Mi Señor de Leicester sigue muy próximo a Su Majestad, y ella le muestra el mismo gran afecto de siempre… Hay dos hermanas ahora en la Corte que están muy enamoradas de él, y, al parecer, desde hace tiempo: Lady Sheffield y Frances Howard. Al parecer, rivalizan entre sí por su amor y la Reina no piensa nada bien de ellas ni mejor de él. Por este motivo hay espías vigilándole.
Gilbert Talbot a su padre,
Lord Shrewsbury.
Mi hijo había cambiado la casa. Sus hermanas le idolatraban y toda la servidumbre le adoraba. Su padre estaba extraordinariamente orgulloso de él y, lo más extraño de todo, yo no deseaba por entonces más que cuidarme de él. No quería dejárselo a las sirvientas porque no podía soportar la idea de que me arrebatasen su afecto.
Walter tenía por entonces muchas razones para estar muy satisfecho de su matrimonio. Yo pensaba a veces en Robert Dudley con nostalgia, pero, al estar separada de él, podía contemplar la realidad de los hechos cara a cara.
Y esa realidad no era muy agradable para una mujer tan orgullosa como yo.
Robert Dudley me había hecho su amante temporal porque había perdido el favor de la Reina, y en cuanto ella le había hecho una seña había dicho: «Adiós, Lettice, no es prudente que volvamos a vernos.»Mi orgullo era tan fuerte como mis necesidades físicas. Pretendía olvidar el episodio. Mi familia (y sobre todo mi adorado hijo) me ayudarían a lograrlo. Me entregué al gobierno de mi hogar, y durante un tiempo me convertí en esposa modelo. Pasaba horas en mi destilatorio. Cultivaba una variedad de hierbas que mis sirvientes utilizaban para sazonar los alimentos y yo probaba constantemente cosas nuevas. Hice perfumes con espliego, rosas y jacintos. Descubrí nuevos medios de mezclar flores silvestres con juncos y utilicé muchas veces ulmaria, que la Reina había puesto de moda porque una vez dijo que le recordaba el campo. Encargué ropas finas (brocados, terciopelo y gorgorán) que dejaron boquiabiertas a mis criadas, acostumbradas como estaban al fustán y la carisea. Mi modista era buena, pero por supuesto incapaz de captar la moda refinada de la Corte. ¡Daba igual! Yo era una reina aquí y la gente hablaba de mí, de mi elegancia, de mi mesa, de los vinos con que obsequiaba a mis invitados: moscatel, malvasía y los vinos italianos que yo mezclaba con mis propias especias. Cuando llegaban visitas de la Corte procuraba impresionarles. Quería que volviesen y hablasen de mí y que él pudiese saber que era capaz de vivir muy a gusto sin él.
En esta atmósfera doméstica, era natural que volviese a quedar embarazada. A los dos años del nacimiento de Robert, tuve otro hijo y esta vez consideré justo ponerle el nombre de su padre. Así que le llamé Walter.
Durante esos años, sucedieron en el mundo exterior acontecimientos memorables. Darnley, el marido de María, Reina de Escocia, había muerto misteriosamente en una casa de Kirk o Field, en los arrabales de Edimburgo. La casa había sido volada con una carga de pólvora, con la intención evidente de eliminar a Darnley, pero el desdichado debió sospechar algo e intentó escapar antes de la explosión. No llegó muy lejos. Le encontraron en el jardín de la casa: muerto pero sin que le hubiese afectado la explosión, y, como el cadáver no tenía ninguna señal de violencia, se supuso que le habían ahogado colocándole un paño húmedo sobre la boca. Era claramente un caso de asesinato. Dado que María estaba profundamente enamorada del conde de Bothwell (y odiaba a su esposo Darnley) y Bothwell se había divorciado de su esposa, resultaba evidente quién estaba detrás de aquel asesinato.
Debo confesar que cuando llegó a Chartley la noticia de lo ocurrido, sentí grandes deseos de estar en la Corte para poder conocer directamente la reacción de Isabel. Me imaginaba el horror que manifestaría y la alegría que sentiría en el fondo por la situación en que se había colocado la Reina de Escocia. Al mismo tiempo, quizás estuviese algo inquieta. La gente sin duda recordaría un caso similar en que ella se había visto cuando la mujer de Robert Dudley había aparecido muerta al pie de aquella escalera en Cumnor Place.
Si la Reina de Escocia se casaba con Bothwell, su trono se vería sin duda amenazado. Se daría por supuesto que había sido cómplice en el asesinato. Además, su posición no era en modo alguno tan firme como la de Isabel. Recuerdo que no podía dejar de sonreír al pensar en el coro de adulaciones que se elevaba cada vez que aparecía la Reina, e incluso hombres como Cecil y Bacon parecían considerarla divina. Pensaba yo a veces que ella insistía en esto en parte porque no podía olvidar la existencia de la Reina de Escocia que, según le decía el sentido común, era más bella de lo que ella pudiera ser nunca, pese a su pelo postizo, sus afeites y coloretes y sus adornos relumbrantes.
Después de esto, los acontecimientos se sucedieron muy deprisa. Al principio, cuando me enteré de que María se había casado de inmediato con Bothwell no podía creerlo. ¡Qué mujer tan necia! ¿Cómo no había tenido en cuenta el ejemplo de nuestra astuta y prudente Isabel, cuando se vio envuelta en algo parecido? María había proclamado su culpabilidad ante el mundo; y aunque no hubiese participado en el asesinato de Darnley, con sus actos demostraba claramente que eran ciertos los rumores de que Bothwell había sido su amante en vida de Darnley.
Poco después, llegó la noticia de la derrota en Carberry Hill. Esto me inquietó. Deseaba estar en la Corte, ver aquellos grandes ojos pardos que tanto expresaban y tanto ocultaban. Estaría furiosa ante aquella ofensa a la realeza. Ella, con sus raíces Tudor bastante oscuras, insistía siempre en los honores obligados que había que rendir a la sangre real. Tenía que deplorar sin duda el hecho de que se condujese a una Reina por las calles de Edimburgo en un jumento con una enagua roja de tendera mientras la chusma gritaba «puta y asesina» detrás de ella. Pero al mismo tiempo, debía recordar que María había osado llamarse Reina de Inglaterra y que aún había en el país algunos católicos dispuestos a arriesgar muchas cosas (incluyendo sus vidas) por ver en el trono a María y por una vuelta al catolicismo.
No, Isabel jamás olvidaría que aquella mujer estúpida del otro lado de la frontera era una seria amenaza para una Corona que consideraba tan básicamente suya que no estaba dispuesta a compartir ni siquiera con el hombre al que amaba.
¿Y Robert? ¿Qué estaría pensando él? Aquélla era la mujer a la que había sido ofrecido en matrimonio y que había aludido a él despectivamente como «caballerizo de la Reina». Estaba segura de que era tan orgulloso que no podía por menos de experimentar cierta satisfacción al verla caer tan bajo.
Siguió luego la derrota, la captura y el encierro en Lochleven, la huida de allí y luego otra desastrosa y definitiva derrota en Langside y (locura de locuras) María fue tan ilusa como para pensar que podría ayudarle «su querida hermana de Inglaterra».
Me imaginé la emoción de aquella querida hermana ante la perspectiva de que su mayor rival se entregase, por propia y libre voluntad, en sus manos.
Poco después de la llegada de María a Inglaterra, nos visitó mi padre. Estaba a un tiempo satisfecho y preocupado, y cuando me enteré de la razón de su visita entendí muy bien el motivo.
La Reina y Sir William Cecil le habían llamado y le habían comunicado que tenían una misión para él.
«Es una prueba de mi confianza y mi fe en ti, primo», explicó muy satisfecho que le había dicho la Reina; y luego continuó:
—Seré el guardián de la Reina de Escocia. He de ir al castillo de Carlisle, donde Lord Scrope me ayudará en esta tarea.
Walter dijo que era una misión difícil.
—¿Por qué? —pregunté—. La Reina sólo se la encomendaría a alguien en quien tuviese plena confianza.
—Así es —aceptó Walter—, pero será una tarea peligrosa. Allí donde está María de Escocia, hay problemas.
—No será así ahora que está en Inglaterra —dijo mi padre, un poco ingenuamente, en mi opinión.
—Pero será tu prisionera y tú su carcelero —indicó Walter—, Supón que…
No terminó, pero todos supimos lo que quería decir. Si alguna vez María conseguía reunir apoyo suficiente y luchar por el trono de Inglaterra y conseguirlo, ¿qué sería de los que, por orden de su rival, habían sido sus carceleros? Además, ¿y si se escapaba? Walter pensaba que era preferible no correr el riesgo de ser responsable de tal calamidad.
Sí, no había duda, mi padre asumía una responsabilidad considerable.
Pero sólo la mención de la posibilidad de que Isabel fuese depuesta, era traición. Aunque no por ello pudiésemos evitar que tal pensamiento cruzara nuestras mentes.
—La guardaremos celosamente —dijo mi padre—. Sin embargo, al mismo tiempo, no permitiremos que se dé cuenta de que está prisionera.
—Os proponéis una tarea imposible, padre —le dije.
—Pienso que quizá sea voluntad de Dios —respondió. Quizá me haya sido elegido para apartar su pensamiento del catolicismo, que creo es la raíz de todos sus problemas.
Mi padre era un hombre muy inocente, lo cual quizá se debiera a su fe sencilla. Con el paso del tiempo, su devoción por el protestantismo había aumentado, y estaba induciéndole a creer que todos los que no compartían su misma fe estaban condenados a la destrucción.
Yo no se lo discutía. Era un hombre bueno y le quería, igual que a mi madre; y no deseaba que supiesen lo distinto que era mi punto de vista del suyo. Muchas veces me preguntaba qué habrían pensado si hubiesen sabido de mi breve aventura con Robert Dudley. De que les habría conmocionado profundamente estaba absolutamente segura.
Mi padre llevaba con él prendas de ropa que Isabel le mandaba a María. Dije que me gustaría verlas y, para mi sorpresa, mi padre me lo permitió. Esperaba ver vestiduras regias: mangas acuchilladas y vestidos adornados con gemas, gorgueras de encaje, enaguas de seda, refajos de lino y, por supuesto, trajes enjoyados y bordados. Pero no vi más que algunos pares de zapatos muy gastados, una pieza de terciopelo negro para hacer un vestido y piezas de ropa interior que, evidentemente, no eran nuevas.
¡Y aquél era el obsequio de la Reina de Inglaterra a María, famosa en Francia y en Escocia por su elegancia! Hasta sus doncellas se habrían burlado de aquellas prendas.
Lo sentía por María, y una vez más me acuciaron los deseos de estar en el centro de los acontecimientos. Enterarme de las cosas directamente y no a través de visitantes que venían a Chartley y nos contaban lo que había pasado semanas después de sucedido. Mi carácter no me permitía disfrutar del aislamiento y de la contemplación a distancia.
Poco después de que naciese mi hijo Walter, se produjeron dos acontecimientos.
La Reina de los escoceses fue trasladada del castillo de Carlisle al de Bolton. Mi padre estaba algo fascinado con ella, como la mayoría de los hombres que la conocían. Pero en el caso de mi padre, esto tuvo el efecto de hacerle desear salvar su alma más que gozar su cuerpo, y me enteré de que andaba intentando convertirla a nuestra fe. Ella había comprendido ya por entonces lo estúpida que había sido al depositar su confianza en Isabel y entregarse directamente en manos de su enemiga. Sin duda, no le hubiese ido mejor de haber elegido Francia, pero ¿quién podía asegurarlo? No se había hecho apreciar precisamente por Catalina de Médicis, la Reina madre, una mujer tan astuta como nuestra propia Isabel y, desde luego, más cruel. Pobre María… había tenido tres países para elegir: Escocia, del que había huido; Francia, donde sus parientes Guisa quizá la hubiesen recibido bien, e Inglaterra, que fue el que eligió.
Había hecho una tentativa de huir por el romántico y a menudo poco práctico método de descender por una ventana por medio de sábanas anudadas, y había sido sorprendida por Lord Scrope y, naturalmente, después de esto, sus carceleros se habían visto obligados a aumentar las medidas de seguridad. Lady Scrope, que estaba allí con su esposo, era hermana del duque de Norfolk, y fue ella quien habló tan elogiosamente de las virtudes de su hermano a la Reina de Escocia, hasta el punto de que ésta se interesó por Norfolk, por lo que el pobre imbécil se vio metido en una red de intrigas que acabó llevándole a la ruina.
Y luego se produjo la rebelión de los Señores del Norte y mi marido hubo de acudir a cumplir con su deber. Se incorporó a las fuerzas del conde de Warwick y fue nombrado mariscal de campo.
Mi madre llevaba un tiempo enferma y nos escribió hablándonos del gran afecto que le demostraba la Reina. «Nadie pudo ser más amable y afectuosa que su Majestad», escribía mi madre. «Qué suerte que la tengamos por soberana».
Era cierto que Isabel era leal con sus amigos. A la pobre Lady Mary Sidney le había dado una residencia en Hampton Court, a la que acudía a veces para estar retirada debido a que no podía soportar mostrar en público su rostro picado de viruela; e Isabel la visitaba con regularidad y pasaba largos ratos charlando con ella. Quería demostrar claramente que no olvidaba que Lady Sidney debía su desgracia al hecho de haber estado cuidándola a ella.
Luego recibí un mensaje.
Debía volver a la Corte.
Estaba muy emocionada. En realidad, nunca había creído que mis simples placeres rurales pudiesen compensar la emoción de la Corte.
Y al decir «Corte», se refiero, claro está, a aquellas dos personas que tan a menudo ocupaban mis pensamientos. La sola perspectiva de volver me hacía vibrar de emoción.
Estaba deseando verme allí.
Fui directamente a ver a la Reina, que había dado orden de que me condujesen a ella. Su recibimiento me cogió desprevenida. Cuando iba a arrodillarme, me abrazó y me besó.
yo me quedé atónita, pero de pronto comprendí el motivo.
—Estoy profundamente atribulada, Lettice —dijo—. Vuestra madre está realmente muy enferma.
Aquellos grandes ojos tenían un brillo vidrioso.
—Me temo… —movió la cabeza—. Debéis ir a verla de inmediato.
Yo la había odiado. Me había privado de lo que más quería en la vida. Pero en aquel momento, casi la amé. Quizá fuese por aquella capacidad suya para la amistad y la lealtad con aquellos a quienes amaba. Y a mi madre la amaba.
—Decidle —añadió— que pienso en ella continuamente. Decídselo, Lettice.
Y me cogió del brazo y me acompañó hasta la puerta. Era como si, al compartir mi dolor, me hubiese perdonado por lo que pudiese haber sospechado de mí.
Con mis hermanos y hermanas, estuve junto al lecho de mi madre cuando murió. Me arrodillé junto a su cama y le transmití el mensaje de la Reina. Por la expresión que cruzó su semblante supe que había comprendido.
—Servid a Dios… y a la Reina —murmuró—. Oh, hijos míos, no lo olvidéis…
Y eso fue todo.
Sin duda la muerte de mi madre conmovió profundamente a Isabel. Insistió en que se la enterrase a sus expensas en la capilla de San Edmundo. Me mandó llamar y me explicó lo muchísimo que había querido a su prima y lo sinceramente que sentía su pérdida. Me di cuenta de que era sincera. Fue muy afectuosa con todos nosotros… Creo que llegó a perdonarme el haber atraído las miradas de Robert.
Después del funeral, me llamó y me habló de mis padres…, me explicó cuánto había querido a mi madre y cuánto estimaba a mi padre.
—Entre tu madre y yo había un vínculo familiar —dijo—.
era un alma amable y buena. Espero que vos sigáis su ejemplo.
Le dije muy animosa cuánto deseaba servirla otra vez, y ella contestó:
—Bueno, tenéis otras compensaciones. Cuántos son ya… ¿cuatro?
—Sí, Majestad, dos chicos y dos chicas.
—Sois afortunada.
—Así me considero, Majestad.
—Está bien. En un tiempo dudé de vuestra honestidad…
—¡Majestad!
Me dio una palmada en el brazo.
—Así es. Estimo mucho a Walter Devereux. Es un hombre que no se merece nada malo.
—Se sentirá profundamente satisfecho al enterarse de la buena opinión que de él tenéis, Majestad.
—Un hombre afortunado. Tiene un heredero. ¿Qué nombre le habéis puesto?
—Robert, Majestad.
Me miró con viveza, luego dijo:
—Un buen nombre. Uno de mis favoritos.
—Y también de los míos ahora, Majestad.
—Recompensaré a vuestro esposo por los servicios prestados. Lord Warly ha hablado muy elogiosamente de él, y he decidido mostrar mi agradecimiento de un modo.
—¿Puedo preguntaros de cuál, Majestad?
—Os lo diré. Quiero enviar a su esposa de vuelta a Chart— ley, para que cuando vuelva al hogar la encuentre allí.
—Pero en este momento él está muy ocupado allá en el norte.
—Así es. Pero pronto acabaremos con esos rebeldes y habrá de volver y no quiero que se sienta triste y eche de menos a su esposa cuando vuelva.
Era el destierro. La amistad y el afecto que había sentido ante el mutuo dolor, habían desaparecido. No quería perdonarme el breve interés que por mí había sentido Robert.
Y mis hijos crecían. Penélope tenía casi diez años y Robert cinco. Pero la vida doméstica no llegaba nunca a satisfacerme del todo. Desde luego, no estaba enamorada de mi esposo, y sus visitas no me emocionaban gran cosa. Cada vez me sentía más inquieta por la monotonía de aquella vida. Quería mucho a mis hijos (y en particular al pequeño Robert), pero un niño de cinco años no podía compensar a una mujer de mi naturaleza ni proporcionarle el estímulo que necesita.
Cuando llegaban visitas a Chartley oía fragmentos de noticias…, noticias relacionadas a menudo con el conde de Leicester, que seguía dominando la vida de la Corte, y escuchaba estas noticias ávidamente.
Aún gozaba del máximo favor real, y los años iban pasando. Parecía ya muy improbable que Isabel llegase a casarse alguna vez. Recientemente, había coqueteado con la idea de aceptar como esposo al duque de Anjou, pero, como en todos los casos anteriores, al final todo quedó en la nada; y pronto cumpliría los cuarenta años, con lo que era ya un poco mayor para tener hijos. Robert seguía siendo su favorito, pero continuaba siendo igual de improbable que llegase a casarse con él. Y a cada año que pasaba, la posibilidad se hacía más remota.
Había inquietantes rumores sobre amoríos de Robert. Era natural en un hombre como el conde de Leicester. Me enteré de que dos damas de la Corte (una de ellas Douglass, esposa del conde de Sheffield y la otra su hermana, Lady Frances Howard) estaban enamorados de él y rivalizaban entre sí por su amor.
—Le gustan las dos bastante —dijo mi informador, un visitante de la Corte que pasó uno o dos días en Chartley en su viaje hacia el norte, y que añadió con una sonrisa maliciosa:
—Pero la Reina se ha dado cuenta de ello y no le hace mucha gracia.
De eso no me cabía duda, tratándose de Leicester. Suponía que serían desterradas muy pronto, lo mismo que lo había sido yo. Me sorprendió descubrir que aún podía sentir celos. Recordé haber oído decir que las Howard tenían fama de poseer cierta virtud fascinante. Ana Bolena era Howard por línea materna. Catalina Howard, que había sido la quinta esposa de Enrique VIII, había poseído el mismo atractivo. Pobre muchacha, le había costado la cabeza. Aunque si hubiese sido un poco más sutil podría haberla salvado. Pero no eran sutiles las Howard. Atraían a los hombres porque los necesitaban. Pero no eran lo bastante calculadoras para aprovechar sus ventajas.
Yo estaba entonces ávida de noticias, y me preguntaba cómo podría haber creído que había dejado de interesarme Robert Dudley. Sabía perfectamente que no tenía más que verle de nuevo para desearle como siempre.
Pregunté a mi visitante si sabía algo del asunto de Douglass Sheffield y Frances Howard.
—Oh —me dijo—, se rumorea que Lady Sheffield se hizo amante de Leicester cuando ambos estuvieron en el Castillo de Belvoir.
Pude imaginarlo. La aventura se habría desencadenado tan rápida como la mía, pues Robert era un hombre muy impaciente y aunque los engaños de la Reina le aturdían no quería soportar frustraciones similares con otras mujeres.
—Según se cuenta —prosiguió mi visitante—, Leicester escribió una carta de amor a Douglass, en la que decía imprudentemente que deploraba la existencia de su esposo, dando por supuesto así que se habría casado con ella si no estuviese ya casada. Luego, según dicen, se insinuaba que quizá Sheffield pudiese desaparecer y dejar de constituir un obstáculo.
No pude evitar una exclamación de horror.
—Pero no creo que haya querido decir…
—Después de la muerte de su esposa, hubo muchos rumores sobre él, la tonta de Douglass (aunque quizá no sea tan tonta y quisiera que pasara lo que pasó) perdió la carta cuando volvió a casa y su cuñada, que no la estima gran cosa, la encontró, y se la enseñó rápidamente al marido burlado. Aquella misma noche durmieron separados y Sheffield fue a Londres a preparar el divorcio. Tenía la carta, ¿comprendes?, con lo que podría considerarse una amenaza contra su vida… considerando su procedencia.
—Todos los hombres de vida pública son envidiosos y difamados.
De pronto me vi defendiendo fervorosamente a Robert.
—Y desde luego —añadí— no creo que haya uno al que se envidie y difame más que al conde de Leicester.
—Bueno, lo cierto es que tiene ese médico italiano.
—Os referís al doctor Julio.
—Sí, así le llaman. En realidad, se llama Giulio Borgerini, pero a la gente le resulta difícil pronunciar ese nombre. Al parecer, sabe mucho de venenos y dicen que los utiliza al servicio de su amo.
—¿Y vos lo creéis?
Él se encogió de hombros.
—Bueno, pensemos en la muerte de su esposa. Eso la gente no lo olvidará nunca. Siempre que surja algo parecido, la gente lo recordará.
Cuando nos dejó, pensé mucho en Robert. Me dolía que desease casarse con Douglass Sheffield.
Volvió Walter. Estaba orgullosísimo por los favores que la Reina le había prodigado y tenía un extraño plan para colonizar el Ulster. La soberana le había hecho caballero de la jarretera y conde de Essex, título que antiguamente había pertenecido a su familia por un matrimonio con los Mandeville. Y ahora la Reina se lo devolvía como prueba de agradecimiento por los muchos servicios.
Así, pues, me había convertido en condesa y me hubiese gustado acompañar a Walter a la Corte, pero la invitación de la Reina le incluía claramente sólo a él, así que me vi obligada a quedarme.
Cuando volvió, me explicó en seguida el último escándalo. Como cabía esperar, Robert Dudley estaba envuelto en él.
—Dicen —me contó—, que el conde Sheffield, al descubrir que su esposa le había traicionado con Leicester, decidió pedir el divorcio. Imaginaos qué escándalo. Dudo que hubiese complacido a su Majestad.
—¿Sigue tan enamorada de él como siempre?
—Sin lugar a dudas. Está siempre irritada cuando él se halla ausente y es asombroso cómo le siguen sus ojos por todas partes.
—Habladme del escándalo de Sheffield.
—No hay nada que decir ya. Murió.
—¡Murió!
—Sí. En el momento justo para evitar el escándalo. No es difícil imaginar la cólera de la Reina si se hubiese enterado de que Leicester tenía relaciones con Lady Sheffield.
—¿Y cómo murió?
—Dicen que envenenado.
—Siempre dicen esas cosas.
—Bueno, él está muerto, y eso significa que Leicester podrá dormir tranquilo por las noches.
—Y Lady Sheffield… ¿se ha casado con ella?
—No he oído nada de matrimonio.
—¿Cómo es Lady Sheffield?
Walter se encogió de hombros. Nunca se fijaba en el aspecto de las mujeres. Le interesaba más la política que las vidas privadas, y sólo por la posición de Leicester en el país había prestado cierta atención temporal a sus aventuras amorosas; sólo eran importantes porque podían hacerle perder el favor de la Reina.
Walter estaba más preocupado con el proyecto de casar a Norfolk con la Reina de Escocia, que probablemente fuese obra de Lady Scrope cuando estuvo con su esposo en la época en que estaba guardando a María con mi padre.
Norfolk siempre había sido un imbécil. Se había casado ya tres veces y todas sus mujeres habían muerto. Tenía treinta y tantos años y sin duda debía emocionarle la reputación de la Reina de Escocia. Se la consideraba, después de todo, una de las mujeres más fascinantes de la época, y había tenido tres esposos que hacían juego con las tres mujeres de Norfolk. El muy imbécil sin duda pensaba que debía resultar emocionante ser consorte de una Reina.
Así pues, la conjura continuó. Norfolk debía ser protestante, pero en el fondo era católico. Supongo que imaginaba poder llegar a ser algún día Rey de Inglaterra en todo salvo en el nombre. Nunca podría olvidar que su familia era de más alto rango que los Tudor.
El plan no era en modo alguno secreto, y cuando llegó a oídos de la Reina, ésta hizo llamar a Norfolk, y todos los presentes vieron claramente que aquello era una seria advertencia a éste.
La Reina había dicho que había llegado a oídos suyos que Norfolk estaba deseoso de cambiar el título de Duque por el de Rey.
A Norfolk debieron perturbarle tanto aquellos grandes ojos oscuros que lo negó. Balbuceó que la Reina de Escocia era adúltera y además sospechosa de asesinato y que él era un hombre al que le gustaba dormir tranquilo. Cuando la Reina contestó que había hombres dispuestos a correr riesgos por la corona, Norfolk contestó a su vez que él era tan buen príncipe en su bolera de Norfolk como ella en el corazón de Escocia. Una observación un tanto peligrosa, pues lo mismo podría haber dicho de Isabel en Greenwich. Luego se puso en aún mayor peligro al decir que no podía casarse con la Reina de Escocia sabiendo que ella pretendía la corona de Inglaterra, y que si tal hiciese él, la Reina Isabel podría acusarle de pretender la corona de Inglaterra.
La Reina replicó ásperamente que muy bien podía hacerlo, desde luego.
¡Pobre necio de Norfolk! Debió firmar en aquel momento su sentencia de muerte.
Resultó sorprendente enterarse (de nuevo por los cortesanos que venían a vernos) que el conde de Leicester había olvidado su vieja enemistad con Norfolk y se había puesto de parte de éste. Dios sabía lo que pensaba Robert, pero pronto descubriría que podía ser tan tortuoso y astuto como la propia Isabel. Pienso ahora que tenía miedo de que muriese Isabel (estaba enferma con cierta frecuencia y en varias ocasiones desde su subida al trono, se la había creído al borde de la muerte) y si ella moría, María Estuardo subiría al trono.
Robert era un hombre que podía aparentar cortesía y mesura mientras planeaba un asesinato. Para él lo primero era su propio provecho. Al tiempo que decidió apoyar a Norfolk le dijo que le prepararía una entrevista con Isabel para que pudiese exponerle su caso.
Considerando su conversación anterior con la Reina, Norfolk debería haber sido más prudente. Isabel, sin duda informada por Robert, pues era típico de él poner un pie en cada campo, ahogó en mantillas la propuesta de Norfolk antes de que éste pudiese empezar a explicar las ventajas de un enlace entre él y María, agarrándole por la oreja con el pulgar y el índice y pellizcándole tan fuerte que él desistió'—Me gustaría —dijo Isabel— que os preocupaseis más de poder dormir tranquilo.
Con esto, le recordaba el comentario que él había hecho de que le gustaba dormir tranquilo y le explicaba lo más claro posible que la vía que pretendía seguir le llevaría a un sueño muy distinto: una almohada de madera sobre la que podría apoyar la cabeza mientras el hacha del verdugo caía para separarla de su cuerpo.
A Norfolk debieron flaquearle los ánimos, pues cayó de rodillas, jurando que no tenía ningún deseo de casarse, que sólo quería servirla a ella.
Por desgracia para él, no decía la verdad. Y, como se descubrió después, cuando recibió comunicados secretos de la Reina de Escocia, pronto se sumergió una vez más en intrigas para casarse con ella y sacarla de su cautiverio.
Walter estaba inmerso en sus planes del Ulster, pero cuando iba a la Corte oía algunas cosas de lo que pasaba en aquellos círculos. Estaba preocupado porque la amenaza católica contra Inglaterra crecía y la negativa de la Reina a casarse lo complicaba todo aún más. Mientras ella viviese, era un país seguro para los protestantes, pero si ella moría, podía desencadenarse una guerra. Me explicó que los ministros discutían constantemente la gravedad de aquella situación en la que la sucesión era insegura, hecho que dejaba a Inglaterra muy vulnerable, sobre todo con la Reina de Escocia cautiva en el país. Walter estaba de acuerdo con esto en secreto, y me explicaba que hasta Leicester se había unido a los que apoyaban el plan de casar a Norfolk con María, Reina de Escocia, para poder asegurarle un marido inglés. Luego podría convertirla al protestantismo, y si Isabel moría y María heredaba la corona, no cambiaría la religión de Inglaterra.
William Cecil era contrario a aquel matrimonio, pero había en el país muchos hombres influyentes a quienes hubiese complacido la idea de ver depuesto a Cecil. Como Leicester se había sumado a la conjura, le eligieron para explicarle a la Reina el peligro en que Cecil estaba colocando al país. Su política alejaba a Inglaterra de los países católicos influyentes, Francia y España, y para aplacarlos quizá fuese necesario enviar a Cecil al patíbulo.
Me enteré por varias fuentes de lo ocurrido en aquella reunión del Consejo, y ella jamás había mostrado su verdadero carácter de modo tan abierto como en aquella ocasión. Podía imaginármela con toda claridad. Su grandeza debió hacerse evidente al enfrentarse a los conjurados. ¡Cecil al patíbulo! Isabel estalló en un torrente de insultos contra todos los que se sentaban a aquella mesa y que se habían atrevido a sugerir tal cosa.
Les recordó que no estaban ya en los tiempos de su padre, cuando se enviaba a un ministro al patíbulo para que dejara sitio a otro. Cecil era contrario al matrimonio de María de Escocia con Norfolk, ¿verdad? Pues todos debían saber que la soberana de Cecil estaba de acuerdo con él, y que ellos harían muy bien en medir sus acciones, si no querían verse en la situación en la que ellos intentaban colocar a Cecil. Quería además que informasen a su amiga, la Reina de Escocia, que si ella no se cuidaba mejor de su seguridad, algunos amigos suyos podrían verse sin cabeza.
Cuando Walter habló de este asunto conmigo, dije que suponía que abandonarían su plan de eliminar a Cecil, pero él movió la cabeza e insinuó que quizás estuviesen conspirando contra él en secreto.
Yo tenía cierto miedo porque sabía que Robert estaba implicado en el asunto, y me preguntaba qué pasaría si la Reina descubría que él estaba actuando en su contra. Su traición sería mil veces peor que la de cualquier otro. La verdad es que yo no podía entenderlo. Había querido vengarme de él por lo que me había hecho. Muchas veces, abrumada por mi amargura proclamaba (para mí misma, claro), que me gustaría verle expulsado de la Corte igual que yo. Y ahora, de pronto, me preocupaba porque él corría un grave peligro.
Pero aun cuando Robert estaba profundamente comprometido en la conspiración, yo debería haberme dado cuenta de que él sabría encontrar una salida. Me enteré de la historia a retazos: habían llegado noticias a la Reina de que Robert se estaba muriendo y ella lo había dejado todo para acudir a su lecho de muerte. Le amaba, de eso no había duda, y creo que la pasión de Isabel era mucho más profunda de la que hubiese podido sentir María de Escocia por Bothwell. Lo de María había sido una irresistible atracción física que la había desbordado hasta el punto de haberle hecho arriesgar la corona. Pero nunca había sentido por él aquella devoción perdurable que Isabel sentía por Robert. Isabel sencillamente amaba más al trono que a Robert. Pero de todos modos le amaba.
Él estaba apoyándose en aquel afecto para salir de una situación muy peligrosa… y lo consiguió.
Pude imaginarme muy bien aquella patética escena: Robert tendido en su lecho fingiendo la agonía con gran habilidad. Todo el amor de ella debió salir a la superficie. Era capaz de tal lealtad con aquellos a quienes amaba… su único problema era que jamás podía perdonar a los que odiaba.
Podía imaginar también cómo Robert describía la devoción que sentía por ella. Cómo temiendo por su seguridad se había visto inducido a creer que era mejor para Isabel el que María se casase con Norfolk. Y ésa era la razón por la que había apoyado el plan… únicamente por amor a ella… y ahora no podía perdonarse a sí mismo haber actuado sin el conocimiento de ella, aunque lo hubiese hecho movido por el interés que por ella sentía. Era listo con las mujeres. Sabía dar exactamente la cuantía justa de adulación; era muy hábil en el comentario sencillo. No era extraño que tantas mujeres le amasen… e Isabel era sólo una de ellas.
La Reina había llorado. Su Dulce Robin no tenía de qué preocuparse. Le ordenó que se curara, pues ella no podía perderle. Imaginé las miradas que se cruzarían entre ellos. Claro que no se moriría. ¿Acaso no había obedecido siempre las órdenes de su soberana? Qué típico era de nuestra soberana perdonar a Robert y al mismo tiempo hacer llamar a Norfolk.
El duque fue detenido y encerrado en la Torre.
Todos creíamos que Norfolk perdería la cabeza, pero la Reina parecía reacia a firmar la sentencia de muerte. Siguiendo su actitud habitual en tales casos, se volvió atrás y, a su debido tiempo, Norfolk fue puesto en libertad, aunque a condición de vivir retirado de sus posesiones. Pero aquel hombre parecía decidido al suicidio. Decían que bastaba el nombre de la Reina de Escocia para producir una terrible fascinación. Quizá fuese así, pues Norfolk no la había visto. Quizás estuviese intrigado por una Reina que había sido adúltera y sospechosa de asesinato. Aunque sea difícil decirlo, el hecho es que Norfolk se vio enredado en la conjura de Ridolfi.
Ridolfi era un banquero florentino que tenía un plan para apoderarse de Isabel, colocar a María en el trono tras casarla e introducir de nuevo el catolicismo en Inglaterra. Tal conjura estaba condenada al fracaso. Varios de sus componentes fueron capturados y torturados, y, al poco tiempo, se reveló la complicidad de Norfolk. Así, pues, no había ninguna esperanza para él. William Cecil, hoy Lord Burleigh, indicó .a la reina que no podía permitir que Norfolk siguiera vivo. Y le apoyó en esto el Consejo de su majestad y la Cámara de los Comunes.
La Reina se mostró de nuevo reacia a firmar la pena de muerte. Estaba tan alterada que se puso enferma (con uno de sus trastornos misteriosos, que consistía en lo que ella llamaba pesados e intensos dolores). Estos dolores podían atribuirse al veneno, y, en vista de que acababa de descubrirse hacía poco el complot de Ridolfi, algunos tenían miedo a que la vida de la Reina pudiese estar en peligro. Pero resultó no ser más que otra de aquellas enfermedades que la atacaban cuando había de hacer algo desagradable. Me pregunté muchas veces si cuando le presentaban una sentencia de muerte para que la firmara, pensaría en su madre y tal recuerdo la alteraba. Seguía en pie el hecho de que se mostraba reacia a matar, aunque ella misma hubiese estado en peligro.
Sus ministros y consejeros pensaron que era una buena ocasión para que se librara de María, Reina de Escocia, que estaba implicada en la conjura; pero ella se negó a considerar tal idea.
Luego, sin embargo, la sentencia de muerte del duque de Norfolk se firmó y en Tower Hill se alzó un patíbulo especial, pues desde la subida al trono de la Reina no había habido ejecuciones allí, y se necesitaba patíbulo nuevo.
Todo esto sucedió en los años de mi exilio.
Walter se había ido a Irlanda lleno de planes para colonizar el Ulster, pero en menos de un año hubo de confesar su fracaso. No cedió, sin embargo, y tras regresar a Inglaterra y pasar aquí un tiempo para consultar con la Reina y sus ministros, volvió a intentarlo otra vez.
Le habría gustado que le acompañara, pero alegué que los niños me necesitaban. No tenía intención alguna de ir a aquel país salvaje y soportar toda clase de incomodidades. Además, estaba casi segura de que la expedición sería un fracaso, tal como demostraron ser con el tiempo casi todas las empresas iniciadas por Walter.
Me alegré de mi firme oposición al viaje, pues fue durante la estancia de Walter en Irlanda cuando la Reina indicó que yo podía volver a la Corte.
Esto me llenó de una incontrolable emoción. Mi hijo Robert tenía ya ocho años por entonces, y Walter seis. Las niñas estaban ya muy mayores, pero aún no habían alcanzado la edad en que se hacía necesario buscarles marido.
Una temporada en la Corte era exactamente lo que yo necesitaba. Así que me vi en las fiestas de Kenilworth y al principio de una vida nueva y emocionante. No era ya joven, pues tenía treinta y cuatro años, y en Chartley había empezado a sentir que la vida me dejaba atrás.
Quizá fuese por eso por lo que me lancé tan desenfrenadamente a las delicias que el destino arrojaría sobre mí en los años siguientes, sin pensar gran cosa en las consecuencias. Mi destierro había sido demasiado largo, pero al menos me había demostrado que no podría olvidar nunca a Robert Dudley y que mi relación con la Reina añadía un encanto a mi vida, sin el cual habría resultado insípida.
Y había dos cosas que deseaba: una vida apasionada con Robert y mi lucha personal con la Reina, y las deseaba desesperadamente. Habiéndolas saboreado una vez, no podía contentarme con vivir sin ellas y estaba dispuesta a afrontar todas las posibles consecuencias con tal de conseguirlas. Tenía que demostrarme a mí misma y demostrarle a Robert (y tal vez un día a la propia Reina) que mis atractivos físicos eran para él irresistibles… mucho más que la corona de la Reina.
Iniciaba una vía peligrosa. No me importaba. Tenía un ansia incontenible de vida; y estaba convencida de que sabía cómo encontrar lo que deseaba.