La traición



Leicester considero definitivamente frustradas sus ambiciosas esperanzas y se casó en secreto con la condesa viuda de Essex, de la que estaba profundamente enamorado. Simier, enterado de este secreto, informó de él inmediatamente a la Reina, pues sospechaba que el interés de ésta por Leicester era el principal obstáculo a su matrimonio con el duque de Anjou.


Agnes Strickland.


Siguieron meses de evasivas. Volví a la Corte y siempre que podíamos, Robert y yo estábamos juntos. La Reina le retenía mucho tiempo a su lado, y yo tenía que contemplar a mi esposo galanteando verbalmente a mi rival, lo que he de confesar que me causaba no pocos celos.

Sabía, por supuesto, que Isabel jamás tomaría verdaderamente un amante y que, en este aspecto, vivía en un mundo ilusorio, sin el menor contenido real; y Robert intentaba compensar mi irritación por todo esto. Audazmente intercambiaba conmigo amorosas miradas en presencia de la Reina; yo sentía a veces, de pronto, la presión de su cuerpo contra el mío y la chispa del deseo alzaba una llama entre los dos incluso en la cámara regia. Le advertí: «Nos descubriréis un día». Me complacía que se arriesgase tanto. Él se encogió de hombros y fingió no preocuparse por ello, pero yo sabía que él procuraba siempre, por todos los medios, mantener el secreto a pesar de los peligros a que se exponía.

Le regalé a la Reina por Año Nuevo un collar de ámbar adornado con perlas y piezas de oro. Dijo que le encantaba. Comentó, sin embargo, que yo le parecía algo pálida y preguntó si me había recuperado de mi enfermedad.

Robert había pensado que debía ser especialmente generoso en sus regalos por si ella pensaba que no le prestaba la misma atención de siempre, y le ayudé a elegir un hermoso reloj tachonado de rubíes y diamantes, y unos botones de rubíes y diamantes con rascadores a juego para el pelo. Sabía que le encantaría llevarlos porque se los había regalado él.

La veía muchas veces mirarlos tiernamente y acariciarlos cuando los tenía en el pelo. Y el reloj estaba siempre junto a su cama.

Jehan de Simier llegó a Londres un día de enero lúgubre y frío. Era un voluble caballero de gentiles maneras que encantó a la Reina, sobre todo cuando se fingió teatralmente abrumado por su belleza… y desde luego estaba resplandeciente cuando recibió al francés. Le explicó lo contenta que estaba de que su Señor hubiese reiterado su solicitud. Ella había pensado en él constantemente y daba la sensación de que, esta vez, nada impediría su matrimonio.

Bailó con él y tocó la espineta en su honor. Parecía deseosa de que él llevase al Duque buenos informes de ella. Dijo que se alegraba de no haber aceptado a su hermano, que siendo duque de Anjou la había pretendido anteriormente. Él había sido infiel y se había casado con otra, y a ella le encantaba la perspectiva de casarse con su querido Alençon, como había sido, y de Anjou como era ahora.

Isabel parecía por lo menos diez años más joven; vestirla era un proceso mucho más prolongado y se había hecho muy meticulosa, riñéndonos si no la peinábamos tal como deseaba. Atenderla era una prueba, aunque al mismo tiempo resultaba divertido. No estaba irritable, pero caía en pequeños arrebatos de cólera si pensaba que no nos esforzábamos al máximo y de cuando en cuando recibíamos un bofetón o un pellizco. Desde luego, a mí me asombraba; aunque no había aparentado nunca su verdadera edad por su figura juvenil y aquel cutis asombrosamente blanco que con tanto esmero procuraba conservar. Era capaz de comportarse como una jovencita que se hubiese enamorado por primera vez. Se engañaba hasta a sí misma, sin embargo, pues no tenía intención alguna de casarse con aquel príncipe francés.

Mantuvo a Simier a su lado y se ocupó de asegurar su bienestar. Le hacía muchas preguntas sobre el Duque. Si era muy distinto a su hermano, etc.

—No es tan alto como su hermano —le contestó él.

—Tengo entendido que el Rey de Francia es muy apuesto y que se rodea de jóvenes casi tan apuestos como él.

—El duque de Anjou no es tan agraciado como su hermano —fue la respuesta.

—Tengo entendido que el Rey es algo vanidoso.

Simier no respondió nada a esto, pues, naturalmente, no quería que se dijese que había incurrido en traición contra su Rey.

—¿Está muy deseoso el joven duque de Anjou de que se lleve a cabo este enlace? —preguntó la Reina.

—Ha jurado conquistaros, Majestad —fue la respuesta.

—No es fácil casarse con un hombre a quien no se ha visto —*dijo ella.

Simier contestó, animoso:

—Majestad, si os dignaseis firmar su pasaporte, vendría inmediatamente a ponerse a vuestros pies.

Pero los auténticos sentimientos de Isabel empezaron a aflorar: siempre había alguna excusa para no firmar el pasaporte.

A Robert le divertía mucho aquello.

—Jamás se casará con el francés —decía.

—Si no va a hacerlo, ¿qué hará cuando se entere de lo nuestro? —le pregunté.

—Eso da igual. No puede esperar que yo permanezca soltero más tiempo, por el hecho de que ella no pueda casarse.

Isabel indicaba claramente que ella quería tener a Simier junto a ella y recibir cartas encantadoras de su pretendiente; manifestaba ardientes deseos de verle, pero seguía sin firmar su pasaporte.

Catalina de Médicis, madre del posible marido, empezaba a inquietarse. Astuta como la propia Isabel, se daba cuenta de que aquella aventura matrimonial seguía el mismo camino que las otras; y no le cabía duda de que la Reina de Inglaterra era un sabroso bocado para su joven hijo que hasta el momento sólo se había distinguido por ser excepcionalmente poco distinguido.

Catalina de Médicis y el Rey de Francia enviaron una carta secreta a Robert, que éste me enseñó, en la que sugerían que cuando el duque de Anjou fuese a Inglaterra, Robert fuese su asesor y le ayudase a familiarizarse con las costumbres del país; deseaban por todos los medios indicarle que el matrimonio no pondría en peligro, en modo alguno, su posición.

Robert se sintió muy complacido y agradecido, porque significaba que su poder se aceptaba hasta en Francia.

—Nunca aceptaré al duque de Anjou —decía—. Tengo entendido que es un tipejo muy feo.

—A ella siempre le han gustado los hombres guapos —añadí yo.

—Así es —contestó Robert—, Un rostro hermoso despierta inmediatamente su interés. Yo le aconsejo que siga el juego al francés, y ya veis que no le ha concedido el pasaporte, como le aconsejé.

—¿Qué le decís cuando estáis solo con ella? —pregunté—. ¿Cómo explica esta actitud tan coqueta con el príncipe francés?

—Oh, ella siempre ha hecho igual. Cuando la critico, me dice que estoy celoso, y eso le agrada, claro.

—Siempre me he preguntado cómo ella, que es tan lista, puede hacerse tan bien la tonta.

—Nunca os dejéis engañar por ella, Lettice. A veces creo que todo lo que hace tiene una segunda intención. Mantiene la paz entre Inglaterra y Francia fingiendo que va a establecer una alianza. Le he visto hacerlo una y otra vez. Ella cree firmemente en la paz, y ¿quién puede decir que no tiene razón? Desde que ella subió al trono, Inglaterra ha prosperado.

—Pero si se lo confesaseis ahora no podría, en realidad, enfadarse.

—¡Cómo que no! ¡Su cólera sería terrible!

—Pero, ¿por qué? ¿No está ella pensando en casarse con ese príncipe francés?

—A ella no se le puede preguntar por qué. Se pondría furiosa. Ella puede casarse, pero yo no. Yo he de ser su esclavo fiel todos y cada uno de los días que me queden de vida.

—Tarde o temprano descubrirá su error.

—Tiemblo de pensarlo.

—¡Tembláis! Siempre habéis sabido manejarla.

—Nunca he tenido que enfrentarme con ella por algo así.

Deslicé mi brazo en el suyo.

—Lo haréis, Robert —dije—. No tenéis más que recurrir a ese encanto al que ninguna de nosotras puede resistirse.

Pero quizás él no entendiese a la Reina tan bien como creía entenderla.

Era imposible mantener mi matrimonio en secreto con mis hijas.

Penélope tenía una gran vivacidad y se parecía tanto a mí que ella resultaba perceptible de inmediato para los observadores, salvo que muchos de ellos decían (y como no creo en la falsa modestia, diré que tenían razón) que parecíamos hermanas. Dorothy era más tranquila, pero atractiva a su modo; y ambas ya tenían edad para interesarse en lo que ocurría a su alrededor, especialmente si se relacionaba con un hombre.

El conde de Leicester era visitante asiduo de la casa, y como ellas se daban cuenta de sus secretas idas y venidas, les resultaba intrigante.

Cuando Penélope me preguntó si tenía una relación amorosa con el conde de Leicester, le dije la verdad, que me parecía la mejor respuesta.

Las chicas se pusieron muy contentas y se emocionaron mucho.

—¡Es el hombre más fascinante de la Corte! >—gritó Penélope.

—Bueno, ¿y por qué habría eso de impedirle casarse conmigo?

—He oído decir que no hay una sola dama en la Corte que os iguale en belleza —dijo Dorothy.

—Quizá lo dijesen sabiendo que erais mi hija.

—Oh, no. En serio. Parecéis tan joven pese a ser nuestra madre… Y en realidad, aunque sois mayor, también el conde de Leicester lo es.

Me eché a reír y protesté:

—No soy vieja, Dorothy La edad está determinada por el ánimo que se tenga y yo lo tengo tan joven como el vuestro. He decidido no envejecer nunca.

—Yo haré lo mismo —me aseguró Penélope—. Pero habladnos de nuestro padrastro, madre.

—¿Y qué puedo deciros? Que es el hombre más fascinante del mundo, como ya sabéis. Yo llevaba tiempo decidida a casarme con él. Y lo hice.

Dorothy parecía algo inquieta. Es evidente que llegan rumores a las aulas, pensé, y me pregunté inquieta si habrían oído algo del escándalo de Douglass Sheffield.

—Es un matrimonio perfectamente legal —dije—. Vuestro abuelo estuvo presente en la ceremonia. Creo que baste que os diga eso.

Dorothy pareció aliviada. La acerqué a mí. La besé en la mejilla.

—No temáis, hijas queridas. Todo irá bien. Robert me ha hablado muchísimo de vosotras. Va a prepararos magníficos matrimonios a ambas.

Ellas escucharon con ojos resplandecientes mis explicaciones de que la posición de su padrastro era tal que las familias más encumbradas del reino se sentirían orgullosas de establecer una alianza con la suya.

—Y vosotras, hijas mías, estáis unidas a él por una relación de parentesco, porque se ha convertido en vuestro padrastro. Ahora vais a empezar a vivir. Pero debéis recordar que de momento, nuestro matrimonio es un secreto.

—Oh, sí —gritó Penélope—. La Reina está enamorada de él y no podría soportar que se casase con otra.

—Así es —confirmé—. Por tanto, recordadlo y chitón.

Las chicas asintieron vigorosamente, encantadas de la situación.

Yo me preguntaba si debíamos seguir adelante con el propuesto enlace entre el sobrino de Robert, Philip Sidney y Penélope, que Walter y yo habíamos pensado que podría ser ventajoso, pero antes de que tuviese tiempo de tratar el asunto con Robert, recibí un mensaje suyo en el que me decía que tenía que dejar la Corte e irse a Wanstead y que quería que yo también fuera allí sin dilación.

Era un viaje de menos de diez kilómetros, así que salí de inmediato preguntándome qué le habría forzado a dejar la Corte tan de improviso.

Cuando llegué a Wanstaead, estaba esperándome muy furioso. Me dijo que, pese a su consejo, la Reina había concedido a Simier el pasaporte que éste había estado solicitando.

—Eso significa que ahora vendrá el duque de Anjou —dijo.

—Pero ella hasta ahora nunca había visto a ninguno de sus pretendientes… Salvo a Felipe de España, si es que puede considerársele pretendiente. Y él nunca vino a cortejarla.

—No puedo entenderlo. Lo único que sé es que está mofándose de mí deliberadamente. Le he dicho una y mil veces que es una necedad traerle aquí. Cuando le mande luego marchar y le rechace, se creará en Francia un gran resentimiento contra Inglaterra. Mientras finja considerar la proposición y coquetee por carta, el asunto es distinto… aunque sea peligroso, como le he dicho repetidas veces. Pero traerle aquí… es una locura.

—¿Y qué le ha impulsado a hacerlo?

—Parece como si hubiese perdido el control. La idea del matrimonio ya ha ejercido antes el mismo efecto en ella, pero nunca con tanta intensidad.

Yo sabía lo que Robert estaba pensando, y quizá tuviese razón. Él era el hombre al que ella amaba, y si sospechaba que se había casado con otra, tenía que estar realmente furiosa. Aquel exabrupto de que no podía rebajarse casándose con un súbdito al que ella había encumbrado, muy bien podía ser el signo externo de una ira interna. Ella quería a Robert exclusivamente para sí. Ella, por su parte, podía coquetear, pero él debía entender que nunca era nada serio. Él era el único. Ahora Robert se preguntaba si ella habría oído rumores de lo nuestro, porque resultaba cada vez más difícil guardar el secreto.

—Cuando me enteré de lo que había hecho —me dijo. Fui a verla y delante de algunos de sus ayudantes me exigió que explicara cómo me atrevía a ir allí sin solicitar primero licencia para hacerlo. Le recordé que lo había hecho muchas veces sin que me lo reprochase, y me dijo que fuese más prudente. Estaba muy extraña. Le dije que dejaría la Corte, pues ése parecía ser su deseo, a lo que ella repuso que si lo hubiera deseado no habría vacilado en decírmelo pero que, ya que yo lo sugería, le parecía buena idea. Así pues, me incliné y estaba a punto de irme cuando me preguntó por qué había irrumpido allí sin respetar el protocolo. Indiqué que no quería hablar ante sus consejeros y ella les despidió.

—Entonces le dije: «Majestad, creo que es un error traer aquí al francés». «Por qué», dijo ella. «¿Creéis que voy a casarme con un hombre sin verle?» Y yo contesté: «No, Majestad, pero deseo fervientemente que no os caséis fuera del país, y rezo por ello».

»Entonces ella se echó a reír y soltó varios juramentos. Dijo que entendía muy bien aquello, pues yo siempre había tenido grandes pretensiones. Me había permitido incluso que debido a que ella me había mostrado cierto favor, podría llegar a compartir conmigo la corona.

»Perdí el control y le contesté que nadie podía ser tan necio como para esperar compartir su corona. Que a lo único que yo aspiraba era a servirla y si había una posibilidad de hacerlo, con carácter confidencial, sería sin duda afortunado.

»Entonces ella me acusó de hacer todo lo posible por impedir que Simier cumpliera su misión, ya que éste se había quejado a ella de la poca afectuosidad con que yo le trataba. Yo me daba excesiva importancia, parecía creerme especialmente importante para ella. Tenía que controlar mis fantasías, pues cuando ella se casase dudaba mucho de que su marido tolerase aquello. Ante lo cual le pedí licencia para abandonar la Corte.

»Entonces, me gritó: "Concedida. Idos, alejaos de aquí. Ya ha habido últimamente en nuestra Corte despliegue excesivo del orgullo y la soberbia del conde de Leicester".

»Así que vine a Wanstead y aquí estoy.

—¿Creéis de veras que se producirá ese matrimonio con el francés?

—No puedo creerlo. Es monstruoso. Ella jamás tendrá un heredero, y, ¿qué otra razón podría haber? Él tiene veintitrés años y ella cuarenta y seis. No lo piensa en serio. No puede pensarlo.

—Yo juraría que considera que se trata de la última oportunidad de interpretar su papel de novia cortejada. Creo que ése es el motivo.

Él movió la cabeza y yo seguí:

—Quizás ahora que habéis perdido su favor, sería un buen momento para hacer público nuestro matrimonio. Después de todo, os ha rechazado. ¿Por qué no habríais de buscar vos consuelo en otra parte?

—En su estado de ánimo, podría ser desastroso. No, Lettice. Dios nos ayude, hemos de esperar un poco más.

Estaba tan furioso con la Reina, que decidí no insistir en el asunto. Hablaba mucho de lo que podría significar para nosotros la pérdida del favor de la Reina, como si tuviese que explicarme a mí lo desastroso que eso podría ser. Un hombre que había gozado de tanto favor tenía inevitablemente que haber provocado muchos rencores. La envidia era la pasión que prevalecía en el mundo y la Corte de Isabel no era ninguna excepción. Robert era uno de los hombres más ricos y poderosos del país… gracias al favor de la Reina Tenía la majestuosa Leicester House del Strand, el incomparable Kenilworth, Wanstead, tierras en el norte, en el sur y en el centro del país, todo lo cual le producía considerables ingresos. Los hombres acudían a él cuando buscaban el favor de la Reina, pues era bien sabido que había habido tiempos en que ella no le negaba nada que le pidiese. Además, encendida por su propia pasión, ella deseaba que todos supiesen la consideración en que le tenía.

Pero ella era una déspota; el parecido con su padre se hacía patente en muchos de sus actos. Cuántas veces había advertido él a un súbdito «yo os encumbré, lo mismo puedo hundiros». Su vanidad era inmensa y jamás perdonaba un ataque contra ella.

Sí, Robert tenía razón al decir que debíamos tener cuidado.

Durante todo aquel día y buena parte de la noche, hablamos de nuestro futuro, y pese a que Robert no podía creer que ella fuese a casarse con el duque de Anjou, aunque lo trajese a Inglaterra, estaba muy inquieto.

Al día siguiente, llegó recado de la Reina. Robert debía volver a la Corte sin dilación.

Lo discutimos.

—No me gusta —dijo Robert—. Temo que cuando vuelva humildemente ella quiera mostrarme lo mucho que dependo de ella. No iré.

—¿Vais a desobedecer a la Reina?

—Utilizaré las tácticas que ella con tanto éxito utilizó en su juventud. Alegaré que estoy enfermo.

—Así, pues, Robert fingió prepararse para la vuelta, pero antes de que llegase el momento, se quejó de grandes dolores en las piernas diciendo que las tenía muy hinchadas. El remedio que proponían sus médicos cuando sucedía esto era guardar cama, y eso hizo, enviando a la Reina un mensaje en el que acusaba recibo de su recado, pero solicitaba que le disculpase una semana pues estaba demasiado enfermo para viajar y debía guardar cama en Wanstead.

Lo más aconsejable era que permaneciese en sus aposentos, porque teníamos que tener cuidado con quienes nos deseaban mal, no fuesen a ir a la Corte con murmuraciones.

Y, ¿cómo podíamos estar seguros de quiénes eran nuestros amigos?

Yo estaba, venturosamente, en la casa cuando se divisó un grupo de visitantes que se aproximaban. El estandarte real ondeaba al viento, proclamando que se trataba de uno de los viajes de la Reina. Horrorizada, comprendí que venía a visitar al enfermo de Wanstead. Hubo el tiempo justo para procurar que Robert pareciese enfermo y de retirar del aposento todos los indicios que pudiesen indicar que una mujer lo compartía con él.

Luego, sonaron las trompetas. La Reina había llegado a Wanstead.

Oí su voz; estaba exigiendo que la condujesen sin dilación adonde estaba el Conde. Quería asegurarse de su estado, pues se sentía inquieta por su causa.

Yo me había encerrado en uno de los aposentos más pequeños y escuchaba atentamente cuanto sucedía, alarmada ante lo que pudiese significar aquella visita y furiosa porque yo, el ama de la casa, no podía osar salir a la vista de todos.

Tenía algunos criados en los que creía que podía confiar, y uno de ellos me trajo noticias de lo que ocurría.

La Reina estaba con el conde de Leicester, y manifestaba gran preocupación por su enfermedad. No estaba dispuesta a confiar a nadie el cuidado de su querido amigo. Ella se quedaría en la habitación del enfermo, y también debía disponerse el aposento que había reservado para ella en Wanstead.

Me sentí desfallecer. ¡Así que no iba a ser una visita breve!

¡Qué situación! Allí estaba yo, en mi propio hogar, sin derecho a estar en él, por lo que parecía.

Los criados entraban y salían furtivamente de la habitación del enfermo. Oí a la Reina dar órdenes a gritos. Robert no tendría que fingirse enfermo. Debía estar enfermo de angustia preguntándose qué sería de mí y si acabaría descubriéndose mi presencia.

Daba gracias a Dios por el poder de Robert y el miedo que en muchos provocaba, pues lo mismo que la Reina podía humillarle, podía él vengarse de cualquiera que no le complaciese. Además, tenía una sombría reputación. La gente aún recordaba a Amy Robsart y a los condes de Sheffield y Essex. Se decía que los enemigos del conde de Leicester debían procurar no comer a su mesa.

En consecuencia, no tenía por qué temer una traición.

Tenía, sin embargo, un problema. Si me iba y me veían salir, estallaría una auténtica tormenta. Pero, ¿era seguro para mí seguir oculta en la casa?

Decidí esto último y recé para que la estancia de Isabel fuese breve. Ahora, suelo reírme pensando en aquel período, aunque entonces no era, ni mucho menos, divertido. Tenían que subirme la comida furtivamente. Yo no podía salir. Tenía que tener a mi fiel doncella vigilando continuamente.

Isabel estuvo en Wanstead dos días con sus noches, y hasta que no vi desaparecer el cortejo (desde la ventana de un pequeño aposento) no me atreví a salir.

Robert aún seguía en la cama, y con excelente ánimo. La Reina había sido muy atenta. Había insistido en cuidarle ella misma. Le riñó por no cuidarse más de su salud, y dejó en claro que le quería como siempre.

Él estaba seguro de que no habría matrimonio con el francés y de que su propia posición en la Corte seguiría siendo igual de firme que siempre.

Le indiqué que ella se enfurecería cuando se enterase de que él se había casado, dado que no había disminuido en absoluto el amor que por él sentía. Pero Robert estaba tan satisfecho por haber recuperado su favor, que se negaba a aceptar esta desagradable posibilidad.

¡Cómo nos reímos de la aventura una vez pasado el peligro!

Pero seguía alzándose ante nosotros el problema de hacer público nuestro matrimonio. Y un día u otro, ella tendría que saberlo.




Robert estaba aún en Wanstead cuando nos enteramos de que había habido un accidente en Greenwich que había estado a punto de costar la vida a la Reina.

Al parecer, Simier estaba conduciéndola a su embarcación cuando uno de los guardias disparó un tiro. El barquero de la Reina, que estaba sólo a dos metros de ella, resultó herido en ambos brazos y cayó sangrando al suelo.

El hombre que había disparado fue apresado de inmediato y la Reina centró su atención en el barquero que yacía a sus pies.

Cuando Isabel se convenció de que aquel hombre no estaba mortalmente herido, se quitó su pañuelo y maridó a los que le atendían que le vendaran, para cortar la hemorragia, mientras ella le alentaba con sus palabras diciéndole que se cuidaría personalmente de él y de su familia. La bala iba dirigida a ella, de eso estaba segura.

El hombre que había disparado (un tal Thomas Appletree) fue llevado a prisión y la Reina siguió hacia su barca, hablando con Simier.

Se habló del incidente en todo el país; y cuando Thomas Appletree compareció ante el tribunal declaró que no había tenido ninguna intención de disparar y que se le había disparado el arma sola por accidente. La Reina, haciendo gala de la misericordia que siempre le gustaba mostrar con sus humildes súbditos, fue a ver al acusado y declaró que estaba convencida de su honradez y de que decía la verdad. Él cayó de rodillas y le dijo con lágrimas en los ojos que nunca había tenido más deseo que el de servirla.

—Os creo —dijo ella—. Fue un accidente. Diré a vuestro amo, mi buen Thomas, que vuelva a aceptaros a su servicio.

Luego dijo que el hombre que había resultado herido debía recibir todos los cuidados necesarios y, como resultó que la herida no era grave, el incidente pareció quedar olvidado.

Pero no fue así. Muchos sabían que el conde de Leicester había discutido con la Reina sobre la concesión del pasaporte al duque de Anjou. Simier se quejaba de que Leicester había hecho todo lo posible para que su misión fracasase. Y, dada la reputación de Robert, pronto empezó a murmurarse que él había preparado todo aquello para eliminar a Simier.

El propio Simier llegó a creerlo y decidió vengarse. Descubrimos de qué modo cuando el conde de Sussex llegó cabalgando a Wanstead.

Thomas Radcliffe, tercer conde de Sussex, no era gran amigo de Robert. De hecho, existía una feroz rivalidad entre ambos y Robert sabía muy bien que Sussex lamentaba los favores que la Reina había prodigado a su favorito. Sussex era ambicioso, lo mismo que los demás hombres que andaban alrededor de la Reina, pero se ufanaba de que su único motivo era servirla y que lo haría aunque al hacerlo la ofendiese. Tenía poca imaginación y poco atractivo y, desde luego, no era uno de los favoritos de Isabel, pero ésta le conservaba a su lado por su honradez y su sinceridad, lo mismo que a Burleigh por su sabiduría; y aunque les zahiriese y descargase en ellos su cólera, siempre les escuchaba y seguía a menudo sus consejos; jamás había prescindido de ninguno de ellos.

Sussex estaba muy serio, me di cuenta en seguida, y parecía también mostrar cierta complacencia, pues las noticias que traía eran que Simier, furioso por lo que creía un atentado contra su vida por parte de Leicester, le había dicho a la Reina lo que mucha gente ya sabía, aunque a ella se le hubiese ocultado: que Robert y yo estábamos casados.

Robert me pidió que fuese con ellos, pues no tenía ningún sentido ya mantener en secreto mi presencia.

—Estáis en un grave aprieto, Leicester —dijo Sussex—. Será mejor que os mostréis afligido. Nunca he visto a la Reina tan furiosa.

—¿Qué ha dicho? —preguntó tranquilamente Robert.

—principio no quería creerlo. Gritó que eran mentiras. No hacía más que repetir «Robert jamás haría eso. Jamás se atrevería». Luego os llamó traidor y dijo que la habíais traicionado.

—Ella me ha menospreciado —protestó Robert—. Ahora mismo está considerando la posibilidad de casarse. ¿Por qué ha de afectarle tanto mi matrimonio?

—No atiende a razones. No hace más que decir que os encerrará en la Torre. Dijo que ibais a pudriros en la Torre y que ella se alegraría de verlo.

—Está enferma —dijo Robert—. Sólo una mujer enferma podría comportarse así. Es absurdo, me ofreció a la Reina de Escocia y quería que me casase con la princesa Cecilia.

—Mi señor Leicester, se dice que ella jamás habría permitido tales matrimonios y si lo hubiese hecho habrían sido matrimonios políticos. Fue cuando se enteró de con quién os habíais casado cuando aumentó su furia.

Entonces se volvió hacia mí y dijo, disculpándose:

—No os insultaré, señora, repitiendo los calificativos que os dedicó la Reina. Parece estar más furiosa con vos que con el Conde.

Lo comprendía perfectamente. Ella conocía la pasión que existía entre nosotros. No me había equivocado cuando la vi observarme tan detenidamente. Sabía que había en mí un poder que atraía a los hombres, del que ella carecía pese a toda su gloria. Nos imaginaba a Robert y a mí juntos y debía pensar que lo que compartíamos era algo que ella, por su propio carácter, jamás podría gozar. Y me odiaba por ello.

—No, no he visto nunca a la Reina tan furiosa —continuó Sussex—. Parecía realmente a punto de volverse loca. No hacía más que repetir que os haría lamentar vuestras acciones… a ambos. A vos, Leicester, quería realmente encerraros en la Torre. Me costó mucho trabajo conseguir que no diese la orden.

—Entonces he de daros las gracias por ello, Sussex.

Sussex miró a Robert con acritud.

—Me di cuenta de que la Reina se perjudicaría dando tal orden. Permitiría que sus emociones nublaran su buen sentido. Le indiqué que no era ningún acto criminal contraer un matrimonio honorable, y que si ella mostraba a sus súbditos lo profundamente furiosa que estaba, ellos podrían hacer mil conjeturas sobre su conducta, que irían en detrimento suyo. Y así fue calmándose, pero manifestó muy claramente que no deseaba veros y que deberíais manteneros lejos de su presencia. Debéis ir a la Torre Mireflore del Parque de Greenwich e instalaros allí. No ha dicho que os ponga guardia, pero debéis consideraros prisionero.

—¿He de acompañar yo a mi esposo? —pregunté.

—No, ha de ir solo, señora.

—¿Y no dio la Reina ninguna orden referente a mí?

—Dijo que no deseaba volver a veros nunca, que no quería ni oír pronunciar vuestro nombre. Y he de deciros, señora, que cuando se os menciona se apodera de ella una pasión tal que si vos estuvieseis presente sería capaz de enviaros directamente al patíbulo.

Así, pues, había sucedido lo peor. Y ahora teníamos que afrontar las consecuencias.

Robert se apresuró a obedecer la orden de la Reina y partió hacia Mireflore. Yo fui con mi familia a Durham House.




Estaba claro que todos habíamos caído en desgracia. Aunque al cabo de unos días, la Reina se suavizó un poco y mandó recado a Robert de que podía dejar Mireflore y volver a Wanstead, donde yo me uní a él.

Lady María Sidney vino a visitarnos camino de Penshurst. Consideró necesario abandonar la Corte, pues la Reina no hacía más que acusar a su hermano Robert, y sobre todo a mí, cosa que le resultaba muy desagradable; y cuando indicó a la Reina que estaba segura de que la familia Dudley no gozaba ya de su favor, y le pidió licencia para retirarse al campo, le fue concedida. Isabel había dicho que el miembro de aquella familia al que ella tanto favor había prodigado se lo había pagado tan mal que prefería no recordarlo. Nunca olvidaría lo que había hecho Lady María por ella, pero estaba dispuesta a permitir que se retirara por un tiempo a Penshurst.

Hablamos con Lady María del futuro. Yo estaba embarazada y ansiaba tanto un hijo que no me importaba gran cosa todo aquello. Me daba perfecta cuenta de que jamás volvería a ser bien recibida en la Corte y que la Reina sería mi enemiga durante toda la vida; pues, hiciese lo que hiciese (aunque se casase con el duque de Anjou, lo que en el fondo yo sabía que no haría), nunca olvidaría que le había arrebatado el hombre que amaba, y nunca me perdonaría haberle hecho enamorarse de mí hasta el punto de arriesgar su futuro casándose conmigo. Pese a engañarse a sí misma sobre sus encantos, sabía perfectamente que si hubiese sido una elección normal entre dos mujeres, yo habría sido la elegida. Esa certeza se alzaría siempre entre nosotras y me odiaría por ello.

Pero me había casado con Robert. Iba a tener un hijo suyo y, en aquel momento, nada me importaba la Reina.

Lady María pensaba que aquello era el fin del favor de que la familia gozaba en la Corte, y parecía muy probable que la Reina se casase con el duque de Anjou por despecho.

Yo discrepaba. La conocía bien, y creo que esta rivalidad entre nosotras me había dado una capacidad especial para comprenderla. En muchos aspectos superficiales, era una mujer irracional e histérica, pero por debajo de esto era fuerte como el hierro. No creía que fuese a cometer jamás un acto que no le pareciese oportuno políticamente. Era cierto que había concedido el salvoconducto para que el duque de Anjou viniese a Inglaterra. Pero el pueblo era contrario a una alianza con los franceses. La única razón del matrimonio podría ser conseguir un heredero, y la edad de la Reina hacía muy improbable tal posibilidad. Además, se pondría en ridículo al casarse con un hombre tan joven, casi un muchacho. Sin embargo, como quería disfrutar de la alegría del galanteo, como quería crear la ilusión de que era núbil, y quizá, también, por sentirse profundamente herida por el matrimonio de Robert conmigo, continuaría con aquella farsa.

¿Era aquélla la forma de actuar de una mujer sensata y razonable?

No lo parecía. Y, sin embargo, bajo todo aquello, estaba la mano de hierro de la astuta estadista, la mujer que sabía cómo hacer inclinarse ante ella a los hombres más inteligentes de su reino y poner a su servicio todo su talento.

El no volver a estar cerca de la Corte crearía un vacío en mi vida; pero mientras viviéramos allí, existiría un lazo entre nosotras: la Reina y yo. Lazo que hasta podría verse reforzado por el odio. Le había demostrado al fin mi propia importancia. Había logrado la mayor victoria de nuestra lucha al esclavizar a Leicester de forma tal que estuvo dispuesto a ofenderla casándose conmigo. Nada podría haber sido más revelador que esto en la relación de los tres. Y de esto ella era plenamente consciente. Yo había demostrado sin lugar a dudas no ser en absoluto el insignificante tercero de nuestro triángulo.

María partió para Penshurst, y a poco de su partida Robert recibió una citación de la Reina. Había de comparecer ante ella.

Partió lleno de presentimientos y, a su debido tiempo, regresó a Wanstead lleno de sentimientos contradictorios.

La Reina le había recriminado, le había llamado traidor e ingrato; había enumerado todo cuanto ella había hecho por él, recordándole que le había ensalzado y que, con la misma facilidad, podría hundirle.

Le contestó él que ella había dejado claro a lo largo de muchos años que no tenía intención alguna de casarse con él y que se consideraba con derecho a una vida de familia y a hijos que le sucedieran. Estaba dispuesto a servir a su Reina con su propia vida, le había dicho, pero creía que podía disfrutar de las satisfacciones de la vida de familia sin menoscabo del servicio a su Reina y a su país.

Ella le escuchó muy sombría, y le advirtió por último que tuviera cuidado.

«Os diré algo, Robert Dudley», le gritó. «Os casasteis con una loba, y a vuestra propia costa lo descubriréis.»Así que yo pasé a ser la Loba. Tenía la Reina la costumbre de poner motes a quienes la rodeaban. Robert había sido siempre sus Ojos, Burleigh su Alma y Hatton su Carnero. Comprendí que a partir de entonces yo sería la Loba: la imagen que de mí tenía era, pues, la de un animal salvaje a la busca de víctimas con que satisfacer mis violentas pasiones.

—Parece decidida a casarse con Anjou —dijo Robert.

—No lo hará.

—En el estado de ánimo en que se halla es capaz de cualquier cosa. Estuvo denostándome y maldiciéndome con unos gritos que podían oírse en todos los rincones de palacio.

—De todas formas —dije—, dudo mucho que tome a Anjou por esposo.

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