La vieja dama de Drayton Basset


Sólo a vos debéis acusaros por vuestras malas acciones

Por las que merecéis reproche;

Cambiad pues de actitud y repudiad el mal,

entonces mi laúd lo cantará;

si aún entonces mis dedos tocan.

Llorando vuestro abandono como suelen,

No culpéis a mi laúd.


Sir Thomas Wyatt (1503-42)


Así, pues, una vez más quedé viuda, y además perdí al hijo al que, pese a todas las locuras que yo deploraba, había amado más que a nadie. Mi joven esposo, que tan devoto y fiel me había sido, había muerto con él, y yo debía emprender una nueva vida.

Todo cambiaba. La Reina ya no pretendía ser joven. Yo tenía sesenta años, así que ella debía tener sesenta y ocho… dos ancianas, que ya apenas se preocupaban una de otra. Parecía muy lejano el tiempo en que Leicester y yo hacíamos el amor en secreto, en que nos casamos en secreto, en que tanto habíamos temido la cólera real.

Me enteré de que ella había llorado por los hombres a los que había amado… principalmente por Leicester y Essex; pero también por Burleigh, Hatton, Heneage y los demás. Ya no había ninguno como ellos, decía, al parecer, olvidando que eran como dioses porque ella era entonces una diosa. Ahora no era más que una anciana.

Murió dos años después de la muerte de Essex. Conservó hasta el final su orgullo real y aunque tuvo varios brotes tic enfermedad, seguía caminando y montando a caballo en cuanto dejaba el lecho, para que la gente pudiese verla Por fin, cogió un catarro y decidió ir a Richmond, que entre todos sus palacios era el que consideraba más abrigado. Empeoró, pero no quiso guardar cama y cuando Cecil le suplicó que lo hiciese y le dijo que para contentar a la gente debía hacerlo, ella contestó con su habitual tono regio: «Pequeño, la palabra debéis no se usa con los soberanos.» Y como al final ya no podía mantenerse en pie, pidió unos cojines y se tendió en el suelo.

Cuando nos enteramos de que se moría, un gran silencio cayó sobre el país. Parecía que hacía un siglo que una joven pelirroja de veinticinco años había ido a la Torre y había declarado su decisión de trabajar y vivir para su país. Eso había hecho ella, jamás había olvidado su misión, tal como había prometido. Lo había antepuesto a todo, al amor, a Leicester, a Essex.

Cuando estaba ya tan débil que no podía resistirlo, la trasladaron al lecho.

Y el 24 de marzo de 1603 murió. Era la víspera de la fiesta de la Anunciación de la Santa Virgen.

Había elegido incluso un día muy oportuno para morir.




Así pues, todos se habían ido… todos aquellos que habían hecho mi vida digna de ser vivida.

Yo era una anciana… la abuela que debía pasar el tiempo retirada.

Había subido al trono un nuevo rey (el rey Jaime VI de Escocia se había convertido en Jaime I de Inglaterra). Un monarca descuidado y poco agradable. La brillantez de la Corte isabelina desapareció y yo no había sentido ningún deseo de incorporarme a la nueva.

Me trasladé a mi casa de Drayton Basset y decidí vivir allí una vida retirada. Era casi como renacer. De mí se recordaba que había sido madre de Essex y esposa de Leicester, y pronto tuve a mi alrededor una corte como la de una reina, lo cual me produjo cierta satisfacción.

Mis nietos me visitan a menudo. Tengo muchos y me intereso por ellos y les gusta oírme contar historias del pasado.

Sólo un acontecimiento me alteró durante estos años. Fue que el año de la muerte de la Reina, Robert Dudley, el hijo que Leicester tuvo con Douglass Sheffield, intentó demostrar que había habido un matrimonio legal entre sus padres. Naturalmente yo no podía admitir que lo demostrase, pues en caso de hacerlo, me habría visto despojada de la mayor parte de mi herencia.

Fue un pleito desagradable, como suelen ser esos pleitos, en los que existe siempre el temor de que pueda demostrarse que es cierto lo que se pretende.

Aquel hombre odioso insistió en que su padre y su madre habían contraído matrimonio y que él era realmente hijo legítimo de Leicester.

Él había estado con Essex en Cádiz, y cuando regresó, viudo, empezó el problema, pues se casó y su esposa era hija de un caballero muy enérgico, Sir Thomas Leigh de Stoneleigh. Fue este hombre quien le incitó a llevar el caso ante los tribunales. Y lo hizo, y me alegra decir que nada consiguió. Tan furioso se puso que solicitó permiso para ausentarse por tres años del país.

Concedido el permiso, abandonó Inglaterra, llevándose consigo a su bella prima, a quien tuvo que vestir de muchacho y hacerla pasar por paje suyo. Dejó a su esposa y a sus hijos en Inglaterra y jamás volvió, así que no era hombre que se tomase en serio sus responsabilidades.

Penélope siguió su azarosa vida. Tras la muerte de Essex, Lord Rich se divorció de ella y ella y Mountjoy se casaron. Hubo una gran disputa respecto a este matrimonio, oficiado por el capellán de Mountjoy, Laúd. Según muchos, Laúd no tenía derecho a casar a una mujer divorciada. Laúd se quejó durante muchos años de que esto había impedido su ascenso, aunque habría de encumbrarse más tarde.

El pobre Mountjoy, aunque habían llovido sobre él honores y se había convertido en conde de Devonshire, no vivió mucho después de su matrimonio. Murió en 1606, tres años después que la Reina. Y Penélope le siguió un año después.

Me dejó varios nietos, no sólo de Lord Rich, sino tres de Mountjoy: Mountjoy, Elizabeth y St. John.

Resultaba extraño seguir viva mientras mi hija había muerto. Pero tal era mi destino. A veces pensaba: Viviré eternamente.

Mi hija Dorothy murió en 1619, tres años antes de que su marido saliese de la Torre más blanco de lo que le habían enviado allí en la época del complot de la pólvora, por sospechoso de participar en él. Le habían privado de todas sus posesiones y condenado a estar preso allí el resto de su vida; V ahora conseguía su libertad, tras dieciséis años, por mediación del marido de su hija. Fue un matrimonio de lo más desdichado, y Dorothy había recurrido muchas veces a mí para escapar de él.

Cuando murió, yo me acercaba a los ochenta, pero aún seguía viva.

He visto tantas cosas en mi larga vida… Pude ver cómo subía al patíbulo Sir Walter Raleigh. No había podido confundir a Jaime como había confundido a Isabel. Me enteré de que había dicho al bajar la cabeza al hacha del verdugo: «Qué importa que la cabeza caiga si no cae el corazón.» Sabias y valerosas palabras, pensé, en un enemigo de Essex.

Sentada en mi aposento de Drayton Basset, pensé en Raleigh, en cómo había sido en otros tiempos. Apuesto, arrogante, seguro de sí mismo. Así caen los poderosos.

Y también a él le sobreviví.

Murió el Rey y subió su hijo al trono (el apuesto Carlos, a quien vi una o dos veces). Hombre de gran dignidad. La vida había cambiado. Jamás volvería a ser como había sido bajo la gran Isabel. Nunca habría otra como ella. Cómo se habría entristecido al ver a su amada Inglaterra caer en manos de los Estuardo. ¡El derecho divino de los Reyes! ¡Cuántas veces oímos esa frase! Ella lo había creído, por supuesto, pero al mismo tiempo había sabido que el soberano reinaba por voluntad del pueblo, y jamás había decepcionado al pueblo pudiendo evitarlo.

Jaime… Carlos… qué sabían ellos de los días gloriosos en que los apuestos caballeros de la Corte rodeaban a la Reina como mariposas a la luz de la vela y los más inteligentes sabían no quemarse las alas. Sus amantes… todos ellos, pues todos la habían amado y ella les había amado a todos. Pero, en realidad, todo eran fantasías suyas. Su verdadero amor fue Inglaterra.

Su muerte despojó a mi vida de algo vital, lo cual resultaba extraño, pues ella me había odiado y no podía decirse que yo la hubiese amado. Pero ella fue parte de mi vida, igual que Leicester… y una parte de mí murió con ellos.

Esta tranquila anciana en su casa solariega de Drayton Basset, pendiente de sus colonos, interpretando el papel de dama dadivosa y caritativa, arrepintiéndose de sus locuras juveniles para asegurarse un lugar en el cielo… ¿es esta Lettice, la condesa de Essex, condesa de Leicester y esposa de Christopher Blount? ¡Pobre Christopher! En realidad, él no contó. Cuando Leicester murió, yo ya había dejado de vivir peligrosa y gloriosamente. Y todo esto viví yo. Todas estas personas pasaron por la vida, interpretaron sus papeles y murieron mientras yo seguía viviendo.

Ahora que he escrito esta historia del pasado, lo vivo todo de nuevo tan vívidamente que parece que hubiera sucedido ayer. Si cierro los ojos, pienso a veces que al abrirlos voy a ver a Leicester inclinado sobre mí, alzándome para besarle, despertando en mí aquel deseo que a los dos nos parecía irresistible. Puedo pensar que estoy en el tocador de la Reina y que, de pronto, recibo un pellizco en el brazo porque estoy distraída y me olvido de pasarle sus gorgueras.

veo que estamos los tres, codo con codo: Isabel y Leicester… yo al fondo… tan importante para ellos como ellos para mí. Luego, extrañamente, Essex, la Reina, yo.

ellos han muerto y yo sigo viva.

Tengo noventa años. Soy muy vieja. Puede perdonárseme por imaginar a veces que estoy en el pasado.

Lo que más me gusta es que venga a verme mi nieto Essex. Es hombre de gran vigor, muy puntilloso en defensa de la justicia, un hombre que cumplirá con su deber, por muy desagradable que sea. No busca grandes honores. Es un gran soldado… no se parece nada a su padre.

Espero que mi nieto venga a verme pronto. Puede ser que venga en Navidad. Me gustaría verle entonces. Me habla mucho del Rey y del parlamento y de los problemas que hay con su Iglesia. Cree que un día habrá un choque catre el Rey y el Parlamento y él no estará al lado del Rey.

Le digo que habla como su padre, temerariamente. Pero en verdad está muy lejos de ser temerario.

Se sienta aquí ante mí, con los brazos cruzados, mirando hacia el futuro.

¡Qué ganas tengo de que llegue Navidad!




A primera hora de la mañana del día de Navidad del año 1634, cuando sus doncellas entraron en su aposento de Drayton Basset, la encontraron como pacíficamente dormida.

Estaba muerta.

Leicester había muerto hacía cuarenta y seis años, e Isabel treinta y uno.

Ella tenía noventa y cuatro años.

Fin

LTC Julio 2011

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