El príncipe gabacho



Cuan herido, y hasta alejado de vos, se sentirá vuestro pueblo al veros tomar a un esposo francés y papista, pues tal le considera el pueblo llano, que es hijo de la Jezabel de nuestro tiempo, cuyo hermano sacrificó el matrimonio de su propia hermana, utilizándolo para matar a nuestros hermanos de religión. Mientras sea francés en potencia y papista de fe, ni podrá protegeros ni os protegerá gran cosa, y, si llega a ser Rey, su protección será como el escudo de Ayax, que más abominaba que protegía a quienes lo usaban.


Philip Sidney.


…Parece que Inglaterra tendrá que soportar otro matrimonio francés, si el Señor no impide que tal desgracia caiga sobre nosotros permitiendo a Su Majestad ver el pecado y el castigo que de él derivaría.


John Stubbs.


Otra crisis sobrevino a mi familia. Entre Penélope y Philip Sidney existía el acuerdo tácito de casarse. Walter había deseado ardientemente este matrimonio y lo había mencionado en su lecho de muerte, allá en Dublín.

Philip Sidney era un hombre insólito. Casi parecía etéreo y no manifestaba ansia alguna de casarse, y quizá fuese por esta razón por lo que se demoraba el compromiso.

Recibí una llamada de Francis Hastings, conde de Huntingdon, que había sido nombrado tutor de mis hijas. Huntingdon era un hombre muy importante, sobre todo porque tenía ascendencia real por rama materna, pues uno de sus antepasados había sido el duque de Clarence, hermano de Eduardo IV; y, debido a esto, tenía ciertos derechos al trono y creía que esos derechos eran superiores a los de la Reina de Escocia y los de Catalina Grey.

Era un hombre categórico y un firme protestante, y existía la posibilidad de que, puesto que parecía improbable que Isabel proporcionase herederos al país, él pudiese un día heredar la Corona. Su esposa, Catalina, era hermana de Robert; se habían casado en la época en que el padre de Robert había procurado por todos los medios casar a sus hijos con las familias más influyentes del Reino.

Vino pues a verme y me dijo que creía llegada la hora de buscar maridos a mis hijas y que tenía una propuesta para Penélope. Señalé que ella se entendía muy bien con Philip Sidney, pero él movió la cabeza y dijo:

—Leicester ha perdido el favor de la Reina y es probable que no lo recupere. A Penélope no le interesa la alianza con un miembro de esa familia; Robert Rich se ha enamorado de ella y quiere hacer una propuesta de matrimonio.

—Su padre ha muerto hace muy poco, ¿no?

—Sí, y Robert ha heredado el título y una fortuna muy considerable. Su apellido le describe muy bien.

—Sondearé a mi hija al respecto.

Pero Huntingdon parecía impaciente.

—Mi querida señora, es una boda muy ventajosa. Vuestra hija debería aceptar la proposición con gran alegría.

—Dudo que lo haga.

—Lo hará, pues es lo mejor para ella. Seamos francos. Ella es vuestra hija y vos no os halláis en buena posición con la Reina. No sabemos si Leicester recuperará el favor real, pero Su Majestad ha jurado que no volvería a recibiros. Dadas las circunstancias sería conveniente para vuestras hijas un matrimonio juicioso.

Comprendí que tenía razón y dije que le plantearía la cuestión a Penélope.

Lord Huntingdon se encogió de hombros impaciente, indicando que resultaba innecesaria la consulta con la futura esposa. Era un buen enlace, el mejor que Penélope podía esperar dado que su madre había caído en desgracia, y debía aceptarse sin dilación.

Pero yo conocía a Penélope. No era muchacha débil y tenía una visión muy clara de sí misma.

Cuando le hablé de la visita de Lord Huntingdon y de su propósito, se mostró firme.

—¡Lord Rich! —gritó—. Le conozco y no quiero casarme con él decida lo que decida Lord Huntingdon. Vos sabéis que estoy comprometida con Philip.

—Estáis en edad de casaros, y él no muestra el menor deseo de hacerlo. Huntingdon opina que el hecho que yo haya caído en desgracia repercutirá en vos y que, en consecuencia, deberíais considerar un buen matrimonio mientras os sea posible.

—Ya lo he considerado —dijo Penélope, con firmeza—. No quiero casarme con Robert Rich.

No insistí en el asunto porque sabía que sólo alimentaría su terquedad. Quizá cuando se fuese acostumbrando a la idea no le resultaría tan repulsiva.

Hubo gran conmoción en el país cuando vino a la Corte el duque de Anjou. Llegó de un modo calculado para conquistar el corazón de la Reina, pues llegó a Inglaterra en secreto, acompañado sólo de dos criados y se presentó en Greenwich, donde solicitó permiso para arrojarse a los pies Isabel.

Nada podría haber satisfecho más a ésta y su enamoramiento (suponiendo que tal fuese) asombró a todos. Pocos hombres habría menos atractivos que el príncipe francés. Era muy bajo (enano, casi) y había sufrido de niño un grave ataque de viruela que le había dejado muchas cicatrices en la piel y había dado a ésta un tono desvaído. Se le había ensanchado la punta de la nariz y la tenía como partida en dos, lo que le daba una apariencia de lo más extraña. A pesar de esto, siendo como era un príncipe, había podido llevar una vida de libertinaje, a la que se había entregado sin control.

Se había negado a estudiar, de modo que su educación era muy escasa. Carecía por completo de principios, morales o religiosos, y estaba dispuesto a hacerse protestante o a ser católico según le conviniese. Lo que sí tenía era cierto encanto en la persona y en los modos y gran destreza en el halago y en el fingir… y esto afectó a la Reina. Cuando se sentaba en una silla era como una rana y la Reina se dio cuenta en seguida y con su pasión por los apodos, lo convirtió en seguida en su Ranita.

Yo sentía gran despecho por no estar en la Corte y poder ver la farsa, el pequeño príncipe francés de veintipocos años, repugnantemente feo, haciendo el papel de ardiente enamorado, y la respetable Reina de cuarenta y tantos, derritiéndose con sus ardorosas miradas y sus apasionadas declaraciones. Podía resultar muy cómico, mas distaba mucho de serlo lo que estaba en juego, y no había hombre que estimase verdaderamente los intereses de la Reina y del país que no se sintiese despechado. Supe que hasta los mayores enemigos de Robert consideraban una desdicha que no se hubiese casado con él y hubiese dado ya un heredero al reino.

Robert, aunque seguía en desgracia, se vio obligado a acudir a la Corte, y yo a veces me preguntaba si ella no habría organizado todo aquel repugnante espectáculo sólo por torturarle. Me enteré de que se había hecho hacer un adorno en forma de rana (de diamantes sin tacha) y que lo llevaba puesto a todas partes.

Durante unos cuantos días, el Duque apenas se apartó de su lado, y paseaban por los jardines, charlando y divirtiéndose, cogidos de la mano, e incluso se abrazaron en público; y cuando el príncipe volvió a Francia, lo hizo con la certeza de que habría matrimonio.

Y a principios de octubre, Isabel reunió a su Consejo para decidir sobre su boda, y como Robert aún formaba parte del Consejo, estuvo presente, por lo que pude saber lo que pasó.

—Mientras ella no estuvo presente —me contó Robert—, pude tratar la cuestión con libertad, y como un asunto puramente político. Parecía haber ido ya tan lejos con el Príncipe que era ya difícil retroceder, y el matrimonio quizá resultase inevitable por ello. Todos sabíamos la edad de la Reina, y parecía muy poco probable que pudiese dar un heredero, y, si por casualidad lo hiciese, peligraba su vida en el trance. La Reina tenía años suficientes para ser la madre del Duque, dijo Sir Ralph Sadler, y era, sin duda, cuestión que exigía un general acuerdo. Sin embargo, conociendo el carácter de Isabel, consideramos impensable sugerir que se desechase el proyecto, pero nos comprometimos a pedirle que nos informase de sus deseos y a asegurarle que procuraríamos acomodarnos a ellos.

—Eso no le gustó, estoy segura —comenté—■. Ella quería que le pidieseis que se casara y que diese un heredero al país, manteniendo la ilusión de que aún era joven.

—Tenéis razón. Nos miró furiosa a todos cuando se lo dijimos (a mí sobre todo), y dijo que algunos estaban muy dispuestos a casarse, pero querían negar esta posibilidad a otros. Dijo que habíamos hablado durante años como si la única seguridad para ella fuese casarse y tener un heredero. Ella había supuesto que le pediríamos que siguiese adelante con el matrimonio y había sido una estúpida al pedirnos que deliberáramos en su nombre, pues era cuestión demasiado delicada para nosotros. Ahora habíamos sembrado de dudas su resolución y disolvería la reunión para pensar a solas.

Había estado de muy mal humor todo aquel día, riñendo a todos; y estoy segura de que todos aquellos cuyos deberes les acercasen a su persona debieron soportar su mal humor.

Burleigh convocó el Consejo y dijo que como ella parecía decidida a casarse, quizá debiesen aceptarlo, pues tal era su carácter que cualesquiera fuera el consejo que le dieran, ella seguiría su propia inclinación.

Ni siquiera entonces pude creer yo que se casase con el Duque. El pueblo estaba en contra, y ella siempre lo había tenido muy en cuenta.

Robert decía que pocas veces la había visto de tan mal humor. Parecía que el francés la hubiese hechizado. Debía ser un mago, pues pocos habían visto hombre tan feo. Sería ridículo que lo aceptase. De cualquier modo, los ingleses odiaban a los franceses. ¿No habían apoyado los franceses a María, la reina de Escocia, y le habían inculcado sus grandiosas ideas sobre sus derechos al trono? Isabel, si se casaba, caería en el juego de los franceses. Podía haber una rebelión en el país. Desde luego, el conde de Anjou era protestante… de momento. Era, y todo el mundo lo sabía, como una veleta. Hoy hacia el norte, mañana hacia el sur…, sólo que en este caso, norte y sur serían católico y protestante. Cambiaba según soplase el viento.

Fuimos a Penshurst a consultar con los Sidney qué sería lo mejor.

Nos hicieron un gran recibimiento. Siempre me había asombrado la lealtad familiar de los Dudley. A Robert se le recibía con más cariño aún ahora que había caído en desgracia que cuando estaba en la cima del poder.

Recordé que María había dejado la Corte porque ya no podía soportar lo que se decía allí de su hermano, y Philip se había ido a Penshurst por la misma razón. Él era un favorito especial de la Reina. Le había nombrado copero suyo. Pero le había dado licencia para irse porque había dicho que se ponía tan hosco y triste cada vez que ella le hacía saber lo enfadada que estaba por la conducta de aquel tío suyo, que le daban ganas de tirarle de las orejas.

Philip era más que guapo, hermoso. A la Reina le gustaba por su aspecto y cultura, por su honradez y bondad; pero, por supuesto, el tipo de hombre que a ella le atraía era otro completamente distinto.

Philip estaba muy preocupado por el compromiso, pues decía que resultaría un desastre si se producía y se decidió que como tenía gran facilidad de palabra, sería una buena idea que escribiese una carta a la Reina planteándole sus objeciones.

Así, pues, esos días de Penshurst se dedicaron a discutir estos temas. Robert y yo paseábamos por el parque con Philip y hablábamos de los peligros del matrimonio de la Reina, y aunque yo insistía con firmeza en que ella jamás se casaría, vacilaban ellos en sus opiniones. Aunque pudiese parecer que Robert la conocía mejor que nadie (había estado realmente muy próximo a ella), yo tenía la sensación de conocer a la mujer que había en Isabel.

Philip se encerró en su estudio y logró escribir la carta y nos la leyó a todos, que la comentamos y la retocamos. La redacción final fue ésta:




Cuan herido, y hasta alejado de vos, se sentirá vuestro pueblo al veros tomar a un esposo francés y papista, pues así le considera el pueblo llano, que es hijo de la Jezabel de nuestro tiempo, cuyo hermano sacrificó el matrimonio de su propia hermana, utilizándolo para matar a nuestros hermanos de religión…




Se refería a Catalina de Médicis, conocida en toda Francia como la Reina Jezabel, por lo muy detestada que era, y a la matanza de la noche de San Bartolomé, que había tenido lugar al llenarse París de hugonotes para el matrimonio de Margarita, hermana del duque de Anjou, con Enrique de Navarra.




Mientras que sea francés en potencia y papista de fe, ni podrá protegeros ni os protegerá gran cosa, y, si llega a ser Rey, su protección será como la del escudo de Ayax, que más bien aplastaba que protegía a quienes lo usaban.




Enviamos la carta y esperamos en Penshurst con impaciencia.

Pero se produjo otro incidente que sin duda hizo la carta de Philip menos significativa de lo que podría haber sido. Pasó a primer plano John Stubbs.

Stubbs era un puritano que se había graduado en Cambridge y a quien interesaban las actividades literarias. Su odio al catolicismo le había puesto en peligro. Tan violenta era su oposición al matrimonio con el francés que publicó un folleto titulado: «El descubrimiento de un vasto abismo en el que Inglaterra puede verse precipitada por otro matrimonio francés, si el Señor no impide que caiga esta aflicción sobre nosotros, haciendo ver a Su Majestad el pecado y el castigo que de ello derivaría».

El folleto no atacaba para nada a la Reina, de la que Stubbs se declaraba humilde súbdito, pero en cuanto vi el escrito supe que Isabel se pondría furiosa. No por su contenido político y religioso sino porque John Stubbs comentaba que la edad de la Reina no permitiría que el matrimonio fuese fructífero.

Tanto se enfadó la Soberana (tal como yo había supuesto) que ordenó se prohibiese el folleto y se juzgase a los responsables (el escritor Stubbs, el editor y el impresor) en Westminster. Fueron condenados los tres a perder la mano derecha y, aunque más tarde se perdonó al impresor y sólo se ejecutaron las otras dos crueles sentencias, fue Stubbs quien se distinguió dirigiéndose a la multitud reunida y explicando que perder la mano no alteraría su lealtad a la Reina. Luego, les cortaron la mano derecha a los dos de un golpe (con un cuchillo de carnicero y un mazo) a la altura de la muñeca. Cuando la mano derecha de Stubbs cayó, éste alzó la izquierda y gritó: «¡Viva la Reina!» antes de caer desmayado.

Este suceso, del que informaron a Isabel, debió conmoverla; y aunque por entonces yo me maravillaba a veces de su aparente locura, cuando lo pienso ahora puedo ver en todo ello un astuto propósito.

Mientras jugaba con el duque de Anjou (y estuvo haciéndolo durante un año o dos) estaba disputando en realidad una partida de alta política con Felipe de España, a quien temía mucho; y, como se vería luego, por muy buenas razones. Su mayor deseo era evitar una alianza entre sus dos enemigos; mas, ¿cómo iba a aliarse Francia con España cuando uno de sus hijos estaba a punto de convertirse en consorte de la Reina inglesa?

Era una política inteligente y los hombres que la rodeaban no se dieron cuenta de lo que hacía hasta más tarde. Luego ya resultó evidente.

Además, en la época en que ella jugaba con su príncipe rana y se ganaba cierta hostilidad entre el pueblo, estaba sembrando discordia entre el Rey de Francia y su hermano. Planeaba ya, como se demostraría posteriormente, enviar al antiguo príncipe protestante a Holanda para que emprendiera allí por ella la lucha contra España.

Pero eso sería después. Entretanto, coqueteaba y jugaba con el pequeño príncipe y ni él ni los cortesanos y ministros ingleses entendían sus motivos.




El día en que nació nuestro hijo, fue para Robert y para mí un día maravilloso. Le pusimos Robert de nombre e hicimos grandes proyectos para él.

Me sentí satisfecha durante un tiempo sólo por tenerle, y me alegró mucho saber del matrimonio de Douglass Sheffield con Sir Edward Stafford, embajador en París de la Reina. Fue Stafford quien negoció el propuesto matrimonio de Isabel con el duque de Anjou, y su habilidad en el manejo de estas cuestiones resultó muy del agrado de la Reina.

Llevaba un tiempo enamorado de Douglass, pero la insistencia de ésta en que había existido un enlace matrimonial entre ella y Leicester, les había impedido casarse. Al hacerse público y notorio mi matrimonio con Robert, Douglass (actuando de un modo típico en ella) se casó con Edward Stafford, admitiendo así tácitamente que nunca podía haber existido enlace matrimonial firme entre ella y Robert.

Esto resultaba confortante, y sentada con mi niño en brazos, me prometí que todo iría bien y a su debido tiempo recuperaría incluso el favor de la Reina.

Me preguntaba qué sentiría Isabel al saber que Robert y yo teníamos un hijo, pues estaba segura de que ella ansiaba un hijo más aún que un marido.

Por amigos de la Corte supe que había recibido la noticia en silencio, y que había tenido luego un arrebato de cólera, así que sospeché el efecto que le había causado, quedé sobrecogida al enterarme de lo que había decidido hacer.

Fue de nuevo Sussex (el heraldo de las .malas nuevas), quien trajo la noticia.

—Me temo que se avecinan graves problemas —dijo a Robert, no sin cierta satisfacción—. La Reina está indagando sobre Douglass Sheffield. Ha llegado a sus oídos que tiene un hijo llamado Robert Dudley y que declaró que era hijo legítimo del conde de Leicester.

—Si fuese así —pregunté—, ¿cómo puede decir que es la esposa de Sir Edward Stafford?

—La Reina dice que es un misterio que está decidida a aclarar. Dice que Douglass pertenece a una gran estirpe y que no puede permitir que se diga que ha incurrido en bigamia al casarse con su embajador.

—Yo jamás me casé con Douglass Sheffield —dijo Robert, con firmeza.

—La Reina no piensa lo mismo y está decidida a aclarar la verdad.

—Puede hacer lo que guste, que nada encontrará.

¿Era una bravata? No estaba segura. Parecía nervioso.

—Su Majestad es de la opinión de que hubo matrimonio, en cuyo caso, éste vuestro actual no lo es en absoluto. Dice que si realmente os casasteis con Douglass Sheffield, viviréis con ella como vuestra esposa u os pudriréis en la Torre.

Yo sabía lo que significaba aquello. Me arrebataría, si podía, mi triunfo de la mano. Quería demostrar que mi matrimonio no era válido y que mi hijo era un bastardo.

Oh, qué días de angustia hube de pasar. Aún ahora tiemblo de cólera al recordarlo. Robert me aseguraba que ella no podría demostrar que hubiese habido matrimonio porque no lo había habido, pero yo no era capaz de creerle del todo. Le conocía bien y sabía que la máxima pasión de su vida era la ambición; pero era más viril que la mayoría de los hombres y, cuando deseaba a una mujer, ese deseo podía, temporalmente, desbordar su ambición. Douglass era el tipo de mujer que se aferraba a su virtud (aunque se hubiese convertido en su amante) y quizá por el hijo que iba a tener hubiese llegado a convencerle de que se casase con ella.

Pero ahora nosotros teníamos un hijo (nuestro propio Robert) y yo me decía que su padre, que deseaba eliminar obstáculos de su camino, sin duda sería capaz de eliminar las pruebas de un matrimonio, si es que lo había habido. Ningún hijo mío sería tachado de bastardo. No estaba dispuesta a cruzarme de brazos y dar a la Reina aquella satisfacción. Sabría confundir su malicia, demostrar que estaba equivocada y convertir aquello en otra victoria de su Loba.

Sussex nos dijo que la Reina le había encargado descubrir la verdad sobre aquel asunto. Isabel estaba decidida a saber si, de verdad, había habido matrimonio. Teníamos un buen aliado en Sir Edward Stafford, que, profundamente enamorado de Douglass, ansiaba demostrar que no había habido matrimonio entre Douglass y Robert. Estaba tan ansioso como nosotros.

Al parecer, Douglass quería defender lo que ella llamaba «su honor»; y, por supuesto, luchaba por su hijo. Eso era un punto a nuestro favor. Leicester, como padre de familia que deseaba hijos legítimos, era poco probable, se decía, que repudiase a uno tan notable e inteligente como el Robert de Douglass.

Esperábamos impacientes el resultado de las indagaciones. Sussex interrogó a Douglass, y resultaba inquietante recordar lo mucho que detestaba a Robert, pues estábamos seguros de que le encantaría poder descubrir pruebas contra nosotros.

Douglass insistió, tras un detenido interrogatorio, en que había habido una ceremonia en la que ella y Leicester habían empeñado su palabra de un modo que ella consideraba vinculante. Entonces ella tenía que tener algún documento. Tenía que haber habido un acuerdo. No, dijo la simple de Douglass, no tenía nada. Había confiado en el conde de Leicester y le había creído ciegamente. Lloró después de un arrebato de histeria y suplicó que la dejasen sola. Era feliz en su matrimonio ahora con Sir Edward Stafford, y el conde de Leicester y Lady Essex tenían un hermoso hijo.

Entonces, al parecer, Sussex se vio obligado a declarar que lo que había ocurrido entre Lady Sheffield y el conde de Leicester no había sido un verdadero matrimonio y que, debido a ello, Leicester había podido casarse con Lady Essex, tal como hizo.

Cuando me comunicaron la noticia, me sentí inundada de gozo. Había estado aterrada a causa de mi hijo. Ahora ya no había duda de que el pequeño Robert que estaba en la cuna era el legítimo hijo y heredero del conde de Leicester.

Y mientras me regocijaba de mi buena fortuna, podía también gozar del despecho de la Reina. Me dijeron que cuando se enteró de la noticia se puso furiosa y llamó a Douglass imbécil, a Leicester libertino y a mí loba, una loba feroz que recorría el mundo buscando hombres a los que poder destruir.

—Mi señor Leicester lamentará el día en que se unió a Lettice Knollys —declaró—. Este no es el final de ese asunto. A su tiempo, se recobrará de su necedad y sentirá los ponzoñosos dientes de la loba.

Podría haber temblado al comprender el odio que había despertado en nuestra omnipotente señora, pero de algún modo resultaba estimulante, sobre todo ahora que saber que la había vencido otra vez. Podría imaginar su furia, y el que estuviese principalmente dirigida contra mí me entusiasmaba. Mi matrimonio estaba seguro, el futuro de mi hijo protegido. Y eso no podía quitármelo la poderosa Reina de Inglaterra, aunque intentase para ello ejercer todo su poder.

Una vez más triunfaba yo.




Podía salir ya a la luz pública, pues no había necesidad alguna de seguir guardando el secreto, y centré mi atención en las magníficas residencias de mi marido, decidida a engrandecerlas aún más. Debían exceder todas ellas en esplendor a los palacios y castillos de la Reina.

Volví a amueblar mi dormitorio de Leicester House, instalando una cama de nogal, cuyas colgaduras eran de tal magnificencia que nadie podía mirarlas sin quedar boquiabierto.

Estaba decidida a que mi dormitorio fuese más espléndido que el que había dispuesto para la Reina cuando llegara de visita. Recordaba que cuando ella viniese, yo tendría que desaparecer… o eso, o se negaría en redondo a venir. Y si venía, sabía que su curiosidad la empujaría a ver mi dormitorio, así que procuré que fuese maravilloso en todos los detalles. Las colgaduras eran de terciopelo rojo, decorado con hilos y lazos de oro y plata. Todo lo que había en la habitación estaba cubierto de terciopelo y telas con plata y oro; mi silleta era como un trono. Sabía que si ella veía aquello se pondría furiosa. Y desde luego se enteraría. Había muchas lenguas maliciosas dispuestas a atizar la hoguera de su odio contra mí. Toda la ropa de cama, de lino, estaba decorada con el escudo de armas de los Leicester y era de lo más fina; teníamos ricas alfombras en el suelo y en las paredes, y fue una alegría prescindir de los juncos que enseguida olían mal y se llenaban de pulgas y chinches.

Robert y yo nos sentíamos felices. Podíamos, reír tras los ricos cortinajes de nuestro lecho pensando en nuestra habilidad para casarnos pese a todos los obstáculos que nos lo impedían. Cuando estábamos solos, yo llamaba a la Reina Esa Zorra. Después de todo, era astuta como el zorro, y la hembra de esa especie era más artera que el macho. Como ella me llamaba a mí Loba, yo llamaba a Robert mi Lobo y él contestaba llamándome su Cordero, pues decía que si el león podía tenderse junto a tan dulce criatura, también podía hacerlo el lobo. Le recordé que tenía muy poco de cordero, y él dijo que eso era cierto en lo que al resto del mundo concernía. La broma persistió, y siempre que utilizábamos estos sobrenombres, la Reina no estaba lejos de nuestros pensamientos.

Nuestro hijo pequeño era una alegría para ambos, y yo empezaba a disfrutar de mi familia, no sólo por estar consagrada a ella, sino porque la Reina, pese a toda su gloria, debía sentir la falta de hijos e hijas. Había, sin embargo, una cierta tristeza en la casa debido a Penélope. Ésta había estado furiosa durante un tiempo, proclamando su oposición al matrimonio con Lord Rich. Lord Huntington propuso que se la pegase para someterla, pero yo me opuse a ello. Penélope era muy parecida a mí: bella, animosa y apasionada; el pegarla no habría hecho más que fortalecer su resistencia.

Razoné con ella. Le indiqué que aquel matrimonio con Lord Rich era lo mejor para ella en aquel momento. La familia estaba en desgracia (en especial yo) y mi hija jamás sería aceptada en la Corte; pero si se convertía en Lady Rich sería distinto. Quizá tuviese la impresión de que preferiría vivir en el campo a casarse con un hombre a quien no amaba, pero el aburrimiento le haría cambiar de idea.

—Yo no puedo decir que estuviese terriblemente enamorada de tu padre cuando me casé con él —confesé—. Pero no fue un matrimonio fracasado. Y os tuve a vosotros con él.

—Y fuiste muy amiga de Robert durante ese matrimonio —me recordó.

—No hay nada de malo en tener amigos —Contesté.

Esto la dejó un tanto pensativa y cuando Lord Huntingdon volvió una vez más a hablar seriamente con ella, ella accedió.

Se casó con Lord Rich, y, pobre niña, se comentó la suerte que tenía considerando que su madre había caído en total desgracia y que la Reina aún rechaza a su padrastro que, según muchos creían, jamás recuperaría el antiguo favor.




Por entonces, yo creía que la Reina podría, con el tiempo, perdonarme, pues, desde luego, ya manifestaba indicios de más blandura con Robert. Tras unos meses, Robert empezó a recuperar su favor gradualmente. El afecto de la Reina por él jamás dejaba de asombrarme. Creo que aún se entregaba a sueños románticos con él, y cuando le miraba aún veía al apuesto joven que había estado con ella en la Torre, en vez de al hombre maduro en que se había convertido, pues engordaba de modo bastante alarmante, tenía la cara muy colorada y el pelo parecía encanecerle un poco cada semana.

Una de las mayores virtudes de Isabel era su fidelidad a los viejos amigos. Yo sabía que ella no olvidaría nunca los cuidados de Mary Sidney y cada vez que veía aquella cara triste marcada por la viruela, la piedad y la gratitud le inundaban. Había dispuesto el enlace de la joven Mary con Henry Herbert, conde de Pembroke, y aunque él era veintisiete años mayor que ella, se consideraba un enlace muy digno.

Robert era de los que siempre tendría un lugar en su corazón, y si en ocasiones se veía apartado de él, siempre llegaba un momento en que volvía a instalarlo allí. La verdad era que amaba a Rober y siempre le amaría. No fue gran sorpresa, en consecuencia, el que antes de seis meses Robert recuperara su favor.

Pero lo mismo no podía decirse de mí, desgraciadamente. Me enteré de que la sola mención de mi nombre era suficiente para que se pusiese roja de cólera y empezase a vomitar coléricos insultos contra la Loba.

Siendo como era la mujer más vanidosa del país, no podía perdonarme el ser físicamente más atractiva que ella ni que me hubiera casado con el hombre que, en el fondo de su corazón, siempre había deseado para ella. A veces su cólera se dirigía contra él (esto se debía principalmente al hecho de que él me prefiriese a mí), pero esto nunca llegaba a perturbarle, porque sabía que si el afecto de la Reina sobrevivía a su matrimonio conmigo, sobreviviría a cualquier cosa.

Es difícil de entender la atracción que ejercía Robert sobre ella. Era una especie de magnetismo, y era tan potente ahora que Robert envejecía como lo había sido en su juventud. Nadie podía estar absolutamente seguro de él; él era un enigma. Sus modales eran tan agradables y corteses, y era siempre amable con los sirvientes y con los que se encontraban en una posición servil, y, sin embargo, le rodeaba una reputación siniestra desde la muerte de Amy Robsart. Emanaba poder, y esto quizá fuese la esencia de su atracción.

Su familia le adoraba, y en cuanto mis hijos supieron que era su padrastro, le aceptaron de todo corazón. Se sentían más a gusto con él de lo que se habían sentido con Walter.

Me sorprendía que él, que era tan ambicioso, y que era capaz de aprovechar cualquier ventaja, dedicase tanto tiempo a los asuntos de familia.

En este período, Penélope era muy desdichada. Nos visitaba a menudo en Leicester House, donde venía a lamentarse del fracaso de su matrimonio. Lord Rich era grosero y sensual; jamás le amaría; ella era muy desgraciada y deseaba volver a casa.

Podía hablar con Robert, que era comprensivo y amable. Le dijo que siempre que se sintiese de aquel modo debía considerar la casa de él como suya; y propuso que se le reservase una de las habitaciones para que la decorase a su gusto. Se llamaría la Cámara de Lady Rich y siempre que ella sintiese necesidad de refugio, estaría esperándola.

Penélope recuperaba un poco el ánimo charlando con Robert y eligiendo las colgaduras de su habitación e interesándose por su elaboración. Agradecí mucho a Robert que fuese un padre para mi desdichada hija.

También Dorothy le quería. Dorothy había observado lo sucedido en el caso de Penélope y le había dicho a Robert que ella nunca permitiría que le pasase eso. Ella misma elegiría a su marido.

—Yo te ayudaré —dijo él—, Y te prepararemos un gran matrimonio… pero sólo si tú lo apruebas.

Ella le creyó y las dos muchachas anhelaban las temporadas en que él estaba en casa.

Walter le quería también mucho, y fue Robert quien hizo planes para que mi hijo fuese a Oxford cuando fuese mayor, para lo cual faltaban pocos años.

Había un miembro de la familia a quien yo echaba mucho de menos, era mi favorito entre todos mis hijos: Robert Devereux, conde de Essex. Cómo deseaba que pudiese estar con nosotros, y cómo deploraba la costumbre de sacar a los hijos de sus hogares, especialmente a los que por la muerte de sus padres habían heredado muchos títulos. Me resultaba difícil pensar en mi querido hijo como el Conde de Essex… para mí siempre sería el pequeño Rob. Estaba segura de que el otro Robert, mi marido, se habría interesado en especial por Essex, pero, por desgracia, el muchacho estaba ahora en Cambridge, donde tenía que doctorarse. De vez en cuando, me llegaban excelentes informes de él.

En cuanto al otro Robert (nuestro hijo pequeño), Leicester le adoraba y estaba haciendo siempre planes para su futuro. Yo decía bromeando que resultaría difícil encontrarle un sitio en la Corte porque su padre pensaba que no había nada lo bastante bueno para él.

—Sólo podría casarse dignamente con una princesa real —comenté.

—Hay que encontrarle una —dijo Robert, y no comprendí entonces lo en serio que lo decía.

Leicester era tan querido en mi familia como en la suya; resultaba consolador, el sentirme rodeada de una familia afectuosa, especialmente considerando el odio obsesivo que la Reina sentía hacia mí.

Como yo estaba fuera de la Corte (aunque Robert recuperó rápidamente su antigua posición), la familia estaba pendiente de mí más de lo normal, y el sobrino de Robert, Philip Sidney, se convirtió en asiduo visitante.

Paseaba por los jardines de Leicester House en compañía de Penélope, y pensé que se había producido un cambio en su amistad. Después de todo, él había estado comprometido con ella en otros tiempos, pero nunca había parecido deseoso de casarse, y yo había pensado muchas veces que había sido un error mencionarlo cuando él tenía veintidós años y Penélope era sólo una niña de catorce. Ahora le parecía más una mujer, y una mujer trágica, por cierto, lo cual la hacía más atractiva para un hombre de su carácter. La repugnancia que sentía por su marido se iba convirtiendo en odio y parecía predispuesta a volcarse en aquel hombre apuesto, elegante, inteligente y joven, con el que fácilmente podía haberse casado.

Todo parecía indicar que se estaba gestando una situación peligrosa, pero cuando se lo mencioné a Robert éste dijo que Philip no era hombre que se entregase a una pasión lujuriosa, sino más bien al sueño del amor romántico. Sin duda escribiría versos a Penélope y a eso le conduciría su devoción, así que no teníamos por qué temer que Penélope rompiese sus votos matrimoniales. Si lo hacía, Lord Rich se pondría furioso y Philip se enteraría de ello. No era, desde luego, un hombre violento; le agradaba la compañía de hombres como el poeta Spencer, hacia quien sentía gran respeto. Le gustaba el teatro y le complacía especialmente la relación con actores, a los que se conocía como los Actores de Leicester, que, en el período anterior a la caída de Robert, solían actuar para entretener a la Reina.

El hecho fue que, perdida Penélope para Lord Rich, Philip concibió una gran pasión por ella y empezó a escribirle poemas en los que se llamaba a sí mismo Astrofel y a Penélope, Stella. Pero todo el mundo sabía a quién se refería.

Era una situación que podría resultar peligrosa, pero comprendí lo que significaba para Penélope. Penélope floreció de nuevo, y empezó a hacérsele tolerable la vida. Se parecía a mí y creo que nos sucediese lo que nos sucediese, si podíamos vernos en el centro de los dramáticos acontecimientos, la emoción nos arrastraría.

Así, pues, mientras compartía el lecho con su marido (y me explicaba que era un marido exigente en la cama) se entregaba a aquella relación romántica con Philip Sidney y cada día estaba más guapa. No podía menos que sentirme orgullo— sa de mi hija, a la que se consideraba una de las mujeres más bellas de la Corte.

La Reina la consideraba Lady Rich en vez de Penélope Devereux, la hija de la Loba; causaba sensación en todas partes. Me contaba lo que pasaba en la Corte y cómo su padrastro hacía todo lo posible para favorecerla.

He de confesar que a medida que transcurría el tiempo yo iba sintiéndome cada vez más irritada. Era muy triste para mí verme fuera del círculo mágico. Pero me decían que cuando se mencionaba mi nombre la Reina aún se ponía furiosa, así que me parecía muy poco probable la posibilidad de volver, de momento. Incluso Robert tenía que actuar con gran cautela, y aquellos ojos oscuros le lanzaban de cuando en cuando miradas de advertencia. Era una época en que había que tener cuidado.

El duque de Anjou volvió a Inglaterra a renovar su galanteo. Robert estaba preocupado porque mientras paseaba por la galería de Greenwich con el duque, Isabel dijo ante el embajador francés, que debían casarse.

—Fue muy desagradable —me dijo Robert—, y si se tratara de cualquier otra persona en vez de Isabel, yo diría que en verdad le aceptaba. Ha estado acariciándole y haciéndole carantoñas en público, desde luego. Es como si le hubiesen hecho un conjuro y no pudiese ver lo que ven otros. Ese hombrecillo está más feo que nunca, lo cual es natural, pues no sería razonable que el tiempo le embelleciera. Se parece más que nunca a una rana, es algo repugnante, y sin embargo ella pretende ver en él una gran belleza. Da grima verles juntos. Ella es mucho más alta que él.

—Quiere que la gente les compare y vea que ella es muchísimo más guapa pese a la edad.

—Resultan una pareja ridícula… es como una farsa cómica. La Boda Rural no es la mitad de cómica que la Reina y su pretendiente francés. Pero allí en la galería llegó a besarle, y le puso un anillo en el dedo, y le dijo al embajador francés que se casaría con él.

—Entonces no hay duda que debe estar comprometida.

—No la conoces. Tuve una reunión con ella y le pedí que me dijera si era amante suya ya. Ella contestó que era la amante de todos nosotros. Le pregunté bruscamente si aún seguía siendo virgen. Se echó a reír y me dio un empujón, un empujón amistoso, y dijo: «Aún soy virgen, Robert, pese a las muchas veces que los hombres han intentado inducirme a cambiar este feliz estado». Y luego me apretó el brazo de un modo extraño y dijo: «Mis Ojos no deberían tener miedo alguno». Y supuse que quería decir que no se casaría con él al final. Creo que empezará ahora a salir de este dilema en el que ella misma se ha colocado.

Por supuesto, eso fue lo que hizo; y mientras confiaba a sus ministros que había sido necesario ganar tiempo y mantener en la incertidumbre a franceses y españoles, ella, con su ayuda, eludiría el problema. Pero entretanto, por las apariencias, podrían empezar a redactar los contratos matrimoniales. Yo lamentaba muchísimo no poder observarla de cerca. Me habría encantado contemplar sus jugueteos con su Rana, declarando que el momento más feliz de su vida sería el de su boda, mientras su astuta y brillante inteligencia buscaba la salida más conveniente. Deseaba que el pueblo creyese que el duque de Anjou estaba locamente enamorado de ella… no por lo que ella pudiese darle sino por su encanto. Era extraño que mientras se preocupaba tanto por el aspecto político del asunto, pudiese tener tales pensamientos; pero los que creían que eso era imposible no conocían a Isabel. Robert estaba encantado. Deploraba sinceramente el enlace con el francés, pero al mismo tiempo no podría haber soportado el que ella se hubiese casado con otro después de rechazarle a él. Me divertía comprobar cómo estaba presente siempre el elemento personal en ellos dos, que eran, supongo, las personas más importantes de mi vida. Me observaba a mí misma con la misma tranquilidad y con la misma frialdad, o eso pensaba al menos, y solía encontrar más de un motivo detrás de mis propias acciones.

Robert informó que la Reina había enviado un mensaje al duque de Anjou indicando que tenía miedo a casarse porque creía que si lo hacía no viviría mucho más, y estaba segura de que lo último que él deseaba era que ella muriese.

—El hombrecillo se quedó muy confundido —dijo Robert—. Creo que por fin se da cuenta de que le pasará lo mismo que a los demás que la pretendieron. Cuando oyó esto, creo que estalló en furiosos lamentos y que se sacó el anillo que ella le había regalado y lo tiró. Luego, fue a verla, y dijo que veía ya que estaba decidida a engañarle y que nunca había pensado casarse con él, ante lo cual ella mostró gran preocupación, lanzó grandes suspiros y declaró que cuánto más agradable sería la vida si aquellas cuestiones pudiesen dejarse exclusivamente al corazón. Él contestó que preferiría que muriesen ambos si no podía tenerla, y ella entonces le acusó de amenazarla, lo que hizo que él, como hombrecito tonto que es, rompiese a llorar. Balbuciendo que no podía soportar que el mundo supiese que ella le había rechazado.

—¿Y qué hizo ella entonces?

—Se limitó a darle un pañuelo para que se secase los ojos. Ay, no hay duda, Lettice, no piensa casarse con él jamás y nunca lo ha pensado. Pero nos ha metido en un buen lío, pues ahora tendremos que aplacar a los franceses, lo que no será fácil.

Qué razón tenía. Los embajadores del Rey de Francia ya habían llegado a Inglaterra para felicitar a la pareja y establecer los acuerdos finales para el matrimonio. Cuando se vio el verdadero carácter de la situación, el embajador francés sembró el pánico entre el Consejo declarando que puesto que los ingleses habían ofendido al Duque de Anjou, los franceses se aliarían con España, perspectiva muy desagradable para los ingleses.

Robert me dijo que los ministros habían conferenciado y que la opinión general era que la cuestión había ido demasiado lejos para que se pudiese ya retroceder. La Reina les recibió y exigió saber si lo que pretendían decirle era que no tenía más alternativa que casarse con el Duque.

Ella había jugado con fuego, y si ellos no tenían cuidado resultarían con graves quemaduras varios dedos. Dijo que tenía que haber una salida a la situación, y que ella la encontraría. Se discutieron los términos del matrimonio y los franceses se mostraron muy dispuestos a acceder a todas las demandas de la Reina, y ésta, desesperada, hizo de pronto la declaración de que había una cláusula que era vital para su acuerdo, y que ésta era que se devolviese Calais a la corona inglesa.

Esto era ofensivo, y ella lo sabía. Calais (que había perdido su hermana María) había sido el último reducto inglés en el continente, y bajo ninguna circunstancia permitirían los franceses que los ingleses se asentasen de nuevo en Francia. Debieron comprender al fin que estaba jugando con ellos. Y la situación se puso entonces sumamente peligrosa.

Ella lo sabía mejor que nadie y encontró una salida. Los españoles eran una amenaza. El pequeño duque estaba en una de sus fases protestantes por entonces y tendría que haber, sin duda, un enfrentamiento con los españoles. La Reina creía firmemente que tal enfrentamiento era mejor que se produjese fuera de su reino. Y como había recibido varias veces peticiones de ayuda de Holanda, podría ser la salida a una situación difícil, para matar dos pájaros de un tiro, darle al duque de Anjou una suma de dinero para que fuese a Holanda e iniciase allí una campaña contra los españoles.

Nada podría haber enfurecido más a Enrique III de Francia y a Felipe de España, ni apartar mejor el pensamiento del pequeño príncipe de las cuestiones matrimoniales.

Languideciendo, según decía, de amor por ella, el duque de Anjou se dejó convencer al fin y accedió a la expedición a los Países Bajos. Ella le mostró muy orgullosa su astillero de Chatham, y la visión de tantas naves excelentes impresionó muchísimo al francés, pero sin duda aumentó al mismo tiempo su deseo de convertirse en su marido y el propietario de todo aquello. Y como ella seguía mostrando gran afecto hacia él, debió considerar que aún no era imposible que el matrimonio llegara a realizarse.

Robert vino a verme y me contó lo sucedido. Le preocupaba muchísimo, dijo, pues la Reina le había dicho al duque de Anjou que, como prueba de su gran estima, iba a enviar con él, para que le escoltase hasta Amberes, a un hombre cuya presencia en la Corte siempre había sido más importante para ella que la de cualquier otro.

—¡Vos, Robert! —grité.

Asintió.

Percibí su emoción y creo que desde aquel momento empezaron a cambiar mis sentimientos hacia él. Él había vuelto a recuperar el favor regio; y me di cuenta entonces de que la pasión capital de su vida (entonces y siempre) era la ambición. Ella, mi regia rival, podía darle lo que él ansiaba. Yo no era mujer que ocupase tranquilamente un segundo puesto.

Se alegraba de ir a los Países Bajos, aunque significase dejarme, porque veía allí oportunidades, y el hecho de que la Reina le enviase como asesor directo del duque de Anjou, indicaba que confiaba en él.

De nuevo estaban juntos: mi marido y su regia amante. Yo podía ser la que anhelaban sus sentidos, pero era a ella a quien su inteligencia le decía que siguiese, y su ambición era aún mayor que su necesidad física.

Él no percibió que había en mi actitud cierta frialdad. Siguió, muy emocionado:

—¿Os dais cuenta de lo que ha estado haciendo? Ha conseguido contener a los franceses todo este tiempo y ahora ha conseguido que el duque de Anjou luche por ella.

Le brillaban los ojos. Ella era una gran mujer, una gran Reina. Además, toda la ternura que había mostrado con su Ranita era pura táctica política. Sólo había un hombre al que ella hubiese amado lo suficiente como para hacerla olvidar temporalmente las conveniencias, y ese hombre era Robert Dudley.

Él estaba a sus órdenes. Ella le había perdonado su matrimonio e iba a seguir aceptándole a su lado. El matrimonio no tenía importancia. Ella no quería casarse con él, de todos modos, pero iba a quitarme a mi marido siempre que pudiese. Él volvería a ser su favorito mientras a su mujer se le negaba el acceso a la Corte. Esta era su venganza.

Sentí crecer una cólera fría dentro de mí. No, yo no era mujer a la que pudiese dejarse de lado tan fácilmente.

Por supuesto, él se mostró apasionadamente amoroso y me aseguró que le dolía muchísimo dejarme, pero ya estaba en los Países Bajos con el pensamiento, aprovechando todas las ventajas que se le presentasen allí.

En febrero dejó Inglaterra. La Reina acompañó a la comitiva hasta Canterbury. Yo no pude ir porque mi presencia la habría ofendido. Me enteré, sin embargo, de que había dispensado una cordial despedida a mi Robert y había hablado con él muy severamente porque temía que pudiese beber o comer más de lo conveniente y no cuidarse lo bastante. Él le preocupaba mucho, según había dicho, por su imprudencia y su intemperancia. Y añadió que no le perdonaría si llegaban a ella noticias de que estaba mal de salud por descuido.

Oh, sí, aún seguía enamorada de él; y aunque proclamó que daría un millón de libras por tener a su Ranita nadando en el Támesis, era en Robert en quien pensaba.

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