Mucho se sospecha de mí,
nada puede probarse,
dijo Isabel, prisionera.
Escrito con un diamante en el cristal de una ventana de Woodstock por Isabel antes de ser reina.
Volvimos a tiempo para su coronación. Qué día de regocijo popular y de ilusiones ante el futuro. El olor del humo de las hogueras de Smithfield aún parecía colgar en el aire, pero eso sólo aumentaba el júbilo. María la Sanguinaria había muerto y regía nuestra tierra Isabel la Buena.
La vi salir de la Torre a las dos de la tarde de aquel día de enero. Llevaba las vestiduras majestuosas de una Reina y parecía una pieza más de la carroza, cubierta de terciopelo verde, sobre la que había un palio sostenido por sus caballeros, uno de los cuales era Sir John Perrot, hombre de gran corpulencia que se pretendía hijo ilegítimo de Enrique VIII y, por tanto, hermano de la Reina.
Yo no podía apartar los ojos de ella, de su vestido de terciopelo carmesí, su capa de armiño y su sombrero a juego bajo el cual brillaba rojo su pelo al chispeante y crudo aire. Sus ojos castaños eran claros y vivaces, su cutis deslumbrantemente claro. En aquel momento, me pareció hermosa. Me pareció que era todo lo que mi madre nos había contado. Me pareció majestuosa.
Era de estatura media y muy delgada, lo cual hacía que aparentase menos años de los que en realidad tenía. Tenía por entonces veinticinco años y, para una chica de diecisiete, eso era ser muy mayor. Me fijé en sus manos, pues ella parecía llamar la atención hacia ellas desplegándolas el máximo posible, tan blancas, elegantes, de dedos largos y finos. La cara era ovalada y ligeramente alargada. Las cejas tan claras que apenas se veían. Los ojos penetrantes: un amarillo dorado, pero más tarde, a menudo, me parecerían muy oscuros. Era un poco miope y cuando intentaba ver con claridad, solía dar la impresión de penetrar el pensamiento de quienes la rodeaban, lo cual inquietaba muchísimo a todo el mundo. Poseía además una cualidad que incluso entonces (joven como era yo y en tal ocasión) logré percibir, y que hizo que me estremeciera al mirarla.
Luego captó y retuvo mi atención otra persona tan impresionante como ella. Esta persona era Robert Dudley, su Caballerizo Mayor, que cabalgaba a su lado. Nunca había visto un hombre así. Destacaba tanto en el cortejo como la propia Reina. En primer lugar, era muy alto y ancho de hombros y poseía uno de los rostros más hermosos que yo viera en mi vida. Era de noble apostura y su dignidad igualaba a la de la Reina. Pero en su expresión no había soberbia, sino gravedad y un aire de extremada pero tranquila confianza.
Mis ansiosas miradas iban de él a la joven Reina y volvían a él.
Me di cuenta de que la Reina se paraba a hablar con la gente más humilde, y que sonreía y les dedicaba su atención, aunque fuese por muy breve espacio. Supe luego que era política suya no ofender jamás al pueblo. Sus cortesanos padecían a menudo los rigores de su irritación, pero con la plebe era siempre la reina benevolente. Cuando gritaban: «¡Dios salve a su gracia!», ella contestaba: «¡Dios os salve a todos!», recordándoles que se preocupaba tanto por el bienestar de ellos como ellos por el suyo. Le ofrecían ramilletes de flores y, por muy humilde que fuese el que lo hacía, los aceptaba tan graciosamente como si de valiosísimos presentes se tratase. Se decía que un mendigo le había dado un ramo de romero en Fleet Bridge y que aún seguía en su carroza cuando llegó a Westminster.
Nosotros cabalgábamos con el cortejo (¿no éramos, después de todo, sus parientes?) y vimos así los desfiles de Cornhill y el Chepe, que estaba lleno de estandartes y gallardetes que colgaban de todas las ventanas.
Al día siguiente, asistimos a su coronación y la vimos entrar en la Abadía caminando sobre la alfombra púrpura colocada para ella.
Aunque estuviese demasiado distraída para prestar atención a la ceremonia, me pareció muy hermosa cuando la coronaron primero con la pesada corona de San Eduardo y después con la de perlas y diamantes, más pequeña. Y cuando Isabel quedó coronada Reina de Inglaterra sonaron gaitas, tambores y trompetas.
—Ahora la vida será muy distinta para nosotros —dijo mi padre; y qué razón tenía.
Poco después, la Reina envió a buscarle. Le concedió una audiencia y regresó lleno de entusiasmos y esperanzas.
—Es maravillosa —nos dijo—. Es todo lo que debe ser una Reina. El pueblo la adora y ella está llena de buena voluntad hacia todos. Agradezco a Dios que me haya conservado con vida para servir a una Reina así, y juro servirla hasta la muerte.
Isabel admitió a mi padre en su Consejo y le comunicó que deseaba que su buena prima Catalina (mi madre) se convirtiese en dama de su Cámara Regia.
Nosotras, las chicas, estábamos entusiasmadas. Eso significaría que por fin iríamos a la Corte. Tantas horas de estudios musicales (madrigales, laúd y clavicordio), tanta danza, tanto aprender a hacer cortesías y reverencias, todo lo que habíamos soportado para aprender a comportarnos con elegancia y gracia, nos serviría al fin para algo. Hablábamos sin parar; pasábamos toda la noche despiertas discutiendo nuestro futuro, pues no podíamos dormir, de nerviosas que estábamos. Quizás yo tuviese alguna premonición de que caminaba hacia mi destino, tan profunda era la incontrolable excitación que me poseía.
La Reina expresó deseos de vernos, no en grupo sino una a una.
—Habrá sitio para todas vosotras —nos explicó muy emocionada mi madre—. Y todas tendréis oportunidades.
«Oportunidades» significaba la posibilidad de hacer buenos matrimonios, v eso era algo que había preocupado muchísimo a nuestros padres durante nuestro exilio.
Y por fin llegó el día en que me correspondió comparecer ante Su Majestad. Recuerdo muy bien aquel día, recuerdo todos los detalles del traje que llevaba. Era un traje de seda de un azul intenso, con muchos adornos, la falda acampanada y las mangas acuchilladas. El corpiño era muy ajustado y mi madre me dio un cinturón que ella tenía en gran estima, para la cintura. Estaba adornado con piedrecitas preciosas de diversos colores y me dijo que me daría suerte. Poco después, decidí que así era. Yo quería llevar el pelo descubierto, a decir verdad, pues estaba muy orgullosa de él, pero mi madre me dijo que sería mucho más adecuado uno de los nuevos gorritos franceses, tan de moda entonces. Protesté un poco, pues el velo que colgaba por detrás me tapaba el pelo, pero hube de ceder de inmediato, pues mi madre estaba muy nerviosa pensando en la impresión que yo podría causarle a la Reina, e insistió en que si la desagradaba echaría a perder no sólo mis propias posibilidades sino también las de los demás.
Lo que más me impresionó en esta primera entrevista fue su aura de soberanía, de que en aquel momento (aunque ninguna de las dos lo supiésemos entonces) nuestras vidas quedaron ligadas. Ella habría de jugar en mi vida un papel más importante que ninguna otra persona (salvo, quizá, Robert). Y mi papel en la suya, pese a los grandes acontecimientos acaecidos en su reinado, no fue en modo alguno insignificante.
Yo era, sin duda, un tanto ingenua por entonces, pese a mis ilusiones de experiencia mundana. Los años de Alemania habían sido embrutecedores, pero hube de aceptar de inmediato que había en ella una cualidad que jamás había visto en persona alguna. Capté que veinticinco años habían estado plagados de experiencias aterradoras suficientes para quebrantar de por vida a cualquier persona. Había estado cerca de la muerte y, en realidad, había vivido bajo su sombra, como prisionera en la Torre de Londres, con el hacha del verdugo siempre dispuesta a caer sobre su frágil cuello. Cuando aún no había cumplido los tres años, su madre subió al patíbulo. ¿Lo recordaría? Había algo en aquellos grandes ojos castaños que sugería que sí, y que había aprendido muy deprisa y que recordaba lo que había aprendido. Había sido notablemente precoz, una erudita desde la infancia. ¡Oh, sí, ella recordaba! Quizá por eso, aunque la muerte la había seguido tan de cerca durante aquellos años precarios, no había logrado alcanzarla. Tenía un aire majestuoso y regio; era, en suma, una auténtica Reina; y, sin embargo, bastaba estar un minuto a su lado para saber que vivía su majestad sin esfuerzo, como si hubiese estado preparándose para ella toda la vida… lo cual quizá fuese cierto. Era muy delgada, se mantenía muy recta y erguida y había heredado de su padre aquella piel tan clara. Su elegante madre tenía el pelo oscuro y la piel aceitunada. Yo, no Isabel, había heredado aquellos ojos oscuros, que eran también, se decía, como los de mi abuela María Bolena. Pero mi pelo (abundante y rizado) era como pálida miel. Sería estúpido negar que tal combinación resultaba muy atractiva, y yo tomé conciencia de ello muy pronto. Por lo que había visto en los retratos de los Bolena, Isabel no había heredado nada de su madre salvo quizás aquella brillantez indefinible, que yo estaba segura de que su madre tenía que haber poseído para cautivar al Rey hasta el punto de hacerle repudiar a su esposa española, hija de reyes, y romper con la propia Roma para unirse a ella.
Isabel tenía el pelo como un halo dorado con vetas rojizas. Yo había oído que su padre poseía un magnetismo que arrastraba a la gente hacia él, pese a su crueldad, y ella también lo poseía; pero en su caso se hallaba atemperado por un poder femenino y cautivador que debía heredar de su madre.
En aquellos primeros momentos pensé que ella era todo lo que me había imaginado que sería, y percibí de inmediato que le agradaba. Mi insólito cutis y mi vivacidad me habían hecho siempre la belleza indiscutible de nuestra familia y mi buena presencia había atraído a la Reina.
—Tienes bastante de tu abuela —me había dicho una vez mi madre—. Tendrás que vigilar tu propia naturaleza.
Sabía lo que quería decir. Los hombres me encontrarían atractiva, lo mismo que les había parecido atractiva María Bolena. Yo tendría que cuidarme de conceder favores si no me aportaban ningún beneficio. Era una perspectiva que me encantaba y una de las razones de que me complaciera tanto ir a la Corte.
La Reina estaba sentada en un gran sillón tallado que era como un trono, y mi madre me condujo hasta ella.
—Esta es mi hija Leticia, Majestad. En la familia la llamamos Lettice.
Hice una reverencia, con los ojos bajos, tal como me habían dicho que debía hacer, para indicar que no me atrevía a alzarlos por la deslumbrante majestad de la Reina.
—Entonces así la llamaré —dijo la Reina—. Lettice, levantaos y acercaos más para que pueda veros mejor.
La miopía hacía que sus pupilas parecieran muy grandes. Me asombró la delicada textura y la blancura de su piel. Las cejas y las pestañas claras le daban un aire de sorpresa.
—Vaya, Cat [1]—dijo a mi madre, pues tenía la costumbre de poner apodos, y, llamándose mi madre Catalina, era fácil ver por qué la llamaba Cat—. Tenéis una hermosa hija.
En aquellos tiempos, mi buena presencia la complacía. Siempre fue muy sensible a la belleza… sobre todo a la masculina, desde luego. Pero también le gustaban las mujeres… ¡Hasta que los hombres que le gustaban las admiraban también!
—Gracias, Majestad.
La Reina se echó a reír.
—Sois una mujer muy fértil, prima —dijo—. Siete hijos y cuatro hijas, ¿no? Me gustan las grandes familias. Bueno, Lettice, dadme la mano. Somos primas, ¿sabéis? ¿Qué os parece Inglaterra ahora que habéis vuelto?
—Inglaterra es un lugar maravilloso desde que Vuestra Majestad es su Reina.
—¡Ja, ja! —rió ella. —Veo que la educasteis como es debido. Eso es cosa de Francis, estoy segura.
—Francis siempre estuvo pendiente de sus hijos y sus hijas mientras estuvimos fuera del país —dijo mi madre—. Cuando Vuestra Majestad estaba en peligro, se puso tan desesperado… todos lo estuvimos en realidad.
La Reina asintió con gravedad.
—Bueno, ahora estáis de nuevo en la patria y todo irá bien. Tendréis que buscar maridos para vuestras hijas, Cat. Si todas son tan bellas como Lettice, no será difícil.
—Es una alegría tan grande estar de nuevo en casa, Majestad —dijo mi madre—. Creo realmente que ni yo ni Francis podemos pensar en otra cosa de momento.
—Ya veremos lo que puede hacerse —dijo la Reina, mirándome a mí—•. Vos, Lettice, parece que no tenéis mucho que decir —comentó.
—Creía que debía esperar a que su Majestad me diese permiso para hablar —dije rápidamente.
—Vaya, así que sabéis hablar. Me alegro. No puedo soportar a esas personas que son incapaces de hablar por sí mismas. Un bribón que sepa explicarse es más divertido que un santo silencioso. Bueno, ¿qué podéis contarme de vos?
—Os diré que comparto la alegría de mis padres por estar aquí y ver a mi regia parienta donde nosotros siempre creímos fervorosamente que debía estar.
—Bien hablado. Veo que después de todo le habéis enseñado a usar la lengua, prima.
—Eso es algo que me aprendí sola, Majestad —repliqué rápidamente.
Mi madre pareció alarmada por mi temeridad, pero la Reina frunció los labios de modo que indicaba que no la había irritado.
—¿Qué más aprendisteis sola? —preguntó la Reina.
—A escuchar cuando no podía participar en la conversación; y a situarme en el centro de ella cuando podía.
La Reina se echó a reír.
—Entonces habéis acumulado mucha sabiduría. La necesitaréis cuando vengáis a la Corte. Son muchos los que hablan y pocos los que aprenden el arte de escuchar. Y los que lo hacen son los hombres y mujeres sabios. Y vos… con sólo diecisiete años, ¿no?… habéis aprendido ya eso. Venid y sentaos a mi lado. Quiero hablar un rato con vos.
Mi madre parecía muy satisfecha y al mismo tiempo me lanzaba miradas de advertencia, indicándome que no perdiese la cabeza por aquel éxito inicial. Tenía razón. Yo podía ser muy impulsiva, y el instinto me advertía que la Reina podía sentirse complacida e irritada con la misma brusquedad.
Pero la oportunidad de adentrarme en aquel terreno peligroso me quedó negada, pues en aquel momento se abrió sin ceremonias la puerta y entró en la estancia un hombre. Mi madre pareció sorprendida y advertí que aquel hombre debía haber violado alguna norma estricta de etiqueta regia al irrumpir así sin anuncio previo.
No se parecía a ningún hombre que yo hubiese visto. Había en él una cualidad indefinible que se manifestaba de inmediato. Decir que era guapo, y sin duda lo era, es decir muy poco. Hay muchos hombres guapos, pero yo jamás había visto uno que poseyese tan singular atractivo. Le había visto antes, en la coronación. Quizás algunos piensen que era el amor lo que me hacía ver así a Robert Dudley. Quizás él me embelesase y me cautivase como a tantas mujeres (a Isabel incluso), pero no siempre le amé, y cuando miro hacia atrás y veo lo que pasó en los últimos días que estuvimos juntos, aún me estremezco. Se amase o se odiase a Robert Dudley, había que admitir aquella cualidad carismàtica. El carisma se define como un don gratuito de la divina misericordia y no puedo encontrar nada mejor para describirlo. Había nacido con aquel don y él lo sabía perfectamente.
En primer lugar, era uno de los hombres más altos que he visto en mi vida y emanaba poder. El poder, según mi opinión, es la esencia misma del atractivo masculino, al menos así ha sido siempre para mí… hasta que me hice vieja. Cuando hablaba de amores con mis hermanas (y lo hacía con frecuencia, porque sabía que jugarían un gran papel en mi vida), decía que mi enamorado debía ser un hombre que mandase a los demás. Sería rico y los demás temerían su cólera (todos salvo yo; él temería la mía). Comprendo que al describir el tipo de amante que deseaba, estoy en realidad destruyéndome a mí misma. Fui siempre ambiciosa… pero no de poder temporal. Jamás envidié a Isabel su corona, y siempre me alegró que ella la tuviese, cuando nuestra rivalidad era fuerte y yo podía demostrar que era capaz de triunfar sobre ella, pese a su corona. Yo deseaba que se centrase sobre mí la atención general. Yo quería ser irresistible para quienes me amaban. Empezaba a darme cuenta por entonces de que era una mujer de profundas necesidades sensuales y que tendría que satisfacerlas.
Robert Dudley era, pues, el hombre más atractivo que había visto. Era muy moreno, aceitunado casi, y tenía el pelo muy tupido y casi negro. Sus ojos oscuros eran chispeantes y vivos y daba la impresión de verlo todo; tenía la nariz algo aguileña y tipo de atleta. Actuaba como un Rey en presencia de una Reina.
Advertí en seguida el cambio que se producía en Isabel con aquella llegada. Su piel pálida se tiñó de rosa.
—Aquí está Rob —dijo—. No podía ser otro. ¿Por qué entras así, sin anunciarte?
El tono suave desmentía la aspereza de las palabras, y era evidente que la interrupción no la desagradaba en absoluto y que se había olvidado de mi madre y de mí.
Extendió su hermosa mano blanca; él se inclinó al cogerla y la besó, reteniéndola mientras posaba la mirada en su rostro e intercambiaban una sonrisa por la que tuve la sensación firme de que eran amantes.
—Querida señora —dijo—. Me apresuré a venir a vuestro lado.
—¿Alguna calamidad? —replicó ella—. Vamos, contadme.
—Nada —contestó él—. Sólo el deseo de veros que me resultaba irresistible.
Mi madre me puso una mano en el hombro y me hizo dar la vuelta hacia la puerta. Me volví a mirar a la Reina. Pensaba que debía esperar su permiso para retirarme.
Mi madre meneó la cabeza al inclinarse señalándome la puerta. Salimos juntas. La Reina se había olvidado de nosotras. Y también Robert Dudley.
Cuando la puerta se cerró tras nosotros, mi madre dijo:
—Dicen que habría matrimonio entre ellos de no ser porque él ya tiene esposa.
Seguí pensando en ello. No podía olvidar al apuesto y elegante Robert Dudley ni la forma en que había mirado a la Reina. Me fastidiaba que no me hubiese dirigido ni una sola mirada, y me convencí de que si lo hubiese hecho, habría mirado por segunda vez. No se me borraba del pensamiento su imagen con su gorguera blanca almidonada, sus almohadilladas caderas, su jubón, sus calzas abombadas, el diamante en la oreja. Recordaba la forma perfecta de sus piernas bajo las medias ajustadas. No llevaba ligas porque la simetría de sus piernas le permitía prescindir de artículo tan necesario para hombres peor dotados. El recuerdo de aquel primer encuentro permaneció en mi memoria como algo que tenía que vengar. Porque en aquella ocasión en que se formó el triángulo, ninguno de ellos dedicó un pensamiento a Lettice Knolly, cuya madre, poco antes, la había presentado humildemente a la Reina.
Fue el principio. Después de eso estuve con frecuencia en la Corte. La Reina sentía gran afecto por la familia de su madre, aunque raras veces se mencionase el nombre de Ana Bolena. Esto era muy propio de Isabel. Desde luego, había muchas personas en el país que dudaban de su legitimidad. Nadie se atrevía a decirlo, por supuesto, porque se arriesgaba a perder la vida. Pero ella era demasiado sabia para no aceptar el hecho de que lo pensaban. Aunque se mencionase raras veces el nombre de Ana Bolena, la Reina aludía constantemente a su propio parecido con su padre Enrique VIII y subrayaba de hecho las similitudes siempre que tenía oportunidad de hacerlo. Como se parecía a él sin duda, no resultaba difícil. Al mismo tiempo, estaba siempre dispuesta a favorecer a los parientes de su madre, como si de ese modo pudiese compensar a la dama olvidada. Mi hermana Cecilia y yo nos convertimos así en damas de honor de la Reina, y al cabo de unas semanas nos incorporamos en la Corte. Ana y Catalina eran demasiado jóvenes, pero en su momento les llegaría la hora.
La vida resultaba muy emocionante. Aquello era lo que habíamos estado soñando durante los grises años de Alemania y yo estaba en la edad de poder disfrutarlo.
La Corte era el centro de la nación: un imán que atraía a los ricos y a los ambiciosos. Todas las grandes familias del país giraban en torno a la Reina, compitiendo entre sí en magnificencia. Isabel, en el centro de todo, amaba el derroche y la extravagancia (siempre que ella no tuviese que pagarlos). Le gustaban los espectáculos, las celebraciones, los bailes, los banquetes… aunque advertí que era muy parca tanto en la bebida como en la comida. Pero le gustaba mucho la música y era incansable en lo que al baile se refiere, y aunque bailaba sobre todo con Robert Dudley, se permitía de vez en cuando la satisfacción fugaz de bailar con cualquier joven apuesto que bailase bien. La Reina me fascinaba sobre todo por la diversidad de su carácter. Verla ataviada con un traje extravagantemente adornado bailando (y a menudo coqueteando) con Robert Dudley, como si la representación fuese el emocionante preludio de un arrebato amoroso, me daba una impresión tal de ligereza que en una Reina podría parecer fatal para su futuro; luego, bruscamente, cambiaba; se ponía agria, seria, afirmaba su autoridad e incluso entonces mostraba a hombres de gran talento como William Cecil que tenía completo dominio de una situación y que era su voluntad la que había que aceptar. Como nadie podía estar seguro de cuándo iba a desaparecer su humor festivo, todos debían actuar con cautela. Robert Dudley era el único que podía pasarse de la raya; pero en más de una ocasión le vi administrarle un golpe juguetón en la mejilla, familiar y afectuoso, pero que transmitía al mismo tiempo el recordatorio de que ella era la Reina y él su súbdito. Y vi a Robert coger la mano reprobatoria y besarla, lo cual hacía que el mal humor de la Reina se desvaneciera. Él estaba muy seguro de sí mismo por aquel entonces.
Pronto comprendí claramente que me había tomado afecto. Bailaba tan bien como ella, aunque nadie se habría atrevido a reconocerlo. En la Corte, nadie bailaba tan bien como la Reina, a nadie le sentaba un vestido tan bien como a la Reina, ninguna belleza podía compararse a la suya, Ella era superior en todo. Yo sabía perfectamente, sin embargo, que se me consideraba una de las mujeres más hermosas de la Corte. La Reina lo reconocía y me llamaba «Prima». Yo poseía, además, no poco ingenio, que desplegaba cautamente con la Reina. No le desagradaba. Consideraba que podía tratar a sus parientes Bolena tanto por placer como por obligación hacia su difunta madre y con frecuencia me llamaba a su lado. En aquellos primeros tiempos, la Reina y yo, que tan ferozmente y con tanto odio habríamos de enfrentarnos en años futuros, solíamos reír y divertirnos juntas, y ella mostraba patentemente que le satisfacía mucho mi compañía. Pero no me permitía (ni a ninguna de sus bellas damas) estar a su lado cuando Robert estaba con ella en sus aposentos privados. Yo solía pensar que la razón de que hubiese que estarle diciendo siempre que era sumamente hermosa se debía a que no estaba segura de ello. ¿Sería tan atractiva sin ser Reina?, me preguntaba yo. Pero era imposible imaginaria sin la corona, pues formaba parte fundamental de ella. Yo observaba mis largas pestañas, mis cejas bien delineadas, mis luminosos ojos oscuros y mi rostro un poco estrecho enmarcado en bucles de melado amarillo y comparaba emocionada mi rostro con el suyo, pálido, de pestañas y cejas casi invisibles, de nariz imperiosa, de blanquísima piel que hacía que pareciera casi enfermizo. Sabía que cualquier observador imparcial admitiría que yo era más bella. Pero su corona estaba allí y con ella la certeza de que el sol era ella y los demás simples planetas que giraban a su alrededor, y que dependían de su luz. Antes de que se convirtiese en Reina, había tenido delicada salud y había sufrido varias enfermedades durante su azarosa juventud, bordeando, según nos habían dicho, varias veces la muerte. Ahora que era Reina, parecía haber alejado de sí estos males; habían sido los dolores de parto de la realeza; pero aunque se había desprendido de ellos, la palidez de su piel mantenía aquel aire enfermizo y delicado. Cuando se pintaba la cara, cosa que le gustaba mucho hacer, perdía aquel aspecto de fragilidad; pero hiciese lo que hiciese, su condición de Reina subsistía, y con ella ninguna mujer podía competir.
Hablaba conmigo con más franqueza que con la mayoría de sus damas. Creo que se debía a nuestra relación familiar. Le gustaban las ropas exóticas y solíamos hablar de ellas del modo más frívolo. Tenía tantos vestidos que ni siquiera las mujeres del guardarropa podían estar seguras del número. Estaba muy delgada y la moda de entonces, tan cruel con las mujeres gruesas, le sentaba como a la que mejor. Soportaba los lazos apretados y las incómodas ballenas que teníamos que llevar porque atraían la atención hacia la delgada cintura; y sus gorgueras eran de encaje de oro y plata y solían estar majestuosamente salpicadas de joyas. Aún en aquellos tiempos, ella solía usar lo que llamábamos «pelo prestado de los muertos»: piezas falsas para dar consistencia adicional a sus bucles de un rojo dorado.
Estoy hablando de la época que precedió al escándalo de Amy Robsart. Después de aquello, ella no volvió nunca a ser tan alegre ni tan despreocupada. Pese a su incesante demanda de manifestaciones de asombro ante sus perfecciones, siempre estaba dispuesta a aprender de la experiencia. Ése era otro de los muchos contrastes que componían su complejo carácter. Nunca volvió a charlar tan despreocupadamente con nadie después de la tragedia.
Creo que en aquella época quizá se hubiese casado con Robert de haber estado él libre. Pero, al mismo tiempo, tenía la sensación de que no la hacía tan desgraciada el compromiso previo de él, que hacía imposible tal matrimonio. Yo era entonces demasiado ingenua para comprenderlo y creía que la razón de que le complaciese el que estuviese casado con Amy Robsart era únicamente que el matrimonio le había librado de una alianza con Lady Juana Grey. Pero era una explicación demasiado simple. No había duda de que me quedaba mucho que aprender sobre aquella mente tortuosa.
Me hablaba de él y a menudo sonrío al recordar ahora aquellas conversaciones. Ni siquiera ella, pese a todo su poder, podía leer el futuro. Él era su «dulce Robin». Le llamaba cariñosamente sus «ojos», porque, según decía ella, él andaba siempre pendiente de su bienestar. Isabel gozaba poniendo nombres de animales a los hombres apuestos que la rodeaban.
Pero ninguno podía compararse con sus «ojos» Todos estábamos seguras de que se habría casado con él si él no lo estuviese ya, pero cuando desapareció este impedimento, resultó que ella era demasiado astuta para caer en la trampa. Pocas mujeres habrían sido tan sabias. ¿Lo habría sido yo? Me lo pregunté. Lo dudaba.
—Estuvimos juntos en la Torre —me contó una vez—. Yo por la rebelión de Wyatt, Rob por la cuestión de Juana Grey. Pobre Rob, siempre decía que no le importaba gran cosa y que lo habría dado todo, todo lo que tenía, por verme a mí en el trono.
Vi aparecer en su rostro aquella expresión afable que lo alteraba por completo. Desaparecía del todo la expresión aguileña, se volvía de pronto blanda y femenina. No es que no fuese siempre femenina. Esa cualidad nunca dejaba de transparentarse en sus momentos de mayor dureza, y yo siempre creí que era, en cierta medida, su fuerza, la razón misma de que fuese capaz de hacer a los hombres trabajar para ella como para ningún otro ser humano. Ser mujer formaba parte de su genio. Sin embargo, jamás la vi mirar a nadie más que a Robert de aquel modo. Fue el amor de su vida… después de la Corona, desde luego.
—Su hermano Wildford se había casado con Juana —continuó—. Aquel zorro astuto de Northumberland lo preparó todo. Podría haber sido Rob… ¡os imagináis! Pero el destino hizo que se casara antes para que no estuviese disponible y, aunque fuese un matrimonio desigual, hemos de estarle agradecidos. En fin, el caso es que estuvimos juntos en la Torre de Beauchamp. Vino a verme el conde de Sussex. Lo recuerdo con toda claridad. Vos también lo recordaríais, prima Lettice, si pensaseis que de allí a poco os cortarían la cabeza. Yo había decidido que conmigo no utilizarían el hacha. Yo pediría una espada de Francia —puso de pronto los ojos en blanco y me di cuenta de que pensaba en su madre—. Pero en realidad, nunca pensé en morir. Decidí que a mí no me pasaría eso. Me mantuve firme ante todo. Algo decía en mi interior: «Ten paciencia. De aquí a unos años, todo esto cambiará». Sí, lo juro. Sabía que pasaría esto.
—Eran las oraciones de vuestros súbditos lo que oíais —dije yo.
Nunca identificaba los halagos, o quizá le gustasen tanto que los engullía como un glotón que sabe que es malo para él pero le resulta irresistible.
—Quizás, quizás, pero me llevaron a la Puerta de los Traidores y, por un momento, sólo por un momento, mi corazón desfalleció. Cuando bajé y me metí en el agua, porque los muy estúpidos habían calculado mal la marea, grité: «Aquí llega, como prisionero, un súbdito tan fiel como nunca haya pisado estos escalones. Ante ti, oh Dios, lo digo, pues no tengo ya más valedor que tú.» •—Conozco muy bien vuestras palabras, Majestad —le dije—. No quedaron olvidadas. Unas palabras valerosas y sabias, pues el Señor, al ponerle vos por valedor vuestro, debía demostrar que Él era tan buen aliado como todos vuestros enemigos juntos.
Me miró y se echó a reír.
—Me divertís mucho, prima —dijo—. Tenéis que quedaros conmigo.
Luego siguió explicando:
—Fue todo tan romántico… pero en fin, todo lo que se relaciona con Rob lo es siempre. Se hizo amigo del chico del guardián, que le adoraba. Hasta los niños perciben el encanto de Robin. El muchacho le llevaba flores y Robin me las mandaba a mí… con el chico… y en ellas me enviaba una nota. Supe así que estaba en la Torre y dónde. Siempre fue muy audaz. Podría habernos llevado directamente al patíbulo, pero en fin, como dijo él cuando yo le torturaba con esto, ambos estábamos ya a medio camino, y siempre se negó a admitir la derrota. Y ésa es una cualidad que compartimos. Cuando me permitieron salir a pasear para hacer ejercicio por el recinto de la Torre, pasé por delante de la celda de Robert. Oh, sí, aquellos carceleros no se atrevían a ser demasiado duros conmigo. ¡Fueron sabios! Siempre existía la posibilidad de que yo pudiese recordar… algún día. Y así hubiese sido. Pero localicé a Robín y le vi a través de los barrotes de la ventana, y ese encuentro dulcificó la estancia en la prisión para ambos.
Cuando empezaba a hablar de Robert le resultaba difícil parar.
—Él fue el primero en venir a mí, Lettice —continuó—. Era natural y lógico. La Reina, mi hermana, estaba enferma de muerte. Pobre María, cuánto dolor me causó esta noticia. Siempre fui una súbdita buena y fiel como deben ser todos con su soberano. Pero el pueblo estaba harto por lo que había sucedido durante su reinado. Querían que acabase la persecución religiosa, querían una Reina protestante.
Sus ojos se velaron levemente. Sí, pensé, así era, Reina mía. ¿Y si hubiesen querido una Reina católica, lo habríais aceptado vos? No me cabía duda alguna sobre su respuesta. Para ella la religión tenía poca importancia. Quizá fuese lo natural; la Reina difunta se había visto tan oprimida por la suya que había arruinado su buen nombre entre su pueblo y había hecho que se alegraran de su muerte.
—Un soberano ha de reinar apoyándose en la voluntad del pueblo —dijo Isabel—. Bien sabe Dios que esta verdad es para mí muy clara. Cuando mi hermana estaba al borde de la muerte, el camino de Hatfield estaba lleno de los que venían a rendir homenaje a Isabel cuyo nombre, poco antes, pocos se atrevían a mencionar. Pero Robert siempre había estado conmigo, y era natural que fuese el primero en venir a mí. Ante mí vino en cuanto llegó de Francia. Habría estado conmigo antes, tal como me dijo, si el hacerlo no me hubiese puesto a mí en peligro. Y trajo consigo oro… una prueba de que si hubiese sido necesario combatir por mis derechos, habría estado a mi lado y habría recaudado dinero para apoyarme… sí, lo habría hecho.
—Su lealtad le honró —dije, y añadí maliciosamente—: Y le hizo mucho bien. Le hizo caballerizo de Su Majestad, nada menos.
—Posee gran habilidad con los caballos, Lettice.
—Y con las mujeres, Majestad.
Había ido demasiado lejos. Me di cuenta de inmediato y un escalofrío me recorrió.
—Por qué decís eso? —exigió.
—Un hombre de tan excelentes cualidades, de tanta apostura, ha de cautivar sin duda a todos los seres femeninos, Majestad, tengan dos o cuatro patas.
Esto no desvaneció sus recelos y, aunque dejó pasar mi comentario, me dio un bofetón no demasiado suave poco después porque, dijo, manejaba descuidadamente su ropa. Pero yo sabía que no me había pegado por su ropa sino por Robert Dudley. Aquellas manos tan bellamente torneadas, podían asestar golpes muy fuertes, sobre todo cuando se clavaba en la piel un anillo. Era un suave recordatorio de que no era prudente irritar a la Reina.
Me di cuenta de que en la siguiente ocasión en que Robert estuvo presente, le observó atentamente… y también a mí. No nos miramos y creo que se dio por satisfecha.
Robert no advertía siquiera mi existencia en aquella época. Estaba centrado en una ambición de la que nadie podía apartarle. Por aquel entonces, la decisión de casarse con la Reina le absorbía día y noche.
Yo pensaba a menudo en su pobre mujer allá en el campo y en lo que pensaría de los rumores. El hecho de que nunca la llevase a la Corte debía haber despertado sus sospechas. Pensaba en lo divertido que sería traerla allí. Me imaginaba visitando a Lady Amy y sugiriéndole que me acompañase a visitar la Corte. Me gustaba imaginarme presentándola. «Majestad, mi buena amiga Lady Dudley. Habéis favorecido tanto a Lord Dudley que al pasar por Cumnor Place (Berkshire) y conocerla, pensé que os gustaría proporcionar a Lord Robert el placer de la compañía de su esposa.» Traicionaba con esto esa veta malévola que hay en mi carácter y también mi enojo porque yo, Lettice Knollys, mucho más atractiva que Isabel Tudor, era ignorada por el hombre más atractivo de la Corte. Y todo porque ella poseía la corona y yo sólo contaba conmigo misma.
Por supuesto, jamás me habría atrevido a llevar a la Corte a Lady Dudley. De haberlo hecho, habría recibido algo más que un sopapo. Podía verme camino de Rotherfield Greys para no salir más.
Me divirtió mucho el caso de aquella vieja a la que detuvieron por haber difamado a la Reina. Me sorprendió que una mujer sin residencia fija que pasaba la vida por los caminos haciendo trabajos extraños por comida y cobijo, creyese saber más de lo que pasaba en la cámara real que quienes estábamos al servicio de la Reina.
Sin embargo, al parecer la vieja Madre Dowe, mientras cosía para una dama, había oído decir a ésta que Lord Robert le había regalado unas enaguas a la Reina. Luego, Madre Dowe brindó la información de que no eran unas enaguas lo que Lord Robert había regalado a la Reina, sino un hijo.
Si tal historia hubiese sido claramente una conjetura y absolutamente increíble, no habría habido necesidad alguna de hacer caso de una vieja loca; pero en vista de la actitud de la Reina hacia Robert y de la de éste hacia ella, y del hecho de que era innegable que estaban juntos y solos a menudo, podría haberse dado crédito a la historia. Se detuvo así a la vieja y la noticia de la detención se extendió rápidamente por todo el país.
Isabel mostró su habilidad declarando loca a la mujer y dejándola libre, ganándose así su gratitud eterna, pues la pobre mujer pensaba sin duda que le aguardaba una muerte cruel por propagar tales rumores; y muy pronto se olvidó el caso de Madre Dowe.
Muchas veces me pregunto si lo que sucedió poco después ejerció algún efecto en la actitud de la Reina.
Era inevitable que se especulase sobre su matrimonio, tanto en el país como en el extranjero. Inglaterra necesitaba un heredero; los problemas y disensiones recientes que nos habían aquejado tenían por motivo la inseguridad respecto a la sucesión del trono. Los ministros de la Reina deseaban que ésta eligiese un marido sin dilación y diese al país lo que querían. Isabel aún no había alcanzado la edad madura, ni tampoco era ya demasiado joven, aunque nadie se atrevería a recordárselo.
Felipe de España hacía insinuaciones. Yo la oí reírse con Robert por esto, debido a que se enteró de que el Rey había dicho que si le propusiesen tal enlace insistiría en que Isabel se hiciese católica y que además no podría permanecer con ella mucho tiempo, aunque su breve encuentro no la dejase embarazada. No podría haber calculado mejor sus palabras para provocar la indignación de Isabel. ¡Hacerse católica!… cuando una de las principales razones de su popularidad era su declarado protestantismo y el haber puesto fin a las hogueras de Smithfield. Y que cualquier futuro marido mencionase el hecho de que quería huir de ella lo antes posible, era suficiente para provocar una respuesta altanera.
Pero, claro está, sus ministros estaban deseosos de que se casara, y parecía que de no ser porque Lord Robert ya estaba casado, algunos habrían aceptado su enlace con él. A Robert se le envidiaba mucho. Mi larga vida, gran parte de la cual ha transcurrido entre gente ambiciosa, me induce a creer que la envidia es más importante que cualquier otra emoción, y desde luego el peor de los pecados capitales. Robert gozaba de tanto favor ante la Reina que ésta no podía ocultar su inclinación por él y le cubría de honores; y los que veían disminuir su influencia le encontraban posibles maridos más adecuados. El sobrino de Felipe de España, el archiduque Carlos, era uno de estos candidatos. El duque de Sajonia era otro. Luego propusieron al príncipe Carlos de Suecia. A la Reina le divertían estas propuestas y le encantaba torturar a Robert fingiendo considerarlas en serio, pero pocos se dejaban engañar pensando que fuese a aceptar a alguno de ellos. La perspectiva del matrimonio siempre la emocionaba (incluso más tarde, cuando era mucho más vieja), pero su actitud hacia él siempre constituyó un misterio. En algún lugar de lo más profundo de su mente sentía un gran temor ante el matrimonio, aunque a veces el pensar en ello le fascinaba como ninguna otra cosa. Ninguno de nosotros entendió nunca ese aspecto de su carácter que se intensificó con el paso del tiempo. Por entonces, no nos dábamos cuenta de ello, y todos creíamos que tarde o temprano se casaría y que aceptaría a uno de sus regios pretendientes de no haber sido por Robert.
Pero Robert estaba allí, siempre a su lado. Su Dulce Robin, sus ojos, su caballerizo real.
De Escocia llegó otra oferta, en esta ocasión del conde de Arran, pero fue sumariamente rechazada por la Reina.
En los aposentos de las damas de la reina solíamos murmurar sobre este asunto. Hacíamos especulaciones y a mí solían prevenirme por mi audacia.
—Un día te pasarás de la raya, Lettice Knollys —me decían—. Entonces la Reina te mandará otra vez a casa, aunque seas una Bolena prima suya.
A mí me daban escalofríos sólo de pensar en la idea de caer en desgracia y que me mandaran otra vez al aburrimiento de Rotherfield Greys. Tenía ya varios admiradores. Cecilia estaba segura de que no tardaría en recibir una propuesta de matrimonio, pero yo aún no quería casarme. Quería disponer de tiempo para elegir a gusto. Ansiaba un amante, aunque era demasiado lista para tomar uno antes del matrimonio. Había oído historias de chicas que quedaban embarazadas y eran expulsadas de la Corte y casadas con algún insignificante aristócrata rural, quedando así condenadas a pasar el resto de sus vidas en el aburrimiento del campo y a soportar los reproches de su marido por su liviana conducta y por el gran bien que le había hecho al casarse con ella.
Así pues, me divertía coqueteando, llegaba hasta ahí pero no pasaba. E intercambiaba relatos de aventuras con chicas parecidas.
Acostumbraba a soñar que Lord Robert me miraba y me preguntaba qué sucedería si lo hacía. No podía considerarle como posible pretendiente porque ya tenía mujer, y si no la hubiese tenido, sin duda sería ya por entonces marido de la Reina. Pero a nadie hacía mal que me permitiese imaginar que venía a cortejarme y cómo, a despecho de la Reina, nos veíamos y reíamos los dos porque no la quería a ella. Disparatadas fantasías que más tarde consideraría premoniciones, pero que por entonces eran sólo fantasías. Robert no se permitía desviar la mirada de la Reina.
Recuerdo una vez que ella estaba taciturna. Se debía al hecho de que le había llegado noticia de que Felipe de España iba a casarse con Isabel de Valois, hija de Enrique de Francia, y aunque ella rechazase a aquel pretendiente, no le gustaba que se lo quedase otra.
—Ella es católica —comentó—. Así que él no tendrá que preocuparse por eso. Y como tiene poca importancia en su país, puede abandonarla tranquilamente e irse a España. La pobrecilla no tendrá que preocuparse de la posibilidad de que la abandonen, embarazada o no.
—Su Majestad supo responder muy bien a una actitud tan poco galante —dije yo suavemente.
Ella soltó un bufido. A veces tenía hábitos muy poco femeninos. Me miró quisquillosa.
—Ojalá les vaya bien a ambos y disfrute él de ella y ella de él… aunque me temo que ella va a recibir poco. Lo que me inquieta es esta alianza entre dos de mis enemigos.
—Desde que Su Majestad subió al trono, su pueblo ha dejado de temer a los enemigos exteriores.
—¡Pues más tontos son! —replicó ella—. Felipe es un hombre poderoso, e Inglaterra debe tener cuidado con él. En cuanto a Francia… ahora tiene un nuevo Rey y una nueva Reina… dos pobrecillos, según mi opinión, aunque uno de ellos sea mi propia parienta escocesa cuya belleza tanto alaban los poetas.
—Lo mismo que la vuestra, Majestad.
Ella inclinó la cabeza, pero había furia en sus ojos.
—Se atreve a llamarse Reina de Inglaterra… esa escocesa, que se pasa el tiempo bailando e instando a los poetas a que le escriban obras. Dicen que su encanto y su belleza no tienen par.
—Es la Reina, Majestad.
Los ojos furiosos cayeron sobre mí. Había cometido un desliz. Si la belleza de una Reina se medía por su realeza, ¿por qué no la de otra?
—Así que crees que por eso la alaban, ¿eh?
Llamé en mi ayuda a un anónimo «se».
—Se dice, Majestad, que María Estuardo es mujer muy liviana y se rodea de enamorados que solicitan sus favores escribiendo odas a su belleza. —Fui hábil; tenía que eludir su irritación—. Dicen, Majestad, que no es ni mucho menos tan bella como pretenden hacernos creer. Es demasiado alta, desgarbada y tiene manchas en la cara.
—¿De verdad?
Respiré más tranquila e intenté recordar algo despectivo que hubiese oído contra la reina de Francia y Escocia y sólo alabanzas pude recordar. Así que dije:
—Dicen que la esposa de Lord Robert está enferma de una enfermedad incurable, y que no creen que dure más de un año.
Ella cerró los ojos y yo no supe si debía atreverme a seguir o no.
—¡Dicen ¡Dicen! —explotó de pronto—. ¿Quién lo dice?
Se había vuelto hacia mí bruscamente y me dio un pellizco en el brazo. Sentí ganas de gritar de dolor porque aquellos finos y hermosos dedos eran capaces de dar unos pellizcos muy dolorosos.
—Yo sólo repito lo que se dice, Majestad, porque pienso que puede divertiros, Majestad.
—Me gusta oír lo que se dice.
—Eso pensaba yo.
—¿Y qué más se dice de la esposa de Lord Robert?
—Que vive tranquilamente en el campo y que no es digna de él y que fue mala suerte que él se casase cuando era sólo un muchacho.
Se retrepó en su asiento cabeceando, con una sonrisa.
Poco después me enteré de la muerte de la esposa de Lord Robert. La habían encontrado al pie de una escalera en Cumnor Place, desnuda.
Hubo una gran conmoción en la Corte. Nadie se atrevía a hablar del asunto en presencia de la Reina, pero todos estaban deseando hacerlo donde ella no les viese ni oyese.
¿Qué le había pasado a Amy Dudley? ¿Se había suicidado? ¿Había sido un accidente? ¿O la habían asesinado? ,En vista de todos los rumores que habían persistido durante los últimos meses, en vista de que la Reina y Robert Dudley se comportaban como amantes, y Robert parecía estar convencido de que pronto iba a casarse con la Reina, la última sugerencia no parecía imposible.
Nosotras hablábamos del tema sin medir mucho nuestras palabras. Mis padres mandaron a por mí y me aleccionaron severamente sobre la necesidad de guardar la máxima discreción. Advertí que mi padre estaba preocupado.
—Esto podría arrebatar el trono a Isabel —oí que le decía a mi madre. Desde luego estaba preocupado, pues la suerte de los Knollys se hallaba, como siempre, ligada a la de nuestra parienta la Reina.
Los rumores eran cada vez más desagradables. Me enteré de que el embajador español había escrito a su soberano que la Reina le había dicho que Lady Dudley había muerto días antes de que la encontraran muerta al pie de las escaleras. Esto era del todo concluyente, pero difícilmente podía yo darlo por cierto. Si Isabel y Robert hubiesen planeado asesinar a Amy, Isabel jamás le habría dicho al embajador español que estaba muerta días antes de que lo estuviese. De Quadra era muy astuto; iba en interés de su país desacreditar a la Reina. Y eso era lo que pretendía hacer. Consciente de la potente masculinidad de Robert Dudley, suponía que una mujer haría muchas cosas por conseguirle. Me puse en la situación de Isabel y me pregunté a mí misma: ¿Lo haría? Y pude imaginar perfectamente una conjura entre los dos en el fuego de nuestra pasión.
Todos esperábamos tensos los acontecimientos.
Yo no podía creer que la Reina fuese a poner en peligro su corona por ningún hombre, y que si Amy hubiese sido asesinada se hubiese dejado complicar personalmente ella. Por supuesto, Isabel era capaz de cometer indiscreciones. Bastaba recordar el caso de Thomas Seymour, en el que se había dejado arrastrar a una situación muy peligrosa. Pero, ay, por entonces, no tenía la corona y aún no había iniciado aquella devoción apasionada por ella.
Lo decisivo era que Robert estaba ya libre y podía casarse con ella. Toda la Corte, todo el Reino, y, pensaba yo, toda Europa estaban esperando su reacción. Había algo claro: si se casaba con Robert Dudley la considerarían culpable, y esto era lo que temían hombres como mi padre.
Lo primero que hizo Isabel fue alejar a Robert de la Corte, medida muy prudente. No debían verles juntos para que no se ligase en modo alguno a la Reina con el triste suceso.
Robert, que manifestaba gran aflicción (fuese fingida o no), aunque quizá pudiese haberle afectado mucho lo sucedido pese a haberlo preparado, envió a su primo Thomas Blount a Cumnor Place para que se hiciese cargo de la situación y hubo luego una investigación cuyo veredicto fue muerte accidental.
¡Qué irritable estaba Isabel en las semanas siguientes! Qué fácil era ofenderla. Nos soltaba maldiciones (era capaz de maldecir como su padre, decían, y le gustaba mucho utilizar las maldiciones favoritas de éste) y nos daba pellizcos y bofetones. Creo que en su interior estaba atormentada. Quería a Robert y sin embargo sabía que casarse con él equivalía a admitirse culpable. Sabía que en las calles de las ciudades la gente hablaba de la muerte de Amy Dudley, y que se recordarían las palabras de Madre Dowe. Sus súbditos sospechaban de ella; si se casaba con Robert, jamás volverían a respetarla. Una reina debía estar por encima de las pasiones vulgares. Pasarían a considerarla sólo una mujer débil y pecadora. Y ella sabía que si quería seguir conservando la relumbrante corona debía conservar la devoción de su pueblo.
Al menos, eso suponía yo que ocupaba sus pensamientos cuando se retiraba ceñuda a sus habitaciones. Pero luego empecé a pensar que me equivocaba.
Robert volvió a la Corte. Altanero y audaz, seguro de que pronto sería el esposo de la Reina. Pero al poco tiempo, se le veía cabizbajo y ceñudo y yo, junto con el resto del mundo, deseaba saber a toda costa qué se decían cuando estaban solos.
Ahora creo que ella no tuvo que ver nada con la muerte de Amy, que en cierto sentido no tenía ningún deseo de casarse con Robert. Prefería seguir siendo inalcanzable, como lo había sido mientras la esposa de éste vivía. Quería que Robert tuviese una mujer olvidada y no una mujer muerta. Quizás ella no desease el matrimonio porque, de un modo extraño, le temía. Lo que ella quería eran relaciones románticas. Quería admiradores ávidos de su amor; pero no quería una coronación de este amor que constituyese para ellos un triunfo y para ella una aflicción.
Me pregunto si era eso realmente lo que ella sentía. Fuese cual fuese el motivo, no se casó con Robert. Era demasiado astuta para ello.
Y por entonces conocí a Walter Devereux