Lola se metió entre las sábanas de la cama de matrimonio y se tendió de costado. No era una provocadora. Él la había besado y ella le había correspondido, le había devuelto el beso. Era él quien tenía las manos largas. Había sido tan rápido que ella casi no se había dado cuenta de que le desabrochaba la blusa. Ni siquiera sabía qué estaba haciendo hasta que se la había bajado por los hombros. No, no era una provocadora. Era una chica sensata.
Por otro lado, ella no había mantenido las manos exactamente quietas. Pero es que él ya tenía la camisa desabrochada. El único lugar donde Lola había podido apoyar las manos era el musculoso pecho de Max… y su abdomen. Vale, se le había escapado un poco la mano, pero eso no la convertía en una provocadora. Max deliraba.
Se tumbó de espaldas y se cubrió los ojos con el brazo. Después de esas dos últimas noches, acostarse en una cama con sábanas limpias era como estar en el cielo. Se esforzó por apartar los pensamientos sobre Max y, mecida por el vaivén constante del yate, enseguida cayó en un profundo sueño. Pero ni siquiera en sueños pudo escapar de Max por completo. Soñó con él, soñó que sus labios y su boca la arrastraban a una montaña rusa de sensaciones.
– Lola.
Ella abrió los ojos en la oscuridad del camarote y, al no ver nada, volvió a cerrarlos.
– Despierta, Lola.
– ¿Qué? -gruñó.
La luz del salón se colaba a través de la puerta abierta e iluminaba la esquina de la cama, así como las pantorrillas y los pies de Max. Se ha puesto los tejanos negros y las botas; estaba de pie con las piernas abiertas.
– Tienes que levantarte.
– ¿Qué hora es? -preguntó Lola, pero enseguida recordó que no tenían forma de saberlo.
– Has dormido unas cuantas horas.
Lola se incorporó e inmediatamente se dio cuenta del violento cabeceo del yate.
– Nos ha pillado una tormenta -le dijo Max-. Tienes que ponerte un salvavidas.
– ¿Es fuerte?
– Si no lo fuera, no te habría despertado.
– ¿Dónde está Baby?
Max se inclinó hacia delante y depositó a Baby encima de la cama. El perrito saltó a los brazos de Lola y, en ese momento, una ola golpeó la portilla y el barco se escoró súbitamente hacia un lado. Lola miró por las pequeñas ventanas redondas, pero no vio nada. El pánico le subió por la columna hasta la cabeza.
– ¿Vamos a hundirnos?
Él no contestó, y apartó bruscamente las sábanas.
– ¿Max?
En el otro extremo del camarote, Max encendió la luz. Tenía el pelo mojado y aplastado contra las sienes y llevaba un impermeable amarillo.
– ¿Quieres la verdad?
En realidad no, pero Lola pensó que era mejor saber la verdad que quedarse especulando.
– Sí.
– Las olas tienen una altura de entre dos y tres metros, y sopla un viento de unos quince nudos. Si tuviera forma de gobernar el barco no sería grave, pero el yate va a la deriva como un corcho.
Como para confirmar esas palabras, una ola estalló contra la cubierta de babor. El Dora Mae se ladeó hacia estribor y las luces parpadearon. Max, se agarró a la puerta, y Lola y Baby rodaron hasta el borde de la cama.
– Si el agua entra en la sala de máquinas, nos quedaremos sin luz -añadió Max a la lista de malas noticias.
Cuando el yate volvió a equilibrarse, Lola se puso de pie.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Lo único que podemos hacer es aguantar. -Max se acercó a Lola y le tendió un chaleco salvavidas-. Ponte esto.
Lola pasó un brazo y luego otro por el chaleco rojo y amarillo.
– ¿Y tu?
Max se abrió el impermeable y le enseñó su cinturón salvavidas de color verde botella. Lola le dio a Baby para que lo sostuviera mientras ella se abrochaba el chaleco por encima del abdomen. Le venía demasiado estrecho a la altura del pecho, así que la dejó abierto.
– ¿ Y Baby? Necesita un chaleco salvavidas.
– No hay ninguno del tamaño de esta pequeña rata -replicó Max, y salió del camarote.
Ella salió tras él y observó que por la nuca le resbalaban gotas de agua que se descolgaban de las puntas del pelo.
– ¿Lo has asegurado todo?
Excepto unas almohadas del sofá que se encontraban al lado de las revistas que Lola había estado leyendo el día anterior, todo en el interior del yate estaba perfectamente asegurado con listones.
– Sí.
El Dora Mae se inclinó hacia la izquierda, y Lola sintió que su estómago se inclinaba hacia la derecha.
– Puede ahogarse. -Lola agarró a Max por la parte posterior del impermeable-. Max, tenemos que hacer algo.
Max sintió el tirón en la espalda y miró por encima del hombro a los ojos marrones y asustados de Lola. Ella esperaba que él hiciera alguna cosa para salvar a su perro. Lo veía en esa bonita cara. También esperaba que la salvara a ella. De repente, sintió toda esa responsabilidad como un lazo alrededor del cuello. Él no era el salvador de nadie. El trabajo que realizaba para el Gobierno nunca era una cuestión personal. Aparte de los datos que constaban en los informes, él nunca sabía nada de las otras partes involucradas. Nunca conocía a aquellos a quienes ayudaba, o a quien ayudaba a eliminar. No quería conocerlos.
Lola se agarró a su brazo en un momento en que el barco se ladeó a estribor. Empezaba a ponerse pálida. Max conocía esa sensación. Una hora antes casi arroja su cena por la borda.
– Siéntate en el sofá antes de que te caigas.
En lugar de hacerle caso, Lola recorrió la distancia que la separaba del baño la más deprisa que pudo. El sonido de la lluvia y la furia del océano ahogaron los sonidos que salían del baño. Pero Max no tenía que oírlos para saber que Lola estaba mareada. Durante una tormenta todo el mundo se mareaba.
Sujetando a Baby con un brazo, Max se dirigió a la cocina donde había reunido el kit de supervivencia, la boya salvavidas y la lancha hinchable plegada. Dado que la fecha de la última inspección era 1989, no tenía, muchas esperanzas de poder inflarla. El kit de supervivencia, al igual que el resto del equipo de emergencia del barco, era una mierda. Había dos pequeñas cajas con aparejos de pesca y dos linternas impermeables con pilas agotadas.
Max dejó al perro en el banco de la cocina, tiró el impermeable encima de la mesa y sacó el cuchillo de pescado que llevaba en la caña de la bota. Con él cortó dos trozos de espuma de poliestireno de diez centímetros cada uno de la boya salvavidas, y luego hurgó en la bolsa de lona que había llenado con las provisiones que necesitarían en caso de que tuvieran que abandonar el Dora Mae. Al final encontró el rollo de cinta adhesiva plateada que había usado antes para sellar la puerta y evitar que entrara el agua. De repente la proa se elevó y Max agarró el perro de Lola. Levantó la vista hacia las ventanas de la cocina y el salón, pero no pudo ver el caos exterior. Lo que sí vio fue su propio reflejo con el perro de Lola en los brazos, como si éste tuviese la respuesta a todos sus problemas. Por desgracia, él no las tenía. Durante su carrera en la Marina se había encontrado otras veces en mares embravecidos y tormentas tropicales, pero siempre a bordo de un destructor. En 1998 había sobrellevado el huracán Mitch abordo de un submarino de ataque tipo Seazoolf. Sano y salvo bajo la superficie del mar.
Baby lamió la barbilla de Max, que miró los negros ojos del perro. Incluso el chucho de Lola lo observaba como si Max fuera capaz de obrar un milagro y salvarlos a todos en un acto de magia. Su carga se hacía más pesada por momentos. El lazo alrededor de su cuello se estrechaba.
Max colocó los trozos de poliestireno a ambos costados del perro y los envolvió, junto con el lomo y el vientre del animal, en cinta adhesiva. Cuando hubo acabado, el perro parecía una salchicha plateada con patas; Seguramente eso no conseguiría salvarle la vida a Baby, pero lo mantendría a flote.
La puerta del baño se abrió y Lola salió tambaleándose. Tenía la cara blanca como el papel y los labios prácticamente descoloridos. Mientras dirigía al sofá echó un vistazo a la cocina. Entonces el barco se escoró con violencia a babor y Lola cayó de rodillas al suelo, así que se arrastró hasta su objetivo. En el exterior, una lluvia y un mar invisibles azotaban las ventanas.
Max se sujetó a la mesa y esperó a que la turbulencia les diera un descanso para acercarse al sofá.
– Esto es la mejor que se me ha ocurrido -dijo mientras dejaba el perro en el regazo de Lola.
– Gracias, Max. -Se tumbó de lado y apretó a Baby contra su pecho-. Sabía que, en la más profundo de tu corazón, apreciabas a Baby.
– Sí, también le he cogido cariño.
– Ya. Como a un perro.
– Sí, como un virus.
Una débil sonrisa se dibujó en los labios de Lola.
– Baby y yo somos como perros.
– Es posible que tú me gustes un poquito más que un perro.
– Sí, lo sé.
– ¿Cómo lo sabes?.
– Me besaste como si te gustara más que un perro.
Una ola se estrelló contra la cubierta de estribor con tanta fuerza que Max cayó de rodillas y resbaló por el suelo. Las luces parpadearon y se apagaron, luego los motores se pararon y el interior del yate quedó sumido en una oscuridad tan absoluta que Max no veía a un palmo de su nariz.
– ¡Max! -el grito de pánico de Lola desgarró la oscuridad.
– ¿Estás bien? -preguntó él-. ¿Estás todavía en el sofá?
– No sé dónde estoy. ¿Dónde está Baby? -Pasaron unos momentos muy tensos hasta que Lola dijo-: Aquí está. -Lola habló a unos centímetros de los pies de Max-. ¿Volverán a encenderse las luces?
El generador de emergencia no se había puesto en marcha la noche anterior, así que no era probable que la hiciese entonces.
– No, a no ser que vuelva a encender los motores.
– ¡No salgas a cubierta!
– Querida, no pensaba hacerlo.
En la oscuridad, Max gateó hacia la cocina y encontró la bolsa de lona en el suelo. Mientras la levantaba y la dejaba en el sofá, la vista se le acostumbró un poco a la oscuridad y empezó a distinguir algunos tonos de gris.
– ¿Te has hecho daño?
– Sólo en el codo. Creo que sobreviviré. -Lola se quedó callada un momento y luego preguntó-: Max, ¿crees…?
No acabó la frase, pero Max intuyó la que quería preguntarle.
– ¿Que si creo qué?
Max casi no podía oír su voz a causa del viento que ululaba en el exterior.
– ¿Crees que saldremos de ésta?
Lola y Baby subieron al sofá y Max se quedó sentado en el suelo con espalda apoyada en el brazo del mueble.
– Bueno, tenemos alguna posibilidad.
Era verdad. En muchos momentos de su vida había llegado a creer que había terminado, pero todavía estaba allí. Vivito y coleando.
Lola agarró la manga de la camiseta de Max y la retorció con sus largos dedos.
– ¿Has estado alguna vez cerca de la muerte, Max?
Más veces de las que podía contar.
– Un par.
Transcurrieron unos instantes y Lola le habló en un tono sólo un poco más alto que el mar embravecido:
– Yo estuve a punto de morir una vez. Me asusté y no quiero volver á pasar por eso.
La cabeza de Lola estaba muy cerca del hombro derecho de Max, que casi sentía el calor de su aliento en el brazo.
– ¿Qué pasó? -Abrió la bolsa de lona y sacó una linterna.
– Se me paró el corazón en el lavabo de uno de los mejores restaurantes de Nueva York.
Max encendió la linterna y dirigió el haz de luz al hombro y la boca de Lola, iluminándole la cabeza a Baby. El pequeño perro temblaba como una hoja. Max miró al rostro ensombrecido de Lola y se preguntó si ella tendría alguna insuficiencia cardiaca o si habría abusado de las drogas.
– ¿Qué pasó? -le preguntó de nuevo.
– Me di un atracón de langosta y puré de patatas con doble ración de mantequilla y luego me metí los dedos en la garganta -le contó como quien describe un acto habitual-. Mis electrolitos se volvieron locos y cortocircuitaron el corazón. No era la primera vez que me desmayaba, pero la primera que se me paraba el corazón.
– ¿Estuviste apunto de morir por vomitar?
– Sí.
Max tenía tanta aversión a vomitar que no podía creer que alguien la hiciera a propósito.
– ¿Te metías los dedos en la garganta? ¿Por qué?
Max se fijó en la expresión de los labios de Lola mientras ella le explicaba en un tono neutro:
– Para estar delgada, por supuesto. Estaba de moda el “look de huérfana" y yo no tengo ese look de forma natural.
La proa del yate se elevó y cayó en picado y Lola se aferró con más fuerza a la manga de su camiseta. No volvió a hablar hasta que el Dora Mae se equilibró de nuevo. Cuando prosiguió, Max percibió el miedo en su voz.
– Una vez, una chica se metió una sobredosis en una fiesta en el Nephente, en Milán. Heroína. Muchas chicas se meten heroína para estar delgadas. Yo no. Yo ayunaba o vomitaba.
– ¡Dios Santo! -exclamó Max en la oscuridad-. ¿Por qué no buscaste otra forma de ganarte la vida?
– ¿Como qué? Tengo una educación básica. ¿De qué otra forma podía ganar varios millones al año sin asistir un solo día a la universidad? -Lola rió, pero la risa sonó seca y desprovista de humor-. Pero no todo era malo, Max. Había aspectos del trabajo que me gustaban. Había cosas divertidas. Conocí a algunas personas que todavía son amigos míos. Conocí lugares increíbles. El trabajo me dio la oportunidad de ser portavoz de grandes causas y me abrió las puertas al negocio de la lencería. -Fuera aullaba el viento, y Lola reclinó la cabeza sobre el hombro de Max. Continuó hablando, como si hablar fuese a mantenerlos a flote-. Había aspectos de ese trabajo que eran adictivos. El dinero. Los viajes. La ropa. Las atenciones. Es difícil dejar todo eso, Max. Pasar de ser alguien a no ser nadie.
Mientras el barco se balanceaba con violencia, Lola le contó cómo se recuperó de la bulimia y le explicó que su problema no se debía a una carencia vital o a una infancia de malos tratos, sino aun deseo de perfección.
– ¿No tienes miedo de volver a caer en eso?
– A veces. Pero no puedo obsesionarme con eso. Simplemente tengo que comer como cualquier persona normal y asegurarme de no aumentar ni bajar de peso sin ton ni son. -Baby se rebulló, inquieto, y Lola le acarició la cabeza-. Tengo que recordarme a mí misma que el control y la perfección son una ilusión y que estoy perfectamente con el cuerpo que tengo -añadió Lola-. No tengo que ser perfecta.
– Lola, tú eres perfecta.
– No, pero estoy aprendiendo a vivir con mis muslos.
– Tus muslos son perfectos. -A Max le costaba creer que estuviese manteniendo esa conversación con Lola Carlyle, de entre todas las mujeres. Y en cualquier otra circunstancia, no habría gastado saliva-. Cuando te conocí, una de las primeras cosas que pensé es que eras más guapa en persona que en las portadas de las revistas.
– Max, eres un encanto.
A Max nunca le habían acusado de ser un encanto. Lo meditó durante unos momentos y decidió que no le importaba que Lola Carlyle le dijera eso. Y de no ser porque se encontraban en medio de una tormenta, no le habría importado mostrarle todo lo encantador que podía llegar a ser.
– No me gustan las chicas huesudas -aseguró-. Me gustan las mujeres. Las mujeres que tienen pechos y caderas, y un culo a la medida para mis manos.
– Pues tienes las manos grandes -rió Lola, pero la risa se truncó de repente, cuando el barco recibió un golpe por babor. Max afianzó los pies y Lola se agarró al sofá. Cuando el Dora Mae se enderezó, Lola volvió a agarrarse a la manga de Max y, finalmente, confesó-: Max, estoy asustada de verdad.
– Lo sé -Max posó su mano sobre la de ella y le dio un apretón suave.
– Háblame. Mientras oigo tu voz sé que estoy viva y tengo menos miedo.
En las situaciones más difíciles Max prefería el silencio, pero si hablar la ayudaba, estaba dispuesto a hablar hasta quedarse afónico. Se lo debía.
– ¿Qué es lo primero que vas a hacer cuando nos rescaten?
– Llamar a mamá y papá. Sé que estarán locos de preocupación por mí -contestó Lola-. Luego conseguiré quitar esas fotos mías de Internet.
– ¿Cómo piensas hacerlo?
– Contrataré a alguien para que chantajee a Sam y la obligue a cerrar esa página web.
Max pensó que probablemente existían formas más directas de hacerlo, pero no le sugirió ninguna porque, una vez que desembarcasen del Dora Mae, Lola ya no sería asunto suyo.
– ¿Y tú? -preguntó ella-. ¿Qué es la primero que vas a hacer?
– Comerme unas buenas costillas.
– ¿Antes de llamar a tu padre?
– Mi padre murió cuando yo tenía veintiún años.
Lola se quedó en silencio y se oyó el martilleo de la lluvia contra la puerta y las ventanas.
– Lo siento, Max. ¿Cómo murió?
– Era alcohólico. Y créeme, no es una buena forma de morir.
Su padre era la persona a quien Max había tratado más desesperadamente de salvar. Lo había intentado y había fracasado, y Max no necesitaba que un psiquiatra lo analizara y le explicase por qué vivía de la forma en que vivía, por qué arriesgaba la vida por gente a quien no conocía y por un gobierno que lo utilizaba según sus propias necesidades. Él ya lo sabía.
– Sé lo que las drogas y el alcohol pueden hacer a las personas -dijo Lola interrumpiendo sus pensamientos-. Sé que a veces no hay nada que uno pueda hacer para ayudar.
Max se rió con más amargura de la que pretendía.
– Dios sabe que lo intenté, pero nada de lo que hice cambió el final. Cuando yo era pequeño, él pasaba la mayor parte del tiempo borracho. Es una forma de vida difícil para un niño.
– ¿Qué hacías tú cuando él bebía?
– Esos son recuerdos tristes ahora -murmuró Max. Recuerdos de los que no le apetecía hablar, ni con ella ni con nadie. Max tomó la mano de Lola, enfocó la palma de su mano con la luz de la linterna y se la acarició con el pulgar. En ese momento, el yate se escoró a estribor y Max le apretó la mano con fuerza.
– Jugaba mucho con los niños del barrio -dijo-. Cuando fui lo bastante mayor, me alisté en la Marina.
– ¿Por qué la Marina?
Max sonrió en la oscuridad.
– Me gustaba el uniforme. Pensé qué ligaría más si llevaba uniforme.
Una vez que se hubo alistado, fijó su meta en Little Creek y el programa de las Fuerzas Especiales. Parecía hecho a medida para él. Mientras estaba en la Marina, se licenció en ciencias políticas y empresariales y fue seleccionado para ingresar en el National War College, en MacNair. Cuando estaba apunto de ascender a capitán de corbeta, le habían obligado a retirarse.
– ¿Funcionó?
– Sí. -Max se llevó la mano de Lola a los labios y le besó los nudillos. Luego la miró a los ojos. La luz proyectaba sombras en su pelo y sobre su nariz-. Ya te dije que soy un chico encantador.
Lola sonrió débilmente.
– Seguramente menos de lo que te crees.
Max le pasó la punta de la lengua entre los dedos.
– Tienes suerte de que no pueda mostrarte cuán encantador puedo llegar a ser -murmuró sobre la piel húmeda.
La respuesta de Lola fue interrumpida por un violento cabeceo del yate y por el impacto de una ola contra las ventanas que inclinó el yate con fuerza hacia babor. Max soltó la mano de Lola y afianzó los pies en el suelo, pero resbaló. O las bombas de achique no funcionaban o no daban abasto. El Dora Mae tardó más que antes en equilibrarse de nuevo. Los quejidos del yate eran más alarmantes que el ulular del viento. Debía de ponerse serio. Debía informar a Lola de la que podía ocurrir dentro de un instante. No podía aplazarlo más. Gateó hasta donde se encontraban Lola y el perro y los iluminó con la linterna. Ella la miró con los ojos abiertos de par en par por el terror.
– Lola -empezó Max mientras se arrodillaba a su lado-. ¿Cuánto tiempo puedes aguantar la respiración?
– ¿Por qué?
– ¿Cuánto tiempo?
– Quizás un minuto.
– Si el yate vuelca no se hundirá enseguida. Tendrás que encontrar una bolsa de aire y buscar por dónde salir. La puerta de la cocina puede estallar y las ventanas pueden romperse: debes salir por donde te resulte más fácil. Llevas puesto el chaleco salvavidas, así que en cuanto salgas del yate saldrás a flote.
– ¿Vamos a volcar?
– Es una posibilidad. El problema es que el yate se está colocando en posición perpendicular al viento y a las olas. La mayor parte de las olas nos golpea por babor. Lo que tienes que recordar es no dejarte llevar por pánico.
– Demasiado tarde.
– Lo digo en serio. Cuando esto se llene de agua, será la situación más difícil de tu vida, pero no puedes darte por vencida por miedo. Tienes que salvarte. Y no te salvarás si te dejas llevar por el pánico.
Lola tenía el pecho agitado por la respiración.
– ¿Y tú?
– Estaré justo detrás de ti. Cuando lleguemos a la superficie, desplegaré la balsa y subiremos a ella. -Max se guardó sus recelos acerca de la balsa.
– ¿Y Baby? Él no lo conseguirá. -Lola sujetaba al perro bajo el brazo mientras se tapaba la cara con la otra mano.
Probablemente estaba en la cierto, y como si Baby la hubiera comprendido, se liberó del brazo de Lola y se acercó a las rodillas de Max. Con su pequeña lengua rosada le lamió los pantalones y el brazo.
– Me aseguraré que el perro sobreviva -soltó Max antes de poder contenerse.
Lola se incorporó y, visiblemente harta de que el cabeceo del yate la derribase, se deslizó hasta el sofá y apoyó la espalda en él.
– Gracias, Max.
Ese «gracias» se le clavó en el pecho como un cuchillo para pescado, y Max tuvo que desviar la mirada. Si no fuera por él, ni Lola ni su perro se encontrarían en peligro de perder la vida. Estarían en casa, a salvo en una cama mullida. Quizá Lola estaría diseñando sujetadores en sueños.
– Lola, siento mucho haberte metido en esto -dijo.
– Yo también. Y yo siento haber destrozado el puente. De verdad que lo siento mucho.
El tono de autorreproche de Lola le clavó más hondo el cuchillo en el pecho. Esa era una de las cosas que le gustaban de Lola, que no eran pocas. Le gustaba más de la que estaría dispuesto a reconocer jamás. Max agarró a Baby y se acercó a ella.
– Para ser una mujer, estás bastante bien.
– ¿Eso es un cumplido?
Max se fijó en su rostro, en la luz que le caía sobre el mentón y sobre los labios generosos.
– Sólo es una constatación.
– Mejor, porque no me ha parecido tan encantador como lo que aseguras que puedes llegar a hacer. -La proa se elevó y Lola resbaló hacia él-. Para ser un Steven Segal de pacotilla, tú tampoco estás mal.
Max soltó una carcajada seca y forzada.
– Steven Segal es un mariquita.
– ¿Por qué sabía que ibas a contestar eso?
Lola le tomó de la mano otra vez y se la sujetó con firmeza. Cuando reposó la cabeza sobre su hombro, Max acercó la cara a su pelo. Olía a flores y a agua de mar, como un jardín al lado de la playa.
Lola Carlyle no era como él se había imaginado esa noche, cuando encontró su carné de conducir. No era una mujer frívola ni histérica. No era una modelo consentida cuya única cualidad era el aspecto que ofrecía en tanga. Era muchísimo más que eso. Era una persona que se enfrentaba a sus miedos y que era más valiente que muchos hombres que Max había conocido. Era una superviviente, eso sí, una superviviente de piel muy fragrante. Era una luchadora.
Lola estaba terriblemente asustada. Max lo notaba en el modo en que le apretaba la mano. Aun así, controlaba su miedo. Max, que había conocido a mucha gente que no era capaz de eso, no podía menos que apreciar y admirar la fortaleza de Lola.
El Atlántico continuaba azotando el Dora Mae. En la oscuridad del interior del yate, Max sujetaba la mano de Lola y escuchaba el sonido de su voz, que saltaba de un tema a otro. Le habló de su negocio, de su familia, de cuando expulsaron a Baby de la escuela para perros. Y a cada momento, el cuchillo en el pecho se le hundía con más fuerza. Cada vez le costaba más no tomarla entre sus brazos y hundir su rostro en su cuello. Por mucho que intentase evitarlo, cada contacto, cada sonido de su voz y cada suspiro de ella penetraban en su corazón.
El barco se escoraba a babor y en más de una ocasión Max pensó que ya no recuperaría la posición. Mantuvo la mano de Lola entre las suyas mientras el viento aullaba. Eso fue todo. Sólo la mano de Lola entre las suyas. El tacto de su cálida palma le resultaba más íntimo que las innumerables ocasiones en que había hecho el amor con una mujer. Continuó sujetando esa mano hasta que los vientos se aplacaron y el mar se calmó. Entonces la estrechó en sus brazos mientras ella se dormía con la cabeza reclinada sobre sus costillas doloridas.
Cuando los primeros rayos de sol penetraron al fin por las ventanas, Max la tendió en el suelo, le colocó un cojín debajo de la cabeza y salió a comprobar los daños que había sufrido el barco.
Por segunda vez desde que había puesto un pie en el Dora Mae, Lola se despertó después de pasar una noche infernal convencida de que iba a morir. Oyó que la puerta de la cocina se abría y se incorporó apoyándose en los codos. Lo primero que notó fue la absoluta falta de movimiento. El yate estaba inclinado hacia la izquierda, pero totalmente quieto. La luz del sol entraba por las ventanas y daba en los hombros de Max, que estaba de pie en la puerta. Ya no llevaba puesto su chaleco salvavidas.
Lola se puso de pie y echó un vistazo a Baby, que estaba dormido en el sofá. Se quitó el chaleco salvavidas, la tiró al suelo y siguió a Max al exterior. Se protegió la vista con una mano y miró a la luz matutina. A unos cien metros se abría un paisaje de arena dorada, palmeras imponentes, acantilados recortados y vegetación espesa. Algunas palmeras y pinos caribeños, derribados por la tormenta, se encontraban medio sumergidos. El Dora Mae había embarrancado en una bahía poco profunda de aguas turquesas.
– ¿Dónde estamos?
– No lo sé.
– ¿Crees que hemos llegado a una isla? -se preguntó en voz alta-. ¿O quizás a la punta de Florida? -añadió, con esperanza.
Max señaló los acantilados y los peñascos que había a su izquierda.
– Eso no parece Florida. -Max también se puso la mano sobre los ojos, a modo de visera-. Se supone que hay setecientas islas en las Bahamas. Creo que hemos llegado a una de ellas.
– ¿Crees que puede haber un Club Med al otro lado? O, a la mejor, es una de esas islas remotas que pertenecen a algún rico y farnoso.
Max bajó la mano con que se protegía la vista.
– Quizá de alguno de tus amigos.
Ella no tenía amigos que fueran propietarios de islas.
– Sólo hay una manera de averiguarlo.
Max se dirigió a la plataforma de baño y, una vez allí, ató con una cuerda el bote salvavidas a la parte trasera del yate. Max tiró de una cuerda de nailon unida al bote y éste se hinchó en cuestión de segundos. Con la misma rapidez, el aire silbó por varios puntos y unas burbujas subieron a la superficie desde debajo del bote.
– ¡Mierda!
Max cruzó los brazos y frunció el ceño. El bote se hundía a ojos vistas.
– Bueno, supongo que fue una suerte que no tuviéramos que abandonar el barco ayer por la noche. No queda más remedio que nadar. -Max se volvió hacia Lola y añadió-: ¿Crees que serás capaz?
– Sí.
Lola no tenía intención de dejarse llevar por el pánico ni de hiperventilar, así que estaba segura de que podría nadar hasta la playa.
Juntos, reunieron comida y el equipo necesario para explorar la isla. Lola se cambió de ropa y se puso el vestido con estampado de frutas. Encontró un par de zapatillas sin cordones que se le caían de los pies. Max, con la cinta adhesiva en las manos, se arrodilló delante de ella.
– ¿Qué pasa si me convierto en una princesa? -preguntó Lola mientras él le pegaba la cinta alrededor de la zapatilla para sujetársela al pie. Max levantó la mirada por su tobillo y su rodilla, hasta el dobladillo del vestido.
– ¿Qué?
– Como Cenicienta.
Max la miró y luego tomó el otro pie.
– Entonces yo soy el Príncipe Encantador.
¿El Príncipe Encantador? No, pero estaba cogiéndole cariño. Cuando los zapatos estuvieron bien sujetos, Lola se cepilló los dientes y el pelo. Luego, le ofreció el vaso con el cepillo de dientes a Max. Sin pronunciar palabra, él lo utilizó. Cuando hubo terminado, metió el bolso de Lola y el saco de lona con los alimentos en una bolsa de basura y la hinchó soplando. La ató tan fuerte como pudo y los tres, Max, Lola y Baby, saltaron por la popa al agua. La espuma de poliestireno atada a los costados del perro le permitía flotar con facilidad.
Las tranquilas y cálidas aguas de reflejos azules no tenían nada que ver con la tempestad de la noche anterior. Estaban tan en calma que costaba creer que perteneciesen al mismo océano que por poco les arrebata la vida.
Cuando llegó a unos seis metros de la playa, Lola hizo pie y avanzó andando entre las olas. Éstas le acariciaban con suavidad las pantorrillas cuando ella recogió a Baby y lo llevó en brazos hasta la orilla. La arena estaba cubierta por los residuos de la tormenta y, cuando Lola dejó a Baby en el suelo, éste corrió a investigar los restos de una palmera caída.
Lola no sabía si la isla estaba habitada o si, simplemente, habían salido de una situación mala para meterse en otra peor. Pero resultaba tan agradable estar en tierra firme que, de momento, no le importaba.
Tenía frío, estaba empapada y, de repente, le entraron ganas de tumbarse sobre la arena y besarla. En lugar de eso, se puso de rodillas sobre la húmeda arena y levantó la cara hacia el sol. La noche anterior había rezado para que un barco los rescatase, pero éste no había aparecido. Quizá Dios le estaba ofreciendo una forma distinta de salir del Dora Mae. Otra oportunidad de ser rescatada.
Al sentir el calor del sol en el rostro y el viento fresco en los pulmones, una intensa emoción le nació en el pecho. Estaba viva. La noche anterior se había temido en varias ocasiones que no vería salir el sol. En varias ocasiones había estado apunto de caer en la histeria, pero Max la había impedido con el contacto de su mano y el tono tranquilizador de su voz en la oscuridad del barco.
Después de todo lo ocurrido, ella y Baby estaban vivos todavía, pese a que habrían podido ahogarse con facilidad. Lola inspiró con fuerza y espiró lentamente. Ahora que todo había acabado, dirigió un breve agradecimiento a Dios y sintió una confortable calidez interna, como si estuviese viviendo una experiencia religiosa. En realidad nunca había vivido una, pero de niña había visto a varios feligreses en éxtasis. Si no de una experiencia religiosa, sí se trataba de un momento maravilloso, porque se sentía viva y notaba el vestido mojado pegado a su piel y la arena dentro de los zapatos y entre los dedos de los pies.
Max abrió la bolsa de plástico y dejó caer el bolso al lado de Lola.
– Vamos, Lola -ordenó, estropeando ese momento.
– ¿No podemos sentarnos un poco para disfrutar el regreso a tierra firme?
– No. -Max abrió la bolsa de lona y le dio el chal-. La luz del sol quema.
– ¿Quién eres? ¿John Wayne? -Lola escurrió el agua del vestido la mejor que pudo y luego se envolvió con el chal-. Y tú tienes que cortarle las alas acuáticas a Baby antes de que vayamos a ningún lugar -agregó, poniéndose en pie.
– ¿Las qué?
– El poliestireno.
– Ven aquí, B.D. -le dijo Max al perro, que se encontraba con la pata levantada al lado de una palmera. Al oír la voz de Max, Baby corrió hasta sus pies.
– ¿Cómo la has hecho? -Lola sostuvo al perro mientras Max le quitaba los trozos de poliestireno de los costados-. Nunca viene a la primera cuando yo la llamo.
– Sabe que yo soy el perro dominante -contestó Max.
Su cabeza inclinada rozó la nariz de Lola. El pelo se le había rizado y olía a él, una mezcla de jabón, mar y Max. Él levantó la vista hasta los labios de Lola y sus manos se detuvieron. Por un momento, Lola entrevió el deseo en esos bonitos ojos azules. Pensó que él iba a besarla y levantó la mano para enredar los dedos en su cabello. Pero él apartó la mirada y ella volvió a bajar la mano. Estaba decepcionada y confundida. Después de todo la que habían pasado juntos la noche anterior, sus sentimientos hacia él se habían hecho más profundos. Lola admiraba su fortaleza; no sólo la fortaleza física que la impulsaba a confiarle su seguridad y la de Baby, sino también la fortaleza de carácter. Max tenía sentido del honor. Nunca rehuiría su responsabilidad ni traicionaría la confianza depositada en él. Max nunca la utilizaría para hinchar su ego o para vender fotos donde apareciese desnuda.
Lola no lo amaba, pero Max tenía muchas cualidades admirables. No, no lo amaba, pero cuando la miraba como si se la fuera a comer, el estómago se le encogía y su mente fantaseaba con la forma que tendría su trasero bajo los tejanos.
Baby soltó un gañido, llamándole la atención.
– Sé un buen chico ahora -le dijo mientras Max le quitaba el resto de la cinta-. Eres un perro muy valiente -lo felicitó una vez que quedó liberado de las alas.
Max murmuró algo en español mientras tiraba la bolsa de plástico poliestireno dentro de la bolsa de lona. Por el tono de voz, Lola dedujo era mejor no pedirle que lo tradujera. Los tres iniciaron la marcha en dirección a la densa arboleda.
– ¿Hacia dónde nos dirigimos? -preguntó Lola mientras se cambiaba a Baby de brazo y se colgaba el bolso del hombro.
– Hacia arriba -fue toda la información que le dio Max.
Lola lo siguió y pasaron entre dos palmeras. En pocos minutos se encontraron rodeados por la vegetación y tuvieron que caminar en fila. Unos recios helechos rozaban las pantorrillas de Lola. Max se detuvo varias veces para tenderle la mano.
Baby saltó de los brazos de Lola y salió corriendo en pos de una iguana. Lo llamaron para que volviera pero, por una vez, no hizo caso al perro dominante y Max tuvo que ir tras él. Cuando finalmente la atrapó y la llevó de regreso, abrió el bolso de Lola y lo metió dentro.
– Creí que sabía que tú eras el perro dominante -le recordó Lola mientras Max cerraba el bolso a medias.
Max frunció el ceño y miró con dureza a Baby.
– Tu perro tiene un grave problema de oído.
Lola ni siquiera intentó disimular la sonrisa.
– O quizá no seas el perro dominante.
– Querida, no hay ninguna duda acerca de quién es el perro dominante aquí.
– Ajá. Quizá yo sea el perro dominante.
Max se apartó un poco y se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
– Sé que te gustaría creer que lo eres, pero no tienes el equipo necesario para ser el perro dominante.
Lola no creía que se refiriese al equipo que llevaban en la bolsa de lona. Era tan pretencioso y tan machista.
– ¿De qué equipo se trata? -preguntó con una risotada.
– Creo que ambos lo sabemos. -Max le paseó la vista por los botones del vestido, por encima de los pechos y hasta por el manojo de fresas estampadas encima de la ingle-. 0 quizá necesitas que te lo enseñe -añadió con un brillo de picardía en los ojos azules.
– Paso.
Max: se encogió de hombros, como diciendo «tú te la pierdes». Ambos empezaron a subir entre arbustos de guayaco de pequeñas flores púrpura y Lola se preguntó qué haría Max si ella le metiese la mano en el bolsillo trasero y le permitiera atraerla hacia sí. Los pájaros tropicales cantaban y se llamaban entre ellos por encima de sus cabezas. Llegaron a un pequeño arroyo que Max cruzó primero.
– Quédate ahí -le indicó. Depositó la bolsa de lona en el suelo y regresó a ayudar a Lola, con un pie a cada lado del riachuelo. Lola habría podido cruzarlo sola, pero cuando él le tendió la mano, ella se la dio tal como había hecho la noche anterior y esa mañana. Cuando las palmas de las manos entraron en contacto, un cosquilleo le subió por la muñeca. Lola saltó el arroyo y Max clavó los ojos en ella. Ahí estaba otra vez: ese oscuro deseo en los ojos luminosos y azules que no podía ocultar. Un anhelo que despertaba pasión en lo más profundo del estómago de Lola.
Max le soltó la mano y miró a otro lado.
– ¿Te pesa el perro?
Baby pesaba unos dos kilos y medio, pero después de cargar con él durante un rato, empezaba a dolerle el hombro.
– Un poco.
Max agarró el bolso de Lola y se lo colgó a la espalda. A continuación recogió la bolsa de lona y echó a andar de nuevo. Lola deseó tener una cámara para hacerle una foto a Max transportando el bolso con Baby, que asomaba la cabeza y llevaba el collar de puntas metálicas que le daba un aspecto tan fiero. Max Zamora llevando a cuestas al perro que había querido arrojar al Atlántico. De alguna forma, bajo ese aspecto duro y esos músculos desarrollados, Max era como un gatito.
Baby decidió que ése era el mejor momento para soltar un ladrido y empezar a forcejear para salir del bolso.
Max colocó su pesada mano encima del perro.
– Si me obligas a perseguirte otra vez, B.D., dejaré que esa iguana te coma.
Bueno, quizá no fuese un gatito, pero tampoco era el tipo malo por el que quería hacerse pasar.
Tardaron diez minutos más en llegar a la parte más alta de la isla, una explanada impresionante en la que crecían muchos pinos caribeños y una rica vegetación. Se dirigieron a uno de los extremos y miraron hacia abajo. La parte posterior de la isla parecía menos hospitalaria que la parte delantera, con sus abruptos acantilados y laderas verticales. Pinos y palmeras. No habla ningun Club Med. No había ninguna celebridad descansando en su isla privada. Sólo kilómetros de océano y un cielo infinito.
Se abrieron paso entre los matorrales hasta el centro de la explanada y descubrieron una laguna. La fuente de agua fresca se encontraba rodeada de pinos y hierba alta. El agujero tenía unos quince metros de diámetro y la superficie del agua se rizaba bajo la brisa.
Max depositó el bolso y la bolsa de lona en el suelo, y Baby aprovechó para estirar las patas. Max se arrodilló encima de una roca de la orilla, ahuecó las manos y bebió.
– ¡Joder, está fría! -exclamó mientras Lola se sentaba a su lado.
De la bolsa de lona, Lola sacó una cantimplora que habían llenado agua del grifo.
– ¿Tienes idea de qué hacer ahora? -le preguntó.
Todavía tenía la parte trasera del vestido y el corpiño mojados, así que dejó caer el chal a la altura de la cintura con la esperanza de que la brisa la ayudara a secarse.
– Exploraremos un poco más y luego encenderemos una buena hoguera. Después de la tormenta de anoche, debe de haber aviones de rescate sobrevolando la zona.
– ¿Qué tal un faro? -inquirió Lola-. Lo vi en una película con Anne Heche y Harrison Ford. Se encontraban atrapados en una isla y buscaban un faro para destruirlo. Entonces se suponía que alguien iría a arreglarlo y los rescataría.
– ¿Un faro de navegación?
– Sí, creo que era eso.
Lola se quitó los zapatos y observó sus pies sucios. Sacó una pastilla de jabón del bolso y se deslizó hasta el extremo de la roca.
– Debería encontrarse en la parte más alta de la isla y sin vegetación alrededor -dijo Max.
Se puso de pie y miró en torno así con los brazos en jarras. Los dedos extendidos apuntaban a la entrepierna.
– Quizás hacia allí -dijo, señalando al oeste,
Lola apartó la vista de él e introdujo los pies en el agua fría.
– Ve tú. Baby y yo nos quedaremos aquí esperándote.
– ¿Estás segura?
Lola asintió y se restregó los pies con el jabón.
– Baby necesita un descanso.
Max rió y, de nuevo, se hincó a su lado. Le tomó la barbilla con la mano y le levantó el rostro hacia él.
– Muy bien, si Baby necesita un descanso… -le susurró muy cerca de los labios.
Lola no estaba segura de que se refiriese a Baby. Con tanta naturalidad como si la conociese desde siempre, Lola se acercó y entreabrió los labios junto a los de él. La lengua de Max le hizo el amor delicadamente a la suya. El beso fue tan suave y cálido que Lola notó un calor intenso en su interior. Dejó caer el jabón al suelo y llevó una mano a la hirsuta mejilla de Max, Dejó correr los dedos por el pelo corto y recio, pero él se apartó y el beso terminó antes de la que ella esperaba.
– Compórtate -le dijo mientras se ponía de pie.
Max tomó la cantimplora, una caja de frutos secos, una manzana y una bolsa de galletas Ritz. Lola se quedó con un trozo de Camembert, una manzana, una caja de galletas y un apetito que, de pronto, no tenía nada que ver con la comida.