El primer encuentro



…y ella misma (Isabel) le ayudó a ponerse la capa,

mientras él permanecía arrodillado ante ella,

con gran gravedad y discreta actitud, pero la Reina

no pudo contenerse y le puso la mano en el cuello

y le hizo cosquillas, sonriendo, estando yo y el

embajador francés a su lado.


El embajador escocés, Sir James Melville, cuando se proclamó a Robert Dudley Conde de Leicester.


Ella (Isabel) dijo que no pensaba casarse nunca… yo dije: «Majestad, no necesitáis decírmelo. Conozco vuestro temple. Pensáis que si os casaseis seríais sólo Reina de Inglaterra. Y ahora sois Rey y Reina al mismo tiempo. Vos jamás podríais sufrir un amo.»


Sir James Melville.



Por Dios, caballero, os he hecho grandes mercedes, pero no acaparéis mi favor hasta el punto de que no pueda favorecer a otros… Aquí sólo puede existir un ama y ningún amo.

Isabel a Leicester

fragmenta Regalia


Me casé con Walter en 1561, cuando cumplí los veintiún años. A mis padres les satisfacía mucho el enlace y la Reina dio en seguida su consentimiento. Walter era el segundo vizconde de Hereford por entonces, y tenía más o menos mi edad y, dado que su familia gozaba de elevada posición, se consideró un buen matrimonio. La Reina comentó que era hora de que yo tuviese un marido, lo que despertó en mí cierto recelo hasta el punto de preguntarme si se habría dado cuenta de que mis ojos solían desviarse hacia Robert Dudley.

Yo había llegado a la conclusión de que Robert no se casaría más que con la Reina. Walter me había pedido varias veces que fuese su mujer. Yo le tenía mucho cariño y mis padres deseaban aquel matrimonio. El era joven y, como indicaba mi padre, parecía tener un buen futuro, que le mantendría en la Corte, así que le elegí entre varios candidatos y me preparé para la vida matrimonial.

Me resulta difícil recordar con detalle lo que sentía por Walter hace tantos años. La Reina había insinuado que yo era una chica que necesitaba casarme… y tenía razón. Creo que durante un tiempo pensé incluso que estaba enamorada de Walter y dejé de soñar con Robert Dudley.

Después de la ceremonia, Walter y yo fuimos a su casa solariega, el castillo de Chartley, un edificio impresionante que se alzaba en el centro de una fértil llanura. Desde sus altas torres se dominaba el paisaje más bello de Staffordshire. Quedaba a unas seis millas al sudeste de la ciudad de Stafford y se hallaba situado a medio camino entre Rugby y Stone.

Walter estaba orgulloso de Chartley y yo manifesté mucho interés en la mansión dado que iba a ser mi hogar. Tenía un torreón circular y dos torres redondas que eran muy antiguas, pues habían sido construidas hacia 1220. Habían soportado ya más de trescientos años de inclemencias y parecían capaces de soportar trescientos más.

Las paredes tenían cuatro metros de ancho y tenían las troneras dispuestas de modo que pudiesen lanzarse las flechas horizontalmente, lo que convertía el castillo en una magnífica fortaleza.

En tiempos de Guillermo el Conquistador, antes de la construcción del actual castillo de Chartley, hubo allí una edificación más antigua, y el castillo se construyó sobre ella.

Pertenecía a los condes de Derby, según me explicó Walter, y pasó a la familia Devereux durante el reinado de Enrique VI, al casarse una de las hijas de los señores del castillo con Walter Devereux, Conde de Essex. Desde entonces, ha sido nuestro.

Hube de confesar que se trataba realmente de un magnífico castillo.

Fui bastante feliz en mi primer año de matrimonio. Walter era un marido dedicado, profundamente enamorado, y el matrimonio y todo lo demás se ajustaban a mi carácter. De vez en cuando, iba a la Corte y la Reina me recibía afectuosamente. Yo pensaba que la satisfacía más de lo normal el que yo me hubiese casado, lo cual indicaba que se había dado cuenta del placer que me proporcionaba la compañía masculina. Y a la Reina le irritaba que un hombre desviase su atención de ella, aunque sólo fuese unos instantes, y quizá se hubiese dado cuenta de que algunos de sus favoritos me miraban con aprobación.

Walter nunca había figurado entre los favoritos de la Reina. Carecía de aquella galantería audaz que ella tanto admiraba. Creo que Walter era de una excesiva honestidad natural que le impedía elaborar los extravagantes cumplidos que se esperaban de los favoritos y que, considerados detenidamente, resultaban bastante absurdos, en realidad. Él estaba entregado en cuerpo v alma a la Reina y a la patria; estaba dispuesto a sacrificar por ellas su vida; pero no era capaz, sencillamente, de adoptar con la Reina la actitud exigida en su círculo masculino.

Esto significaba, claro, que no estábamos en la Corte tan a menudo como antes, pero cuando íbamos, la Reina nunca olvidaba a su buena prima y deseaba siempre enterarse de cómo me iba en la vida matrimonial.

Aunque parezca extraño, yo estaba muy dispuesta en aquel primer período de casada a pasar gran parte del tiempo en el campo. Llegué incluso a tomarle cariño a aquel tipo de vida. Me interesaba por la casa. Era fría y desapacible en invierno, pero yo hacía que encendiesen buenos fuegos en las chimeneas. Establecí una serie de normas para la servidumbre. Debían levantarse a las seis en verano y a las siete en invierno. A las ocho, debían estar listas las camas y limpias las chimeneas y encenderse el fuego en ellas para todo el día. Me interesé en los jardines de césped e hice que me instruyese uno de los criados, que era especialmente diestro en el arte de la botánica. Había cuencos de flores y los colocaba por la casa. Me sentaba con las mujeres y bordaba los paños nuevos del altar con ellas. Me parece ahora casi imposible el que pudiese haberme entregado tan animosamente a la vida rural.

Cuando nos visitaba mi familia o teníamos invitados de la Corte, me enorgullecía mucho demostrar que me había convertido en una excelente ama de casa. Estaba orgullosa de mi cristalería veneciana, que tan delicadamente relumbraba a la luz de las velas llena de buen moscatel o de malvasía; y hacía que la servidumbre limpiase la plata y el peltre hasta que la mesa relumbraba. Estaba decidida a que se admirase nuestra mesa por los manjares que saboreaban en ella nuestros invitados. Me gustaba verla llena de carne y aves y pescado, de pasteles de formas caprichosas, con las que se pretendía normalmente honrar a los visitantes; lo mismo hacíamos con el mazapán y el pan de jengibre, de modo que todo causaba admiración.

La gente se quedaba maravillada. «Lettice se ha convertido en una magnífica anfitriona», decían.

Era otro rasgo de mi carácter, el querer ser siempre la mejor y aquello era para mí como un juego nuevo. Me sentía satisfecha con mi hogar y con mi marido, y me entregaba de cuerpo y alma a aquel goce.

Me gustaba pasear por el castillo e imaginar los días del pasado. Procuraba que se limpiasen regularmente los desagües para que nuestro castillo fuese menos odorífero que la mayoría. Sufríamos bastante por la proximidad de los retretes (¿pero en qué casa no sucedía eso?) e instituí la norma de que se vaciasen los nuestros cuando estuviésemos mi marido y yo en la Corte para evitar así aquel aspecto tan desagradable de la vida rural.

Walter y yo cabalgábamos por la finca y paseábamos a veces por las proximidades del castillo. Siempre recordaré el día que me enseñó las vacas de Chartley Park. Eran algo distintas a las que yo había visto en otros lugares,—Son nuestras vacas de Stafford —dijo Walter.

Las examiné detenidamente, interesada porque eran nuestras. Tenían un color blanco pajizo y manchas negras en el morro, las orejas y las pezuñas.

—Esperemos que ninguna de ellas tenga un ternero negro —me dijo Walter, y cuando quise saber por qué, me explicó—: Hay una leyenda en la familia: si aparece un ternero negro significa que morirá alguno de sus miembros.

—¡Qué absurdo! —exclamé—. ¿Cómo puede afectarnos el nacimiento de un ternero negro?

—Es una de esas historias que acompañan a familias como la nuestra. Todo empezó cuando la batalla de Burton Bridge en la que pereció el propietario y el castillo pasó temporalmente a otras manos.

—Pero volvió de nuevo a la familia.

—Sí, pero fue un período trágico. Nació por entonces un ternero negro, y por eso se dijo que los terneros negros significaban el desastre para la familia Devereux.

—Entonces tenemos que procurar que no nazcan más.

—¿Cómo?

—Librándonos de las vacas.

Se echó a reír cariñosamente.

—Querida Lettice, eso sería sin duda desafiar al destino. Estoy seguro de que el castigo por tal acción sería mayor que la desgracia que pudiese acarrear el nacimiento de un ternero negro.

Contemplé a aquellas criaturas plácidas de grandes ojos y dije:

—Por favor, no tengáis ningún ternero negro.

Y Walter se echó a reír y me besó y me dijo que se sentía muy feliz de que yo, tras mucha insistencia de su parte, hubiese aceptado casarme con él.

Había, por supuesto, una razón de que estuviese tan contenta. Estaba embarazada.

Mi hija Penèlope nació un año después de la boda.

Disfruté de las alegrías de la maternidad y, por supuesto, mi hija era más bella, más inteligente y mejor en todos los sentidos que cualquier hija que hubiese podido nacer hasta entonces. Estaba también muy contenta de encontrarme allí en Chartley con ella y no podía soportar la idea de abandonarla por mucho tiempo. Walter creía por entonces que había encontrado la mujer ideal. El pobre Walter siempre fue hombre de poco juicio.

Sin embargo, cuando aún andaba cantándole nanas a mi hija, quedé de nuevo embarazada, aunque no experimenté en modo alguno el mismo éxtasis. Jamás me había absorbido durante mucho tiempo ninguno de mis entusiasmos, y los meses de embarazo me resultaron fastidiosos. Penélope empezaba a mostrar un carácter muy independiente, lo que no la hacía ya la niña dócil que había sido; y yo empezaba a pensar cada vez con más añoranza en la Corte y a preguntarme qué estaría pasando allí.

De vez en cuando me llegaban noticias, y gran parte de ellas se referían a la Reina y a Robert Dudley. Suponía lo irritado que Robert debía estar por la constante negativa de Isabel a casarse con él ahora que era de nuevo libre. Ay, pero ella era demasiado astuta para casarse. ¿Cómo iba a poder casarse con él y eludir los rumores de escándalo? Jamás podría. Si se casaba, siempre sería sospechosa de complicidad en el asesinato de Amy Dudley. La gente aún hablaba de ello, incluso en sitios apartados como Chartley. Había quien murmuraba que existía una ley para el pueblo y otra para los favoritos de la Reina. Había pocas personas en Inglaterra que no creyesen a Robert, por lo menos, culpable del asesinato de su esposa.

Aunque parezca extraño, el efecto que esto producía en mí era que Robert me resultase más fascinante que nunca. Era un hombre fuerte, un hombre que sabía abrirse camino. Me entregaba a fantasías con él y me entusiasmaba que la Reina jamás pudiese hacerle su marido.

Walter seguía siendo un buen esposo, pero aquel encanto que antes encontraba en mi compañía (y que le había empujado hacia mí) ya no existía. Supongo que un hombre no puede seguir siempre maravillándose de la pericia sexual de su esposa. A mí, desde luego, no me emocionaba la suya, que nunca me había parecido más de lo que una pudiese esperar de la generalidad de los hombres. Sólo por mis ansias de conocer tales experiencias, me había satisfecho al principio. Pero luego, con una hija de un año y otro hijo a punto de nacer, atravesé un período de desilusión y, por primera vez, empecé a ser infiel… con el pensamiento.

No podía ir a la Corte debido a mi estado, pero andaba siempre deseosa de saber lo que pasaba allí. Walter volvió a Chartley con noticias de que la Reina estaba enferma y no parecía probable que sobreviviese a su enfermedad.

Sentí una depresión terrible, me sentí frustrada… lo que resultaba extraño pues no podía adivinar el futuro. Quizá fuese una suerte que no pudiese hacerlo, aunque de haber podido, no sé si hubiese actuado de modo distinto. Lo dudo.

Walter estaba caviloso y sombrío y supongo que mis padres también se preguntaban qué sucedería en el país si moría la Reina. Existía la posibilidad de que se le ofreciese el trono a María, Reina de Escocia, que se había visto obligada a abandonar Francia al morir su joven esposo Francisco Deux.

—Tengo entendido —dijo Walter— que dos de los hermanos Pole se proponen trasladarse a Londres con el fin de conseguir que suba al trono María Estuardo. Dicen, por supuesto, que no se proponen en absoluto tal cosa, y sólo quieren que la Reina nombre sucesora suya a María de Escocia.

—¡Y que vuelva el catolicismo! —grité yo.

—Ése es su objetivo.

—¿Y la Reina?

—Al borde de la muerte. Ha hecho llamar a Dudley. Quiere tenerle a su lado hasta el final, según dice.

—Éste no es el final —repliqué rápidamente.

Miré a Walter y me puse a pensar: si ella muere, Robert se casará. ¡Y ahora yo estoy casada con Walter Devereux!

Y creo que fue en ese momento cuando empecé a detestar a mi marido.

—Mandó llamarle —continuó Walter— y le dijo que si no hubiese sido Reina se habría casado con él.

Asentí con un gesto. Su primer amor era la Corona; quería poseerla en exclusiva; no estaba dispuesta a compartirla. Creí entenderla. Pero ni siquiera aquello era toda la verdad.

—Llamó a todos sus ministros también —continuó Walter— y les dijo que su último deseo era nombrar a Robert Dudley Protector del Reino.

Contuve el aliento.

—Se preocupa por él, no hay duda —dije.

—¿Acaso lo dudabas?

—Pero no está dispuesta a casarse con él, sin embargo.

—No puede, él sigue siendo sospechoso del asesinato de su esposa.

—Me pregunto… —empecé; y pensé en el entierro de Isabel, en el final de su breve reinado. ¿Qué pasaría en el país? Algunos intentarían colocar en el trono a María de Escocia. Otros querrían por soberana a Catalina Grey. Aquello podía significar la guerra civil. Pero lo que más me atormentaba era: ¿qué hará Robert si ella muere? Y me preguntaba si no me habría precipitado estúpidamente al casarme y si no hubiese sido mejor esperar un tiempo.

Luego di a luz a mi segunda hija, a la que puse Dorothy de nombre.




La Reina se recuperó de su enfermedad, como podría haberse esperado de ella. Además, salió incólume de sus males, cosa sumamente rara. María, la hermana de Robert, que estaba casada con Henry Sidney y había estado con la Reina noche y día atendiendo a todas sus necesidades, contrajo el mal y quedó gravemente desfigurada. Me enteré de que Lady María había pedido permiso para abandonar la Corte, permiso que difícilmente podía negársele dadas las circunstancias, y se había retirado a las posesiones que su familia tenía en Penshurst, de las que nunca deseó en realidad volver a salir. Fue su recompensa por cuidar a Isabel, que no era probable que lo olvidase. Una de las virtudes de la Reina era su lealtad con quienes la servían. Además, María Sidney era hermana de su amado Robert.

Walter dijo que la gente pensaba de nuevo que era posible ahora el matrimonio entre la Reina y Robert.

—Pero, ¿por qué iba a ser aceptable ahora si no lo era hace tan poco tiempo? —pregunté.

—No es tan poco tiempo —me recordó Walter—. Y la gente está tan entusiasmada por su recuperación, que estaría dispuesta a aceptar cualquier cosa. Quieren que se case. Quieren un heredero al trono. Su reciente enfermedad ha demostrado lo peligroso que podría ser que muriese sin descendencia.

—Ella no morirá hasta que quiera —dije ásperamente.

—Eso —replicó Walter muy serio— está en las manos de Dios.

Así, pues, la Corte pronto volvió a ser lo que era antes de la enfermedad de Isabel. Robert volvía a disfrutar de su favor, siempre a su lado, siempre con esperanza. No me cabía duda; y quizás más que nunca ahora que se decía que el pueblo aceptaría el matrimonio entre ellos.

La Reina estaba muy animosa, muy feliz de verse otra vez bien. Perdonó a los hermanos Pole, gesto muy propio de ella. Quería mostrar a su pueblo lo benévola que era, y que no guardaba rencor a nadie. Los dos hermanos se exiliaron, sin embargo… y la Corte volvió a recuperar de nuevo la alegría. Pero no hubo ningún anuncio de compromiso entre ella y Robert.




Resultaba exasperante enterarse de las cosas a través de Walter y de quienes venían a Chartley a visitarnos, porque jamás contaban todo lo que yo quería saber. Me prometí a mí misma que en cuanto me recuperase del parto de Dorothy volvería a la Corte. La Reina me daría la bienvenida y ya me imaginaba cómo me arrodillaría ante ella con lágrimas de alegría en los ojos por su recuperación. Sabía cómo provocar las lágrimas con el zumo de ciertas plantas. Luego procuraría que me diese su versión de los acontecimientos y le contaría lo tranquila que era la vida en el campo, pero cómo esa tranquilidad no era digno sustituto de los aposentos regios. Siempre le daban un poco de envidia los niños… pero quizá no tanto las niñas. Me recibió con grandes muestras de afecto y yo hice mi escena, mostrando mi alegría por su recuperación, escena que me salió muy bien, y que creo que la conmovió, pues me retuvo a su lado y me dio una pieza de terciopelo color melocotón para que me hiciese un vestido y una gorguera de encaje a juego. Era una prueba de su favor.

Y cuando estaba yo en la Corte llegaron noticias de que el archiduque Carlos (aquel pretendiente al que ella había rechazado) pretendía ahora la mano de María, Reina de Escocia. La intensidad de los sentimientos de Isabel hacia su regia rival no se disfrazaban en modo alguno. Estaba insólitamente interesada por María. Si le daban información sobre ella se concentraba nerviosa escuchándola. Y jamás olvidaba un detalle de lo que le habían dicho. Sentía celos de María, no por la indiscutible legitimidad de la Reina escocesa ni por sus aspiraciones al trono, sino porque María tenía fama de ser una de las mujeres más bellas del mundo. Y el hecho de que fuese también reina hacía lógica la comparación. No había duda de que María era bella e inteligente, pero yo estaba segura de que no poseía ni una centésima parte de la astuta inteligencia y la agudeza de nuestra soberana.

Pienso ahora en lo diferentes que fueron sus vidas. María, el juguete mimado de la Corte francesa, halagada y amada por su suegro y por la amante de éste, Diana de Poitiers, que era mucho más importante que la Reina, Catalina de Médicis; idolatrada por su joven marido, adorada por los poetas. Isabel, en cambio, había tenido una niñez y una adolescencia difíciles, siempre al borde de la muerte. Creo que probablemente fuese esto lo que la hizo tal como era. Y, en tal caso, indudablemente era digna de mérito.

Resultaba sorprendente que una persona tan lista como ella no pudiese darse cuenta de que era razonable ocultar su celosa cólera porque el archiduque pretendiese la mano de María. Habría sido distinto si hubiese soportado su despecho en privado, pero mandó llamar a William Cecil, hizo ofensivas alusiones al «libertino austríaco» y declaró que no daría nunca su consentimiento al matrimonio entre él y María, y que María debía de saber que, dado que se consideraba heredera de la Corona de Inglaterra, era natural que solicitase la opinión de la Reina de Inglaterra.

Cecil temía que los extranjeros afectados ridiculizasen aquel arrebato de la Reina y cuando el emperador de Austria escribió indicando que su hijo había sido insultado y que no tenía intención de volver a sufrir una indignidad semejante, la Reina sonrió afectadamente y cabeceó en silencio.

Robert debió percibir que sus posibilidades eran buenas en aquel momento. Yo le sorprendí varias veces lanzando miradas significativas y se sentía sin duda muy seguro de sí. Estaba siempre con la Reina, los dos solos en los aposentos de ella; no era pues raro que gente como la señora Dowe creyese los rumores que corrían acerca de ellos. Pero parecía que Isabel siguiese pensando en el asunto de Amy Dudley y que continuase por ello sin decidirse.

Cuando nos enteramos de que otro de sus pretendientes, Eric de Suecia, se había enamorado románticamente, Isabel no podía dejar de repetir aquella historia. Eric había visto a una hermosa muchacha llamada Catherine vendiendo nueces a la entrada de Palacio y se había enamorado de ella hasta el punto de hacerla su mujer. Era como un cuento de hadas, decía Isabel. Una historia conmovedora. ¡Pero qué suerte había tenido la pobre Catherine de que Isabel hubiese rechazado a Eric! En realidad, decía, Cathe debía estarle tan agradecida a ella como a su amado. Pero era evidente que un hombre capaz de casarse con una vendedora de nueces no era digno consorte de la Reina de Inglaterra.

Le encantaba hablar de sus pretendientes. Me hacía sentarme muchas veces a su lado y me narraba los detalles de las propuestas de matrimonio que le habían hecho.

—Y aquí sigo, virgen aún —decía, suspirando.

—Pero no por mucho tiempo, Majestad —dije yo.

—¿Eso creéis?

—Son tantos los que aspiran a ese honor, Majestad… Acabaréis sin duda decidiéndoos a aceptar a uno y a hacerle el hombre más dichoso de la tierra.

Tenía los ojos entreabiertos. Supongo que pensaba en su Dulce Robin.

Desde que se enteró de que el archiduque Carlos había propuesto matrimonio a María, Reina de Escocia, hacía mucho más caso al embajador escocés, Sir James Melville. Tocaba para él la espineta (manejaba con gran habilidad este instrumento), cantaba y sobre todo bailaba, pues de todas las actividades sociales la danza era su preferida y, como ya he dicho, en la que más destacaba. Era tan esbelta y se desenvolvía con tal dignidad que siempre habría sido elegida reina en una sala de baile.

Le preguntaba a Melville si le había gustado la actuación y siempre le pedía que dijese si lo hacía mejor o peor que su soberana, la Reina de Escocia.

Yo, y otras damas de la Corte, solíamos reírnos mucho de los esfuerzos del pobre Melville para dar la respuesta justa que halagase a Isabel sin rebajar ni un ápice los méritos de María. Isabel quería atraparle y a veces le soltaba un exabrupto porque no lograba inducirle a admitir su superioridad.

Era asombroso que a una mujer como ella pudiesen preocuparle tanto las vanidades de la vida; pero era muy vanidosa, no hay duda. Ella y Robert andaban a la par en eso. Los dos se creían superiores. Él, seguro de que a su debido tiempo vencería la resistencia de ella (y yo sabía que se proponía una vez casado ser el que mandase) y ella decidida a llevar siempre las riendas. La Corona relumbraba entre ellos. Ella era incapaz de soportar la idea de compartirla con alguien y él estaba tan entregado a conseguirla… ¿la mujer o la Corona? Yo creía saberlo, pero me preguntaba si lo sabría Isabel.

Un día ella estaba francamente de buen humor. Sonreía para sí mientras la vestíamos. Yo cuando estaba en la Corte volvía a prestar servicios en su cámara, creo que le gustaba tenerme allí para cotillear. Decían que le agradaban mucho los comentarios cáusticos sobre la marcha, arte en el que yo estaba haciéndome una reputación. Después de todo, si iba demasiado lejos siempre podía dirigirme una mirada hosca, darme un golpe o uno de aquellos dolorosos pellizcos que tanto le gustaba administrar como una advertencia a los que ella consideraba que se habían aprovechado del favor otorgado.

Sonreía, según digo, y movía la cabeza pensativa; y cuando la vi con Robert me di cuenta, por el modo que tenía de mirarle, de que fuese lo que fuese lo que tenía en el pensamiento, se relacionaba con él.

Cuando el secreto dejó de serlo, nadie podía creerlo. Hacía mucho que andaba preocupada por su prima escocesa y le comunicó que creía haber hallado el pretendiente perfecto para ella. Era un hombre al que debía estimar por encima de todo, que había demostrado ya ser su súbdito más fiel. La reina de Escocia sabría cuán profundamente la estimaba al ver que le ofrecía como marido al mejor hombre de su reino. Este hombre era nada menos que Robert Dudley.

Supe luego que Robert había tenido un arrebato de furia al enterarse. Debió parecerle un golpe de gracia a todas sus esperanzas. Sabía muy bien que María no iba a aceptarle nunca, y el hecho de que Isabel le ofreciese indicaba que no tenía intención alguna de aceptarle ella tampoco.

Aquel día hubo un profundo silencio en sus aposentos. Todos tenían miedo de hablar. Poco después entró Robert a grandes zancadas. Apartó a todos y entró en la cámara regia y oímos sus gritos. Dudo que haya habido nunca una escena tal entre reina y súbdito, aunque, por supuesto, Robert no era un súbdito corriente y todos entendíamos perfectamente su furia.

De pronto, parecieron tranquilizarse y nos preguntamos lo que significaría aquello. Cuando salió Robert, no miró a nadie, pero tenía un aire de seguridad y de confianza y todos nos preguntamos qué habría pasado entre ellos para que saliese así. Pronto nos enteraríamos.

No podía esperarse que una reina pudiese considerar la posibilidad de casarse con el simple hijo de un duque. Lord Robert tenía que ascender de rango. Isabel había decidido, en consecuencia, otorgarle los máximos honores y le nombró conde de Leicester y barón de Denbigh (título que sólo habían usado personajes de la estirpe real). Y pasaron a ser de su propiedad las fincas de Kenilworth y Astel Grove.

Todos sonreían. Por supuesto, ella no iba a prescindir de su Dulce Robin. Ella quería honrarle y aquel parecía un buen modo de hacerlo, y constituía, al mismo tiempo, un insulto para la reina de Escocia.

Nosotros, los que estábamos en la Corte, comprendíamos las motivaciones de Isabel, pero el pueblo veía las cosas de otro modo. Ella había propuesto un enlace entre la reina de Escocia y Robert Dudley. ¡Qué equivocados estaban todos los que se entregaban a escandalosas murmuraciones sobre el asesinato de la esposa de Dudley! La Reina no podía tener nada que ver con ello, pues no se había casado con él cuando podía y ahora se lo ofrecía a la reina de Escocia.

Nuestra astuta Reina había logrado su objetivo. Robin recibió todos aquellos honores y el pueblo dejó de atribuir a la Reina parte de la responsabilidad del asesinato de la esposa de éste.

Yo estuve presente cuando Robert fue investido con los nuevos honores. Fue una ceremonia muy protocolaria que tuvo lugar en el palacio de Westminster. Pocas veces había visto yo a la Reina de tan buen humor. Tenía, por supuesto, un aspecto majestuoso, con su relumbrante jubón, sus calzas de satén y su elegante gorguera de encaje de plata. Mantenía la cabeza muy erguida; iba a salir de aquel salón mucho más rico e influyente de lo que había entrado. Hasta hacía poco había creído perdida toda esperanza de matrimonio con la Reina, dado que ella había proclamado su decisión de enviarle a Escocia. Pero ahora sabía que ella no tenía intención alguna de hacerlo y que sólo había sido una artimaña destinada a permitirle cubrirle de favores: una seguridad de que le estimaba cuando él había temido su indiferencia.

Isabel entró en el salón. Su imagen era deslumbrante, la cara dulcificada por el amor que sentía por Robert, con lo que parecía casi hermosa. Tras ella, llevando la espada del reino, iba un joven muy alto (poco más que un muchacho) que, según me cuchichearon, era Lord Darnley. Apenas le miré entonces porque mi atención estaba centrada en Robert, pero habría debido prestarle bastante más atención si hubiese sabido el papel que jugaría en el futuro.

Todas las miradas estaban fijas, claro está, en aquella pareja, en los dos actores principales. Y yo me maravillé como me había sucedido en el pasado tantas veces (y habría de su— cederme en el futuro) de que la Reina mostrase tan abiertamente lo que sentía por él.

Robert se arrodilló ante ella mientras ella desabrochaba la capa que llevaba prendida al cuello, y, al hacerlo, ante el asombro de todos, metió los dedos por el cuello y le hizo cosquillas como si tocarle así le resultase irresistible.

No fui la única en darme cuenta. Vi que Sir James Melville y el embajador francés intercambiaban miradas y pensé: «Toda Europa se enterará de ello, y también se enterarán en Escocia». La Reina de Escocia había indicado ya que consideraba un insulto el pretendiente sugerido y aludía a Robert como el caballerizo de la Reina. A Isabel parecía no importarle. Se volvió a mirar a Melville, pues debió ver que él intercambiaba miradas con el francés. Pocas cosas le pasaban desapercibidas.

—Bueno —exclamó—, ¿qué pensáis vos de mi Lord Leicester? Supongo que le estimaréis más que vuestra soberana.

Indicó con un gesto a Lord Darnley y vio que Melville se encogía un poco. No lo entendí entonces, pero después me di cuenta de que estaba indicándole que se daba perfecta cuenta de las negociaciones teóricamente secretas que se estaban realizando para casar a María de Escocia con Lord Darnley. Era característico de ella que mientras hacía cosquillas en el cuello a Robert estuviese considerando la posibilidad de un matrimonio entre María y el apuesto joven. Más tarde, ella fingió estar en contra, a la vez que hacía todo lo posible para que se produjese. Había mandado llamar a Darnley, que aún no tenía veinte años, y era muy delgado, por lo que parecía aún más alto de lo que era en realidad, y de ojos azules un poco saltones aunque era un guapo mozo de piel suave y tan delicada como la de un melocotón. Resultaba bastante atractivo para cualquiera a quien le gustasen los muchachos guapos. Tenía además unos modales agradables, pero había algo malévolo e incluso cruel en aquellos labios finos. Tocaba bien el laúd y bailaba maravillosamente y tenía, por supuesto, vagos derechos de sucesión al trono por ser su madre hermana de Margarita Tudor, esposa de Enrique VIII.

Compararle con Robert era llamar la atención sobre su debilidad. Me daba cuenta de que la Reina gozaba comparándolos y estaba tan decidida como Melville a que, secretamente, nada se interpusiese en el camino de Darnley hacia Escocia, aunque en apariencia parecía oponerse.

Después de la ceremonia, cuando se retiró a sus aposentos privados, Robert (ya conde de Leicester y en vías de convertirse en el hombre más poderoso del reino), la visitó allí.

Yo me senté en la cámara de las damas de honor mientras todos hablaban de la ceremonia y de lo guapo que estaba el conde de Leicester y lo orgullosa que la Reina estaba de él. ¿Nos habíamos dado cuenta de cómo le hacía cosquillas en el cuello? Le adoraba tanto que no podía ocultar su amor en una ceremonia pública ante dignatarios y embajadores. ¿Qué haría, pues, en privado?

Intercambiamos comentarios v risas.

—Ya no tardará —dijo alguien.

Eran muchas las que estaban dispuestas a admitir que aquello era un medio de preparar el camino. Siempre resultaría más fácil para la Reina casarse con el conde de Leicester de lo que habría sido un enlace con Lord Robert Dudley. Cuando Isabel había sugerido que se trataba de un esposo adecuado para una Reina, no había querido aludir a María de Escocia sino a Isabel de Inglaterra.




Estuve a solas con ella más tarde. Me preguntó qué me había parecido la ceremonia y le contesté que me había impresionado mucho.

—El conde de Leicester estaba muy guapo, ¿verdad?

—Mucho, Majestad.

—Jamás en mi vida he visto hombre tan apuesto, ¿y vos? No, no me contestéis. Como esposa virtuosa que sois, no podéis compararle con Walter Devereux.

Me miraba con recelo y me pregunté si de algún modo habría mostrado yo mi interés por Robert.

—Los dos son hombres admirables, Majestad.

Ella se echó a reír y me dio un pellizco cariñoso.

—A decir verdad —dijo—, no hay hombre en la Corte que pueda compararse con el conde de Leicester. Pero vos colocáis a Walter a la misma altura, y eso me complace. No me gustan las mujeres infieles.

Sentí un cosquilleo de inquietud. Pero, ¿cómo podía saber ella la impresión que me produciría Robert? Yo nunca había revelado mi interés y él, desde luego, jamás me había mirado. Quizás ella pensase que todas las mujeres tenían que desearle.

Luego, continuó:

—Se lo ofrecí a la Reina de Escocia. No lo consideró digno de ella. Nunca le había visto, si no, habría cambiado de opinión. Le hice el máximo honor que podía hacerle a alguien. Le ofrecí al conde de Leicester, y, os diré una cosa, si yo no hubiese decidido morir soltera y virgen, el único hombre con el que me hubiese casado habría sido Robert Dudley.

—Conozco el afecto que sentís por él, Majestad, y el que él siente por vos.

—Eso le dije yo al embajador escocés, ¿y sabéis lo que me contestó, Lettice?

Esperé respetuosamente a oírlo, y ella siguió:

—Pues me dijo: «Majestad, no necesitáis decírmelo. Conozco vuestro temple. Pensáis que si os casaseis seríais sólo Reina de Inglaterra. Y ahora sois Rey y Reina al mismo tiempo. Vos jamás podríais sufrir un amo.»—¿Y coincidía vuestro parecer con él suyo, Majestad?

Ella me dio un empujoncito afectuoso.

—Creo que lo sabéis perfectamente.

—Sé —dije— que me considero afortunada por estar emparentada con vuestra Majestad y por servir a una dama tan noble como vos.

Ella asintió con un gesto.

—Hay cargas que he de aceptar —dijo—. Cuando hoy le vi allí de pie ante mí, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para poder mantener mi resolución.

Nuestras miradas se encontraron. Aquellas grandes pupilas parecían intentar leer en el interior de mi mente. Me hicieron sentir la misma aprensión que tantas veces habría de sentir en el futuro.

—He de dejarme guiar siempre por mi destino —dijo—. Es necesario que lo aceptemos… Robert y yo.

Me di cuenta de que, en cierto modo, estaba advirtiéndome y me pregunté qué habrían dicho de mí. Mi atractivo no había sufrido menoscabo con los partos. De hecho, creo que se había realzado. Me daba cuenta de que las miradas de los hombres me seguían, y había oído decir que era una mujer muy deseable.

—Voy a enseñaros una cosa —dijo, y se levantó y se acercó al tocador.

Sacó de allí un pequeño paquete envuelto en un papel sobre el que había, escrito con su letra: «Retrato de mi señor».

Desenvolvió el paquete. Y miró el rostro de Robert.

—Un parecido extraordinario —dijo—. ¿No os parece?

—Nadie podría decir que es otro que el conde de Leicester.

—£e lo enseñé a Melville y también me dijo que el parecido era extraordinario. Quería llevárselo a su soberana pues pensaba que en cuanto viese este rostro no sería capaz de rechazarlo.

Luego se echó a reír maliciosamente.

—Pero no quise dárselo —continuó—. Es el único que tengo suyo, le dije, así que no puedo desprenderme de él. Creo que lo entendió.

Me lo había entregado y de pronto me lo arrebató con cierta brusquedad. Lo envolvió otra vez cuidadosamente. Era un símbolo de sus sentimientos hacia él. Jamás permitiría que se apartase de ella.




Sin duda Robert había creído que, tras honrarle tanto la Reina, el siguiente paso sería el matrimonio. También yo creía que en realidad eso era lo que pretendía ella, pese a insistir en su decisión de mantenerse virgen. Él era ahora muy rico (uno de los hombres más ricos de Inglaterra), e inmediatamente se dedicó a reforzar y embellecer el castillo de Kenilworth. Era lógico esperar que se diese importancia, y mantenía, desde luego, relaciones muy familiares con la Reina. La alcoba de ésta era en muchos sentidos una cámara de Estado y, siguiendo una costumbre secular, Isabel había recibido en ella a ministros y dignatarios, pero Robert seguía entrando sin anunciarse y sin que le llamase. En una ocasión, le había quitado la muda a la dama encargada de entregársela a la Reina y se la había entregado él mismo. Le habían visto besarla estando ella en la cama.

Me acordé de lo que había oído sobre el pasado de Isabel con Thomas Seymour cuando él entraba libremente en su dormitorio. Pero cada vez me convencía más de que entre ellos no había una relación amorosa física. A Isabel siempre le atraía la excitación de los sentidos (los suyos y los de sus admiradores) y según algunos era así como pretendía que continuasen siendo sus relaciones.

Había infinidad de rumores sobre ella y naturalmente se apartaban mucho de la verdad. Pero sus rechazos matrimoniales eran el asombro del mundo. No podía haber habido Reina tan cortejada sin resultado, y aunque esto constituyese una diversión gozosa para Isabel, era sin duda algo molesto y muy poco halagador para sus pretendientes.

Robert, que era el primero de ellos, empezaba a exasperarse. Tenían la misma edad, y ya no podían considerarse jóvenes, y si la Reina quería tener un heredero sano era hora de que se casaran.

Ella conocía como Reina la importancia de esto, y, sin embargo, no se decidía. Cuando sus pretendientes habían sido príncipes extranjeros, la gente había creído que los rechazaba porque quería a Robert Dudley, pero ahora que pasaba el tiempo irremisiblemente y ella no mostraba ninguna inclinación al matrimonio, todos, salvo los enemigos más encarnizados de Robert, hubiesen preferido verla casada con él, dado que parecía sin duda enamorada.

Sin embargo se resistía, y entonces la gente empezó a preguntarse si habría alguna otra razón por la que se negase a casarse.

Se murmuraba que había algo en ella distinto a las otras mujeres. Se decía que no podía tener hijos y, sabiéndolo, le parecía inútil y absurdo casarse con un hombre sólo para dejarle compartir el trono. Se murmuraba que sus lavanderas habían revelado el secreto de que tenía tan pocos períodos mensuales que parecía natural que no pudiese tener hijos. Yo opinaba, sin embargo, que ninguna de sus lavanderas se habría atrevido nunca a revelar un secreto como aquél. Era un misterio, pues si alguna mujer ha estado enamorada alguna vez, Isabel estaba enamorada por aquel entonces de Robert Dudley. Y lo extraño era que no hacía esfuerzo alguno por ocultarlo.

Me pregunté muchas veces si su educación no habría ejercido sobre ella algún efecto. Cuando contaba tres años, había muerto su madre, por lo que era lo bastante mayor (siendo además como era excepcionalmente precoz) para haberla echado de menos. Parecía muy poco probable que su alegre e inteligente madre pasase mucho tiempo con su hija, pero yo suponía que las visitas que le hacía debían ser para ella recuerdos imborrables. Ana Bolena había destacado por su gusto elegante y yo había oído decir que le gustaba mucho engalanar a su hija con hermosos vestidos. Y luego, de pronto, había desaparecido. Era fácil imaginar a aquella niñita de agudo ingenio haciendo preguntas sin que le satisficiesen las respuestas. Los hermosos vestidos dejaron de llegar y en su lugar su tutora había tenido que hacer llegar peticiones especiales al Rey para que la proveyese de algunas ropas de las que su hija tenía necesidad urgente. Un padre sobrecogedor, que había decapitado a dos esposas. Una madrastra que había muerto de parto. Otra que había sido desechada y de la que se había divorciado; y por último Catalina Parr, la amable y afectuosa Reina viuda con cuyo marido había coqueteado hasta el punto de que la expulsaran de la casa. Luego había seguido una vida en la que se habían alternado la libertad y la cárcel, con el hacha del verdugo siempre sobre su cabeza, y por fin había subido al trono. No era extraño que estuviese tan decidida a conservarlo. No era extraño, con un padre tal, que desconfiase de las pasiones de los hombres. ¿Podría ser ésta la razón de que no estuviese dispuesta a entregar ni una pequeña porción de su poder… ni siquiera a su amado Robert?

Pero, con el paso de los meses, él se mostraba cada vez más inquieto y les oíamos discutir muchas veces. En una ocasión, oímos como le recordaba que ella era la Reina y que él debía tener más cuidado. Tras esto, él se fue hosco y cabizbajo y ella le hizo llamar y él volvió e hicieron las paces.

Se hablaba mucho de lo que estaba pasando en Escocia.

María se había casado con Darnley, para secreta satisfacción de Isabel, aunque se fingiese irritada por ello. Solía reírse de María con Robert.

—No sabe lo que le espera —dijo—, y pensar que podría haberte tenido a ti, Robert.

A mí me parecía que ella quería castigar a María por no aceptar a Robert, aunque no tuviese la menor intención de cedérselo.

Por otra parte, estaba ganándose el sincero respeto de los astutos políticos que la rodeaban. Hombres como William Cecil, el canciller Nicolás Bacon y el conde de Sussex, empezaron a ver en ella una astuta política. Al principio, su posición había sido un tanto insegura. Cómo iba a poder sentirse segura cuando podían tacharla en cualquier momento de ilegítima. No podía haber gobernante en posición más vulnerable que Isabel. Tenía por entonces unos treinta y tres años, y había conseguido ocupar un lugar en el corazón de su pueblo que rivalizaba con el que había ocupado su padre. A pesar de todo lo que había hecho, Enrique VIII jamás había perdido el apoyo del pueblo. Podía derrochar las riquezas del país en aventuras como la del Campo de la Tela de Oro. Podía tener seis mujeres y asesinar a dos de ellas; pero aun así era su héroe y su Rey y no había habido ningún intento serio de deponerle. Isabel era su hija por su aspecto y por sus actitudes y modales. Su voz recordaba la de él. Maldecía y juraba como su padre; adonde quiera que fuese, decían: «Ahí va la hija del gran Harry», y ella sabía que ésta era una de las mayores ventajas con que contaba. Nadie podía negar el hecho de que era hija de Enrique y de que había habido un tiempo en que éste la había aceptado como legítima.

Pero debía tener cuidado, y lo tenía. María, Reina de Escocia, pretendía el trono. Qué mejor, en consecuencia, que casarla con un joven débil y disoluto que ayudaría a hundir a Escocia y a decepcionar a quienes pudiesen inclinarse a su favor. Catalina y María Grey (hermanas de Juana Grey) estaban ambas en la Torre, por haberse casado sin consentimiento de la Reina. Había dispuesto pues las cosas de modo que quienes, en Inglaterra, pudiesen considerarse con más derechos al trono que ella, estuviesen bien encerrados bajo llave.

Llegaron noticias de que la Reina de Escocia estaba embarazada. Esto resultaba desconcertante. Si María demostraba ser fértil y tenía un hijo, la gente empezaría a compararla con la Reina de Inglaterra. Su pesimismo se alivió al llegar la noticia de la fatídica cena de Holyrood House, Edimburgo, en que, ante los ojos de la Reina, en avanzado estado de gestación, había sido asesinado su secretario italiano Rizzio. Isabel se fingió conmovida e irritada ante la sugerencia de que Rizzio fuese amante de María, pero en el fondo le complacía mucho el rumor. ¡Oh!, aquella Reina nuestra era un enigma.

La Corte estaba en Greenwich, lugar favorito de la Reina porque había nacido allí. El salón de audiencias era majestuoso, lleno de ricos tapices y a ella le gustaba mucho mostrar a los visitantes la habitación en que había nacido. Se plantaba en aquella puerta, con una extraña expresión, y yo me preguntaba si estaría pensando en su madre allí tendida, exhausta, con su hermoso pelo negro tendido sobre la cama. ¿Estaría pensando en el dolor de Ana Bolena cuando le dijeron «es una niña», sabiendo que un muchacho habría significado para ella un futuro distinto? Había en su rostro a veces una feroz decisión, como si estuviese diciéndose a sí misma que demostraría ser mucho mejor que un muchacho.

En fin, allí estábamos en esta ocasión, ella con uno de los majestuosos vestidos de su soberbio guardarropa, de satén blanco y púrpura, tachonado todo de perlas del tamaño de huevos de pájaro y una gorguera en la que resplandecían como gotas de rocío pequeños diamantes.

La Reina bailaba con Thomas Heneage, un hombre muy apuesto por el que empezaba a mostrar gran inclinación, cuando entró William Cecil. Había algo en su actitud que indicaba que tenía que comunicar noticias importantes, y la Reina le indicó que se acercara inmediatamente. Le comunicó algo en voz baja y vi que ella palidecía. Yo estaba cerca, bailando con Christopher Hatton, uno de los mejores bailarines de la Corte.

—¿Os sentís mal, Majestad? —cuchicheé.

Varias de sus damas se acercaron, y ella nos miró a todas lúgubremente y dijo:

—La Reina de Escocia acaba de tener un hermoso hijo y yo soy una estéril inútil. —Apretó los labios triste y pálida. Cecil le cuchicheó algo y ella asintió.

—Que venga Melville a verme —dijo— para que pueda comunicarle mi satisfacción.

Cuando trajeron a su presencia al embajador escocés, había desaparecido de ella todo vestigio de tristeza. Le dijo alegremente que le habían comunicado la noticia y que la satisfacía mucho.

—Mi hermana de Escocia puede considerarse dichosa —dijo.

—Es un milagro divino que el niño haya nacido bien —replicó Melville.

—Oh, sí. Ha habido tantos problemas en Escocia, pero este bonito niño la consolará.

Cuando Melville le preguntó si quería ser madrina del príncipe, contestó:

—Claro, con mucho gusto.

Luego, vi que sus ojos seguían a Robert y pensé: «No puede seguir así». Al tener un hijo la Reina de Escocia tiene que entender claramente que necesita darle un heredero a Inglaterra. Ahora aceptará a Robert Dudley, pues sin duda se ha propuesto siempre casarse con él al final.




Tanto me estimaba la Reina que aquel Año Nuevo me regaló tres metros de terciopelo negro para que me hiciese un vestido, lo cual constituía un costoso presente. Para la festividad de Reyes fuimos a Greenwich. Yo estaba muy animada porque tenía la sensación de que, en las últimas semanas, Robert Dudley había empezado a advertir mi existencia. Muchas veces, en una estancia llena de gente, yo alzaba de pronto la vista y él tenía los ojos fijos en mí. Nos mirábamos y sonreíamos.

No había duda de que Robert no sólo era el hombre más apuesto de la Corte sino también el más rico y el más poderoso. Rezumaba una virilidad que se identificaba de inmediato. Yo no estaba del todo segura de si me atraía con tanta fuerza por esas cualidades o porque estuviese enamorada de él la Reina y cualquier aproximación significase incurrir en su cólera. Un encuentro entre nosotros tendría que llevarse en el mayor secreto, y si llegaba a oídos de la Reina se produciría una tormenta feroz que podría tener funestas consecuencias tanto para Robert como para mí. Sin embargo, tal perspectiva me emocionaba muchísimo. Siempre me había gustado correr riesgos.

No era tan tonta como para no saber que si la Reina le hubiese llamado, él me olvidaría inmediatamente. El primer amor de Robert era la Corona, y era un hombre de objetivos definidos. Lo que quería, lo quería con vehemencia y hacía todo lo posible por conseguirlo. Pero, para su desdicha, sólo había un medio de compartir aquella Corona. Únicamente Isabel podía cedérsela, y a medida que pasaba el tiempo parecía mostrarse más reacia a dárselo.

Cada día era más visible la irritación de Robert. Era un cambio que todos podíamos observar. La Reina le hacía forjar esperanzas que luego ella se encargaba de destruir. Robert debía empezar a darse cuenta al fin de que había grandes posibilidades de que la Reina nunca se casase con él. Había empezado a alejarse de la Corte de vez en cuando por unos días, y esto siempre enfurecía a Isabel. Cuando entraba en una estancia donde había gente reunida, siempre miraba detenidamente buscándole y si no estaba se enfadaba, y cuando nos mandaba retirarnos lo más probable era que recibiésemos un golpe o un pellizco por nuestra incompetencia, cuando la auténtica razón era ,1a ausencia de Robert.

A veces, mandaba a buscarle y exigía saber por qué se había atrevido a irse. Entonces, él contestaba que le parecía que ella no necesitaba ya de su presencia. Discutían; les oíamos gritarse y nos maravillaba la temeridad de Robert. A veces salía bruscamente de los aposentos y ella salía detrás suyo gritándole que se alegraba de verle desaparecer. Pero luego mandaba buscarle y se reconciliaban y él volvía a ser por un tiempo su Dulce Robin.

Pero, desde luego, Isabel nunca cedía en lo más decisivo.

Yo pensaba, sin embargo, que Robert estaba empezando a perder las esperanzas y a darse cuenta de que ella no tenía intención alguna de casarse con él. Veía a Isabel darle palmadas, acariciarle, alisarle el pelo y besarle… pero sin pasar de ahí. Ella jamás permitiría que el amor alcanzase su culminación natural. Yo empezaba a pensar que había algo anormal en ella a este respecto.

Luego, llegó la ocasión que me pareció haber estado esperando toda mi vida. Sin duda había llegado a estar obsesionada con Robert. Quizá fuese el verles tanto juntos lo que espoleó mi impaciencia, dado que jugaban a ser amantes (o al menos ella) de un modo que me parecía estúpido. Tal vez deseara mostrarle a Isabel que había un campo concreto en el que yo podía competir hasta con una Reina y salir victoriosa. Resultaba irritante para un carácter como el mío aparentar siempre humildad y agradecimiento por el favor que me dispensaba.

Lo que contaré a continuación, permanece muy claro en mi recuerdo.

Estaba yo con las damas encargadas de vestirla preparándola para la velada. Ella estaba sentada ante el espejo en camisa y enagua de lino, contemplándose. En sus labios bailoteaba una sonrisa, y era evidente que estaba pensando en algo que la divertía. Imaginé que pensaba en otorgar el título de Rey de la Judía a Robert. Esto formaba parte de los juegos de la Noche de Reyes y al hombre elegido se le permitía actuar según su libre voluntad durante toda la velada. Podía pedir a cualquiera de los presentes que hiciese lo que él dijese y era obligatorio obedecerle.

Era casi seguro que otorgaría este honor a Robert, tal como había hecho anteriormente, e imaginé que pensaba en esto mientras la vestíamos. Miró el reloj oval de Nuremberg en su recipiente de cristal y dijo:

—Vamos, más deprisa, ¿qué estáis esperando?

Una de las damas se acercó a ella con una bandeja con piezas de pelo falso. Cogió una y pronto quedó listo su peinado.

La nueva operación era colocarle el refajo con ballenas y bucarán. Nadie quería hacer esto porque había que atar las cintas muy prietas y solía irritarse si la apretaban demasiado y también si la cintura no lucía tan delgada como deseaba. Pero aquella noche estaba distraída y pudimos hacerlo sin que ella hiciera ningún comentario.

La ayudé a ponerse las enaguas. Luego se sentó y le presentaron una colección de gorgueras para que eligiese. Eligió una de complicados pliegues de puntilla, pero antes de ponérsela hubo que ponerle el vestido. Era un vestido con muchos adornos el de aquella noche, y brillaba y resplandecía a la luz de fanales y velas.

Le llevé su cinturón y se lo puse en la cintura. Me observó atentamente mientras me aseguraba de que quedaban bien sujetos a él el abanico, el pomo y el espejo.

Intenté leer lo que había tras aquella penetrante mirada. Yo sabía muy bien que aquella noche estaba particularmente atractiva y que mi vestido (notable por su propia sencillez) me sentaba mejor que a ella el suyo, con toda su majestuosidad. Mi enagua era de un azul intenso y la costurera había tenido la inteligente idea de decorarla con estrellas fijadas con hilo de plata. La falda era de un azul más claro y mis mangas abombadas del mismo color que las enaguas. El vestido se interrumpía en el cuello, donde llevaba un diamante solitario en una cadena de oro, sobre el cual iba mi gorguera, del encaje más delicado y que, como mis enaguas, estaba tachonada de plateadas estrellas.

La Reina achicó los ojos: yo estaba demasiado guapa para complacerla. En mi interior reí triunfante. No podía reprocharme vestir exageradamente como algunas de sus damas.

—Veo que llevas esas nuevas mangas de marimacho, prima —dijo—. A mi juicio, favorecen muy poco.

Bajé los ojos para que ella no pudiese ver un brillo burlón en ellos.

—Sí, Majestad —dije humildemente.

—Vamos, pues. Seguidme.

Yo iba a su lado cuando nos unimos a los demás, caminando discretamente unos pasos tras ella. Tales actos me impresionaban siempre mucho, pues aún era lo bastante nueva en la vida de la Corte como para sorprenderme. Al aparecer ella, el silencio se hizo de inmediato y la gente se apartó para dejarle paso, lo cual, como le comenté una vez a Walter, me recordaba siempre a Moisés cuando las aguas del mar se apartaron a su paso. Si ella miraba a un hombre, éste caía de rodillas. Y por supuesto, una mujer se inclinaría hasta el suelo con los ojos bajos hasta que la Reina pasase o la mandase alzarse si deseaba hablar con ella.

Vi a Robert de inmediato y cruzamos aquella mirada. Yo sabía que aquella noche estaba excepcionalmente bella. Tenía veinticuatro años, mi matrimonio no era exactamente desgraciado, pero sí insatisfactorio, y esta insatisfacción era algo que el conde de Leicester compartía conmigo. Yo estaba ansiosa de aventuras que aliviasen la monotonía de mi vida. Estaba harta de la tranquilidad del campo. No era mi propósito ser una esposa fiel, según empezaba a temerme, y Robert me obsesionaba.

Me llevaba unos diez años y estaba por entonces en la flor de la vida. Pero Robert parecía pertenecer a ese tipo de hombres que siempre parecen estar en la flor de la vida… o casi siempre. Al menos, siempre resultaría atractivo a las mujeres.

Había dos hombres a los que la Reina había empezado a prodigar sonrisas. Uno de ellos era Thomas Heneage y el otro Christopher Hatton. Ambos eran apuestos en grado sumo. Era fácil adivinar quiénes gozarían de especial favor ante la Reina. Habían de ser bien parecidos y tener alguna gracia social particular, y todos debían bailar bien. Esto puede indicar quizá que Isabel era una coqueta de liviano corazón, pues lo cierto es que coqueteaba con tales galanes de modo nada propio de una Reina. Sin embargo, tenía otros favoritos de distinta categoría. Confiaba en hombres como Cecil y Bacon. Reconocía su mérito y era su amiga fiel. Sus posiciones eran, en realidad, más firmes que las de los favoritos por su apostura, que podían verse desplazados por un recién llegado igualmente apuesto; Robert era el primer favorito en este campo, y yo pensaba muchas veces que en realidad ella alentaba a los otros más que nada por fastidiarle a él.

Por entonces, ella consideraba que Robert estaba demasiado seguro de su posición. El que le hubiese otorgado tan grandes honores !e había envanecido y ella deseaba indicarle una vez más que quien tenía que llevar la batuta era la Reina.

Se sentó y sonrió a los tres hombres del momento: Robert, Heneage y Hatton.

Entró un paje con la judía en una bandeja de plata y se la ofreció a la Reina. La Reina la cogió y sonrió a los jóvenes que la rodeaban. Robert la miró y a punto estuvo de coger la judía cuando la Reina dijo:

—Nombro Rey de la Judía a Sir Thomas Heneage.

Fue un momento de gran tensión. Sir Thomas, henchido de placer se arrodilló ante ella. Miré a Robert y vi que se ponía pálido y apretaba los labios. Luego alzó la cabeza y sonrió, porque sabía que todos estaban mirándole. ¿No le había nombrado a él hasta entonces Rey de la Judía todas las noches desde su coronación?

Se harían comentarios: «La Reina ya no está enamorada de Leicester», diría la gente. «Ya nunca se casará con él.»Casi sentí lástima de Robert, pero al mismo tiempo estaba entusiasmada… aquello formaba parte de la aventura de la noche.

Sir Thomas pidió como primer privilegio permiso para besar la mano de la Reina. Ésta se lo concedió, declarando que no tenía más remedio que obedecer. Pero le sonrió muy afectuosamente y me di cuenta de que lo hacía para irritar a Robert.

Aquella noche bailé con Robert; sus dedos apretaban con firmeza los míos y las miradas que intercambiábamos estuvieron plenas de significado.

—Hace mucho que me he fijado en vos —me dijo.

—¿De veras, señor? —contesté—. No había caído en la cuenta; creí que sólo teníais ojos para la Reina.

—Habría sido imposible no ver a la dama más bella de la Corte.

—Oh —exclamé burlona—•. Eso huele a traición.

Seguí burlándome de él, pero cada vez se mostraba más ardiente. Sus intenciones se hicieron tan claras que le recordé que era una mujer casada y que él estaba en situación parecida a la de un hombre casado. Me contestó que había ciertas emociones demasiado fuertes para rechazarlas, fuesen cuales fuesen las barreras que pretendieran contenerlas.

Robert no era un hombre ingenioso. No era dado al lenguaje florido o a las respuestas hábiles. Era directo, franco, decidido y no hacía ningún secreto del motivo de su interés por mí. Esto no me molestaba en modo alguno. Mi pasión era similar a la suya, pues instintivamente sabía que con Robert podía alcanzar una plenitud que no había alcanzado hasta entonces. Me había casado virgen con Walter, y hasta entonces sólo con el— pensamiento me había desviado de los senderos de la virtud marital. Pero deseaba a aquel hombre con una furia sólo equiparable a los deseos que él sentía por mí. Aunque me dijese a mí misma que para él era un pasatiempo, estaba decidida a demostrarle que, una vez probase, no sería capaz de apartarse de mí. Pensé en la expresión seductora de la Reina cuando se peleaba con Robert. Yo sabía también que si ella pudiese verme y oírme en aquel momento, no vacilaría en matarme. Ésa era una de las razones por las que tenía que seguir.

Me dijo que debíamos vernos en secreto. Yo sabía muy bien lo que esto significaba, pero me daba igual. Abandoné toda precaución y todo escrúpulo. Lo único que me interesaba era que Robert fuera mi amante.

La Reina bailaba con Christopher Hatton, el mejor de todos los bailarines. Estaban solos en la pista, cosa que encantaba a Isabel. Cuando acabaron, todos aplaudimos con gran entusiasmo y se proclamó que hasta la Reina se había superado a sí misma.

Thomas Heneage, Rey de la Judía, dijo que, dado que habíamos visto bailar de modo inigualable, había decidido prohibir que se volviese a bailar durante un tiempo, porque sería sacrílego pisar incluso donde habían danzado los pies de la Reina.

Esto me produjo un escalofrío. Los halagos descarados me sobrecogían siempre. Me parecía lógico que una mujer tan astuta como sin duda lo era Isabel, se burlase de aquello. Pero nunca lo hacía; lo aceptaba como algo razonable.

En vez de bailar, dijo nuestro Rey de la Judía, jugaríamos a un juego llamado Pregunta y Respuesta, y él haría preguntas y elegiría a quienes habían de responder.

Cuando se ve a un hombre que ha sido grande dar un pequeño tropezón, sus enemigos se apresuran a celebrar su caída. Me recuerdan a cuervos posados en un árbol junto al patíbulo donde un hombre agoniza. Robert, evidentemente, gozaba de menos favor regio que de costumbre, y, en consecuencia, todos parecían deseosos de que su humillación fuese aún mayor. Pocas veces había provocado un hombre tanta envidia, pues dudo que un soberano haya prodigado nunca tanto favor a un súbdito como la Reina a Robert Dudley.

Era inevitable que Heneage hiciese una pregunta a Robert, y los reunidos esperaban ansiosos que llegara.

—Lord Leicester —dijo Heneage—. Os ordeno que hagáis una pregunta a Su Majestad.

Robert bajó la cabeza y esperó la pregunta.

—¿Qué es más difícil borrar del pensamiento, una mala opinión creada por un informador malicioso, o los celos? —dijo Heneage.

Observé la expresión de Robert, pues estaba a su lado. Era sin duda encomiable su capacidad para ocultar la cólera.

Se volvió hacia la Reina y dijo fríamente:

—Su Majestad ya ha oído la orden del Rey de la Judía, que al ser por vuestra voluntad rey de la noche, me veo obligado a obedecer. Así que os pido que, con vuestra sabiduría, nos deis una respuesta.

Después de repetirle la pregunta a la Reina, ésta le miró con gravedad y sonriéndole afectuosamente contestó:

—Señor, yo diría que ambas cosas son difíciles de borrar, aunque creo que los celos lo son más.

Robert estaba furioso por el hecho de verse en ridículo públicamente y el que la Reina pareciese haberse aliado con Heneage le enfurecía doblemente.

No volvió a acercarse a la Reina aquella noche. Cuando los demás bailaban, me cogió de la mano y me sacó de la estancia a un pequeño salón que él conocía. Me hizo pasar y cerró la puerta.

—Mi señor —dije, y pude percibir en mi voz un emocionado temblor—. Deben habernos visto.

Entonces, me abrazó bruscamente. Acercó sus labios a los míos.

—Me da igual que nos hayan visto —dijo—. No me importa nada… más que esto.

Me quitó entonces la gorguera y la tiró. Puso sus manos en mis hombros, apartando de ellos el vestido.

—Mi señor, ¿queréis que quede aquí desnuda ante vos? —pregunté.

—¡Ay! —gritó él—. ¡Ay, qué más quisiera yo! Os he visto así tantas veces en mis sueños.

Le deseaba tanto como él a mí, y era inútil ocultarlo.

—Sois hermosa… tan bella como suponía —murmuró—. Sois todo cuanto quiero, Lettice…

También él era todo lo que yo había supuesto que sería. Nunca había tenido una experiencia así. Me daba cuenta inevitablemente de que por su parte había despecho además de deseo, y esto me enfurecía, pero no disipaba mi pasión. Estaba decidida a demostrarle que nunca podría conocer una amante comparable a mí. Quería que su entrega fuese tan absoluta como la mía. Debía estar tan dispuesto a arriesgarse a perder el favor real como yo lo estaba a violar mis votos matrimoniales.

Creo que lo logré temporalmente. Sentí su asombro, su deslumbrada adoración, su éxtasis, la certeza de que estábamos hechos el uno para el otro.

Sabía que él era incapaz de apartarse de mí aunque era evidente que tenían que echarle de menos. Esto me entusiasmaba. Me parecía que la naturaleza me había dotado de poderes especiales para atraer a los hombres y atarlos a mí. Y yo había nacido para hacer el amor con aquel hombre, y él para hacerlo conmigo.

Estábamos embelesados y me daba cuenta de que nuestro descubrimiento mutuo iba a ser tan obvio que todos se darían cuenta, y confieso que, cuando por fin volvimos al salón de baile, empecé a sentirme inquieta.

La Reina tenía que haber echado de menos a Robert. ¿Habría advertido también que yo estaba ausente? Pronto lo descubriría, estaba segura. Un gélido miedo me rozó. ¿Y si se me expulsaba de la Corte?




En los días que siguieron, Isabel no mostró indicio alguno de saber nada. Robert no venía a la Corte, y advertí que ella le echaba de menos. Se mostraba irritable y comentaba insistentemente que algunas personas creían poder ausentarse sin permiso y que habría que convencerlas de lo contrario.

Estaba con ella cuando llegó la noticia de que existía un enfrentamiento entre el conde de Leicester y Sir Thomas Heneage. Leicester había mandado decir a Heneage que pensaba ir a visitarle con un bastón, pues creía necesario darle una lección, a lo que Heneage contestó que sería bien recibido y que estaría esperándole una espada.

Isabel se puso furiosa y en su furia había temor. Temía que Robert pudiese batirse en duelo y morir. Y no tenía intención de permitir que sus favoritos se comportasen tan estúpidamente. Mandó llamar a Heneage y todos oímos cómo le gritaba. ¿Creía acaso que podía desafiarla? Era peligroso hablar de espadas, le dijo. Si volvía a comportarse de modo tan estúpido, alguien empezaría a hablar del hacha del verdugo.

Creo además que le tiró de las orejas, pues cuando salió las tenía muy coloradas y estaba absolutamente aplacado.

Luego volvió Robert. No pude resistir la tentación de escuchar.

Isabel estaba muy enfadada con él… más que con Heneage.

—¡Por amor de Dios! —gritó Isabel—. Habéis disfrutado de mi favor, pero no creáis que es vuestro en exclusiva y que los demás no pueden compartirlo. Vos no sois mi único súbdito. Recordad que aquí hay un ama y ningún amo. Puedo rebajar cuando quiera a aquellos a quienes he ensalzado. Y tal sucederá a los que mi favor vuelva imprudentes.

Entonces le oí decir a él, tranquilamente:

—Suplico, Majestad, permiso para retirarme.

—Lo tenéis —gritó ella.

Y cuando él salía de la cámara regia, me vio y me miró. Era una invitación a seguirle, y en cuanto pude me escabullí y le encontré en aquel saloncito en el que habíamos tenido la escena de nuestra pasión.

Me cogió y me abrazó, riendo sonoramente.

—Como veis —dijo— he perdido el favor de la Reina.

—Pero no el mío —contesté.

—Entonces, no me siento desdichado.

Cerró la puerta y fue como si se apoderase de él un frenesí.

Me deseaba apasionadamente y yo a él, y aunque sabía que su despecho por la Reina se mezclaba con su necesidad de mí, no me importó. Yo quería a aquel hombre. Había asediado mi pensamiento desde la primera vez que le vi cabalgando junto a la Reina el día de la coronación, y si su deseo de mí era en cierta medida debido a la actitud de la Reina hacia él, ella también era en parte causa de mi necesidad de él. Era como si ella estuviese allí con nosotros, aun en nuestros momentos de mayor éxtasis.

Hicimos el amor, con la certeza absoluta de que era muy peligroso. Si nos descubrían, ambos estábamos perdidos; pero nos daba igual; y el hecho de que la necesidad que sentíamos uno del otro trascendiese nuestro miedo a las consecuencias, estimulaba nuestra pasión, intensificaba aquellas sensaciones que yo al menos (y creo que a él le sucedía lo mismo), creía que no podían llegarme a través de ningún otro.

¿Qué era aquella emoción que nos unía? ¿El reconocimiento de dos naturalezas similares? Era un deseo y una pasión irresistibles, y la conciencia del peligro no era en modo alguno la menor de nuestras emociones. El hecho de que ambos arriesgásemos nuestro futuro con aquel encuentro no hacía sino elevar nuestro éxtasis a alturas aún mayores.

Quedamos allí tendidos, exhaustos, pero en cierto modo triunfantes. Ninguno de los dos podría olvidar nunca aquella experiencia. Nos uniría por el resto de nuestras vidas y, pasase lo que pasase, jamás lo olvidaríamos.

—Pronto volveré a veros —dijo secamente.

—Sí —contesté yo.

—Éste es un sitio magnífico para encontrarse.

—Hasta que nos descubran.

—¿Os da miedo eso?

—Si me lo diese, merecería la pena.

Estaba convencida de que aquél era el hombre destinado a mí desde el primer momento que le vi.




—Parecéis muy satisfecha, Lettice —dijo la Reina—. ¿Cuál es la razón?

—No hay razón alguna, Majestad.

—Pensé que quizás estuvieseis de nuevo embarazada.

—No lo quiera Dios —exclamé yo con auténtico miedo.

—Vamos, sólo tenéis dos… y son niñas. Walter quiere un niño, lo sé.

—Quiero descansar un poco en ese aspecto, Majestad.

Me dio una de sus palmaditas en el brazo.

—Y sois una mujer que sabe conseguir lo que desea, no me cabe duda.

Me observaba muy detenidamente. ¿Sospecharía? Si sospechaba, me expulsaría de la Corte.

Robert continuaba alejado de ella, y aunque esto a veces la enfurecía, yo estaba segura de que había decidido darle una lección. Como ella había dicho, su favor no pertenecía en exclusiva a ningún hombre que se atreviera a aprovechar de su bondad. A veces, yo pensaba que tenía miedo a aquel poderoso atractivo (del que yo tenía conocimiento directo) y que le gustaba estimular su furia contra él para no permitirse caer rendida y ser víctima de los deseos de Robert.

Yo no le veía tan a menudo como me hubiese gustado. Vino una o dos veces discretamente a la Corte y nos encontramos e hicimos el amor apasionadamente en aquel saloncito. Pero me di cuenta de que se sentía frustrado y de que lo que él deseaba ardientemente no era una mujer sino una corona.

Se fue a Kenilworth, que se estaba convirtiendo en uno de los castillos más majestuosos del país. Me dijo que le gustaría llevarme con él y que si no hubiese estado casada se casaría conmigo. Pero yo me pregunté si habría hablado de matrimonio de haber sido posible, pues sabía que no había abandonado sus esperanzas de casarse con la Reina.

En la Corte, sus enemigos preparaban una conjura contra él. Creían, sin lugar a dudas, que había caído en desgracia. El duque de Norfolk (hombre que me parecía sumamente torpe) le profesaba una especial enemistad. Norfolk era hombre muy poco hábil. Tenía firmes principios, y le dominaba su admiración por su propia estirpe, que él creía (e imagino que en esto tenía razón) más noble que la propia Reina, pues los Tudor habían conseguido llegar al trono un poco por la puerta trasera. Era indudable que se trataba de gente vital y muy inteligente, pero parte de la antigua nobleza tenía profunda conciencia de la superioridad de sus propias estirpes y sobre todo Norfolk. Isabel estaba perfectamente enterada de esto y, al igual que su padre, preparada para neutralizar esta tendencia en el capullo cuando aparecía, aunque no pudiese impedir que en secreto los capullos floreciesen. Pobre Norfolk. Era un hombre con gran sentido del deber que procuraba siempre hacer lo que consideraba justo, pero que, invariablemente, resultaba ser lo más inadecuado… para Norfolk.

Era lógico que un hombre así se enfureciese ante la ascensión de Robert a los más altos cargos del país, que él consideraba le pertenecían por nacimiento, y hacía poco que se había producido un choque entre Norfolk y Leicester.

Nada complacía más a Isabel que ver a sus favoritos en justas y juegos, que exigían no sólo un despliegue de habilidad sino una exhibición de sus perfecciones físicas. Se pasaba horas observando y admirando sus bellos cuerpos. Y nada le gustaba tanto como ver en acción a Robert.

En esta ocasión se celebró un partido de tenis en pista cubierta y Robert había tenido por rival a Norfolk. Robert ganaba porque tenía una excepcional destreza en todos los deportes. Yo estaba sentada con la Reina en la galería baja que había hecho construir Enrique VIII para los espectadores, pues también él sobresalía en el juego y le gustaba mucho que le viesen jugar.

La Reina estaba muy atenta. No apartaba los ojos de Robert y cuando éste se apuntaba un tanto lanzaba un «bravo», mientras que en los menos frecuentes éxitos de Norfolk guardaba silencio, lo cual debía resultar muy deprimente para el primer duque de Inglaterra.

El partido era tan rápido que los adversarios estaban muy acalorados. La Reina parecía sufrir con ellos, tan inmersa estaba en el juego, y alzó un pañuelo para enjuagarse la frente. Cuando hubo una breve pausa en el juego, Robert sudaba profusamente y cogió el pañuelo a la Reina y se enjugó también el sudor de la frente con él. Fue un gesto natural entre personas que tenían entre sí mucha familiaridad y confianza. Hechos como éste eran los que daban origen al rumor de que eran amantes.

Norfolk, furioso por este acto de lesa majestad (y quizá porque iba perdiendo y se daba cuenta de que a la Reina le complacía su derrota) perdió el control y gritó:

—Perro insolente, ¿cómo os atrevéis a insultar así a la Reina?

Robert alzó la vista sorprendido en el momento en que Norfolk alzaba bruscamente la raqueta, como si fuese a pegarle. Robert le cogió por el brazo y se lo retorció, de modo que Norfolk lanzó un grito de dolor y dejó caer la raqueta.

La Reina se enfureció.

—¿Cómo osáis gritar en mi presencia? —le había dicho—. Lord Norfolk, debéis mirar lo que hacéis, pues si no, es posible que no sólo perdáis el control. ¿Cómo os atrevéis a comportaros de ese modo ante mí?

Norfolk hizo una reverencia y pidió permiso para retirarse.

—¡Retiraos! —le gritó la Reina—. Os ordeno que lo hagáis, y que no volváis hasta que os mande llamar. Me parece que pretendéis encumbraros por encima de vuestra posición.

Era una indirecta por su desmesurado orgullo familiar, que ella consideraba una ofensa para los Tudor.

—Venid, sentaos a mi lado, Rob —dijo luego—. Pues Lord Norfolk, al darse cuenta de que lleva las de perder, ya no tiene ganas de jugar.

Robert, aún con el pañuelo en la mano, se sentó junto a ella, muy satisfecho de haber triunfado sobre Norfolk, y ella le cogió el pañuelo y, sonriendo, volvió a colocárselo en el cinturón, dando a entender que el hecho de que él lo hubiese utilizado no le molestaba en modo alguno.

No resultaba, en consecuencia, sorprendente el que ahora, cuando se pensaba que Robert había caído en desgracia, Norfolk encabezase la larga lista de sus enemigos, y era evidente que se proponían explotar al máximo la situación.

El ataque llegó de un frente inesperado y de forma bastante desagradable.

En la Corte la atmósfera era tensa. La Reina no estaba contenta si Robert no estaba con ella. No cabía duda alguna de que le amaba; todas sus emociones respecto a él eran profundas. Hasta en sus disputas se hacía evidente lo mucho que él la afectaba. Yo sabía que estaba deseando llamarle de nuevo a la Corte, pero estaba tan molesta por el asunto del matrimonio y Robert insistía cada vez, que no podía ceder. Si le mandaba llamar, significaría una victoria para Robert y tenía que hacerle comprender que era ella quien mandaba.

Yo había empezado a aceptar el hecho de que ella temía el matrimonio, aunque, por supuesto, el embajador escocés había estado en lo cierto al decir que deseaba ser regidora suprema y no compartir el poder con nadie. Me sentía en cierto modo atraída hacia ella porque mis pensamientos estaban tan llenos de Robert como los suyos y esperaba su retorno tan ansiosamente como ella.

A veces, cuando estaba sola de noche, solía considerar lo que ocurriría si nos descubrían. Walter se pondría furioso, por supuesto. ¡Al diablo Walter! No me preocupaba en absoluto. Podía divorciarse de mí. Mis padres quedarían profundamente atribulados, sobre todo mi padre. Caería en desgracia. Podrían incluso quitarme a mis hijas. Las veía poco cuando estaba en la Corte, pero se estaban convirtiendo en personas reales y empezaban a interesarme. Pero, sobre todo, tendría que enfrentarme a la Reina. Allí tendida en la cama temblaba muchas veces… no sólo de miedo sino por una especie de delicioso placer. Me gustaba la idea de mirar a aquellos grandes ojos castaños y gritar: «¡Ha sido mi amante y jamás el vuestro! Vos tenéis una Corona y sabemos que él la desea más que nada en el mundo. Yo sólo me tengo a mí misma… y sin embargo, después de la Corona, yo soy lo que él más desea. El hecho de que se haya convertido en mi amante, demuestra su amor por mí, pues ha arriesgado mucho.»Cuando estaba con ella, me sentía menos valerosa. Había algo en la Reina que podía infundir terror hasta en el corazón más audaz. Cuando pensaba en su cólera si nos descubrían, me preguntaba cuál sería su castigo. Me acusaría a mí de ser la seductora, la Jezabel. Había podido darme cuenta de que a Robert siempre le disculpaba.

Y fue en esta atmósfera en la que estalló el escándalo. Fue como si volviese a abrirse una vieja herida. Afectaba a la Reina casi tan directamente como a Robert, y mostraba claramente lo prudente que había sido no casándose con él, aunque, por supuesto, si lo hubiese hecho, aquel hombre, John Appleyard, jamás se habría atrevido a alzar la voz.

Lo cierto es que John Appleyard, hermanastro de Amy Robsard, llevaba algún tiempo propagando el escandaloso rumor de que cuando Robert Dudley había planeado el asesinato de su mujer, él había ayudado a ocultar el crimen y que, torturado ahora por su conciencia, consideraba que debía confesar su culpa.

Los enemigos de Robert, encabezados por el duque de Norfolk, se apresuraron a sacar el máximo partido de esto. Plantearon la cuestión y declararon que John Appleyard debía explicarse ante los tribunales.

Se inició así una campaña de persecución y todos decían que la breve gloria de Leicester había terminado.

Isabel habló conmigo del escándalo. Siempre me observaba detenidamente cuando se mencionaba el nombre de Robert y yo me preguntaba si habría dejado traslucir algo sin darme cuenta.

—¿Qué pensáis vos de este asunto, prima Lettice? —me preguntó—. Norfolk y algunos de sus amigos parecen creer que Robert debería responder a estas acusaciones que se le formulan.

—Mi opinión es que son como buitres, Majestad —dije.

—¡Buitres, sí! ¡Eso parecen realmente! Pero habláis como si el conde de Leicester fuese un cadáver en descomposición.

—Ya no goza de vuestro favor, Majestad, y aunque su cuerpo pueda parecer saludable, su espíritu agoniza.

—Aún no es alimento de buitres, os lo aseguro. ¿Creéis que estuvo complicado en este asesinato?

—Creo que vos, Majestad, habéis de saber más sobre este asunto, igual que sobre todos los demás, que esta humilde súbdita vuestra.

A veces me maravillaba mi propia temeridad. Cualquier día mi lengua me llevaría al desastre. Por fortuna, ella no había apreciado la intención oculta que había tras el comentario, o si lo había hecho había preferido ignorarlo.

—Debemos cuidarnos de nuestros enemigos, Lettice —dijo—. Y creo que los de Robin están decididos a destruirle.

—Eso me temo, pero él es fuerte y los confundirá, estoy segura.

—Echamos de menos a Robert Dudley aquí en la Corte —dijo significativamente—. ¿No lo creéis, Lettice?

—Creo que vos, Majestad, le echáis mucho de menos.

—Y algunas de mis damas también le echan de menos, imagino.

Aquella mirada penetrante… ¿qué significaba? ¿Qué sabía ella? ¿Cómo actuaría si descubría que habíamos sido amantes? Ella no admitiría rivales. Y yo le había amado secretamente y había roto mis votos matrimoniales. La cólera de la Reina podía ser terrible.

No insistió en el tema, pero me di cuenta de que seguía pensando en Robert.




Y Robert estaba en peligro. Si Appleyard juraba ante un tribunal que Robert Dudley le había pagado por encubrir el asesinato de su mujer, estaba perdido. Ni siquiera la Reina podía perdonar un asesinato.

Era propio de ella actuar con decisión en el momento indicado.

Envió recado a Robert de que volviese a la Corte.

Robert llegó, pálido y con menos arrogancia de la habitual en él. Yo estaba con otras damas en la cámara regia cuando se anunció su llegada. Se operó en Isabel un cambio milagroso. Y a mí me dio un vuelco el corazón, pues era evidente que estaba tan enamorada de él como siempre.

Dio orden de que le hiciesen pasar.

Luego se sentó admirando su imagen en el espejo, considerando un instante si debía elegir otro vestido; pero eso significaría una dilación y estaba ya suficientemente engalanada con el vestido que tenía. Se dio un poco de colorete en las mejillas. El colorete pareció añadir un chispeo a sus ojos, pero eso quizá se debiese a la certeza de que iba a ver a Robert.

Luego, pasó a la cámara en la que había decidido recibirle.

—Así que habéis venido al fin a mí, bribón —Je oí decir—. Quiero que me expliquéis esta deserción. No estoy dispuesta a tolerar este tratamiento.

Pero el tono era suave y en su voz había un temblor emocionado. Él se aproximó entonces y le cogió las manos y las besó fervorosamente.

—Mis Ojos… mi Dulce Robin… —la oí murmurar.

Entonces advirtió mi presencia.

—¡Dejadnos! —gritó.

Tuve que irme, pero me fui furiosa, ofendida y humillada. Él ni siquiera me había mirado.




Él había vuelto, y gozaba del favor de la Reina más que nunca. Isabel quiso informarse sobre aquel bribón de Appleyard. Éste había aceptado regalos del conde de Leicester, al parecer, y no había formulado por entonces ninguna queja. Por fin consiguieron que revelara que le habían ofrecido dinero por propagar aquellos rumores y la Reina dijo que un acto de tal naturaleza merecía ser castigado.

Fue ésta una de las ocasiones en que Isabel mostró su sabiduría. John Appleyard había sido culpable de mentir y de intentar incriminar al conde de Leicester. Pero ella no tenía ningún deseo de llevar la cuestión hasta el final. Había que advertir a John Appleyard que la justicia sería muy dura con él si persistía en esa conducta. Ahora debía dar gracias a la Reina por su clemencia y a Dios por su buena suerte, pues se olvidaba el asunto y nadie volvería a oír hablar más de la muerte de la esposa del conde.

Esto era sin duda alguna una gran muestra de favor. Robert estaba siempre a su lado. A mí me lanzaba alguna que otra mirada desvalida, como si dijese: Siento lo mismo hacia ti que siempre, pero ¿qué puedo hacer? La Reina no me deja apartarme de ella.

El hecho era que tenía tanto que perder ahora si se descubría nuestra relación, que no estaba dispuesto a arriesgarse. Ésa era la diferencia que existía entre su personalidad y la mía. Yo sí estaba dispuesta a perderlo. Me volví malhumorada y displicente y recibí varios sopapos de la Reina porque, como ya dije, no estaba dispuesta a soportar a su lado ceños ni malas caras.

Estaba preocupada. Las experiencias de Robert habían afectado su salud, y un catarro le obligó a guardar cama.

Qué nerviosas estábamos… las dos. Y qué frustrada me sentí de que ella pudiese visitarle y yo no. Hacía planes constantemente, intentando dar con un medio de llegar hasta él. Pero era inútil.

Ella sí iba a verle, sin embargo. Volvía quejándose de que sus aposentos eran húmedos.

—Hemos de elegir otros —dijo; me pareció que había algo como un lúgubre presagio en el modo en que se dirigía a mí con estas observaciones.

Los que eligió quedaban al lado de los suyos. Se hizo evidente que había advertido algo entre Robert y yo, porque cuando él se recuperó un poco, ella me mandó llamar.

—Voy a mandaros otra vez a Chartley —dijo.

Debí parecerle muy sorprendida y mostrar claramente mi disgusto.

—Os he mantenido demasiado tiempo alejada de tu esposo —continuó.

—Pero, Majestad —protestó—, él está con frecuencia fuera de casa, a vuestro servicio.

—Cuando vuelva a Chartley debe encontrar un lecho cálido esperándole. Estoy segura de que piensa que es el momento de que le des un hijo.

Sus ojos astutos me estudiaban detenidamente.

—No es bueno que los esposos estén separados demasiado tiempo —continuó—. Podría dar lugar a problemas que no deseo que existan en mi Corte. Vamos, animaos. Pensad en vuestro hogar y en vuestras hijas.

—Os echaré de menos, Majestad.

—Vuestra familia os compensará por todo lo que podáis echar de menos en la Corte.

Como mi madre también estaba en la Corte, fui a decirle que me iba.

—Sí, la Reina me lo ha dicho —me explicó—. Cree que por tu carácter necesitáis de la vida matrimonial y que es poco prudente apartaros demasiado tiempo de Walter. Dice que ha advertido que algunas personas os miran lascivamente.

—¿No dijo qué personas?

Mi madre movió la cabeza.

—No, no mencionó nombres.

Así, pues, sabía algo. Algo había visto, y me expulsaba porque no podía tolerar una rival.

Triste y furiosa, salí para Chartley. Robert no hizo ninguna tentativa de despedirme. Era evidente que estaba decidido a no poner en peligro el favor de la Reina que tan recientemente había recuperado.

Empecé a preguntarme hasta qué punto me había utilizado para azuzar los celos de la Reina. Esto resultaba enloquecedor para una mujer de mi carácter. Me enfurecía el que, al utilizarme así, él hubiese provocado mi expulsión de la Corte.

Debía odiarle por aquello. Había sido para él sólo un medio de satisfacer una pasión temporal.

Había sido una estúpida.

Un día, me prometí, les haré comprender a los dos que no pueden tratarme de este modo.




Así, pues, volví a Chartley, y qué deprimida me sentía en mi viaje hacia el norte. Cómo odiaba aquella fortaleza de piedra que iba a ser mi hogar durante quién sabía cuánto.

Mis padres habían hablado conmigo antes de mi salida de la Corte (y cómo les envidiaba por el hecho de que podían seguir allí, mi padre como tesorero de la Casa Real y mi madre como una de las ayudantes de cámara de la Reina).

—Es hora de que volváis a Chartley, Lettice —dijo mi padre—. No es bueno que las jóvenes se queden mucho tiempo en la Corte si están casadas.

—Tenéis que echar de menos a Walter y a las niñas —añadió mi madre.

Contesté que de todos modos no veía mucho a Walter en Chartley.

—Claro, pero él está allí siempre que puede, y pensad en la alegría de poder estar con las niñas.

Sin duda debería alegrarme el ver a las niñas, pero ellas no podían sustituir los alicientes de la Corte.

Los primeros días estuve deprimida pensando en Robert y preguntándome qué pasaría entre él y la Reina. Su última separación no había aplacado en modo alguno el amor de Isabel, y yo a veces me preguntaba si habrían sido correctas mis deducciones y si ese amor que sentía por él no acabaría superando todos los obstáculos.

Empecé a preguntarme si ella habría mencionado a Robert mi caso. Podía imaginarme a éste desmintiendo cualquier relación entre ambos y, en caso de que ella aportase pruebas concretas, asegurándole que era sólo una diversión temporal a la que se había visto empujado por la constante negativa de ella a lo que le pedía su corazón. Juré que un día le haría pagar la forma en que me trataba. Le haría comprender que a mí no podía cogerme y tirarme luego sin más. Pero cuando mi cólera se aplacó, hube de aceptar su inutilidad. Nada podía hacer… de momento… así que busqué solaz en mi familia y, aunque parezca extraño, lo encontré.

Penèlope tenía seis años. Era una niña guapa, inteligente y animosa. Me veía retratada en ella claramente. Dorothy, un año más joven, era más tranquila, pero no menos decidida a salirse con la suya. Ellas, al menos, estaban encantadas de verme; y mis padres estaban en lo cierto al decirme que me proporcionarían consuelo.




Walter llegó a Chartley. Había servido con Ambrose Dudley, conde de Warwick, de quien se había hecho muy amigo. Yo tenía interés en saber cosas de Warwick, dado que era el hermano mayor de Robert y había estado condenado a muerte con él en la Torre de Londres por su participación en la frustrada tentativa de deponer del trono a Juana Grey.

Walter se mostró tan cariñoso como en los primeros años de nuestro matrimonio, y en cuanto a mí, el ampliar mi experiencia no había disminuido en modo alguno mi atractivo. Pero qué diferente era él de Robert y cómo maldecía yo al destino por haberme casado con Walter Devereux existiendo en el mundo un hombre como Robert Dudley.

Sin embargo, siendo como era mi carácter, podía obtener cierto placer de mi relación con Walter, y al menos él me adoraba.

No tardé en quedar embarazada.

—Esta vez —dijo Walter—, será un niño.

Fuimos a una de las mansiones rurales de Walter (Netherwood, en Hertfordshire) que él consideraba más saludable para mí, y allí, en un oscuro día de noviembre, nació mi hijo. He de confesar que me emocioné mucho al enterarme de que era un niño. Walter estaba radiante y dispuesto a satisfacer todos mis deseos por haberle dado lo que, como la mayoría de los hombres, más deseaba: un hijo y heredero.

Se planteó luego la cuestión del nombre que debíamos ponerle. Walter sugirió que le pusiésemos Richard como su padre o Walter como él. Pero yo dije que me gustaría prescindir de los nombres familiares y que me gustaba mucho el nombre de Robert; y como Walter estaba tan dispuesto a complacerme, ése fue el nombre que pusimos al muchacho.

El niño me entusiasmaba, pues fue desde el principio guapo, simpático y claramente inteligente. Aunque parezca extraño (y hasta a mí misma me sorprendía esto), el niño llegó a absorberme por completo. Él fue el que más contribuyó a aplacar mi dolor y, maravilla de maravillas, dejé de añorar la Corte.

Habrían de pasar ocho años hasta que volviese a ver a Robert Dudley, y durante ese tiempo muchas cosas sucedieron en el mundo.

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