Kenil Worth



Fue en Kenilworth donde él (Leicester) alojó a la Reina y a sus damas, a cuarenta condes, y a otros setenta señores principales, todos bajo el techo de su propio castillo, por espacio de doce días…


De la Mothe Fénélon,

Embajador francés.


…la campana no sonó ni una sola vez en todo el tiempo que Su Alteza estuvo allí; el reloj se mantuvo también inmóvil, las manecillas quietas, indicando siempre las doce en punto…


Los fuegos de artificio fueron un… «esplendor de ardientes dardos, volando en todas direcciones… arroyos y chaparrones de feroces chispas, iluminando con sus relampagueos el agua y la tierra».

Robert Laneham,

sobre las fiestas de Kenilworth.


Debía unirme a la Reina en Greenwich, y cuando mi embarcación me llevaba por el río, me sentía abrumada por la animación y el bullicio de la vida de Londres y por el hecho de volver allí. El río era, como siempre, la más concurrida de las vías de comunicación del país. Navegaban hacia Palacio junto a nosotros embarcaciones de todo género. Entre ellas la embarcación dorada del alcalde, escoltada por las menos ostentosas de sus ayudantes. Los barqueros con sus pequeñas embarcaciones remaban hábilmente entre las otras de mayor envergadura, silbando y cantando y diciéndose cosas entre sí. En una de las barcas iba una chica que podría haber sido la hija de un barquero; tocaba un laúd y cantaba una canción: «Rema en tu bote, Norman» (canción que llevaba más de cien años cantándose) con voz potente, aunque un poco ronca, para delicia de los ocupantes de las otras embarcaciones. Era una escena típica del río de Londres.

Me sentía alternativamente entusiasmada y recelosa. Pasase lo que pasase, me advertía a mí misma, no debía ser desterrada otra vez. Tenía que vigilar mi lengua… pero quizá no demasiado, pues a la Reina le gustaba de vez en cuando un comentario cáustico. Me vigilaría en relación con sus favoritos (individuos como Heneage, Hatton y el conde de Oxford) y sobre todo con el conde de Leicester.

También me decía a mí misma que debía haber cambiado en ocho años, pero me gustaba pensar que había sido para mejor y no para peor. Naturalmente, era una mujer más madura, había tenido varios hijos, pero sabía que los hombres me encontraban más atractiva que nunca. Estaba firmemente decidida a una cosa. No debía permitir que me tomasen y me dejasen como me había sucedido antes. Por supuesto, procuraba recordarme siempre a mí misma, que él se había comportado de aquel modo por causa de la Reina. Ninguna otra mujer podría haberme desplazado por sí sola. Aun así, mi vanidad femenina se había visto herida, y en el futuro (si había un futuro con Robert) le haría saber que no tenía intención de permitir que volviese a pasar.

Era primavera y la Reina había ido a Greenwich, cosa que le gustaba hacer en aquella época del año para gozar allí de los placeres estivales. Se había arreglado todo para su llegada; y en los aposentos de las damas que estaban a su servicio, me recibieron Cate Carey, Lady Howard de Effingham, Ana, Lady Warwick y Catalina, condesa de Huntingdon.

Cate era hermana de mi madre y prima de la Reina; Ana era la esposa de Ambrose, el hermano de Robert; y Catalina era hermana de Robert.

La tía Cate me abrazó y me dijo que tenía muy buen aspecto y que se alegraba de volver a verme en la Corte.

—Habéis estado fuera tanto tiempo —dijo Ana, con cierta acritud.

—Ha estado con su familia y ahora tiene gracias a ello una familia maravillosa —dijo tía Cate.

—La Reina hablaba de vos de vez en cuando —añadió Catalina—. ¿No es cierto, Ana?

—Es verdad que lo hacía. Una vez dijo que de joven erais una de las damas más hermosas de su Corte. Le gusta rodearse de gente bien parecida.

—Tanto le agradaba que me tuvo alejada de aquí ocho años —les recordé.

—Pensaba que vuestro marido os necesitaba y no quería separaros de él.

—¿Por eso le envía ahora a Irlanda?

—Debierais haber ido con él, Lettice —dijo mi tía—■. No es bueno dejar sueltos a los maridos tan lejos.

—Oh, Walter tiene unas diversiones muy especiales.

Catalina se echó a reír, pero las otras dos parecían serias.

—Lettice querida —dijo Cate, muy al estilo de la tía prudente—. Su Majestad no debe oíros hablar así. No le agradan las actitudes frívolas respecto al matrimonio.

—Es extraño que respetándolo tanto sea tan reacia a contraerlo.

—Hay cosas que quedan fuera de nuestro conocimiento —dijo con viveza mi tía—\ Os verá mañana a la hora de la cena; seréis una de las damas encargadas de probar su comida. Estoy segura de que os dirá algo durante la cena. Ya sabéis que le gusta prescindir del ceremonial en la mesa.

Sabía que mi tía me estaba advirtiendo de que tuviese cuidado. Había estado desterrada de la Corte muchos años, lo cual significaba que, de algún modo, había ofendido a la Reina, pues ella era sumamente benigna con sus parientes… sobre todo con los Bolena. Con los Tudor solía ser algo más dura porque tenía que tener cuidado con ellos, pero los Bolena, al no tener ningún derecho al trono, le estaban agradecidos por encumbrarlos, y a ella le encantaba honrarles.

Apenas pude dormir aquella noche de lo nerviosa que estaba por mi vuelta a la Corte. Sabía que tarde o temprano iba a verme cara a cara con Robert. Inmediatamente me daría cuenta de si aún seguía atrayéndole, y entonces podría descubrir con alegría hasta qué punto y si él estaba dispuesto a correr riesgos por mí. Había algo respecto a lo cual estaba decidida: nada de abrazos precipitados y luego adiós porque la Reina no le permitía amar a otra mujer.

Esta vez tendrá que ser algo mejor, Robert, murmuraba para mí. Suponiendo, claro, que aún me encuentres deseable… y, por supuesto, que yo sienta el mismo deseo irresistible de hacerte mi amante.

Aunque fue una noche de desasosiego e insomnio, qué alegría verme allí en aquella cama contemplando el futuro. Cómo había podido soportar todos aquellos años estériles…, bueno, no del todo estériles… tenía a mis hijos… mi propio y adorable Robert. Podía dejarle sin pesar pues estaba bien atendido, y los muchachos, una vez pasaran de la primera infancia, se impacientan con una madre cariñosa y devota a su lado. Siempre estaría allí, mi hijo amado. Cuando se hiciese mayor tendría a su madre como el mejor de sus amigos.

Como era domingo, había mucha gente en Palacio. El Arzobispo de Canterbury, el Obispo de Londres, el Canciller, oficiales de la Corona y otros caballeros que habían ido a presentar sus respetos a la Reina. Ella les recibiría en el salón de audiencia, que estaba adornado de ricos tapices y tenía el suelo cubierto de juncos frescos.

La gente se había reunido a ver el cortejo, que era realmente impresionante. A la Reina le gustaba que se diese libertad al pueblo para ver las ceremonias de la Corte. Habiendo alcanzado su encumbrada posición considerando siempre cautamente la voluntad del pueblo, se mostraba en toda ocasión sumamente deseosa de complacerle; cuando pasaba entre el pueblo a caballo o en coche, hablaba hasta con los más humildes; quería que comprendiesen que aunque era un ser glorioso, una divinidad en la tierra, amaba al pueblo y era en cierto modo su servidora. Éste era uno de los secretos de su gran popularidad.

Vi entrar a los condes, los caballeros de la jarretera y los barones, luego llegó el Canciller entre dos guardas, uno de los cuales llevaba el cetro regio y el otro la espada del Estado en una vaina roja tachonada de flores de lis. Inmediatamente después iba la Reina, pero no pude quedarme a verla pues tenía que atender a mis obligaciones.

La preparación de la mesa siempre me divertía. Ningún rito sagrado podría ser ejecutado con más reverencia. Las encargadas de probar la comida de la Reina aquella mañana éramos una joven condesa y yo, pues existía la tradición de que una de las catadoras debía estar soltera y la otra casada… y ambas debían ser del mismo rango.

Primero apareció un caballero con una vara y tras él llegó un hombre con un mantel; siguiéndole llegaron otros con el salero, la fuente y el pan. Apenas pude reprimir una sonrisa cuando se arrodillaron ante la mesa vacía antes de colocar en ella lo que llevaban.

Luego nos llegó el turno a nosotras. Nos acercamos a la mesa, yo llevando el cuchillo. Las dos tomamos pan y sal y lo frotamos en los platos para cerciorarnos de que estaban limpios; y cuando terminamos estas tareas trajeron los manjares. Cogí el cuchillo y corté porciones que di a varios de los guardias que estaban allí mirando. Comieron lo que les di. Esta ceremonia estaba destinada a proteger a la Reina de un envenenamiento.

Cuando terminaron de comer, sonaron las trompetas y entraron dos hombres con timbales y tocaron sus instrumentos para indicar que la comida estaba lista.

La Reina no iba a sentarse en la sala principal, sino que comería en una pequeña cámara contigua. Supuse que me llamaría a su lado durante la comida.

Estaba en lo cierto. Por fin llegó. Llevamos la comida que quiso a una pequeña cámara, y allí me dio la bienvenida a la Corte y me dijo que podía sentarme a su lado.

Manifesté mi aturdimiento por el honor que me dispensaba y ella me miró inquisitivamente. Yo estaba deseando examinar más de cerca las huellas del paso del tiempo en ella, pero para eso debía esperar.

—Vaya —"dijo—. El campo os sienta bien, y el tener hijos. Dos varones, creo que tenéis, espero conocerles algún día.

—Majestad, no tenéis más que ordenarlo —repliqué, afirmando lo obvio.

Ella cabeceó y dijo:

—Han pasado muchas cosas mientras estuvisteis fuera de la Corte. Echo mucho de menos a mi querida prima, a tu madre, por desgracia.

—Majestad, siempre fuisteis muy buena con ella. Muchas veces me lo dijo.

¿Era realmente una lágrima lo que vi en aquellos ojos de color oscuro? Quizá, pues era muy sentimental con los que creía que habían sido sus verdaderos amigos, y mi madre había sido sin lugar a dudas amiga suya.

—Era demasiado joven para morir —dijo, casi como un reproche.

¿Un reproche a mi madre por abandonarla? ¿A Dios por llevársela y afligir a la Reina?

«¡Ay, Catalina Knollys, cómo os atrevéis a abandonar a vuestra soberana que tanto os necesitaba!» «Señor, ¿por qué tuvisteis que apartar de mi lado a tan excelente súbdita?» Estuve a punto de dar voz a estos pensamientos. Contén tu lengua, me advertí. Pero no era mi lengua lo que me había llevado al destierro. En realidad, a Su Majestad, que se pasaba la vida entre aduladores, le gustaba en ocasiones la adulación.

—Me alegro de ver a Su Majestad con tan buena salud y recuperada ya de su enfermedad —dije.

—Oh, se creían que estaba al borde de la muerte y confieso que hubo veces en que yo también lo pensé.

—Oh no, Majestad, vos sois inmortal. Tenéis que serlo, pues vuestro pueblo os necesita.

Ella cabeceó y dijo:

—Bueno, bueno, Lettice. Me agrada que estéis de nuevo con nosotros. Aún os queda belleza. Essex tendrá que arreglárselas sin voz durante un tiempo. Está haciendo muchas cosas en Irlanda. No es que tenga gran juicio, pero sí un gran corazón. Confío en que tenga más suerte allí. Pronto dejaremos Greenwich.

—¿Estáis cansada del lugar, Majestad?

—No. Siempre fue uno de mis lugares preferidos. Supongo que uno siente eso con el lugar donde nace. Pero tengo que complacer a Lord Leicester. Está muy impaciente por enseñarnos Kenilworth. Tengo entendido que lo ha transformado en una de las mejores mansiones del país. No me dejará tranquila hasta que me lo enseñe.

De pronto me incliné hacia delante y, cogiendo aquella hermosísima mano blanca entre las mías, la besé. Si Robert estaba febril de emoción por enseñarle a la Reina Kenilworth, yo me hallaba en un estado parecido sólo por verle. Alcé la vista y procuré mostrar temor por mi atrevimiento, pero Isabel estaba sentimental y, después de todo, yo era miembro de la familia.

—Majestad —dije—, soy una presuntuosa. Me he visto desbordada por el placer que me produce volver a estar con vos.

La dureza de aquellos ojos se suavizó momentáneamente. Me creía.

—Me agrada teneros aquí, Lettice —dijo—>. Preparadlo todo para ir a Kenilworth. Supongo que querréis tener vestidos nuevos para este acontecimiento. Traeréis con vos a vuestra modista. Hay una pieza de terciopelo escarlata… suficiente para un vestido. Decidles que os he dicho que podéis cogerla. Todas tenemos que estar hermosas para mi señor Lord Leicester —añadió con una sonrisa.

Le amaba, no había duda. Podía percibirlo en su voz cuando pronunciaba su nombre; y me preguntaba si no estaría iniciando un peligroso camino. Sólo con pensar en él ya se me aceleraba el pulso. Sabía que aunque hubiese cambiado yo aún seguiría queriéndole.

Si me miraba, si mostraba de la forma más leve que estaba dispuesto a revivir su deseo de mí, no vacilaría en convertirme en la rival de la Reina.

—Tomaré un poquito de ese vino de Alicante —dijo ella.

Lo mezclé con agua, tal como le gustaba. Siempre comía y bebía muy frugalmente, y pocas veces tomaba vino, solía preferir una cerveza ligera. Y cuando lo tomaba, lo mezclaba con abundante cantidad de agua. A veces le impacientaba la comida, y en ocasiones de protocolo no muy rígido, se levantaba antes de que el resto de los comensales hubiesen terminado. Deplorábamos esto porque significaba que teníamos que dejar la mesa, pues nadie podía quedarse si ella se iba y, como nos servían después que a ella, esto significaba a menudo una comida apresurada, así que nunca estábamos muy deseosas de comer con la Reina.

Pero en esta ocasión, se demoró, y todas pudimos comer a satisfacción.

Mientras daba sorbos de vino, sonreía dulcemente… pensaba en Robert, no me cabía duda.




Fue en julio cuando salimos para Kenilworth, que queda entre las ciudades de Warwick y Coventry, a unos ocho kilómetros de cada una de ellas, así que había bastante distancia desde Londres e iba a ser un viaje largo.

Era una brillante y numerosa caravana en la que se incluían treinta y uno de los hombres más poderosos del país, todas las damas de la Reina, entre las que figuraba yo, y cuatrocientos criados. La Reina se proponía estar en Kenilworth más de dos semanas.

La gente salía a vernos pasar y hubo los habituales vítores para la Reina y aquellos agradables contactos entre ella y el pueblo, de los que Isabel no se olvidaba por nada del mundo.

No llevábamos recorrido mucho cuando vimos que cabalgaba hacia nosotros un grupo de jinetes. Ya desde lejos le reconocí a la cabeza de la comitiva. Mi corazón latió con más fuerza. Ya sabía lo que iba a sentir aun antes de que llegase junto a nosotros. Qué bien montaba. Estaba cualificado, no había duda, para el papel de caballerizo de la Reina en todos los sentidos. Estaba más viejo, sí… algo más corpulento que ocho años antes; su rostro tenía un tinte más rojizo y se veían sombras blancas en el pelo por las sienes. Con su jubón de terciopelo acuchillado tachonado de estrellas, según la nueva moda alemana, y la pluma del sombrero del mismo tono que el jubón aunque un poco más claro, tenía un aspecto majestuoso, y me di cuenta de inmediato de que aún poseía el viejo magnetismo. No me cabía duda de que Isabel amaba al Robert maduro igual que había amado al joven. Y me di cuenta también de que a mí me pasaba lo mismo.

Se detuvo a muy poca distancia de nuestro grupo, y advertí que la Reina se ruborizaba un poco, lo que indicaba su satisfacción.

—Vaya —dijo—, pero si es mi señor Lord Leicester.

Él se situó a su lado. Tomó su mano y la besó, y cuando vi que sus ojos se encontraban al alzar él la mano de ella, sentí las torturantes punzadas de los celos. Sólo pude controlarme con el consuelo de que Robert rendía tributo únicamente a la corona. De no haber sido por la Reina, no habría tenido ojos más que para mí.

Siguieron cabalgando juntos.

—¿Qué os proponéis viniendo así de sorpresa, bribón? —preguntó ella. Bribón, dicho de aquella manera era un término cariñoso, y no era la primera vez que la oía aplicárselo.

—No podía permitir que fuese otro quien os llevase a Kenilworth —dijo él con vehemencia.

—Bueno, considerando las ganas que tenemos de ver ese castillo mágico vuestro, os perdonaremos. Tenéis un aspecto muy saludable, Rob.

—Me encuentro mejor que nunca —contestó él—. Y eso quizá se deba al hecho de que estoy al lado de mi soberana.

Me sentí enferma de rabia, pues no había mirado ni una sola vez en mi dirección.

—Bueno, démonos prisa —dijo la Reina—. O tardaremos semanas en llegar a Kenilworth.

Cenamos en Itchingworth, donde tuvimos una espléndida recepción, y como había un bosque, la Reina expresó deseos de cazar.

La vi irse cabalgando junto a Robert. No hacía tentativa alguna de ocultar la atracción que sentía hacia él. En cuanto a él, no podía estar segura de cuánto era verdadero afecto y cuánto ambición. Lo más probable es que ya no siguiese teniendo esperanzas de casarse con ella, pero aun así seguía necesitando conservar su favor. No había hombre en Inglaterra más odiado que Robert Dudley. Se había encumbrado gracias al especial interés de la Reina y eso había provocado muchas envidias. Que había miles de personas que esperaban ansiosas su caída, muchas que le conocían y otras muchas que no… así es la naturaleza humana.

Yo estaba empezando a entender a Robert y, mirando hacia atrás, todo me resultaba mucho más claro que en los días de nuestra intimidad. Se comportaba cortésmente con todos los que se acercaban a él, siempre se mostrasen humildes, y de hecho su actitud desmentía a veces la fuerza calculadora que se escondía tras ella. Tenía un temperamento que podía ser violento si se irritaba; había en su vida muchos secretos oscuros; aun así, a los que se acercaban a él con una actitud normal, les trataba con toda cortesía. Pero, por supuesto, él debía tener mucho cuidado, incluso con la Reina. Si ella tenía tristes recuerdos que habían influido en su actitud hacia el amor, lo mismo le sucedía a él. Su abuelo, asesor financiero del Rey Enrique VII, había sido decapitado… arrojado a los lobos, se decía, para aplacar al pueblo, que estaba descontento por los impuestos decretados por el Rey y recaudados por Dudley y Empson; el padre de Robert había perdido la cabeza por intentar poner en el trono a Juana Grey y a su hijo Guildford. Era natural pues, que Robert se esforzase al máximo por conservar su cabeza. Creo que estaba bastante seguro, Isabel detestaba firmar sentencias de muerte aunque se tratase de enemigos. Era muy poco probable que, pasase lo que pasase, fuese a firmar alguna vez la de su amado.

Pero, por supuesto, podía caer en desgracia y, naturalmente, se esforzaba al máximo para que no sucediese.

Aún no me había visto cuando llegamos a Grafton, donde la Reina tenía una mansión propia. Isabel estaba de magnífico humor. De hecho, lo estaba desde el momento en que había llegado Robert. Cabalgaban juntos y a menudo estallaba su risa cuando intercambiaban bromas secretas.

Hacía un calor tremendo, y cuando llegamos a Grafton teníamos mucha sed. Entramos en el salón, Robert y la Reina dirigiendo la comitiva, y Robert llamó a los criados para que trajesen la cerveza suave que le gustaba beber a la reina.

Hubo mucho movimiento y alboroto y por fin trajeron la cerveza, pero cuando la Reina la probó, la escupió de inmediato.

—Yo no puedo beber esto —gritó, indignada—. Es demasiado fuerte para mí.

Robert la probó y declaró que era más fuerte que la malvasía y que le mareaba tanto que no podía mantener el control de sí mismo. Ordenó a los criados que buscasen la cerveza suave que quería Su Majestad.

Pero esto no era fácil de solucionar porque no había en la casa, y cuanto más sedienta se sentía la Reina, más furiosa se ponía.

—Qué criados son éstos —gritó— que no saben servirme mi buena cerveza. ¿Es que no hay nada que beber aquí?

Robert dijo que no se atrevía a pedir agua porque no podía estar seguro de que no estuviese contaminada. La proximidad de los retretes era siempre una amenaza y especialmente haciendo calor como entonces.

No era él hombre de los que se sientan a lamentarse en una crisis; envió a sus criados al pueblo y al poco tiempo se consiguió un poco de cerveza suave y cuando Robert se la llevó a la Reina, ésta se mostró muy complacida con la bebida y con su portador.

Fue en Grafton cuando Robert se dio cuenta de mi presencia. Vi que se sorprendía, que miraba otra vez, y otra.

Se acercó a mí e inclinándose dijo:

—Lettice, cuánto me alegro de veros.

—También a mí me complace veros, Lord Leicester.

—Cuando nos vimos por última vez éramos Lettice y Robert.

—De eso hace mucho tiempo.

—Ocho años.

—¿Lo recordáis, entonces?

—Hay cosas que nunca se olvidan.

Allí estaba la aventura. Lo veía en sus ojos. Creo que, como en mi caso, el peligro estimulaba el deseo. Allí nos quedamos mirándonos y me di cuenta de que estaba recordando (igual que yo) momentos íntimos que habían tenido lugar tras las puertas cerradas de aquella cámara secreta donde habíamos hecho el amor.

—Hemos de vernos otra vez… a solas —dijo.

—A la Reina no le gustará —contesté.

—Es cierto —contestó él—. Pero si no lo sabe, no podrá disgustarse. Permitidme que os diga que me complace mucho que vengáis con nosotros a Kenilworth.

Dicho esto, me dejó. Estaba muy deseoso de que la Reina no se diese cuenta del interés que sentíamos el uno por el otro. Me convencí a mí misma de que quizá se debiese a que temía que Isabel me despidiese otra vez.

Me emocionaba que nuestra relación siguiera siendo la misma. No echaba de menos nada de aquel magnetismo. Había aumentado con la edad. Esperaba que mi atractivo siguiese siendo igual para él. Bastaba que estuviésemos cerca uno de otro para saber que teníamos mucho que darnos.

Esta vez, sin embargo, yo no lo daría tan liberalmente. Tenía que convencerle de que yo deseaba una relación de base más firme. Pensaba casarme con él. ¿Cómo podía hacerlo teniendo ya marido? No tenía sentido. Pero no podía aceptarme y luego dejarme por orden de la Reina. Debía hacérselo entender muy claro desde el principio.

Y así los días se llenaban de emoción. Nos mirábamos y las miradas que cruzábamos eran significativas. Cuando llegase la oportunidad, estaríamos preparados para aprovecharla.

Creo que aquella situación torturante estimulaba nuestro deseo. Sería más fácil cuando estuviésemos en Kenilworth.




Llegamos al castillo el 9 de julio. Cuando apareció entre nosotros, hubo un griterío general y vi que Robert miraba a la Reina, suplicando su admiración. Era ciertamente una visión majestuosa. Aquellas torres almenadas y el poderoso alcázar proclamaban una verdadera fortaleza; y por el lado sudoeste, había un hermoso lago espejeando bajo la luz del sol. Lo cruzaba un gracioso puente que Robert había mandado construir hacía poco. Y tras el castillo, se veía el verdor del bosque, permitiendo a la Reina buena caza.

—Parece una residencia real —dijo la Reina.

—Se proyectó con el exclusivo propósito de complacer a una Reina —dijo Robert.

—Dejaréis en ridículo a Greenwich y a Hampton —replicó ella.

—No —Contestó Robert, cortesano siempre—. Es tan sólo vuestra presencia lo que da carácter regio a esos lugares. Sin vos no son más que montones de piedras.

Me daban ganas de reír. «Exageráis un poco, Robert», pensé; pero evidentemente, ella no pensaba lo mismo, pues le miraba amorosa y complacida.

Nos aproximábamos al alcázar cuando vimos que nos cortaban el paso diez muchachas vestidas con mantos de seda blanca que representaban a las sibilas. Y una de ellas se adelantó y recitó un verso que ensalzaba las perfecciones de la Reina y le predecía un reinado largo y feliz.

Yo estuve observando a la Reina durante el recitado del poema. Saboreaba extasiada cada palabra. Era el tipo de representación que tanto había gustado a su padre, y el placer que a ella le producía era una de las principales características que había heredado de él. Robert la observaba con profunda satisfacción. ¡Qué bien debía conocerla! Él tenía que estar pendiente de ella en un sentido. Cómo debía haberle frustrado el que hubiese alargado hacia él la relumbrante corona y luego, justo cuando él creía que podía cogerla, la hubiese retirado otra vez. Si no hubiese sido tan alto el precio, si ella no tuviese en sus manos el futuro de él, ¿durante cuánto tiempo habría permitido él que le tratasen así?

Pasamos a la siguiente representación y me di cuenta de que aquello era un precedente de lo que serían los días sucesivos. Robert condujo a la Reina hasta la palestra, donde les salió al paso un hombre de aspecto feroz, tan alto como el propio Robert. Vestía túnica de seda y blandía un garrote, que agitaba amenazadoramente. Algunas de las damas gritaron con burlón horror.

—¿Qué hacéis aquí? —gritó, con voz de trueno—. ¿No sabéis que esto son los dominios del poderoso conde de Leicester?

—Buen sirviente —contestó Robert—, ¿es que no veis quién está entre nosotros?

El gigante abrió los ojos asombrado al volverse a la Reina y se los protegió como si le cegase su magnificencia. Luego, cayó de hinojos, y, cuando la Reina le indicó que se levantase, le ofreció su garrote y las llaves del castillo.

—Ábranse las puertas —gritó—. Este día se recordará por mucho tiempo en Kenilworth.

Se abrieron las puertas y entramos. En los muros del patio había seis trompeteros vestidos con ropajes de seda. Resultaba muy impresionante, pues sus trompetas tenían casi dos metros de longitud. Tocaron dando la bienvenida, y la Reina aplaudió, muy satisfecha.

A medida que avanzábamos, la escena se hacía más espectacular. En medio del lago, habían construido una isla y en ella había una hermosa mujer. A sus pies estaban tendidas dos ninfas y a su alrededor un grupo de damas y caballeros sostenían en alto antorchas encendidas.

La dama del lago recitó un panegírico similar a los que habíamos oído antes. La Reina proclamó que todo aquello era maravilloso. Luego la llevaron al patio central, donde había un grupo reunido, vestidos todos de dioses: Silvano, rey de los bosques, le ofreció a la Reina hojas y flores; allí estaba Ceres con trigo; Baco con uvas, Marte con armas y Apolo con instrumentos musicales para cantar el amor que el país profesaba a su Reina.

Ella los recibió a todos con gratas palabras, felicitándoles por su arte y su belleza.

Leicester le dijo que había muchas más cosas que tenía que ver, pero que la suponía cansada del viaje y prefería que descansara. Debía tener sed, además, y él podía asegurarle que encontraría la cerveza de Kenilworth muy de su gusto.

—Me he asegurado de que nada os disguste, Majestad, como sucedió en Grafton, pues probé la cerveza y, pareciéndome fuerte y desabrida, traje cerveceros de Londres para que podáis bebería aquí según vuestro gusto.

—Sé que puedo confiar en que mis queridos Ojos se cuidarán de mi comodidad —dijo la Reina, emocionada.

En el patio interior se disparó una salva y cuando la Reina estaba a punto de entrar en el castillo, Robert le pidió que se fijase en el reloj de aquella torre que se llamaba la torre de César. El reloj era de un delicado azul y los números y las manecillas de oro puro. Podía verse desde todos los alrededores. Le suplicó que lo mirase unos instantes, porque si lo hacía, vería pararse las manecillas de oro.

—Eso significa que mientras vos, Majestad, honréis Kenilworth con vuestra presencia, se parará el tiempo —explicó.

Era evidente que ella se sentía muy feliz. ¡Cuánto amaba Isabel aquella pompa y aquel ceremonial! ¡Cuánto le complacía aquella adulación y, sobre todo, cuánto amaba a Robert!

Entre su cortejo, se comentaba que quizá con motivo de aquella visita anunciase la Reina su intención de casarse con él. Parecía indudable que eso era lo que Robert estaba esperando.




Aquellos días de Kenilworth serían inolvidables… no sólo para mí, cosa comprensible, pues significaron un hito en mi vida, sino para todos los presentes.

Creo que puedo decir que jamás hubo, ni habrá, hospitalidad y agasajos y diversiones como los que ideó Robert para deleite de su Reina.

Hubo fuegos artificiales, saltimbanquis italianos, combates entre toros y osos y, por supuesto, justas y torneos. Dondequiera estuviese la Reina, siempre había baile, y permanecía levantada hasta altas horas de la madrugada bailando y nunca parecía cansarse.

Durante los primeros días de Kenilworth, Robert apenas se apartó de la Reina, y, de hecho, más tarde, tampoco pudo ausentarse nunca por demasiado tiempo. En las raras ocasiones en que bailó con otras, vi que Isabel le observaba atentamente y con impaciencia. En una ocasión, le oí decir: «Confío en que disfrutéis del baile, Lord Leicester». Y se mostró muy fría y muy altiva hasta que él se inclinó y le susurró algo que le hizo sonreír y recuperar su buen humor.

Resultaba prácticamente increíble que no fuesen amantes.

Yo podría haber creído que estaba soñando con un imposible si no fuese el hecho de que en varias ocasiones pude ver que los ojos de Robert recorrían la estancia y darme cuenta de que me buscaban. Cuando me encontraban, algo se encendía entre nosotros. Teníamos que encontrarnos, pero yo sabía que era imperativo que tomásemos las mayores precauciones.

Estaba adiestrándome a mí misma. Quería estar lista para cuando llegase el momento. Esta vez no quería un contacto precipitado tras unas puertas cerradas. Nada de «que sea esta noche si puedo desprenderme de la Reina». Él sería razonable. Era el hombre más razonable de la tierra Pero yo debía ser astuta. Ahora era más sabia.

Me divertía pensar que Isabel y yo fuésemos rivales. Era una digna adversaria, sin duda, pues disponía de poderosas armas, de su poder y de sus promesas de grandeza… y sus amenazas, claro. «No creáis que mi favor se limita a vos…» Era de nuevo la actitud de su padre. «Os he encumbrado. Podría igualmente haceros caer.» Enrique VIII había dicho eso a sus favoritos… hombres y mujeres que habían trabajado para él y le habían dado lo mejor de sí mismos: el cardenal Wolsey, Thomas Cromwell, Catalina de Aragón, Ana Bolena, la pobre Catalina Howard… y lo mismo le hubiese sucedido a Catalina Parr de no haber muerto el Rey a tiempo. Enrique había amado a Ana Bolena tan apasionadamente como Isabel amaba a Robert, pero eso no la había salvado. Robert debía pensar en todo esto de vez en cuando.

Si yo la disgustaba, ¿qué me pasaría? Tal era mi carácter que la consideración del peligro no me detenía; en cierto modo, estimulaba aún más mis deseos.

Por fin, llegó el momento en que nos vimos solos. Me cogió de la mano y me miró a los ojos.

—¿Qué queréis de mí, mi señor? —pregunté.

—Lo sabéis —contestó él, apasionadamente.

—Hay aquí muchas mujeres —dije—. Y yo tengo marido.

—Yo sólo quiero a una.

—Cuidado —bromeé—. Eso es traición. Vuestra soberana se enfadaría mucho con vos si se enterase de que decís tales cosas.

—Lo único que me importa es que vos y yo estemos juntos.

Meneé la cabeza.

—Hay un aposento… en la parte más alta de la torre oeste. Nadie va nunca allí —insistió.

Yo me volví, pero él me había cogido la mano y me sentí sacudida por aquel deseo que sólo él podía despertar en mí.

—Estaré allí a media noche… esperando.

—Podéis esperar, mi señor —dije.

Alguien subía las escaleras y rápidamente se fue. Tenía miedo a que le vieran, pensé irritada.

No fui a aquel aposento de la torre, aunque me costó trabajo no hacerlo. Disfruté mucho, sin embargo, imaginándole paseando impaciente, esperándome.

La próxima vez que nos encontramos, se mostró despechado y más impetuoso aún. No estábamos solos, y aunque aparentaba intercambiar cortesías con una invitada, me decía:

—He de hablar con vos. Tengo mucho que deciros.

—Bueno, si sólo es hablar, quizás —dije yo.

Y fui al aposento.

Él me abrazó e intentó besarme, pero me di cuenta de que primero había cerrado cuidadosamente la puerta.

—No —protesté—. Aún no. '—Sí —dijo él—. ¡Ahora! He esperado demasiado tiempo. No esperaré un segundo más.

Yo sabía de mi debilidad. Mi resolución se tambaleaba. Le bastaba tocarme… yo siempre había sabido que mi necesidad de él era similar a la suya de mí. Era inútil resistirse. Hablaríamos después.

Él reía triunfal. Yo me sentía triunfante también, porque sabía que aquello era una rendición temporal. Al final me saldría con la mía.

Después, él dijo, satisfecho:

—¡Oh, cómo nos necesitamos, Lettice!

—Me las he arreglado muy bien sin vos durante ocho años —le recordé.

—¡Ocho años perdidos! —suspiró.

—¿Perdidos? Oh, no, mi señor, progresasteis mucho en el favor real durante ese tiempo.

—Cualquier tiempo no pasado con vos es tiempo perdido.

—Parece como si le hablaseis a la Reina.

—Oh, vamos, Lettice, sed razonable.

—Eso es exactamente lo que intento.

—Estáis casada. Ya sabéis cuál es mi posición…

—Esperáis casaros. Según dicen: «la esperanza dilatada enferma el corazón». Eso os sucede. ¿Acaso la espera os tiene tan enfermo que miráis a otra parte buscando lo que suponéis pueden ser unos cuantos encuentros secretos con quien os halla demasiado apuesto para resistirse…?

—Sabéis que no es así. También sabéis cuál es mi posición.

—Sé que ha estado jugando con vos todos estos años y que aun así os quedan muy pocas esperanzas. ¿O seguís esperando?

—La Reina tiene un temperamento imprevisible.

—¡Sé muy bien que es así! No olvidéis que estuve desterrada ocho años de la Corte. ¿Y sabéis por qué?

Se acercó más a mí.

—Debéis tener cuidado —le advertí—. Ya se dio cuenta una vez.

—¿Eso creéis?

—¿Por qué otra razón me impidió seguir en la Corte?

Se echó a reír. Con cierta complacencia, pensé. Muy seguro de que podía hacer lo que hacía con las mujeres que le interesaban.

Me aparté de él e inmediatamente se convirtió en el amante suplicante y sumiso.

—Lettice, te amo… sólo a ti.

—Entonces, vayamos a decírselo a la Reina.

—Os olvidáis del Conde de Essex.

—Él es vuestra salvaguardia.

—Si no fuese por él, me casaría con vos y os demostraría cuáles son realmente mis sentimientos.

—Pero está él y podéis decir «sí» con la mayor impunidad. Sabéis perfectamente que no os atreveríais a decirle a la Reina lo que pasó esta noche.

—No se lo diría, no. Pero si pudiese casarme con vos lo haría y a su debido tiempo se lo comunicaría a ella.

—No puedo tener dos maridos, así que no puede haber matrimonio. Y si la Reina llegase a descubrir que vos y yo hemos estado juntos, sabemos lo que pasaría. Yo sería expulsada de la Corte. Vos caeríais en desgracia por un tiempo, y luego recuperaríais su favor. Ése es uno de vuestros mayores triunfos, sin duda. La cuestión es que yo vine aquí a hablar…

—Y luego descubristeis que nuestro amor nos desbordaba a ambos.

—Descubrí que me satisfacen los placeres y que en algunos aspectos os adecuáis muy bien a mí. Pero no estoy dispuesta a que me tomen y me desechen cuando resulte conveniente hacerlo, como si fuese una ramera.

—Jamás podría tomaros por tal.

—Eso espero. Pero se diría que vos imagináis que puede tratárseme como si lo fuese. No volverá a suceder, señor.

—Lettice, tenéis que entender. Deseo más que ninguna otra cosa casarme con vos y, os lo aseguro… algún día lo haré.

—¿Cuándo?

—No tardaré mucho.

—¿Y Essex?

—Dejadle de mi cuenta.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Quiero decir que, ¿quién puede saber lo que pasará? Sed paciente. Vos y yo fuimos hechos el uno para el otro. Lo supe desde la primera vez que nos vimos. Pero, vos estáis casada con Essex, ¿qué podría hacer yo? ¡Oh, Lettice, si no os hubieseis casado con él qué distinto habría sido todo! Pero habéis vuelto a mí. No creáis que voy a dejar que volváis a apartaros de mi lado.

—Pues deberíais dejarme hacerlo ahora, si no advertirán mi ausencia, y si lo hacen y si me hubiesen puesto espías y llegase esto a oídos de la Reina, no me gustaría estar en vuestro pellejo, Robert Dudley, e imagino que tampoco el mío iba a resultar muy cómodo.

Abrió la puerta. Luego me abrazó con tal fuerza que creí que iba a empezar de nuevo todo. Pero él había captado el sentido de mi advertencia y me dejó ir.

Volví a mi aposento. Algunas habían advertido mi ausencia. Me pregunté si alguien pensaría que había estado con un amante. Me divertía imaginar su estremecido asombro si les hubiese dicho que sí, y quién era.




El tiempo refrescó un poco; cayeron algunos chaparrones y todos parecían de excelente humor. No vi a Robert en privado, pero sí, con frecuencia, claro está, en compañía de los demás, pues él estaba constantemente al lado de la Reina. Cazaban mucho juntos, pasando las horas en el bosque hasta el oscurecer, y cuando regresaban a Kenilworth había invariablemente una función de bienvenida esperando a Isabel. La inventiva de Robert parecía inagotable. Pero tenía que estar constantemente sobre aviso, pues las satisfacciones que le había dado a la Reina podía ésta olvidarlas en seguida y todos sus esfuerzos resultar vanos si de algún modo la ofendía.

Aquel día concreto se había ideado una función acuática para dar la bienvenida a la Reina a su regreso al castillo, pues Robert utilizaba el lago todo lo posible, que era siempre muy atractivo de noche cuando las antorchas daban al escenario un aire mágico. En esta ocasión, la saludó una sirena a cuyo lado había un enorme delfín sobre cuyo lomo se sentaba un hombre enmascarado que representaba a Orion. En cuanto vio a la Reina empezó a recitar versos ensalzando sus virtudes y la alegría que embargaba a todo Kenilworth por el honor de poder cobijarla tras sus muros. Este incidente puso de muy buen humor a la Reina, porque Orion, después de recitar los primeros versos de su parlamento, no podía recordar el resto. Tartamudeó y empezó de nuevo, y luego, en un arrebato de cólera se arrancó la máscara y quedó al descubierto su rostro congestionado y sudoroso.

—Yo no soy Orion —gritó—. Sólo soy Harry Goldingham, el más leal súbdito de Vuestra Majestad.

Hubo un silencio. Robert miró furioso al osado actor, pero la Reina se echó a reír y exclamó:

—Buen Harry Goldingham, me habéis hecho divertirme mucho. Y proclamo que me gustó vuestra actuación más que la de ningún otro.

Con lo que Harry Goldingham dejó su delfín muy satisfecho de sí mismo. Había obtenido elogios especiales de la Reina por su actuación y sin duda esto mejoraría su posición ante su amo y señor, el conde de Leicester.

Durante la velada, aludió la Reina una y otra vez al incidente, y aseguró a Robert que jamás olvidaría los placeres de que había disfrutado en Kenilworth.

Yo estaba irritada porque la Reina acaparaba por completo a Robert. No podía librarse nunca de ella. Sólo cuando ella iba a su tocador podía dejarla, y entonces yo tenía que atender a mis deberes. Era muy frustrante para ambos y, espoleado y acuciado así, nuestro deseo se intensificaba.

En una ocasión en que creí que había una oportunidad de cruzar unas palabras, le vi en íntima conversación con otra mujer. La conocía de vista y sentía un interés especial por ella. Era aquella Douglass Sheffield cuyo nombre se había asociado con el de Robert durante un tiempo. Recordé los rumores que había oído sobre ellos.

No creía, claro está, lo que decían de que Robert había asesinado a su marido. ¿Con qué objeto iba a matar al conde de Sheffield? Douglass resultaba para Robert mucho más atractiva con un marido… lo mismo que yo. La auténtica prueba del amor de Robert sería el matrimonio. Eso significaría que anteponía el amor a su esposa al favor de la Reina. No hacía falta una visita a Kenilworth para recordarme lo que sería la cólera de Isabel si él se casaba. Sería feroz y terrible, y yo dudaba incluso que Robert lograse recuperar el favor real después de tal hecho.

Yo no había dado gran importancia al escándalo de Douglass Sheffield hasta entonces, porque siempre habían circulado terribles historias sobre Robert. Era el hombre más envidiado del Reino; nadie tenía más enemigos que él; la Reina le prodigaba tanto favor que había miles de personas (en la Corte y en todo el país) que ansiaban, como suelen hacerlo los envidiosos, que llegase su caída. Y es triste comentario sobre la naturaleza humana que hasta los que nada ganarían con ello, lo deseasen de todos modos.

Por supuesto, había que tener en cuenta el confuso escándalo de la muerte de Amy Robsart, cuyas cicatrices no se borrarían nunca. ¿La había asesinado? ¿Quién podía decirlo? Desde luego, ella parecía interponerse entre él y sus ambiciones, y él deseaba profundamente aquel matrimonio, imposible mientras ella viviese. Había demasiados secretos oscuros en Cumnor Place. Y no cabía duda de que el incidente de la muerte de Amy había dado a los envidiosos la munición que necesitaban.

Al doctor Julio, el médico de Robert, como era italiano, empezaba a llamársele el envenenador de Leicester, por lo que no era sorprendente el que se hubiese dicho cuando la muerte del conde de Sheffield que tras ella estaba Robert. Pero por qué, si no tenía ningún deseo de casarse con su viuda… Salvo, claro está, que Sheffield amenazase con el divorcio, tras descubrir que Douglass había cometido adulterio con Robert. Eso habría envuelto a Robert en un escándalo que quería evitar a toda costa, pues si llegaba a oídos de la Reina se vería en un grave aprieto.

No me importaba en absoluto que Robert tuviese un carácter tortuoso y sombrío. Yo quería un hombre capaz de desafiarla. No quería una criatura suave e ineficaz como marido. Estaba ya cansada de Walter, y tan profundamente enamorada de Robert Dudley como pudiera estarlo cualquier otra mujer. Por eso, cuando le vi hablando animadamente con Douglass Sheffield. me sentí muy inquieta.




Era un domingo. La Reina había ido a la iglesia por la mañana, y, como hacía buen tiempo, se decidió que algunos actores de Coventry representasen Hock Ticte, una obra sobre los daneses, para entretenerla.

Yo estaba más o menos entretenida viendo a aquellos rústicos con sus trajes improvisados y sus acentos pueblerinos interpretando a hombres de los que no podían tener idea alguna. A la Reina le encantaban; disfrutaba entre la gente rústica y sencilla, y le gustaba convencerles de que, pese a su majestad y su gloria, sentía un gran respeto por ellos y les amaba. En nuestro viaje, teníamos que pararnos una y otra vez en el camino si cualquier persona humilde se acercaba a ella. Y ella tenía una palabra amable o tranquilizadora. Debía haber muchas personas en el país que recordarían un encuentro con ella toda la vida y que la servirían con la mayor lealtad porque ella no se había mostrado tan orgullosa como para no hablar con ellos.

Así, pues, dedicaba a los actores de Coventry la misma atención que podría haber dedicado a los de la Corte, y allí estaba sentada riendo cuando era momento de reír y aplaudiendo sólo cuando se esperaba el aplauso.

La obra era sobre la invasión de los daneses, sobre su insolencia y las violencias y ultrajes de que habían hecho objeto al pueblo inglés. El personaje principal era Hunna, general del rey Ethelred y, por supuesto, la obra terminaba con la derrota de los daneses. Como tributo al sexo de la Reina, los daneses cautivos eran conducidos por mujeres, ante lo cual, la Reina aplaudió sonoramente.

Cuando terminó la función, insistió en que se presentasen a ella los actores para poder decirles lo mucho que le había gustado su interpretación.

—Buenos hombres de Coventry —dijo— me habéis deleitado y seréis recompensados. En la cacería de ayer cobramos varios ciervos y daré orden de que os den dos de los mejores, y además se os entregarán cinco marcos en dinero.

Los buenos hombres de Coventry cayeron de hinojos y declararon que jamás olvidarían el día en que habían tenido el honor de actuar ante la Reina. Eran hombres leales, y desde aquel día no habría uno solo de ellos que no estuviese dispuesto a dar la vida por su soberana.

Ella les dio las gracias y, observándola, me di cuenta de cómo mantenía aquel extraño y regio don consistente en que sin perder un ápice de su dignidad podía ser completamente natural con ellos y hacer que ellos lo fuesen con ella. Podía elevarlos sin descender de su dignidad regia. Comprendí mejor que nunca su grandeza. Y el que rivalizásemos por el mismo hombre me llenaba de una intensa emoción. Y el hecho de que él estuviese dispuesto a arriesgar tanto para satisfacer su pasión por mí era indicio de la profundidad de esta pasión.

La existencia de este sentimiento entre nosotros era algo indudable. Éramos los dos audaces aventureros y estaba segura de que el peligro le resultaba tan irresistible a él como me resultaba a mí.

Fue ese mismo día cuando tuve oportunidad de hablar con Douglass Sheffield.

Había terminado la función y aún quedaban algunas horas para el crepúsculo, por lo que la Reina, cabalgando junto a Robert y seguida de algunas de sus damas y caballeros, había salido hacia el bosque. Entonces vi a Douglass Sheffield que paseaba sola por el jardín, y fui hacia ella.

Nos encontramos junto al lago como por casualidad, y la saludé.

—Sois Lady Essex, ¿verdad? —preguntó.

Contesté que sí, y pregunté si ella era Lady Sheffield.

—Deberíamos conocernos —continué—. Estamos emparentadas a través de la familia Howard.

Ella pertenecía a los Effingham Howard y era mi bisabuela, la esposa de Sir Thomas Bolena, quien pertenecía a la familia.

—Vaya, así que somos primas lejanas —añadí.

La examiné detenidamente. Podía entender muy bien que Robert la hubiese considerado atractiva. Tenía el atractivo que poseían muchas mujeres de la familia Howard. Mi abuela María Bolena y Catalina Howard debían haber sido bastante parecidas. Ana Bolena tenía algo más: aquel inmenso atractivo físico más una veta calculadora que la hacía ambiciosa. Ana había calculado mal (por supuesto, había tenido que tratar con un hombre muy difícil) y había acabado decapitada, pero si hubiese sido algo más diestra en el manejo de sus asuntos y hubiese tenido un hijo, no tenía por qué haberle sucedido lo que le sucedió.

Douglass era, pues, del tipo suave, condescendiente, sensual, de las que no exigen nada a cambio de lo que dan. Las de su tipo, atraen inmediatamente al sexo opuesto, pero lo más frecuente es que la relación no sea perdurable.

—La Reina —dije— está cada vez más enamorada de Lord Leicester.

Frunció el ceño y pareció entristecerse. Así pues hay algo, pensé.

—¿Creéis que se casará con él? —proseguí.

—No —dijo Douglass con vehemencia—. No puede hacerlo.

—No entiendo por qué. Él lo desea, y a veces ella parece desearlo tanto como él.

—Pero él no podría hacerlo.

Empecé a sentirme inquieta.

—¿Por qué no, Lady Sheffield?

—Porque… —vaciló—. No, no debo decirlo. Sería peligroso. Él nunca me lo perdonaría.

—¿Os referís acaso al conde de Leicester?

Me miró perpleja y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Puedo hacer algo por vos? —pregunté suavemente.

—Oh, no, no. Debo irme. No sé lo que digo. He estado enferma. Tengo deberes que atender, así que…

—Tenía la impresión de que estabais triste últimamente —dije, decidida a retenerla—. Me parecía que os sucedía algo y que debía hablar con vos. Creo que los que están ligados por la sangre tienen un lazo entre sí.

Pareció sorprenderse un poco y dijo:

—Puede que así sea.

—A veces ayuda explicar las cosas a un oyente comprensivo.

—No quiero explicar nada, en realidad. No tengo nada que decir. No debería haber venido. Debería estar con mi hijo.

—¿Tenéis un hijo?

Asintió.

—Yo tengo cuatro. Penélope, Dorothy, Robert y Walter. Les echo muchísimo de menos.

—Así que tenéis también un Robert.

Me puse tensa.

—¿Se llama así vuestro hijo?

Asintió otra vez.

—Bueno —continué—, es un bonito nombre. El del marido de nuestra Reina… si alguna vez decidiese casarse.

—No podría —dijo Douglass, cayendo en la trampa.

—Parecéis muy nerviosa.

—Vos me hacéis ponerme al hablar de su matrimonio…

—Es lo que él está esperando. Todo el mundo lo sabe.

—Si ella hubiese querido casarse con él, ya lo habría hecho hace mucho.

—¿Cómo iba a hacerlo después de la misteriosa muerte de la esposa de él? —murmuré.

Ella se estremeció.

—A veces pienso en Amy Dudley. Y tengo pesadillas con ella. A veces sueño que estoy en aquella casa y que alguien entra furtivamente en mi habitación…

—Vos soñáis que sois su esposa… y que quiere deshacerse de vos. ¡Qué extraño!

—No…

—Creo que tenéis miedo de algo.

—Cómo cambian los hombres —dijo con tristeza—. Son tan ardientes y luego atrae su atención otra persona y…

—Y su pasión —dije despreocupadamente.

—Puede ser… muy aterrador.

—Lo sería con un hombre como el conde… después de lo que pasó en Cumnor Place. ¿Pero cómo podríais saber vos lo que pasó allí? Es un oscuro secreto. Habladme de vuestro hijito. ¿Qué edad tiene?

—Tiene dos años.

Guardé silencio, calculando. ¿Cuándo había muerto el conde de Sheffield? ¿No había sido en el setenta y uno cuando había sabido yo que las hermanas Howard acosaban a Robert? Había sido ese año o el siguiente quizá cuando había muerto Lord Sheffield, y, sin embargo, en los años setenta y cinco Douglass Sheffield tenía un niño de dos años llamado Robert.

Estaba decidida a descubrir qué significaba aquello.

Difícilmente podía esperar que ella me revelara espontáneamente su secreto, aunque existiese un parentesco entre nosotras. Ya le había sacado mucho más de lo que podría haber supuesto en principio a aquella mujer, que parecía bastante necia. Pero haría un esfuerzo decidido por descubrir la verdad.

Procuré mostrarme comprensiva y amistosa cuando dijo que tenía jaqueca. La acompañé a su aposento y le administré una poción calmante. Luego la hice echarse y le expliqué que ya la avisaría si volvía la Reina.

Aquel mismo día, más tarde, me explicó que se sentía muy mal cuando nos encontramos en el jardín y que temía haber dicho disparates. La tranquilicé y le dije que sólo había sido una charla amistosa y que me había resultado muy agradable conocer a una prima. Mi poción le había sentado tan bien que me preguntó si podía darle la receta. Lo haría, por supuesto, le dije. Yo entendía perfectamente aquellos sentimientos de depresión, añadí. También tenía hijos y deseaba estar con ellos.

—Ya charlaremos en otra ocasión… pronto —dije.

Había decidido llegar hasta el fondo del asunto de Douglass Shefficeld.

Al día siguiente, se ofreció a. la Reina una farsa titulada «Una novia campesina». Era, en cierto modo, una burla de los . rústicos y me extrañó que la Reina no lo considerase un insulto a una parte de su pueblo. El novio, que pasaba bastante de los treinta, llevaba la chaqueta de estambre de su padre, de un color tostado, guantes de cosechador y una pluma y un cuerno con tinta sujetos a la espalda. Cojeaba al saltar por la hierba. En el campo, se jugaba mucho al fútbol y, a menudo, los jugadores resultaban heridos en el juego, así que con la cojera quería indicarse que se había roto una pierna jugando.

Con él iban bailando las máscaras y Robin Hood con Maid Marian. La Reina movía los pies al compás de la danza, y yo esperaba que en cualquier momento se uniese a ellos.

Después llegó la novia con su traje de estambre; se" había pintado en una máscara horrible y llevaba una peluca cuyo pelo salía en punta en todas direcciones. Los espectadores aullaron de risa al verla, y había muchos, pues la Reina había dicho que cualquier habitante de los alrededores que lo desease podía venir a ver el espectáculo. Así que había centenares… no tanto por ver la boda campestre como por estar en compañía de la Reina. También ella (de excelente humor como estaba siempre ante el pueblo) sonreía graciosamente, reservando su mal humor para más tarde con sus ayudantes. Las damas de la novia tenían todas más de treinta años, como la propia novia, y eran muy feas.

La gente reía entusiasmada al ver desfilar a la pareja de novios, y yo no pude evitar el pensamiento de que se trataba de una representación bastante peligrosa, considerando que se hacía para nuestra Reina soltera, y el hecho de que la novia y el novio procurasen por todos los medios decirnos sus edades, podría haberse considerado que aludía a Isabel. Quizá fuese lo que se proponía Robert. Quizá quisiese indicarle que llevaba demasiado tiempo esperando. Por supuesto, la Reina no podía ser más distinta a aquella novia torpe y fea. Isabel, sentada allí, resplandecía de poder y de gloria, cubierta de alhajas, la exquisita gorguera al cuello, la cabeza erguida, bellísima, y joven también, si uno no miraba demasiado detenidamente su rostro, pues su cuerpo era tan esbelto como el de una joven y su piel igual de suave y delicada. A aquellos campesinos debía parecerles una diosa, prescindiendo incluso de su enjoyada vestimenta. Era siempre muy pulcra y quisquillosa y se bañaba con regularidad, y quienes la servíamos debíamos hacer lo mismo, pues no podía soportar los malos olores. Cuando visitaba las mansiones rurales, había que empezar a limpiarlas semanas antes de su llegada. Los malos olores le hacían apartar la cabeza con disgusto y, por supuesto, estaba el eterno problema de los retretes. Yo había visto muchas veces temblar de repugnancia aquella nariz aguileña y solía hacer agrios comentarios sobre lo mal que se había preparado aquello para su visita.

Cuando viajábamos, constituía un inconveniente considerable el baño de la Reina, sin el que no podía pasar. Pocas mansiones rurales podían ofrecerle condiciones adecuadas. En el castillo de Windsor había dos habitaciones reservadas para su baño, con techos de cristal para que pudiese contemplar la blancura de su cuerpo mientras se bañaba.

Sólo entre la gente humilde aceptaba ella la suciedad, y nunca indicaba de ningún modo que advirtiese los malos olores. Dominaba, sin duda alguna, el arte de ser Reina a las mil maravillas.

En esta ocasión, recibió a aquel novio y a aquella novia tan rústicos y zafios y les dijo que la habían hecho reír mucho y ellos, como los actores de Coventry, quedaron abrumados por su amabilidad y pude darme cuenta de que le serían eternamente fieles.

Yo estaba profundamente ensimismada en mis propios problemas. Cuando Douglass Sheffield mencionó a su hijo Robert, empecé a sospechar. Mi primer impulso fue dirigirme a Robert y preguntarle la verdad sobre Douglass y su hijo. ¿Podía hacerlo? Después de todo, no podía decirse que él fuese concretamente responsable ante mí por sus acciones, y menos por las que habían ocurrido hacía tiempo. Ciertamente, me había dicho que se casaría conmigo… si yo estuviese libre. Eso significaba poco. Yo no estaba libre. Me pregunté si alguna vez le habría dicho lo mismo a Douglass y luego, por una extraña coincidencia (¿o no había sido coincidencia?), ella quedó libre poco después de que él le hubiese hablado de matrimonio.

No. No le acosaría. Douglass era una estúpida, podría vencer sus escrúpulos con un poco de delicadeza, y quizá pudiese enterarme de la verdad por ella mucho mejor que por Robert. Además, no habría sido fácil hablar con él, pues tenía que prestar continua atención a la Reina. Quizá pudiésemos hacer una escapada al aposento de la torre, pero existía la posibilidad de que allí mi deseo desbordara mi buen juicio. Tenía que mantenerme firme. Si Robert me daba su versión de la historia, ¿cómo podría estar segura de que era verdad? Estaba segura de que él tenía preparada una historia razonable, mientras que Douglass no tendría el genio suficiente para inventar una.

Durante los días siguientes estuve cultivando a Douglass. Era una presa fácil. No cabía duda de que estaba muy preocupada por su futuro… y de que estaba locamente enamorada de Robert.

Tras unos días de festejos en los que se veía obligada (como yo) a ver a Robert sirviendo constantemente a la Reina, la empujé a un estado tal que acabó deseando confiar en alguien, y ¿quién podría ser ese alguien más que su amable y comprensiva prima Lettice?

Y al fin llegó el momento.

—Te diré exactamente lo que pasó, prima. Pero debes jurar que no vas a decir una palabra a nadie. Sería el final para él y para mí. La cólera de la Reina sería terrible, como bien sabéis. Eso es lo que él siempre me dice.

—No debéis contármelo si os incomoda hacerlo —dije astutamente—. Pero si puede tranquilizaros… o si pensáis que yo pueda daros algún buen consejo…

—Qué buena sois, Lettice. Estoy segura de que podéis comprender a los demás como muy pocos son capaces de hacerlo.

Asentí. En eso probablemente tuviese razón ella.

—Sucedió hace cuatro años —me dijo—. John y yo estábamos casados y éramos felices. Yo nunca había pensado en otro hombre. Era un buen marido, quizá demasiado serio… no muy romántico… no sé si me entendéis.

—Os entiendo, os entiendo —aseguré.

—La Reina hacía uno de sus recorridos por el país, el conde de Leicester viajaba con ella, y mi marido y yo nos unimos al cortejo en el castillo de Belvoir, el del conde da Rutland. No soy capaz de explicar lo que me pasó. Había sido una esposa fiel hasta entonces, pero jamás había visto a un hombre como Robert…

—El conde de Leicester —murmuré.

Ella cabeceó, asintiendo.

—Era el hombre más atractivo que había visto en mi vida. Podía entender por qué era el hombre más poderoso de todos los reunidos, y por qué disfrutaba del favor constante de la Reina. Todo el mundo decía que pronto se casaría con él.

—Llevan diciendo eso desde que ella subió al trono.

—Lo sé. Pero al mismo tiempo parecía como si hubiese un entendimiento secreto entre ellos. Esto le daba a él algo… que no puedo describir… Si hablaba con alguna de nosotras, o nos sonreía, nos sentíamos orgullosas. Mi hermana y yo discutíamos por su causa, porque era muy amable con ambas. Francamente, estábamos celosas. Era extraño porque hasta entonces nunca me había fijado gran cosa en los demás hombres. Aceptaba a John Sheffield como mi esposo y para mí era suficiente… y luego… pasó aquello.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Tuvimos una entrevista secreta. Oh, me da tanta vergüenza. Nunca debería haberlo hecho. No puedo entender qué me pasó.

—Os convertisteis en su amante —dije, y no pude ocultar el tono cortante que se deslizó en mi voz.

—Sé que parece imperdonable. Pero no podéis imaginaros lo que era aquello…

«¡Oh, sí, Douglass, claro que puedo! —pensé—. Al parecer, yo era tan crédula como vos.»—Así pues, os sedujo —dije.

Asintió.

—Me resistí durante mucho tiempo —se disculpó—. Pero no os imagináis lo impaciente e impetuoso que puede ser. Estaba decidido a tenerme, me dijo después. Y mi rechazo era un reto. Yo alegué que no creía que debiesen hacerse tales cosas fuera del matrimonio y él preguntó cómo podía casarse conmigo teniendo yo ya como tenía otro esposo. Luego habló de lo distinto que sería si yo no estuviese casada, y tan persuasivamente se explicó que casi creí que John iba a morir y que yo iba a casarme con Robert. Escribió una nota que me dijo que tendría que destruir en cuanto la leyera. Me decía en ella que se casaría conmigo cuando muriese mi marido, lo cual prometía sería pronto, y entonces podríamos gozar legalmente de los éxtasis que ya habíamos saboreado.

—¡Escribió eso! —exclamé. —Sí.

Luego me miró casi suplicante.

—¿Cómo iba yo a destruir una nota como aquella? —preguntó—. La leía todos los días y dormía con ella debajo de la almohada. Vi a Robert varias veces en Belvoir. Nos encontrábamos en un aposento vacío y a veces en el bosque. Él decía que era muy peligroso y que si la Reina se enteraba sería su final. Pero lo hacía porque estaba locamente enamorado de mí.

—Lo comprendo perfectamente —dije con amargura—. Y cuando vuestro esposo murió…

—Antes de eso sucedió algo horrible. Perdí la carta de Robert. Me dominó el pánico. Él me había ordenado que la destruyese, pero yo no podía hacerlo. Cada vez que la leía, lo sentía a él de nuevo tan claramente. En aquella carta me decía que se casaría conmigo cuando muriese mi marido… ¿comprendéis?

—Sí, comprendo —Je aseguré.

—Encontró la carta mi cuñada. Nunca me había querido. Yo me puse frenética. Llamé a todas mis doncellas una a una. Las interrogué, las amenacé. Pero todas dijeron que no la habían visto. Luego le pregunté a Eleanor, la hermana de mi esposo. Ella la había encontrado, la había leído y se la había dado a él. Hubo una escena espantosa. Mi esposo me obligó a confesarlo todo. Estaba absolutamente fuera de sí y me odiaba. Me echó de su dormitorio y me dijo que fuese con el perrillo faldero de la Reina que ya había asesinado a su esposa. Dijo cosas terribles de Robert y que iba a destruirle a él y a mí, y que todo el mundo sabría lo que había ocurrido en Belvoir y que Robert Dudley planeaba matarle como había matado a su esposa. Me pasé la noche llorando y por la mañana él se había ido. Mi cuñada me explicó que se había ido a Londres a preparar el divorcio y que por la mañana todo el mundo sabría que yo era una ramera.

—¿Y qué pasó entonces?

—John murió antes de poder decírselo a nadie.

—¿Cómo murió?

—Fue una especie de disentería.

—¿Y vos creéis que Leicester lo preparó?

—Oh, no, qué va. Él no fue. Simplemente sucedió.

—*Fue muy oportuno para Leicester, ¿no? ¿Había sufrido antes vuestro marido de esa… disentería?

—Que yo sepa no.

—Bueno, entonces no había ya ningún obstáculo para vuestro matrimonio.

Ella me miró, compungida.

—Él dijo que habría sido su final casarse conmigo. Me hablaba muchas veces de cuánto deseaba tenerme por esposa, pero, en fin, la Reina tenía tantos celos… y le tenía tanto cariño a él.

—Sí, sí, lo comprendo.

—Oh, sí, cualquiera que conociese a Robert lo entendería. Bueno, había personas que sabían. Siempre lo sabe alguien. Y la familia de John… se pusieron furiosos. Acusaban a Robert de la muerte de John, y también a mí, claro.

—Le acusaron de asesinar a vuestro marido para que vos quedaseis libre, y sin embargo, cuando quedasteis libre no se casó con vos.

—Ahí se ve la falsedad del rumor —dijo ella.

Bueno, pensé yo, John Sheffield estaba a punto de crearle un problema, un problema que le habría puesto en peligro de perder el favor real y su consideración de un posible matrimonio. Era fácil imaginar la furia de Isabel si se hubiese enterado de los encuentros secretos en el castillo de Belvoir y de que Robert le había hablado de matrimonio a Douglass. Y si Robert se hubiese casado realmente con Douglass se habría visto envuelto en un asunto tan desagradable como el de la muerte de su propia esposa.

Cada vez aprendía más cosas sobre aquel hombre que dominaba ya mi vida… igual que la de la Reina y la de Douglass Sheffield.

—¿Y vuestro hijo? —insistí.

Vaciló y luego dijo:

—Nació dentro del matrimonio. Robert no es un bastardo.

—¿Queréis decir que vos sois la esposa de Leicester?

Asintió.

—No puedo creerlo —exploté.

—Es cierto —contestó ella con firmeza—. Cuando murió John, Robert se comprometió a casarse conmigo en una casa de Cannon Row, en Westminster, y después dijo que no podía seguir adelante con ello porque temía la cólera de la Reina. Pero yo estaba desquiciada. Estaba deshonrada y eso me producía una gran angustia. Al final, él cedió y nos casamos.

—Cuándo? —exigí—, ¿Y dónde?

Yo intentaba desesperadamente demostrar que mentía. Estaba medio convencida ya de que así era, pero no estaba segura de si esa convicción nacía de lo desesperadamente que deseaba creerlo.

Ella contestó de inmediato:

—En una de sus posesiones… en Esher, Surrey.

—¿Hubo testigos?

—Oh, sí, estuvieron presentes Sir Edward Horsey y el médico de Robert, el doctor Julio. Robert me dio un anillo con cinco diamantes en punta y otro facetado. Se lo había dado a él el conde de Pembroke, que le había dicho que sólo se lo diese a su esposa.

—¿Y tenéis ese anillo?

—Está escondido en un lugar seguro.

—¿Y por qué no reveláis públicamente que sois su esposa?

—Tengo miedo de él.

—Creí que le amabais locamente.

—Así es, pero se puede estar enamorada de una persona y a la vez tenerle miedo.

—¿Y vuestro hijo?

—Robert se emocionó mucho cuando nació. Viene a verle siempre que puede. Quiere muchísimo al muchacho. Siempre le ha querido. Me escribió cuando nació, dando gracias a Dios por el nacimiento, y diciendo que el muchacho sería un consuelo para ambos en nuestra vejez.

—Da la sensación de que sois muy feliz.

Me miró a los ojos y movió la cabeza.

—Tengo tanto miedo…

—¿De que os descubran?

—No. Eso me gustaría. No me importaría que la Reina le echase de la Corte.

—Pero a él sí —Je recordé, hoscamente.

—Yo sería muy feliz viviendo una vida tranquila lejos de la Corte.

—Tendríais que vivir entonces sin ese hombre ambicioso al que llamáis vuestro marido.

—Es mi marido.

—¿De qué tenéis miedo entonces?

Me miró otra vez de aquella manera.

—A Amy Robsart la encontraron al fondo de una escalera, desnucada —.dijo sencillamente.

No siguió. No era necesario.

En cuanto a mí, no podía creerla. Todos mis sentidos gritaban contra aquella historia. No podía ser cierta. Sin embargo, ella la contaba sin el menor sentimiento de culpa, y a mí no me parecía que fuese capaz de inventar tanto.

De algo estaba segura: Douglass Sheffield era una mujer aterrada.




Tenía que hablar con él. ¡Pero qué difícil era! Estaba decidida sin embargo a descubrir la verdad, aunque eso significase traicionar a Douglass. Si él se hubiese casado realmente con ella, habría significado que estaba realmente enamorado de ella. La sola idea me enfurecía. ¿No había yo imaginado muchas veces que me casaba con él, y me había consolado con la seguridad de que no se casaría con nadie más que conmigo, y que la única razón de que no lo hubiese hecho antes de casarme yo con Essex había sido el que estaba ofuscado por el favor de la Reina y temía poner fin a su carrera en la Corte si lo hacía? Ni siquiera por mí podía permitirse él correr el riesgo de ofender a la Reina, y yo estaba segura de que si lo hacía caería sobre él el desastre. Y, sin embargo, se había arriesgado por aquella imbécil e insignificante Douglass Sheffield. Es decir, si había algo de cierto en aquella historia del matrimonio.

Tenía que enterarme de la verdad porque no tendría paz hasta que lo supiese.

Al día siguiente de las revelaciones de Douglass, una de las criadas vino a decirme que Lady Mary Sidney quería hablar conmigo en sus aposentos. Lady Mary, hermana de Robert, que estaba casada con Sir Henry Sidney, contaba con 1a mayor consideración de la Reina debido a la viruela que había contraído cuidándola y que le había desfigurado. Acudía de vez en cuando a la Corte por complacer a la Reina, aunque yo sabía que prefería permanecer retirada en Penshurst. Isabel siempre se aseguraba de que se le adjudicasen aposentos muy especiales. Otra razón del afecto que Isabel le tenía era el que fuese hermana de Robert. El afecto que por él sentía se ampliaba al resto de la familia.

Me recibió cuidadosamente velada y manteniendo la cara en sombras. Sus aposentos eran magníficos, como lo era todo en Kenilworth, pero me pareció que aquellas habitaciones eran de las mejores.

El suelo estaba cubierto con magníficas alfombras de Turquía, lujo que yo pocas veces había visto. Robert fue uno de los primeros en utilizar abundantemente alfombras. No había juncos por el suelo en Kenilworth. Vi de pasada la cama con dosel de la habitación contigua con sus colgaduras de terciopelo escarlata. Sabía que las sábanas estarían bordadas con la letra L en una corona. Los orinales de peltre de las mesillas de noche estaban colocados en cajas cubiertas de terciopelo acolchado a juego con los colores de la habitación. Cómo le encantaban a Robert las extravagancias… pero tenía tan buen gusto…

Me permití imaginar un hogar que pudiésemos compartir los dos algún día.

Lady Mary tenía la voz muy suave y me recibió con afecto.

—Venid y sentaos, Lady Essex —dijo—. Mi hermano me pidió que hablara con vos.

Mi corazón palpitó más aprisa. Estaba impaciente por oír.

—No podemos demorarnos mucho más en Kenilworth —dijo. Pronto llegará el momento en que la Reina quiera seguir viaje. Como sabéis, pocas veces está tanto tiempo en un sitio. Ha hecho una excepción en el caso de Kenilworth como prueba del afecto que profesa a mi hermano.

Era cierto, sin duda. Aquella visita al castillo formaba parte de uno de los recorridos por el país que la Reina frecuentemente emprendía. Formaban parte de su política, pues la mantenían en contacto con sus súbditos más humildes y el trato benévolo y considerado que les prodigaba seguía siendo la razón de su popularidad en todos los pueblos y aldeas del reino. Significaba también que apenas había una gran mansión rural en la que no hubiese parado, una noche al menos, y las que quedaban en su ruta debían prepararse para albergarla en consonancia con su condición. Si la hospitalidad que recibía no la complacía, no vacilaba en manifestarlo. Sólo con la gente humilde se mostraba benévola.

—Mi hermano ha estado planeando el itinerario de la Reina con ella. Han decidido que pasarán cerca de Chartley.

La idea me entusiasmó. Él había preparado aquello y había convencido a la Reina para que parara en Chartley porque era mi hogar. Luego, me dio un vuelco el corazón al pensar en los inconvenientes de Chartley que, comparado con Kenilworth, desmerecía notablemente.

—Mi marido está en Irlanda —dije.

—La Reina ya lo sabe, pero cree que vos podéis muy bien hacer de anfitriona. Parece que os turba un poco la idea. Han sugerido, además, que nos dejéis y vayáis a Chartley antes para poder disponer todo lo necesario para la visita.

—Temo que Chartley resulte muy inadecuado… después de esto.

—Su Majestad no espera encontrar un Kenilworth en todas partes. Ya ha dicho que no cree que haya lugar como éste. Hacedlo lo mejor que podáis. Aseguraos de que todo esté limpio. Eso es de la mayor importancia. Que haya juncos frescos en todas partes y que la servidumbre lleve ropa limpia. Si lográis eso, todo irá bien. Procurad que los músicos practiquen las melodías que a ella más le gustan, pues si le dais baile y música abundantes, disfrutará de su estancia allí. Os aseguro que eso es lo que a ella más le satisface.

Alguien llamó a la puerta y entró un joven. Yo ya le conocía. Era Philip Sidney, hijo de María y, en consecuencia, sobrino de Robert. Me había interesado por aquel muchacho desde que había oído que Robert le quería mucho y le consideraba como un hijo. Era un joven de noble apostura; debía andar entonces por los veinte años. Tenía una personalidad muy especial, lo mismo que Robert, pero sin embargo eran muy diferentes. En el muchacho había un algo suave y gentil, aunque no denotase esto falta de fuerza. Era una cualidad extraña; nunca había conocido yo a nadie como él, ni le he conocido luego. Era muy cortés con su madre, y advertí que ella le adoraba.

—He estado explicándole a Lady Essex lo de la visita de la Reina a Chartley —dijo María—. Creo que está un poco turbada.

Él volvió hacia mí su radiante sonrisa y yo dije:

—Pienso que Chartley le parecerá muy pobre comparado con Kenilworth.

—Su Majestad comprende que la mayoría de los lugares han de parecer pobres comparados con éste, y creo que quizá lo prefiera, porque le satisface saber que mi tío tiene la mejor finca del reino. Así que desechad vuestros temores, Lady Essex. Estoy seguro de que la Reina quedará muy satisfecha de una breve estancia en Chartley.

—Mi marido, como sabéis, está en Irlanda sirviendo a la Reina.

—Vos seréis una anfitriona encantadora —me aseguró.

—Llevo tanto tiempo alejada de la Corte —expliqué—. Volví con su Majestad poco antes de que se iniciara este viaje.

—Si puedo seros de alguna utilidad, estoy a vuestra disposición —dijo Philip, y Lady Sidney sonrió.

—Ése fue el motivo de que os pidiese que vinierais a verme —dijo—. Cuando Robert nos explicó que la Reina se proponía visitar Chartley, yo misma le recordé que el conde de Essex estaba fuera del reino. Él dijo que estaba seguro de que Lady Essex sabría hacer los honores con gracia y encanto, y sugirió que, si necesitabais ayuda, Philip podría acompañaros hasta Chartley y hacer lo que vos le ordenaseis.

Philip Sidney me sonrió y me di cuenta de inmediato de que podía confiar en él.

Saldríamos juntos para Chartley, y lo dispondríamos todo para recibir a la Reina.

Robert vendría con ella. Tendría la oportunidad de hablar con él al fin, en mi propio terreno, y era algo que estaba decidida a hacer.

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