Oh Dios, dadme vos humildad y paciencia verdaderas para soportar hasta el fin. Y os pido a todos que recéis conmigo y por mí, para que cuando me veáis bajar los brazos y poner la cabeza bajo el hacha, y todo esté listo para descargar el golpe, quiera el Dios eterno enviar a sus ángeles para que lleven mi alma ante su trono misericordioso.
Essex antes de su ejecución.
Ser Rey y llevar una corona es más glorioso para quienes lo ven que agradable para quienes lo viven.
Isabel.
Fueron años peligrosos. Aunque Essex se encumbró mucho en el favor de la Reina, jamás vi hombre tan proclive a jugar con fuego. Era mi hijo después de todo. Pero yo le recordaba constantemente a Leicester.
—Me pregunto por qué no protesta Christopher Blount —dijo en una ocasión—. Siempre estáis hablando de Leicester como si fuese el hombre ejemplar.
—Para vos podría serlo —dije—. Recordad que conservó el favor de la Reina toda la vida.
Essex estaba impaciente. No iba a cambiar ni a humillarse, declaró. La Reina, como todos los demás, debía aceptarle tal cual era.
Y al parecer lo hizo. Oh, pero él estaba rodeado de peligro. Yo sabía que Burleigh estaba ahora en su contra y decidido a despejar el camino a su hijo, pero me alegraba de que Essex hubiese entablado amistad con los Bacon, Anthony y Francis. Eran una pareja inteligente y positiva para él, aunque ambos estuviesen resentidos, imaginándose desplazados de los altos cargos por Burleigh.
Essex tenía ya otros dos hijos. Walter, por su tío tristemente perdido, y Henry. No era un marido fiel. Era lujurioso y sensual y no podía vivir sin mujeres, y como nunca había reprimido sus deseos en ningún sentido, era natural que lo hiciese en éste. A él no le bastaba una mujer, pues se le disparaba en seguida la fantasía y, dada su situación, pocas se le resistían.
Tenía por costumbre, en vez de elegir cuidadosamente a sus amantes (alguien a quien pudiese visitar secretamente), enamorarse de las damas de honor de la Reina. Yo conocía por lo menos a cuatro. Elizabeth Southwell le dio un hijo conocido como Walter Devereux y fue un gran escándalo. Luego Lady Mary Howard y dos chicas llamadas Russell y Brydges, todas las cuales fueron públicamente humilladas por la Reina.
Me inquietaba muchísimo su conducta indiscreta, porque Isabel era particularmente estricta con sus damas de honor, a quienes elegía cuidadosamente ella misma entre las mejores familias. Lo normal era que algún miembro de la familia le hubiese hecho un servicio y entonces ella aceptaba a la chica como recompensa. Mary Sidney era un buen ejemplo pues había sido elegida al morir su hermana Ambrosía, porque la Reina sintió lástima por la familia, y Mary había hecho, poco después y gracias a los esfuerzos de la Reina, un brillante matrimonio con el conde de Pembroke. Los padres de las chicas estaban encantados de tal honor, pues sabían que la Reina haría todo lo posible por cuidar de sus hijas. Si alguna de aquellas chicas se casaba sin su consentimiento, se ponía furiosa. Si sospechaba que había algo de lo que ella llamaba conducta lujuriosa, se enfurecía aún más; y si su compañero de desgracia era uno de los favoritos de la Reina, entonces se ponía lívida de cólera. Y sabiendo esto, Essex no sólo seguía poniendo en peligro su posición en la Corte sino causando gran aflicción a su mujer y a su madre.
Me preguntaba a menudo durante cuánto tiempo sería capaz de sortear los peligros que no hacía ningún esfuerzo por evitar. La Reina, por supuesto, era vieja y se aferraba cada vez más a los jóvenes; mientras él fuese joven y apuesto, le encontraría irresistible, igual que nosotras.
Penélope dejó a su marido y vivía abiertamente con su amante, Charles Blount, que a la muerte de su hermano mayor había pasado a ser Lord Mountjoy.
Penélope nunca había gozado del favor especial de la Reina; compartía la falta de tacto de su hermano y, por supuesto, la Reina no solía admitir de las mujeres guapas lo que aceptaba de los hombres apuestos. Además, Penélope sumaba a otros inconvenientes el ser hija mía y, cuando la Reina se enteró de que había abandonado a su marido y estaba viviendo con Mountjoy, aunque dispuesta a aceptar que Mountjoy se apartase de las normas convencionales, pues era un joven apuesto, no aplicó la mismo benevolencia a Penélope; pero, por afecto a Mountjoy, no le prohibió a ella ir a la Corte.
Penélope y Essex eran muy amigos, y ella, que tenía un carácter muy dominante, intentaba siempre aconsejarle. Estaba muy segura de sí misma. Era considerada una de las mujeres más bellas de la Corte, tal como yo había sido considerada. Y los poemas de Philip Sidney, que ensalzaban sus encantos, aumentaron su buena opinión de sí misma. Mountjoy la adoraba, y como Essex la tenía también en gran estima, era una mujer que no podía por menos que sentirse complacida de su posición, sobre todo después de haberse liberado de un marido detestable simplemente dejándole.
Y sucedió que estando Penélope con los Warwick en North Hall llegaron mensajeros con la noticia de que la Reina no estaba lejos. Essex sabía que a Isabel le irritaría encontrar allí a su hermana y que podría humillarla negándose a verla. Cabalgó entonces al encuentro de la Reina… hecho que a ella le satisfizo mucho, aunque pronto comprendió que el motivo era advertirla de que su hermana estaba en North Hall y pedirle que la recibiese amablemente.
Isabel no hizo comentarios, y Essex, tan seguro de sí mismo como siempre, consideró que, naturalmente, le concedía lo pedido. Pero su decepción fue enorme al ver que se daban órdenes para que Penélope no saliese de su aposento mientras la Reina estuviera en North Hall.
El impulsivo Essex no pudo soportar esta humillación. Quería mucho a su familia y estaba siempre intentando convencer a la Reina de que me recibiese. Le resultaba insoportable que tratasen de aquel modo a su hermana.
Cuando la Reina acabó de cenar, le preguntó si recibiría a Penélope. Él había creído, dijo, que ella le había hecho promesa de hacerlo, y se sentía ofendido y desconcertado al ver que rompía su palabra.
Éste no era modo de hablar a la Reina y ella replicó ásperamente que no tenía ninguna intención de permitir que la gente dijese que había recibido a su hermana sólo por complacerle.
—No —gritó él acaloradamente—, no la recibiréis por complacer a ese bellaco de Raleigh.
Luego, siguió diciendo que ella haría muchas cosas por complacer a Raleigh. Que les menospreciaba a él y a su hermana por el afecto que tenía a aquel aventurero.
La Reina le ordenó calmarse, pero él no lo hizo. Soltó una serie de exabruptos contra Raleigh. Dijo que la tenía dominada. Que le parecía poco agradable servir a una soberana que temía a un rufián como aquél.
Esto fue una absoluta necedad, pues Raleigh formaba parte de la comitiva y, aunque no oyó lo que se dijo, pronto otros le informaron, con lo que se convirtió en enemigo mortal de Essex… más aún de lo que ya lo era.
Pero la Reina se cansó de sus arrebatos. Le gritó:
—No os dirijáis así a mí. ¿Cómo osáis criticar a otros? En cuanto a vuestra hermana, es igual que su madre, y no quiero recibirla en la Corte. Vos también habéis heredado sus defectos, y eso es ya suficiente para que os eche de aquí.
—Así sea —gritó él—. Tampoco yo quiero seguir aquí oyendo cómo insultáis a mi familia. No deseo servir a una soberana como vos. Sacaré a mi hermana de esta casa sin dilación y, puesto que teméis ofender a ese bellaco de Raleigh y él quiere que me vaya, yo también me iré.
—Estoy cansada de vos, joven necio —dijo fríamente la Reina y le dio la espalda.
Essex hizo una inclinación, se retiró y fue derecho al aposento de Penélope.
—Nos vamos inmediatamente de aquí —le dijo—. Preparaos.
Penélope se mostró desconcertada, pero él le explicó que debían irse porque había tenido un altercado con la Reina y estaban en peligro.
La envió de vuelta a su casa con una escolta de criados y declaró que él se iba a Holanda. Llegaría a tiempo para participar en la batalla de Sluys y pudiera ser que pereciera en ella. No importaba. Preferible morir a servir a una reina injusta, y no dudaba de que ella se alegraría de verse libre de él.
Luego, salió para Sandwich.
Al día siguiente, cuando la Reina le mandó llamar, se enteró de que estaba camino de Holanda. Envió un grupo tras él para que lo llevasen a su presencia.
Cuando le alcanzaron, estaba a punto de tomar el barco en Sandwich y al principio se negó a regresar. Pero, cuando le dijeron que si no les acompañaba de buen grado le llevarían a la fuerza, hubo de obedecer.
La Reina se mostró encantada de volver a verle. Le regañó y le dijo que había sido un estúpido y que no volviera a dejar la Corte sin su permiso.
Al cabo de unos días, había recuperado de nuevo el favor real.
Tenía tan buena suerte aquel hijo mío ¡Ay, si la hubiese aprovechado! Desgraciadamente, me parecía a menudo que sólo sentía desprecio por los beneficios que caían sobre él. Pocos hombres debieron tentar más al destino que Essex.
Uno de sus más profundos deseos había sido que yo volviese a la Corte, pues sabía lo mucho que yo lo deseaba y como Leicester había sido incapaz de conseguirlo, creo que una de las razones de que lo desease era la de triunfar donde su padrastro había fracasado.
Fue siempre para mí fuente de gran aflicción el no poder formar parte del círculo real. Hacía ya diez años que había muerto Leicester. Sin duda la Reina ya podría soportar mi presencia. Era su pariente; me estaba haciendo vieja; sin duda podría olvidar que me había casado con su Dulce Robin.
Yo le había dado a su favorito. Tendría que comprender que, de no ser por mí, no habría ningún Essex que perturbara y, al mismo tiempo, hechizara sus días. Pero era una mujer vengativa. Mi hijo era muy consciente de mis sentimientos y me había prometido que algún día conseguiría que nos reconciliáramos. Consideraba como una ofensa personal el no poder convencerla de que se reconciliara conmigo, al tiempo que esto constituía un desafío a su determinación de imponer su voluntad.
Ejercía por entonces las funciones de Secretario y a la Reina no le gustaba perderle de vista. La gente comprendía que si deseaban agradar a la Reina, podrían llegar a ella a través de aquel joven a quien ella idolatraba. Un día llegó a Leicester House en estado de gran indignación.
—Preparaos, mi señora —gritó—. Vais a ir a la Corte.
No podía creer que fuera posible.
—¿De verdad quiere verme? —pregunté.
—Me ha dicho que pasará de su cámara a la Sala de Audiencias y que si os halláis en la Galería Real, ella os verá al pasar.
Sería un encuentro muy convencional, pero era un principio, y me sentía llena de júbilo. El largo exilio había concluido. Essex deseaba la reconciliación y la Reina no podía negarle nada. Volveríamos a tratarnos de modo civilizado. Recordé cómo en los viejos tiempos podía hacerla reír con algún comentario irónico, alguna observación sobre la gente que nos rodeaba. Éramos viejas ya; podríamos dialogar, intercambiar recuerdos, dar lo pasado por pasado.
Pensaba mucho en ella. La había visto a lo largo de los años, pero nunca de cerca. Leyendo en su palafrén, o en su carroza, era un ser remoto, una gran Reina, pero aún la mujer que me había derrotado. Deseaba estar junto a ella, pues sólo estando junto a ella podría sentirme viva de nuevo. Perdí a Leicester. Quizás hubiera dejado de amarle al final, pero sin él la vida habría perdido su sabor. Ella podría haberme consolado. Podríamos habernos compensado mutuamente de su pérdida. Yo tenía a mi joven Christopher (buen esposo, amable y fiel, a quien aún maravillaba la buena fortuna de haberse casado conmigo), pero me sorprendía continuamente comparándole con Leicester… y, comparado con él, ¿qué hombre saldría airoso? No era, pues, culpa de Christopher el que no me llenara plenamente; era sólo que había sido amada por el hombre más poderoso e interesante de la época… y como ella, la Reina, también le había amado, ahora que le había perdido, sólo podía recuperar el placer de vivir si ella me volvía a aceptar en su círculo… reír conmigo, pelear conmigo… lo que fuera con tal de que volviera de nuevo a mi vida.
Me abrumaba el nerviosismo ante la perspectiva de volver a la Corte. Tanto significaba la Reina en mi vida. Era parte de mí. Nunca podría ignorarla y creo que tampoco ella a mí. Ella estaba perdida y sola sin Leicester, y yo también. El que al final llegara a creer engañosamente que no le había amado, nada cambiaba ahora.
Deseaba hablar con ella: dos mujeres, sin duda demasiado viejas para sentir celos. Deseaba recordar con ella los días primeros, en los que ella amaba a Robert y pensaba en casarse con él. Deseaba saber de sus labios todo cuanto ella supiera la de muerte de la primera esposa de Robert. Debíamos estar muy unidas. Nuestras vidas estaban entrelazadas con la de Robert Dudley y debíamos contarnos nuestros secretos.
Hacía muchísimo tiempo que no me sentía tan nerviosa.
El día señalado, me vestí con gran cuidado y moderación, no llamativa sino discretamente, pues ése era el tono que deseaba dar. Debía ser humilde, agradecida y demostrar mi gran satisfacción sin disimulos.
Me dirigí a la galería, y allí esperé con otras personas. Algunos se sorprendieron al verme allí y observé las discretas miradas que intercambiaban.
Los minutos pasaron deprisa. No apareció. Hubo un murmullo en la galería y más miradas en mi dirección. Pasó una hora y ella no apareció.
Por último, uno de sus pajes entró en la galería.
—Su Majestad no pasará hoy por la galería —anunció.
Me sentía muy disgustada. Estaba segura de que no había aparecido sólo porque sabía que yo estaba allí esperando.
Aquel mismo día, Essex vino a Leicester House.
Estaba muy alterado.
—No la visteis, lo sé —dijo—. Le dije que habíais esperado y os habíais ido decepcionada, pero dijo que se sentía demasiado mal para salir de su aposento, y me prometió que habría otra ocasión.
En fin, tal vez fuera verdad.
Al cabo de una semana, Essex me dijo que había insistido tanto que la Reina había dicho que me vería cuando saliese del palacio para subir a su carroza. Cenaba fuera y sería un principio si yo esperaba una vez más. Al pasar cruzaría unas palabras conmigo. Era cuanto necesitaba. Luego podría pedir que me permitiese ir a la Corte, pero hasta no recibir aquella palabra amistosa, no podía hacerlo.
Essex era víctima de sus periódicos ataques de fiebre y estaba en la cama, en su aposento de palacio, de no ser así habría acompañado a la Reina y me habría facilitado las cosas.
De cualquier modo, yo no era novicia en los asuntos de la Corte y una vez más me vestí del modo que me pareció adecuado y, cogiendo un diamante, que valdría unas trescientas libras, de lo que me quedó después de vender las joyas para pagar las deudas de Leicester, me encaminé a Palacio.
Esperé una vez más en la antecámara, donde estaban reunidas otras personas que pretendían acceso a la Reina. Al cabo de un rato, empecé a sospechar que sería igual que la vez anterior, y pronto pude comprobar que estaba en lo cierto. Al cabo de un rato, fue despedido el cochero y oí que la Reina había decidido no cenar fuera aquella noche.
Volví furiosa a Leicester House. Comprendía que no tenía la menor intención de recibirme. Me estaba tratando igual que había tratado a sus pretendientes. Uno acudía esperanzado, insistía y acababa siempre decepcionado.
Mi hijo me contó que al enterarse de que ella había decidido no cenar fuera, había dejado su lecho de enfermo para ir a verla e implorarle que no volviese a decepcionarme. Ella, sin embargo, se había mostrado inflexible. Había decidido no cenar fuera y no lo haría. Essex volvió irritado a la cama tras observar que, dado que ninguna de sus pequeñas peticiones se consideraba digna de consideración, sería mejor que se retirase de la Corte.
Esto debió afectar a la Reina, pues poco después él mismo vino con un mensaje de ella. Me recibiría en privado.
Era un triunfo. Sería mejor para mí poder hablar con ella, hablar del pasado, poder recuperar su amistad, sentarme quizás a su lado. ¡Qué diferente esto de una palabra al pasar!
Me puse un vestido de seda azul y unas enaguas de un tono más claro, una delicada gorguera de encaje y un sombrero de terciopelo gris claro con una pluma azul. No podía darle la satisfacción de que pensara que había perdido mi buena apariencia, por lo que me vestí con elegancia y circunspección al mismo tiempo.
Al entrar en el Palacio, me pregunté si ella encontraría alguna otra excusa para rechazarme. Pero no, esta vez pude verme cara a cara con ella.
Fue un momento emocionante. Me postré de hinojos y así permanecí hasta que sentí su mano en mi hombro y le oí decirme que me levantara.
Me levanté y nos miramos. Sabía que observaba cada detalle de mi aspecto y de mi indumentaria. No pude reprimir la satisfacción al advertir lo que ella había envejecido. Pese al cuidadoso tocado, el uso delicado de afeites y polvos, y la peluca pelirroja, no podía ocultar que había envejecido. Tenía más de sesenta años, aunque su esbelta figura y su porte erguido la favorecían mucho. Su cuello mostraba la huella de los años, pero tenía el pecho tan blanco y firme como siempre. Vestía de blanco, que tanto le gustaba: un vestido blanco forrado de tela escarlata y adornado con perlas. Me pregunté si habría cuidado ella tanto su apariencia como yo. Cuando alzó la mano, la larga manga colgante cayó hacia atrás, descubriendo el forro escarlata. Siempre había utilizado las manos teatralmente. Tenía unas manos blancas muy bellas y torneadas que no mostraban signo alguno de la edad; seguían siendo delicadas, realzadas por las joyas que resplandecían en ellas.
Apoyó las manos en mis hombros y me besó. Sentí que me ruborizaba y me alegré, pues ella lo tomó por emoción. Era sólo una sensación de triunfo. Había vuelto.
—Ha sido mucho tiempo, prima —dijo.
—Sí, Majestad, ha parecido un siglo.
—Hace más de diez años que él me dejó —hizo un mohín y creí que se pondría a llorar—. Es como si aún siguiese conmigo. Nunca llegaré a acostumbrarme a estar sin él.
Hablaba, por supuesto, de Leicester. Me habría, gustado decirle que compartía sus sentimientos, pero habría parecido completamente falso puesto que llevaba diez años casada con Christopher.
—¿Cómo murió? —preguntó.
Evidentemente, quería oír otra vez lo que ya debía saber.
—Mientras dormía. Fue una muerte tranquila.
—Me alegro. Aún leo sus cartas. Puedo verle perfectamente… Puedo verle cuando era aún un muchacho —cabeceó con tristeza—. No hubo otro como él. Hubo rumores sobre su muerte.
—Siempre hubo rumores sobre él.
—Estuvo más cerca de mí que ningún otro. Mis Ojos… eso era realmente, mis ojos.
—Confío en que mi hijo sea un consuelo para vos, Majestad.
—Ah, el impetuoso Robin —dijo, riéndose afectuosamente—. Un muchacho encantador. Le estimo mucho.
—Entonces me alegro de haberle educado para vuestro servicio.
Me miró detenidamente.
—Parece como si el destino hubiese jugado con nosotras, Lettice —dijo—. Los dos… Leicester y Essex… Los dos próximos a ambas. ¿Resulta vuestro Blount un buen esposo?
—Doy gracias a Dios por él, Majestad.
—Os casasteis muy pronto después de la muerte de Leicester.
—Me sentía muy sola.
Ella hizo un gesto con la cabeza y añadió:
—Esa hija vuestra debería ser más prudente.
—¿Os referís a Lady Rich, Majestad?
—Lady Rich… o Lady Mountjoy… no sé por qué nombre debería llamarla.
—Ella es Lady Rich, Majestad.
—Es como su hermano. Tienen una opinión excesivamente encumbrada de sí mismos.
—La vida les ha dado mucho.
—Sí, Sidney enamorado de ella y ahora Mountjoy dispuesto a prescindir de toda norma por ella.
—Eso la lleva a tener una opinión excesiva de sí misma… lo mismo que la bondad de Vuestra Majestad lleva a Essex a sus locuras.
Se echó a reír. Luego, habló de los viejos tiempos, del buen Philip Sidney que había sido tan gran héroe, y de las tragedias de los últimos años. Le parecía especialmente cruel el hecho de que, tras la derrota de la Armada, cuando parecía habérsele quitado de los hombros un gran peso (aunque luego los mismos enemigos le echarían otro), había perdido a aquel con quien podría haber compartido sus triunfos.
Luego habló de él, de que habían estado juntos en la Torre, de que él había acudido a ella al morir su hermana…
—El primero en acudir a mí, en ofrecerme su fortuna…
Y su mano, pensé. Dulce Robin, los ojos de la Reina, qué grandes esperanzas había tenido en aquellos tiempos. Me llevó consigo, haciéndome ver de nuevo al apuesto joven… incomparable, según dijo. Creo que había olvidado por completo al viejo atacado de gota en que se había convertido.
Y parecía olvidarme también, mientras vagaba viviendo el pasado con Leicester.
Luego, de pronto, me miró fríamente.
—Bien, Lettice —dijo—. Nos hemos visto al fin. Essex ha ganado.
Me dio la mano para que la besara y me despidió.
Dejé el palacio con una sensación de triunfo.
Pasó una semana. La Reina no me llamó. Estaba deseando ver a mi hijo. Le conté lo ocurrido, que la Reina había hablado conmigo y había estado muy cordial, muy íntima incluso. Sin embargo, no había recibido después ninguna invitación para volver a la Corte.
Essex le mencionó el tema, diciéndole lo satisfecha que me sentía yo de que me hubiese recibido en privado. Y que lo que ahora deseaba ardientemente era que me permitiese besar su mano en público.
Robin me miró con tristeza.
—Es una vieja perversa —exclamó; me quedé aterrada pensando lo que pasaría si le oían los criados—. Dice que me prometió veros y que lo ha hecho. Y dice que eso es todo, que no habrá más.
—¡No querréis decir que no volverá a recibirme! —grité furiosa.
—Dice que todo sigue como siempre. No desea recibiros en la Corte. No tiene nada que deciros. Habéis demostrado no ser amiga suya y ella no tiene ningún deseo de veros.
Así pues, volvía a estar igual que antes. Nada había significado aquel breve encuentro. Era como si no se hubiese celebrado. Me la imaginé riéndose con sus damas, comentando quizá la entrevista.
«¡La Loba creyó que volvía! ¡Ja, ja! Tendrá que cambiar de idea…»Y luego se miraría en el espejo y no se vería ya como era entonces, sino como una joven recién subida al trono, en todo el esplendor de su gloriosa juventud… y a su lado su Dulce Robin, con quien nadie podía compararse.
Luego, para aplacar su dolor y como un bálsamo para sus heridas, las heridas que él le había causado prefiriéndome a mí, reiría a carcajadas de mi desilusión, de que hubiese dejado crecer mis esperanzas y haberme atrevido a acudir a ella para poder humillarme aún más.
Me aproximo ya en estas memorias a la época más trágica de mi vida, pues creo, considerándola desde aquí, que aquella terrible escena que hubo entre Essex y la Reina fue para él el principio del desastre. Estoy segura de que ella nunca se lo perdonó, como jamás me perdonó a mí el que me casara con Leicester. Lo mismo que era fiel a sus amigos, podía decirse que lo era a sus enemigos; y lo mismo que recordaba un acto de amistad y lo recompensaba una y otra vez, jamás podía olvidar un acto desleal.
Sé que Essex la provocó mucho. Su íntimo amigo, el conde de Southampton, estaba por entonces en desgracia. Elizabeth Vernon, una de las damas de honor de la Reina, sobrina de mi primer esposo, Daniel Devereux, se había hecho amante de Southampton, y Essex les había ayudado a contraer matrimonio en secreto. En cuanto la Reina se enteró, Essex declaró audazmente que no veía por qué no podían los hombres casarse como deseaban y seguir sirviendo a la Reina. Esto la irritó.
Entretanto Isabel intentaba firmar un tratado de paz con España. Odiaba la guerra, como siempre, y solía decir que sólo debía emprenderse en casos del auténtica emergencia (como en la época en que la Armada amenazaba con atacar) y debía procurarse evitarla siempre.
Essex tenía un punto de vista muy distinto, y quería poner fin a las negociaciones de paz. Consiguió por fin ganarse al Consejo, para pesar de Lord Burleigh y Robert Cecil.
Essex empezó a actuar contra sus enemigos con aquella furiosa energía típica de él. Mi hermano William que, ahora que mi padre había muerto, había heredado el título, intentó disuadirle de su vehemencia. Christopher adoraba ciegamente a Essex y, aunque en principio yo me había alegrado de que existiese esta relación cordial entre ambos, prefería que Christopher permaneciese un poco al margen. Mountjoy le previno, y lo mismo hizo Francis Bacon, recordando la estrecha amistad que le había unido siempre a Essex; pero Essex, impetuoso y temerario como siempre, no quiso prestar oídos.
La Reina desaprobaba firmemente lo que él estaba haciendo, y se lo indicó en su actitud hacia él. El asunto llegó a su apogeo un cálido día de junio y creo que fue entonces cuando Essex dio el primer paso irrevocable hacia el desastre, pues hizo lo que la Reina jamás toleraba y jamás olvidaba fácilmente: ofendió su dignidad y, de hecho, a punto estuvo de ofender a su persona.
Irlanda era un asunto muy delicado, como lo había sido siempre, y la Reina consideraba la posibilidad de enviar allí a un representante real.
Dijo que confiaba en Sir William Knollys. Era un pariente suyo del que no podía dudar de su lealtad. Su padre le había servido fielmente toda la vida y ella propuso a Sir William para la tarea.
—No servirá —gritó Essex—. El hombre adecuado para esa tarea es George Carew.
Carew había participado en la expedición a Cádiz y a las Azores. Había estado en Irlanda y conocía la situación allí. Además, era íntimo amigo de los Cecil, y si podía ser expulsado de la Corte, mucho mejor para Essex.
—He dicho William Knollys —dijo la Reina.
—Os equivocáis, Majestad —replicó Essex—. Mi tío es totalmente inadecuado para ese cargo. Vuestro hombre es Carew.
Nadie había hablado jamás a la Reina de aquel modo. Nadie le decía que estaba equivocada. Si sus ministros estaban seguros respecto a una cuestión, procuraban persuadirla suave y sutilmente para que cambiase de actitud. Burleigh, Cecil y los demás seguían esta táctica. Pero decir «Os equivocáis, Majestad» de modo tan desafiante, era algo que no podía tolerarse… ni siquiera a Essex.
Cuando la Reina le ignoró con un gesto que implicaba que la sugerencia de aquel joven impertinente era indigna de tomarse en cuenta, Essex tuvo un súbito ataque de cólera. Ella le había insultado en público. Le indicaba que lo que él decía era intrascendente. Por unos instantes, su temperamento anuló lo mejor de su sentido común. Se volvió de espaldas a la Reina.
Ella había aceptado el exabrupto (por el que sin duda le reprendería más tarde y le prevendría para que no lo repitiese), pero aquello era un insulto deliberado.
Se acercó a él y le abofeteó sonoramente, diciéndole que se fuese y esperase sus órdenes.
Essex, ciego de cólera, echó mano a la espada y la habría sacado si no le hubieran sujetado inmediatamente. Mientras le sacaban del salón, gritó que no habría soportado un agravio tal de Enrique VIII. Nadie había presenciado una escena parecida entre un monarca y un súbdito.
Penélope vino en seguida a Leicester House a hablar con Christopher y conmigo y mi hermano William se unió a nosotros con Mountjoy.
William creía que aquél sería el final de Essex, pero Penélope no era de la misma opinión.
—Le estima demasiado. Le perdonará. ¿Adonde se ha ido?
—Al campo —le dijo Christopher.
—Ha de permanecer allí hasta que esto se olvide —dijo William—. Es decir, si alguna vez su Majestad lo olvida.
Yo estaba realmente preocupada, pues no veía cómo podría olvidarse una ofensa así. Haber dado la espalda a la Reina era bastante grave, pero haber intentado sacar la espada era un ultraje y podía considerarse traición… y él tenía muchos enemigos. Nos sumimos todos en el pesimismo y la tristeza y dudaba de que en realidad Penélope sintiese verdaderamente el optimismo que expresaba.
Todo el mundo hablaba de la caída de Essex, hasta que una cuestión de gran importancia desplazó a mi hijo de la atención pública. Lord Burleigh, que tenía setenta y seis años, y llevaba algún tiempo enfermo, se moría. Había sufrido mucho de los dientes (aflicción por la que la Reina sentía gran simpatía puesto que también ella la padecía) y, por supuesto, había soportado toda su vida una gran tensión. El mismo orden meticuloso que había aplicado a los asuntos oficiales, lo aplicaba también a los personales. Según me contaron, se acostó, llamó a sus hijos, les bendijo, bendijo a la Reina, y entregó su testamento a su mayordomo. Y luego, tranquilamente, se murió.
La Reina sintió mucho su fallecimiento. Se retiró a sus aposentos a llorarle y durante algún tiempo, cuando se mencionaba su nombre, se le llenaban los ojos de lágrimas. No había mostrado tanta emoción desde la muerte de Leicester.
Lord Burleigh había muerto en su casa del Strand y trasladaron su cadáver a Stamford Barón para enterrarle, pero sus exequias se celebraron en la abadía de Westminster. Essex acudió desde su retiro vestido de negro y era evidente que ninguno de los asistentes parecía tan melancólico como él.
Después acudió a Leicester House y mi hermano William Knollys estaba allí con Christopher y Mountjoy.
—Es hora ya de que vayáis a ver a la Reina —dijo William—. Está destrozada por el dolor. Es el momento de que vayáis y la consoléis.
—Ni ella está de humor para recibirme —gruñó Essex—, ni yo para estar con ella.
—Ella me ha ofendido a mí —repliqué— pero aun así, si me pidiese que acudiera a la Corte mañana, iría muy gustosa. Os ruego que no hagáis necedades, hijo mío. Cuando se trata con monarcas, uno debe dejar a un lado las afrentas personales.
William me lanzó una mirada de aviso. Mi hermano era como nuestro padre… un hombre muy cauto.
—Cuanto más tiempo estéis alejado de ella, más se endurecerá respecto a vos —advirtió Mountjoy a Essex.
—Ya no piensa en mí —replicó Essex—. No hace más que hablar de lo bueno que fue Burleigh. De que jamás se opuso a ella. Tuvieron diferencias de opinión, pero él jamás olvidó que era su súbdito. No, no tengo intención de ir a la Corte a escuchar un panegírico de las virtudes de Burleigh.
En vano intentamos hacerle comprender qué era lo mejor para él. Se interponía su terco orgullo. Ella era quien debía pedirle que volviese, y entonces él lo consideraría.
Aquel hijo mío carecía del sentido de la realidad, y esto me hacía temer mucho por él.
Mountjoy me dijo que la Reina había dejado de pensar en Essex, tan afectada estaba por la muerte de Burleigh. Hablaba a quienes la rodeaban de aquel buen hombre: su Espíritu, como aún le llamaba. «Él jamás me falló», decía. Hablaba de la rivalidad que había existido entre aquellos dos súbditos tan estimados por ella y que tanto habían significado para ella: Leicester y Burleigh. Nada podría haber hecho sin ellos, decía, y volvía a llorar. Sus Ojos, su Espíritu, ambos perdidos para siempre… Qué distintos eran ellos a los hombres de la nueva época. Luego hablaba de la bondad de Burleigh. Había sido un padre excelente. La prueba era cómo había conseguido encumbrar a Robert, su pequeño Elfo. Robert, por supuesto, era inteligente. Burleigh se había dado cuenta de ello. No había intentado promocionar a su hijo mayor (ahora Lord Burleigh) ante la Reina, por saber que no tenía inteligencia suficiente para servirla. No, el genio era Robert, el jorobado, el pequeño Elfo de pies planos. Y su buen padre se había dado cuenta de ello. ¡Oh, cómo echaba de menos a su querido Espíritu!
Y seguía así, sin lamentar la ausencia de Essex.
—No puedo competir con un muerto en el corazón de una mujer sentimental —decía Essex.
Sus palabras eran cada vez más temerarias y descabelladas. Temblábamos todos por él. Hasta Penélope, que estaba constantemente instándole a lo que yo a veces consideraba una temeridad aún mayor.
Sin embargo, todos conveníamos en que debía intentar reconciliarse con la Reina.
Se presentó una oportunidad en la reunión del Consejo a la que él, como miembro del mismo, debía asistir. Su arrogante respuesta fue que no lo haría mientras no le hubiesen garantizado previamente una entrevista con la Reina. La Reina ignoró esto, y él no asistió, pero fue a Wanstead a rumiar su resentimiento.
Llegaron malas noticias de Irlanda, donde el conde irlandés de Tyrone se había rebelado y amenazaba a los ingleses, no sólo en el Ulster, sino en otras provincias. El comandante en jefe inglés, Sir Henry Bagnal, había sido derrotado y, al parecer, de no emprenderse una acción inmediata, Irlanda se perdería.
Essex abandonó rápidamente Wanstead y asistió a la reunión del Consejo. Declaró tener conocimientos especiales de la cuestión irlandesa y, dado lo peligroso de la situación, pidió a la Reina una entrevista. Ella se la negó y él tuvo un ataque de furia.
La furia y la frustración produjeron sus efectos. Penélope vino a decirme que temía que estuviese enfermo. Le había dado una de aquellas fiebres intermitentes y, en su delirio, insultaba a la Reina. Christopher y yo, con Penélope, bajamos a Wanstead a cuidarle y protegerle de los que estaban deseosos de informar de todo esto a Isabel.
¡Cuánto le quería! Quizá le quisiese entonces más que nunca. Era tan joven, tan vulnerable; y el dolor de verle así despertaba todos mis instintos maternales. Nunca olvidaré su aspecto de entonces, su hermoso pelo revuelto y aquella extraña mirada que había en sus ojos. Sentía cólera contra la Reina que era, sin duda, quien le había llevado a aquel estado, aunque en el fondo de mi corazón sabía que él mismo había sido la causa de todo.
¿Nunca aprendería?, me preguntaba. ¡Cómo deseé entonces que Leicester estuviese vivo para poder hablar con él! Pero, ¿cuándo había escuchado Essex a nadie? Mi hermano William y Mountjoy (cuya relación con Penélope le convertía en una especie de hijo para mí) procuraban prevenirle. En cuanto a Christopher, parecía admirar tanto a mi hijo que cualquier cosa que hiciese le parecía razonable.
Cuando la Reina supo qué Essex estaba enfermo, cambió de actitud. Quizá la muerte de Burleigh le hiciese sentirse sola… ¿quién sabe? Ahora todos habían muerto, Sus Ojos, Su Espíritu, Su Moro y su Jefe de Rebaño. Aún le quedaba uno que amar: el temerario incontrolable pero fascinante hijo de su vieja enemiga.
Envió a su médico a verle con orden de que le comunicase de inmediato su estado; y de que tan pronto como se encontrase en condiciones de viajar (pero no antes), fuese a verla.
Era la reconciliación, y él se recuperó de inmediato. Christopher estaba encantado. Nadie puede resistírsele mucho tiempo, decía. Pero mi sobrio hermano William se sentía menos eufórico.
Essex vino a verme después de que le recibiese la Reina. Ella se había mostrado cordial y cariñosa y había manifestado su satisfacción por verle de nuevo en la Corte. Creyó él que todo volvía a ser como siempre, y se sentía secretamente satisfecho de ver que podía hacer lo que nadie se atrevía a hacer y, pese a todo, recuperar su favor. En el baile de la Noche de Reyes, todo el mundo se fijó en que Essex bailaba con la Reina y en que ella parecía encantada de tenerle a su lado.
Sin embargo, yo recelaba y la maldecía —en secreto, claro— por mi obligado destierro.
Essex dijo que iría a Irlanda. Iba a darle una lección a Tyrone. Nadie sabía tanto como él de la cuestión irlandesa, y creía que su padre había sido mal pagado por su país. Lo había entregado todo por la causa y, debido a haber muerto antes del triunfo, le habían considerado un fracasado. Él vengaría aquello. El conde de Essex había muerto en Irlanda y se había dicho que había fracasado. Ahora el hijo de Essex iría a continuar la obra de su padre; él triunfaría y el nombre de Essex se recordaría siempre con respeto cuando se mencionase Irlanda.
Todo esto era muy impresionante. La Reina, con uno de sus malévolos comentarios, le recordó que, puesto que le preocupaban tanto los asuntos de su padre, había aún algunas deudas suyas no satisfechas.
Esta referencia a las deudas de mi primer esposo produjo un estremecimiento en la familia, y yo temí que pudiesen citarme de nuevo para saldarlas. Essex declaró que si la Reina persistía en aquella actitud rapaz (después de todo lo que él había hecho por ella) dejaría la Corte para siempre. Esto era un puro disparate, pues él sabía igual que todos que su única esperanza de progreso estaba en la Corte.
La Reina debía estar muy preocupada por él, pues la cuestión quedó marginada y no volvió a oírse hablar de ella y, tras cierta resistencia, dio a Essex permiso para ir a Irlanda y el mando del ejército allí.
Él rebosaba satisfacción. Acudió a Leicester House y nos explicó sus planes. Christopher le escuchó atentamente, contemplándole con aquella admiración que en tiempos había mostrado hacia mí.
—Queréis acompañarle, ¿verdad? —dije.
—Os llevaré, Christopher —dijo Essex.
¡Mi pobre y joven esposo! ¡No podía ocultarme sus deseos aunque lo intentase! ¡Qué distinto de Leicester! A él jamás se le habría ocurrido prescindir de lo que desease o de lo que pudiese serle provechoso. Por extraño que parezca, me sentía inclinada a despreciar a Christopher por su debilidad.
—Debéis ir —le dije.
—Pero cómo puedo dejaros…
—Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma. Id con Rob. Será para vos una buena experiencia. ¿No creéis, Rob?
Essex dijo que para él sería una gran ventaja tener a su lado a personas de confianza.
—Entonces queda decidido —añadí.
Era evidente la satisfacción de Christopher. Nuestro matrimonio había sido feliz, pero yo ya estaba cansada. Tenía casi sesenta años y él parecía a veces demasiado joven para interesarme.
En marzo de aquel año (el último del siglo), mi hijo partió de Londres, junto con mi esposo. La gente salía a la calle a verle pasar, y he de decir que tenía un aspecto espléndido. Iba a someter a los irlandeses; iba a dar paz y gloria a Inglaterra; había en él algo divino. No era extraño que la Reina le amase.
Por desgracia, cuando la expedición llegó a Islington, estalló una feroz tormenta y los jinetes quedaron empapados por la lluvia. Los truenos y relámpagos asustaron a la gente que no salía de casa paralizada de terror, pues al parecer, consideraban aquella súbita y violenta tormenta un mal presagio. Me reí de esta superstición, pero más tarde llegué incluso a preguntarme si no tendría sentido.
Todo el mundo sabe cuál fue el desastroso resultado de aquella campaña. Cuánto más felices habríamos sido todos si Essex no la hubiese emprendido. El propio Essex comprendió en seguida la magnitud de su tarea. Los nobles irlandeses estaban contra él, y lo mismo el clero, que tenía gran influencia en el pueblo. Escribió a la Reina diciéndole que someter a los irlandeses sería la operación más costosa de su reino. Tenía que haber allí un poderoso ejército inglés y, dado que la nobleza irlandesa no era contraria a un pequeño soborno, quizás éste fuera el mejor medio de atraerles a nuestra causa.
Hubo una discusión entre la Reina y Essex sobre el conde de Southampton, a quien ella no había perdonado que hubiese dejado embarazada a Elizabeth Vernon, aunque lo hubiese enmendado casándose con ella. Essex y Southampton eran amigos íntimos, y Essex había nombrado a aquél caballerizo mayor de la campaña, nombramiento que la Reina no aprobaba. Ordenó, por tanto, que se depusiese a Southampton de tal cargo y Essex fue lo bastante temerario como para negarse a hacerlo.
Yo estaba cada vez más aterrada ante las noticias que me llegaban, no sólo por la creciente cólera de la Reina, sino por el peligro en que tanto mi esposo como mi hijo se habían puesto.
Penélope era siempre la primera en enterarse de las noticias y me tenía informada de lo que pasaba. Contaba además con el consuelo de la compañía de mi hija Dorothy y de sus hijos. Su primer marido, Sir John Perrot, con el que tan románticamente se había casado, había muerto, y había contraído segundas nupcias con Henry Percy, conde de Northumberland. Pero este matrimonio no dio buenos resultados, y por eso ella acudía con frecuencia a mi casa. Solíamos hablar de las pruebas y sinsabores de la vida matrimonial.
Tenía la impresión de que mi familia no había tenido demasiada suerte en el matrimonio. Frances, hasta cierto punto, amaba a Essex. Era extraño que, sin importar lo mal que se portara, parecía ligar a sí a la gente. Sus infidelidades eran del dominio público y creo que a veces se entregaba a ellas en parte por irritar a la Reina. Sus sentimientos respecto a ella eran extraños. En cierto modo, la amaba. Ella estaba por encima de las demás mujeres y no sólo por el hecho de ser la Reina. Yo misma sentía en ella ese poder. Era algo casi místico. ¿No era un hecho el que, desde que ella había dejado claro que no tenía intención alguna de aceptarme de nuevo en su círculo, la vida había perdido su sabor? ¿Lo sabía ella? Quizás. Yo era una mujer orgullosa, y, sin embargo, había hecho un gran esfuerzo por complacerla. ¿Estaba ella riéndose, diciéndose a sí misma que su venganza era completa? Ella había ganado la última batalla. Se había vengado de mí: una súbdita que se había atrevido a convertirse en su rival y que se había apuntado grandes victorias contra ella.
En fin, tal era la situación de mi familia. Essex un Don Juan con varias amantes, Penélope viviendo abiertamente con Lord Mountjoy; incluso le había dado un hijo que había recibido el apellido de él, y estaba de nuevo embarazada. Lord Rich no había hecho ningún esfuerzo por divorciarse, y yo suponía que era debido a la influencia de Essex en la Corte. Si mi hijo Walter hubiese vivido, habría sido el tranquilo, el que viviese respetablemente con su familia. Pero, por desgracia, había muerto.
La tormenta estalló cuando Essex se entrevistó con el rebelde Tyrone y llegó a un acuerdo con él. A la Reina le enfureció que Essex se hubiese atrevido a llegar a un acuerdo con un enemigo sin consultarle primero. Haría bien en tener cuidado, declaró.
Essex volvió entonces a Inglaterra. ¡Qué temerario e impulsivo era! ¡Qué imprudente! Cuando lo pienso, le veo claramente caminar paso a paso hacia el desastre. ¡Si hubiese hecho caso de mis advertencias!
Llegó al palacio de Nonsuch a las diez de la mañana, hora en que la Reina estaba arreglándose. Creo que entonces debía estar realmente un poco asustado. Ahora quedaba demostrado que todas sus bravatas y presunciones de someter a Irlanda habían sido prematuras. Sabía, además, que los enemigos que tenía en la Corte estaban siempre alrededor de la Reina, deseosos de provocar su caída. Pero él no permitiría que nadie le detuviese. Él tenía que ver de inmediato a la Reina, antes de que alguien pudiese deformar los hechos y ponerla en su contra. Él era el gran Essex, y si deseaba ver a la Reina, la vería, fuese la hora que fuese.
¡Qué poco entendía a las mujeres!
Pese a los temores que yo sentía por él, no pude evitar reírme al imaginar la escena. Isabel asombrada, recién levantada de la cama, rodeada sólo de las contadas mujeres a las que permitía compartir la íntima ceremonia de su tocado.
Una mujer de sesenta y siete años no quiere que la vea en ese momento un joven admirador.
Essex me contó después que apenas si la reconoció. Estaba investida de todo menos de realeza. El pelo gris le colgaba sobre la cara, ningún colorete avivaba sus mejillas y aquel brillo de sus ojos a que tan acostumbrados estaban sus cortesanos no existía.
Y allí, ante ella, apareció Essex: lleno de barro por el viaje, pues no se había detenido siquiera a lavarse ni a cambiarse de ropa.
Ella estuvo, por supuesto, magnífica, como en cualquier circunstancia. No mostró signo alguno de estar desarreglada, de no tener la cara pintada, peluca, gorguera y un espléndido vestido. Le tendió la mano para que se la besara y dijo que le vería más tarde.
Él vino a mí triunfante. Era como si ella estuviese a sus órdenes, me contó. Había irrumpido en sus aposentos y la había visto en un estado en el que ningún hombre la había visto antes. Sin embargo, le había sonreído muy amablemente.
—¡Dios mío! Es una anciana. Hasta hoy no me había dado cuenta de lo vieja que es.
Moví la cabeza. Sabía lo que estaría pensando ella. Él la había visto en aquel estado. Me la imaginaba pidiendo un espejo, imaginaba la angustia que sentiría en su corazón cuando viese lo que el espejo reflejaba. Quizá por una vez se contemplase a sí misma tal como era realmente y no pudiese en aquel momento pretender que era ya tan lozana como la joven que había retozado con el almirante Seymour y había coqueteado con Robert Dudley en la Torre. Ambos habían muerto, y ella seguía allí, aferrándose desesperadamente a aquella imagen de su juventud que Essex había destruido aquella mañana en Nonsuch. Pensé que no lo olvidaría fácilmente.
Supliqué a Robert que tuviese mucho cuidado, pero cuando ella volvió a verle, se mostró muy complaciente y cordial.
A la cena, se le unieron sus amigos, entre ellos Mountjoy y Lord Rich, pues ninguno de los dos, en su amistad con Essex, se tenían resentimiento, pese a ser uno el amante y otro el esposo de la hermana de Essex.
Raleigh, según supe, cenó aparte con sus amigos, entre ellos Lord Grey y el conde de Shrewsbury, formidables enemigos.
Aquel mismo día, más tarde, Essex fue llamado a presencia de la Reina, que ya no se mostró amistosa. Estaba enojada de que hubiese dejado Irlanda sin su permiso, y dijo que su conducta equivalía a traición.
Esto desconcertó a Robert. Hasta entonces le había parecido muy cordial y se había mostrado amable cuando irrumpió en su aposento.
Pobre Essex, a veces pienso que fue el hombre más obtuso que he conocido. Aunque es bastante cierto que puede decirse lo mismo de muchos hombres respecto al funcionamiento de la mente femenina.
Yo podía imaginar fácilmente la entrevista. Ella no vería la figura resplandeciente que reflejaba en aquel momento el espejo del salón, sino a la vieja arrugada, recién levantada del lecho, sin ningún adorno, el pelo gris colgándole sobre la cara. Essex había visto aquello y ella no podía perdonárselo.
Se le comunicó que debía permanecer en su cámara. Era un prisionero.
Christopher vino a verme muy afectado y me informó de que Essex había sido considerado culpable de desobediencia a la Reina. Había abandonado Irlanda en contra de los deseos de ella, y había irrumpido audazmente en sus aposentos. La Reina no podía tolerar tal conducta. Le enviarían a York House y allí permanecería hasta que la Reina decidiese lo que había que hacer.
—La Corte se traslada a Richmond —dijo Christopher— No logro entenderlo. Parece como si ella ya no se preocupase por él, como si se hubiese vuelto en su contra.
Me dio un vuelco el corazón. Mi amado hijo había ido demasiado lejos.
Sin embargo, podía entender perfectamente a la Reina. No podía soportar ya estar junto a un hombre que había visto lo anciana que era. Yo siempre había sabido que era la mujer más vanidosa de su reino y que vivía en un sueño en el que ella era todo lo bella que los cortesanos aduladores la proclamaban.
Essex la había desobedecido. Había convertido la campaña irlandesa en un desastre. Todo eso podría haberse perdonado. Pero el haber arrancado la máscara de incredulidad de los ojos de ella, haber mirado lo que ningún hombre debía ver, eso constituía un pecado imperdonable.
Todos estábamos muy preocupados por él. Estaba muy enfermo. La disentería que le había atacado en Irlanda (y que quienes no creían que Leicester hubiese matado a su padre estaban seguros de que había terminado con él) persistía. No podía comer; no podía dormir. Todo esto lo sabíamos por quienes le asistían, pues no se nos permitía ir a verle.
Estábamos aterrados de que le enviasen a la Torre.
Mountjoy estaba constantemente en Leicester House. Yo sabía que Essex había mantenido durante algún tiempo correspondencia con el Rey de Escocia, así como Mountjoy y Penélope, para asegurar a aquel monarca que eran partidarios de que él heredase el trono a la muerte de Isabel. Yo siempre había considerado peligrosa aquella correspondencia, pues si las cartas caían en manos de la Reina, ella y otros las considerarían traición. Leicester nunca había sido tan imprudente. Recordaba las veces que se había visto en situaciones arriesgadas y la destreza con que había sabido cubrirse. Si mi hijo me hubiese escuchado, si hubiese hecho caso de lo que yo le había dicho… Pero, ¿de qué servía ya? No sabía escuchar, y, aunque hubiese escuchado, no habría hecho caso del consejo.
Ahora Mountjoy hacía planes para ayudar a Essex a escapar de York House y huir a Francia. Southampton, por cuya causa Essex había incurrido en la cólera de la Reina, declaró que iría con él.
Pero, irónicamente, Essex (prudente por una vez) se negó a huir.
La pobre Frances estaba desolada. Quería estar con él pero le era imposible. Desesperada, fue a la Corte a suplicarle clemencia a la Reina.
La esposa de Essex, a quien la Reina detestaba, aunque no tan ferozmente como a mí, claro, era la última persona que debería haber intentado pedirle por él, aunque, desde luego, yo, su madre, habría sido aún peor recibida. Por supuesto, los jóvenes no conocían como yo a Isabel. Sin duda se habrían reído de mí por creer que la desgracia de Essex se debía en cierto modo al hecho de haber irrumpido en sus aposentos y haberla visto sin adornos y afeites.
Frances, naturalmente, fue despedida con orden de no volver a la Corte.
El proceso de mi hijo se celebró en la Star Chamber. Se le acusaba de que se le habían entregado, con gran coste, las fuerzas que había solicitado; que él había desobedecido las instrucciones y había regresado a Inglaterra sin permiso; que había celebrado una conferencia con el traidor Tyrone y llegado a acuerdos inaceptables.
Esto era la caída de Essex. Unos días después, quedó desbaratado su hogar y sus criados recibieron orden de buscar nuevos amos a quienes servir. Tan enfermo estaba que temíamos por su vida.
Yo creía que la conciencia de la Reina la haría reaccionar. Le había querido mucho y yo sabía lo fiel que ella era en sus afectos.
—¿Está realmente tan enfermo como me decís que está? —preguntó a Mountjoy, que le aseguró que sí lo estaba.
—Enviaré a mis médicos para que le vean —dijo.
—No son médicos lo que necesita, Majestad —contestó Mountjoy—. Sino una palabra amable de vos.
Entonces ella le envió un poco de caldo de su propia cocina con el mensaje de que consideraría la posibilidad de visitarle.
Durante aquellos primeros días de diciembre, creímos realmente que moriría. Se rezó por él en las iglesias, lo cual irritó a la Reina, pues no se le había pedido permiso para hacerlo.
De todos modos, dijo que su mujer podría visitarle y atenderle. Luego mandó llamar a Penélope y a Dorothy y las recibió amablemente.
—Vuestro hermano es un hombre muy importante y necio —les dijo—. Comprendo vuestro dolor y lo comparto.
A veces pienso que habría sido mejor que Essex hubiese muerto entonces, pero cuando vio a Frances junto a él, y comprendió que la Reina le había dado permiso para acudir a atenderle y cuando se enteró de que Penélope y Dorothy habían sido recibidas por la Reina, empezó a albergar esperanzas, y la esperanza era para él la mejor medicina.
No se me permitía verle, pero Frances vino a decirme que su salud mejoraba, y que estaba pensando enviar a la Reina un regalo de Año Nuevo.
Pensé en todos los lujosos regalos de Año Nuevo que Leicester le había hecho y en que yo había tenido que vender mis tesoros para pagarlos. Sin embargo, era muy aconsejable enviarle el regalo y así lo hicimos. Yo estaba deseando saber cómo lo recibía.
No fue ni aceptado ni rechazado.
Fue patético ver el efecto que le causaba a él enterarse de que el regalo no había sido rechazado. Se levantó de la cama y al cabo de unos días ya pudo caminar. Mejoraba a ojos vista.
Frances, sabiendo lo nerviosa que yo estaba, me enviaba frecuentes mensajes. Me sentaba a mi ventanal esperando que llegaran y pensando en la Reina, que también estaría nerviosa, pues le amaba. Y yo había visto ya con Leicester que ella era capaz de sentimientos profundos. Sin embargo, no me permitiría a mí, su madre, ir a verle. Estaba casi tan celosa del amor de mi hijo por mí, como lo había estado del de Leicester.
Luego supe la alarmante noticia de que la Reina le había devuelto su regalo. Sólo había cedido al temer que la vida de él estuviese en peligro.
Ahora que ya no estaba enfermo, debía continuar sintiendo el peso de su cólera. Así pues, aunque recuperado de su enfermedad, seguía igualmente en peligro, por parte de la Reina y de sus enemigos.
El destino parecía decidido a asestar golpe tras golpe sobre mi pobre hijo. Cuánto hubiese dado yo porque aún viviese Leicester. Él habría podido orientar a Essex y exponer su causa ante la Reina. Resultaba descorazonador ver derrotado a aquel hombre orgulloso que casi, aunque no del todo, aceptaba la derrota. Christopher fue de poca ayuda. Aunque llevábamos bastante tiempo casados, parecía el muchacho que era cuando su juventud me había atraído. Ahora yo anhelaba madurez. Pensaba constantemente con añoranza en Leicester. Essex era un héroe para Christopher. No podía ver en él defecto alguno. Creía que únicamente se veía en aquella situación por su mala suerte y por sus enemigos. No se daba cuenta de que el mayor enemigo de Essex era él mismo, y que la fortuna no sigue sonriendo al que abusa de ella.
Todo se acercaba a un rápido y aterrador desastre. Se hablaba mucho de un libro que había escrito Sir John Hayward. Cuando lo leí comprendí lo peligroso que era en aquel momento, pues trataba de la deposición de Ricardo II y la subida al trono de Enrique IV, e implicaba que si un monarca era indigno de reinar, estaba justificado que el siguiente en la línea de sucesión tomase el trono. Y resultaba aún más desdichado que Hayward hubiese dedicado el libro al conde de Essex. Me di cuenta de que los enemigos de Essex, Raleigh por ejemplo, se apoyarían en esto y lo utilizarían en su contra. Ya les oía decirle a la Reina que el libro implicaba que ella no estaba capacitada para reinar. Como había sido dedicado a Essex, ¿no habría éste participado en su elaboración? ¿No sabía la Reina que Essex y su hermana Lady Rich habían mantenido correspondencia con el Rey de Escocia?
Se requisó el libro y Hayward fue encarcelado, y la Reina comentó que quizás él no fuese el autor y que fingiese serlo a fin de proteger a un malvado.
Penélope y yo nos sentábamos a hablar de estas cuestiones hasta que quedábamos dormidas de puro agotamiento. Pero no llegábamos a ninguna conclusión y no podíamos dar con la solución al problema.
Mountjoy estaba en Irlanda, triunfando donde Essex había fracasado, y Penélope me recordó que Essex había dicho que Mountjoy no sabría desempeñar la tarea por ser de tendencias excesivamente ilustradas y por preocuparse más de los libros que de las batallas. ¡Qué equivocado estaba! ¿Había tenido alguna vez razón mi pobre Essex, en realidad?
Además, estaba endeudado, pues la Reina no había querido renovar los derechos que le había otorgado sobre la importación de vinos dulces, y era con esto con lo que contaba para pagar a sus acreedores. Al parecer su suerte no podía empeorar… pero claro que podía.
Nunca había sido capaz de verse claramente a sí mismo. En su opinión, él medía tres metros de altura y los demás hombres eran pigmeos. Comprendí durante aquellos terribles días que le amaba como a nadie… desde aquel tiempo en que había estado obsesionada por Leicester. Pero era un tipo distinto de amor. Cuando Leicester se había vuelto más torpe y me había olvidado por la Reina, yo había dejado de amarle. Pero jamás podría dejar de amar a Essex.
Él estaba ahora en Essex House, y se congregaba allí toda clase de gente. Empezaba a ser conocido el lugar como cita de descontentos. Southampton estaba constantemente con él, y era uno de los que habían perdido el favor de la Reina. Todos los hombres y mujeres que se sentían despechados, que creían no haber recibido lo que les correspondía, se agrupaban y murmuraban contra la Reina y sus ministros.
¡Oh qué impetuoso e insensato era mi hijo! En un acceso de cólera contra la Reina, angustiado de perder su favor, le gritó ante varias personas que no podía confiar en ella, que sus facultades estaban tan marchitas como su pellejo.
Ojalá hubiese podido convencerle. Querría haberle dicho que John Stubbs había perdido la mano derecha no porque hubiese escrito contra el matrimonio de la Reina, sino por haber dicho que era demasiado vieja para tener hijos. Pero habría sido inútil. Aquel comentario le llevaría al cadalso, estaba segura de ello, si alguna vez sus pasos le apartaban de tal camino. Pero, por desgracia, corría hacia él.
Su gran rival, Sir Walter Raleigh, aprovechó esas palabras.
Podía imaginar cómo las deslizaría en los oídos de la Reina. Y ella debía odiarle más precisamente porque en tiempos le había amado. Aún debía angustiarle la escena de cuando él había irrumpido en sus aposentos y sorprendido a una anciana.
El resto de la historia es sobradamente conocido, cómo se organizó la conjura y cómo él y otros se apoderaron de White— hall, insistieron en entrevistarse con Isabel, la obligaron a despedir a sus ministros y a convocar un nuevo parlamento.
Tal vez al planearlo, pareciera fácil. Qué diferente fue ejecutarlo. Christopher nada me contó, y se mostraba extrañamente reservado, así que deduje que algo se tramaba. Le vi poco aquellos días, pues siempre estaba en Essex House. Luego supe que Essex esperaba mensajeros del Rey de Escocia, y esperaba, si los recibía, tener buenas razones para rebelarse y ayuda del monarca escocés.
Era lógico que todos estos acontecimientos que tenían lugar en Essex House llamasen la atención. Los espías de Essex descubrieron que había una conjura en marcha (con Raleigh a la cabeza) para capturarle, quizá matarle y, en cualquier caso, encerrarle en la Torre. Siempre que mi hijo había recorrido las calles de Londres, la gente salía a verle y aclamarle. Siempre había atraído el interés, y su simpatía y encanto habían sido fuente de fascinación. Creía, por tanto, que ahora la ciudad le seguiría y se dedicaba a recorrerla llamando al pueblo para que le apoyase, y pensando que podría así resolver sus propios problemas y los de todos.
Un sábado por la noche, algunos de sus seguidores fueron al teatro Globe y pagaron a los actores para que interpretasen Ricardo II, de Shakespeare, para que la gente pudiese ver que era posible deponer a un monarca.
Yo estaba tan alarmada que pedí a mi hermano William que viniese conmigo inmediatamente. Él estaba tan inquieto como yo.
—¿Pero qué intenta hacer? —preguntó—. ¿No sabe que está arriesgando la cabeza?
—William —exclamé yo—, os ruego que vayáis a Essex House. Vedle. Intentad que entre en razón.
Pero, por supuesto, Essex nunca atendía a razones. William fue a Essex House. Cuando llegó había allí unas trescientas personas, todos ellos extremistas y fanáticos.
William pidió una entrevista a su sobrino, pero Essex se negó a verle y, como William no quiso marcharse, le metieron dentro y le encerraron en el guardarropa. Luego Essex llevó a cabo su descabellado plan. Se lanzó a la calle con doscientos seguidores… entre ellos mi pobre y errado Christopher.
¡Oh, qué necedad, qué estupidez infantil!
Me angustia todavía ahora cuando lo pienso, aquel valeroso y necio muchacho recorriendo las calles de Londres seguido de aquella tropa inadecuada, gritando a los ciudadanos que se uniesen a él. Puedo imaginar su gran decepción cuando aquellas dignas gentes rápidamente dieron la vuelta y se metieron en sus casas. ¿Por qué habrían de rebelarse ellos contra una Reina que les había dado prosperidad, cuyo triunfo les había salvado de verse destruidos por España, todo porque ella había despedido a uno de sus favoritos?
El grito de rebelión se extendió y en Londres y en los alrededores se convocó para defender a la Reina y a la patria y, rápidamente, se formó una fuerza para combatir a Essex. La lucha fue breve, pero hubo varios muertos. Mi Christopher fue herido en el rostro con una alabarda y cayó del caballo, con lo que fue capturado, mientras Essex se retiraba y conseguía llegar a Essex House, donde rápidamente quemó las cartas del Rey de Escocia y cuanto pudiese implicar a sus amigos. Llegaron a buscarle de noche.
Yo estaba furiosa. Su amigo Francis Bacon, al que tanto había ayudado, había hablado por la acusación. Cuando pensé en todo lo que Essex había hecho por Bacon me enfurecí le llamé «¡Falso amigo y traidor!»Penélope movió la cabeza con tristeza. A Bacon le habían obligado a elegir. Tenía que considerar sus obligaciones para con la Reina y compararlas con sus obligaciones hacia Essex. Por supuesto, dijo Penélope, había de elegir a favor de la Reina.
—Essex habría elegido a favor de su amigo —indiqué.
—Sí, madre querida —replicó—, pero mira a dónde le han llevado sus actos.
Yo sabía que mi hijo estaba condenado.
Sin embargo, quedaba una esperanza. La Reina le había amado, y yo podía recordar cómo había perdonado una y otra vez a Leicester. Aunque Leicester nunca se había sublevado contra ella en una rebelión armada. ¿Qué excusa podía haber para lo que había hecho Essex? Tenía que ser razonable y admitir que no había ninguna.
Le consideraron culpable, cosa que yo suponía, y le condenaron a muerte… y con él al pobre Christopher. Yo estaba abrumada y desolada, pues temía que muy pronto me privarían de un esposo y un hijo.
Lo que siguió fue una pesadilla. Ella no podía hacer aquello. No podía. Pero, ¿por qué no? Quienes la rodeaban, le aseguraron que debía hacerlo. Raleigh (eterno enemigo de Essex), Cecil, Lord Grey, todos ellos explicaron a la Reina que no tenía alternativa posible. Sin embargo, ella era una mujer de fuertes sentimientos. Cuando amaba, amaba profundamente, y desde luego a él le había amado. Dejando a Leicester a un lado, había sido el hombre más importante de su vida.
¿Y si Leicester hubiese hecho lo que había osado hacer Essex? Pero no, nunca lo habría hecho. Leicester no era un necio. Pobre Essex, su vida había estado llena de acciones suicidas, y ahora nada podía salvarle.
¿O sí?
Mi esposo y mi hijo estaban condenados a muerte. Yo era parienta de la Reina. ¿Se compadecería de mí? Ay, si pudiera verla.
Pensé que a Frances quizá la recibiese. Siempre había sentido mucho afecto por su Moro, y ella era su hija. Además, Essex había sido notoriamente infiel a Frances y la Reina debía haberla compadecido por ello, lo cual sin duda habría atenuado la irritación que el matrimonio le había producido.
La pobre Frances estaba desolada. Le había amado profundamente, y había estado con él casi hasta el final de su libertad. Me pregunté si él habría sido entonces tierno con ella. Ojalá.
—Frances —le aconsejé—. Id a ver a la Reina. Llorad y suplicad que acepte verme. Decidle que le suplico que conceda este favor a una mujer que ha enviudado dos veces y que es muy probable que vuelva a enviudar. Explicadle que me permita verla. Decidle que sé que tiene un gran corazón bajo su dureza de Reina, y que si acepta verme ahora, la bendeciré toda mi vida.
Francés obtuvo una audiencia, durante la cual la Reina le consoló diciéndole que había sido un triste día para ella aquél en que había perdido a un gran hombre como Sidney y se había casado con un traidor.
Y, ante mi sorpresa, también a mí me concedió audiencia.
Así pues, comparecí ante su presencia una vez más. Pero esta vez de rodillas para suplicar por la vida de mi hijo. Ella vestía de negro (supongo que por Essex), pero su traje estaba cubierto de perlas; mantenía la cabeza erguida sobre la gorguera y tenía la cara muy pálida entre aquellos rizos demasiado rojos de la peluca.
Me dio la mano para que se la besara y luego dijo:
—¡Lettice!
Nos miramos. Intenté controlarme, pero me di cuenta de que se me llenaban los ojos de lágrimas.
—¡Por el amor de Dios! —dijo—. ¡Qué necio es vuestro hijo!
Incliné la cabeza.
—Y él mismo se ha metido en esto —continuó—. Jamás deseé esto para él.
—Majestad, él jamás os habría perjudicado.
—Habría dejado que lo hicieran sus amigos, sin duda.
—No, no, él os ama.
Ella movió la cabeza.
—Ve en mí un medio de prosperar. ¿No les sucede así a todos?
Me hizo señas de que me levantara y lo hice, diciendo:
—Sois una gran Reina, y el mundo entero lo sabe.
Me miró fijamente y dijo, malhumorada:
—Aún conserváis cierta belleza. Fuisteis muy bella de joven.
—Nadie podía competir con vos.
Extrañamente, yo era sincera. Ella tenía algo más que belleza, y aún lo conservaba, pese a la edad.
—Es la corona, prima.
—Pero no a todos sienta bien. Majestad; a vos sí.
—Habéis venido a pedirme que les perdone —dijo—. No pensaba veros. Vos y yo nada tenemos que decirnos.
—Pensé que quizá podríamos ofrecernos consuelo.
Me miró con altanería y dije, audazmente:
—Majestad, es mi hijo.
—¿Y le amáis mucho?
Asentí.
—No os creo capaz de amar a nadie más que a vos misma.
—A veces, he creído eso mismo, pero ahora sé que no es verdad. Quiero a mi hijo.
—Entonces debéis prepararos para perderle lo mismo que yo.
—¿Nada puede salvarle?
Negó con un gesto.
—Pedís por vuestro hijo —continuó—. No por vuestro marido.
—Por dos os pido, Majestad.
—No amáis a ese joven.
—Hemos vivido muy felices juntos.
—Me dijeron que vos le preferíais a…
—Siempre hay rumores calumniosos, Majestad.
—Jamás creí que pudieseis preferir a otro —dijo, lentamente—. Si él estuviese aquí hoy…
Movió la cabeza con impaciencia y añadió:
—La vida no ha vuelto a ser igual desde que él se fue…
Pensé en Leicester muerto. Pensé en mi hijo condenado a muerte, y olvidé todo salvo que era necesario salvarle.
Me puse de nuevo de rodillas. Sentí las lágrimas por las mejillas, y no podía hacer nada para contenerlas.
—No podéis dejar que muera —grité—. No podéis.
Se apartó de mí.
—Esto ha ido demasiado lejos —murmuró.
—Vos podéis salvarle. Oh, Majestad, que quede olvidada toda la rivalidad que ha habido entre nosotras. Todo ha pasado y acabado está… ¿cuánto creéis que vamos a vivir?
Esto le afectó. Como siempre, le afectaba mucho que se aludiese a su edad. Debería haberlo tenido en cuenta. Mi dolor eclipsó mi sentido común.
—Por mucho que me hayáis odiado en el pasado —seguí— os suplico que lo olvidéis ahora. Él ha muerto… nuestro amado Leicester… ha desaparecido para siempre. Si él estuviera hoy aquí entre nosotras, se habría arrodillado conmigo.
—Callad —gritó—. Cómo osáis venir aquí… ¡Loba! Vos le atrapasteis con vuestros hechizos. Vos os llevasteis al mejor hombre del mundo. Vos le inducisteis a engañarme… y ahora este hijo vuestro rebelde merece el hacha del verdugo. Y vos… precisamente vos, os atrevéis a venir aquí a pedirme que perdone a un traidor.
—Si dejáis que muera, jamás lo olvidaréis —dije, abandonando toda precaución en el afán último de salvar a mi hijo.
Ella guardó silencio un rato y vi que aquellos astutos ojos oscuros relampagueaban. Estaba conmovida. Le amaba, o le había amado alguna vez.
Besé fervientemente su mano, pero ella la retiró… no con aspereza, sin embargo, casi tiernamente.
—Tenéis que salvarle —supliqué.
Pero la Reina sustituía ya a la mujer emotiva que yo había entrevistado brevemente.
—He aceptado veros, Lettice —dijo muy despacio—. Por Leicester. Él lo habría deseado. Pero aunque él se arrodillase ahora ante mí y me pidiese esto, no podría satisfacerle. Ya nada puede salvar a vuestro hijo… ni a vuestro esposo. Han ido demasiado lejos. Yo no podría, aunque quisiera, detener su ejecución. Hay un momento en que uno debe seguir adelante. En que no se puede mirar atrás. Essex ha hecho esto con los ojos abiertos y con el propósito de destruirse. Yo he de firmar por fuerza su sentencia de muerte. Y vos y yo debemos despedirnos para siempre de ese necio muchacho.
Moví la cabeza. Creo que estaba loca de dolor. Me arrodillé y le besé el vestido. Ella se quedó allí plantada mirándome, y cuando alcé los ojos hacia su rostro, vi en él cierta compasión. Luego dijo:
—Levantaos. Estoy cansada. Adiós, prima. Me parece que es extraño esto, esta danza de nuestras vidas, la mía, la vuestra y las de esos dos hombres a los que amamos. Sí, hemos amado profundamente a dos hombres. Hemos perdido a uno y pronto perderemos al otro. No hay vuelta atrás. Lo que ha de ser será.
Qué vieja parecía con las huellas del dolor en el rostro.
Estuve a punto de suplicar una vez más, pero ella movió la cabeza y se volvió.
Era el final. Lo único que podía hacer era salir de allí y volver a Leicester House.
De cualquier modo, no podía creer que llegara hasta el final. Me convencí de que cuando fuese a firmar la sentencia de muerte sería incapaz de hacerlo. Había visto en su rostro que le amaba. No como había amado a Leicester, desde luego. Pero aun así le amaba. Yo aún tenía grandes esperanzas.
Pero firmó la sentencia de muerte y me hundí en la desesperación. Luego, revocó su decisión. Qué feliz me sentí… pero, ¡ay!, qué breve fue aquella felicidad. Pues, sin duda a instancias de sus ministros, cambió de actitud. Firmó de nuevo la sentencia de muerte y esta vez no se volvió atrás.
El miércoles 25 de febrero, mi hijo, vestido de negro, salió de su prisión de la Torre y le llevaron al patio alto que hay sobre la Torre de César.
Y allí, sin dejar de rezar, ofreció el cuello al hacha del verdugo.
Hubo luto en todo Londres, y el verdugo fue arrebatado por la multitud y a duras penas pudieron evitar que le dieran muerte. Pobre hombre, ¡como si fuera culpa suya!
La Reina se encerró y le lloró, y en Leicester House, yo permanecí en mis aposentos esperando noticias de mi esposo.
Al cabo de una semana de la muerte de Essex juzgaron al pobre Christopher y le declararon culpable. Y el 18 de marzo le llevaron a Tower Hill y le decapitaron.