Essex



Essex:

Fácilmente podréis comprender lo ofensiva que es, y ha de ser, a nuestros vuestra súbita e injustificada partida de nuestra presencia y de vuestro puesto. Los grandes favores que sin cesar os hemos prodigado, os han llevado a olvidar y menospreciar vuestro deber; no podemos dar con otra explicación a vuestras extrañas acciones… Os ordenamos, en consecuencia, que al recibo de esta carta, prescindiendo de toda excusa o dilación, os presentéis a nos y os retractéis de vuestras acciones. Si no lo hacéis así, incurriréis en nuestra indignación y os expondréis a nuestra cólera.


La Reina a Essex.


Disfruté por un tiempo de mi matrimonio y fui feliz. Tenía un marido joven, apuesto y devoto, que no tenía que atender constantemente a otra mujer. Mi hijo Robert, conde de Essex, estaba convirtiéndose rápidamente en uno de los primeros favoritos de la Reina, y parecía probable que acabase ocupando el puesto de su padrastro.

—Uno de estos días, le diré a la Reina que debe recibiros en la Corte —me decía.

Era muy distinto a Leicester, que había sido siempre muy cauto y tortuoso. A veces me daba miedo. Tenía muy poco tacto y le era imposible fingir lo que no sentía. Esto podía resultar en un principio atractivo, pero ¿cómo podía soportarlo a la larga una mujer tan vanidosa y tan acostumbrada a los halagos como la Reina?

Por el momento, Essex resultaba refrescantemente juvenil, un enfant terrible. Él había sido siempre extraordinariamente vanidoso también, ¿estaría sobreestimando su influencia sobre la Reina?

Hablé de esto con Christopher, que opinaba que la Reina estaba tan enamorada de su juventud y su apostura, que le perdonaría muchas cosas. La juventud y la apostura de Christopher le habían ayudado también del mismo modo, reflexioné. Pero yo no estaba dispuesta a soportar la insolencia, por muy joven y apuesto que pudiese ser, y dudaba que Isabel lo estuviese.

Había considerado prudente esperar un año para casarme, en vista de los rumores que corrieron sobre la muerte de Leicester, y el hecho de que mi nuevo marido fuese unos veinte años más joven que yo. El año que siguió fue un año feliz.

Habíamos sido siempre una familia leal. Una de las cualidades más entrañables de Leicester era que tenía gran devoción a los suyos; y aunque mis hijos se habían llevado excelentemente con el primero de sus padrastros, no estaban menos dispuestos a aceptar el segundo.

Mi hija favorita era Penélope. Era un poco intrigante, como yo, y fuesen cuales fuesen sus desdichas, jamás le deprimían y siempre andaba buscando aventuras emocionantes. Yo sabía, por supuesto, que su vida no era exactamente lo que parecía. Vivía muy decorosamente en Leighs, Essex, y en la casa que Lord Rich tenía en Londres. En el campo parecía modelo de virtudes, dedicada al cuidado de sus hijos. Tenía por entonces cinco: tres varones (Richard, Henry y Charles) y dos mujeres (Lettice, por mí, y Penélope, por ella). Pero cuando se trasladaba a la Corte, su actitud era muy distinta.

Deploraba que la Reina no me recibiese y me aseguraba siempre que Essex no perdería ninguna oportunidad de defender mi causa.

—Si no pudo conseguirlo Leicester, ¿creéis que podrá hacerlo Essex? —Je pregunté.

—Oh —dijo Penélope riéndose—, ¿creéis que Leicester insistió lo suficiente?

Hube de admitir que debía haberle resultado difícil defender la causa de su esposa, que estaba desterrada precisamente por el hecho de ser su esposa.

Solían estar en Leicester House todos: mis dos hijas, mi hijo Walter, y, con mucha frecuencia, Essex. Su amistad con Charles Blount, con quien se había batido en duelo por la reina de ajedrez, había aumentado, y Charles, que después de todo era el hermano mayor de mi esposo, era prácticamente como un miembro más de la familia. También nos visitaba con frecuencia Francés Sidney; y la conversación que se desarrollaba en mi mesa desbordaba vitalidad y animación. Yo no les ponía limitaciones porque pensaba que eso llamaría la atención sobre mi edad, pues todos eran más jóvenes que yo, aunque a veces me preguntaba qué habría pensado la Reina si les hubiese oído.

El más inmoderado de todos era Essex, que estaba cada vez más seguro de que dominaba a la Reina. Charles Blount le advertía de cuando en cuando que anduviese con cuidado, pero Essex se limitaba a reírse de él.

Le contemplaba orgullosa, pues estaba segura de que no era sólo el ser su madre lo que le hacía superior a mis ojos. No era menos apuesto de lo que lo había sido Leicester en su juventud, y poseía el mismo magnetismo. Pero, mientras Leicester parecía poseer todas las perfecciones con que la naturaleza podía dotar a un hombre, la debilidad misma de Essex era más atractiva de lo que lo había sido la fuerza de Leicester.

Leicester había calculado siempre las consecuencias de sus actos calculando las ventajas que para sí podía obtener. La impulsividad de Essex resultaba atractiva porque era peligrosa. Y era honrado y sincero… al menos hasta donde él veía. Podía ser muy alegre, y luego ponerse de pronto triste y melancólico. Era vigoroso y destacaba en los ejercicios corporales; luego, de pronto, caía enfermo y tenía que guardar cama. Caminaba de un modo extraño que le hacía destacar en cualquier grupo desde lejos, y, no sé por qué, me conmovía profundamente siempre que me fijaba. Era, por supuesto, muy guapo, con aquel pelo rojizo y aquellos ojos oscuros (el color lo había heredado de mí) y era, desde luego, muy distinto a los otros jóvenes que andaban alrededor de la Reina. Ellos eran aduladores y él jamás lo había sido. Además, sentía una verdadera pasión por la Reina. Estaba enamorado de ella, a su modo, pero nunca sometió su propio carácter al de ella. Si no estaba de acuerdo con ella, no fingía que ella lo supiese todo.

A mí me daba mucho miedo su carácter y temía adonde pudieran llevarle sus pasos impulsivos, y le estaba pidiendo siempre que tuviese cuidado.

Cuando se reunía con Penélope, Charles Blount, Christopher, Francés Sidney y conmigo, hablaba de lo que esperaba hacer. Creía que la Reina debía ser más audaz con los españoles. Habían sufrido una derrota amarga y humillante y había que aprovecharla. Le explicaría a la Reina los planes que debía seguir. Había proyectado grandes planes. Quería, por una parte, un ejército regular.

—Hay que adiestrar a los soldados —gritó, agitando los brazos entusiasmado—. Cada vez que vamos a la guerra tenemos que adiestrar a hombres y muchachos. Deben estar ya preparados. Se lo digo constantemente a la Reina. Cuando lleve mi ejército a la guerra quiero soldados, no campesinos.

—Jamás permitirá que vos salgáis del país —le recordó Penélope.

—Entonces saldré sin su consentimiento —respondió altivamente mi hijo.

Me pregunté qué habría dicho Leicester.

A veces, yo le recordaba, cautamente, cómo se había comportado su padrastro con la Reina.

—Oh, sí, él era como los demás —replicaba Essex—. No se atrevía a replicarle. Fingía estar de acuerdo con todo lo que ella decía o hacía.

—No siempre, y discutió con ella más de una vez. No olvidéis que se casó conmigo.

—Jamás se enfrentó a ella abiertamente.

—Siguió siendo su favorito hasta el final de su vida —añadí.

—Yo Jo seré también —se ufanó Essex—, pero a mi modo.

No sabía qué pensar y seguía temiendo por él, pues aunque Penélope estaba muy próxima a mí, mi favorito era Essex. Pensé lo extraño que resultaba que la Reina y yo debiésemos amar a los mismos hombres y que el hombre que era más importante para ella hubiese de serlo también para mí durante tanto tiempo.

Sabía que ella aún lloraba a Leicester. Me enteré de que llevaba una miniatura suya que miraba con frecuencia. Y que tenía la última carta que él le había escrito en una caja con este rótulo: Su última carta.

Sí, era una extraña ironía del destino que ahora que mi esposo había muerto, el hombre que más le interesaba fuese mi hijo. Essex se quejaba de que tenía muchas deudas y de que, aunque la Reina le mostraba su favor teniéndole a su lado, no le había otorgado nada de valor ni títulos ni tierras, tal como había hecho con su padrastro. Y él era demasiado orgulloso para pedir.

Estaba inquieto y soñaba con aventuras que le produjesen dinero. La solución era la guerra, si obtenía la victoria, podía proporcionarle un buen botín. Además, insistía con creciente vigor (y otros hacían lo mismo) en que la guerra contra los españoles debía continuarse.

Al fin la Reina accedió a enviar una expedición. La oportunidad llegó con la muerte del rey Enrique de Portugal. El Rey de Portugal, que había sido depuesto, había estado viviendo en Inglaterra, pero a la muerte del Rey Enrique, Felipe de España envió al duque de Alba a reclamar Portugal para la corona española. Dado que los portugueses no aceptaban de buen grado la usurpación española, Portugal parecía un buen campo de batalla. Sir Francis Drake debía ocuparse de las operaciones navales, y Sir John Norris de las terrestres.

Cuando Essex insinuó que él debía ir también, la Reina montó en cólera y él se dio cuenta de que sería inútil insistir, pero, siendo quien era, no iba a volverse atrás, y planeó ir sin decírselo.

Vino a despedirse de mí unos días antes de la marcha, y me sentí halagada de que me otorgase su confianza en cuestión tan secreta, sobre todo cuando excluía a la Reina,—Se pondrá furiosa contigo —le dije—. Puede que no vuelva a recibirte.

Él se echó a reír. Tenía la completa seguridad de saber cómo tratar con ella.

Le previne, pero no demasiado seriamente. A decir verdad, más bien me complacía el pensamiento de que ella se enfurecería al perderle.

¡Cómo amaba Essex la intriga! Él y Penélope hicieron planes juntos.

La noche que partió, invitó al marido de Penélope, Lord Rich a su cámara a cenar con él, y cuando su invitado se fue se dirigió al parque donde estaba esperándole su caballerizo con los caballos dispuestos.

—Drake no permitirá que subáis a su barco —le dije—. Sabe perfectamente que iría contra la voluntad de la Reina y él no es hombre que se arriesgue a ofenderla.

Essex se echó a reír.

—Drake no me verá —dijo—. Ya he dispuesto con Roger Williams que haya una embarcación esperándome. Si no nos dejan ir con ellos, iniciaremos una campaña por nuestra cuenta.

—Me asustas —dije; pero me sentía orgullosa de él, orgullosa de aquel valor impulsivo e incontenible que creía que había heredado de mí, pues, desde luego, no procedía de su padre.

Me besó, todo encanto y delicadeza.

—No, madre querida, no temáis. Os prometo que volveré a casa tan cubierto de gloria y con tanto oro español que todos los hombres se maravillarán. Daré a la Reina una parte y le diré claramente que si quiere tenerme a su lado, debe aceptar también a mi madre.

Todo esto parecía maravilloso, y tal era su entusiasmo que, al menos temporalmente, fui capaz de creerle.

Él había escrito varias cartas a la Reina explicando lo que hacía, y las tenía guardadas en su escritorio.

Salió a primera hora de la mañana para Plymouth y, tras cabalgar noventa millas envió de vuelta a su criado con las llaves del escritorio e instrucciones de que se entregasen a Lord Rich, con la petición de que éste abriese el escritorio y llevase las cartas a la Reina.

La furia de la Reina cuando recibió aquellas cartas fue tal que en la Corte decían que aquello era el fin de Essex. Maldijo y juró llamándole todos los nombres ofensivos que se le ocurrieron, y prometió que le enseñaría lo que significaba desobedecer a la Reina. Yo no pude reprimir cierta satisfacción ante su disgusto, aunque al mismo tiempo tenía ciertos recelos en cuanto a la magnitud del riesgo que se había atrevido a correr Essex.

Isabel le escribió inmediatamente, ordenándole regresar, pero él no volvió hasta pasados tres meses, y, cuando lo hizo, me enseñó las cartas que ella le había enviado. Debía estar muy furiosa cuando las escribió.

Cuando las cartas llegaron a sus manos tras semanas de aventuras (desastrosas casi todas), fue lo bastante prudente para comprender que era esencial la obediencia inmediata.

La expedición había sido un fracaso, pero Drake y Norris volvieron con un rico botín robado a los españoles, así que no fue un esfuerzo enteramente perdido.

Essex se presentó a la Reina que le exigió que explicase sus acciones, ante lo que él cayó de rodillas y dijo que estaba encantado de volver a verla. Que daba por bueno todo lo sufrido por verla otra vez. Que podía castigarle por su locura. Le daba igual. Había vuelto a casa y le había permitido besar su mano.

Realmente era sincero. Estaba gozoso de verse otra vez en Inglaterra; y ella, con su relumbrante atuendo y su aura de soberanía, debía haberle impresionado de nuevo con su personalidad excepcional.

Hizo que se sentara a su lado y le contara sus aventuras, y era evidente que se sentía feliz de tenerle consigo; sin duda todo había sido perdonado.

—Es igual que con Leicester —decía todo el mundo—. Essex no puede hacer nada malo.

Quizás Isabel, sabiendo que se había ido en busca de fortuna, decidiese que debía aprender a hacerla en su patria. Empezó a mostrarse generosa con él y él empezó a hacerse rico. Le otorgó el derecho a cobrar tasas aduaneras de los vinos dulces que se importaban al país, brindándole así una oportunidad de obtener grandes ingresos. Este derecho había sido uno de sus regalos a Leicester y yo sabía por él, lo valioso que había sido.

Mi hijo era el favorito de la Reina y, aunque resultase bastante extraño, estaba enamorado de ella, a su modo. La cuestión del matrimonio, que tanto había preocupado a Leicester durante tanto tiempo, él ni siquiera se la planteaba; ella le fascinaba por completo. La adoraba. Leí algunas cartas que le escribió y en ellas se transparentaba esta pasión extraordinaria. No impedía esto que tuviese aventuras con otras mujeres y se estaba labrando una reputación de tenorio. Era irresistible por su apostura, sus gentiles modales y el favor del que disfrutaba en la Corte. Me daba cuenta de cómo servía a la Reina en aquel período concreto de su vida. Jamás le amaría con la profundidad que había amado a Leicester, pero esto era distinto. Aquel joven (que revelaba sus pensamientos tan libremente, que detestaba los subterfugios) la había colocado en un pedestal para adorarla, y ella estaba encantada.

Seguí todo el proceso con alegría, asombro y satisfacción porque aquél era mi hijo, y, pese a su madre, había conseguido penetrar en el corazón de la Reina. Al mismo tiempo, sentía recelos. Él era impulsivo en exceso. Parecía no darse cuenta del peligro que corría… o que no le preocupara. Tenía enemigos por doquier. Yo temía en especial a Raleigh (listo, sutil, apuesto), a quien la Reina estimaba, pero nunca tanto como a mis dos Roberts, mi esposo y mi hijo. A veces se me hacía especialmente patente lo irónico del caso y me asaltaba una risa histérica. Era como una cuadrilla. Los cuatro trazando nuestro paso de baile al ritmo de una música que no era enteramente obra de la Reina. Uno de los bailarines había abandonado ya la danza, pero quedábamos los otros tres.

Essex no tenía cabeza para el dinero. ¡Qué diferente había sido Leicester! Y Leicester había muerto muy endeudado.

A veces me preguntaba qué sería de mi hijo. Cuanto más se enriquecía (a través de los favores de la Reina) más generoso era. Favorecía a cuantos le servían. Ellos afirmaban que le seguirían al fin del mundo, pero yo me preguntaba si su lealtad habría sido tan firme si a él le hubiesen faltado los medios para pagarles.

¡Mi querido Essex! ¡Cómo le amaba! ¡Qué orgullosa me sentía de él! ¡Y cómo temía por él!

Fue Penélope quien llamó mi atención sobre su creciente apego a Frances Sidney. Francés era muy bella; su tez morena, herencia de su padre, a quien la Reina había llamado su Moro, era cautivadora; pero como era muy callada y tranquila, parecía siempre un poco distanciada de los demás jóvenes que se congregaban alrededor de mi mesa.

Penélope decía que Frances atraía a Essex precisamente por ser tan distinta a él.

—¿Crees que se propone casarse con ella? —pregunté.

—No me sorprendería.

—Es mayor que él… y es viuda y tiene una hija.

—Siempre sintió deseos de protegerla, desde que murió Philip. Es tranquila y dócil. No intentaría interferir en lo que él planease. Y creo que eso le gusta.

—Mi querida Penélope. No hay hombre en Inglaterra que tenga un futuro más brillante que tu hermano. Podría enlazar con una de las familias más ricas y distinguidas del país. No puede elegir a la hija de Walsingham.

—Mi querida madre —contestó Penélope—. No somos nosotras quienes hemos de elegir, sino él.

Tenía razón, pero a mí me parecía increíble. Sir Francis Walsingham ostentaba gran poder en el país. Era uno de los ministros más capaces de la Reina, pero ésta jamás le había aceptado como uno de sus favoritos. Pertenecía a la categoría de los aceptables por su talento. La Reina habría sido la primera en admitir que la había servido bien: Había organizado uno de los sistemas de espionaje más perfeccionados del mundo, gran parte del cual había pagado con sus propios recursos. Había sido él el principal artífice de que comparecieran ante la justicia los miembros de la conspiración de Babington, que había desembocado en la ejecución de María, Reina de Escocia. Era hombre de gran honestidad e integridad, pero desde luego, no había amasado una fortuna, ni había ganado grandes honores. Aunque a Essex esto no le importaba. Él había decidido casarse con Francés Sidney.

Penélope y yo, y Christopher y Charles Blount hablamos con él, y Charles le preguntó qué creía que diría la Reina.

—No sé —exclamó Essex—. Aunque desaprobase el enlace yo no cedería.

—Eso podría significar vuestro destierro de la Corte —le recordó Christopher.

—¿Creéis acaso, buen Christopher, que no sé cómo manejar a la Reina? —se ufanó Essex.

—Cuidad las palabras —suplicó Charles—. Si alguien se lo contase a la Reina…

—Aquí todos somos amigos —replicó Essex—. Leicester se casó y ella le perdonó.

—Pero no a su esposa —le recordé, con amargura.

—Si yo hubiese sido Leicester, me habría negado a ir a la Corte sin mi esposa.

—Si hubieseis sido Leicester, hijo mío, no habríais retenido el favor de la Reina durante toda la vida. Os suplico que tengáis cuidado. Leicester fue para ella lo que ningún otro hombre será jamás y, sin embargo, él sabía que tenía que ser prudente.

—Yo soy para ella lo que ningún hombre fue ni será. Ya lo veréis.

Era joven y arrogante y ella le había otorgado mucha importancia. Me preguntaba si empezaría a aprender alguna vez.

Los jóvenes le admiraban. Carecían de mi experiencia y aprobaban su audacia, y una vez más no deseé parecer vieja y prudente, así que guardé silencio.

Quizá nuestra oposición a aquel enlace fuese la causa de que Essex se obstinase aún más.

Vino a verme cuando volvió de Seething Lane, donde vivía Sir Francis, y me dijo que había conseguido que éste aprobase el enlace.

—El viejo está muy enfermo —dijo Essex— Creo que no durará mucho. Me dijo que era muy poco lo que podía dejarle a Frances, pues tiene muchas deudas. Dijo que dudaba que hubiese dinero bastante para enterrarle con dignidad, por lo mucho que ha tenido que gastar al servicio de la Reina.

Yo sabía que Walsingham decía la verdad y pensé que era un estúpido por hacer lo que había hecho. Leicester había servido a la Reina y había obtenido gran provecho de ello… aunque también había dejado deudas y yo aún lamentaba la pérdida de ciertos tesoros que habían tenido que venderse para pagarlas.

El resultado fue que mi hijo y la hija de Walsingham (viuda de Philip Sidney) se casaron en secreto.

Cuando visité a Sir Francis me sorprendió comprobar lo enfermo que estaba. Sin embargo, el matrimonio de su hija le complacía mucho. Me explicó que le había preocupado su futuro, pues Philip Sidney había dejado poco y él no dejaría mucho.

—Vivir al servicio de la Reina resulta costoso —dijo.

Tenía razón, sin duda. Cuando pienso en lo que Leicester había gastado en regalos de Año Nuevo para la Reina (los diamantes, las esmeraldas, los collares de «nudos de amantes») no me extraña que tuvieran que emplearse mis tesoros en pagarlos.

El pobre Sir Francis murió poco después y se le enterró en secreto a media noche, porque un funeral acorde con su dignidad habría resultado demasiado caro.

Su muerte afligió mucho a la Reina.

—Echaré de menos a mi Moro —dijo—. Qué triste perderle. Fue un buen súbdito y no siempre le traté con benevolencia, pero él sabía muy bien que le respetaba profundamente, y que no era la ingrata soberana que pude haber parecido a veces. Tengo entendido que ha dejado muy poco a su pobre viuda y a sus hijas.

Después de esto, mostró cierto interés por Frances y le pidió que se sentara y hablara con ella. Esto tuvo una secuela bastante desdichada, porque Frances quedó muy pronto encinta.

La Reina vigilaba estrechamente a sus damas; parecía tener un sexto sentido en lo relativo a sus aventuras románticas.

La propia Frances me contó lo sucedido.

La Reina nunca medía las palabras y a menudo parecía que intentaba recordar a su padre Enrique VIII a sus súbditos, por cierta aspereza masculina.

Palpó el vientre a Frances y exigió saber si portaba allí algo impropio de una viuda virtuosa. No era Frances la más sutil de las mujeres, precisamente, y se ruborizó de inmediato, con lo que la Reina vio confirmadas sus sospechas.

Ese interés extraordinario por las actividades sexuales de quienes la rodeaban y que podía convertirse en un súbito ataque de cólera, desconcertaba a muchos. Se comportaba como si el acto del amor le fascinase y disgustase al mismo tiempo.

Frances dijo que le dio un buen pellizco en el brazo y le exigió que explicase de quién estaba embarazada.

Pese a su timidez, Frances tuvo dignidad; alzó la cabeza y dijo:

—De mi esposo.

—¡Vuestro esposo! —gritó la Reina—. No recuerdo que nadie solicitase mi licencia para desposaros.

—Señora, no me creía tan importante como para que fuese necesario solicitar vuestra licencia.

—Sois hija del Moro y siempre le estimé. Ahora que ha muerto, vuestro bienestar me afecta más que nunca. Os casó en secreto con Philip Sidney y se excusó diciendo que no tenía importancia. Le reprendí entonces y vos lo sabéis. ¿Acaso no os he tenido a mi lado desde que murió?

—Sí, Majestad, habéis sido muy generosa conmigo.

—Y vos… considerasteis oportuno casaros. Vamos. Decidme quién es.

Frances estaba aterrada. No se le ocurrió más que echarse a llorar, con lo que despertó las sospechas de la Reina. Frances pidió permiso para retirarse e intentar recuperar la compostura.

—Seguid aquí —dijo la Reina—. Vamos, decidme cuándo os casasteis para que pueda saber si el hijo que lleváis en vuestro seno es legítimo. Os diré algo: no permitiré esta conducta licenciosa en mi Corte. No considero ésta una cuestión que pueda tratarse a la ligera.

Luego cogió a Frances por el brazo y la zarandeó bruscamente, y Frances cayó de rodillas y recibió entonces un golpe en la cara para recordarle que estaba ocultando información que la Reina exigía.

Frances se daba cuenta de que, tarde o temprano, tendría que revelar el nombre de su esposo y que el furor de la Reina sería muy grande. Era lo bastante mayor para recordar lo sucedido cuando Leicester se casó conmigo.

Dado el evidente temor de Frances, las sospechas de la Reina cada vez eran mayores.

—Vamos, muchacha —exclamó—. ¿Quién es vuestro compañero en esto? Decídmelo u os lo sacaré a golpes.

—Majestad, nos amamos desde hace mucho tiempo. Desde que mi primer esposo recibió aquella herida tan cruel…

—Sí, sí. ¿Quién? Decídmelo, muchacha. Por la sangre de Dios, si no me obedecéis, os juro que habréis de lamentarlo. Os lo prometo.

—Es mi señor Essex, Majestad —dijo Frances.

Según dijo, la Reina se quedó mirándola fijamente, como conmocionada, y ella, olvidando que estaba en presencia de su soberana, y que sólo con su permiso podía retirarse, tan aterrorizada estaba que se incorporó y salió tambaleándose de la estancia, mientras la Reina se quedaba allí quieta, inmóvil, mirándola.

Al marchar, oyó la voz de la Reina, tensa y lúgubre.

—Haced venir a Essex. Traedle aquí de inmediato.

Frances vino directamente a Leicester House, trastornada y fuera de sí. Hice que se acostara mientras me contaba lo sucedido.

Penélope, que estaba en la Corte, vino poco después.

—Se ha desatado el infierno —dijo—. Essex está con la Reina y están dándose voces. Dios sabe en qué acabará esto. La gente dice que antes de que termine el día Essex estará en la Torre.

Esperamos a que estallase la tormenta. Yo recordaba con toda claridad la época en que Simier le había dicho a la Reina que Leicester se había casado. Había querido enviarle a la Torre y no lo hizo por la intervención del conde de Sussex. Pero luego se había aplacado. Yo no sabía la profundidad de su afecto por mi hijo, pero sabía que era de un carácter distinto al que había sentido por mi esposo. El de éste había estado profundamente ligado a las raíces mismas de su juventud. Creía que el que sentía por mi hijo era más frágil y temblaba de miedo por él. Además, él carecía del tacto de Leicester. No cedería donde Leicester hubiese desplegado toda su diplomacia.

Esperé en Leicester House con Penélope y Frances. Por fin llegó Essex.

—Bueno —dijo—, está furiosa conmigo. Me llama ingrato, recordándome que ella me encumbró y que igual puede hundirme.

—Uno de sus temas preferidos —dije—. Leicester lo oyó una y otra vez a lo largo de su vida. ¿No habló de enviaros a la Torre?

—Creo que está a punto de hacerlo. Le dije que aunque la respetase y reverenciase, era un hombre que vivía mi propia vida y que me casaría según eligiese. Dijo que odiaba el engaño y que si sus súbditos guardaban algo en secreto era porque sabían que tenían algo que ocultar, a lo que respondí que, conociendo su carácter incierto, no había querido inquietarla.

—¡Robin! —grité atónita—. ¡No debisteis decir eso!

—Algo parecido —dijo él despreocupadamente—. Y exigí saber por qué era tan contraria a mi matrimonio. A lo que ella contestó que si hubiese acudido en la debida forma a decirle lo que deseaba, habría considerado el asunto. «¡Y negado vuestra licencia! —grité—. Y eso habría significado que me vería obligado a desobedeceros en vez de sólo disgustaros.»

—Un día —le dije—. Iréis demasiado lejos.

Habría de recordar más tarde estas palabras; incluso entonces tenían un tono lúgubre, como un presagio que me avisaba del peligro.

—Bueno —continuó él paseando ante nosotros—. Me dijo que no era sólo el secreto lo que le irritaba sino el que yo, para quien ella había hecho grandes planes, me hubiese casado por debajo de mi rango.

Me volví a Frances, comprendiendo mis sentimientos.

¿No me había sucedido aquello una vez a mí? Quise confortarla y dije en tono tranquilizador:

—Habría dicho eso de cualquiera, salvo que fuera de sangre real. Recuerdo que pensaba (o al menos, eso decía) casar a Leicester con una princesa.

—Era una disculpa para ocultar su furia —dijo tranquilamente Essex—. Se hubiese puesto furiosa de todos modos, me casara con quien me casara.

—La cuestión es —dijo Penélope—: ¿Qué va a pasar ahora?

—He caído en desgracia. Estoy desterrado de la Corte. «Querréis servir a vuestra esposa —dijo—. Así que no os veremos en la Corte por algún tiempo.» Hice una inclinación y me fui. Está de muy mal humor. No envidio a quienes la sirven.

Me pregunté hasta qué punto le preocupaba a él. No parecía en absoluto preocupado, al menos por entonces, lo cual resultaba consolador para Frances.

—Ved cuánto os ama —indiqué a Frances—, que es capaz de desafiar la cólera de la Reina por vos.

Aquellas palabras eran como un eco del pasado, una repetición del viejo baile, con Essex y la Reina ahora, en lugar de Leicester. Corrían en la Corte los rumores y comentarios habituales. Essex quedaba descartado. Qué emoción para los otros… hombres como Raleigh, que siempre se habían llevado mal con él, y los viejos favoritos. Hatton tenía grandes esperanzas. Pobre Hatton, se le notaban los años, cosa especialmente notoria en un hombre que había sido tan activo y en tiempos el mejor bailarín de la Corte. Aún bailaba y a veces aún lo hacía con la Reina, con la misma gracia de siempre. Essex les había eclipsado a todos; y eran los más jóvenes como Raleigh y Charles Blount quienes podían beneficiarse de su desgracia.

El pobre Hatton no se benefició mucho tiempo de la caída de Essex. En los días que siguieron fue debilitándose cada vez más y al poco se retiró a su casa de Ely Place, donde enfermó y murió a finales de ese mismo año.

La Reina estaba melancólica. Odiaba la muerte, y no se permitía a nadie mencionarla en su presencia. Debía ser triste para ella ver que sus viejos amigos caían del árbol de la vida como frutos maduros asolados de insectos y enfermedad.

Eso le hacía volverse cada vez más a los jóvenes.

Cuando Frances dio a luz un hijo, le pusimos Robert por su padre. La Reina cedió, Essex podía volver a la Corte, pero no quería ver a su esposa. Así, pues, la Reina y mi hijo volvieron a ser buenos amigos. Le tenía a su lado, bailaba con él, reían juntos y él la encantaba con su conversación franca y abierta. Jugaban a las cartas hasta muy tarde, y se decía que ella se mostraba inquieta si él no estaba a su lado.

Oh sí, igual que con Leicester; pero, ¡ay!, Leicester había aprendido la lección y Essex jamás la aprendería.




Yo había aceptado al fin el hecho de que la Reina nunca me perdonaría el haberme casado con Leicester y que debía ser siempre observadora exterior de los acontecimientos que configuraban la vida del país. Esto era duro para una mujer de mi carácter y me costó aceptarlo; pero no era una de esas personas que se sienta y se hunden en la apatía. Como mi hijo y mi hija, lucharía hasta el fin. Siempre tuve, sin embargo, la sensación de que si hubiera podido ver a la Reina y hablar con ella, podría haber eliminado nuestro resentimiento y haberla divertido como antes; luego podríamos haber llegado a un entendimiento. Yo no era ya Lettice Dudley sino Lettice Blount. Tenía, ciertamente, un marido joven que me adoraba y eso podría irritarla. Pensaría que debía sufrir castigo por lo que había hecho. Me preguntaba si habría oído los rumores de que yo ayudé a Leicester a salir de este mundo. Supongo que no, pues de haber llegado hasta ella, no se habría quedado cruzada de brazos.

Pero yo no había abandonado la esperanza; a menudo sugería a Essex que intentase plantear la cuestión y él me decía siempre que lo intentaría.

Así pues, allí estaba yo, no joven ya, pero aún atractiva. Tenía mi casa, de la que me sentía muy orgullosa. Mi mesa era de las mejores del país. Estaba decidida a rivalizar con las de los palacios reales y esperaba que la Reina se enterase de ello. Supervisaba yo misma la elaboración de las ensaladas hechas con productos de mis propios huertos. Mis vinos eran moscatel y malvasía y los de Grecia e Italia que aderezaba a menudo con mis propias especias. Los dulces que se servían en mi mesa eran de lo más delicado y sabroso que podía hallarse. Me dedicaba también a la elaboración de lociones y cremas especialmente útiles para mis necesidades. Realzaban mi belleza de modo que había veces que parecía que resplandecía aún más al hacerme vieja. Mis trajes y vestiduras eran famosos por su elegancia y su estilo. Eran de seda, damasco, brocado, zangalete y la incomparable belleza de mi terciopelo favorito. Eran de los más bellos colores, pues cada año los tintoreros perfeccionaban más su oficio. Azul pavo real y verde papagayo; castaño culantrillo y azul genciana. Rojo amapola y amarillo caléndula… todos me encantaban. Mis costureras trabajaban constantemente para embellecerme y, despreciando la falsa modestia, he de decir que el resultado era excelente.

Era feliz si dejaba a un lado aquel gran deseo: que la Reina me recibiese. El estar casada con un hombre mucho más joven que yo me ayudaba a conservarme joven y mi familia me prodigaba gran afecto (entre ellos un hijo reconocido como la estrella más luminosa de la Corte); tenía, pues, buenas razones para sentirme satisfecha y para olvidar aquella necesidad que empañaba mi vida. Debía olvidar a aquella Reina que estaba decidida a castigarme. Debía aprovechar lo que la' vida me ofrecía. Me recordaba a mí misma que era una vida llena de emoción y que mi mayor alegría se centraba en mi hijo, que me amaba devotamente y me había convertido en el centro de nuestra familia.

¿Por qué había de permitir yo que una mujer envejecida y vengativa se interpusiese entre yo y mi dicha? La olvidaría. Leicester había muerto. Aquélla era para mí una vida nueva. Debía dar gracias por ella y disfrutarla.

Pero no podía olvidar a la Reina.

Aun así, mis asuntos familiares me proporcionaban un interés constante. Penélope se sentía cada vez más insatisfecha de su matrimonio, aunque le había dado otros dos hijos a Lord Rich. Mantenía relaciones amorosas con Charles Blount y se veían constantemente en mi casa. Yo consideraba que no podía criticarles. ¿Cómo iba a hacerlo comprendiendo perfectamente lo que sentía el uno por el otro? Además, si lo hubiese hecho, les hubiese dado igual. Charles era un hombre muy atractivo y Penélope me dijo que a él le gustaría mucho que ella dejase a Rich y se fuese a vivir con él.

Me pregunté cuál sería la reacción de la Reina ante una cosa así. Sabía que me culparía a mí. Siempre que Essex la irritaba con un despliegue de arrogancia, ella comentaba que había heredado aquel rasgo de su madre, lo cual demostraba que su animosidad hacia mí persistía.

Mucho de lo que le sucedió a mi hijo es de conocimiento público. Su vida fue como un libro abierto que todos pudieron leer. Así pues, desplegó muchas de sus emociones ante todos; y cuando Essex recorría las calles, la gente salía de las casas a mirarle.

Era arrogante, lo sé. Y muy ambicioso; pero en el fondo de mi corazón sabía también que carecía de la cualidad necesaria para utilizar su talento. Leicester la había poseído. Burleigh la poseía en exceso. Hatton, Heneage, todos se comportaban con el mayor tacto. Pero a mi hijo, Robin, le gustaba patinar allí donde el hielo era más fino. A veces creo que albergaba un deseo innato de destruirse. Me dijo que desesperaba de lograr alguna vez su ambición. Burleigh no tenía más preocupación que el progreso de su propio hijo, Robert Cecil, y Burleigh tenía gran influencia en la Reina.

Me asombraba que mi hijo hubiese soñado con quitarle a Burleigh su puesto en el Estado, que era sin duda el más importante de todos. La Reina jamás prescindiría de Burleigh. Podía adorar a su favorito de favoritos, pero en el fondo era siempre la Reina, y conocía el valor de Burleigh. Sentía a veces escalofríos de inquietud cuando hablaba con mi hijo porque éste creía que era capaz de dirigir el país. Yo que le amaba profundamente, sabía muy bien que, aunque su inteligencia sirviera perfectamente para tal tarea, su temperamento no servía.

En los pocos meses que él había vivido en la casa de Burleigh, se había hecho amigo del hijo, que se llamaba Robert como él; pero cuan diferentes eran en su apariencia. Robert Cecil era muy bajo, tenía la columna ligeramente desviada y la moda de la época tendía a exagerar este defecto. Era muy sensible a su deformidad. La Reina, que le quería mucho, y que estaba decidida a favorecerle, percibía su indudable inteligencia. Sin embargo, ayudó a llamar la atención sobre su defecto dándole uno de los sobrenombres que tanto le gustaba dar a sus favoritos. Le llamaba su pequeño Elfo.

Con Burleigh firmemente en su puesto y con pocas posibilidades de que lo dejase salvo por muerte, Essex creyó que el mejor modo de encumbrarse era obtener la gloria en el campo de batalla.

La Reina estaba por entonces muy preocupada por los acontecimientos de Francia, donde, tras el asesinato de Enrique III, Enrique de Navarra había ocupado el trono y tenía dificultades para conservarlo. Como Enrique era hugonote y aún se consideraba una amenaza a la católica España, pese a la derrota de la Armada, se decidió enviar ayuda a Enrique.

Entonces Essex quiso ir a Francia.

La Reina le negó el permiso, de lo cual me alegré. Pero estaba preocupada, de todos modos, sabiendo lo que había hecho antes y convencida de que sería muy capaz de volver a hacerlo.

Era evidente que cada vez era más seguro de que hiciese lo que hiciese la Reina le perdonaría.

Lo cierto es que pidió y suplicó y habló insistentemente de su deseo de ir y al final ella se lo permitió. Se llevó consigo a mi hijo Walter y, ¡ay!, jamás volví a ver a Walter, pues le mataron en combate frente a Rouen.

No he hablado mucho de. Walter. Era el más pequeño, el más tranquilo. Mis otros hijos llamaban la atención en un sentido o en otro. Walter era distinto. Creo que los otros se parecían a mí y él se parecía a su padre. Pero todos amábamos a aquel muchacho sencillo y afectuoso, aunque tendíamos a ignorarle cuando estaba con nosotros. ¡Pero cómo le echamos de menos cuando dejó de estarlo! Yo sabía que Essex se sentiría desolado, y más aún por el hecho de haber sido él quien le había convencido para ir a luchar a Francia. Había sido Essex quien había querido ir a la guerra y Walter siempre había querido seguir a su hermano mayor, por lo que Essex recordaría que si se hubiese quedado en casa, tal como era mi voluntad (y la de la Reina), Walter jamás habría ido al encuentro de la muerte. Conociendo bien a Essex, supuse que su tristeza sería similar a la mía.

Tuve noticias de él. Era valiente en el combate. Por supuesto, había de serlo, dado su carácter temerario e intrépido, estimaba mucho a sus soldados y les prodigaba toda clase de honores cuando, como Burleigh indicó a la Reina, no tenía derecho alguno a hacerlo. Estábamos muy inquietos con él porque los que regresaban hablaban de su temeridad y su desprecio por el peligro e incluso de que cuando quería cazar no vacilaba en aventurarse en territorio enemigo.

La pérdida de Walter y mis temores por Essex, me ponían muy nerviosa y llegué a pensar incluso en pedir a la Reina que me recibiese para poder implorarle que le ordenase regresar. Quizá si lo hubiese hecho, si hubiese podido indicarle el motivo de que recurriese a ella, habría aceptado verme.

No tuve que llegar a hacerlo, porque ella misma, compartiendo mis preocupaciones, le llamó.

Él alegó diversas excusas para no volver y yo creí que iba a desafiarla de nuevo, pero al fin obedeció. Le vi poco, sin embargo, pues la Reina le tenía a su lado durante el día y gran parte de la noche. Me sorprendió que le permitiese volver al campo de batalla, supongo que no pudo resistirse a sus súplicas.

Así pues, se fue de nuevo, y la inquietud renació. Pero al fin regresó ileso.

Durante cuatro años permaneció en Inglaterra.

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