Su carta «me llegó de la Corte, de la que llevo ausente quince días consolando a mi afligida esposa por la pérdida de mi hijito, al que Dios se ha llevado».
Leicester a William Davison.
Su Señoría (Leicester) cambia de esposas y de amantes matando a unas y repudiando a otras…
Los hijos de los adúlteros serán devorados y la semilla del lecho impuro arrancada.
La Regencia de Leicester.
Cuando Robert volvió de los Países Bajos, yo estaba en Leicester House con Dorothy y mi hijo pequeño Robert. Mi hijo mayor, Robert Devereux, conde de Essex, se había doctorado por entonces en Cambridge y había expresado deseos de llevar una vida tranquila, por lo que Lord Burleigh, su tutor, había considerado una excelente idea el que se retirase a una de sus propiedades de Llanfydd, Pembrokeshire, donde podía vivir como un aristócrata rural y dedicarse a sus libros. Yo le veía muy poco por entonces, cosa que no me complacía, pues de todos mis hijos él era el favorito.
Leicester había envejecido perceptiblemente. Tenía el pelo mucho más canoso y la cara mucho más colorada. La Reina tenía razón al reñirle por sus excesos en la mesa. Había superado por completo aquella leve depresión que le había dominado después de descubrirse nuestro matrimonio, cuando había creído, por poco tiempo, perder para siempre el favor regio. Ahora rebosaba confianza.
Entró en la casa donde yo estaba esperando para recibirle y me abrazó declarando que estaba más hermosa que nunca. Me hizo el amor con la necesidad urgente del hombre que se ha abstenido de tal práctica durante largo tiempo, pero le percibí distraído, y supe que mi rival era la Ambición.
Me irritaba un poco que antes de venir a verme hubiese estado con la Reina. Sabía que era necesario, pero los celos me ponían irracional.
No paraba de hablar del futuro, que iba a ser maravilloso.
—La Reina me recibió con gran afecto y me regañó por haber estado fuera demasiado tiempo. Dijo que le parecía que había tomado tal afición a los Países Bajos que me había olvidado de mi patria y de mi buena Reina.
—Y quizás —añadí— de vuestra paciente esposa.
—No os mencionó.
Esto me hizo reír.
—Fue muy amable al no llenaros los oídos de insultos contra mí.
—Oh, eso se le pasará. Os aseguro, Lettice, que en unos cuantos meses, os recibirá otra vez en la Corte.
—Pues yo os aseguro lo contrario.
—Yo trabajaré en ello.
—Trabajo inútil.
—No, la conozco mejor que vos.
—La única manera de que pudieseis obtener su perdón para mí sería abandonándome o librándoos de mí de algún modo. Pero da igual. Al parecer, ha vuelto a aceptaros en su círculo íntimo.
—De eso no hay duda. Y creo, Lettice, que se me abre un gran futuro en los Países Bajos. No podéis imaginaros con qué cortesía me recibieron. Creo que estarían dispuestos a nombrarme Gobernador de las Provincias. Están desesperados y parecen considerarme un salvador.
—Así que, si tuvieseis la oportunidad, abandonaríais a vuestra regia señora… ¡me pregunto qué diría ella a eso!
—Tendría que convencerla.
—Tenéis un gran concepto de vuestras dotes de persuasión, mi señor.
—¿Os gustaría a vos ser la esposa del gobernador?
—Muchísimo… considerando que aquí no se me acepta como Lady Leicester.
—Eso es sólo en la Corte.
—¡Sólo en la Corte! ¿Qué otro lugar hay donde hubiesen de reconocerme?
Me cogió las manos y me miró y sus ojos estaban iluminados con esa pasión que es capaz de encender la ambición.
—Tengo que cuidar del bienestar de nuestra familia —dijo.
—¿No lo habéis hecho ya? Ya habéis situado a vuestros parientes y partidarios en los puestos adecuados del reino.
—Siempre he procurado asegurar mi posición.
—Veis, sin embargo, lo fácilmente que un enfado de la Reina puede desequilibrarla.
—Así es. Por eso tengo que cerciorarme de que mi posición es segura. Pensad en el joven Essex. Es hora de que deje su refugio de Gales y venga a la Corte. Puedo encontrarle un puesto adecuado a su rango.
—A mi hijo parece gustarle el campo, según las cartas que me escribe y las que escribe a Lord Burleigh.
—Tonterías. Tengo un excelente hijastro. Quiero relacionarme de nuevo con él y favorecerle.
—Le escribiré y se lo diré.
—Y en cuanto a nuestro pequeño Robert… tengo planes para él.
—Pero si es un bebé.
—Nunca es demasiado pronto para planear su futuro, os lo aseguro.
Fruncí el ceño. Me inquietaba nuestro hijo. Era delicado, lo que parecía irónico, considerando a su padre y considerándome a mí. Los hijos que había tenido con Walter Devereux eran fuertes y sanos. Parecía una extraña burla del destino que el hijo de Leicester fuese un alfeñique. Le había resultado difícil aprender a andar y yo había descubierto que tenía una pierna algo más corta que la otra y, cuando por fin rompió a andar, lo hizo con una leve cojera. Esta deformidad me hacía amarle más. Deseaba cuidarle y protegerle. Y la idea de prepararle un gran matrimonio me inquietaba.
—¿A quién proponéis para Robert? —pregunté.
—A Arabella Estuardo —contestó Robert.
Me quedé atónita, al ver lo que planeaba. Arabella Estuardo tenía derechos a la sucesión del trono por ser hija de Carlos Estuardo, Conde de Lennox, hermano pequeño del conde de Darnley, que se había casado con María, Reina de Escocia. El conde de Lennox era, por su madre, nieto de Margarita Tudor, hermana de Enrique VIII.
—¿Creéis que tiene posibilidad de ocupar el trono? —dije rápidamente—. ¿Cómo va a poder? James, el de María de Escocia, tiene preferencia.
—Ella nació en suelo inglés —dijo Robert—. James es escocés. El pueblo preferirá una Reina inglesa.
—Vuestra ambición anula vuestro buen sentido —dije, ásperamente, y añadí—: Sois como vuestro padre. Pensó que podía hacer reyes y terminó decapitado.
—No veo razón alguna por la que no deba acordarse el compromiso.
—¿Y creéis que la Reina lo permitiría?
—Creo que si yo se lo propongo…
—Del modo adecuado —sugerí.
—¿Qué os pasa, Lettice? No debéis estar tan resentida por que Isabel no os recibe. Os aseguro que pronto conseguiré que cambie de actitud.
—Al parecer volvéis de los Países Bajos como un héroe triunfante, barriéndolo todo.
—Esperad —dijo—. Tengo otros planes. ¿Qué me decís de Dorothy?
—¡Dorothy! ¿Tenéis un marido de sangre real para ella?
—Eso es exactamente lo que tengo.
—Estoy deseando conocer el nombre del pretendiente que le habéis buscado.
—El joven James de Escocia.
—Robert, no es posible que habléis en serio. Mi hija Dorothy casada con el hijo de la Reina de Escocia.
—¿Y por qué no?
—Me gustaría oír los comentarios de su madre sobre la propuesta.
—No tendrían gran peso, fuesen cuales fuesen. La Reina de Escocia no es más que una prisionera.
—Y los de vuestra regia señora.
—Creo que podría convencer a Isabel. Si James jurase seguir protestante, estaría dispuesta a aceptarle como heredero.
—Y vos, mi señor, como padre suyo, regiríais el reino. Y si él no lograse el trono, siempre quedaría Arabella. Tened cuidado, Robert.
—Siempre lo tengo, en todo.
—Sois realmente como vuestro padre. Aún le recuerdo. Intentaba convertir en rey a vuestro hermano Guildford a través de Lady Juana Grey. Permitidme que os recuerde una vez más que le costó la cabeza. Es peligroso jugar con las coronas.
—*La vida es un juego peligroso, Lettice, así que, ¿por qué no jugar fuerte?
—Pobre Robert. Habéis trabajado mucho. Estuvisteis a punto de conseguir la corona a través de Isabel. Fue un golpe cruel y vergonzoso el que os tuviese tantos años pendiente de ella. Siempre diciendo «Robert, Mis Ojos, mi dulce Robin». Y luego, cuando pensabais que la teníais cogida, se os escapó. Por fin sabéis cómo se juega el juego. Pero no renunciáis, ¿verdad? Lograréis vuestra ambición de modo indirecto, al parecer. Colocaréis en el poder a vuestras marionetas y manejaréis las cuerdas. Robert, sois el hombre más ofensivamente ambicioso que he conocido.
—¿Me tendríais de otro modo?
—Sabéis perfectamente que no os tendría si fueseis distinto a como sois, pero, al mismo tiempo, yo diría: Cuidado. Isabel ha vuelto a concederos su favor, pero es impredecible. Podéis ser su Dulce Robin hoy y Ese Traidor de Leicester mañana.
—Pero ya veis que ella me perdona siempre. Nuestro matrimonio ha sido sin duda un golpe terrible para ella. Y sin embargo, si hubieseis visto qué ternura mostraba conmigo cuando partí hacia los Países Bajos, y luego, a mi regreso…
—Afortunadamente, no tuve que verlo.
—No debéis estar celosa, Lettice. Mi relación con ella no puede compararse con la que vos y yo tenemos.
—No, porque ella os rechazó. Habría sido muy distinto si os hubiese aceptado, ¿verdad? Lo único que os digo es: Cuidado. No creáis que porque os ha dado una palmada en la mejilla y os ha dicho que coméis demasiado, podéis tomaros libertades con nuestra graciosa señora… pues, en tal caso, descubriréis que no es nada graciosa.
—Mi querida Lettice, creo conocerla como nadie.
—Así habría de ser. Os conocéis desde hace mucho. Pero quizá la adulación de que habéis sido objeto allá en los Países Bajos os haya hecho consideraros algo más glorioso de lo que en verdad sois. Robert, estáis pisando terreno peligroso, y os repito que lo único que os pido, como vuestra humilde esposa, es que tengáis cuidado.
Esto no le gustó mucho. Él habría deseado que yo aplaudiese sus planes y mostrase una fe ciega en su capacidad para conseguir lo que deseaba. No se daba cuenta de que yo estaba cambiando respecto a él y de lo mucho que me afectaba mi expulsión de la Corte mientras a él se le recibía allí con honores y parecía satisfecho de que así fuese.
Pero ni siquiera su nuevo favor ante la Corte le salvó de la cólera de la Reina cuando se enteró de sus proyectos. Le mandó llamar y le reprendió con firmeza. Él me lo explicó… y también otros. Le dijo claramente que consideraba ambos proyectos matrimoniales inadmisibles… simplemente por el hecho de que se trataba de hijos míos.
—No creáis —había gritado, para que muchos pudiesen oírla— que voy a permitir que la Loba alcance gloria por mediación de sus crías.
Era, pues, evidente que no iba a perdonarme. No iba a regresar próximamente a la Corte, desde luego.
Retenía a Robert a su lado el máximo de tiempo posible. Estaba decidida a mostrarme, no me cabía duda, que aunque yo me había apuntado una victoria temporal al casarme con él, la victoria final sería suya.
Aunque no me recibiesen en la Corte, yo estaba decidida a hacer visible mi presencia por todo el país. Empecé introduciendo tal magnificencia en nuestras mansiones que la gente empezó a decir que la Corte era pobre, en comparación. Puse a trabajar a costureras con los materiales más bellos disponibles, y mis vestidos pasaron a ser tan majestuosos como los del amplio guardarropa de la Reina. Vestí a mis lacayos de terciopelo negro con bordados de plata, y recorrí Londres en un coche tirado por cuatro caballos blancos. Cuando viajaba, mi séquito era de cincuenta personas o más. Y siempre cabalgaba delante de mí un grupo de caballeros para despejar el camino a mi carruaje. La gente solía salir corriendo de las casas para ver la cabalgata, pensando que era la Reina quien pasaba.
Yo les sonreía amablemente, como si en verdad fuese la Reina, y ellos me miraban asombrados.
A veces, oía un sobrecogido susurro:
—¡Es la condesa de Leicester!
Estas excursiones me producían gran satisfacción. Sólo lamentaba el que la Reina no pudiese verme. Pero me consolaba sabiendo que la noticia se abriría paso muy deprisa hasta mi rival.
En enero la Reina nombró caballero a Philip Sidney, lo cual mostraba que la familia volvía a gozar de su favor. Lo absurdo era que yo fuese el único miembro de la familia que debía seguir reducida al ostracismo. Mi resentimiento aumentaba.
Robert me dijo que sir Francis Walsingham deseaba casar a su hija con Philip. A él le parecía una idea excelente, pues era hora de que Philip se casase. Aún seguía escribiendo poemas en honor de la belleza de Penélope y sobre su desesperada pasión por ella, pero como Robert me indicó (y en esto estaba de acuerdo con él) Philip no era un hombre apasionado que necesitase una satisfacción física. Era un poeta, un amante de las artes, y para él una aventura amorosa plasmada en verso sería más satisfactoria y romántica que la que llegase a su fin natural. Penélope disfrutaba, como es natural, viéndose adorada en verso, pero al mismo tiempo estaba viviendo con Lord Rich, y, aunque no podía decirse que fuese un matrimonio feliz, al menos le estaba dando hijos.
En consecuencia, las familias pensaron que un enlace entre Frances Walsingham y Philip era algo positivo. Frances era una muchacha hermosa y si Philip era temporalmente tibio e indiferente, cambiaría sin duda una vez casado.
Ante mi sorpresa, Philip permitió que se iniciasen conversaciones y que se estableciesen acuerdos.
Dorothy se sintió muy alterada cuando llegó a sus oídos la propuesta de Robert de casarla con James de Escocia. Me dijo que nada del mundo la hubiera inducido a hacer tal cosa, aunque la Reina lo hubiese aceptado.
—Tengo entendido que es una persona de lo más desagradable —dijo—. Sucio y arrogante. Vuestro esposo, señora, es demasiado ambicioso.
—No tienes por qué preocuparte —contesté—. Ese matrimonio jamás se celebrará. ¡Si llegásemos a una cosa así, la Reina nos encerraría en la Torre a vos, a mí y a vuestro padrastro!
Se echó a reír.
—Ella os odia —dijo—. Y comprendo por qué.
—También yo —contesté.
Me miró con admiración.
—Jamás envejecéis —me dijo.
Me emocionó oír tales palabras de una hija joven y muy crítica, pues constituían realmente una alabanza.
—Supongo que es porque vivís una vida emocionante.
—¿Es emocionante mi vida? —pregunté.
—Por supuesto. Os casasteis con mi padre y luego, tomasteis a Robert, al que se suponía casado con Douglass Sheffield, y ahora la Reina os odia y vos no hacéis el menor caso y vivís tan regiamente como ella.
—Nadie podría hacer eso.
—Bueno, de cualquier modo, vos sois más bella.
—No todos están de acuerdo con eso.
Todos estarían de acuerdo conmigo… aunque quizá no lo admitiesen. Yo pienso vivir como vos. Me burlaré del destino, y si vuestro marido trae al Rey de Francia o el de España a casarse conmigo, le contestaré fugándome con el hombre al que elija.
—Esos dos reyes ya están casados, y si no lo estuviesen no se casarían con vos, desde luego, así que por eso no tenéis que preocuparos.
Me besó y dijo que la vida era emocionante y que qué maravilloso debía ser. Penélope… casada con un ogro mientras el joven más apuesto de la Corte le escribía odas de amor que todo el mundo leía y comentaba que eran obras de arte que la inmortalizarían.
—Creo que la forma de gozar de la vida es vivirla con alegría.
—Quizá tengáis un poco de razón en eso —acepté.
Debería haberme dado cuenta, supongo. Dorothy tenía dieciséis años y era romántica, pero yo aún seguía considerándola una niña. Además, estaba tan inmersa en mis propios asuntos que jamás se me ocurrió considerar lo de mi hija.
Cuando Sir Henry Cock y su esposa la invitaron a pasar unas semanas con ellos en Broxbourne, me pareció buena idea dejarla ir, y allá se fue muy contenta.
Poco después de haberse ido, vino Robert de Greenwich a Leicester House, y era evidente por su actitud que había sucedido algo desagradable. La Reina estaba furiosa. Había descubierto que Philip Sidney estaba prometido a Francés Walsingham sin que se hubiese solicitado su permiso. Estaba muy enojada con ambas partes, y como Philip era sobrino de Robert, y era público que Robert se tomaba gran interés por los asuntos de familia, la Reina pensó que le había ocultado deliberadamente la cuestión.
Robert explicó que no había considerado que aquel asunto fuera lo bastante importante como para molestarla.
—¡No es bastante importante! —había gritado ella—. ¡No he mostrado yo acaso mi favor a ese joven! Este año, sin ir más lejos, le hice caballero… ¡y él considera adecuado comprometerse con la hija de Walsingham sin decirme nada!
Llegó Walsingham bastante humildemente y cuando se aplacó la cólera de la Reina le permitieron explicar que tampoco él creía lo bastante importante a su familia como para merecer el interés de la Reina.
—¡Que no es bastante importante! —gritó la Reina—. Deberíais saber que todos mis súbditos son importantes para mí. Vos, mi Moro, tanto como cualquier otro.
El mismo mote utilizado era un reproche, pues con su pasión por los sobrenombres, la Reina le había llamado Moro por lo oscuras que tenía las cejas.
—Sabéis perfectamente —»añadió— que vuestra familia me preocupa, y quisisteis engañarme. Ganas me dan de negar el permiso para que esos dos se casen. Mostró su disgusto unos cuantos días, hasta que por fin cedió, llamó a la joven pareja, les dio su bendición y prometió ser madrina de su primer hijo.
Por entonces, murió uno de los enemigos más peligrosos de Robert: Thomas Radcliffe, conde de Sussex. Llevaba enfermo mucho tiempo, lo que, para satisfacción de Robert, había significado una larga ausencia de la Corte. Sussex había servido fielmente a la Reina, según él mismo proclamaba, y no permitía {aunque fuese contra el deseo de ella) que nada se interpusiese en el camino de su adoración. Jamás se había recuperado de las penalidades sufridas durante la rebelión del Norte, en que había ayudado a aplastar a los enemigos de la Reina. Tenía clara conciencia de la ambición de Robert y, según mi criterio, le preocupaba realmente hasta dónde esta ambición podría conducirle y conducir a la Reina, Él y Robert habían estado a punto de llegar a las manos en presencia de Isabel y se llamaron mutuamente traidores a Su Majestad. A ella le molestaba profundamente ver enfrentados a los que amaba; tenía miedo siempre de que sufriesen daño; por lo que había ordenado que los guardias les sacasen fuera y que permaneciesen en sus aposentos hasta que se calmasen los ánimos.
Sin embargo, había sido Sussex quien la había advertido que no enviase a Robert a la Torre cuando se hizo público nuestro matrimonio. En su cólera, ella lo habría hecho, pero Sussex se había dado cuenta de lo peligrosa que sería una acción tal y del daño que habría hecho a la Reina. Como había dicho Robert, Sussex se habría sentido muy satisfecho viéndole preso en la Torre, por lo que parecía bastante verosímil la afirmación del duque de que su propósito era hacer lo que fuese mejor para la Reina.
Ahora estaba en su lecho de muerte, e Isabel fue a verle a su casa de Bermondsey, donde se sentó al borde de su lecho y fue muy tierna con él. Lloró su muerte, pues sentía profundamente la pérdida de los hombres a los que había ligado a ella firmemente.
Estaba muy preocupado, le dijo antes de morir, porque aún había muchas cosas que podía hacer por ella. Ella le dijo que descansase en paz. Nadie podría haberla servido mejor y quería que supiese que aunque había sido dura con él, jamás había disminuido su afecto porque siempre había sabido, aun cuando más la irritase, que era por su bien.
—Señora —dijo él—. Temo dejaros.
A lo cual ella se echó a reír y dijo que tenía un gran concepto de sí mismo, y que también ella lo tenía de sí y que por eso creía que podía enfrentarse perfectamente a cualquier adversidad que le aconteciese. Sabía que estaba advirtiéndola contra Robert, cuya ambición, como él había dicho muchas veces, no se detendría ante nada.
Había varias personas en el lecho de muerte de Sussex para informar que sus últimas palabras a los presentes habían sido: «Voy ya pasar ahora a mejor vida, y he de dejaros entregados a vuestro destino y a la voluntad de la Reina. Pero cuidado con el gitano, pues será implacable con todos vosotros. No conocéis a la bestia como yo la conozco.»Por supuesto, se refería a Robert.
Isabel lloró a Sussex y declaró una y otra vez que había perdido un fiel súbdito; pero no hizo caso de su advertencia sobre «el gitano».
Un día llegó a Leicester House Sir Henry Cock muy preocupado. Me asusté mucho, pues supuse que le habría pasado algo a mi hija.
Y así era. Al parecer, Thomas Perrot, el hijo de Sir John Perrot, estaba también en Broxbourne, y él y mi hija habían entablado una relación romántica. El vicario de Broxbourne había ido a contarle a Sir Henry una insólita historia. Dos desconocidos, dos hombres, habían ido a verle y le habían pedido las llaves de la iglesia. Naturalmente, se las negó; se fueron, y al cabo de un rato el vicario se sintió inquieto y fue a la iglesia a ver si todo estaba en orden. Se encontró con que habían forzado la puerta y que se estaba celebrando una boda. Actuaba como sacerdote uno de los dos hombres que habían ido a pedirle las llaves. El vicario les dijo entonces que no podían celebrar una boda en su iglesia, pues sólo él estaba titulado para hacerlo. Uno de los hombres, que se dio cuenta luego de que era Thomas Perrot, le pidió entonces que les casara. El vicario se negó a ello y el desconocido siguió con la ceremonia.
—El hecho es —dijo Sir Henry —que la joven en cuestión era vuestra hija, Lady Dorothy Devereux, y que ahora es la esposa de Thomas Perrot.
Me quedé atónita, pero como se trataba del tipo de aventura que yo habría emprendido, no me sentía con fuerzas de reprochárselo a mi hija. Sin duda estaba enamorada de Perrot y había decidido casarse con él, por lo que di las gracias a Sir Henry y le dije que si el matrimonio era legítimo (y sería de vital importancia cerciorarse), nada podíamos hacer.
Cuando Robert se enteró de lo sucedido, al principio se enojó. Dorothy le había parecido un excelente valor de cambio. ¿Quién sabe qué otros pretendientes habría imaginado para ella? El hecho de que James de Escocia ya no fuese un candidato posible no se lo habría impedido, desde luego. Y ahora ella se había excluido por iniciativa propia al casarse con Perrot.
El matrimonio parecía legítimo, así que poco después llegaron a Leicester House Dorothy y su marido.
Ella irradiaba felicidad y lo mismo su esposo, y, por supuesto, Robert estuvo encantador con ambos. Prometió hacer lo posible en su favor. Robert, como siempre, se portó como un devoto padre de familia.
Era hacia finales del año 1583 y, por desgracia, yo no tenía idea de la tragedia que nos traería el nuevo año. Robert y yo habíamos procurado siempre ocultar la inquietud que sentíamos por nuestro hijito, diciéndonos mutuamente que muchos niños eran delicados en la infancia y luego superaban esa condición en la pubertad.
Era un muchachito inteligente, de modales suaves. Desde luego, no se parecía a su padre ni a su madre. Adoraba a Robert que, cuando estaba en casa, iba siempre a hacer una visita al cuarto del niño. Recuerdo verle llevándole en brazos y recuerdo que el pequeño Robert gritaba, satisfecho y aterrado, cuando le lanzaba al aire, y cuando le dejaba pedía más.
Nos quería mucho a los dos. Creo que éramos como dioses para él. Le gustaba verme en mi carruaje tirado por cuatro caballos blancos, y su recuerdo, sus manitas acariciando uno de los adornos de mi vestido, me acompañará toda la vida.
Leicester estaba constantemente haciendo planes de grandes matrimonios y no habría abandonado la idea de Anabella Estuardo aunque la Reina hubiese rechazado tal propuesta.
Tras la muerte de Sussex, Robert parecía más unido que nunca a la Reina. Yo sabía que uno de los placeres que ella experimentaba teniéndole constantemente a su lado era el hecho de que me privaba a mí de su compañía. Tú puedes ser su esposa, venía a decirme, pero yo soy su Reina.
Era amorosísima con él. Él era sus Ojos queridos y su Dulce Robin. Y se irritaba si estaba ausente de su lado mucho tiempo. La advertencia de Sussex no le había conmovido lo más mínimo. En la Corte se decía que nadie ocuparía jamás el puesto que él ocupaba en el favor real, pues si ese favor había podido sobrevivir a su matrimonio conmigo, podría sobrevivir a cualquier cosa.
Desgraciadamente, su odio por mí no parecía aplacarse. Yo oía decir con frecuencia que era imprudente mencionar mi nombre en su presencia y que en las ocasiones en que hablaba de mí me citaba siempre como esa Loba. Había decidido, sin duda, aceptar a mis crías, por otra parte, pues recibía en la Corte tanto a Penélope como a Dorothy.
Al aproximarse el fin de año, llegaba el momento de preparar los regalos de Año Nuevo a la Reina. Robert había procurado siempre superar cada año el regalo del anterior. Yo le ayudaba a escogerlo, y ese año fue una gran escudilla de piedra verde oscura con dos manillas majestuosas doradas que \ abrazaban como serpientes de oro. Era muy impresionante. Luego descubrí que Robert tenía otro regalo para ella: un collar de diamantes. Le había regalado joyas en varias ocasiones, pero nunca algo tan ostentoso como aquello. Sentí una ira sorda al ver que estaba adornado con «nudos de amante», y creo que lo habría destrozado si hubiese podido.
Me sorprendió con él en las manos.
—Para aplacar a Su Majestad —dijo.
—¿Os referís a los «nudos de amante»?
—Eso es sólo un diseño. Me refiero a los diamantes.
—Considero el diseño muy atrevido, pero estoy segura de que la Reina lo aprobará.
—Le encantará, sin duda.
—Y os pedirá que se lo colguéis al cuello, supongo.
—Solicitaré ese honor.
Debió percibir mi estado de ánimo porque añadió, rápidamente:
—Quizá si se suavizase lo suficiente, podría pedirle algo de la mayor importancia.
—¿Qué?
—Que os recibiese a vos en la Corte.
—No la complaceríais pidiéndole tal favor.
—Pues, sin embargo, me propongo hacer todo lo posible por conseguirlo.
Le miré cínicamente y dije:
—Si yo estuviese allí, vuestra posición sería difícil, Robert. Tendríais que hacer de amante de dos mujeres… y las dos de carácter impredecible.
—Vamos, Lettice, seamos razonables. Vos sabéis muy bien que tengo que aplacarla. Sabéis que tengo que estar a su servicio. Pero eso no cambia nada entre nosotros.
—Claro que cambia. Significa que apenas veo a mi esposo porque está constantemente bailando alrededor de otra mujer.
—Cambiará de actitud.
—No veo la menor señal de ello.
—Dejadlo de mi cuenta.
Se mostraba gentil y confiado cuando se fue a poner los «nudos de amante» alrededor del cuello regio, mientras yo me preguntaba cuánto tiempo se pretendía que yo soportase aquello. Había habido un tiempo en el que se me había reconocido como la mujer más bella de la Corte; y la razón de que ahora no se me reconociese como tal no era que se hubiesen marchitado mis encantos, sino, sencillamente, que no estaba allí. Recibíamos, desde luego, en Leicester House, Kenilworth, Wanstead y las otras residencias más pequeñas que teníamos, y entonces yo me sentía en mi propio terreno, pero era como si siempre que yo gozaba de mi papel de esposa del hombre más influyente de Inglaterra, la Reina decidiese visitar al conde de Leicester y eso significaba que debía desaparecer la esposa de Leicester.
Empezaba a agotárseme la paciencia. Robert seguía siendo mi esposo amado (cuando estaba conmigo) y yo procuraba asegurar que no hubiese otra mujer en su vida… aparte de la Reina. No sé si se debía a un debilitamiento del deseo por su madurez, a la satisfacción que yo le proporcionaba o al miedo de provocar la cólera de la Reina, no sabría decirlo; pero fuese Robert lo que fuese, él era el hombre de la Reina, y esto era algo que ella jamás iba a permitirnos olvidar.
Él podría estar satisfecho con su fortuna en ascenso, pero desde luego yo no lo estaba con la mía, en evidente declive.
En mi frustración por verme excluida, había cedido a una extravagancia aún más disparatada. Llevaba vestidos aún más ostentosos y resplandecientes cuando salía, y aumenté la envergadura de mi séquito. Cuando paseaba por las calles la gente se quedaba aún más impresionada que antes, y una vez oí murmurar: «Es una dama superior a la propia Reina». Y esto me satisfizo mucho… pero sólo temporalmente.
¿Iba yo, Lettice, condesa de Leicester, a permitir que me marginaran simplemente porque otra mujer estuviese celosa de mí hasta el punto de no poder soportar siquiera que se mencionase mi nombre en su presencia? No era propio de mi carácter aceptarlo. Algo tenía que suceder.
Yo era considerablemente más joven que Leicester, considerablemente más joven que la Reina. Ellos quizá pudiesen estar satisfechos con la situación, pero yo no.
Empecé a mirar a mi alrededor y descubrí que en nuestra propia casa había hombres atractivos. Pude comprobar que no había perdido ninguno de mis encantos por las miradas furtivas que me dirigían… aunque ninguno, por temor a la terrible cólera de Leicester, se atreviese a declarar sus sentimientos…
Naturalmente, esta situación no podía prolongarse de modo indefinido.
En mayo de aquel año llegaron a Inglaterra noticias de la muerte del duque de Anjou. Se habló de que le habían envenenado, como siempre que moría alguien importante, y corría también el rumor de que los espías de Robert eran los responsables, a causa de que éste temía que la Reina pudiese casarse con el duque. Esto era absurdo, y hasta los enemigos de Robert le prestaron escaso crédito. Era notorio que el principito rana de la Reina había sido un pobre ejemplar de humanidad: enano, picado de viruelas, se había entregado inmoderadamente a los placeres de los sentidos y, sin duda, su frágil constitución se había resentido de ello.
La Reina se afligió mucho por la noticia y lloró su pérdida. Era el único hombre con el que ella se habría casado, declaró, pero nadie la creyó. Yo no estaba segura de si se estaba engañando a sí misma y obligándose a pensar que podía haberse casado con él; el pensarlo ahora, dadas las circunstancias, no planteaba problema alguno, ya que estaba muerto. Resultaba difícil entender cómo ella, que tanta claridad revelaba en cuestiones de estado, tuviese aquella extraña obsesión con el matrimonio. Pienso que quizá la hubiese suavizado de algún modo el permitirse a sí misma creer que si el duque de Anjou no hubiera muerto, podría haberse casado con él. Necesitaba ahora a Leicester cerca de sí, para que un amante compensara la pérdida de otro.
A la muerte del duque de Anjou siguió la del príncipe de Orange, esperanza de los Países Bajos, asesinado por un fanático incitado por los jesuitas. Hubo mucho sentimiento en todo el país, y la Reina estaba constantemente reunida con sus ministros, lo que significaba que yo apenas veía a mi marido.
Cuando me hizo una breve visita, me dijo que la Reina no sólo estaba preocupada por lo que ocurría en los Países Bajos, sino que el éxito de los españoles le hacía temer mucho a María, Reina de Escocia. Desde que aquella Reina era prisionera de la nuestra, había habido alarmas. Se organizaban constantemente conjuras y complots para rescatarla y reinstaurarla en el trono. Robert me dijo que Isabel había recibido una y otra vez el consejo de librarse de ella, pero que como creía que la realeza era divina, por muchas molestias que le causase María de Escocia, aún seguía siendo Reina y además Reina coronada. No podía haber duda de su legitimidad y de su derecho a la corona, lo cual la hacía una enemiga aún más terrible. Isabel explicó en una ocasión a Robert que estaba preparada para morir en cualquier momento porque no había vida más amenazada que la suya.
La Corte estaba en Nonsuch y yo estaba en Wanstead cuando la salud de mi hijito empeoró bruscamente. Llamé a los médicos y la gravedad de sus comentarios me sumió en la más profunda desesperación.
Mi hijo pequeño padecía unos ataques que le dejaban muy débil y durante todo aquel año yo no me había atrevido a dejarle solo con las doncellas. Mi presencia parecía consolarle mucho y se entristecía tanto cuando yo hacía ademán de irme, que no podía dejarle.
El calor de julio era agobiante y sentada al borde de su lecho pensaba yo en mi amor por su padre (del cual él era fruto) y en lo importante que Robert había sido en tiempos para mí, dominando mi vida. Había creído entonces que el afecto que había entre nosotros duraría siempre, e incluso allí, entonces, sabía que jamás me libraría del todo de él. Si hubiésemos podido vivir juntos sin que la sombra de la Reina se interpusiese entre ambos, creo que la nuestra habría sido la mayor historia de amor de nuestro tiempo. Pero ella estaba allí, desgraciadamente. Había un trío donde debería haber habido una pareja. La Reina y Robert, pensaba yo, eran dos personalidades excepcionales; y quizá yo también lo fuera. Ninguno prescindiría de su orgullo ni de su ambición ni de la estimación que por sí mismo sentía, o lo que fuese. Si yo hubiese podido ser la esposa devota y sumisa que podría haber sido Douglass Sheffield, todo habría resultado más fácil. Me habría contentado con permanecer en la sombra y dejar que mi esposo sirviese a la Reina, le brindase la adulación que ella exigía y aceptase esto como algo necesario para su carrera.
Yo jamás podría hacerlo; y sabía que, tarde o temprano, esto se haría patente.
Y ahora, al estar en peligro nuestro hijo, sentía que cuando muriese (pues eso me temía) el lazo que me ligaba a Robert Dudley se debilitaría.
Envié un mensajero a la Corte a decirle a Robert lo grave que estaba su hijo y él vino de inmediato.
Cuando le recibí en el vestíbulo, no pude evitar decir:
—Vaya, has venido. Ha aceptado prescindir de ti.
—Habría venido aunque se hubiese opuesto —contestó—•. Pero está muy preocupada. ¿Cómo está el niño?
—Muy enfermo, me temo.
Fuimos a ver a nuestro hijo.
Allí estaba tendido en su lecho, pálido y pequeño, entre la magnificencia de que yo le había rodeado. Nos arrodillamos a su lado y Robert tomó una de sus manos y yo la otra, y le aseguramos que estaríamos con él mientras así lo desease. Esto hizo que sonriera y la presión de aquellos deditos cálidos en mi mano me llenó de tal emoción que apenas podía soportarlo.
Murió pacíficamente, ante nuestros ojos, y nuestro dolor fue tan intenso que no podíamos más que abrazarnos y mezclar nuestras lágrimas. No éramos, en aquel momento, los ambiciosos Leicester… éramos sólo padres afligidos y desdichados.
Le enterramos en Warwick, en la capilla de Beauchamp, e hicimos levantar una estatua yacente en su tumba con una larga túnica; la lápida le describía como el «noble impecable» y explicaba quién fue, y la fecha de su muerte en Wanstead.
La Reina mandó buscar a Robert y declaró que estaba decidida a consolarle. Lloró por el niño fallecido y dijo que el dolor de Robert era también suyo. Pero su simpatía no se extendió a la madre del niño. No me hizo llegar ni una palabra suya. Y yo era aún la desterrada.
Fue aquel un año de desastres, pues no mucho después de la muerte de mi hijo, apareció un folleto de lo más vil y despreciable.
Lo encontré en mi dormitorio de Leicester House, donde alguien debió colocarlo intencionadamente para que yo lo viera. Fui la primera en enterarme, pero al poco tiempo toda la Corte y el país hablaba de ello.
El blanco era Leicester. ¡Cómo le odiaban! Jamás hubo hombre que despertase tal envidia. Disfrutaba de nuevo del favor de la Reina y parecía que nadie podría desplazarle jamás. El afecto que la Reina sentía por él era tan firme como su corona. Robert parecía el hombre más rico del país. Gastaba liberalmente y a menudo tenía problemas de dinero, pero eso sólo significaba que había gastado, de momento, más de lo que podía permitirse. Estaba siempre junto a la Reina cuando ésta tomaba decisiones importantes y, según algunos, era Rey en todo salvo en el nombre.
Así que le envidiaban y su odio era un odio ponzoñoso.
Examiné el librito, titulado «Copia de una carta escrita por un maestro de arte de Cambridge».
En la primera página distinguí el nombre de mi esposo.
«Ya sabéis que el Oso ama sobre todo su barriga…», leí, y advertí enseguida que el Oso era Robert.
Seguía un resumen de su relación con la Reina. Me pregunté qué diría ella si lo leía alguna vez. Y luego… sus crímenes. Naturalmente, uno de los puntos más destacados era la muerte de Amy Robsart. Según el folleto, Robert había contratado a un tal Sir Richard Verney para asesinarla, y despejar el camino para que él y la Reina pudiesen casarse.
Se mencionaba también al marido de Douglass Sheffield, diciendo que Leicester le había envenenado, aunque se hubiese dicho que había muerto de un catarro que le había bloqueado la respiración. Yo sabía qué vendría después, pues no podía esperar verme al margen del libelo: allí estaba. Leicester había tenido relaciones conmigo cuando mi esposo aún vivía, y al quedar yo embarazada habíamos destruido al hijo y después él había asesinado a mi marido. Daba la sensación de que todo el que había muerto misteriosamente había sido envenenado por él. Hasta el cardenal de Chátillon se decía que había sido víctima suya, porque amenazó con revelar que Leicester había impedido el matrimonio de Isabel con el duque de Anjou.
Se mencionaba también al doctor Julio, el médico de Robert, como el individuo que, por su amplio conocimiento de los venenos, había ayudado a Leicester a llevar a cabo sus malvados designios.
Me quedé atónita. Lo leí una y otra vez. Gran parte de aquel librito podía ser cierto, pero quedaba invalidado por las acusaciones y exageraciones absurdas. Era un golpe contra Leicester, y la forma en que su nombre se ligaba al de la Reina creaba una situación desagradabilísima.
Al cabo de unos días, el panfleto, que había sido impreso en Amberes, circulaba por todo Londres y por todo el país. Todo el mundo hablaba de lo que pasó a llamarse la Regencia de Leicester.
Philip Sidney llegó a Leicester House a caballo. Estaba furioso y declaró que iba a escribir una respuesta en defensa de su tío. La Reina hizo que el Consejo decretara la prohibición del folleto, y declaró que por lo que ella sabía, el contenido del libro era totalmente falso; pero no era tan fácil hacer desaparecer el libro. La gente estaba dispuesta a arriesgarse para hacerse con él. Era más interesante, de cualquier modo, que la respuesta, maravillosamente escrita, de Philip, en la que éste pedía al individuo que había escrito aquel ignominioso ataque al conde de Leicester, que diese la cara, aunque añadía que estaba seguro de que nunca se atrevería a hablar en su propio nombre por tratarse de un falsario y un calumniador. Añadía que por la rama de su padre pertenecía a una familia noble y distinguida, pero que su principal honor era ser un Dudley.
Fue inútil. El panfleto tuvo gran difusión; y todas las murmuraciones que en el pasado se habían difundido subrepticiamente, se difundían ahora en letra impresa… con el añadido de algunas calumnias más.
No podía haber duda alguna de que al finalizar aquel trágico año, Robert era el hombre de quien más se hablaba en Inglaterra.