
– Cierra las cortinas -susurró Max, y se dirigió hacia una mesa arrimada a la pared. Se oía el suave zumbido de un ordenador y la luz del equipo de corriente auxiliar parpadeaba debajo de la mesa.
Cuando Lola hubo hecho lo que le había pedido, Max sacó una linterna de la mochila y se sentó. Se colocó la linterna entre los dientes, enfocó el teclado con ella e introdujo un disquete en la unidad.
– Max -musitó Lola, arrodillándose a su lado. Le puso una mano sobre el muslo y se colocó tan cerca de él que Max notó su aliento en su mejilla.
– ¿Qué pasa?
Cuando apareció la línea de comandos del MS Dos en la pantalla, Max tecleó «wipeout d:» y pulsó Intro; luego se sacó la linterna de entre los dientes.
– Ésta es la peor pesadilla que tu ex pueda tener. Una bomba nuclear. Es el programa que el Departamento de Defensa utiliza para borrar los datos de sus discos duros. O los discos duros de cualquier gobierno, terrorista o dictadorzuelo. -Max hurgó en su bolsa y extrajo una linterna pequeña-. Busca por ahí los originales de las fotos y los negativos. No los encontré cuando estuve aquí la otra noche -le dijo, dándole la linterna.
Estaba seguro de que Lola no las encontraría tampoco, porque creía que estaban en la caja fuerte que había en el lavabo.
– Tráeme también cualquier disco de respaldo que encuentres.
Mientras Lola rebuscaba en el archivo, Max borró todo lo que había en los otros discos duros. Se aseguró de que no quedara nada que pudiera ser recuperado, al tiempo que lanzaba miradas furtivas a la silueta de Lola: no sabía cómo la encontraba más sexy, si con la piel de serpiente que se había puesto esa noche o con ese jersey de cuello vuelto y esos téjanos.
– Lo único que he encontrado es esta caja de CD. -Lola se acercó a Max.
– Ponla en la bolsa y sal al pasillo -le ordenó Max mientras sacaba el disquete con el programa de borrado.
– ¿Por qué?
– Porque voy a hacer estallar la cerradura de la caja fuerte.
Max se levantó, pero Lola lo agarró del brazo.
– Quiero quedarme aquí contigo.
– Lola, por favor, sal al pasillo. Yo vengo enseguida.
Max pensó que Lola se lo discutiría, pero al final ella dio media vuelta y el tenue sonido de sus tacones se alejó cuando abandonó la habitación. Max cogió su mochila y se dirigió al lavabo. Abrió las puertas y encendió la linterna. Era una caja fuerte estándar de unos cincuenta centímetros, que debía de pesar unos ciento veinte kilos y tenía una cerradura de combinación común y corriente.
Si Max hubiera tenido más tiempo, habría utilizado un aparato de escucha electrónico para detectar la combinación correcta de la caja. Pero no tenía tiempo, así que rodeó la cerradura con un delgado cordón de espuma explosiva que penetró en las ranuras de la rueda de la combinación. Luego adhirió un taco de explosivo plástico del tamaño de medio chicle a la parte inferior de la rueda, insertó un dispositivo de detonación de diez segundos y salió al pasillo. La explosión hizo más ruido del que Max hubiera querido, pero no creía que los vecinos hubiesen oído nada.
– Vamos -le dijo a Lola.
Sin esperar a que el humo se despejara, Max entró en la habitación La cerradura había estallado y la puerta de la caja fuerte estaba abierta. Max iluminó el interior con la linterna: había dinero en metálico, cajas de discos y varios archivos. Se colocó otra vez la linterna entre los dientes y revolvió entre los archivos.
– ¡Bingo! -exclamó, y le pasó a Lola un paquete de fotos con negativos incluidos.
– Gracias, Dios -susurró Lola.
– Max -la corrigió él mientras metía todo el contenido de la caja en la mochila.
– ¿Qué?
Max se quitó la linterna de entre los dientes y se puso de pie.
– Gracias, Max.
– Sí, gracias, Max.
Max guardó las infames fotos en la mochila y la cerró.
– De nada -le respondió él, y le dio un rápido beso en los labios-. ¿Lista para salir?
– Oh, sí.
Max la tomó otra vez de la mano y desanduvieron el camino por donde habían entrado. Incluso cerraron la ventana del sótano detrás de sí, y, cuando se encontraban en el bosque que lindaba con la parte trasera de la casa de Sam, Max consultó el reloj.
Treinta minutos.
Habían hecho el trabajo en dos minutos menos de lo previsto.
Ya estaba. Se había terminado. Ahora ya no había más excusas.
Lola ya no lo necesitaba. En doce horas y cuarenta y siete minutos, Max la embarcaría en un avión con destino a Carolina del Norte. Le diría adiós por última vez. Debería sentirse aliviado. Una parte de él lo estaba. Pero, por encima de todo, Max sentía el peso de lo inevitable y, pese a ser un hombre a quien le gustaba seguir sus propias reglas, lo inevitable lo sacaba de quicio.