CAPÍTULO 3

Vestida solamente con el sujetador realzador de senos, el Cleavage Clicker, patentado por ella misma, Lola asomó la cabeza a la puerta del baño y miró alrededor. Dirigió la vista desde la puerta cerrada del camarote hasta el vestido azul que se encontraba encima de la cama del camarote. Se había olvidado de llevarse el vestido al baño. Echó un vistazo al ojo de buey y, al no ver ningún par de ojos azules que le devolvieran la mirada, corrió a un lado de la cama y rápidamente pasó los brazos por las mangas del vestido. Era una pesadilla de vestido, estampado con manojos de cerezas, plátanos amarillos y uvas verdes. Parecía que alguien lo hubiera manchado en un puesto de frutas, o con ensalada de ambrosía, ese mejunje que su abuela llevaba a las familias que tenían algún ser querido que acababa de «pasar a mejor vida».

Se abrochó el vestido por encima del sujetador rosa. El Cleavage Clicker era uno de sus primeros diseños y en su momento había supuesto una revolución en comodidad y sujeción. Las ventas del primer año habían superado las previsiones en un veintiséis por ciento y todavía era su mayor fuente de ganancias. Estaba confeccionado con suave raso festoneado y bordado con encajes, y no sólo era cómodo sino que ofrecía tres posibilidades de realzar los pechos. Por supuesto, tan pronto como apareció en el primer catálogo, lo imitaron por todo el mundo.

Sin embargo, en esos momentos realzar el escote era lo último que quería, pero con ese vestido tan ajustado al pecho difícilmente podía evitarlo. Cuando terminó de abrocharse, sacó del bolso el cepillo para el pelo. Se lo desenredó con cuidado y se hizo una trenza. Lo tenía áspero a causa de la sal marina. Habría dado cualquier cosa por tomar un baño, un auténtico baño con agua y jabón, pero no se atrevía. No con el «bueno de Max» a bordo.

Se había lavado los dientes y parte del cuerpo con el agua de la botella. También había lavado las braguitas rosas y las había tendido en la barra de la ducha. Pensó que si no levantaba los brazos, nadie se daría cuenta de que no las llevaba. «Nadie» significaba «Max».

Además de ladrón, ese tipo podía ser también un asesino. Se preguntaba por qué no se sentía aterrorizada por ello. Quizá porque, aparte de atarla y magullarle las muñecas, no le había hecho ningún daño. Y pensó que si no la había matado después de que ella lo amenazara con la pistola de bengalas y prendiese fuego al cuadro de mandos, a estas alturas ya no lo haría.

A pesar de todo, le tenía un poco de miedo. Incluso con la cara llena de heridas y el cuerpo destrozado, Max era más fuerte que ella. Se sentía un poco más segura con el cuchillo de pescado. Pero, más importante que el miedo que tenía, era la rabia y la impotencia que le iban creciendo por dentro. Ahora que lo pensaba, «rabia» era una palabra demasiado suave para definir lo que sentía respecto a él y a la situación en que él la había metido. No importaba que, probablemente, él no hubiera tenido la menor intención de mezclarla en sus problemas. De cualquier forma, lo había hecho y ahora ella se encontraba allí frente a la posibilidad real de que ella y Baby murieran en medio del Atlántico. La conversación que había mantenido con él por la mañana había sumado a la preocupación de morir de hambre o deshidratación la de perecer a manos de esos señores de la droga que habían apaleado a Max.

En esos momentos se preguntaba si utilizar el espejo de señales serviría para salvar la vida o para sufrir un destino peor que el de morir de hambre. Aun así, fuera como fuese, tenía que intentarlo. No cabía duda de que los Thatch habrían denunciado la desaparición del barco, y seguro que alguien se habría dado cuenta de que ella también había desaparecido. Debían de estar buscándola en esos momentos.

Por lo tanto, debía arriesgarse y atraer a alguien, ya fuera un señor de la droga o un guardacostas. Haría señales hasta que alguien la sacara de ese maldito yate.

Lola registró el camarote en busca de crema de protección solar y la encontró en el baño. Se embadurnó por todo el cuerpo, y se aplicó una doble capa en el cuello y la cara. Luego buscó unas sandalias, ya que la noche anterior, en algún momento, había perdido las suyas. Sólo encontró un par de zapatillas de lona que decidió no ponerse.

Con la cabeza ladeada, estudió su imagen en el espejo de las puertas del baño. Además de ser horroroso, ese vestido debía de pertenecer a Dora Thatch, una mujer doce centímetros más baja que ella y que pesaba trece kilos más.

Le venía grande a la altura de las caderas, aunque le apretaba el busto.

Los botones se le abrían por delante del pecho, y la falda le llegaba a medio muslo, incluso con los brazos bajados. Pero lo más inquietante era el manojo de fresas estratégicamente estampadas sobre la entrepierna, como una gran hoja de parra.

De repente, oyó que, fuera, Baby se ponía a ladrar histéricamente y el corazón le dio un vuelco. Cogió los prismáticos y el espejo y salió del camarote.

No fue hasta que llegó a la cubierta de popa, ante el interminable océano azul, que se dio cuenta de que había corrido con la esperanza de ver a la guardia costera aproximarse a toda velocidad. Esa esperanza se le marchitó en el pecho y le cayó al fondo del estómago.

Baby, a popa, tenía la mirada clavada en la plataforma de baño. Soltaba ladridos tan fuertes que lo levantaban del suelo. Lola se acercó al banco y miró hacia abajo. Ante ella se abría una magnífica vista de Max totalmente desnudo. Era obvio que no tenía ningún pudor ni el menor reparo en bañarse delante de ella.

Max lanzó un cubo atado a un cabo al mar, lo sacó y se echó el contenido por encima de la cabeza. El agua le corrió por el cabello negro y le salpicó los anchos hombros, se deslizó por encima de los bien definidos músculos dorsales y por la columna. Las gotas le resbalaron por las nalgas y por la parte trasera de los muslos hasta los pies. Max sacudió la cabeza, rociando agua en todas direcciones.

Lola dio media vuelta, sintiéndose un poco culpable de haber mirado. Sólo Dios sabía cómo se ganaba la vida ese tipo y qué pecados había cometido, pero era innegable que tenía un cuerpo de los que aparecían en las revistas de deportes, o en los calendarios de desnudos.

Incluso con la cara llena de moratones y con su evidente propensión al crimen, era el tipo de hombre que lograba que las mujeres sacaran pecho e hicieran caso omiso de los signos de peligro, como unos nudillos peludos o unos tatuajes carcelarios.

Lola, que no era tonta ni débil, tampoco se sentía atraída por hombres que la retenían contra su voluntad y amenazaban a su perro. Echó un último vistazo por encima del hombro a tiempo de ver a Max enjabonándose los sobacos. No tenía ningún tatuaje, pero Lola no podía menos que admitir que tenía un culo estupendo. Para ser un criminal.

Se sentó en el banco y dirigió su atención a los restos quemados del puente de mando. Durante la conversación que habían mantenido antes, Lola no había podido evitar fijarse en la firmeza de su pecho y sus brazos. Era difícil no apreciar esos músculos a pesar de que estuvieran cubiertos de moratones y de un corto vello negro. Lola había trabajado muchos años con modelos masculinos, y sabia que un cuerpo como ése sólo se conseguía con mucho trabajo y dedicación.

Cuando se quedó ronco de tanto ladrar, Baby tiró la toalla y saltó al regazo de Lola. Ella le ajustó el collar y lo acarició. ¡Había sido tan buen chico durante toda aquella pesadilla! Cuando los rescataran, lo llevaría a su lugar favorito, el balneario canino, para que lo mimaran y lo hicieran sentir como un gran danés. Cuando llegaran a casa, ella también se mimaría. Una mascarilla corporal de hierbas y un buen masaje muscular le vendrían de perlas.

Con los prismáticos y el espejo en una mano, y con el perro en la otra, subió las escaleras hasta él puente de mando en busca de sus sandalias. Encontró una en el rincón y la mitad de la otra al lado del cuadro de mandos, pero el talón estaba roto, y la punta quemada. Las dejó donde estaban y se llevó los gemelos a los ojos.

No vio más que el cielo azul y el agua azul. Estuvo tanto tiempo mirando por los prismáticos que Baby la dejó. Se enjugó con la mano el sudor que le bajaba por las sienes y por el cuello. Odiaba la sensación de sudar, y además sospechaba que debía de oler mal. Ni una cosa ni otra mejoraban su humor mientras escrutaba el infinito en busca de un indicio de tierra o de una embarcación. No veía nada, y al cabo de un rato no sabía dónde terminaba el cielo y dónde empezaba el océano. Lola era una mujer de acción y no estaba acostumbrada a quedarse quieta mirando el horizonte a la espera de que sucediera algo. A pesar de ello, no le quedaba otra alternativa. Se sentía inquieta, nerviosa, pero no tenía nada más que hacer, así que se quedó en el puente con sus prismáticos y su espejo.

No hacía ni veinticuatro horas que la habían secuestrado. Debía tener paciencia y fe. El problema era que Lola no era una persona muy paciente y sólo tenía fe en sus propios recursos. Por supuesto, hubo momentos en su vida en que le habría gustado contar con un hombro en que apoyarse, momentos en que habría sido maravilloso poder descargar sus problemas sobre las espaldas de un hombre capaz de ocuparse de todo. Pero Lola no había encontrado a ese hombre y, en cualquier caso, seguramente no se habría dejado cuidar por él.

Lola no sabía cuánto tiempo llevaba en el puente, pero cuando el cuerpo empezó a dolerle y el estómago a quejarse, abandonó su puesto.

Encontró a Max en la cubierta de popa, sentado, con una caña de pescar sujeta al brazo de la silla y una cerveza en la mano. Parecía un hombre relajado, cuya ocupación más importante fuese dar cuenta de su cerveza. Su camiseta y sus tejanos estaban tendidos en la parte trasera del barco junto a unos calzoncillos largos de algodón, de un color gris marengo. Lola no quería fijarse en qué llevaba puesto, o qué no llevaba puesto, pues temía ver algo más que una caña de pescar. A pesar de eso, se fijó.

Llevaba unos pantalones cortos de nailon de cintura elástica ceñidos justo por debajo del ombligo. Se había vuelto a colocar el vendaje alrededor de las costillas y del amplio pecho. Extrajo un trozo de salmón ahumado de la lata que sostenía sobre el muslo, lo colocó encima de una galletita salada y se lo llevó a la boca. Luego metió los dedos en la lata y sacó un pequeño trozo de pescado para dárselo al perrito, que estaba sentado al lado de su pie izquierdo.

Baby abrió las fauces y la engulló sin masticar. Si Max creía que podía ganarse el corazón del perro a través del estómago, estaba en lo cierto, aunque sólo hasta cierto punto. Baby era esclavo de su apetito por los bocados prohibidos pero, por encima de eso, era prisionero de su complejo de Napoleón. Unos trocitos de salmón ahumado no lo desviarían de su misión de derrotar a los perros mayores que él.

– Creía que odiabas a mi perro.

Max se llevó la cerveza a los labios y bebió un largo trago.

– Así es -contestó, sin mirarla-. Sólo lo estoy cebando un poco por si más adelante necesito comérmelo.

Lola no supo si lo decía en broma.

– Vamos, Baby. -y con un gesto, indicó al perro que la siguiera al interior del barco, pero Baby se negó a obedecer y prefirió quedarse con el hombre que estaba alimentándolo.

Sintiéndose ligeramente traicionada, Lola fue a comprobar si sus bragas se habían secado. Estaban sólo un poco húmedas en la zona del elástico, de modo que se las puso. Escudriñó la cocina en busca de algo para comer porque, aunque no tenía reloj, supuso que era la hora de la comida. En la nevera encontró un poco de queso Brie, así como un plátano y unas cuantas uvas. Ya que Baby había optado por quedarse en cubierta, Lola tenía que salir también y asegurarse de que no comiese demasiado salmón y se pusiera enfermo.

Se sentó entre los pantalones húmedos y la camiseta de Max. Necesitaba un cuchillo para cortar el Brie y, de repente, como si Max le hubiese leído el pensamiento, le alargó el cuchillo de pescado metido en la funda.

– Te dejas esto por todos lados -le dijo.

Lola abrió la boca para darle las gracias, pero se contuvo. No necesitaría un cuchillo para nada si no fuera por él. Cortó un trozo de queso y se lo comió acompañado de dos uvas. Max le acercó una caja de galletas y Lola eligió unas de centeno.

– Por favor, no le des más pescado a Baby. Se va a poner enfermo.

Max no contestó, pero se comió el resto de salmón él solo. No le ofreció ni una loncha a Lola, lo cual le pareció bastante desconsiderado, aunque ella no esperaba la más mínima muestra de cortesía por parte de Max. Peló el plátano y dirigió la vista al océano, para mirar a cualquier parte excepto a él. Detestaba tener que reconocerlo, pero ese hombre la ponía nerviosa, con su cara magullada y sus poderosos músculos. Mientras daba un mordisco al plátano, se fijó en su cepillo de dientes, que sobresalía de un soporte para la caña de pescar, a popa.

– ¿Qué hace mi cepillo de dientes ahí?

– Lo he utilizado.

Entonces ella lo miró directamente a la cara magullada, a los ojos azules. Tragó el bocado de plátano.

– ¿Para qué? -le preguntó.

– Para lavarme los dientes.

– Dime que es una broma.

– No.

– ¿Has robado mi cepillo de dientes?

Max negó con la cabeza.

– Lo he requisado.

– ¡Qué asco!

– Lo he empapado en ron para matar los gérmenes.

– ¿Qué gérmenes? -Lola, boquiabierta, se quedó mirándole, observando la ligera hinchazón bajo el ojo izquierdo, el pómulo ennegrecido y la venda fría sobre la frente-. Eso es absolutamente asqueroso… y… y… -Mientras tartamudeaba, se levantó, con el cuchillo en una mano y el plátano en la otra. El queso cayó al suelo y Baby se abalanzó sobre él. Lola no le hizo caso-. ¡Y vomitivo!

Max dirigió la mirada al cuchillo que ella empuñaba.

– Bueno, tampoco me he cepillado el culo con él.

– ¡Como si lo hubieses hecho!

– ¿Por qué te pones así? -Él también se levantó y señaló el cepillo con la botella-: Lo coloqué ahí para que se esterilizara con el sol.

Lola no podía creer que hablara en serio.

– Me raptas, me retienes en medio del Atlántico, utilizas mi cepillo de dientes ¡Y me preguntas por qué me pongo así! ¿Qué te pasa? ¿ Te comías la pintura de las paredes cuando eras niño o qué?

Max no contestó a esa pregunta.

– Date un respiro -le aconsejó-. No te he raptado, y fuiste tú quien nos dejó inmovilizados en alta mar.

Pero Lola no estaba de humor para asumir ningún tipo de culpa.

– ¿Qué harás ahora? ¿Me robarás la ropa interior?

Max paseó la mirada por la parte delantera del vestido, por encima de sus pechos y por el abdomen. Tomó un trago de la cerveza mientras contemplaba las cerezas estampadas en la zona de la entrepierna.

– No lo sé – dijo, despacio-. ¿La tienes todavía tendida en el baño, o voy a tener que arrancártela?

– No, ya no está tendida en el baño -le informó Lola, apretando los labios.

Max la miró a la cara y sonrió, enseñando los dientes blancos; bien alineados y recién cepillados.

– Bueno, puedes quedarte con ella. El rosa no es mi color favorito.

Ahora, al darse cuenta de que él posiblemente había tocado su ropa interior, Lola encontró la respuesta a aquello que se preguntaba la noche anterior: no, no era capaz de cortar el cuello a ningún hombre. Porque, de lo contrario, habría matado al «bueno de Max». Gustosamente.

– No sé por qué te pones tan rígida. Tampoco voy a contagiarte nada.

– ¿Qué? ¿Se supone que tengo que fiarme de tu palabra? -Lola dio un paso atrás y lo miró de arriba abajo-. Ni siquiera sé quién eres.

– Ya te dije ayer por la noche quién soy.

Una gota de sudor le resbaló a Lola por el cuello. Se la secó con un gesto del hombro. Le dolía la cabeza, le picaban los ojos y necesitaba un baño. Se sentía tan mal que no podía tenerse en pie. Lo único que quería era meterse en una cama limpia y dormir hasta que esa pesadilla terminara.

– Ya sé lo que dijiste, pero no puedes probarlo.

– Eso es cierto. Tendrás que confiar en mi palabra.

– Estupendo. -Lola enfundó con cuidado el cuchillo mientras intentaba desesperadamente controlar sus emociones y no prorrumpir en un llanto histérico delante de él-. Se supone que tengo que confiar en la palabra de un tipo que ha robado un objeto de mi propiedad y que ha amenazado con comerse a mi perro.

Max se encogió de hombros:

– No tienes otra opción.

– Yo siempre tengo otra opción, y mi opción es no creer ninguna palabra que salga de tu boca.

– Como quieras, pero no es conveniente para ti que discutas conmigo por algo tan trivial como un cepillo de dientes.

– No me das miedo.

– Pues debería dártelo. Te supero en peso y tamaño, y puedo tener peores intenciones de las que te imaginas.

– Tú no imaginas las malas intenciones que puedo tener yo.

En ese momento, Lola tenía muy malas intenciones. Realmente malas. Max echó la cabeza hacia atrás y se rió, divertido. Lola olvidó su miedo de golpe, dio un paso hacia delante y le hincó el índice en el pecho.

– No te rías de mí.

– ¿Y qué vas a hacer? ¿Agujerearme el pecho con el dedo?

– Quizá te dé un puñetazo en el ojo bueno y te lo deje a juego con el otro. -La sola idea le habría arrancado una sonrisa de no haber estado tan enfadada en ese momento.

Max le agarró la mano y apartó el dedo de su pecho.

– Lo más probable es que no te permita ni intentarlo. -Ella intentó soltarse, pero Max aumentó la presión de la mano, grande y cálida-. No si lo veo venir.

– Puedo esperar a que te duermas.

– Puedes, pero no te aconsejo que te acerques a mí cuando esté en la cama.

Ella intentó liberarse de nuevo, pero en lugar de soltarla, él avanzó un paso, reduciendo la distancia entre ambos.

– Y si lo intento, ¿qué? ¿Me atarás de nuevo o algo así?

Max bajó la mirada hacia su mano, que todavía sujetaba la de Lola y era lo único que separaba los senos de ella del vello oscuro del pecho de él.

– Algo así -dijo en voz muy baja y levantó la vista hasta los labios de ella-. Seguro que se me ocurre algo. Algo un poco más divertido que un ojo a la funerala.

De repente, Lola reconoció una textura áspera en su voz. Un destello de deseo en los ojos azules. Había percibido eso muchas veces en su vida. Pero ahora no sintió la más mínima chispa interior, ni el menor interés; ni siquiera sintió repugnancia, lo cual no la sorprendió dado que la ira la llenaba por completo.

– No te exprimas el cerebro -le replicó al tiempo que conseguía soltarse de él y retroceder unos pasos-. Nunca seré una voluntaria en tus perversas fantasías.


La luz de la cocina caía sobre la cabeza de Max mientras éste estudiaba un mapa que había desplegado encima de la mesa. Había encendido uno de los generadores al ponerse el sol y se había vestido con su ropa seca, tiesa a causa de la sal del mar. Había puesto una cinta de Jimmy Buffet en el equipo, y la canción Cheeseburger in Paradise competía con el zumbido de la nevera. No le preocupaba mucho que el Dora Mae resultase más fácil de localizar ahora que tenía las luces encendidas. No los encontrarían tan fácilmente de todas maneras, pues no emitían ningún tipo de señal que llamase la atención.

Marcó su posición aproximada en el mapa, que había calculado observando las estrellas y valiéndose de una brújula que había encontrado en el camarote. Estaba seguro de que se hallaban entre la isla Andros y la de Bimini. Lo que no sabía era a qué distancia. Iban a la deriva, arrastrados por una cálida corriente del noroeste, pero había empezado a soplar un viento del sureste. No creía que la velocidad del barco superara los dos nudos, fuera cual fuese la dirección.

Los golpecitos de unas uñas contra el suelo atrajeron la atención de Max hacia la puerta. Baby Doll Carlyle entró en la cocina y saltó al banco y de ahí a la mesa; irguió las orejas y fijó la mirada en Max.

– Oh, no, otra vez no -rezongó Max. Se levantó de la mesa, sacó una cerveza de la nevera, la segunda en todo el día, y la alzó en un silencioso saludo. Los Thatch no sólo le habían proporcionado un barco sino que lo habían aprovisionado de buena cerveza. En la cocina había canapés y bebida para un mes.

Por suerte, encontró provisiones más sustanciosas en la despensa. Estaba repleta de zumo de tomate, aceitunas verdes y vermut. Si hubiese sido un buen bebedor, habría podido pasar varias semanas borracho con el alcohol que había ahí almacenado. En uno de los estantes inferiores encontró arroz blanco y unas latas de peras.

Se acordó de Lola, de su mano aprisionada en la de él, y de sus pechos, a punto de hacer saltar los botones de ese horroroso vestido. Destapó la cerveza y durante medio segundo consideró la posibilidad de emborracharse por completo; la idea de evadirse de todo por medio de la bebida lo sedujo por un momento. Pero Max ya conocía esa forma de afrontar la realidad. La había visto en su padre y se prometió a sí mismo que nunca recurriría a eso. Él era fuerte y podía evitarlo. Más fuerte que la bebida y más fuerte que su padre. Nunca permitiría que nada lo dominase como el ron había dominado a Fidel Zamora.

El minúsculo perro que había encima de la mesa soltó un ladrido y Max lo miró.

– ¿Dónde está tu dueña? -le preguntó Max en voz alta, aunque tenía una ligera idea de dónde se encontraba: la había visto sacar una tumbona de un armario y llevarla al puente.

Max bebió un trago de Dos Equis y se dirigió hacia afuera. Lola no le había dirigido la palabra desde su discusión sobre el cepillo de dientes. Quizá debería haberle pedido permiso antes de cogerlo, pero pensó que ella se lo habría denegado y que él lo habría utilizado igualmente. Por eso, le había parecido inútil y todavía se lo parecía. Además, tal como le había dicho, no iba a contagiarle nada. Dios sabía que su revisión física anual incluía todas las pruebas conocidas por la comunidad médica, pero herviría el maldito cepillo si eso la hacía sentirse mejor.

Descalzo, subió las escaleras hasta el puente. Se acercó un poco y la miró, envuelta en las sombras de la noche. Las luces de babor y estribor todavía funcionaban, y su brillo se reflejaba en el cabello de Lola. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. El pecho le subía y le bajaba a ritmo lento, pero los botones del vestido aún parecían apunto de saltar. Tenía una mano sobre el vientre, mientras que la otra colgaba aun lado de la silla con el espejo todavía entre los dedos. El chal que utilizaba como falda se encontraba arrebujado entre sus piernas, y Max se las tapó con él. Luego recogió los prismáticos del suelo. Observó el horizonte con ellos, buscado alguna boya o algún signo que indicara la proximidad de la costa. No vio más que el reflejo de la luna en la negra superficie del mar y la ligera espuma de las olas.

La posibilidad de que lo arrestaran por robo y secuestro cuando los rescatasen era real. Por lo menos lo detendrían. Pero eso no le preocupaba en absoluto: con una llamada telefónica haría desaparecer todos los cargos.

Lo único que le preocupaba de verdad era el hecho de encontrarse en medio del Atlántico desprovisto de sus herramientas letales, sobre todo de 9 mm con munición subsónica y su cuchillo de asalto K-Bar. Sin ellos se sentía desnudo y a merced de cualquier barco que se cruzara con ellos. Max no se fiaba de nadie ni de nada, y mucho menos de los desconocidos.

Echó un vistazo a Lola y al cuchillo de pescado, que se había deslizado desde su mano hasta el suelo. Como guerrera era pésima. Dormía tranquilamente mientras él invadía su espacio, y ni siquiera estaba pendiente de su arma. Recogió el cuchillo del suelo y se lo colocó en el cinturón.

La luz de la luna acariciaba la mejilla y el labio superior de Lola. No cabía duda de que era una mujer hermosa. Era la clase de mujer con la que los hombres fantaseaban.

«Nunca seré una voluntaria en tus perversas fantasías», le había dicho, como si le hubiera leído el pensamiento. ¿Perversas? Sus fantasías no eran perversas. Bueno, no tanto como las de algunos tipos que conocía.

Aunque Max no era el típico hombre que se compraba calendarios de desnudos, habría tenido que ser de otro planeta para no saber quién era Lola, para no haberla visto en calendarios, anuncios de sujetadores, vallas publicitarias y portadas de revistas. Estaría muerto de cintura para abajo si nunca hubiese imaginado cómo sería acostarse con ella, sentir su sudor y su pelo revuelto, probar su carmín.

Recordó la primera vez que vio una fotografía de Lola. Fue en Times Square, hacía más o menos unos ocho años. Esperaba un taxi delante del Hiatt cuando miró hacia arriba y allí estaba ella, con la melena rubia hacia atrás, los ojos provocadores, como si estuviera mirando a su amante, y el exuberante cuerpo cubierto solamente con unas bragas de puntillas y un sujetador a juego.

De color blanco. Su preferido.

Ese día en que la vio por primera vez se preguntó quién sería. Al igual que todos los hombres que la miraban, se la imaginó desnuda y, consciente de que nunca tendría la oportunidad de estar con una mujer como ésa, se dijo que seguramente sería un polvo horroroso. Se la veía demasiado flaca y preocupada por su maquillaje. Seguramente era de esas chicas que esperaban que el hombre hiciera todo el trabajo. Sí, eso fue lo que se dijo aunque en realidad no tenía nada en contra del trabajo, y menos aún contra ese tipo de trabajo.

Al observarla ahora, decidió que no era tan delgada. De hecho, era la clase de mujer que le gustaba: de pechos grandes y con un trasero de tamaño justo para abarcarlo con sus grandes manos. Le gustaba sentir el cuerpo suave y sinuoso de una mujer contra el suyo. Le molestaba notar los huesos. No quería tener la sensación de que en cualquier momento podía romper.

Miró los labios entreabiertos y, de pronto, pensó en besar a Lola Carlyle. Ahora no llevaba carmín, y Max se preguntó cómo sería fundirse lentamente con ella en un beso y saborear sus labios. Sentir las dudas de ella, sus vacilantes intentos por detenerlo, justo antes del suspiro: el «ahhh» que le daría a entender que ella también lo deseaba, el momento en que ella rendiría a su boca, a él, a Max Zamora. El chico de Fidel Zamora. El chico de cara sucia de quien su padre se olvidaba cuando se entregaba a una botella de ron, cosa que sucedía la mayor parte del tiempo.

Max no estaba forrado de dinero, no era un actor famoso ni una estrella del rock, no era el tipo de hombre que las mujeres como Lola Carlyle buscaban, pero eso no le impidió preguntarse cómo sería tocar a una mujer como ella, sentir los senos blandos apretados contra su pecho mientras hundía los dedos en su fragante cabellera.

Max se llenó los pulmones de aire frío y salado y lo espiró despacio. Todas esas fantasías lo estaban conduciendo a un lugar del que más valía mantenerse alejado. Un lugar que provocaba tal reacción en su cuerpo magullado que le exigía que hiciese algo al respecto. Un lugar donde la sangre escocía y le causaba una dolorosa quemazón en las ingles. Un lugar adonde nunca iría con una mujer como Lola. A un lugar donde ella nunca iría con un hombre como él. Max no era rico, ni famoso, ni un modelo de rostro angelical. Una mujer como ésa no aguantaría a un hombre que desapareciera días y semanas y que nunca le diría cuándo volvería ni dónde había estado.

Max dio media vuelta y se alejó del puente. Era mejor para ambos que no pensara en ella en absoluto. Se sentó en la misma silla que antes, estiró el brazo para coger la caña de pescar y lanzó el anzuelo. Se concentró en el sedal para evitar el recuerdo de la modelo de ropa interior que dormía en el puente.

Supuso que quizá picaría algún pez si tuviera idea de qué estaba haciendo. Durante los últimos años había ido a pescar algunas veces a un lago o arroyo, pero nunca había sido un auténtico pescador. En realidad, había practicado la «pesca» principalmente en el patio de la vieja casa que su padre y él habían alquilado en Galveston.

Ahora que lo pensaba, debía de contar con unos siete años cuando el viejo le compró aquella caña de metro ochenta con un carrete Zebco. Todavía la tenía escondida en un armario. Era una de las pocas pertenencias que conservaba de la infancia.

Incluso ahora sentía claramente el peso de esa caña y ese carrete en sus manos. Su padre, que se encontraba en la furgoneta en ese momento, le ató un plomo al extremo del sedal y le mostró cómo lanzarlo. Los dos permanecieron allí hasta el anochecer, el uno aliado del otro, lanzando el plomo sobre la hierba y charlando de los peces que pescarían algún día. Max todavía recordaba el tacto de las manos de su padre y el sonido de su acento cubano en la brisa húmeda y cálida.

Por desgracia, el hombre pasaba la mayor parte de su tiempo fuera con la furgoneta y nunca pudo llevar a Max a pescar, lo que no impidió que Max siguiese practicando y esperando. En unos cuantos años se convirtió en un excelente lanzador. Lanzando por arriba, de lado y por debajo, podía acertar cualquier blanco que se fijara. Siempre supuso que esa práctica había resultado útil y le había permitido dominar sin esfuerzo el tiro con rifle.

Cambió de postura y las costillas le dolieron sólo un poco menos que cuando andaba o estaba de pie. Se llevó los prismáticos a los ojos y observó el negro océano. Sólo había experimentado un alivio total del dolor que sentía en el costado durante las pocas horas que había pasado tendido boca arriba la noche anterior. Aunque no le habría venido mal dormir unas cuantas horas más, no podría darse ese lujo esa noche. En esos momentos cualquiera podía pillarle desprevenido.

Sin embargo, como no había dormido en dos días, cayó en un sueño profundo una hora antes de que el sol se levantara sobre el horizonte.

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