La condesa de Leicester



Un caballero del consejo de la Reina le recordó que el conde de Leicester aún estaba en disposición de casarse, a lo que ella replicó furiosa que «sería impropio de ella y contrario a su majestad soberana preferir a su vasallo, a quien ella misma había encumbrado, antes que al más grande príncipe de la cristiandad».


William Camelen.


Así, pues, era viuda. No puedo pretender que me agobiase el dolor. Nunca había estado enamorada de Walter, y desde que me hice amante de Robert había lamentado profundamente aquel matrimonio, pero de cualquier modo, le profesaba cierto afecto, había dado a luz hijos suyos y no podía evitar sentir cierta melancolía ante su muerte. Pero no cavilé demasiado sobre esto, pues el pensamiento de lo que significaría mi libertad me embargó con una emoción que desbordaba cualquier otro sentimiento.

Estaba impaciente por ver a Robert. Cuando vino, lo hizo en secreto, como antes.

—Hemos de ser muy discretos —me previno, y un gélido temor se apoderó de mí. ¿Intentaba ahora eludir el matrimonio?, me pregunté.

Una pregunta volvía una y otra vez a mi pensamiento: ¿Cómo había muerto Walter tan oportunamente? Según se dijo había muerto de disentería. Muchos habían muerto de disentería y, en tales casos, siempre se sospechaba. No podía dormir preguntándome si realmente era una ironía del destino o si Robert tenía algo que ver en el asunto. ¿Cuál sería el desenlace? Me sentía inquieta, pero deseaba a Robert como siempre. Hiciese lo que hiciese, nada podía alterar eso.

Fui yo quien comunicó la noticia de la muerte de su padre a los niños. Les cité a todos en mis aposentos y cogiendo y colocando a mí lado al joven Rob, dije:

—Hijo mío, ahora sois vos el Conde de Essex.

Él me miró atónito y desconcertado y el amor que por él sentía me inundó. Le abracé y le dije:

—Robert, hijo querido, vuestro padre ha muerto y vos sois su heredero porque sois el hijo mayor.

Robert empezó a llorar y vi lágrimas en los ojos de Penèlope. Dorothy lloraba también y el pequeño Walter, al ver la aflicción de sus hermanos inició también un sonoro llanto.

Entonces pensé, con cierto asombro: Así que le amaban realmente.

Pero, ¿por qué no habían de amarle? ¿No había sido siempre con ellos un padre amoroso?

—Esto cambiará nuestra vida —dije.

—¿Hemos de volver a Chartley? —preguntó Penèlope.

—Aún no podemos hacer planes —le dije—. Hemos de esperar y ver.

Robert me miró con recelo.

—¿Qué he de hacer yo ahora que soy el conde?

—Todavía nada. De momento, las cosas no serán muy distintas de lo que serían si estuviese aquí vuestro padre. Tenéis su título, pero debéis completar vuestra educación. Hijo querido, no temáis, todo saldrá bien.

«¡Todo saldrá bien!», la frase siguió repiqueteando en mis oídos, como una burla. Debería haberme dado cuenta de que no sería así.

La Reina me mandó llamar. Siempre comprensiva ante el dolor de los demás, me recibió con cariño.

—Prima querida —dijo, abrazándome—. Éste es para vos un día muy triste. Habéis perdido un buen esposo.

Yo mantenía los ojos bajos.

—Y ahora ocuparos del bienestar de vuestros hijos. En fin, el joven Robert es ya conde de Essex. Un muchachito encantador. Espero que no le afecte demasiado esta pérdida.

—Está desolado, Majestad.

—¡Pobre niño! ¿Y Penélope y Dorothy y el pequeño?

—Sienten profundamente la pérdida de su padre.

—Querréis dejar la Corte por un tiempo, sin duda.

—No sé muy bien qué hacer, Majestad. A veces pienso que sería mejor la paz del campo para el luto y otras me parece insoportable: Allí, todo me recordará a él.

Cabeceó la Reina, comprensiva.

—Entonces, a vuestro criterio quede hacer lo que más os convenga.

Fue ella quien me envió a Lord Burleigh.

Había algo tranquilizador en William Cecil, ahora Lord Burleigh. Era un buen hombre, con lo que quiero decir que solía con mayor frecuencia actuar en pro de lo que consideraba justo que pensando en su propio beneficio y provecho… algo que de pocos estadistas podía decirse. De estatura media y más bien flaco, daba la impresión de ser más pequeño de lo que era. Tenía una barba de color castaño y una nariz algo grande, pero lo que resultaba tranquilizador eran sus ojos, que tenían un brillo bondadoso y cordial.

—Es un momento muy triste para vos, Lady Essex —dijo—. Y su Majestad está muy preocupada por vuestra situación y de vuestros hijos. El conde era muy joven para morir y sus hijos aún necesitaban sus cuidados. Creo que tenía el propósito de enviar a su hijo Robert a mi casa.

—Me habló de ello —le dije—. Sé que era su deseo.

—Entonces recibiré con mucho gusto a Robert, siempre que vos consideréis conveniente enviarlo.

—Gracias. Necesitará algo de tiempo para recuperarse de la muerte de su padre. En mayo próximo irá a Cambridge.

Lord Burleigh asintió aprobatoriamente.

—Tengo entendido que es un muchacho de gran inteligencia.

—Está muy versado en latín y francés y disfruta aprendiendo.

—Entonces le irá bien.

Así que todo quedó dispuesto, y a mí me pareció lo mejor, porque sabía que, dejando aparte su inteligencia, Lord Burleigh era un padre bueno e indulgente con sus propios hijos y (aún más raro) un esposo bueno y fiel.

Supongo que era inevitable que empezasen a circular rumores. Quien hubiese contado a Walter lo de mis relaciones con Robert, estaría ahora propagando murmuraciones sobre la muerte de mi marido.

Robert vino a verme muy nervioso e insistió en que hablásemos. Me contó que se decía que Walter había sido asesinado.

—¿Por quién? —pregunté con viveza.

—¿Necesitáis preguntarlo? —contestó Robert—. Siempre que muere alguien inesperadamente y yo le conozco, soy sospechoso.

—¡Así que la gente habla de nosotros! —murmuré.

Asintió.

—Hay espías por todas partes. No puedo hacer ni un solo movimiento sin que me vean. Si esto llegase a oídos de la Reina…

—Pero si nos casásemos, ella tendría que saberlo —indiqué.

—Se lo diré suavemente, pero no me gustaría que se enterase por otro que no fuese yo.

—Quizá —dije, con aspereza— sería mejor que nos dijésemos adiós.

Entonces, él se puso casi furioso.

—¡No oséis decir tal cosa! Voy a casarme con vos. Ninguna otra cosa me satisfacía, pero en este momento hemos de andar con cuidado. Dios sabe lo que Isabel haría si supiese que estamos considerando esta posibilidad. Lettice, van a desenterrar el cadáver de Essex para ver si fue envenenado.

No me atreví a mirarle. No quería saber la verdad si acusaba a Robert. Seguí pensando en Amy Robsart al pie de aquella escalera de Cumnor Place y en el marido de Douglass Sheffield, muerto cuando iba a iniciar los trámites para divorciarse de su esposa… Y ahora… Walter.

—Oh, Dios mío —dije, y estaba rezando—. Confío en que no encuentren nada.

—No te preocupes —dijo Robert, consolándome—. Nada encontrarán. Murió de muerte natural… de disentería. Essex nunca fue un hombre fuerte e Irlanda no le sentaba bien. Creo, sin embargo, que sería aconsejable que volvieseis a Chartley por un tiempo, Lettice. Eso contribuiría a cortar las murmuraciones.

Me di cuenta de que tenía razón y, tras solicitar permiso de la Reina, dejé la Corte.




Fue un gran alivio recibir la noticia de que en el cadáver de Walter no había aparecido nada que sugiriese habían acelerado su muerte.

Trajeron el cadáver a Inglaterra y el funeral se celebró a finales de noviembre en Carmarthen. No permití al joven Robert hacer el largo viaje, pues estaba acatarrado y tan deprimido que temí por su salud.

Lord Burleigh me escribió asegurándome que era ahora su tutor y que estaba deseando que llegase el momento de poder recibirle en su hogar, donde le prepararía para Cambridge.

Le dije que iría pasadas las fiestas de Navidad y le pareció muy bien.

Me sentía expectante. Era evidente que no podía casarme con Robert hasta que pasase cierto tiempo, pues apresurar el matrimonio daría pábulo de nuevo a las murmuraciones, que era lo último que deseaba. Necesitaríamos esperar un año, calculaba yo. Pero podíamos aceptarlo, pues nos veríamos en el Ínterin, y en cuanto mi hijo hubiese salido para la casa de Lord Burleigh, yo pensaba reanudar mis actividades en la Corte.

¡Qué largos y tediosos me parecían aquellos días invernales! Constantemente me preguntaba qué haría Robert y qué pasaría en la Corte. Inmediatamente después de las fiestas navideñas, yo y mi familia (con la excepción del joven Robert) salimos para Durham House. Pocos días después de mi llegada, recibí recado de una dama a la que habría preferido no ver. Era Douglass Sheffield, y la historia que tenía que contarme despertó en mí grandes recelos.

Había preguntado si podía hablar conmigo en secreto, pues tenía algo importante que explicarme.

No había duda de que era una mujer muy atractiva, y este hecho hacía alarmantemente plausible lo que contaba.

—Consideré que debía hablar con vos, Lady Essex —dijo—. Porque creo que necesitáis urgente consejo. Vine a contaros lo que me sucedió a mí con la esperanza de que cuando lo hayáis oído comprendáis que es precisa cierta cautela en vuestras relaciones con cierto caballero de la Corte.

—Nadie puede oírnos, Lady Sheffield —dije, fríamente—. Así que no hay ninguna necesidad de que habléis de ese modo. ¿A quién os referís?

—A Robert Dudley.

—¿Por qué deseáis prevenirme contra él?

—Porque he oído rumores.

—¿Qué rumores? —intenté mostrarme sorprendida, aunque temo que con escaso éxito.

—Que vos y él sois amigos íntimos. Un hombre como él no puede tener amistades sin que se hable de ello… dada su relación con la Reina.

—Sí, claro *—dije, con cierta impaciencia—. Pero, ¿por qué debéis prevenirme?

—Debe prevenirse a cualquier dama cuyo nombre se asocie con él, y considero mi deber contaros lo que a mí me sucedió.

—Ya me lo explicasteis en otra ocasión.

—Sí, pero no os lo conté todo. El conde de Leicester y yo nos comprometidos en el año 71 en una casa de Canons' Row, en Westminster, pero él se mostró reacio a completar el matrimonio por miedo a la reacción de la Reina. Al quedar yo embarazada, le insté a que se casara conmigo y así lo hizo en Esher a finales del año 73.

—No tenéis testigo alguno de eso —dije, desafiante, viendo que si tal cosa era verdad, todos mis sueños de matrimonio se evaporaban.

—Como ya os dije en otra ocasión, Sir Edward Horsey actuó de padrino y el doctor Julio, el médico del conde, estuvo presente; más tarde nació un niño. Se llama Robert Dudley por su padre. Puedo aseguraros que el conde está orgulloso de su hijo. Su hermano, el conde de Warwick, es el padrino del muchacho y muestra gran interés por él.

—Si eso es realmente cierto, ¿por qué se mantiene en secreto su existencia?

—Sabéis muy bien cuál es la situación cara a la Reina. Ella no admite que un hombre que a ella le interese, se case… y menos aún Robert Dudley, que es el favorito. La existencia de mi hijo se mantiene en secreto únicamente por la Reina.

—Pero si él estuviese tan orgulloso de su hijo, lo natural sería…

—Lady Essex, entendéis perfectamente lo que quiero decir. No he venido aquí a discutir con vos sino a preveniros, pues tengo la impresión de que el conde de Leicester ha transferido su afecto de mí a vos y ha llegado la hora de que vos y yo hablemos claramente.

—Os ruego que lo hagáis, Lady Sheffield.

—El conde de Leicester os ha hablado de matrimonio, pero, ¿cómo puede casarse con vos estando casado conmigo? He venido a deciros que me ofreció setecientas libras anuales si renuncio al matrimonio, y me dijo que si no aceptaba su oferta no me dará nada y se apartará de mí por completo.

—¿Y cuál fue vuestra respuesta?

—Rechacé firmemente su oferta. Estamos casados y mi hijo es legítimo.

Le temblaba la voz y asomaron lágrimas a sus ojos. Me di cuenta de que Robert vencería siempre a una mujer así.

Pero, ¿y si lo que contaba era verdad? Yo no podía creer que lo hubiese inventado, pues no me parecía lo bastante ingeniosa para ello.

Por fin le dije:

—Gracias por venir a prevenirme, Lady Sheffield, pero he de deciros que no tenéis que temer por mí. Conozco al conde de Leicester, es cierto, pero he enviudado hace muy poco y de momento no puedo pensar más que en la pérdida que he sufrido y en mi familia.

Cabeceó comprensiva.

—Entonces perdonadme. Olvidad lo que he dicho. Oí rumores y consideré mi deber contaros la verdad.

—Agradezco vuestra gentileza, Lady Sheffield —le dije, y la acompañé hasta la puerta.

En cuanto se fue, pude prescindir de mi indiferencia. Hube de admitir que la historia parecía plausible. Seguí recordando que Robert deseaba desesperadamente un hijo que llevase su nombre. Ya no era joven, pues debía tener cuarenta y cinco años por entonces, y si quería fundar una familia debía hacerlo ya. Tenía ya un hijo, sin embargo v repudiaba a la madre de aquel hijo. Esto era por mí. No debía olvidarlo.

Lógicamente, estaba deseosa de ver a Robert y, en cuanto tuve una oportunidad, le conté lo que había descubierto.

—Así que vino aquí —exclamó—. ¡La muy necia!

—Robert, ¿qué hay de verdad en esto?

—No hubo ningún matrimonio —dijo él.

—Pero os comprometisteis con ella. Ella dice que hubo testigos.

—Le prometí que quizá nos casásemos —admitió—. Pero nunca se celebró el matrimonio. El niño nació y es mi hijo. Está al cuidado de mi hermano Warwick y, a su debido tiempo, irá a Oxford.

—Dijo que le habíais ofrecido setecientas libras al año por renunciar al matrimonio.

—Le ofrecí dinero para que dejara de hablar.

—Si ella es vuestra esposa, ¿cómo podremos casarnos?

—Os aseguro que no es mi esposa.

—Sólo la madre de vuestro hijo.

—Es mi hijo bastardo. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Vivir como un monje?

—Ciertamente… Dada vuestra situación y la actitud de Su Majestad. «Ahora quiero… ahora no quiero…» ¡Pobre Robert! ¿Cuántos años lleváis así?

—Muchos, pero esto será el final. Vos y yo nos casaremos, pase lo que pase.

—¿Pese a la Reina y a vuestra esposa Douglass? Pobre Robert. ¡Sois en verdad un hombre encadenado!

—No me torturéis, Lettice. Desafiaré a la Reina. En cuanto a Douglass Sheffield, se engaña a sí misma. Os aseguro que por parte de ella no hay ningún obstáculo.

—¿No hay, pues, ninguna causa justa que nos impida casarnos?

—Ninguna en absoluto.

—¿Por qué esperar entonces?

—Hemos de aguardar hasta que cesen los rumores sobre la muerte de Walter.

Me dejé convencer, porque lo deseaba.




La actitud de la Reina hacia mí me inquietó un poco, y me pregunté si no habría oído los rumores sobre mí y sobre Robert. Sorprendía su mirada posada en mí en momentos extraños, una mirada inquisitiva y calculadora. Esto quizá significase sólo que se preguntaba cómo afrontaba yo mi viudez, pues solía interesarse mucho por los problemas emocionales de quienes la rodeaban… sobre todo tratándose de miembros de su familia.

—Robin está bastante triste últimamente —me explicó—. Es un hombre muy dedicado de su familia, y eso me gusta. Indica buenos sentimientos. Como sabéis, tengo debilidad por los Sidney, y jamás olvidaré a mi querida María y cómo me cuidó, y la terrible aflicción que por ello le sobrevino.

—Vuestra Majestad siempre la ha favorecido.

—Se lo debo, Lettice. Y ahora, la pobre, ha perdido a su hija mayor. Ambrosia murió en febrero pasado. María está desconsolada, pobre mujer. Aún le queda su querido hijo, Philip, que debe ser un consuelo para ella. He visto pocas criaturas con tan noble apostura como Philip Sidney. Voy a decirles que me envíen a su hija pequeña (se llama María como su madre) y le daré un puesto en la Corte y le buscaré marido.

—Sólo tiene catorce años Majestad, según tengo entendido.

—Lo sé, pero dentro de uno o dos años podremos casarla.

He pensado en Henry Herbert, ahora conde de Pembroke. He considerado oportuno buscarle esposa. Me atrevería a decir que su candidatura complacería a los Sidney… y al tío de la joven, al conde de Leicester.

—Eso creo yo —dije.

Poco después, María Sidney fue a la Corte Era una bella muchacha de pelo color ámbar y rostro ovalado. Todos comentaban su semejanza con su hermano, Philip, a quien se consideraba uno de los hombres más apuestos de la Corte. Le faltaba, ciertamente, la sensual virilidad de hombres como Robert. Su atractivo era de un tipo distinto, era una belleza casi etérea. También la poseía la joven María Sidney, y no me pareció que fuese difícil buscarle marido.

La Reina la favorecía mucho y yo estaba segura de que esto reportaría cierto consuelo a la familia. En cuanto a mí, Isabel seguía dedicándome aquella atención especial, pero de todos modos yo no estaba segura de lo que había tras ella. Me mencionaba a menudo al conde de Leicester… a veces con burlón afecto, como si se diese cuenta de ciertas fragilidades de su carácter pero no le estimase menos por ello.

Yo estaba muy próxima a ella por esta época, pues era una de sus ayudas de cámara, y me hablaba a menudo de los vestidos que llevaría. Le gustaba que yo los sacase y me los pusiese por encima, para que ella pudiese hacerse su idea.

—Sois una hermosa criatura, Lettice —me decía—. Recordáis a los Bolena.

Y se quedaba pensativa. Supongo que pensaba en mi madre.

—Os casaréis de nuevo sin duda, a su debido tiempo —me dijo una vez—. Pero aún es prematuro. Sin embargo, pronto saldréis del luto.

Como yo no contestaba, continuó.

—Toda la moda es ahora blanco sobre negro… o negro sobre blanco. ¿Creéis que es adecuado, Lettice?

—Para algunas, Majestad. Para otras, no.

—¿Y para mí?

—Vos, señora, tenéis la fortuna de que no tenéis más que poneros una prenda para transformarla.

¿Demasiado? No, sus cortesanos le habían condicionado a aceptar hasta la más grotesca adulación.

—Quiero mostraros los pañuelos que me trajo mi lavandera. Vamos a ver. ¡Mirad! Tejido negro español rematado con encaje de Venecia en oro. ¿Qué os parece? Y tela de Holanda adornada con seda negra y rematada con seda en plata y negro.

—Muy bonito, Majestad —dije, sonriendo y mostrando mis perfectos dientes, de los que estaba muy orgullosa. Ella frunció levemente el ceño. Los suyos mostraban signos de decadencia.

—La señora Twist es un alma de Dios —comentó—. Hay mucho trabajo en estos artículos. Me agrada mucho que mis súbditos trabajen para mí con sus propias manos. Mirad estas mangas que me hizo mi sedera, la señora Montague, que me regaló muy orgullosa. Ved qué trabajo tan exquisito, qué capullos y qué rosas.

—Otra vez blanco sobre negro, Majestad.

—Como decís, esto a algunas nos favorece. ¿Visteis la túnica que me regaló Philip Sidney por Año Nuevo?

Me la mostró y la examiné. Era de batista con seda negra v la completaba un equipo de gorgueras rematadas con hilo de oro y plata.

—Una prenda exquisita —murmuré.

—Me han hecho unos regalos maravillosos de Año Nuevo —dijo—. Y ahora voy a enseñarte el que más me gusta.

Lo llevaba puesto. Era una cruz de oro con cinco esmeraldas perfectas y hermosas perlas.

—Es soberbio, Majestad.

Se lo llevó a los labios.

—Confieso que le tengo un cariño especial. Me lo regaló alguien cuyo afecto valoro más que el de ninguna otra persona de este mundo.

Bajé la cabeza, sabiendo perfectamente a quién se refería.

Ella sonrió, casi pícaramente.

—Me parece, sin embargo, que está muy preocupado últimamente.

—¿A quién os referís, Majestad?

—A Robin… Leicester.

—Oh, ¿de veras?

—Tiene pretensiones. Siempre ha soñado con la corona, ¿sabéis? Heredó las ambiciones de su padre. En fin, de otro modo, no le tendría a mi lado. Me gustaría que un hombre tenga buen concepto de sí mismo. Sabéis perfectamente, Lettice, el afecto que le tengo.

—Es evidente, Majestad.

—En fin, ¿lo entendéis?

Los ojos oscuros estaban alerta. ¿A qué conducía aquello? Parpadearon advertencias y avisos en mi mente. Ten cuidado. Estás en terreno muy peligroso.

—El conde de Leicester es un hombre apuesto —dije— y sé, como lo saben todos, que él y vos, Majestad, sois amigos desde la niñez.

—Sí, a veces tengo la impresión de que siempre ha formado parte de mi vida. Si me hubiese casado, le habría elegido a él. En una ocasión se lo ofrecí a la Reina de Escocia, y ella, pobre necia, le rechazó. Pero, ¿no muestra esto los buenos deseos de mi corazón? Si se hubiese ido con ella, se habría apagado una luz en mi Corte.

—Vos, Majestad, disponéis de muchos brillantes fanales para compensar esa pérdida.

Me dio de pronto un pellizco.

—Nada podría compensarme la pérdida de Robert Dudley, y vos lo sabéis.

Bajé la cabeza en silencio.

—Así, pues, pienso en su bien —continuó— y me propongo ayudarle a que haga un buen matrimonio.

Estaba segura de que ella tenía que darse cuenta de los ruidosos latidos de mi corazón. ¿Adonde quería ir a parar? Conocía su carácter tortuoso, cómo acostumbraba a decir exactamente lo contrario de lo que en el fondo quería decir. Esto formaba parte de su grandeza, le había permitido ser la astuta diplomática que era; había mantenido a raya a sus pretendientes durante años, había mantenido a Inglaterra en paz. Pero, ¿qué se proponía ahora?

—¿Bien? —dijo, ásperamente—. ¿Bien?

—Vos, Majestad, sois muy buena con todos vuestros súbditos y os preocupáis de su bienestar —dije, protocolariamente.

—Así es, y Robert siempre soñó con una esposa de estirpe real. La princesa Cecilia perdió a su marido, Margrave de Badén, y Robert no ve ninguna razón, siempre que yo lo apruebe, para no pedir su mano.

—¿Y qué decís vos, Majestad, de esta sugerencia? —me oí decir a mí misma.

—Ya os he dicho que deseo lo mejor para él. Le he dicho que tiene mi aprobación para hacer esa propuesta. Debemos desearle felicidad, supongo.

—Sí, Majestad —dije quedamente.

Estaba deseando salir de allí. Tenía que ser cierto. Si no, no me lo habría dicho. Pero ¿por qué me lo contaba a mí? Además, ¿había un malicioso tono triunfal en su voz o me lo había imaginado yo?

¿Qué habría oído ella? ¿Qué sabría? ¿Era aquello pura murmuración o era su modo de decirme que Robert no era para mí?




Me sentía furiosa y asustada. Tenía que ver a Robert sin tardanza y exigirle una explicación. Para mi profunda decepción, me enteré de que había dejado la Corte. Había ido a Buxton, por consejo de sus médicos, a tomar las aguas. Sabía que cuando se encontraba en una situación difícil se fingía enfermo. Lo había hecho varias veces al sentirse en peligro con la Reina. Siempre producía el efecto de aplacarla, pues ella no podía soportar la idea de que estuviese gravemente enfermo. Me puse furiosa. Estaba casi segura de que su partida se debía al hecho de que no se sentía capaz de enfrentarse a mí.

¡Así pues era cierto, estaba esperando casarse con la princesa Cecilia!

Sabía que ella había visitado Inglaterra en una ocasión. Era hermana del Rey Erich de Suecia, que había sido uno de los pretendientes de Isabel; y había corrido por entonces el rumor de que si Robert Dudley lograba convencer a la Reina de que aceptase a Erich, su recompensa sería la mano de su hermana, Cecilia. No debió ser este dilema nada importante para Robert que, por entonces, tenía la certeza de que el esposo de la Reina sería él mismo y era muy poco probable que considerase a Cecilia adecuada sustituta de su amada soberana. Isabel rechazó a Erich igual que a todos sus pretendientes y luego Cecilia se había casado con el Margrave de Badén. Habían visitado juntos Inglaterra, país que Cecilia declaró que ansiaba ver, pero se sospechó por entonces que el motivo de que llevase a su esposo a presentar sus respetos a la Reina era, en realidad, el propósito de instarla a que aceptase a Erich por marido.

Había llegado en invierno, en avanzado estado de gestación. Con su pelo rubio extraordinariamente largo, que llevaba suelto, era tan atractiva y notable que se hizo inmediatamente popular. Su hijo fue bautizado en la real capilla de Whitehall y fue madrina la propia Reina.

Por desgracia, los felices padres se quedaron demasiado tiempo, y deslumbrados por la impresión de que eran huéspedes del país, contrajeron deudas que no pudieron pagar. Esto significó que el Margrave se vio obligado a intentar eludir a sus acreedores, fue capturado y encerrado en prisión. Una experiencia muy extraña para visitantes de su rango, y cuando la noticia de lo sucedido llegó a oídos de la Reina, ésta pagó inmediatamente las deudas.

Pero no tenían ya una impresión tan feliz de Inglaterra, sobre todo cuando Cecilia, al ir a embarcar, se vio asediada por más acreedores que subieron al barco y se apoderaron de sus pertenencias para cubrir las deudas. Fue un desdichado episodio y el Margrave y su esposa debieron prometerse no volver a poner los pies en Inglaterra.

Pero ahora que el Margrave había muerto y Cecilia era viuda, Robert deseaba casarse con ella.

Me preguntaba una y otra vez por qué le amaba. Seguía pensando en la historia de Amy Robsart. Pensaba inquieta una y otra vez en la muerte de Lord Sheffield y de mi propio Walter y me preguntaba: «¿Pudo, en realidad, ser coincidencia esto?» Y si no lo fue… la conclusión era terrible.

Pero mi pasión por Robert Dudley no era distinta a la de la Reina. Nada que pudiese probarse en su contra podía alterarla.

Así pues, estaba furiosa e impaciente por verle. Me acosaba el temor de que no nos casáramos nunca, y de que él estuviese dispuesto a dejarme a un lado por una princesa real, lo mismo que se había mostrado dispuesto a dejar de lado a Douglass.

La Reina estaba de un humor excelente.

—Al parecer, nuestro caballero no ha sido considerado aceptable —me explicó—. ¡Pobre Robin y estúpida Cecilia! Estoy, segura de que si viniese aquí y él la cortejase, cedería.

No pude contenerme.

—No todas las que son cortejadas… ni siquiera por Robert Dudley, ceden.

Esto no le desagradó.

—Así es —dijo—. Pero no es un hombre al que sea fácil resistirse.

—Estoy segura de ello, Majestad —Contesté.

—El hermano de ella, el rey de Suecia, dice que les parece natural que no desee venir a Inglaterra después de lo que le sucedió durante su visita. Así, pues, Robin ha sido rechazado.

Me sentí terriblemente aliviada. Era como un renacimiento. Él volvería y yo oiría de sus propios labios lo ocurrido con la princesa sueca. Él tendría su explicación, por supuesto.

—Dios mío, Lettice, ¿creísteis que podía casarme con alguien que no fueseis vos?

—No habríais tenido otro remedio, si la princesa hubiese dicho que sí.

—Depende. Habría encontrado una salida.

—No habría bastado con irse a Buxton a tomar las aguas.

—Oh, Lettice, qué bien me conocéis.

—A veces me temo que demasiado bien, señor.

—Oh, vamos, vamos. La Reina decide que debo proponerle matrimonio a Cecilia. Hace estas cosas de vez en cuando para fastidiarme, aunque ambos sabemos que todo va a acabar en nada. ¿Qué puedo hacer yo sino seguirle la corriente? Vamos, Lettice, vos y yo nos casaremos. Eso está decidido.

—Sé que la princesa os ha rechazado. Pero existen obstáculos… La Reina y Douglass.

—Douglass no tiene importancia. Fue mi amante por propia voluntad, sabiendo perfectamente que no habría matrimonio. Ella es la única culpable.

—¡Ella y vuestros irresistibles encantos!

—¿Tengo yo la culpa de ello?

—La tenéis por hacer promesas que no tenéis intención alguna de cumplir.

—Os aseguro que con Douglass mantuve siempre una postura clara.

—Supongo que diréis sin duda lo mismo de mí. Pero nosotros hemos hablado de matrimonio, mi señor.

—Ay, y el matrimonio se celebrará… y a no tardar mucho.

—Aún está la Reina.

—Oh, sí, tenemos que ser prudentes en lo que a ella se refiere.

—Podría incluso decidir casarse con vos para impedirme hacerlo a mí.

—Ella jamás se casará. Tiene miedo a hacerlo. ¿Creéis acaso que no la conozco bien después de tanto tiempo? Tened paciencia, Lettice. Tened fe en mí. Vos y yo nos casaremos, pero hemos de ser prudentes. La Reina no debe saberlo hasta que sea un hecho consumado, y no debe ser un hecho consumado hasta que haya transcurrido cierto tiempo de la muerte de vuestro esposo. Los dos estamos decididos… pero hemos de ser cautos.

Luego dijo que era una pérdida de tiempo seguir hablando de aquello, pues ambos sabíamos lo que pensaba el otro y conocíamos nuestras mutuas necesidades; en fin, hicimos el amor como yo había empezado a pensar que sólo nosotros podíamos hacerlo; como siempre, a su lado olvidé mis recelos.




Robert había adquirido una casa a unos nueve kilómetros de Londres y había dedicado mucho tiempo y dinero a ampliarla y a convertirla en una espléndida mansión. Había sido donada por Eduardo VI a Lord Rich, a quien Robert se la había comprado. Tenía un magnífico salón (cincuenta y tres pies por cuarenta y cinco) y numerosas habitaciones de proporciones notables. Robert había convertido en una moda el alfombrar el suelo, y las alfombras estaban sustituyendo a los juncos en todas sus casas. La Reina estaba muy interesada por conocer la casa y yo fui con la Corte a Wanstead, donde Robert organizó uno de sus lujosos espectáculos.

Conseguíamos vernos de vez en cuando, pero estos encuentros siempre debían realizarse en el más absoluto secreto y yo empezaba a sentirme irritada por ello. Nunca podía estar totalmente segura de Robert y creo que ésta era una de las razones de que estuviese tan locamente enamorada de él. Había un elemento de peligro en nuestra relación que inevitablemente aumentaba la emoción.

—Ésta será una de nuestras casas favoritas —me explicó—. Kenilworth será siempre la primera, porque fue allí donde nos declaramos nuestro amor.

Le contesté que mi preferida sería aquella en la que nos casásemos, ya que tanto nos costaba alcanzar tal estado.

Él estaba constantemente suavizándome, aplacándome. Tenía un verdadero don para esto. Era muy suave hablando, lo cual contradecía su crudeza implacable y era en sí mismo un poco siniestro. Se mostraba casi siempre muy cortés (salvo cuando perdía el control) y eso podía resultar muy engañoso.

Y cuando estábamos en Wanstead, volví a oír rumores sobre Douglass Sheffield.

—Está muy enferma —me susurró una de las damas de la Reina—. Tengo entendido que se le está cayendo el pelo, y que se le desprenden las uñas. Se cree que no durará mucho.

—¿Y de qué mal sufre? —pregunté.

Mi informadora miró por encima de mi hombro y acercando los labios a mi oído, murmuró:

—¿Envenenamiento.

—Tonterías —dije, con viveza—. ¿Quién iba a querer desembarazarse de Douglass Sheffield?

—Alguien en cuyo camino se interpone.

—¿Y quién puede ser?

La mujer apretó los labios y se encogió de hombros.

—Se dice que ha tenido un hijo de un hombre muy importante. Podría ser él quien la considerase un obstáculo.

Esperé noticias de la muerte de Douglass Sheffield, pero no llegaron.

Algún tiempo después, supe que se había ido al campo a reponerse.

Así, pues, Douglass seguía viva.




Y llegó el Año Nuevo, la época en que se hacían regalos a la Reina. Ella había estado quejándose de su pelo, que raras veces quedaba peinado a su satisfacción, y yo le llevé dos pelucas para que las probase: una negra y otra rubia, junto con dos gorgueras tachonadas de pequeñas perlas.

Examinó las pelucas y, sentada ante el espejo, se las probó, preguntando cuál le sentaba mejor. Y como la Reina debía parecer perfecta en toda ocasión, era imposible decir la verdad.

Pensé que la negra le hacía parecer mayor, y como sabía que tarde o temprano le desagradaría, y se acordaría de quién se la había regalado, aventuré:

—Majestad, tenéis la piel tan blanca y delicada, que el contraste del negro resulta demasiado fuerte.

—Pero, ¿no resulta agradable el contraste? —preguntó.

—Sí, Majestad, atrae la atención hacia vuestro cutis inmaculado, pero probemos la rubia, por favor.

Lo hizo y se declaró muy satisfecha con ella.

—Pero también utilizaré la negra —me dijo.

Luego se puso el regalo de Robert. Era un collar de oro tachonado de diamantes, ópalos y rubíes.

—¿No es magnífico? —me preguntó.

Le dije que lo era realmente.

Lo acarició con ternura.

—Qué bien conoce mi gusto en cuanto a joyas —comentó; y pensé lo irónico que resultaba que me llamase para alabar el gusto de mi amante al elegir los costosos regalos que le hacía a otra mujer.

Durante los meses siguientes, se mostró perversa, y de nuevo cruzó mi pensamiento la idea de que sabía algo. Me pregunté si recordaría que Robert la había convencido para que enviase a Walter de nuevo a Irlanda y que éste había muerto poco después. Parecía estar vigilándome y quería tenerme siempre a su lado.

Supuse que Robert se daba cuenta de su actitud. Solía hablarle a ella de sus piernas hinchadas (padecía ya de gota) e insinuaba que su médico le aconsejaba más visitas a Buxton. Supuse que deseaba estar en disposición de escapar si se presentaba la ocasión en que fuese necesario hacerlo.

Ella no le dejaba en paz y estaba pendiente de lo que comía a la mesa y le decía con cierta aspereza que debía comer más y beber menos.

—¡Fijaos en mí! —gritaba—. No estoy ni demasiado flaca ni demasiado gorda. ¿Y por qué? Porque no me atraco como un cerdo, ni bebo hasta que se me va la cabeza.

A veces, le quitaba la comida del plato y afirmaba que si él no se cuidaba más de su salud, lo haría ella.

Robert no sabía si mostrarse complacido o inquieto, pues había un indudable tono de aspereza en la actitud de la Reina hacia él. Sin embargo, cuando iba a Buxton, ella deseaba saber cómo se encontraba allí y se ponía triste e irritable con todos nosotros.

Robert no estaba en Buxton cuando yo acompañé a la Reina en uno de sus viajes de verano por el país y por fin llegamos a Wanstead, donde los sirvientes de Robert nos recibieron con toda la pompa que su amo habría deseado.

—Pero no es lo mismo, Lettice —dijo la Reina—, ¿Qué habría sido Kenilworth sin él?

A veces, pensaba que ella consideraba de nuevo la posibilidad de casarse con él, pese a todo. Pero suponía que, al hacerse mayor, aquellas emociones que podría haber experimentado de joven, eran menos intensas, y cada vez estaba más enamorada de su corona y del poder que le proporcionaba. Sin embargo, siempre que Robert estaba ausente se producía en ella un cambio de actitud. Christopher Hatton, pese a su buena planta y a su destreza como bailarín, no podía ser para ella lo que Robert. Yo estaba segura de que Isabel utilizaba a Hatton para despertar los celos de Robert, pues tenía que saber que había mujeres en la vida de Robert, dado que ella jamás le había dado la satisfacción que un hombre normal necesita y estaba decidida a demostrarle que era sólo su apasionada devoción por el mantenimiento de la virginidad lo que le impedía tener tantos amantes como él.

Al irme dando cuenta de lo mucho que Robert significaba para ella, me fui sintiendo cada vez más inquieta.

Robert había convertido uno de los aposentos de Wanstead en lo que pasó a llamarse la Cámara de la Reina. En toda la casa se hacía manifiesto el amor de Robert por el esplendor, pero el aposento destinado a la soberana debía, naturalmente, superar a todos los demás. La cama estaba pintada de oro y las paredes cubiertas de tela de oropel, de modo que relumbraba con la luz. Y, sabedor de la pasión de Isabel por la limpieza, había hecho instalar una cámara especial para que pudiese bañarse cuando estuviese allí.

—Es un lugar magnífico, Lettice —me dijo—. Pero de todos modos resulta aburrido sin la presencia de su amo.

Le envió recado comunicándole que estaba en Wanstead y la respuesta de él le encantó. Me la leyó.

—Pobre Robin —exclamó—, se siente muy frustrado, le resulta insoportable pensar que yo esté aquí y no estar él para organizar a sus actores y preparar los fuegos de artificio para entretenerme. Te diré algo: su aparición significaría para mí más que todas las comedias y fuegos de artificio de mi reino. Dice que si hubiese sabido que iba a venir aquí, él habría dejado Buxton sin importarle lo que dijesen los médicos.

Dobló la carta y se la guardó en el pecho.

Deseé fervientemente que le tuviese menos devoción. Sabía que cuando (o quizá si) nos casáramos, sería un grave problema; y había algo más que me inquietaba. Creía estar embarazada. No estaba segura de si esto era bueno o no, pero veía en ello una oportunidad de precipitar las cosas.

No volvería a abortar, si podía evitarlo. El último aborto me había deprimido mucho, pues había un aspecto de mi carácter que me sorprendía. Amaba a mis hijos, y significaban para mí más de lo que hubiera creído posible, y cuando pensaba en los que tendría con Robert me sentía muy feliz. Pero si íbamos a tener una familia, era el momento de empezar.

Los ministros de la Reina nunca habían dejado de instarla a casarse, pues el problema de la sucesión era un motivo constante de inquietud. Afirmaban que de casarse de inmediato, aún habría posibilidad de que diese un heredero al país. Tenía cuarenta y cinco años. Sin duda, era un poco tarde para ser madre por primera vez, pero se conservaba muy bien. No se había entregado jamás a excesos en la comida ni en la bebida; había hecho ejercicio de modo regular; agotaba bailando a la mayoría; cabalgaba y caminaba y estaba llena de energía, tanto física como mental. Creían, en consecuencia, que aún había tiempo.

De cualquier modo, resultaba para ellos una cuestión delicada y difícil de analizar con ella, pues se enfurecía si le sugerían que ya no era joven; así, pues, había mucha actividad secreta y las damas que estaban en íntimo contacto con ella eran a veces objeto de interrogatorios exhaustivos.

Empezaron las negociaciones con Francia. El duque de Anjou se había convertido en Enrique III y su hermano menor, que como duque de Alençon había sido en tiempos pretendiente de la Reina, había tomado de su hermano el título de duque de Anjou al tomar éste el de Rey de Francia. El duque aún estaba soltero y su madre, Catalina de Médicis, consideraría sin duda que un enlace con la corona de Inglaterra sería sumamente ventajoso para su hijo y para Francia.

Cuando había hecho su proposición anteriormente, Isabel tenía treinta y nueve años y él diecisiete, y la diferencia de edad no le había incomodado a ella en modo alguno. ¿Por qué habría de incomodarle ahora que el duque era más maduro y, según había oído yo, un auténtico libertino, y ella quizá sentía la necesidad de darse prisa?

Siempre me sorprendía la emoción que el tema del matrimonio despertaba en ella. Era un aspecto extraordinario de su carácter el hecho de que aquel pequeño francés, de dudosa reputación y apariencia nada apuesta, estuviese considerando la posibilidad de casarse con ella (y ella podría haber conseguido a varios de los príncipes más encumbrados de Europa o al hombre más apuesto de Inglaterra, a quien amaba) la emocionase tanto. Era tan frívola como una jovencita, y realmente actuaba como una jovencita. Aumentaba su coquetería aún más y exigía extravagantes cumplidos y elogios a su apariencia, hablando de trajes, gorgueras y cintas como si fuesen cuestiones de Estado. Si uno no supiese que era astuta diplomática e inteligente estadista, habría parecido que aquella criatura estúpida era indigna de su corona.

Yo había intentado comprender su actitud. Sabía que en el fondo ella no tenía más intención de casarse con el duque de Anjou de la que tenía de hacerlo con cualquier otro pretendiente.. El único con quien había considerado en serio la posibilidad de casarse era Robert Dudley. Pero el tema del matrimonio le fascinaba; podía imaginarse unida con un hombre (con Robert, suponía yo), pero tenía que ser una fantasía. Jamás afrontaría la realidad. En algún punto de los recovecos más oscuros de su mente, estaba este espectro de matrimonio. Quizá se debiese a que su madre, al conjurarlo, lo había pagado con la vida. Nunca lo entendería realmente. Era como una niña que tiene miedo a la oscuridad y sin embargo pide que le cuenten cuentos de miedo y escucha fascinada y pide más.

Yo quería ver a Robert para explicarle que estaba encinta, pues ya estaba segura de ello. Si era sincero cuando decía que debíamos casarnos, aquél era el momento de demostrarlo. Yo no podría seguir en la Corte cuando mi estado resultase notorio. La Reina era muy observadora y yo tenía la impresión de que últimamente me miraba con mucha atención.

Sin embargo, las negociaciones para el matrimonio con el francés apartaban su pensamiento de quienes la rodeábamos. Aunque los que la conocíamos bien estábamos seguros de que no tenía la menor intención de casarse con el duque, había un creciente interés en el país en relación con el matrimonio propuesto y, los que no tenían que tener tanto cuidado con lo que decían, insinuaban que Isabel debía dejar de engañarse a sí misma. No habría descendencia y el matrimonio significaría dar poder a los odiados franceses.

Pero, por supuesto, la Reina podía ser impredecible y nadie podía estar absolutamente seguro de lo que haría. Y había quienes pensaban que si ella realmente había decidido casarse al fin, sería mejor para el país y para ella que eligiese a un inglés, a quien además quería. Todo el mundo sabía quién era y que ella había demostrado sus verdaderos sentimientos para con él a lo largo de muchos años; y dado que era ya el hombre más poderoso de Inglaterra, si pasaba a ser esposo de la Soberana, las cosas no cambiarían mucho.

Astley, uno de los caballeros de la cámara regia, llegó incluso a recordarle que Leicester estaba soltero. Es fácil de imaginar qué recelo provocó esto en mí, pero la rápida respuesta de la Reina me encantó. Estaba furiosa, y comprendí que era porque pensaba que iban a arrebatarle aquel galanteo, del que se proponía extraer el máximo gozo.

Así gritó, para que todos la oyéramos, no sólo la cámara regia sino más allá:

—sería impropio de mí, e indigno de mi majestad soberana, preferir a mi vasallo, al que yo misma encumbré, antes que al mayor príncipe de la cristiandad?

¡Qué insulto para Robert! Su orgullo debía sentirse profundamente herido. Deseé estar con él cuando oí lo que dijo la Reina, porque demostraba que no debía tener ya esperanzas de casarse con ella.

Le envié recado de que debía verme, pues tenía noticias urgentes para él. Vino a Durham House y como la Reina estaba muy ocupada con las negociaciones matrimoniales, tuvo más libertad de la habitual.

Me abrazó con el mismo ardor de siempre, y le dije: —Estoy encinta, Robert, y hemos de hacer algo. Él asintió y continué:

—Pronto se hará patente y entonces habrá dificultades. Tengo permiso de la Reina para retirarme de la Corte porque estoy preocupada por los niños. También pretexté enfermedad. Si vamos a casarnos alguna vez, éste es el momento. La Reina no se casará con vos. Ya lo ha manifestado con suficiente claridad. Y si no va hacerlo, no puede poner ninguna objeción a vuestro matrimonio con otra.

—Eso es cierto —dijo Robert—. Yo lo arreglaré. Ven a Kenilworth y celebraremos allí la ceremonia. No habrá más dilación.

Esta vez era sincero. Estaba furioso con la Reina por su emoción con el pretendiente francés y, por supuesto, ya le habían comunicado lo que ella había dicho. No estaba dispuesto a permitir aquella humillación ante toda la Corte y seguir rendido a sus pies y ser su pareja de baile mientras ella se disponía a entrevistarse con el duque de Anjou, que parecía probable triunfase donde él había fracasado.

El destino me favorecía. Aquel era mi triunfo. Había ganado. La conocía muy bien. Jamás se casaría con el duque de Anjou… no tenía intención alguna de hacerlo. Gozaba fingiendo porque eso enfurecía a Robert y mostraba a todos lo desesperadamente que él deseaba convertirse en su esposo.

Es la corona lo que él quiere, prima, me decía yo a mí misma. ¡Y cómo me hubiese gustado decírselo a ella! Cómo hubiese disfrutado plantándome ante ella y diciéndole que era a mí a quien amaba. «Veis», le habría dicho, malévolamente. «Se ha arriesgado incluso a despertar vuestra cólera casándose conmigo».

Hice el viaje a Kenilworth y allí pasamos por la ceremonia del matrimonio.

—Aún hemos de guardar el máximo secreto —dijo Robert—. Yo elegiré el momento adecuado para decírselo a la Reina.

Yo sabía que él tenía razón en esto, así que lo acepté.

Me sentía feliz. Había logrado mi propósito. Era la condesa de Leicester, la esposa de Robert.




Cuando estaba de vuelta en Durham House, vino a verme mi padre. Siempre había estado pendiente de nosotros, y creo que yo le producía más preocupaciones que ninguno de sus hijos, aun cuando al casarme con Walter él quedó convencido de que me había adaptado definitivamente a la vida doméstica.

Tras la muerte de Walter, había empezado a visitarme con mayor frecuencia y yo estaba segura de que había oído rumores sobre la sospechosa muerte de Walter.

Francis Knollys era un hombre muy bueno y piadoso y me enorgullecía tenerlo por padre, pero con el paso de los años se había vuelto aún más puritano. Estaba muy pendiente de mis hijos y le preocupaba mucho su formación religiosa. Como ninguno de ellos parecía inclinado a la religión, que les resultaba algo más bien aburrido, y yo no tenía más remedio que admitir que estaba de acuerdo con ellos.

En fin, su visita fue inesperada y me resultó imposible ocultarle mi estado. Se alarmó mucho y, tras abrazarme, se apartó de mí y me contempló detenidamente.

—Sí, padre —dije—. Voy a tener un hijo.

Me miró con horror.

—Pero Walter…

—Yo no estaba enamorada de Walter, padre. Estábamos muy distanciados. Teníamos muy pocas cosas en común.

—No es así como debe hablar una esposa de su marido.

—Debo ser sincera con vos, padre. Walter fue un buen esposo. Pero ha muerto, y soy demasiado joven para seguir viuda el resto de mi vida. He encontrado a un hombre al que amo profundamente…

—¡Y vais a tener un hijo suyo!

—Es mi esposo y a su debido tiempo nuestro matrimonio dejará de ser secreto.

—¡Secreto! ¿Qué es esto? ¡Vais a tener un hijo! —me miró horrorizado—. He oído mencionar un nombre unido al vuestro y esto me estremece. El conde de Leicester…

—Es mi esposo —dije yo.

—¡Dios del cielo! —gritó mi padre y era como si rezase en voz alta, pues no podían tener otro sentido aquellas palabras en su boca—. No permitáis, Señor, que esto sea cierto.

—Es cierto —dije, pacientemente—. Robert y yo estamos casados. ¿Qué hay de malo en ello? Me alegró mucho casarme con Walter Devereux. Robert Dudley es un hombre muy superior a lo que pudiera ser nunca Walter.

—Es un hombre mucho más ambicioso.

—¿Y qué tiene de malo la ambición?

—Dejemos las discusiones —dijo con firmeza mi padre—% Quiero saber qué es todo esto.

—No soy una niña, padre —le recordé.

—Sois mi hija. Decidme la verdad.

—Ya os la he dicho. No es ninguna tragedia. Es una gran noticia. Robert y yo nos amamos y por eso nos casamos y pronto tendremos un hijo.

—Sin embargo, vos tenéis que ocultaros, ocultar vuestro matrimonio. Lettice, ¿es que no os dais cuenta? ¡Su primera esposa murió misteriosamente! Lleva años esperando casarse con la Reina. He oído cosas inquietantes sobre él y Lady Sheffield.

—Son falsas.

—Según dicen, ella fue su amante y luego su esposa.

—Jamás fue su esposa. Esa historia se propagó porque ella tuvo un hijo con él.

—¿Y os parece aceptable?

—Yo aceptaría muchas cosas de Robert.

—Y ahora os habéis puesto en situación similar a la de Lady Sheffield.

—No es así. Yo estoy casada con Robert.

—Eso creía ella. Mi niña… una niña eres, puesto que pueden engañaros tan fácilmente… Es evidente que él fingió una ceremonia matrimonial con Lady Sheffield. Una ceremonia falsa. Luego, cuando quiso, pudo deshacerse de ella. ¿Es que no os dais cuenta de que os ha puesto en similar situación?

—¡Eso es falso! —grité, pero era difícil impedir que mi voz temblara. Había sido una ceremonia secreta, y Douglass Sheffield había sido sin duda engañada, porque era evidente que era una mujer incapaz de inventar semejante mentira.

—He de ver a Leicester —dijo mi padre con firmeza—. He de descubrir qué es exactamente todo esto y quiero que esa ceremonia se realice ante mis propios ojos y con testigos. Si habéis de ser la esposa de Robert Dudley, debéis de serlo sin dudas, para que no pueda deshacerse de vos cuando desee dedicarse a otra mujer.

Mi padre me dejó luego y quedé preguntándome cuál sería el desenlace.




Pronto lo descubriría.

Mi padre vino a Durham House y con él el hermano de Robert, el conde de Warwick, y un íntimo amigo, el conde de Pembroke.

—Preparaos para viajar de inmediato —dijo mi padre—. Vamos a Wanstead. Allí os casaréis con el conde de Leicester.

—¿Ha aceptado Robert esta segunda ceremonia? —pregunté.

—Está deseoso de celebrarla. Me ha convencido de que os ama y de que su único deseo es que vuestra unión sea legal.

Por entonces, yo estaba en avanzado estado de gestación, pero de todos modos me sentí muy satisfecha de emprender aquel viaje. Cuando llegamos a Wanstead, allí estaba Robert esperando con Lord North, que siempre había sido uno de sus mejores amigos.

Me abrazó y me dijo que mi padre estaba decidido a celebrar aquella ceremonia y que él, por su parte, nada tenía que objetar. No tenía la menor duda de que su máximo deseo era hacerme su esposa y vivir conmigo como mi marido.

A la mañana siguiente, se nos unió mi hermano Richard, y uno de los capellanes de Robert, un tal señor Tindall, que era quien había de celebrar la ceremonia. Y allí, en la galería de Wanstead, mi padre me entregó al conde de Leicester, y se realizó la ceremonia de tal modo y con tales testigos que no pudiera afirmarse de ningún modo que no había tenido lugar.

—Mi hija dará pronto a luz un hijo vuestro —dijo mi padre—, Entonces, será necesario hacer público el matrimonio con el fin de proteger su buen nombre.

—Dejad eso de mi cuenta —le aseguró Robert. Pero no era tan fácil disuadir a mi padre.

—Debe comunicarse públicamente que está legítimamente casada y es la condesa de Leicester.

—Mi querido Sir Francis —Contestó mi esposo—¿os imagináis la cólera de la Reina cuando sepa que me he casado sin su consentimiento?

—¿Entonces por qué no pedisteis su consentimiento?

—Porque nunca me lo habría dado. He de disponer de tiempo para decírselo… he de elegir el momento. Si ella anunciase su compromiso con el príncipe francés, entonces yo podría justificadamente decirle que me he casado.

—Oh, padre —dije, impaciente—. Tenéis que entender todo esto. ¿Pretendéis acaso vernos encerrados en la Torre? En cuanto a vos, ¿cuál sería vuestra postura cuando se supiese que habíais asistido a la ceremonia? Conocéis perfectamente el carácter de Su Majestad la Reina.

Así se acordó y, aquella noche, Robert y yo dormimos en la cámara de la Reina y yo no podía dejar de pensar en Isabel durmiendo allí, creyendo que la cámara sólo se reservaba para sus visitas; y allí estaba yo, en aquel lecho soberbio con mi esposo, del que estaba locamente enamorada, y él de mí, e imaginaba cuán furiosa se habría puesto ella de poder vernos.

Se trataba, sin duda, de la suprema victoria.

Creo que Robert experimentaba también una gran satisfacción con esto, pues, a pesar del placer que yo le proporcionaba, debían haberle irritado las ofensivas palabras de ella. No podía haber tomado mayor venganza.

Qué profundamente unidos estábamos los tres, pues incluso en nuestra noche de bodas ella parecía estar allí con nosotros.

Pero fuese cual fuese el desenlace, era indudable que yo era la esposa de Robert.




Al día siguiente, hubo desconcertantes noticias. Llegó un mensajero de la Reina. Ésta había oído que el conde de Leicester estaba en su finca de Wanstead, y había decidido pasar allí dos noches en la última etapa de su viaje a Greenwich. Como él había estado tan triste, debido a que la última vez que ella había visitado Wanstead él estaba en Buxton tomando las aguas, había decidido acortar su viaje para poder pasar dos días en su compañía.

Daba la sensación de que lo sabía. La idea se nos ocurrió a los dos. Ambos pensamos que lo sabía y que había preparado aquello porque lo sabía. Robert estaba muy alterado cuando me lo explicaba, pues cuando llegase la hora de las explicaciones él había de ser quien las diese y tenía que elegir el momento. No podíamos permitir que lo descubriese por terceras personas. Lo más desconcertante era que esto sucediese al día siguiente de nuestra boda, pero al menos había un aviso. Y tras pensarlo, nos pareció que si ella hubiese sabido realmente lo ocurrido, nunca nos habría enviado el aviso que nos permitía disponer de tiempo.

—Hemos de actuar rápidamente —dijo Robert, y los demás le dieron la razón. Yo debería irme inmediatamente y regresar con mi padre a Durham House. Robert debía quedarse en Wanstead con Warwick y North y disponer lo necesario para recibir a la Reina.

Tuve que aceptar. Mi triunfo en la cama de la Reina había terminado. A regañadientes y un tanto decepcionada, dejé Wanstead y volví a esperar con la máxima paciencia posible que Robert volviese a mí.

Imagino que tantos viajes y tantas emociones resultaron excesivos en mi estado, y quizá por el aborto anterior, me castigase la vida. Lo cierto es que di a luz en el máximo secreto posible un niño prematuro que nació muerto.

Robert tardó algún tiempo en poder venir a verme, pues la Reina estaba tan satisfecha de su compañía en Wanstead que insistió en que volviese a Greenwich con ella. Cuando Robert llegó, yo ya me había recuperado y él me consoló diciendo que tendríamos muy pronto un hijo. La Reina no había demostrado la menor sospecha, así que nuestra alarma era infundada.

Él confiaba en que cuando llegase el momento podría darle la noticia suavemente y con resultados no desastrosos para nosotros. De momento, yo podía pretextar enfermedad; y el hecho de que ella estuviese hablando continuamente de la propuesta de matrimonio del francés lo hacía todo mucho más fácil.

Estuvimos juntos un tiempo en Durham House, pero mi mayor deseo era poder hacer público nuestro matrimonio.

—Todo llegará a su debido tiempo —decía Robert. Estaba muy emocionado. Después de todo, había pasado por gran número "de contratiempos con la Reina y había sobrevivido. Yo no estaba segura de mí misma. Recordaba que en una ocasión había estado desterrada de la Corte durante muchísimo tiempo.

Aun así, la vida resultaba interesante. Era la esposa de Robert, estaba unida a él por un lazo firme, por medio de una ceremonia de la que mi propio padre había sido testigo. Y, dado mi carácter, el jugar aquel peligroso juego con la Reina me resultaba placentero y vivificante.

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