Lola puso arroz a hervir y mezcló orégano, romero, pimienta de cayena y un pellizco de sal en un cuenco.
«Cuando quieras, Lolita.» Max casi se lo había susurrado al oído. Bueno, quizá no lo había susurrado y quizá tampoco se lo había dicho al oído: se encontraba demasiado lejos de ella. Aun así, la sensación que la había asaltado era de que se lo había susurrado al oído, de que había bajado la voz hasta convertirla en una caricia íntima que le había erizado el vello de la nuca. Una experiencia no del todo desagradable. Lo cual era malo. Muy malo y peligroso.
Ya la primera noche que le vio supo que era un hombre peligroso, pero no se había dado cuenta de que el peligro estaba en pensar en él como un hombre y no como un ladrón o un pirata. No había querido mirarlo a la cara magullada y ver más allá de los morados y las heridas. El azul de sus ojos, su piel morena y su pelo oscuro. La determinación de la mandíbula y del mentón y la sensualidad de sus labios, que habrían dado un aspecto blando a cualquier otro hombre, pero no a Max. Max tenía una sangre compuesta en un noventa y nueve por ciento de pura testosterona; no cabía lo menor duda de que era un macho cien por cien heterosexual.
Lola no quería ver al hombre que había en Max, el hombre que podía matar dragones, que rescataba doncellas y perritos en peligro de ahogarse, que pescaba los peces más grandes.
Sólo después de haber admirado su presa desde todos los puntos de vista y de haberla sopesado con los brazos, como si fuera el mayor pescado que se hubiera capturado nunca, Max se puso a limpiar los pescados. Lo hizo como un profesional. Habían pescado más de lo que se podían comer, así que empaquetaron los filetes y los metieron al fondo del congelador.
Mientras Max encendía los motores y limpiaba un poco, Lola se dedicó a buscar especias en la cocina. Encontró aceite de oliva, cinco limones y arroz en la alacena. Mientras el arroz se cocía, aderezó cuatro filetes pescado y les añadió un pellizco de pimienta negra. Cuando el aceite estuvo caliente, colocó los filetes en lo sartén y los frió durante siete minutos por cada lado.
Lola no se consideraba una gran cocinera, pero parte del tratamiento contra la bulimia consistía en establecer una relación sana con los alimentos, en aprender a comer de nuevo. Y eso significaba aprender a preparar algo más que un plato precocinado. Había tomado algunas clases, pero de donde más había aprendido era de los libros de cocina que había coleccionado, procedentes de todas partes del mundo. Tenía ciento doce, y algunos de ellos le resultaban ilegibles, porque estaban en francés, italiano o español. Los había comprado durante los últimos años de su carrera como modelo, cuando su enfermedad se encontraba en su fase más aguda. En aquella época, todos sus pensamientos se concentraban en la cantidad de grasa que tenía una pechuga de pollo, en las tablas de calorías y en calcular cuánto ejercicio tendría que hacer para quemar las calorías de un yogur. Esa pérdida de control y los banquetes que se daba acababan inevitablemente en un ataque de culpa y una excursión al baño.
Bueno, no era una imagen muy edificante, pero Lola había sido afortunada. Nunca había tocado una jeringa ni sucumbido a las anfetaminas, un precio que muchas mujeres pagaban por llevar esa vida de glamour, por tener ese cuerpo irreal que la industria y el público exigían. Ahora, tres años después de todo eso, Lola todavía vigilaba lo que comía, pero lo hacía para no perder peso, pues eso podía sumergirla en otra espiral incontrolada.
La puerta de la cocina se abrió, y Max entró con el sol de la tarde a la espalda y con Baby a sus pies. Casi tocaba el techo de la cocina con la cabeza y parecía llenar todo el espacio con sus anchos hombros. Se había lavado y se había puesto una camisa tejana limpia que había encontrado en el camarote. Le venía pequeña, por supuesto, y había tenido que cortar las mangas para poder ponérsela. La llevaba sin abrochar sobre el ancho pecho.
– Huele como mi restaurante favorito de Nueva Orleans -dijo, mientras servía dos vasos de un vino blanco que había encontrado en lo bodega de los Thatch.
Lola dispuso el besugo y el arroz en una bandeja, lamentando no tener un poco de calabacín o calabaza para adornar el plato. Ya había puesto lo mesa, y colocó la bandeja en el centro.
A Baby le había limpiado y cocinado lo que había sobrado del pescado azul, justo la cantidad que necesitaba. Los dos se sentaron a la mesa y Baby se puso a comer de un platito que le habían dejado en el suelo.
Max atacó su filete con el entusiasmo de un hombre que ama lo comida. No ponía los codos sobre la mesa ni mascaba con lo boca abierta, pero se notaba que estaba disfrutando.
– Esto supera en mucho las barritas de cereales y las galletas saladas -comentó entre bocado y bocado.
Lola levantó su vaso y tomó un buen trago. Ese cumplido la halagaba, más de lo que le habría gustado admitir, por lo que decidió mantener la guardia alta. No se encontraba en una reunión social, y él no era su novio, ni siquiera su amigo. Había cocinado para él simplemente porque tenía que cocinar para sí misma. Era una cuestión de supervivencia. Nada más.
Mientras se llevaba un trozo de pescado a la boca, Lola lo observó. Todavía llevaba las tiritas en lo frente y tenía el ojo izquierdo amoratado, pero la hinchazón había desaparecido por completo. La luz del sol que entraba por las ventanas se reflejaba en los cromados de los utensilios de cocina. Un brillo etéreo inundaba lo cocina, dándole un aire de irrealidad. Nada parecía real. Ni él, ni ella, ni el Dora Mae.
Él levantó lo vista y, bajo las cejas oscuras y las pestañas negras, sus ojos azules miraron directamente a los de Lola. Entonces Max sonrió y a Lola le costó tragarse lo que estaba masticando. Tenía que irse a casa. No sólo tenía que contratar aun detective privado y recuperar su vida de siempre, sino que cuanto más tiempo pasara al lado de Max más le costaría no verlo como a un hombre. Un hombre que, a pesar de esas heridas, hacía que una mujer se mirase en el espejo y se tomara una pastilla de menta. Un hombre que podía abrazarla contra su enorme pecho y asegurarle que todo iría bien, que él resolvería todos sus problemas. Aunque, de hecho, él era el causante de sus problemas.
Lola se había convencido de que él no había querido involucrarla en sus asuntos ni en su huida de Nassau, que ella simplemente se había encontrado en el lugar equivocado en el momento equivocado. Él tenía que huir rápidamente de la isla y no se había imaginado que ella se encontraba en el yate. Creer eso no habría debido cambiar su opinión sobre él, pero de alguna manera sí la había cambiado. Además, desde que él había salvado a Baby, ella ya no podía odiarlo tanto. Al contrario. Cuanto más distante se mantenía él, más intrigada se sentía ella.
Lola, que nunca se había caracterizado por su paciencia o sutileza se moría por saber más cosas de él.
– Entonces -empezó-, si no eres de la CIA, ¿eres uno de esos tipos de las operaciones encubiertas?
– ¿Ya estamos otra vez con eso?
– Sí. Si estás retirado de la Marina, como dices, ¿qué tipo de trabajo haces para el Gobierno?
Lola tomó unos cuantos bocados de pescado y luego bebió un buen trago de vino. Max se terminó su plato.
– Podría decírtelo -le contestó mientras alargaba el brazo, cuyos músculos captaron la atención de Lola, para servirse otra ración-. Pero, entonces tendría que matarte.
– Muy divertido. -Lola dejó su vaso sobre la mesa-. ¿Por qué no me cuentas los detalles menos mortíferos?
Max se rió y, para sorpresa de Lola, comenzó a explicarle:
– Digamos que, hipotéticamente, algunas de las cosas que el Gobierno quiere que se hagan no pueden hacerse por los canales habituales. En esos casos es cuando me contratan.
– Por ejemplo, ¿qué?
– Pues quizás entrar en alguna instalación clave, o desmantelar un convoy de armas ilegales en Afganistán. -Max mascaba despacio, pensativo, como midiendo exactamente qué podía decirle-. No es un secreto que el gobierno de Estados Unidos tiene normas y vías para cualquier cosa, y algunas de esas vías son inaceptables desde el punto de vista de vista de la política nacional. Algunos objetivos enemigos, como las plantas de armas químicas, sólo pueden atacarse en una acción militar. Pero cuando los militares trazan un plan y el presidente firma la orden, los malos ya se han enterado de todo y han retirado las armas químicas, o las cabezas nucleares, o lo que sea. Uno de los procedimientos del Gobierno para contrarrestar esto consiste en subcontratar una, o incluso cinco personas que hagan ese trabajo.
– Y una de esas personas eres tú.
– Quizás.
– Entonces, ¿eres como James Bond mezclado con Jean-Claude Van Dame?
Max sonrió y continuó comiendo. Lola también tomó otro bocado, pero no había terminado.
– ¿Qué es eso del grupo de desarrollo que mencionaste ayer?
– El Grupo Naval de Desarrollo de Técnicas de Guerra Especiales.
– Sí. ¿Es como un equipo de fuerzas especiales de la Marina?
– En cierto modo -le contestó él mientras comía-. Casi todas las operaciones del Grupo son clasificadas y forman parte de las actividades del CUDE.
– ¿Qué es el CUDE?
– El Comando Unificado de Operaciones Especiales.
Lola arqueó las cejas.
– Entonces, ¿qué es lo que haces?
Max se llevó un poco de arroz a la boca y lo regó con un poco de vino.
– El Grupo Naval es una unidad antiterrorista.
– Y hace exactamente lo que el nombre da a entender, aunque el Gobierno lo negaría. También invertimos mucho tiempo y dinero de los contribuyentes en desarrollar, probar y evaluar tácticas, armas y equipo. Así es cómo el Gobierno pudo dirigir esas acusaciones falsas contra mí.
– Un momento. -Lola levantó una mano-. ¿Tú probabas los equipos? ¿Equipos eléctricos?
– De todo tipo.
Una pequeña esperanza brilló en los ojos de Lola.
– Entonces puedes fabricar una radio, ¿no?
Max levantó lo vista del plato con el ceño fruncido.
– Lola, incendiaste lo radio, el sistema de navegación y hasta el medidor de profundidad.
Lola no se tomó la molestia de señalar lo parte de responsabilidad que él había tenido en todo eso.
– ¿No queda nada con lo que puedas construir una radio nueva?
– Qué, ¿mi zapato?
– No lo sé. No sé nada de electrónica.
Max se reclinó en el respaldo de su asiento.
– Entonces créeme: no podemos establecer contacto por radio con lo que tenemos.
El brillo de esperanza desapareció, Lola tomó otro trago y alcanzó la botella para ponerse más vino. Hizo el gesto de servirle también a él, o Max colocó su mano sobre el vaso.
– Hay una botella de vino tinto, si lo prefieres.
Al dejar la botella en la mesa, Lola sintió que el vino se le subía y la hacía entrar en calor de lo cabeza a los pies. Normalmente, no era tan sensible al alcohol, pero supuso que lo falta de alimento tenía algo que ver que le hiciese más efecto de lo normal.
– No, gracias. Prefiero beber cerveza de la botella, como los primos de tu padre.
Max recordaba lo que ella le había contado acerca de su familia. Le había prestado atención. Para ella, eso era extraño. Lo más habitual era que los hombres prestaran más atención a su físico que a sus palabras.
– ¿También prefieres fornicar como un marinero de permiso? -preguntó Lola sin pensar.
Max se quedó inmóvil por un momento, mirándola.
– Es un tema en el que decididamente no deberíamos entrar.
Quizá Max tuviera razón.
– ¿Por qué no?
– Porque no creo que tengas ganas de saber nada de marineros cachondos.
No, Lola no quería saber nada de marineros. En esa cocina iluminada con ese toque de irrealidad, Lola sólo quería saber cosas de Max Zamora, el tipo que se había comido una cobra para desayunar.
– ¿Tienes una novia en cada puerto?
– ¿Una novia?.
Baby subió al asiento y se enroscó al lado de Lola.
– ¿Había más de una?
– ¿De verdad quieres saberlo?
¿Quería saberlo? Lola había viajado a prácticamente todos los países del mundo y había visto muchas cosas. Había experimentado unas cuantas también, pero estaba segura de que no era comparable a todo lo que había vivido Max.
– ¿Por qué no?
– Muy bien, pero recuerda que eres tú quien ha preguntado. -Max se inclinó hacia delante y puso los brazos sobre lo mesa-. Si eres un chico joven que pasa meses sin comerse una ro… -se interrumpió y recondujo sus pensamientos-: Si te privas de ciertas cosas durante meses, al final eso es en lo único que piensas. Cuando llegas a un puerto, tiendes a volverte un poco loco y saltas encima de cualquier cosa que tenga dos tetas. -Hizo otra pausa y añadió-: Lo siento, quería decir pechos.
Lola se mordió el labio para no reír. Tenía que admitir que por lo menos Max había intentado suavizar su lenguaje, pero si creía que la había escandalizado, estaba muy equivocado. Lola se había relacionado con demasiados fotógrafos malhablados, agentes de dudosa reputación y playboys sobones para escandalizarse por eso. El hecho de que ella no utilizara ese lenguaje no significaba que no lo hubiese oído antes. Había oído cosas incluso peores de boca de hombres que pensaban que, porque la habían visto en ropa interior, debía gustarle que le susurrasen obscenidades en la oreja.
– ¿Y los chicos mayores? -preguntó-. ¿También tenéis tendencia a volveros locos?
Max se apoyó en el respaldo.
– Sí, pero sabemos cómo templarnos. -Max dirigió lo vista a los labios de Lola-. ¿Quieres conocer los detalles?
Lola entreabrió la boca sin darse cuenta y una imagen de él le vino a la mente de forma repentina. Era una visión de los fuertes músculos de su pecho, del vello oscuro que le crecía en el abdomen y que le bajaba por el vientre plano para desaparecer bajo los calzoncillos mojados. Una visión de cómo el algodón gris le marcaba sus impresionantes dotes. «Puedo demostrarte que estás equivocada», le había asegurado él antes cuando hablaban del tamaño. Ahora, Lola le creía.
Sus miradas se cruzaron, y el aire húmedo se cargó de tensión sexual. Lola lo notaba cálida y vibrante en sus venas, como el vino. Vibrante y todo era culpa suya. Había jugado con fuego.
Max enarcó una ceja, como preguntándole en silencio si quería continuar jugando. Lola no tenía dudas de que con un hombre como Max, ella llevaba las de perder. Ese hombre podía encender en ella un fuego devorador. Era el tipo de hombre que estaba decidido a ganar a toda costa. Todo o nada. Aunque Lola no era una mujer especialmente prudente, tampoco se acostaba con cualquier hombre que acabase de conocer.
A los diecisiete años Lola perdió la virginidad con un chico que se llamaba Rusty, y nunca lo había lamentado. A diferencia de otras mujeres que conocía, Lola jamás había tenido una mala experiencia sexual de verdad, simplemente las había tenido con diversos grados de placer, de normales a fabulosas. Tenía la sensación de que Max entraría en esta última categoría, pero lo había visto por primera vez hacía dos días y durante lo mayor parte de ese tiempo ni siquiera le había caído bien. En realidad, tampoco quería que le cayese bien ahora, pero parecía que no había forma de evitarlo. Era momento de retirarse. Momento de cambiar de tema.
– Entonces, ¿dónde me dijiste que vivías? -le preguntó.
Max esbozó una sonrisa.
– En Alexandria, Virginia -contestó.
La conversación derivó hacia la casa de más de doscientos años de antigüedad que Max estaba restaurando.
Ella le contó cómo había iniciado su negocio tras decidirse a establecerlo en Carolina del Norte porque ella era de allí. Él le habló de su empresa seguridad y de que la había levantado porque necesitaba un trabajo de verdad. La tensión entre ellos se enfrió y todo volvió a su cauce. Aunque no del todo. Ahora que esa tensión había aparecido, permanecería allí, flotando entre ellos. Al igual que la humedad, Lola casi podía tocarla.
El aire de la sala de máquinas era espeso como el alquitrán y casi igual de negro. Max enfocó el motor de 440 caballos con la linterna y lo apagó. Se limpió con la camiseta el sudor de lo cara, que le bajaba hasta el pecho. Paseó el haz de luz por encima de los generadores y del depósito de agua hasta el cilindro del timón.
Quizás hubiese pasado algo por alto. Tal vez hubiera alguna forma de dirigir el barco desde la sala de máquinas. Con lo frente y la nariz empapadas de sudor, Max se dirigió a la escotilla. Mientras salía del vientre de la embarcación oyó los ladridos de Baby y la suave respuesta de Lola. Después de comer, Lola le había comunicado que pensaba tomar un baño, y no había hecho falta decir una palabra más para que quedara entendido que él debía buscarse una ocupación en algún otro lugar en ese momento. Lola se llevó champú, jabón y el cepillo de dientes que se encontraba en remojo en un vaso de ron. No preguntó cómo había llegado hasta allí, y él no le dio explicaciones.
Cuando cerró la escotilla por donde había salido, Max no pudo evitar ver el chal rojo y la blusa blanca encima de la silla. El mar se había calmado durante lo última hora, y Lola y el perro se encontraban en la plataforma de baño. Ella se había lavado el pelo, estaba sentada con las piernas colgando de la plataforma, y el pelo le caía sobre los hombros. Llevaba unas bragas rosadas y un sujetador del mismo color. Se encontraba de espaldas a Max y aunque éste sólo alcanzó a ver el lateral de uno de sus pechos, no necesitó verlos por entero para sentir el impacto en la ingle. Había intentado no hacer caso de aquel ardor acuciante desde que, esa mañana, había estado a punto de besarla, pero ese ardor se había hecho más intenso a lo largo del día. Sobre todo durante lo comida.
Max dio media vuelta y entró en la cabina. Inspiro con fuerza y dejó salir el aire despacio. Estaba atrapado. El día anterior se había sentido contento con la perspectiva de dejarse arrastrar por la corriente durante unos días hasta llegar a Bimini. Pero ahora no estaba tan seguro de que no fuera más conveniente lanzar alguna señal y arriesgarse con los Cosella. Lola lo estaba volviendo loco. Casi prefería que ella lo insultase y le mirase de nuevo como si él fuera un violador en potencia a que clavase en él esos grandes ojos marrones y le hiciese más preguntas sobre su vida sexual. Eso lo obligaba a recordar cuánto tiempo hacía que no estaba con una mujer, a imaginar qué haría ella si él, de repente, le arrancaba el chal que llevaba a manera de falda y pusiera manos a la obra allí mismo, encima de la mesa de la cocina. Sólo con mirarla lo asaltaba la imagen de sus manos subiendo por las largas piernas de Lola y de éstas enlazadas alrededor de su cintura.
Lola Carlyle constituía una amenaza para su salud mental. Su presencia suponía un incesante ataque a sus sentidos, y no había ningún lugar donde Max pudiese esconderse de ella, ningún rincón donde pudiera estar a salvo de su mirada, de la visión de ella bañándose en el mar, del sonido de su voz, del olor de su cabello mecido por la brisa. Cada vez le resultaba más difícil tener las manos quietas y acordarse de por qué debía hacerlo.
Con los prismáticos en la mano, Max abandonó la cabina y se encaminó hacia el puente, arrastrando la silla detrás de sí. Aunque Lola todavía se encontraba en la plataforma de baño, Baby lo siguió. El perrito se sentó a sus pies y Max se puso a escudriñar el vasto océano sin ver nada. Notó que el perro se tumbaba a su lado, así que bajó los prismáticos y lo miró.
– ¿Qué necesitas? -le preguntó.
Pero Baby parecía conformarse con estar a su lado. Junto a la peluda cola del perro se encontraba la pistola de bengalas que había desencadenado todo el desastre. Max la recogió y la observó.
No, no la utilizaría para señalar su posición a otro barco por mucho que Lola lo hiciese enloquecer. Pero podría resultar útil cuando se acercaran a Bimini.
Síndrome de Estocolmo. Lola decidió que Baby tenía el síndrome de Estocolmo. Desde que Max lo había rescatado del agua, el perro había desarrollado una especie de culto al héroe. Había establecido un vínculo con Max sin esperar que éste diese su aprobación. Y desde allí, sentada en el sofá del salón, no le pareció que este vínculo fuera totalmente unilateral. Lola echó un vistazo por encima del ejemplar de Pesca en agua salada que intentaba leer sin ningún éxito. En la cocina, Max estudiaba un montón de mapas que había desparramado sobre la mesa y apartaba continuamente a Baby.
– ¡Quítate de ahí, B.D.! -le ordenó mientras intentaba trazar una línea sobre un mapa.
Max calculó algo con el sextante y trazó otra línea. El sol se había puesto hacía una hora y los motores estaban en marcha otra vez. La luz de la lámpara iluminaba el pelo de Max y las orejas del perrito.
Lola no sabía qué pensar acerca del afecto que Baby le había cobrado recientemente a Max. Lola nunca había compartido ese afecto con nadie y tenía que admitir que estaba un poco celosa. Pero al mismo tiempo, se alegraba de que su perro hubiese encontrado compañía masculina, aunque fuera temporal. Baby necesitaba una influencia masculina en su vida y Lola se sentía aliviada de que Max ya no amenazara con lanzarlo por la borda o con comérselo.
Se levantó y se dirigió a la cocina.
– ¿Tienes idea de dónde nos encontramos? -preguntó cuando se acercó a la mesa. Max levantó la vista por un momento.
– Aquí -dijo por toda respuesta, y señaló un punto en el mapa.
Lola no podía creer que tuviese que tirarle de la lengua otra vez para sacarle información elemental.
– ¿Dónde es «aquí»?
– Unos nueve kilómetros al sureste de Bimini.
– ¿Cuánto tardaremos en llegar?
– No lo sé. Hoy no hemos avanzado mucho.
Max cogió la pistola de bengalas, una carpeta y un tubo de Super Glue.
– ¿Qué vas a hacer?
Esta vez, Max ni se molestó en alzar la vista.
– Voy a construir una radio, como me pediste.
Sin una palabra más, alcanzó unos prismáticos nuevos que había encontrado por ahí y se los lanzó a Lola.
– Haz algo útil.
Vale, algo lo había puesto de mal humor, así que Lola pensó que más valía despejar la zona. Con los gemelos en la mano, salió, se apartó de la luz que bañaba la cubierta de popa y se internó en la oscuridad. El cielo estaba plagado de estrellas. Lola miró alrededor hasta que localizó la Osa Mayor. El viento le revolvía el pelo, y ella se lo recogió dentro del cuello de la blusa.
Con los prismáticos observó el océano Atlántico. Max no sólo estaba de mal humor, sino que era evidente que la evitaba. Lo cual no dejaba de tener su ironía. El día anterior era ella quien rehuía su presencia.
Parecía que Max se encontraba siempre en el extremo opuesto del yate. Al principio, Lola creyó que era porque ella se estaba bañando y él quería respetar su intimidad, pero cuando ella ya se había vestido y se había topado con Max en la proa, él se había limitado a darle los prismáticos y a alejarse sin decir ni pío.
En la plataforma de baño, Max se había quitado la ropa y, con reflejos del sol en el negro cabello, se había lanzado al mar. Lola se había sentado a proa con las piernas colgando por la borda y, sujetando los gemelos en una mano, había estado observándolo mientras él nadaba alrededor del Dora Mae. Alguna vez él había levantado la vista y la había dirigido hacia donde ella se encontraba, pero no había parado de nadar hasta que hubo transcurrido una hora. No cabía la menor duda de que Max la estaba evitando desde la comida.
La brisa batía el chal contra sus piernas y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Echó una ojeada a babor por los prismáticos, por encima de la espuma blanca de las olas. El yate cabeceaba sobre las olas y, por una fracción de segundo, le pareció divisar un destello. El corazón le latía con fuerza mientras esperaba a que el destello apareciese otra vez. Pasaron unos largos segundos hasta que volvió a verlo.
– ¡Max! ¡Max, ven! iCreo que he visto algo! -gritó. No quería ir a buscarlo por miedo a perder de vista la luz. Max no aparecía, así que gritó de nuevo, más alto-: ¡Max, ven! ¡Corre!
– ¡Dios santo! -exclamó él al salir de la cocina-. ¿Qué quieres?
La luz volvió a brillar.
– Veo algo. Veo una luz.
– ¿Estás segura?
– Estoy segura.
Max se colocó detrás de ella, rozándole la espalda con el pecho. Cogió sus prismáticos y se los llevó a los ojos.
– ¿Dónde?
Lola ya no alcanzaba a verla, pero levantó el brazo y señaló.
– Justo ahí delante. ¿La ves?
– No.
– Fíjate bien. Está ahí.
Por unos momentos, sólo se oyó el sonido de las olas que rompían contra el barco.
– Ah, sí -dijo Max de pronto-. Ahí está.
– ¿Qué es?
– No esto seguro. Está demasiado lejos. Podría ser un barco. O una boya. -Max hizo una pausa tan larga que a Lola le entraron ganas de gritar. Finalmente, agregó-: Se mueve, así que no es una boya.
– ¿Qué hacemos?
– Nada.
– No puedes hablar en serio. ¡Tenemos que hacer algo!
Max bajó los prismáticos y la miró a los ojos en la oscuridad, pero no dijo nada.
– Por favor, Max. Haz algo.
Él continuó mirándola y Lola estaba a punto de rogárselo de nuevo cuando le ordenó:
– Ve a buscar las bengalas que quedan en la caja. La pistola está encima de la mesa. -Y con calma, añadió-: Enciende todas las luces que encuentres.
Max se mostraba calmado, mientras que Lola estaba histérica. Corrió hasta el armario y cogió las tres bengalas que quedaban. Encendió las luces del camarote y los dos baños. Al regresar, recogió la pistola de la mesa de la cocina.
– ¿Está ahí todavía? -preguntó sin aliento, como si hubiera corrido durante una hora.
– Sí, pero necesitamos que se acerque un poco más.
– ¿Cuánto?
– Tanto como sea posible.
Lola tenía la boca seca y se pasó la lengua por los labios.
– ¿Lola?
– Qué.
– Intenta respirar hondo y despacio.
Sí, claro.
– Vale.
– Si vuelves a hiperventilar, es cosa tuya.
Lola se llevó una mano al pecho e inspiró con fuerza. No quería hiperventilar, desmayarse y que no la rescataran.
– Se acerca.
– Sí.
A Lola le pareció que habían pasado cinco minutos cuando él le alargó los prismáticos y ella le dio la pistola de bengalas.
– Apártate. No sé si esta cosa va a funcionar.
Lola retrocedió hasta estribor y observó desde la oscuridad cómo Max cargaba la pistola.
– Llama a tu perro -le indicó.
Cuando Baby estuvo con ella, Max levantó el brazo y apretó el gatillo.
No pasó nada.
– ¡Mierda!
Volvió a amartillar la pistola y disparó. Esta vez una bola roja salió del cañón con un ruido más fuerte de la que Lola recordaba. La bengala subió en un ángulo de noventa grados hasta una altura de unos ciento cincuenta metros y estalló como en un espectáculo pirotécnico. El resplandor duró unos cuatro segundos y, acto seguido, se extinguió.
– ¡Ha funcionado!
Lola estaba demasiado emocionada para quedarse quieta, así que cruzó la cubierta y se volvió en dirección a donde debía de encontrarse el barco.
– ¿Canto tardarán en llegar?
– No mucho, si han visto la señal.
– ¿Cómo pueden no haberla visto?
Max le quitó los prismáticos y ella le miró a la cara. A la luz que procedía del interior del yate, Lola vio la sonrisa amarga de Max. Para ser un hombre a punto de ser rescatado, no parecía muy contento.
– Si no esperaban verla, es muy fácil que no la hayan visto-. Max se llevó de nuevo los prismáticos a los ojos y observó
– ¿Vienen hacia aquí? -preguntó Lola, aunque se negaba a creer que los del otro barco no hubieran visto la bengala.
Sin mediar palabra, Max se dirigió a estribor.
– ¿Vienen hacia aquí, Max? -repitió Lola. Baby saltó de sus brazos.
– No lo parece.
Max bajó los prismáticos y volvió a cargar la pistola. La segunda bengala se elevó al primer disparo e iluminó el cielo.
Lola miró por los prismáticos, pero por más que se esforzó, no logro vislumbrar esa distante luz entre las olas.
– ¿Dónde está?
– Se dirige hacia el este, posiblemente a Andros o Nassau.
– No la veo.
– Porque ahora se aleja de nosotros.
– Dispara otra vez.
– Deberíamos reservar la última bengala para cuando nos acerquemos a alguna isla.
– ¡No! -Lola intentó arrebatarle la pistola, pero Max no la soltó- Tienen que vernos ahora y volver -protestó-. Por favor, Max.
Entre sombras y luces, Max la miró. En silencio, cargó la pistola y levantó el brazo. Al igual que las otras dos, la bengala subió en un angulo de noventa grados y explotó en una roja bola de fuego.
– Ahora tienen que haberla visto-. Lola cerró los ojos y rezó una oración en silencio. Prometió a Dios un montón de cosas diferentes. Juró que rezaría más a menudo, incluso cuando no necesitara nada, y al final prometió acudir a la iglesia del tío Jed, un fanático de la Biblia, el templo y las curaciones milagrosas.
Cuando echó otro vistazo por los prismáticos, con alguna esperanza de volver a divisar la luz, no vio nada excepto el negro del océano.
– ¿Cómo es posible que alguien sin problemas de visión no haya visto esas bengalas?
– Es tarde, y deben de estar todos en la cabina. A no ser que hubiera alguien en el puente observando el mar, es muy probable que no la ya visto.
Lola aguzó la vista buscando cualquier señal: una luz tenue, una sombra sobre el agua.
– Lola, ya se han ido.
– Quizá no podemos verlos porque están virando.
Lola oyó a Max y a Baby entrar en la cocina y salir de nuevo. Empezaba a sentir los brazos cansados, pero se negaba a abandonar. Se negaba a creer que hubiese estado tan cerca de ser rescatada y no lo hubiera consguido.
Max le agarró una de las manos con que sujetaba los prismáticos puso un vaso en ella.
– Bebe un poco de agua, Lola. Estás a punto de hiperventilar otra vez.
No lo estaba, pero al final bajó los prismáticos y bebió un trago. El agua fría le humedeció la lengua y la garganta y, de repente, el desánimo la invadió.
– Aparecerán otros barcos -le aseguró Max mientras le quitaba el vaso.
Lola le miró a los ojos y rompió a llorar. Horrorizada, se llevó una mano la boca pero no pudo contener la emoción y la desilusión. Cuanto más lo intentaba más difícil le resultaba controlarse y, al final, se le escaparon la unos sollozos entrecortados.
– Quiero ése, Max.
Max la abrazó contra su amplio pecho.
– Chsss, tranquila -la consoló-. Todo va a salir bien.
– No, no saldrá bien -repuso Lola, llorando sobre la camisa de él; al final se derrumbó-. Quiero volver a casa. Mi familia debe de estar loca de preocupación. -Levantó la cabeza y la miró-: Mi padre tiene la tensión alta y esto la matará, seguro. -Apretó los puños contra el pecho de Max-. Quiero ir a casa, Max.
Max la contempló y le acarició la espalda.
– Me aseguraré que vuelvas a casa -le dijo. Entonces, por segunda vez en menos de veinticuatro horas, acercó sus labios a los de ella.
– ¿Cómo? -le preguntó ella, los dos alientos mezclados.
– Pensaré en algo
Entonces la besó.
Esta vez no hubo duda alguna acerca de sus intenciones. La decidida presión de sus labios sobre los de ella dejaba su propósito perfectamente claro. Ahora no la estaba ayudando a respirar, ni tampoco le estaba pidiendo permiso. Con una mano jugueteó con el pelo de ella y se lo apartó de la cara. Le sujetó la cara con las dos manos y la apartó la suficiente para ver los labios entreabiertos. Le introdujo la lengua entre ellos, cálida y húmeda, posesiva y ansiosa. Lola anhelaba que la poseyera. Quería olvidarse del barco que se alejaba, de su familia, de su carrera, de la humillación de la página porno de Sam y de la posibilidad de morir en alta mar. Quería que Max hiciera desaparecer la decepción y el miedo que le atenazaban la garganta. Entre sus brazos, Lola quería que le hiciera creer que todo saldría bien.
Los prismáticos cayeron al suelo. Lola bajó las manos, rozándole la camisa, y las volvió a subir, palpando la solidez de su pecho y la tensión de los músculos bajo su tacto, la fuerza enorme que había en él. Lola le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas. Él bajó una mano hasta el final de su espalda y la atrajo hacia sí. Lola sintió la fuerza de su erección contra la pelvis y la ingle, y el beso, de repente, se volvió más caliente y húmedo. Ambos avivaron el deseo que les corría por las venas, comunicándoselo el uno al otro a través de los labios y la lengua.
Ardiente como la bola de fuego que Max había disparado al cielo, el beso los abrasó, y Lola notó que el vello de los brazos y la nuca se le erizaba. El calor llegó a todas las zonas de su cuerpo que estaban en contacto con el de él, su vientre, sus pechos, sus manos, e incluso a las zonas que permanecían intactas, los glúteos, la parte trasera de los muslos, los dedos de los pies.
El barco cabalgaba las olas, inclinándose a estribor antes de enderezarse. Max separó las piernas y dejó que el movimiento del barco empujara su pene duro contra ella. Ese ritmo sensual le arrancó un gemido del pecho y despertó en ella un ansia dolorosa.
Max bajó los labios, húmedos, hasta el cuello de Lola, que ladeó la cabeza para facilitarle el acceso. Max le pasó la lengua por la oreja y susurró su nombre, una cálida caricia imbuida de deseo. Luego deslizó la lengua hasta la base del cuello y lamió la sensible piel de la cavidad entre las dos clavículas mientras, con una mano, empezaba a desabrocharle la blusa. Antes de que Lola decidiera si quería dejar que se la quitase, él le desnudó los hombros y le bajó la blusa hasta los codos.
Un pensamiento fugaz cruzó la mente de Lola acerca de la rapidez de las manos de Max en el mismo instante en que él le besaba la clavícula. Entonces, una de esas manos encontró uno de sus pechos por encima del sujetador. Lola retuvo el aliento al sentir que el pezón se le endurecía instantáneamente al tacto de la cálida palma de esa mano, y de inmediato decidió que debía detenerlo antes de que llegasen demasiado lejos.
– Lola -susurró él, contra su cuello.
En lugar de detenerlo, Lola le levantó la cabeza y condujo la boca de él hacia la suya otra vez. Max apretó el pecho de ella, posesivamente, y luego relajó la mano. Le frotó el pezón con la mano por encima del encaje del sujetador. Quizá Lola no quería detenerlo. Quizá deseaba llegar hasta donde Max quisiera llevarla. Había algo en él, algo esquivo que ella perseguía con la lengua. Algo caliente, vibrante y más grande que ella. Algo que le encendía la boca del estómago de deseo. Algo peligroso que la incitaba a despojarse de la moral al mismo tiempo que de la ropa. Lola llevó las manos al pecho de él y las introdujo debajo de su camisa. Movida por un deseo salvaje que no experimentaba desde hacía mucho tiempo, enredó los dedos en el fino vello del pecho de él y le pasó una mano por los duros músculos del estómago. Max Zamora la intrigaba y la atemorizaba. Encarnaba la fuerza bruta y la total seguridad en sí mismo; la perfección física.
Max se apartó un poco y la miró a los ojos mientras le tomaba una de las manos.
– Vamos dentro -le propuso y se giró hacia la puerta.
La idea de mostrarse desnuda ante Max bastó para que Lola se detuviera y no le siguiera. Ya no era esa delgada y perfecta modelo que posaba en las revistas y los anuncios. Ahora tenía las caderas más llenitas y el culo más grande. ¿La compararía él con la que había sido antes? Todo el mundo la hacía. ¿Se sentiría él decepcionado al comprobar que ella ya no era la perfecta imagen de la moda?
Aunque por una parte deseaba seguir a Max a donde éste quisiera llevarla, Lola recuperó la suficiente la cordura para apartar la mano de la de él.
– No podemos hacer esto, Max -dijo con voz profunda y temblorosa mientras volvía a cubrirse los hombros con la blusa.
No importaba cuánto deseara hacerlo, no importaba que el deseo de que las manos de Max recorriesen su cuerpo la estuviese consumiendo; no podía hacer el amor con Max.
El pecho de Max subía y bajaba agitadamente al ritmo de su respiración.
– Podemos hacer cualquier cosa que queramos, Lola -le contestó, con la voz vibrante de deseo-. No hay nadie que pueda detenernos. – Intentó atraerla hacia sí de nuevo, pero Lola se apartó.
– Hacer el amor ahora es una mala idea.
Lola no quería mirarlo mientras se abrochaba la blusa por miedo a que él detectara el anhelo en sus ojos, a sucumbir al apetito doloroso que sentía en el vientre.
– Hay otras cosas que podemos hacer aparte de hacer el amor, Lola. Podemos revolcarnos por el suelo para entrar en calor y ya veremos adónde nos lleva eso.
– No, no pienso ir al camarote contigo.
– Fantástico, entonces lo hacemos aquí. En la cubierta, contra la regala, sobre la silla. A estas alturas, no soy caprichoso.
– Max, esto no tiene gracia. -Lola cruzó los brazos debajo de los pechos.
– Por supuesto que no. -La voz de Max expresaba frustración-. Hasta hace dos segundos parecía que ambos estábamos interesados en lo mismo.
Tenía razón. Ella había estado interesada en lo mismo, pero en el último minuto la razón se había impuesto.
– Tú y yo no nos conocemos, y el sexo sería una equivocación.
– Yo no lo veo así.
Finalmente, Lola lo miró a la cara y vio que tenía las mandíbulas apretadas y una expresión agria en los labios.
– Hasta el momento en que preparé la comida, yo ni siquiera te caía bien.
– Me caías bien.
– Pues no lo parecía.
– Me caías bien, de verdad. -Suspiró y añadió-: Luego te he cogido más cariño.
Lola se consideraba indigna de tanto honor.
– Hablas de mí como si fuera un perro.
Max cruzó los brazos.
– Ahora no, Lola.
Pero a Lola, que no era una niña, no le gustaba que no la tomara en serio.
– ¿Qué se supone que significa eso?
– Significa que no estoy dispuesto a entrar en uno de esos diálogos irracionales que las mujeres se empeñan en mantener antes, durante y después del sexo, en los que todo se tergiversa y yo quedo como un hijo de puta.
– ¿El hecho de que no quiera acostarme contigo significa que soy irracional?
– No, significa que eres una…
– Más vale que no lo digas, Max -lo cortó Lola.
Max lo dijo.
– Calientapollas.
Lola frunció el ceño.
– Eso ha sido de muy mal gusto.
– Bueno, es que estoy de muy mal humor. Y si te quedas ahí, es posible que mi humor empeore. -Max soltó aire con fuerza-. Así que hazme un favor y vete dentro. A no ser, por supuesto, que quieras acercarte, meterme la mano en la bragueta y acabar la que hemos empezado.
Lola era rubia, pero no tonta. Dio media vuelta y entró en la cocina.