Baby apareció como una flecha desde la parte trasera de la casa, ladrando como si se hubiera lanzado tras un gato. Pasó entre los pies de Lola, salió corriendo por la puerta y empezó a dar saltos sobre las patas traseras alrededor de Max. Éste se agachó y la recogió con la mano que tenía libre.
– Hola, B.D. -la saludó, y lo levantó un poco para observarlo-. ¿Qué es eso que llevas puesto?
– Su camiseta de seda.
– Aja -le dio la vuelta-. Excepto por esa camiseta de mariquita, tiene buen aspecto. ¿Algún problema desde que ha vuelto a casa?
Lola no hizo caso del comentario despectivo sobre la camiseta.
– El veterinario dice que tiene una ligera infección en la orina y que su sistema inmunológico se ha debilitado un poco, pero estará bien cuando termine con la medicación.
– ¿Y tú? ¿Cómo estás tú, Lola?
Bueno, ésa era una buena pregunta. Sintió que el corazón se le aceleraba y, de repente, le faltó el aliento. Abrió los brazos en un gesto que indicaba que estaba perfectamente.
– Hoy he ido a la oficina.
– Me gusta tu pelo.
– Gracias. -Lola se pasó unos rizos detrás de la oreja y dirigió la vista al jeep negro aparcado detrás de Max-. ¿Es tuyo?
Max echó un vistazo por encima del hombro.
– Sí.
– Me imaginaba que eras el tipo de hombre que conduce un todoterreno.
La risa silenciosa de Max llenó el espacio entre los dos, y Baby le lamió la barbilla.
– ¡Eh, tú, chucho! -Max apartó el perro de su cara-. Tranquilízate o sufrirás un accidente.
– Sólo está contento de verte.
Max dejó al perro en el porche y luego se enderezó despacio. Miró a Lola a través de los cristales oscuros de las gafas de sol.
– ¿Y tú, Lola? ¿Estás contenta de verme?
El sonido de la voz de Max al pronunciar su nombre traspasó a Lola como un rayo de luz atraviesa la niebla, pero no sabía si cometer la temeridad de responder que sí estaba contenta. Ladeó la cabeza.
– Estoy a punto de volverme loca y morderme una mano -dijo despacio.
– No puedo permitir eso -dijo Max con una sonrisa-. Quizá deberías invitarme a pasar para que pueda asegurarme que no te autolesiones.
Bueno, ya que estaba aquí. Lola dio un paso atrás.
– Pasa.
Mientras se dirigía a la cocina, oyó que Max cerraba la puerta detrás de sí y la seguía. Baby corrió a su comida, y Lola sacó una botella de vino tinto de una de las bolsas que había dejado sobre la encimera.
– Te vi en televisión el miércoles -le dijo Max al entrar en la cocina.
Lola sacudió la cabeza y sacó dos vasos.
– Tenía un aspecto horrible.
– Nunca tienes un aspecto horrible.
Max estaba siendo amable y ambos la sabían, pero cuando Lola levantó la vista hacia él, le pareció que hablaba en serio. Se había quitado las gafas de sol y esos maravillosos ojos azules la miraban con sinceridad.
– ¿Vino?
– No, gracias.
– Es verdad. Eres bebedor de cerveza.
– Sí, como tus primos por parte de padre. -Max le dio la cajita que llevaba en la mano-. No sabía si querrías verme, así que pensé que podría sobornarte un poco con esto.
Lola tomó el regalo y lo agitó.
– ¿Por qué tendrías que sobornarme?
– Después de todo lo que pasó, no estaba seguro de que no quisieras sacarme los ojos.
Lola rompió el papel y el lazo y no pudo evitar sonreír. Sintió como si un ridículo fuego se encendiera en su interior y le calmara el enfado. A diferencia de los regalos de otros hombres que había recibido en el pasado, éste no era caro ni lujoso.
– Gracias -le dijo-. Ningún hombre me había regalado nunca un cepillo de dientes.
– Es un Oral-B, como el que tenías.
– Sí, ya lo veo.
– Pensé que te lo debía.
– Sí, me lo debías. Lo trataré bien.
Lola dejó el cepillo de dientes al lado de las bolsas de la compra y sacó un jarrón Waterford del armario.
– ¿Sabes? Posiblemente no debería tener ganas de volver a verte -le dijo mientras llenaba el jarrón con agua-. Pero Baby y yo todavía sufrimos los efectos del síndrome de Estocolmo.
– ¿Síndrome de Estocolmo? ¿No tiene uno que ser secuestrado para sufrir el síndrome de Estocolmo?
Lola cerró el grifo del agua y lo observó: el pelo negro de Max brillaba bajo la luz de la cocina; su presencia le llenaba todos los sentidos; notaba el suave olor de su colonia. Se había equivocado respecto a los morados. Todavía tenía uno pequeño en la comisura del ojo.
– ¿Vamos a volver a discutir eso?
Max negó con la cabeza y se apoyó en la nevera.
– Bueno, ¿cuánto tiempo crees que tú y tu perro sufriréis esos efectos?
Lola colocó el jarrón en la encimera y se puso a arreglar las flores que había comprado en el mercado. Resultaba tan extraño tenerle allí, en su casa, hablando con ella en la cocina, en lugar de en el Dora Mae. Pero, al mismo tiempo, no resultaba extraño en absoluto. Era como si la conociese de toda la vida. Lo cual era otra prueba de que de verdad estaba volviéndose loca.
– Yo no puedo hablar en nombre de Baby, y no estoy del todo segura respecto a mí misma.
– ¿Cenamos?
Lola levantó la vista del tulipán que tenía entre las manos.
– ¿Invitas tú?
– Por supuesto. Pensé que podríamos comer un bistec y hablar de tus planes para quitar esas fotos de Internet.
Lola ya había puesto en marcha su nuevo plan.
– He llamado a un detective privado y voy a verlo el lunes.
– Contrátame a mí en su lugar.
Lola no se habría sorprendido más si él le hubiese sugerido que lo contratara para llevarla a la luna.
– ¿Me estás ofreciendo tu ayuda?
– Claro.
Si había alguien capaz de obligar a Sam a cerrar su página de Internet y de recuperar esas fotos, esa persona era Max. Mad Max, el hombre que comía cobras y rescataba perros en el mar. Que la había salvado de los traficantes de droga y había hecho volar el barco en pedazos. Max el héroe. Lola sintió que le quitaban un peso de encima, y el corazón se le aceleró imperceptiblemente.
– ¿Cuánto me cobrarás?
– Por tratarse de ti, te ofrezco mis servicios a un precio ridículo.
– ¿Cómo de ridículo?
– Lo hablaremos durante la cena. -Max le quitó el tulipán de las manos y le acarició la punta de la nariz con él. Luego, la puso en el jarrón-. Estoy hambriento, y pienso mejor después de comer.
Una de las últimas cosas que Lola deseaba hacer en esos momentos era volver a ponerse los zapatos.
– De verdad que no tengo ganas de salir, pero dejaré que me cocines la cena aquí.
Max abrió una de las bolsas y echó un vistazo dentro.
– ¿Qué tienes ahí?
– Unas cuantas verduras. Leche, pollo, hamburguesas, y no sé qué más.
– Una chocolatina tamaño gigante -dijo Max mientras sacaba la barrita de caramelo.
– Por supuesto.
Max la dejó en la bolsa.
– ¿Tienes arroz para acompañar el pollo?
– Ahí arriba. -Lola señaló uno de los armarios. En el estante inferior había alimentos y en los dos estantes superiores, algunos de los libros de cocina en lengua extranjera que nunca había utilizado.
Max se puso detrás de ella y levantó el brazo; al abrir el armario, su pecho rozó la espalda de Lola. Max sacó una caja roja. El contacto no había sido nada, sólo un ligero roce de los tejidos, pero a Lola le provocó escalofríos por toda la espalda.
– ¿Sólo tienes arroz de cocción rápida? -preguntó Max justo encima de su cabeza-. No puedo preparar arroz con pollo con esto.
Lola apoyó las manos en la encimera. Lo más fácil del mundo habría sido apoyarse en la sólida comodidad del pecho de Max. Entregarse a sus brazos y fundirse en ellos. Cerrar los ojos y dejar que él apartara cualquier otro pensamiento. Sentir de nuevo su calor y su fuerza.
– ¿Qué lleva el arroz con pollo?
– Pollo, arroz, especias, un poco de salsa de tomate, un poco de cerveza y pimientos.
Antes de que Lola pudiera sucumbir a la tentación, Max volvió a dejar la caja en el armario y se apartó de la encimera, alejándose de ella. A Lola le pareció que él intentaba poner algo más que distancia física entre ellos. Era como si quisiese guardar una distancia profesional, y la extraña sensación de estar como suspendida en el aire, a la espera, la asaltó de nuevo.
– ¿Sabes encender una barbacoa?
– Sí, puedo hacerlo. -Max extrajo un paquete de pollo de la bolsa-. Eh, Lola.
Lola frunció el ceño y puso una rosa en el jarrón.
– ¿Sí?
– No has contestado a mi pregunta.
Lola, que pensaba que las había contestado todas, levantó la vista.
– ¿Cuál de ellas?
– ¿Cómo estás? -Max recorrió su rostro con la mirada-. Sinceramente.
– Estoy bien. -Lola volvió a dirigir la atención a las flores y escogió un hermoso tulipán cerrado-. Todo es un poco raro, pero pronto me adaptaré de nuevo. Hoy ha sido mi primer día en la oficina, así que no estaba…
– No te estoy preguntando por tu trabajo. -Max le sujetó el mentón con los dedos y le levantó la cabeza-. Te estoy preguntando por ti.
Al tacto de sus dedos, Lola sintió que el vello de la nuca se le erizaba y que la garganta le picaba. Dejó el tulipán sobre la encimera y contempló esos familiares ojos azules. Miró el rostro de la única persona que podía comprender aquello que ni siquiera ella misma entendía.
– No sé cómo me siento. Sé que se supone que debería estar contenta de encontrarme en casa otra vez, y lo estoy. Pero al mismo tiempo, siento que algo ha cambiado y no sé qué es. Mi casa, mi trabajo, mi vida, todo parece igual pero no sé. Me producen una sensación distinta. Desconcertante. Extraña.
Max enarcó las cejas, agachó un poco la cabeza y la miró a los ojos.
– ¿Tienes recuerdos recurrentes, o problemas para dormir?
– No.
– ¿Pesadillas?
– Soñé que no podía sacar a Baby del centro de acogida para animales.
– Aja. ¿Y sueños de muertos o de muerte?
Lola negó con la cabeza.
– No.
– ¿Estás nerviosa?
– No.
– ¿Tienes miedo?
– Desde que he vuelto no. -Lola se encogió de hombros-. Me cuesta concentrarme.
Max le posó las manos en los brazos.
– Parece que tienes un ligero trauma. Es frecuente en personas que han pasado por una situación difícil. Quizá deberías buscar ayuda.
– ¿Un psiquiatra?
– Sí.
No, Lola no quería hablar con un médico. Ya había seguido una terapia antes, durante varios años, y le había ayudado, pero en esa situación no necesitaba acudir a ningún profesional. Sólo quería hablar con Max. Sólo el contacto de las cálidas palmas de sus manos en los brazos la hacía sentirse mejor, como en aquella tormenta o aquella noche en que habían hecho el amor.
– ¿Has ido alguna vez al psiquiatra?
– No -rió Max-, tengo miedo de la que pueda descubrir.
– ¿Temes que descubra que estás más loco que una cabra?
– Totalmente. -Max deslizó las manos hasta los codos de Lola y, de nuevo, ella tuvo que reprimir el instinto de apoyarse en él-. ¿Has comido estos días?
Lola había tenido algunos problemas con eso. Se había visto obligada recordarse constantemente que tenía que comer, pero ya había pasado por eso antes y conocía el proceso. No era nada que ella no pudiese controlar y superar, pero no deseaba hablar de ello.
– ¿Por qué tantas preguntas?
– Necesito saber que estás bien. -Max bajó las manos, privándola de la calidez de su tacto-. En mi vida he hecho algunas cosas de las que no me siento muy orgulloso, pero nunca le había jodido la vida a una mujer inocente. Yo te lo he hecho y lo siento. -Max la miró a los ojos, y a Lola le pareció que podía leer su mente-. Quiero asegurarme que te vas a poner bien, y quiero ayudarte a quitar esas fotos de Internet. Te lo debo.
Al parecer, la única razón de que hubiera venido a su casa era que se sentía responsable de ella. Como si estuviese en deuda con Lola, y ella fuese solamente otro de los trabajos que debía terminar para poder tacharlo de la lista y borrarlo de la memoria.
– No me debes nada. Puedo contratar a alguien que me ayude en el tema de Sam. Y no tenías por qué venir hasta aquí desde Alexandria sólo para asegurarte que estoy bien. Podrías haber llamado para eso.
– Estoy de paso hacia Charlotte.
– Ah.
Lola había sido una parada en su trayecto hacia otro lugar. El dolor que eso le provocaba la avergonzó.
– Habría venido de todas formas.
– ¿Por qué?
– Tú y yo hemos… Nosotros… -Max luchó para encontrar las palabras, como había hecho aquella tarde en el Dora Mae para dar con una expresión más educada-. Pensé que nos llevábamos mejor. Que teníamos una relación más amistosa, quiero decir.
Sí, ella también diría que hacer el amor era más amistoso. Se preguntó a qué se referiría Max en realidad. Si es que se refería a alguna cosa. Con Max era difícil saberlo.
– ¿Intentas decirme que quieres que seamos amigos?
Max cruzó los brazos por encima del pecho y apoyó el peso del cuerpo en una pierna.
– Ser amigos está bien -dijo, aunque no parecía especialmente feliz con la idea-. Podemos ser amigos.
El hombre que la había mirado desde el umbral como si quisiese devorarla allí mismo no había venido por amistad. Pero el hombre que se encontraba ahora delante de ella le recordaba a ese Max que le había dicho que ella podía pasearse desnuda sin que él sintiera nada en absoluto.
– ¿Has tenido alguna vez a una mujer como amiga?
– No.
– ¿Estás seguro de que podrás ser sólo un amigo mío?
– Seguro.
Lola colocó un tulipán en el jarrón y lo miró de reojo.
– Porque todavía recuerdo varias ocasiones en que me besaste y en que tus rápidas manos me desabrocharon la ropa.
– Puedo mantener las manos quietas -le aseguró-. ¿Puedes tú?
– No hay problema.
Max ladeó la cabeza y la estudió con el ceño fruncido.
– ¿Estás segura de eso?
– Segurísima.
– Porque todavía recuerdo una ocasión en que me metiste mano y me agarraste las pelotas.
Lola se quedó boquiabierta y él sonrió. Ella había olvidado lo vulgar que Max podía ser.
– Bueno, eso fue sólo porque pensaba que me iba a morir. Y como no tengo previsto encontrarme en esa situación nunca más, tus… tu cuerpo está a salvo. -Lola levantó la barbilla-. Sí, creo que podemos ser sólo amigos -concluyó.
Pero ¿podrían? ¿Qué sentía ella por Max en realidad? Confusión, básicamente. ¿Y qué sentía él por ella? Lola no tenía la menor idea.
– Nunca he tenido como amigo a un hombre. Bueno, a un hombre que no fuera gay, así que esto puede ser interesante.
Lola puso el resto de las flores en el jarrón y se preguntó si Max y ella podían ser amigos después de todo la que habían pasado juntos. ¿Sólo amigos? Quizá, pero tenía sus dudas. No sabía si podía ser amiga de un hombre que, sexualmente, la había hecho soltar chispas.
– Bueno -dijo Lola-, ¿por qué no asas el pollo en la barbacoa, en el patio, mientras me cambio? -Lola pasó por delante de él y se detuvo en la puerta-. ¿Vamos a llamarnos «colega» a partir de ahora?
– No, tú me llamarás Max y yo te llamaré Lola.
La parrilla eléctrica humeaba cuando Max levantó la tapa y dio la vuelta al pollo. Echó salsa de barbacoa a las pechugas y los muslos y se fijó en la caseta de perro de Baby, o más bien el castillo de perro de Baby. Estaba en una parte cubierta del jardín, rodeado de plantas en flor rosas y púrpuras, un entorno de cuento de hadas. El castillo era de color azul y lavanda y sobre él ondeaban pequeñas banderas. Era aproximadamente de un metro de ancho por uno y medio de largo y tenía un puente levadizo por puerta. Aparte del interior de la casa, era prácticamente la cosa más cursi que había visto nunca.
Durante el viaje hacia el sur, Max se había preguntado cómo sería la casa de Lola y no se había equivocado mucho en sus suposiciones. Colores pastel como los del algodón de azúcar, cojines con encajes en sofás de piel de un violeta oscuro y cortinas con puntillas. Alfombras blancas y papel pintado de flores. Era la clase de casa que lo vaciaba a uno de testosterona y le encogía los cojones si no se andaba con cuidado.
Max miró al perro que estaba a sus pies.
– ¿No te hace sentir eso como un mariquita? -le dijo, señalando el castillo con las pinzas de la carne.
Baby ladró, moviendo las cejas.
– Si no tienes cuidado, acabarás con las uñas pintadas de color rosa y con lazos rosas en las orejas.
– Baby no tiene dudas sobre su masculinidad -aseguró Lola, que en ese momento atravesaba la puerta de dos hojas y entraba en el patio de ladrillo.
Max sacudió la cabeza y dio la vuelta a un muslo de pollo.
– Bonita, tu perro tiene el seso sorbido. Probablemente por eso es un resentido. -Echó un vistazo a Lola y no hizo más comentarios. Ella se dirigió hacia él con un vaso de vino en una mano y una botella de Samuel Adams en la otra. Llevaba unos shorts tejanos tan holgados que le caían por la cadera y una camiseta blanca. Pero no era una camiseta cualquiera. Le venía tan ceñida que se le ajustaba como una segunda piel, y a la altura del pecho, en un color verde neón, unas letras decían: «Cómeme en St. Louis.»
– Bonita camiseta.
Lola la miró y sonrió:
– Un amigo mío abrió un restaurante en Saint Louis hace unos cuantos años, y éste es el nombre que le puso. -Le alargó la cerveza a Max-. Divertido, ¿no?
– ¿Un novio?
– No, Chuck es gay. Hice un poco de publicidad gratis para él entonces y él organizó una fiesta en mi honor. El restaurante se cerró, pero todavía tengo la camiseta. Es una de mis favoritas aunque, por supuesto, no me atrevo a ponérmela para salir.
Por supuesto que no. Sólo delante de él. Sólo para que a Max le doliesen los ojos y el cerebro. Sólo para que Max se preguntase cómo reaccionaría ella si la tumbaba en el suelo y aceptaba la invitación.
– ¿Cómo va el pollo? -preguntó Lola.
Max apartó la vista de la camiseta y se fijó en la barbacoa. Esto de ser amigos no iba a funcionar. Max bebió un trago de cerveza antes de contestar.
– Faltan unos diez minutos.
– Casi he acabado con la ensalada. ¿Quieres comer dentro o fuera?
La mano con que sujetaba la cerveza se le crispó a Max, que se preguntó si Lola estaba torturándolo a propósito.
– Fuera.
Ella le dedicó una sonrisa inocente, como si no fuese consciente del caos que desencadenaba con sólo respirar.
– Pues voy a poner la mesa fuera.
Max la observó entrar en la casa y deslizó la mirada por su espalda, su trasero y sus largas piernas. Venir había sido un error. Lo había sabido incluso antes de cargar el jeep, esa mañana.
Max volvió a dirigir la atención a la barbacoa y dio la vuelta a un muslo. El viaje a Charlotte había sido simple y sencillamente una excusa para venir a verla. No tenía que estar en ningún sitio hasta el lunes por la mañana, y de hecho, llevaba un billete de avión de ida y vuelta guardado en la maleta. Había reservado ese vuelo unas semanas atrás. No tenía necesidad de hacer ese largo viaje en coche, excepto para ver a Lola. Quería comprobar por sí mismo que se encontraba bien. No saberlo lo estaba volviendo loco y no le dejaba dormir por las noches.
Baby dejó caer un juguete chillón a los pies de Max, que lo recogió y se lo lanzó. El juguete cayó en un arbusto y Baby se internó en él y desapareció. Max paseó la vista por el patio, por la hiedra que trepaba por las altas vallas, por la profusión de rosas y por el pequeño banco situado debajo de la magnolia. Y se preguntó qué estaba él haciendo allí.
Ella tenía razón. Max habría podido llamarla por teléfono para asegurarse de que se encontraba bien, del mismo modo que habría podido llamar a cien tipos para que se encargaran de ayudarla en su problema con su ex novio. No tenía por qué involucrarse personalmente en eso. Esta era la vida de Lola, su casa, su mundo y él no encajaba allí. Nunca encajaría, él era Max Zamora, agente en la sombra, en un mundo que comprendía. Llevaba el único tipo de vida que conocía. El único tipo de vida que había querido vivir.
Pero aunque hubiese querido otra cosa de la vida, Max sabía que no había nacido para eso. Lola no era para él. Lola era una fantasía. Y ¿cuánto tiempo dura una fantasía? Hasta que suena el buscapersonas y él tiene que desaparecer en medio de la noche. ¿Se conformaría ella con un beso de despedida sin ninguna explicación?
No, Lola no se conformaría. Ninguna mujer la haría. ¿Cómo podía Max imaginar una vida con ella, si en el mejor de los casos la dejaría viuda a los cuarenta? Max no era un loco; había tenido suerte, pero en esa profesión, los días de un hombre estaban contados. No le asustaba morir, pero sí dejar a alguien atrás. ¿Cómo podía esperar que una mujer se conformara con ese tipo de vida? Especialmente una mujer como Lola, que podía conseguir algo mucho mejor.
Lola atravesó la puerta de dos hojas y depositó una bandeja blanca al lado de la barbacoa.
– Max, hay algo de lo que quería hablar desde la noche que nos fuimos de la isla -le dijo mientras se acercaba a la mesa que había en un extremo del patio-. Pero estaban pasando tantas cosas que no tuve la oportunidad.
– ¿De qué se trata?
Max tomó un trago de cerveza y observó el movimiento de los shorts mientras Lola colocaba el mantel en la mesa.
– ¿Fuiste tú quien hizo explotar el Dora Mae?
– Sí.
– ¿Cómo? -Lola se dirigió al otro lado de la mesa y se volvió hacia él-. Estaba oscuro y sé que tenías algún tipo de rifle. ¿Disparaste a los depósitos de combustible?
– No. Cargué un poco de dinamita con cabezas detonantes y la puse dentro de uno de esos condones que había en el yate. Luego la pegué con cinta en la o de Dora. Cuando nos encontrábamos lo bastante lejos, le disparé una bala del calibre 50. La segunda explosión se produjo cuando estallaron los depósitos de combustible.
Lola sonrió y se le formaron unas pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos.
– Me temblaban tanto las manos que casi no podía sujetar el timón. ¿Cómo conseguiste hacerlo en aquella oscuridad?
– Práctica -responió Max-. Años de práctica.
Lola meneó la cabeza y metió las servilletas a juego con el mantel en unos servilleteros en forma de melón.
– Bueno, eres un chico con sangre fría. Cuando los motores no se ponían en marcha y empezaron a llover las balas, la sangre casi no me llegaba a la cabeza y estuve a punto de desmayarme.
– Sí, parecía que estuvieses a punto de desmayarte. -Max puso el pollo en la bandeja y tapó la barbacoa-. Pero lo hiciste muy bien.
– No. -Lola negó con la cabeza y colocó cubiertos de plata al lado de los dos platos rojos-. Tenía tanto miedo que no podía pensar, pero tú no tenías miedo en absoluto.
Lola estaba equivocada. Max había pasado miedo. Había pasado más miedo que en toda su vida. No por sí mismo, sino por Lola. Se acercó a la mesa y dejó la bandeja en el centro, al lado de dos velas en forma de pera
– He aprendido a controlar el miedo -le explicó-. No permito que interfiera en lo que hay que hacer.
– Bueno, pues yo no quiero aprender a controlar el miedo, porque no quiero volver a encontrarme en un barco averiado ni volver a ser blanco de tiro. -Lola entró en la casa y salió poco después con la ensalada y una cesta con rebanadas de pan francés-. Cuando llegamos a la base, ¿adonde fuiste?
Max le acercó la silla para que se sentara.
– A la estación aeronaval que se encontraba al lado de las instalaciones de los guardacostas. En una hora me encontraba camino de Washington.
– Ah. -A Lola se le arrugó ligeramente la frente mientras se servía un muslo en el plato-. Intenté esperarte despierta.
Max se sentó a su lado y puso la ensalada en dos cuencos que figuraban dos cabezas de lechuga vaciadas. Le dio uno a ella y luego se extendió la servilleta sobre el regazo.
– Lo siento -le dijo, como había hecho en todas las ocasiones anteriores con todas las mujeres a quienes había decepcionado durante esos años.
– No, no quiero que lo sientas. -Lola eligió una rebanada de pan y luego le pasó la cesta a él-. Nunca dijiste que vendrías a verme, así que ni tienes por qué disculparte -le aseguró, pero él no la creyó del todo. Lola se llevó un poco de ensalada a la boca y luego tomó un trago de vino- ¿A qué vas a Charlotte? ¿A resolver algún tipo de secuestro del cual nadie sabe nada? ¿A un congreso de espías?
– Nada tan emocionante, me temo. Duke Power me ha contratado para ir allí a comprobar sus sistemas de seguridad.
– ¿Por qué? ¿Hay una amenaza terrorista?
– No. Me han contratado porque ése es mi trabajo. Soy asesor de seguridad.
Lola le clavó los ojos.
– ¿Quieres decir que tienes un trabajo de verdad?
– Tengo un trabajo de verdad y una empresa de verdad. -Max se llevo la mano al bolsillo trasero del pantalón y sacó la cartera-. Mira -le dijo, enseñándole su tarjeta.
Lola la estudió mientras masticaba un trozo de pan.
– «Z Security». ¿Tú eres Z?
– Sí, señora. -Max pinchó un trozo de pollo-. Ése soy yo.
– Tienes un trabajo de verdad y además haces de agente secreto. ¿Por qué?
– ¿Por qué qué?
– ¿Por qué un hombre en sus cabales arriesga su vida si tiene un trabajo y un negocio propios? -Lola dejó la tarjeta encima de la mesa-. ¿Por qué exponerte a recibir un tiro o una paliza si no tienes ninguna necesidad? ¿Es por dinero?
– No, pero el dinero no viene mal.
– ¿Estás loco, entonces?
Max se limpió la boca con la servilleta.
– Probablemente.
– Porque no creo que sea normal que a la gente le guste que le disparen, Max.
– No me gusta que me disparen, Lola -le dijo mientras alcanzaba la cerveza-. Pero eso forma parte del trabajo.
– Pues precisamente, tú ya tienes un trabajo de verdad. No tienes por qué lidiar con traficantes de droga o hacer estallar yates.
– Ya sé que no tengo por qué hacerlo.
Max se sirvió otro trozo de pollo. Ya había tenido conversaciones parecidas. Con otras mujeres. Aunque Lola era la única que se había enterado de lo que él hacía para el Gobierno, la única que conocía la faceta oscura de su trabajo, siempre lo reducía todo a una cuestión esencial: ¿por qué no podía Max sentar cabeza y llevar una vida normal en las afueras, criar a dos niños y conducir un monovolumen? Max no tenía otra respuesta que la verdad. Él no era ese tipo de hombre.
Max levantó la vista y advirtió que ella la observaba. El sol empezaba a ponerse y la luz de las velas titilaba en la mesa, los platos y las manos de Lola. Una ligera brisa acarició los nuevos rizos rubios de Lola, que tenía el ceño fruncido.
– ¿Qué? -dijo él.
– Entonces es que te gusta. Te gusta sentir el aguijón del miedo y quedarte sin aliento. Te gusta la incertidumbre, no saber si vas a vivir hasta día siguiente.
– Sí, me gusta lo que hago -admitió Max.
– No hay duda de por qué no te involucras en relaciones sentimentales con nadie. Imagino que debe de ser muy difícil mantener una relación seria con una mujer si tienes que marcharte a media noche para salvar el mundo, sobre todo porque no sabes cuándo vas a volver a casa, o si vas a volver siquiera. -Lola sacudió la cabeza y tomó un bocado de pollo.
Max cogió la cerveza y la miró por encima de la botella mientras bebía. No sabía si Lola pretendía mostrarse sarcástica, pero no lo parecía.
– Mantener una relación es difícil con el tipo de trabajo que tengo, si -respondió, aunque era una forma suave de decirlo. Mantener una relación era imposible.
Lola asintió con la cabeza.
– Para mí también. Es muy difícil porque no sé si un hombre quiere estar conmigo porque le gusto o sólo para que lo vean conmigo. -Lola se apoyó en el respaldo con los ojos muy abiertos-. Vaya frase más vanidosa me ha salido, ¿no?
Max rió. La luz de la vela parpadeaba sobre los labios de Lola.
– Sí, aunque imagino que es verdad.
– Lo que ocurre es que si una persona adquiere un poco de fama, por cualquier razón, siempre hay gente que quiere utilizarla para aparecer en los medios y captar la atención de los demás. No les gustas, sólo quieren que los vean contigo. -Lola se pasó los dedos por el pelo y se la apartó de la frente-. ¿Recuerdas a John Wayne Bobbitt? Su mujer le cortó el pene, lo que le dio fama, o más bien triste fama, a los ojos de la gente, y se rodeó de artistas del striptease y reinas del porno. Y es obvio que esas chicas no le habrían prestado la más mínima atención si él no hubiera salido en todos los programas de la tele gozando de sus quince minutos de fama. -Lola cruzó los brazos. Estaba tan indignada que tuvo que reírse-. Quizá John Wayne tenga buen carácter. Quizá sea un tipo simpático. -De pronto se puso seria-. Max, ese tipo volvió tan loca a su mujer que ella agarró un cuchillo y… -Hizo una pausa e imitó el gesto de cortar con la mano- le rebanó el pene.
– Joder. -Max aspiró aire a través de los dientes-. ¿Podemos habla de cualquier otra cosa?
– Oh, lo lamento. -Pero no parecía lamentarlo en absoluto. Las comisuras de los labios de Lola se curvaron en una sonrisa-. Supongo que me he dejado llevar. Mis amigas y yo hablamos de cosas así. -Se inclinó hacia delante y comió un poco de ensalada-. ¿De qué hablas con tus amigos?
De nada que Max quisiera hablar con ella.
– De deportes.
– Qué aburrimiento. Apuesto a que habláis de mujeres.
Max decidió que era mejor no hacer ningún comentario, así que se concentró en la comida.
– Vamos, puedes decírmelo. Somos amigos, ¿recuerdas?
Max meneó la cabeza y tragó el bocado de pollo.
– Olvídalo. Si te lo digo, ya no seremos amigos.
– ¿Tan malo es? -En lugar de dejarlo correr, Lola insistió-: Te diré de qué hablan las mujeres si tú me dices de qué hablan los hombres.
Max se había criado sin la presencia de una mujer en casa. Su padre había tenido relaciones esporádicas, pero nunca había entablado una relación lo suficientemente duradera para que Max recibiera una influencia femenina. Las mujeres solteras que Max había conocido hablaban principalmente de su trabajo y de sus relaciones pasadas, y las mujeres de sus amigos hablaban de la agonía del parto. Aunque Max sentía curiosidad por saber de qué hablaban las mujeres cuando no estaban con los hombres, tenía la sensación de que en una conversación así le saldría el tiro por la culata.
– ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con tu ex-novio? -le preguntó, para cambiar de tema.
Lola cruzó los brazos de nuevo.
– Déjame pensar. La última vez que hablé con él fue cuando le ofrecí dinero a cambio de esas fotos. La última vez que lo vi fue en los tribunales, hace unos cuantos meses. Se presentó con un traje de Armani y unos zapatos de Gucci. Estoy segura de que se los compró con el dinero que está ganando a mi costa: lo único que yo deseaba era estrangularlo con mis propias manos.
Max también quería estrangularlo. Levantarlo por el cuello hasta que sus pies dejasen de tocar el suelo, pero no a causa del traje, los zapatos o la página web. No, más bien porque Lola la había amado. Los celos, obsesionantes e intensos, se le instalaron en las tripas. Max nunca había sentido celos por una mujer, y no le gustó.
– ¿Es que no tenía dinero antes de colgar la página en Internet?
– Cuando yo estaba con él, sí tenía. Pero invirtió mucho dinero en nuevas tecnologías y, cuando el mercado se hundió, se quedó sin un centavo. Esa es la razón de que pusiera la página en Internet. Sam ama el dinero. -Lola se encogió de hombros-. Y me odia a mí.
– ¿Por qué te odia?
– Porque rompí el compromiso tres meses antes de la boda. No pudo soportarlo. Supongo que me consideraba un objeto de su propiedad.
Max puso a un lado el plato vacío.
– ¿Por eso rompiste el compromiso?
– No, no me di cuenta de eso hasta que rompí. Lo hice porque cuando quise dejar la carrera de modelo, él no me apoyó. En realidad, intentó sabotear mi recuperación. Él quería a la Lola delgada y bulímica. -Lola separó los brazos-. Ya no soy ésa.
Quizá no, pero a él le parecía muy bien. Tan bien que le costó formular la siguiente pregunta:
– ¿Dónde vive Sam?
– Vivía en Manhattan, pero cuando perdió el dinero tuvo que mudarse. Según las últimas noticias que tuve, vive en Baltimore y trabaja para sí mismo. Ahora se gana la vida con el comercio y con la página lolaenbolas.com. -Lola terminó el pollo y apartó el plato. La luz de la vela le acariciaba la cara y bailaba sobre la camiseta-. Entonces, ¿cuál es el plan?
– Todavía no la sé -respondió Max.
Las rosas y las magnolias perfumaban el aire de la noche y Max se preguntó de nuevo qué estaba haciendo allí, sentado en el patio trasero de Lola escuchando su voz mientras el perro saltaba persiguiendo luciérnagas. Normalmente, los viernes y los sábados por la noche Max jugaba a los dardos con los colegas en bares oscuros donde tomaban cerveza fría y tocaban temas calientes. Eran lugares donde se tiraban las cáscaras de cacahuete al suelo y donde las peleas a puñetazos eran algo frecuente.
– Debo averiguar algunas cosas. Saber exactamente dónde vive y si trabaja fuera de casa. Conocer su agenda. Adonde va y qué hace.
– Es un fanático del béisbol. Si todavía está en Baltimore, seguro que tiene entradas de temporada para ver jugar a los Orioles.
– Lo comprobaré.
– ¿Vamos a espiarlo?
– ¿Nosotros?
– Sí, yo formo parte del plan.
– No, tú no.
Lola se inclinó hacia delante y le cogió la mano.
– Max, quiero ayudarte a darle su merecido.
Max apartó su mano de la de Lola y cerró el puño para que no se escapase la calidez de su tacto. ¿Qué tenía Lola que le hacía decir que sí incluso cuando quería decir que no? Era algo más que su cara bonita o su cuerpo, aunque a veces costaba ver más allá del envoltorio para conocer lo que había en el interior. Pero él lo había visto muchas veces.
La última noche que habían pasado juntos, Max lo había visto. Lola era una guerrera. Era una guerrera de pechos grandes, culo hermoso y labios suaves que pedían un beso; pero en su interior era una guerrera. No se le daba muy bien, pero en lo esencial era una luchadora igual que Max.
– Tienes que hacer exactamente la que yo te diga, Lola. No debes permitir que tus emociones se inmiscuyan. Si lo haces, nos pillarán inmediatamente.
– No lo haré.
En la oscuridad, a la luz de la vela, Lola sonrió.
– Lo único que quiero que digas es «sí, Max».
Lola frunció el ceño pero asintió.
– Vale. ¿Cuándo empezamos?
– Cuando regrese de Charlotte.
– ¿A qué hora tienes que irte esta noche?
– No tengo que encontrarme con la gente de Duke hasta el lunes por la mañana. Alquilaré una habitación por aquí y saldré mañana por la mañana.
– Es un viaje de sólo dos horas y media. ¿Qué vas a hacer hasta el lunes por la mañana?
– Investigar la zona -mintió.
Cuando había cargado la maleta en el coche, Max no tenía ningún plan, sólo la vaga intención de ver a Lola y quizá pasar un rato con ella, asegurarse de que estaba bien. Y sí, abrigaba la esperanza de terminar desnudo y encima de su escote.
– Puedes quedarte aquí. Tengo una habitación para invitados.
Vale, quizá no tenía la menor posibilidad de acabar revolcado y desnudo en su cama, pero ése no había sido el único motivo de su viaje. Max podía tener las manos, y el resto de su cuerpo, quietos. Podía portarse bien, pero no pegaría ojo en toda la noche.
– Suena bien.
– Estupendo. Hace años que no se queda a dormir un amigo en casa. Será divertido.
Max agarró la cerveza.
– Depende de lo que entiendas por divertido -gruñó.
– ¿Qué?
– Nada.
Lola se puso de pie y recogió los platos. Pasó por detrás de la silla de Max y cuando éste se disponía a levantarse, le posó una mano en el hombro, impidiéndoselo.
– Deja, ya lo hago -le dijo, inclinándose por encima de él.
El vientre de Lola rozó la espalda de Max, y si éste hubiera vuelto la cabeza, habría enterrado la nariz en el pecho de ella.
– Hagamos algo divertido esta noche.
Vale. A Max se le ocurrían unas cuantas cosas divertidas. La primera de ellas consistía en comerse la camiseta de Lola.
– ¿Como qué?
– Como hacer palomitas y ver Orgullo y prejuicio. La tengo en video. Dura seis horas, pero pasaremos directamente a las partes interesantes. -Lola le dio unas palmaditas en el hombro-. Mañana es la reunión de mi familia. No tenía intención de ir, pero ahora que estás aquí, podemos ir juntos. -Le dio un apretón en el hombro-. Te va a encantar.
Max cerró los ojos. Jesús, Lola la estaba torturando a propósito. Estaba vengándose de él por haberla atado y amordazado y por haberla amenazado con lanzar su perro por la borda del Dora Mae.