– Max, ¿qué vamos a hacer con el dinero de Sam? -le preguntó Lola, en el asiento del copiloto del jeep.
Por si acaso los paraban, Max le había indicado que volviera a ponerse la falda y el top que llevaba antes.
– ¿Qué quieres hacer con él?
Lola lo miró mientras se quitaba las botas.
– Donarlo a la beneficiencia -respondió, y tiró las botas detrás del asiento-. Quizá deberíamos meterlo en el buzón de alguna iglesia. -Lola se desabrochó los téjanos, que fueron a parar al mismo sitio que las botas.
Lola echó un vistazo rápido al perfil de Max mientras se embutía en la falda de piel de pitón. Max, en actitud profesional, mantenía la vista clavada en la carretera.
Ella todavía tenía la piel de gallina, y el corazón le latía deprisa. Recuperar esas fotos le había producido una descarga de adrenalina, y era una experiencia que a Lola no le apetecía en absoluto repetir. A diferencia de Max, ella no tenía madera para embarcarse en misiones secretas y operaciones clandestinas. Moverse en la sombra y hacer estallar cajas fuertes no era lo suyo. Lo único que quería era recuperar el aliento.
Cuando se quitó el jersey vio que el sudor le bajaba por el escote.
– ¿Cuánto había en la caja? -le preguntó a Max mientras introducía los brazos por el top y se lo ajustaba encima de los pechos.
Al no recibir respuesta, Lola levantó la vista hacia él. A través de la oscuridad del jeep, él la estaba mirando.
La examinó rápidamente, fijándose en la cabeza, los pechos y la falda que le llegaba a la parte superior de los muslos, peligrosamente cerca de la entrepierna y del tanga.
– No estoy seguro -respondió en tono distraído, como intentando distinguir el color exacto de sus bragas-. Quizás unos mil.
– Seguro que ha ganado ese dinero con mis fotos -dijo Lola alisándose la falda.
Se puso de rodillas encima del asiento y, mostrándole el trasero cubierto con la piel de pitón, se inclinó sobre la parte trasera y guardó su ropa en la maleta. Luego la cerró, se giró y volvió a arreglarse la falda, aunque no había gran cosa que arreglar. Se calzó los zapatos y bajó la visera del copiloto para mirarse en el espejo.
– Creo que de todo esto tiene que salir algo bueno -comentó mientras se atusaba el pelo con los dedos.
– ¿Llevas un tanga?
– ¿Has estado mirando?
– ¿Mirando? Hablas como si no hubieses hecho todo lo posible por enseñármelo.
Lola colocó la visera en su lugar y se volvió hacia él.
– Yo no te he enseñado nada.
Por supuesto, tampoco había hecho el menor esfuerzo por no enseñarle nada.
– Prácticamente me lo has restregado por la cara.
– Eres un retorcido.
– Y tú una provocadora.
Ninguno de los dos volvió a decir nada hasta que Max aparcó el jeep delante de un edificio de piedra viejo con una pared recubierta de hiedra. Lola lo observó mientras él se ponía de nuevo los guantes de piel, sacaba el dinero de la mochila y se encaminaba a la puerta. Max introdujo el dinero en el buzón.
– ¿Qué lugar era ése? -le preguntó Lola cuando estuvieron en la carretera de nuevo.
– La organización benéfica Light House -respondió Max al tiempo que dejaba caer los guantes al suelo, junto a sus pies-. Ofrecen a los chicos de la ciudad material escolar y tutoría. Tienen un estupendo programa de orientación.
Lola no se habría sorprendido más si Max le hubiera dicho que él era un cura.
– ¿Tú eres un tutor? ¿Y qué es lo que les enseñas, a volar el colegio?
– Muy gracioso, Lola. -Max sacudió la cabeza-. Sólo les envío un poco de dinero de vez en cuando.
«Posiblemente, más que un poco», pensó Lola. Y, acto seguido, se le ocurrió otra pregunta:
– ¿Por qué no quieres tener niños, Max?
– ¿Quién ha dicho que no quiero?
– Tú lo dijiste, cuando estábamos en el Dora Mae.
Las luces de la ciudad iluminaban la parte inferior del rostro de Max.
– Sería un padre horroroso.
– ¿Por qué dices eso?
Max se encogió de hombros.
– Paso muy poco tiempo en casa.
Eso les sucedía a muchos padres.
– Es una mala excusa. ¿Cuál es la verdadera razón?
– ¿La verdadera razón? -Max la miró por un momento y volvió a centrarse en la conducción-. No me gustaría decepcionar a un niño, y eso es lo que pasaría. Yo me crié así, esperando que se cumplieran promesas que nunca se cumplían. Siempre esperaba que mi padre llegara a casa y me llevara a pescar o al cine, o que simplemente se sentara conmigo a ver la tele, pero nunca lo hizo. Siempre me hacía grandes promesas, cosas que él y yo haríamos juntos algún día, y lo más extraño es que yo le creía, sin importar cuántas veces incumpliese sus promesas, cosa que hacía en el noventa y nueve por ciento de los casos. Yo siempre le creía.
Ahora Lola se sentía culpable por haberlo llamado «retorcido», así que le puso una mano en el hombro.
– Lo siento, Max.
– No lo sientas. Me has preguntado y yo te lo he contado. Tengo cientos de historias como ésa, cada una más triste que la anterior.
– Creo que serías un padre maravilloso. El tipo de padre que consigue que un niño se sienta seguro.
Max dirigió la vista hacia la mano de Lola y, de ahí, a su rostro.
– ¿Estás intentando decirme algo?
Lola tardó unos instantes en comprender lo que él le preguntaba.
– No. ¡No! Ya te dije que llevo un DIU.
– ¿Te ha venido ya la regla?
Bueno, Max no se cortaba un pelo. Lola retiró la mano de su hombro
– Sí, al cabo de pocos días de haber vuelto.
– Gracias a Dios.
El alivio tan evidente de Max sentó a Lola como una bofetada. En esos precisos instantes quedarse embarazada no habría sido una buena idea, pero Max no tenía por qué comportarse como si lo hubieran indultado.
– Tampoco hace falta que actúes como si eso fuera un destino peor que la muerte. -Lola cruzó los brazos y miró por la ventana los árboles y los coches que desfilaban por la carretera. Lola había intentado hacer sentir bien a Max y él la había hecho sentir fatal-. Tampoco estoy tan mal.
– No estás mal en absoluto -le aseguró Max.
– Vaya, gracias.
El jeep enfiló un camino que conducía a una casa de ladrillos y Max pulsó el mando de la puerta del garaje. La planta baja y el primer piso de la casa estaban iluminados, como si hubiera alguien dentro.
– ¿Todavía piensas irte mañana por la tarde? -le preguntó Max mientras la puerta del garaje se cerraba detrás de ellos.
– Sí.
Max agarró la maleta de Lola y su mochila, y ella lo siguió por las escaleras y por la cocina de la casa, que estaba a oscuras. A la luz del porche, que entraba por una de las ventanas e iluminaba el fregadero, Lola vislumbró el viejo papel de pared y el gastado linóleo mientras seguía a Max por el vestíbulo hasta el salón. Las cortinas, de terciopelo marrón, estaban cerradas, y una bombilla desnuda colgaba de una lámpara de cristal rosa. Los suelos de madera estaban recién pulidos, pero el papel de pared, de motivos rojos y dorados, estaba a medio arrancar. Los muebles y las mesas de roble, de un color beige con rayas azules, estaban totalmente fuera de lugar en esa habitación sin decorar.
– Ponte cómoda -le dijo Max, mientras se arrodillaba delante de una estufa de leña empotrada en la chimenea.
Lola se hincó a su lado mientras él prendía el fuego. En unos pocos minutos, Max encendió un buen fuego y ambos se dedicaron a alimentarlo con todo lo que se habían llevado de casa de Sam.
Max le dio a Lola las fotos que tanta vergüenza y dolor le habían causado y, de una en una, ella las echó a las llamas. Parecía que cada lengua de fuego que prendía en las fotos y en los negativos le quitase un peso de cuatro kilos de la espalda, reduciéndolo a cenizas. Lola era libre. Por fin. Gracias a Max.
Max cerró la puerta de la estufa y el fuego siguió ardiendo dentro. Nunca un hombre había arriesgado tanto por ella, y Lola no sabía cómo compensarlo por ello.
– No me has dicho cómo puedo pagarte lo que has hecho por mí esta noche.
– No te preocupes por eso -Max se puso de pie y ayudó a Lola a hacer lo mismo-. No me debes nada. Desde esta misma noche, puedes librarte de mí.
¿Librarse de él? La idea de no volver a ver a Max le oprimió el pecho y sólo cuando notó que esas palabras le dolían en él corazón se dio cuenta que, en algún momento, entre el beso en el Foggy Bottom y ahora, se había enamorado por completo de él. O quizá no había sido esta noche. Quizá se había enamorado de él el día que abrió la puerta de su casa y lo vio ante sí, con el cepillo de dientes en la mano.
O quizás había ocurrido antes de eso. A bordo del Dora Mae, cuando él había permanecido a su lado durante la tormenta, o la noche en que se dirigían a Florida en la lancha de los traficantes y él la había tapado con la única manta que había. O quizá se había enamorado de él un poco en cada una de esas ocasiones hasta que ese amor la invadió por completo.
Él quería que cada uno hiciera su vida, pero Lola no podía imaginar la suya sin él. Abrió la boca para comunicarle lo que sentía en lo más profundo del corazón, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta. Max se dio cuenta de que le sucedía algo.
– ¿Qué pasa, Lola? -le preguntó.
Lola sacudió la cabeza como si no tuviera la menor idea. Pero lo sabía. Debajo de esa lámpara de cristal rosa, sentía que enamorarse era muy doloroso y terrorífico.
– Max -dijo, y le posó la mano en el pecho-, yo no quiero librarme de ti. Por favor, creía que éramos amigos.
Max exhaló todo el aire de los pulmones, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Miró la mano de Lola sobre su pecho y murmuró, como si no le quedara aliento:
– ¿Amigos? Dios, ¿es que me torturas a propósito?
Lola contempló su rostro, su cabello negro, sus cejas, el profundo surco que tenía encima del labio superior y sus hermosos labios.
– ¿Estar conmigo es una tortura?
– Sí -contestó él con la voz ahogada.
Lola retrocedió un paso, pero Max la atrajo hacia sí.
– Estar cerca de ti es la peor de las torturas -le dijo al oído-. Estoy obsesionado contigo, con el olor de tu pelo y el tacto de tu piel. Cuando te me acercas tengo miedo de perder el control.
No era una declaración de amor, pero se le aproximaba tanto que Lola concibió una esperanza y sintió una profunda calidez en el corazón.
– Quiero que pierdas el control.
Max le acarició la espalda desnuda por encima del top.
– Cariño, eso es algo que no puedes querer.
– Estás equivocado. -Lola le besó el cuello-. Quiero que pierdas el control y que me lleves contigo.
– No quiero hacerte daño. -Max le puso la mano en la mejilla y se apartó un poco para mirarla a la cara-. Me temo que una vez no será suficiente. Que no voy a ser capaz de dejar de amarte hasta que uno de los dos muera.
Lola le agarró la muñeca y le besó la palma de la mano. De repente, le dio un mordisco.
– Eso suena bien, Max -susurró.
Max tomó la barbilla de Lola con los dedos, le levantó el rostro y bajó los labios hasta los suyos. La lengua húmeda de Max invadió la boca de Lola e incendió sus venas con un ardor que le llegó hasta la boca del estómago. Lola enredó los dedos en el pelo de Max y le sujetó la cabeza. De pie allí, en el salón a medio amueblar, Lola detectó el instante en que Max perdió el control. El beso fue más caliente, más húmedo. La besó como si sólo de ella pudiera obtener el aire necesario para sus pulmones. Sus manos recorrieron todo su cuerpo y llegaron a todas las zonas posibles: los brazos de Lola, su cintura y su espalda, por encima y por debajo del top. Su trasero y sus caderas. La acarició por encima de la falda hasta que, finalmente, le abrió la cremallera y la falda se deslizó por las piernas de Lola hasta sus pies.
Un profundo gemido salió del pecho de Max. Éste apartó los labios de los de Lola y las miradas de ambos, encendidas, se cruzaron. El único sonido que llenaba la quietud del aire era la agitada respiración de los dos.
Max agarró el top de Lola por la parte inferior y se lo quitó por la cabeza.
– ¿Esto es lo que quieres? -le preguntó mientras arrojaba el top al suelo.
– Sí.
Lola le sacó el faldón de la camisa de la cintura de los pantalones y también se la quitó por la cabeza. La camisa de Max cayó encima de la de Lola, que recorrió su pecho desnudo con las manos, enredando los dedos en el fino vello. Lola apartó a un lado la fría cadena de oro de Max, llevó los labios a su cuello y chupó con fuerza.
– Entonces, agárrate fuerte -le dijo Max, y acto seguido se agachó y, con el hombro a la altura del vientre de Lola, se la echó a la espalda y se irguió, como si ella no pesara nada-. Esto se va a poner movidito.
– Max, ¿qué haces?
– Llevarte a la cama antes de que pierda el control del todo y te tumbe en el suelo.
– Puedo andar -protestó ella mientras Max la llevaba a la habitación.
Primero uno y luego el otro, los zapatos cayeron al suelo.
– No por mucho tiempo -le contestó Max, y le dio un beso en la nalga desnuda.
Lola le puso las manos en la rabadilla mientras él la transportaba escaleras arriba, pasaba de largo de una serie de puertas cerradas y llegaba a la habitación del fondo de la casa. Entraron y Max cerró la puerta de un puntapié. La luz de la luna penetraba por la gran ventana arqueada y caía sobre la cama de hierro forjado cubierta por un edredón de cuadros. Max dejó a Lola de pie en el suelo y ella quedó frente a él, vestida únicamente con su bustier púrpura y el tanga.
Durante un interminable instante, Max no dijo nada. Sólo la miró con ojos hambrientos mientras tiraba su billetero y el buscapersonas sobre la mesita de noche. Luego se desató los cordones de las botas y se las quitó.
– Menos mal que no sabía qué llevabas debajo de la ropa cuando estábamos en el bar -Max se bajó los pantalones hasta los pies y los empujó a un lado-. Ya me resultaba bastante difícil tener las manos quietas y no bajarte ese top para ofrecerle un inolvidable recuerdo a Scooter.
Lola miró los lazos de satén de su bustier.
– ¿Te gusta?
– Sí. -Cuando Lola levantó la vista, Max se encontraba completamente desnudo y se dirigía hacia ella-. Me gusta, y me gustas tú.
Lola se estremeció cuando Max la sujetó contra su cálido cuerpo y apretó su pene caliente contra su vientre desnudo.
Max hundió los dedos en el cabello de Lola y tiró de su cabeza hacia atrás. Le besó los labios, el cuello y los labios otra vez. Entre beso y beso, Max murmuraba las cosas que quería hacerle. Cosas que la habrían hecho sonrojar de no ser porque lo deseaba tanto. Eran palabras tan explícitas que Lola no pudo evitar que su cuerpo se arqueara contra el de él. Max introdujo el muslo entre las piernas de ella y arrimó la rígida erección a su entrepierna.
– Max -susurró Lola al sentir que él se apretaba contra ella y que toda su sensibilidad se concentraba y se humedecía detrás de la barrera de seda que todavía la separaba de él.
Las rápidas manos de Max desabrocharon los corchetes del bustier de Lola, uno a uno, hasta que sus pechos quedaron libres. Antes de que el bustier llegara al suelo, las manos de Max estaban sobre ella. Tocándola, poseyéndola, friccionando un pezón con la palma de la mano. La boca de Max la colmaba de besos apasionados y hambrientos mientras aferraba la parte trasera de su muslo con una mano para que le rodease la cintura con la pierna. La erección de Max presionaba el tanga, ahora empapado de deseo por él. Max llevó las dos manos a las nalgas desnudas de Lola, apretándola contra su cuerpo, pegando los pechos de ella al pecho de él.
Sin separar las manos del trasero de Lola, Max la llevó hasta la cama y ambos se dejaron caer en ella. Max quedó encima de Lola, inmovilizándola con su peso y su deseo. Max le puso las manos en los hombros, se incorporó un poco y la miró con ojos hambrientos. La medalla de oro colgaba entre ambos y rozaba la barbilla de Lola. Lola rozó con las uñas los tensos músculos del vientre de Max, del abdomen y del pecho, hasta las tetillas planas y oscuras. Max exhaló con fuerza al sentir los dedos de Lola frotando su pecho.
– Tienes un cuerpo hermoso, Max.
Lola lo empujó hasta que Max quedó boca arriba, debajo de ella, y lo miró a la cara, a los ojos azules, entrecerrados por la pasión. Max tenía la mandíbula apretada y los labios húmedos de los besos de Lola.
– Mirarte me pone caliente y hambrienta.
Lola se inclinó hacia delante, y sus tetas rozaron el pecho de Max mientras Lola le lamía el lóbulo de la oreja.
– Me dan ganas de morderte en todas partes.
En un instante, Max cambió de posición y Lola se encontró otra vez debajo de él, con los ojos fijos en los suyos.
– Esta noche me toca a mí morderte en todas partes. -Max besó sus párpados, su nariz y su mandíbula-. Y voy a empezar por aquí.
Max empezó a besarla en el hoyuelo del cuello y fue bajando. Pasó los labios mojados por el pecho de Lola y lamió la punta con la lengua caliente. Lola percibió el gemido de excitación y deseo que nació en el pecho de Max. Max chupó uno de los duros pezones rosados, apretó ambos pechos con las manos y hundió los labios entre ellos. Continuó besándola en el estómago, el ombligo y el bajo vientre. Cuando llegó al tanga, lo deslizó por sus piernas y lo tiró al suelo.
Max se colocó entre los muslos de Lola y le dio un beso húmedo en la parte superior del vello púbico. Una corriente recorrió el cuerpo de Lola. El tacto de Max parecía distinto de cuando habían hecho el amor la última vez. Más íntimo. Más posesivo. Lola notaba el contacto con él de forma más profunda, y esa sensación la llenaba y le crecía en el pecho. Lola se sentía a punto de levitar.
– Max -susurró-, me estás matando.
– Todavía no.
Max llevó los labios a la parte interna de los muslos de Lola y le puso las manos en las nalgas. La levantó un poco y, simplemente, la contempló. Lola pensó que nadie que no tuviera el título de médico había visto nunca tanto. Cuando ese escrutinio en primer plano empezó a incomodarla, Max la miró a los ojos y la condujo hasta sus labios. Sentir la succión de los labios calientes de Max le quitó el aliento y Lola agarró con fuerza las sábanas de la cama.
Max la besó entre los muslos tal como le había besado el resto del cuerpo, con pasión y calidez, y de la garganta de Lola surgían gemidos de placer. Ella cerró los ojos sintiendo una fiebre de deseo por toda la piel que le hizo perder el control. Seguramente, Max no era romántico ni muy hábil en sus relaciones. Tampoco era tan encantador como se creía. Pero sí sabía cómo dar placer a una mujer.
Max acarició a Lola con la lengua, haciendo presión sobre su carne húmeda en un beso tan delicioso que puso a Lola en el filo del éxtasis. Repetidamente la llevó al punto del orgasmo para retirarse y rozar con los labios el interior de sus muslos. Cada vez la conducía un poco más allá, y justo cuando ella estaba a punto de correrse, Max se detenía.
Cuando Lola abrió los ojos, vio que Max, encima de ella, alcanzaba la billetera que estaba encima de la mesita de noche. Con una destreza que demostraba mucha práctica, Max sacó el condón del envoltorio y se lo colocó en la punta del pene. Lo desenrolló por el largo miembro hasta la base y clavó en Lola una mirada de lujuria y avidez. Lola levantó los brazos hacia él y Max, acodándose sobre el colchón a la altura del hombro de ella, la besó en la boca mientras penetraba su cuerpo tan a fondo que empujó a Lola hacia la cabecera de la cama. Una y otra vez, Max se hundió en Lola con fuerza, y ella arqueaba la espalda para recibir cada embate de sus caderas. La agitada respiración de Lola se añadió a la de Max hasta que el climax la atrapó y Lola no pudo respirar. Una tras otra, unas olas de frenesí recorrieron el cuerpo de Lola hasta que de lo más profundo del pecho le brotó un profundo gemido de placer.
Max maldijo en español y en inglés, y en los mismos idiomas alabó a Lola. Ella le abrazó colgándose de él mientras Max se hundía en ella una última vez. Al fin, Max se desplomó encima de Lola y ella lo retuvo cerca de su corazón, como si éste sólo latiera para amarle.
Cuando la respiración de los dos se normalizó, Max se separó de su cuerpo y se dirigió al lavabo contiguo a la habitación. Cuando regresó, un rectángulo de luz salía de la puerta del baño y se proyectaba a los pies de la cama. Max apartó el edredón y se reunió con Lola debajo de las sábanas. Tumbados el uno frente al otro, Lola acariciaba sus anchos hombros y su pecho. Nunca había amado a un hombre como amaba a Max. Le parecía que todo el amor y la felicidad que había experimentado durante su vida había sido sólo un preludio de lo que sentía en ese momento. No quería pensar en el mañana. No quería arruinar lo que ambos compartían esa noche preocupándose por un futuro incierto.
– Max, ¿hablabas en serio cuando dijiste que estabas obsesionado conmigo?
Max se tumbó boca arriba y la atrajo hacia sí.
– ¿Es una pregunta con trampa? Si digo que sí me acusarás de ser un obseso, y si digo que no, te ofenderás.
– No -rió Lola-. Sólo quiero que seamos siempre sinceros el uno con el otro.
Max enarcó una ceja.
– ¿Estás segura?
– Completamente.
Max le pasó uno de los rizos por detrás de la oreja.
– He desarrollado una obsesión por los pequeños sonidos guturales que sueltas cuando te hago el amor.
– ¿Suelto sonidos guturales?
– Sí. Y tengo una especial predilección por el peso de tus pechos en mis manos.
– Max.
– ¿Mm?
Lola quería preguntarle qué sentía por ella, no por los sonidos guturales ni por el peso de sus pechos, pero no se atrevió. En lugar de eso, pasó las yemas de los dedos por el medallón de oro que reposaba entre el oscuro vello del pecho de Max. Estaba tan gastado que no se apreciaban los detalles.
– ¿Qué es esto?
– Un medallón de san Cristóbal. Era de mi padre. Me lo dio cuando tenía dieciocho años.
– ¿Por qué?
Max sonrió.
– Creía que yo necesitaba protección de las mujeres.
– No soy católica, pero sé que san Cristóbal es el patrón de los viajeros. -Lola tiró con suavidad del vello de su pecho-. No es el patrón de los chicos que necesitan protección de las mujeres.
– Ay, Jesús, creo que me has arrancado unos cuantos pelos. -Max levantó la mano de Lola para comprobarlo.
– No cambies de tema. ¿Por qué te lo dio a los dieciocho?
Max le besó los nudillos.
– Aparte de la ropa, eso era todo lo que mi padre tenía cuando se fue de Cuba. Llegó sano y salvo, así que pensó que daba suerte. Cuando me alisté en la Marina, me lo regaló.
– Y está claro que a ti también te ha dado suerte.
Max sonrió con la mano de Lola pegada a sus labios, y unas finas arrugas se le formaron en las comisuras de los ojos.
– Mucha suerte.
– No me refería a ese tipo de suerte.
– Yo sí. ¿Sabes qué representa para un chico como yo estar aquí, contigo?
– No. Pero sí sé qué representa para una chica como yo estar aquí contigo.
– No es lo mismo. Eres tan hermosa, que podrías…
Lola puso un dedo sobre los labios de Max.
– Te deseo. -Lola posó una mano sobre la mejilla de Max y lo miró a los ojos. Lo amaba tanto que le dolía. Ese sentimiento le pesaba en el pecho cada vez más, hasta que no pudo contenerse-: Te quiero, Max.
Max se quedó quieto y la observó durante largo rato. Finalmente, con gran claridad, replicó:
– No, no me quieres.
Lola no sabía qué esperaba que le dijera Max, pero ciertamente no era eso.
– ¿No te quiero?
– No. Sólo estás pillada en la sensación del momento.
Lola no daba crédito a sus oídos. Se apoyó en un codo y clavó la vista en él.
– ¿Qué?
– Siempre sucede después de un buen polvo. Cuando uno se queda agotado y no puede pensar con claridad.
– ¿Te ha pasado alguna vez?
– No.
Lola se incorporó y se tapó los pechos con la sábana.
– A ver si lo he entendido bien. -Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y para intentar comprenderlo bien, por si acaso Max no estaba diciendo lo que a ella le había parecido oír-. ¿Crees que te he dicho que te quiero porque estoy bajo los efectos de un soberbio polvo gracias a tu maestría sexual?
Max también se sentó y la ojeó con cautela, como si temiese que Lola le saltara encima en cualquier momento.
– Creo que es posible que eso tenga algo que ver -respondió, como si no fuera la primera vez que mantenía esa conversación.
– ¿Te sucede a menudo?
– ¿El qué?
– Que las mujeres se enamoren de ti por… por… -Lola hizo una pausa y le señaló con el dedo-. Porque las atontas con tu maravillosa polla. -Era tan engreído. Era una maldición que Lola lo amase más que nunca. Todo sería más sencillo si no lo quisiera.
Max no le había dicho que la amara. Le había dicho que estaba obsesionado con ella, sí, pero no que la quisiese. Saber qué sentía él de verdad por ella la enfadaba casi tanto como le dolía.
– ¿Sabes? -empezó Lola, echando las sábanas a un lado-. Me parece muy insultante. Te digo que te amo y me dices que estoy confundida. Como si fuera una estúpida que no sabe diferenciar el sexo del amor. Tengo treinta años. Conozco la diferencia, Max.
Lola se dirigió al lavabo, abrió las puertas, encendió la luz y se dijo que no iba a llorar. Se sentía herida y le dolía el pecho, pero con enorme alivio se dio cuenta de que estaba demasiado enfadada para llorar. Y se sentía como una estúpida por haber expresado sus sentimientos.
– Lo mínimo que puedes hacer es dar las gracias -continuó Lola mientras rebuscaba entre sus cosas-. Eso es lo que yo siempre he hecho cuando me he encontrado en tu situación. Cuando alguien se comporta como un estúpido y me dice que me quiere y yo no le correspondo. -Lola descolgó una bata de seda negra de la percha y se la puso. Ya le habían roto el corazón en alguna otra ocasión, pero nunca se había sentido así-. Y para que lo sepas -prosiguió dándose la vuelta y anudándose el cinturón de la bata a la cintura-, me enamoré de ti antes de tu actuación de esta noche. Me enamoré de ti por muchas cosas que no tienen nada que ver con el sexo.
Max estaba sentado con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos.
– Yo no creo que seas estúpida, Lola -dijo en voz tan baja que Lola casi no le oyó.
– Olvídalo. -Lola se giró hacia la puerta del lavabo-. Olvida lo que te he dicho. Lo retiro.
Justo cuando Lola abrió la puerta, Max se colocó detrás de ella y la cerró. Con la mano apoyada a la altura del rostro de Lola, Max le dijo cerca del oído:
– No puedes retirarlo ahora.
– Sí, sí puedo.
– No. -Max apoyó todo su cuerpo contra el de ella, presionándola contra la puerta-. Te he oído. -Lola notó el cálido aliento de Max en la sien-. Me amas, Lola. No dejaré que lo retires. Nunca podrás retirarlo.
Algo en la voz de Max aplacó el enfado de Lola: un profundo anhelo, un ruego mudo que se percibía en su tono, no en sus palabras. Se percibía en la mano con que le acariciaba su cadera y el vientre.
– No te vayas. -Max apoyó la cabeza contra la puerta-. Soy un idiota, lo sé, pero no te vayas, Lola.
– No pensaba irme a ningún sitio. Sólo iba a buscar mi maleta.
– Ah. -Max se apartó un poco y Lola lo miró.
– Pero es gracioso. Cuando has creído que me iba, has saltado de la cama como un rayo.
– Ha sido un calambre.
– Claro. Creo que te importo más de lo que estás dispuesto a reconocer. Creo que estás asustado. Yo también lo estoy.
– ¿Qué es lo que te asusta?
Lola lo miró a los ojos.
– Que me he enamorado de ti -respondió- y que lo nuestro no tiene futuro. Que has aparecido de repente en mi vida hace muy poco tiempo. Que todo ha ido demasiado rápido y que te marcharás de la misma forma en que apareciste. Un día me daré la vuelta y te habrás ido.
Max sacudió la cabeza y respiró con fuerza.
– Mira, yo no sé qué va a suceder mañana, o pasado, o la semana que viene. Sólo sé que cuando no estoy contigo pienso en ti. Nunca había deseado tanto a una mujer como te deseo a ti. Y no es sólo algo físico. -Max le puso las manos a ambos lados del rostro-. Me gusta el olor de tu piel y el tacto de tu cabello entre mis dedos. Me gusta tu coraje y tu tenacidad. -Max apoyó su frente en la de ella-. Me gusta estar contigo, y juntos estamos bien. Y creo que cada vez estaremos mejor.
«Sí, pero ¿por cuánto tiempo?», quiso preguntar Lola. Al imaginar a Max solo en algún lugar, expuesto a los golpes o las balas de los malos, se le caía el alma a los pies, pero ¿qué podía hacer al respecto? No podía detenerle, del mismo modo que no podía evitar amarlo.
– No quiero dejarte ir -le dijo Max en un susurro-. Lo he intentado y no puedo. Sólo de pensarlo me pongo enfermo.
– Pues no me dejes ir.
– No es tan sencillo.
– Lo sé. -Entonces, Lola confesó su mayor miedo-: Me he enamorado de un hombre que se pone en peligro como si su vida no valiera nada. Pero tu vida significa algo para mí, Max, y no sé cuánto tiempo podré soportarlo.
Max cerró los ojos y suspiró con fuerza. Cuando volvió a abrirlos, su mirada estaba llena de pasión. Acercó los labios a los de Lola y la besó, porque no había nada más que decir. Max no era un hombre que hiciera promesas que no fuera a cumplir. Le arrancó la bata negra, y a Lola le pareció qué la acariciaba por todas partes al mismo tiempo. Max le mostró su adoración con manos y labios, y la llevó a la cama. Le hizo el amor otra vez, pero de forma más desesperada, casi frenética, como si al retenerla en el lecho mantuviera al mundo alejado de ellos.
Y funcionó. Entre sus brazos, enredada entre las sábanas que conservaban el olor de Max, no existía nada más. Con la sola fuerza de su voluntad, Max lograba evitar que la realidad se interpusiese entre ellos.
Pero ¿por cuánto tiempo?