En primer lugar, y por encima de cualquier otra persona, es mi deber recordar a mi queridísima y graciosa Majestad, de la que he sido fiel servidor, y que ha sido para mí la más generosa y magnífica Señora.
Testamento de Leicester.
Yo estaba en Wanstead cuando Leicester vino a casa. No me di cuenta de lo enfermo que estaba. Le sostenía su gloria. Nunca había gozado de tanto favor ante la Reina. No podía soportar ésta que la dejase mucho tiempo, pero le dejó irse en esta ocasión porque temía por su salud.
No solía él ir a Buxton por aquella época del año, pero la Reina había decidido que debía hacerlo sin dilación.
Le miré de nuevo. Qué viejo estaba, pese a su resplandeciente atuendo. Había vuelto a engordar y su juventud quedaba ya muy lejos. No pude evitar compararle con Christopher, y comprendí que ya no deseaba a aquel viejo en mi cama, aunque fuese el conde de Leicester.
Parecía como si la Reina creyera no poder honrarle lo suficiente. Le había prometido nombrarle Lord Lieutenant de Inglaterra e Irlanda. Esto le proporcionaría más poder del que hubiese disfrutado nunca ningún súbdito suyo. Era casi como si hubiese decidido que no quería que hubiese entre los dos más manipuleo de poder; si bien no le ofrecía una participación en la Corona, aquello era lo que más se aproximaba.
Hubo otros que comprendieron esto y él estaba furioso porque Burleigh, Walsingham y Hatton le habían convencido de que no debía actuar tan imprudentemente.
—Pero llegará —me dijo Robert, y aquellos ojos suyos, tan brillantes y hermosos en otros tiempos, eran ahora saltones y estaban inyectados en sangre—. Esperad. Llegará.
Y entonces, de pronto, se dio cuenta.
Quizá fuese porque había dejado de pensar tanto en las cuestiones de Estado. Quizá su enfermedad (pues estaba muy enfermo, más de lo que había estado en aquellos ataques de gota y fiebre que le habían asediado en los últimos años) le hiciera especialmente perceptivo. Quizá me rodease el aura que rodea a las mujeres cuando están enamoradas, pues yo estaba enamorada de Christopher Blount. No como había estado enamorada de Leicester. Sabía que aquello no volvería a repetirse en mi vida. Pero era como un veranillo de San Martín de amor. Aún no era demasiado vieja para el amor. Me consideraba joven para mis cuarenta y ocho años. Tenía un amante al que llevaba veinte y, sin embargo, tenía la sensación de que éramos de la misma edad. Me di cuenta nuevamente de lo joven que estaba al verme cara a cara con Leicester. Él era un hombre avejentado y enfermo y yo carecía del don de fidelidad de la Reina. Después de todo, yo había sido menospreciada por su culpa. Me maravillaba el que pudiese ver en qué se había convertido él y seguir aún amándole. Era una faceta más de su extraño carácter.
Él me había visto con Christopher. No sé exactamente lo que fue. Quizá cómo nos mirábamos. Quizá nuestras manos se rozasen. Quizá viese algo especial entre nosotros u oyese murmuraciones. Siempre había enemigos dispuestos a propagar infundios y a revelar secretos… míos tanto como suyos.
En nuestro dormitorio de Wanstead me dijo:
—Habéis tomado mucho afecto a mi caballerizo.
Como no estaba segura de lo que sabía él, dije para ganar tiempo:
—Oh… ¿os referís a Christopher Blount?
—¿Quién si no? ¿Podéis pensar en otro?
—Christopher Blount —repetí, tanteando—. Sabe mucho de caballos…
—Y de mujeres, al parecer.
—¿De veras? Os enterarías, supongo, de que su hermano y Essex se batieron en duelo. Por una mujer. Una reina de ajedrez, de oro y esmaltada.
—No hablo de su hermano sino de él. Será mejor que lo admitáis, puesto que lo sé.
—*¿Qué sabéis?
—Que es vuestro amante.
Me encogí de hombros y contesté que si él me admiraba y lo demostraba, ¿qué culpa tenía yo?
—Sí la tenéis si le dejáis entrar en vuestra cama.
—Eso son murmuraciones.
—Que yo creo ciertas.
Me apretaba con fuerza la muñeca y me hacía daño, pero no cedí. Me enfrenté a él desafiante.
—¿No deberíais considerar vuestra propia vida, señor, en vez de examinar con tanto detalle la mía?
—Sois mi esposa —dijo—. Lo que hagáis en mi lecho es asunto mío.
—¡Y lo que vos hagáis en otros lechos, mío!
—Oh, vamos —dijo'—. No nos desviemos del asunto. Yo estoy fuera… sirviendo a la Reina.
—Vuestra linda señora…
—La señora de todos nosotros.
—Pero en especial… vuestra.
—Vos sabéis muy bien que nunca ha habido la menor intimidad entre nosotros.
—Arthur Dudley podría contar otra historia.
—Podría contar muchas mentiras —replicó él—. Y cuando dice que es hijo mío y de Isabel, cuenta la mayor de todas.
—Pues al parecer, le creen.
Me apartó de sí, furioso.
—No eludas la cuestión. Vos y Blount sois amantes, ¿no es cierto? Decidme.
—Soy una mujer despreciada —empecé.
—Ya habéis respondido —dijo, achicando los ojos—. No creáis que voy a perdonarlo. No penséis que podéis traicionarme sin más. Os haré pagar este ultraje… a vos y a él.
—Ya he pagado al casarme con vos. La Reina no ha vuelto a recibirme desde entonces.
—¡Y llamáis a eso pagar! Ya veréis lo que es bueno.
Se irguió ante mí, grande y amenazador, el hombre más poderoso del país. Bailaban ante mis ojos las palabras del célebre folleto: asesino, envenenador. ¿Sería verdad aquello? Pensé en la gente que había muerto tan oportunamente para él. ¿Había sido pura coincidencia?
Él me había amado. En tiempos yo había significado mucho para él. Quizá todavía lo significase. Venía a mí cuando podía; físicamente, habíamos tenido, una relación satisfactoria; pero yo había dejado de amarle.
Ahora él sabía que yo tenía un amante. Yo no sabía si aún seguía queriéndome. Estaba enfermo y los años le pesaban mucho. Creo que entonces sólo quería descansar, pero había odio en sus ojos al mirarme. Jamás me perdonaría haber tomado un amante.
Yo creía entonces que, durante aquellas ausencias de casa, no había sido infiel. Había estado sirviendo a la Reina desde su regreso de los Países Bajos y yo recordaba que cuando había estado allí había querido que yo me uniese a él, como una reina.
Sí, yo había tenido cierto poder sobre él, pues me había querido. Me necesitaba; si la Reina se lo hubiese permitido, habría sido un marido amoroso.
Y ahora yo le había traicionado. Había tomado un amante y además uno que ocupaba lo que él consideraba una posición servil en su propia casa. No podía permitir que alguien le ofendiese impunemente. De algo estaba yo segura. Habría venganza.
Me pregunté si debería avisar a Christopher. No, demostraría su miedo. No debía saberlo. Yo entendía a Leicester como Christopher jamás podría entenderle. Sabría cómo actuar, me dije.
—Lo dejé todo por vos —dijo lentamente.
—¿Os referís a Douglass Sheffield? —pregunté, decidida a ocultar el miedo que empezaba a sentir con una impertinencia fingida.
—Sabéis que ella significaba poco para mí. Me casé con vos y desafié la cólera de la Reina.
—Iba dirigida contra mí. No fuisteis vos quien tuvisteis que desafiarla.
—¿Cómo podía estar seguro yo de lo que iba a pasarme? Y, sin embargo, me casé con vos.
—Mi padre os obligó a legalizarlo, ¿recordáis?
—Yo quería casarme con vos. No amé a ninguna mujer como a vos.
—Y luego me abandonasteis.
—Sólo por la Reina.
Esto me hizo reír.
—Éramos tres, Robert… dos mujeres y un hombre. No importa que una de las mujeres fuese reina.
—Importa mucho. Yo no fui su amante.
—No os dejó meteros en su cama. Lo sé. Pero aun así fuisteis su amante, y ella amante vuestra. En consecuencia, no juzguéis a los otros.
Me cogió de los hombros. Le ardían los ojos y pensé que iba a matarme. Había una gran violencia en su mirada. Intenté ver qué más había.
Estaba haciendo planes, lo percibí.
—Saldremos mañana —dijo de pronto.
—¿Saldremos? —tartamudeé.
—Vos y yo, y vuestro amante entre otros.
—¿Adonde iremos?
Asomó a sus labios una astuta sonrisa.
—A Kenilworth —dijo.
—Creí que ibais a tomar los baños.
—Más tarde —dijo—. Primero a Kenilworth.
—¿Y por qué no vais directamente a los baños? Eso fue lo que vuestra señora os ordenó. Os aseguro que tenéis aspecto de enfermo… De enfermo grave.
—Lo sé —contestó—. Pero primero quiero ir a Kenilworth con vos.
Luego me dejó.
Tenía miedo. ¿Qué significaba aquel brillo de sus ojos al decir Kenilworth…? ¿Por qué Kenilworth? El lugar donde nos habíamos conocido y amado arrebatadamente, el sitio de nuestros encuentros secretos, donde él había decidido que aunque se enfureciese la Reina, se casaría conmigo.
«Kenilworth», había dicho, con una sonrisa cruel. Me di cuenta de que albergaba algún plan siniestro. ¿Qué me haría en Kenilworth?
Me acosté y soñé con Amy Robsart. Tumbada en la cama, veía a alguien acechando en las sombras de la habitación… hombres que avanzaban en silencio hacia el lecho. Era como si unas voces me susurrasen: «Cumnor Place. . Kenilworth…»Desperté temblando de miedo, y todos mis sentidos me decían que Robert planeaba una terrible venganza.
Salimos para Kenilworth al día siguiente. Cabalgué junto a mi esposo y, mirándole de reojo, percibí la palidez mortal de su piel bajo la red de venillas rojas de las mejillas. Su elegante gorguera, su jubón de terciopelo, su sombrero con la pluma rizada, no podían ocultar el cambio producido en él. Sin duda alguna, estaba muy enfermo. Se acercaba ya a los sesenta y había vivido peligrosamente; se había negado muy pocas cosas de las que el mundo llama placeres de la vida. Era evidente ahora.
—Mi señor —dije—. Deberíamos ir a Buxton sin dilación, pues es evidente que necesitáis de esas aguas benéficas.
—Iremos a Kenilworth —dijo abruptamente.
Pero no llegamos a Kenilworth. Cuando terminamos el día, vi que apenas podía sostenerse en el caballo. Nos hospedamos en Rycott, en la casa de la familia Norris, y se retiró a su lecho y allí estuvo varios días sin poder levantarse. Yo le atendí. No mencionó a Christopher Blount, pero escribió a la Reina y me pregunté qué le diría, si le hablaría de mi infidelidad y el efecto que causaría en ella si lo hacía. Estaba segura de que se enfurecería, pues aunque deplorase mi matrimonio, consideraría un insulto para ella el que yo prefiriese a otro hombre.
Pude leer la carta antes de que saliese. En ella sólo había muestras de su amor y de su devoción a su diosa.
Aún la recuerdo, palabra por palabra.
Debo suplicaros, Majestad, que perdonéis a este pobre siervo por su atrevimiento al suplicaros me comuniquéis cómo os halláis y si os habéis librado al fin de los dolores que últimamente os asediaban, pues es para mí lo más importante saber que disfrutáis de buena salud y que tendréis larga vida. En cuanto a mi estado, aún sigo tomando vuestra medicina y me resulta mejor que ninguna otra cosa que me hayan dado antes. Esperando pues curarme del todo en los baños, con el vivo deseo de que Vuestra Majestad siga sana y feliz, beso humildemente vuestros pies, desde esta vieja mansión de Rycott, esta mañana de jueves en que me dispongo a reanudar el viaje. El más fiel y obediente siervo de Vuestra Majestad, R. Leicester.
Añadía luego una posdata agradeciendo un regalo que ella le había enviado y que nos había seguido hasta Rycott.
No, no había allí nada sobre mi infidelidad. Y, por supuesto, había escrito desde Rycott porque en el pasado, ella y él habían estado allí muchas veces. Allí, en aquel parque, habían cabalgado y cazado juntos. Allí, en el gran salón, habían festejado y bebido y jugado a ser amantes.
Me dije que estaba justificada para tomar un amante. ¿No había sido mi esposo amante de la Reina todos aquellos años?
Hice llamar a Christopher y nos encontramos en un pequeño aposento que quedaba separado del resto de la casa.
—Él lo sabe —=le dije.
Lo había sospechado. Dijo que daba igual, pero era una bravata. En realidad, temblaba.
—¿Qué creéis que hará? —preguntó, procurando aparentar despreocupación.
—No lo sé, pero le vigilo. Cuidaos vos. No andéis solo si podéis evitarlo. Tiene a sus sicarios por todas partes.
—Estaré atento —dijo Christopher.
—Creo que se vengará en mí —le dije, lo cual hundió a Christopher en un calvario de miedo, y me produjo gran satisfacción.
Salimos de Rycott y viajamos por Oxfordshire. No estábamos muy lejos de Cumnor Place. Parecía haber en esto algo significativo.
—Deberíamos pasar la noche en nuestra casa de Cornbury —le dije a Leicester—. No estáis todavía en condiciones de ir más allá.
Aceptó.
Era un lugar bastante oscuro y lúgubre… una casa de guardabosques, en realidad, en medio del bosque. Sus criados le ayudaron a entrar en el aposento que se dispuso rápidamente, y se acostó.
Dije que debíamos quedarnos allí hasta que el conde estuviese lo bastante repuesto para seguir viaje. Él necesitaba un descanso, el viaje de Rycott a Cornbury le había dejado exhausto.
Aceptó que debía descansar y pronto se hundió en un profundo sueño.
Me senté junto a su lecho. No tenía que fingir ansiedad, pues estaba realmente ansiosa por saber lo que él cavilaba en silencio. Por su forma de fingir despreocupación, sabía que planeaba algo que me afectaba.
Reinaba en la casa una atmósfera de silencio y quietud. Pero no podía descansar. Tenía miedo de las sombras que llegaban con la oscuridad. Las hojas empezaban a tomar un color bronceado, pues estábamos en setiembre; el viento había arrastrado muchas hojas y el bosque estaba tapizado de ellas. Miré por las ventanas aquellos árboles y escuché el viento que gemía entre las ramas. Me pregunté si Amy habría sentido una sensación similar durante sus últimos días en Cumnor Place.
El día 3 de setiembre, brillaba el sol alegre y él se reanimó un poco. Al final de la tarde, me llamó a su lado y me dijo que si persistía la mejoría reanudaríamos el viaje al día siguiente. Dijo que debíamos olvidar nuestras diferencias y llegar a un acuerdo. Estábamos demasiado próximos uno a otro, dijo, para separarnos mientras siguiéramos con vida.
Estas palabras me parecieron amenazadoras; había en sus ojos un brillo de febril intensidad.
Se sentía tan mejorado que quiso comer, convencido de que en cuanto comiese recuperaría suficientes fuerzas para poder seguir.
—¿No deberíais ir lo antes posible a los baños? —pregunté.
Me miró fijamente y dijo:
—Veremos.
Comió en su aposento, pues estaba demasiado cansado para bajar al comedor. Dijo que tenía un buen vino y que quería que bebiese con él.
Yo tenía todos los sentidos alerta. Fue como si una señal de aviso recorriese mi mente. No debía beber aquel vino. No había hombre en el reino más habilidoso para envenenar que el doctor Julio, que trabajaba asiduamente para su señor.
Yo no debía beber aquel vino.
Quizás él no tuviese la menor intención de envenenarme, por supuesto. Quizá pensase en una venganza distinta a la muerte. Quizá manteniéndome encerrada en Kenilworth, comunicando al mundo que había perdido la razón, pudiese hacerme más daño que con una muerte súbita. Pero debía estar atenta.
Fui a su aposento. Había en la mesa una jarra de vino con tres copas: una llena de vino, las otras dos vacías. Él estaba apoyado en sus almohadas; tenía la cara muy roja y creo que había bebido ya más de lo razonable.
—¿Es éste el vino que he de probar? —pregunté.
Abrió los ojos y asintió con un cabeceo. Me llevé la copa a los labios, pero no tomé nada. Sería una imprudencia.
—Es bueno —dije.
—Sabía que te gustaría.
Creí oír un tono de triunfo en su voz. Dejé la copa en la mesa y me acerqué a su lecho.
—Estáis muy enfermo, Robert —dije—. Tendréis que renunciar a algunas de vuestras tareas. Habéis trabajado en exceso.
—La Reina jamás lo permitirá —contestó.
—Pensad que está muy preocupada por vuestra salud.
—Sí —dijo, con una sonrisa—% Siempre lo estuvo.
Había en su voz ternura, y sentí una súbita oleada de cólera al pensar en aquellos dos viejos amantes que jamás habían consumado su amor y que ahora, viejos y arrugados, aún lo glorificaban, o lo pretendían.
¿Qué derecho tenía un esposo a admirar declaradamente a una mujer que no era su esposa, aunque fuese la Reina?
Mi aventura amorosa con Christopher estaba justificada.
Cerró los ojos; me acerqué a la mesa. De espaldas a él, serví el vino, el que había tenido miedo a beber, en otra copa. Era la que él usaba, pues era un regalo de la Reina.
Volví junto a su lecho.
—Me siento muy mal —dijo.
—Habéis comido demasiado.
—Es lo que siempre decía ella.
—Y tiene razón. Ahora descansad. ¿Tenéis sed? —asintió—. ¿Queréis que os sirva un poco de vino?
—Sí, hacedlo. La jarra está en la mesa con mi copa.
Me acerqué a la mesa. Me temblaban los dedos mientras alzaba la jarra y servía el vino en aquella copa que antes había contenido el reservado para mí. ¿Qué os pasa?, me dije. Si él no pretendía haceros daño, no hay ningún problema, no le sucederá nada. Y si pretendía… ¿quién puede reprochároslo?
Le llevé su copa y cuando se la entregué, entró en la habitación su paje, Willie Haynes.
—Mi señor tiene mucha sed —dije—. Llevadle un poco más de vino. Quizá lo necesite.
El paje salió de la habitación cuando Leicester acabó de beber.
El día siguiente aún permanece fresco en mi recuerdo, pese a todos los años transcurridos. Era el cuatro de septiembre, aún el verano seguía con nosotros, a las diez el sol apagaba el leve aroma del otoño.
Leicester había dicho que saldríamos aquel día. Mientras mis damas me ponían la ropa de montar, Willie Haynes llamó a la puerta. Estaba pálido y tembloroso. Dijo que el conde estaba muy quieto y tenía un aire extraño. Temía que hubiese muerto.
Los temores de Willie Haynes eran fundados. Aquella mañana, en la casa del guardabosques de Cornbury, el poderoso conde de Leicester había dejado este mundo.
Así pues, había muerto; mi Robert, el Robert de la Reina. Me sentía sobrecogida. No podía apartar de mi mente la imagen de mí misma llevándole la copa a la cama. Había bebido lo que estaba dispuesto para mí… y había muerto…
No, no lo creía. Estaba alterada. Era como si una parte de mí hubiese muerto. Durante muchos años, él había sido la figura más importante de mi vida… él y la Reina.
—Ahora sólo quedamos dos —murmuré. Me sentía desolada.
Hubo, claro, el habitual rumor de «veneno»; y, naturalmente, las sospechas recayeron sobre mí. Willie Haynes me había visto darle el vino y lo mencionó. Que el hombre al que se consideraba el archienvenenador de su época pereciese víctima de su propia medicina, parecía bastante justo, si es que había sido así, y yo sabía que la sospecha de haberle envenenado me seguiría hasta la tumba. Cuando me enteré de que habría autopsia, sentí pánico. No sabía si había envenenado a Leicester o no. Bien podía ser que el vino que él me había preparado, y que yo le había dado a él, fuese vino normal. Tan mal estaba de salud que podría haber muerto en cualquier momento. Yo en realidad no había hecho nada impropio. ¿Qué podrían reprocharme?
Fue un gran alivio saber que no se había encontrado rastro de veneno en el examen del cadáver. Pero el doctor Julio era famoso por sus venenos, que, tras un período muy breve no dejaban ningún rastro en el cuerpo, así que nunca podré estar segura de si mi esposo intentó envenenarme y yo cambié las copas envenenándole a él… o si murió de muerte natural.
Su muerte es tan misteriosa como la de su esposa anterior, Amy.
Christopher estaba deseoso de que nos casáramos, pero le recordé la historia de la Reina, Robert y Amy Robsart, y hube de reprimir su ímpetu juvenil. Por supuesto, yo no era la Reina, no tenía sobre mí la atención de todo el mundo, pero era la viuda del hombre de quien más se hablaba, no sólo en toda Inglaterra sino en toda Europa.
—Dije que me casaría contigo —le expliqué—, pero más tarde. Aún no.
Me hubiese gustado estar en la Corte para poder ver cómo recibía la noticia la Reina. Me contaron que no había dicho nada, que se había limitado a mirar fijamente al vacío. Luego se fue a su cámara privada y cerró la puerta. No quería comer ni ver a nadie. Quería estar sola con su dolor.
Me imaginaba la profundidad de aquel dolor. En cierto modo, me avergonzaba. Me hacía entender la inmensa profundidad de su carácter. De su capacidad de amor y de odio vengativo.
No salía de la habitación, y al cabo de dos días, sus ministros se alarmaron y Lord Burleigh, llevando a otros consigo, ordenó abrir la puerta.
Podía imaginarme muy bien sus sentimientos. Le conocía desde hacía tanto tiempo… desde que era niña. Sabía que para ella era como si se hubiese apagado una luz en su vida. Me la imaginaba afrontando su espejo cruel y frío y viendo a la mujer vieja que se había negado a mirar antes. Ella era vieja… daba igual que jóvenes apuestos bailasen a su alrededor; ella sabía que sólo buscaban su favor. Sin la corona, la luz se habría apagado y habría concluido la danza de las polillas.
Pero había habido uno, se diría (Sus Ojos, su Dulce Robín, el único en el mundo a quien ella realmente había amado), y ya no estaba allí. Y, sin duda, pensaba en lo distinta que habría sido su vida si hubiese arriesgado la corona y se hubiese casado con él. ¡Qué gozos íntimos habrían compartido! Quizás hubiese tenido hijos que ahora la consolarían. ¡Cuántos celos se habría evitado, y qué alegría le habría dado saber que yo jamás podría haber compartido la vida con él!
Las dos estábamos más cerca que nunca. Su dolor era el mío. Me sorprendía lo mucho que me había afectado, dado que en los últimos años me había apartado de él. Pero lo había hecho porque ella se había interpuesto entre nosotros. Ahora que él se había ido, habría en mi vida un profundo vacío… lo mismo que lo habría en la suya.
Pero, como siempre en épocas de tensión, ella acabó recordando que era la Reina. Robert había muerto, pero la vida continuaba. Su vida era Inglaterra, e Inglaterra jamás moriría, jamás la abandonaría.
Me hallaba en un estado de ansiedad, porque temía que Robert, tras descubrir mi aventura, hubiese alterado el testamento y expresado sus motivos para hacerlo así.
Pero no. Había tenido poco tiempo, y no había cambiado nada.
Yo era la albacea, con la asistencia de su hermano, Warwick, de Christopher Hatton y de Lord Howard de Effingham. Descubrí entonces lo endeudado que estaba. Siempre había gastado pródigamente, y por la época en que murió tenía encargado un regalo para la Reina que consistía en un collar de seiscientas perlas con un colgante. El colgante contenía un gran diamante central y tres esmeraldas, rodeadas por un círculo de diamantes.
A la primera que nombraba en su testamento, era a ella, como si ella fuese su esposa; le agradecía su bondad para con él. Aún en su muerte, me precedía. Me entregué a una cólera celosa. Me alivió la conciencia.
Había hecho su testamento mientras estaba en los Países Bajos y entonces creía que yo estaba enamorada de él. Había escrito:
Después de Su Majestad, volveré a mi querida esposa y estableceré para ella lo que no puede ser tan bueno como desearía pero será todo lo bueno que yo pueda, pues siempre ha sido una esposa fiel y muy amorosa y obediente y devota, y confío así en que este testamento mío la encuentre no menos atenta a mi fallecimiento de lo que yo siempre estuve a su voluntad, cuando estaba vivo.
Ay, Robert, pensé un poco triste, cómo habría llorado si fuese como tú creías entonces, y qué diferente podría haber sido si no hubieses tenido una amante regia. Te amé en tiempos y te amé mucho, pero ella siempre estuvo entre los dos.
Me decepcionó ver que trataba generosamente en el testamento a su bastardo, Robert Dudley. Tenía ahora trece años y a mi muerte y a la del hermano de Robert, el conde de Warwick, heredaría una gran fortuna. Recibiría también ciertos beneficios al llegar a los veintiún años, y estaría desahogadamente provisto hasta que llegase a esa edad.
Robert, por supuesto, jamás había negado que aquel chico fuese suyo. Pero como también era de Lady Stafford, creía yo que podrían haberse cuidado de él sobradamente ella y su esposo.
A mí me dejaba Wanstead y tres pequeñas mansiones rurales, entre ellas Drayton Basset, Staffordshire, que acabé convirtiendo en mi hogar. Leicester House era mía, incluyendo las vajillas y joyas que contenía, pero para mi pesar y mi secreta cólera, Kenilworth pasaba a Warwick y a su muerte al bastardo Dudley.
Además, como ya he dicho, Robert estaba mucho más endeudado de lo que había imaginado yo. Debía a la corona veinticinco mil libras. Había sido muy generoso con la Reina, y los regalos que le había hecho a ella eran la causa de gran parte de sus deudas. Yo esperaba que se tendría en cuenta que había muerto a su servicio. Normalmente en tales casos se tenía en cuenta.
Pero, desgraciadamente, ella no tenía intención de ceder ni un ápice respecto a mí. Era su venganza. Había salido de su soledad decidida a que se le pagase hasta la última libra de la deuda. Su odio hacia mí no se había aplacado por la muerte de él.
Declaró que lo que había en Leicester House y en Kenilworth proporcionaría el medio de pagar sus deudas, y que deberían hacerse listas de lo que contenían las mansiones, y que debían hacerse de inmediato para poder sacar lo elegido para la venta.
Fue implacable respecto a mí y yo estaba furiosa; pero nada podía hacer.
Uno a uno, hubieron de venderse los tesoros, todas aquellas cosas que habían sido preciosas para mí gran parte de mi vida.
Lloré furiosa por todo aquello y la maldije en voz baja… pero, como siempre, hube de plegarme a su voluntad.
Aun así, aquellas ventas forzosas no bastaron para cubrir todas las deudas; de cualquier modo, me pareció importante elevar un monumento en su honor en la capilla de Beauchamp. Era de mármol macizo y llevaba su lema Droit et Loyal. Mandé tallar una efigie de él en mármol, con el collar de San Miguel; y a su lado, había un espacio para mí cuando llegase mi hora.
Así murió el gran conde de Leicester. Un año después, me casé con Christopher Blount.