En cuanto a vuestra persona, al ser lo más sagrado y delicado que hemos de cuidar en este mundo, cualquier hombre debe temblar cuando piensa en ella; en especial al constatar que Vuestra Majestad tiene el valor regio de trasladarse a los confines de su Reino para enfrentarse a sus enemigos y defender a sus súbditos. No puedo. Reina queridísima, consentirlo, pues en vuestro bienestar se basa la seguridad toda del Reino, y es, en consecuencia, primordial preservarlo.
Leicester a Isabel.
Su presencia y sus palabras reforzaron el valor de capitanes y soldados de forma increíble.
William Camelen.
Estaba a punto de producirse el último episodio de la trágica historia de María de Escocia. Se encontraba prisionera por entonces en nuestra mansión de Chartley, que ahora pertenecía a mi hijo Essex. Éste se había mostrado muy reacio a que se la utilizase como prisión de la Reina y había alegado que era demasiado pequeña y muy poco adecuada. Pero se habían rechazado sus objeciones y, en aquellas cámaras, que tanto yo como mi familia conocíamos tan bien, donde yo había jugado alegremente con mis hijos, tuvieron lugar las últimas y dramáticas escenas de la vida de la Reina escocesa.
Allí había participado ella en la Conjura de Babington, que habría de conducirla a su destrucción; la fase siguiente de su triste peregrinaje había de ser el fatídico castillo de Fotheringay.
Todo el país hablaba de ello, de cómo se habían reunido los conspiradores, cómo habían cruzado cartas entre ellos, cómo la Reina de Escocia había participado activamente en la conjura y, en esta ocasión, era culpable también sin lugar a dudas. Walsingham tenía todas las pruebas en sus manos, y María fue declarada culpable de intentar organizar el asesinato de Isabel con el propósito de sustituirla en el trono.
Pero, aún con las pruebas delante, Isabel se resistía a firmar la sentencia de muerte.
Leicester se mostraba impaciente con ella, y le recordé que no hacía mucho él había pensado reconciliarse con la Reina de Escocia considerando la posibilidad de que Isabel muriese y ella subiese al trono.
Robert me miró desconcertado. No podía entender mi inexperiencia en cuestiones políticas. Hasta entonces yo había estado de acuerdo con él en lo que proponía. Oh, sí, no había duda de que mi amor se había agotado.
—Si no se tiene cuidado —exclamó él, con vehemencia—, puede haber una tentativa de rescatar a María que tenga éxito.
—No os veríais entonces en una posición muy envidiable, mi señor —comenté, malévolamente—. Tengo entendido que Su Majestad la Reina de Escocia es muy aficionada a los perros falderos, pero que le gusta escogerlos a ella, y no creo que tenga sitio para los que antes eran amigos de la Reina de Inglaterra.
—¿Qué te ocurre, Lettice? —preguntó él, asombrado.
—Me he convertido en una esposa olvidada —repliqué.
—Sabes perfectamente que sólo hay una razón de que no esté contigo.
—Lo sé perfectamente —contesté yo.
—Basta entonces. Consideremos otros asuntos graves.
Pero lo que para él era grave, podía no serlo para mí. Eso no se le ocurría.
La gente estaba inquieta, y aún así, la Reina jugaba el juego de la prevaricación que había practicado toda la vida. Le había resultado casi siempre. Pero ahora sus leales súbditos querían saber cuándo podían regocijarse con la ejecución de la Reina católica.
Por último, el secretario Davison le presentó la sentencia de muerte a la Reina y ésta la firmó. Y la ejecución, de la que tanto se ha hablado, se llevó a cabo en el salón del castillo de Fotheringay.
Así se libró de esta amenaza la Reina de Inglaterra. Pero había una mayor: los españoles.
Ella, aquella mujer extraordinaria, sufría remordimientos. Ella que era tan lista, tan sutil, se veía asediada por sueños y pesadillas. Había firmado la sentencia de muerte que había llevado al patíbulo y a la decapitación a la Reina de Escocia.
El Rey de Francia dijo que hubiese sido mejor envenenarla, porque así al menos podría haber habido alguna duda sobre su muerte. Había excelentes venenos disponibles, y algunos súbditos de Isabel eran notorios por la gran pericia con que los usaban. ¿Sería aquello una malévola alusión al célebre folleto? Podrían haberla ahogado con la almohada, procedimiento que, bien utilizado, apenas deja rastro. ¡Pero no! La Reina de Escocia tenía que ser culpable, la Reina de Inglaterra había firmado su sentencia de muerte. Y la habían llevado al salón del castillo de Fotheringay y la habían decapitado. Y mientras Inglaterra se regocijaba de haber eliminado para siempre la amenaza de la Reina escocesa, Isabel se veía asediada por intensos remordimientos.
Leicester decía que tenía miedo a que pudiese perder la razón. Se ponía furiosa con todos llamándoles asesinos, acusándoles de inducirla a firmar la sentencia, cuando sabían de sobra que ella nunca había pretendido que se llegara a cumplir. Pese a conocer su voluntad, habían actuado precipitadamente.
¡Qué propio de ella era todo esto! Le comenté a Leicester que lo que pretendía era librarse del sentimiento de culpa. Hablaba incluso de ahorcar a Davison. Al principio, Leicester, Burleigh y los que tanto se alegraban de que hubiese desaparecido la amenaza, estaban aterrados; hasta que comprendieron que ella no tenía ninguna intención de hacer locuras y sólo estaba aplacando a sus enemigos. Temía la guerra. Sabía que los españoles estaban construyendo una Armada para ir contra ella. No quería que los franceses se uniesen a ellos y atacasen al mismo tiempo. Había que tener también en cuenta a los escoceses. Habían depuesto a su Reina y la habían obligado a huir, pero estarían dispuestos a ir contra la Reina de Inglaterra por haberla decapitado. Además estaba el joven James, su hijo.
Los remordimientos de la Reina empezaron a ser menos notorios. Su corazón sin duda debió aceptar la realidad de que la vida iba a ser más cómoda ahora que la Reina de Escocia ya no existía… aunque, de cualquier modo, se había decapitado a una Reina, y eso podría sentar un precedente. A pesar de los años transcurridos, la hija de Ana Bolena, aún sentía a veces el trono demasiado inseguro para su tranquilidad. El pensamiento de lo que le había sucedido a una Reina cuya legitimidad jamás se había puesto en duda, la llenaba de aprensión. No quería que el deponer reinas se convirtiese en costumbre.
Pero otras cuestiones la ocupaban, y la más importante era la creciente amenaza de la armada española.
Me llegaron noticias a través de los espías de Leicester de que la Reina estaba muy emocionada con mi hijo. Essex estaba madurando, pero eso no disminuía su atractivo. Destacaba por su belleza, con aquel pelo rojizo y aquellos ojos oscuros relampagueantes que heredaba de mí. Creo que era como yo en muchos sentidos. Era vanidoso (como lo había sido yo en mi juventud); y daba la impresión de creer que el mundo había sido hecho para él y que todos debían compartir su punto de vista. Una característica que no heredaba de mí y que era opuesta por completo al carácter de Leicester era su franqueza. Nunca se paraba a pensar las consecuencias de sus palabras; si creía algo, lo decía: Esto no era una cualidad de cortesano, desde luego, y no le proporcionaría el favor de la Reina que desde su juventud había estado rodeada de aduladores cuya única idea había sido decir lo que ella quería oír.
No podía evitar la comparación entre Leicester y Essex, porque ambos eran favoritos de Isabel y estoy segura de que jamás se interesó tanto por ningún hombre como por ellos dos. Era irónico que fuese a elegir a mi esposo y a mi hijo, considerando la relación que existía entre ella y yo. Me proporcionó una nueva ansia de vida el enterarme de que su afecto por Essex crecía. Quería que le tomase cada vez más afecto. Sólo el afecto la haría vulnerable.
Decidí hacer cuanto pudiese para ayudarle a conservar aquel vacilante favor. No es que pudiese hacer mucho, aparte de darle consejos. Pero podía decir que la conocía bien (había percibido su fuerza y su debilidad debido a la rivalidad que existía entre nosotras) por lo que quizá pudiese serle útil.
A menudo dudaba de que Essex fuese capaz de conservar el favor de la Reina. Una de las grandes ventajas de Leicester había sido su habilidad, como dijo alguien «para meterse su pasión en el bolso». Él, siempre los ojos especiales de ella, la había ofendido una y otra vez y había acudido a ella y ella le había perdonado. Era una lección que mi hijo tenía que aprender: no guardar rencor y poner freno a su lengua. Quizás al principio su graciosa juventud resultase atractiva a Isabel. Sin duda debían divertirle sus comentarios francos y sinceros; pero me preguntaba si seguirían pareciéndoselo mucho tiempo.
Cuando vino a verme, hablaba de la Reina y le chispeaban los ojos de admiración.
—Es maravillosa —decía—. No hay ninguna como ella. Sé que es una mujer mayor, pero estando ante ella, uno olvida la edad.
—De lo bien disfrazada que está con colorete y polvos y afeites —repliqué—. Por la sedera me enteré de que está haciéndole doce pelucas, y que además el pelo ha de ser del color del suyo cuando era joven.
—No entiendo de esas cosas —contestó impaciente Essex—. Lo único que sé es que el estar en su compañía es como estar con una diosa.
Debía sentirlo así, porque si no, no lo hubiese dicho. Sentí una gran oleada de celos de aquella mujer que tenía poder para quitarme primero a mi esposo y luego a mi hijo.
Como ya he dejado entrever, siempre tuve un afecto especial por mi apuesto hijo, pero lo que sentía por Essex se intensificó y en el fondo de mi corazón sabía que esto se debía en cierto modo al afecto que la Reina sentía por él.
Pero el interés que manifestaba por Essex no disminuía en modo alguno el que mostraba por Leicester. Yo a veces pensaba que Leicester era para ella como un esposo y Essex como un joven amante; pero siendo la clase de mujer que era, de un carácter muy posesivo, no podía soportar que uno de ellos gozase de la compañía de otra mujer, y menos aún de la de su esposa y madre, ni que se apartasen de su lado, no fuese a necesitarlos.
Eran aquellos tiempos de creciente tensión y nerviosismo. La amenaza española era cada vez más inminente y estaba en el pensamiento de todos. Había problemas en los Países Bajos y se envió allí de nuevo a Leicester… esta vez para decirles que llegaran a un acuerdo con los españoles, pues con la amenaza ante sus propias costas, la Reina ya no podía permitirse preocuparse por ellos. En esta ocasión, no permitió que Essex acompañase a su padrastro.
—Alguien ha de entretenerme —dijo; y le honró haciéndole su caballerizo, puesto que le quitó a Leicester, haciéndole a cambio senescal de su Corte. Quería hacer ver a Leicester que sólo podía haber para ella unos Ojos, y que nada alteraría esto; pero, al mismo tiempo, le gustaba tener a su lado a su apuesto hijastro.
Leicester debió darse cuenta por entonces de que cuando la Reina entregaba su afecto era para siempre. ¡Pobre Leicester! Ahora estaba viejo y enfermo. ¿Dónde había ido el apuesto héroe de su juventud y de la mía? Él ya no lo era, le había sustituido un hombre aún de gran estatura, pero pesado, enrojecido, asediado por la gota y otros males consecuencia de una vida de excesos.
Sin embargo, la Reina le fue fiel durante toda la vida. Leicester había conseguido sobrevivir a la misteriosa muerte de su primera esposa, a su matrimonio conmigo, a sus tentativas de engañarla y, por último, al tremendo fiasco de los Países Bajos. Sin duda era una fiel amante.
Le gustaban las elegancias como siempre, y había tomado la costumbre de vestirse principalmente de blanco. Siempre le había gustado el blanco, desde los tiempos en que los colores de moda eran el blanco y el negro. El blanco le sentaba bien a su rostro maduro, según creía. En las raras ocasiones en que la vi por esta época (siempre sin que ella me viera, quizás al pasar por la calle en sus recorridos por el país), no pude por menos de darle la razón. Había conservado su cutis, y su moderación en la comida y la bebida había mantenido su figura delgada y juvenil. Se desenvolvía con suma gracia (de hecho, jamás vi caminar ni sentarse a nadie con tanta majestad) y desde lejos aún podía parecer joven. Y el brillo y la pompa de que se rodeaba la predisponían a aceptarse inmortal.
Conociendo bien a Essex, me di cuenta de que, en cierto modo, estaba enamorado de ella. No quería apartarse de su lado. Pasó todo el verano en la Corte, y ella se sentaba a jugar a las cartas con él hasta altas horas de la madrugada. El hecho mismo de que fuese expansivo y sincero debía divertirla, pues siendo el hombre que era (ajeno a cualquier ocultamiento de una emoción) debía manifestar patentemente su admiración por ella; y, viniendo de un joven más de treinta años menor que ella, esto debía constituir un verdadero cumplido.
Yo la entendía muy bien. Sabía lo que podía significar la admiración de un hombre joven y agradable. Había reanudado mi amistad con Christopher Blount, que había regresado de los Países Bajos más refinado de lo que se había ido. Era más enérgico, más exigente, cualidad que no me molestaba. Permitía que me tomase y continuamos con esta interesante aventura que tenía para mí el mérito del romance, simplemente porque debíamos obrar con mucha cautela.
Le dije que su vida correría peligro si Leicester lo descubría y él compartía ese temor. Pero eso daba mayor atractivo a nuestro amor.
Entretanto, Essex despertaba la envidia de los demás cortesanos y en especial de Walter Raleigh, que se sentía desplazado por mi hijo.
Raleigh era mayor que Essex y bastante más astuto. Tenía mucha facilidad de palabra y una lengua de miel, cuando quería, pero era capaz de decirle algunas verdades a la Reina cuando consideraba que era el momento adecuado de hacerlo. Además de su notable apostura, que había atraído de inmediato a la Reina, era hombre de gran talento y de muy buen juicio. Ella le llamaba su Agua, quizá porque se llamaba Walter[2]; quizá porque le resultaba refrescante; quizá porque le gustaba verle fluir a su alrededor. Sin embargo, el hecho de que le hubiese puesto un sobrenombre era indicio del afecto que sentía por él.
Y estaban también los favoritos de edad madura. El pobre Hatton lo mismo que Robert, iba haciéndose viejo, y también Heneage. Pero, debido a su carácter leal y al hecho de que le eran útiles, les conservaba a su lado y les era casi tan fiel, a su modo, como con Leicester, sólo que, por supuesto, ellos sabían (y lo sabía todo el mundo en la Corte) que nadie podría jamás ocupar en su corazón el lugar que pertenecía a Leicester, el amado de su juventud, al que había sido fiel toda la vida.
Essex y mis hijas me contaban pequeñas anécdotas de la Corte y a mí me encantaba escuchar. Penélope estaba muy satisfecha de que su hermano gozase del favor de la Reina, y me aseguraba que de allí a poco él insistiría ante la Reina para que me recibiese.
—Dudo que yo aceptase ir en tales condiciones —dije.
—Mi señora, iríais en las condiciones que fuese —replicó mi hija—. Jamás os aceptará como ayudante de cámara, pero no veo por qué no habríais de ir a la Corte tal como corresponde a vuestra posición de condesa de Leicester.
—Me asombra que le guste proclamar sus celos como lo hace.
—Se complace en ello —dijo Penélope—. Hatton le ha enviado un punzón y una cubeta forjados en oro, con el mensaje de que podría necesitarlo, pues es seguro que tendrá siempre Agua a mano… refiriéndose a Raleigh. Lo lógico sería pensar que reprendiese a Hatton por hacer semejante tontería, pero le aseguró, en el mismo tono, que Agua jamás desbordaría sus cauces, pues sabía lo mucho que ella estimaba a sus ovejas. Así pues, agradeció al viejo Jefe del Rebaño sus celosos esfuerzos. A Isabel le encanta que luchen entre sí por ella. Eso le ayuda a olvidar las patas de gallo y las arrugas con que se enfrenta en ese cruel espejo que no es tan halagador como sus cortesanos.
Le pregunté cómo le iba su vida matrimonial y desechó la pregunta con el comentario de que en cuanto daba a luz un hijo estaba embarazada de otro y que un día iba a decirle a Lord Rich que ya le había dado suficientes hijos y que no le daría más.
Sus frecuentes embarazos no parecían menoscabar su salud ni su belleza, pues estaba tan animosa y bella como siempre; y a punto estuve yo de hablarle de mi propia aventura con Christopher Blount. Ella continuó contándome que la Reina estaba, desde luego, muy entusiasmada con Raleigh y que éste quizá fuese el rival más inmediato que tenía Essex. Según su opinión, Essex debía ser más prudente, no ser demasiado franco con la Reina, usar sólo la franqueza cuando la complaciese y cuando ella claramente quisiese una respuesta sincera.
—Le pides que vaya contra su carácter —dije—. Creo que eso es algo que nunca podrá hacer.
Hablábamos de él cariñosamente, pues Penélope le quería casi tanto como yo. Las dos nos sentíamos muy orgullosas de él.
—Pero Raleigh es muy listo —dijo— y nuestro Robin nunca podrá serlo tanto. Sin embargo, Raleigh le pide cosas a la Reina y cuando el otro día ella le preguntó cuándo dejaría de mendigar, él contestó en seguida que sólo lo haría cuando Su Majestad dejase de ser tan benevolente… lo cual le hizo reír de muy buena gana. Ya sabéis lo que le gustan a ella los detalles de ingenio. Robin jamás podría darle eso. Algo que me da miedo es que él pueda sobrevalorar su poder sobre ella.
Podría ser peligroso que lo hiciese.
Contesté que cuando sus favoritos se pasaban de la raya, ella a menudo les perdonaba. Bastaba pensar en Leicester.
—Pero nunca habrá otro Leicester —dijo secamente Penélope.
Yo sabía que era cierto.
Cada vez sentía más cariño por Christopher. Me parecía interesante y divertido, una vez que superó el respeto que sentía por mí, que era imposible mantener ya, pues sabía que le deseaba tanto como él a mí.
Me habló de su familia, noble pero empobrecida. Su abuelo, Lord Mountjoy, había gastado sin tino, y su padre había derrochado aún más la fortuna de la familia, intentando descubrir la Piedra Filosofal. El hermano mayor de Christopher, William, era hombre que no tenía en la menor estima el dinero y vivía muy por encima de sus medios, con lo que parecía poco probable que quedase ya mucho de la fortuna familiar.
La esperanza era el hermano Charles, unos años mayor que Christopher y algo más joven que William. Charles había declarado su decisión de acudir a la Corte y restaurar la fortuna familiar.
Me interesaba la familia por Christopher, claro está, y cuando empezó a hablarse de su hermano Charles como rival de mi hijo, mi interés aumentó.
Los Blount eran bellos y apuestos, y parecía que Charles contaba con su cuota correspondiente. Fue admitido en la Corte e incluido entre los que se sentaban a cenar con la Reina. No significaba esto que ella hablase con todos los presentes, pero constituía una posibilidad de atraer su atención, cosa que la apariencia de Charles logró de inmediato.
Según me contaron, la Reina preguntó a su trinchador quién era aquel desconocido tan apuesto, y cuando el trinchador dijo que no le conocía, la Reina le pidió que lo averiguara.
Charles, viendo que la Reina le miraba, se puso muy colorado, cosa que a ella le encantó, y cuando supo que se trataba del hijo de Lord Mountjoy, le hizo llamar. Habló con el tímido joven unos minutos y le preguntó por su padre. Luego le dijo:
—Si seguís acudiendo a la Corte, procuraré favoreceros.
Los presentes sonrieron. ¡Otro joven apuesto!
Por supuesto, él aceptó la invitación y pronto disfrutó de gran favor ante la Reina, pues poseía otras cualidades además de su belleza, ya que era culto, sobre todo en cuestiones históricas, con lo que podía relacionarse con la Reina a un nivel intelectual que a ella le encantaba. El que mantuviera una postura retraída y no gastara ostentosamente (en realidad no podía), produjo en la Reina una sensación nueva y refrescante y pronto pasó a formar parte de su pequeño grupo de favoritos.
Un día, en una justa a la que ella asistió, sin ocultar la satisfacción que le produjo su victoria, le regaló para celebrarla una reina de ajedrez de oro muy ricamente esmaltada. Él se sentía tan orgulloso del regalo que ordenó a sus criados que se la cosieran a la manga y se echó la capa al brazo para que todos pudieran ver aquella prueba de favor regio. Cuando mi hijo la vio, quiso saber qué significaba, y le explicaron que la Reina había premiado así la victoria del joven Blount en el torneo del día anterior. Otro defecto de mi hijo era la envidia, y la idea de que la Reina admirase a aquel joven le llenó de cólera.
—Al parecer, cualquier necio puede obtener su favor —dijo despectivamente.
Como estaban presentes varias personas, Charles Blount no tuvo más remedio que desafiarle.
Me sentí muy inquieta cuando Christopher me lo dijo, y él también lo estaba. Vino a decírmelo casi llorando.
—Mi hermano y vuestro hijo van a batirse en duelo —dijo, y fue entonces cuando supe el motivo.
Los duelos podían acabar en muerte, y el ver .a mi hijo en peligro me llenó de ansiedad. Le envié un mensaje inmediatamente para que viniese a verme. Lo hizo, pero cuando me oyó lo que quería, se impacientó.
—Mi querido Rob —le dije—. Puede mataros.
Se encogió de hombros y proseguí:
—¿Y si mataseis vos a ese joven?
—Poco se perdería —contestó.
—Lo lamentaríais profundamente.
—Está intentando ganarse el favor de la Reina.
—Si pensáis luchar con todos los hombres de la Corte que pretenden tal cosa, no creo que tengáis muchas posibilidades de supervivencia. Rob, tened cuidado, os lo ruego.
—Si os lo prometiese, ¿os daríais por satisfecha?
—No —grité con vehemencia—. Sólo podré tener una satisfacción con este asunto y es que se anule el duelo.
Procuré tranquilizarme, razonar con él.
—La Reina se enfadará mucho —dije.
—La culpa la tiene ella por hacerle ese regalo.
—¿Y por qué no hacerlo? La complació en el torneo.
—Madre querida, ya os he dicho que acepté el desafío. No hay más que hablar.
—Querido, tenéis que abandonar esta locura.
De pronto se puso cariñoso.
—Ya es demasiado tarde —dijo, con suavidad—. No temáis. No es rival para mí.
—Su hermano pequeño es caballerizo nuestro. Pobre Christopher, está tan afectado… Oh, Rob, no comprendes lo que siento…; si algo te pasase…
Me besó, y su expresión era tan tierna que me sentí desbordada de amor hacia él, y mis temores se multiplicaron. Es muy difícil transmitir su atractivo, que era siempre especialmente eficaz, unido a su impresionante apariencia. Me aseguró que me amaba, que siempre me amaría. Haría todo lo posible por hacerme feliz, pero no podía volverse atrás pues el reto había sido aceptado. Su honor se lo impedía.
Me daba cuenta de que lo único que podía hacer era rezar fervorosamente para que saliese de aquello ileso.
Vino a verme Penélope.
—Rob va a batirse en duelo con el hijo de Mountjoy —dijo—. Hay que impedirlo.
—¿Y cómo vamos a impedirlo? —exclamé—. Lo he intentado. Oh, Penélope, estoy muy asustada. Se lo he pedido y suplicado, pero todo ha sido en vano.
—Si vos no podéis convencerle, nadie podrá hacerlo. Pero tenéis que entender su posición. Ha ido ya tan lejos que le sería muy difícil volverse atrás. Es terrible. Además, Charles Blount es un hombre tan apuesto… tan apuesto como Rob, pero de modo distinto. Rob jamás debería haber mostrado sus celos de forma tan abierta. La Reina odia los duelos y se pondrá furiosa si uno de sus apuestos jóvenes resulta herido.
—Querida, la conozco mejor que vos. Todo es obra suya. Se sentirá orgullosísima al ver que se batan por ella —apreté el puño—. Si le pasa algo a Rob, ella será la culpable. Podría matarla…
—¡Madre! —dijo Penélope mirando furtivamente por encima del hombro—. Tened cuidado. Ya os odia. Si alguien oye lo que decís, sabe Dios lo que podría pasar.
Dejé la conversación. Poco podía consolarme Penélope, y sabía que de nada serviría el suplicar más a mi hijo.
Nada podía hacer, en consecuencia, para impedir el duelo y éste tuvo lugar en el parque Marylebone. Essex resultó derrotado, lo cual probablemente fue lo mejor, ya que Charles Blount no tenía intención ninguna de matar a Robert ni de morir él… lo que habría significado el final de su carrera para ambos. Charles Blount era muy sabio y prudente. Logró que el duelo terminase del mejor modo posible, ya que Essex insistía en que se celebrase. Hirió ligeramente a Robert en un muslo y le desarmó. Charles Blount resultó ileso.
Así terminó el duelo del parque de Marylebone, aunque tendría consecuencias de más largo alcance. Debería haberle servido de lección, pero, por desgracia, no fue así.
Cuando la Reina supo que había habido un duelo, se enfureció y reprendió a ambos, pero, conociendo el carácter de Essex y teniendo noticia de la causa de la disputa, aprobó la conducta de Charles Blount.
—Por la muerte de Dios —fue su comentario—. Es conveniente que uno u otro convenza a Essex de que es preciso tener mejores modales, pues si no, no respetará ninguna regla.
Esto era indicio de que no la satisfacía en modo alguno su arrogancia y de que Rob debía tener cuidado y moderarse en sus arrebatos. No lo hizo, claro.
Intenté advertirle, hacerle ver lo peligroso que era confiar excesivamente en el favor de la Reina. Ella podía cambiar igual que el viento, y un día podía mostrarse afable y cariñosa y al siguiente una enemiga implacable.
—La conozco —dije—. Pocos la conocen como yo, en realidad. He vivido muy cerca de ella… y mírame ahora… desterrada, en el exilio. He sufrido como pocos su mala voluntad y su odio.
Él contestó ardorosamente que si se me había tratado de modo vergonzoso la culpa era de Leicester.
—Os juro por mi fe, madre —dijo—, que un día haré por vos lo que debería haber hecho Leicester. Conseguiré que ella os reciba y os trate con el respeto que merecéis.
Aunque no le creí, me gustó mucho oírle decir aquello, de todos modos.
Charles Blount acudía a preguntar por él todos los días y le envió un médico en el que tenía gran fe. Mientras las heridas de Robert se curaban, los dos, que habían sido enemigos, se hicieron amigos.
Penélope, que acudió a cuidar a su hermano, se encontró con que la compañía de Charles Blount le resultaba muy estimulante, y debido a este incidente, Christopher y yo pasamos a sentirnos aún más unidos.
El amor y la admiración que sentía por su hermano, y su ansiedad por mí, dado que percibía mi temor por mi hijo, crearon un lazo más fuerte entre ambos. Christopher parecía haberse hecho más adulto, parecía haber dejado de ser un simple muchacho; y cuando el incidente llegó a su fin, ambos pensamos que el desenlace había sido mucho mejor de lo que nos habíamos atrevido a esperar.
La cuestión de la reina de oro pronto se olvidó en la Corte, pero, considerando el asunto desde aquí, comprendo que fue un hito importante en nuestras vidas.
El año se inició con la preocupación principal, la amenaza de España, cada vez más grave. La Reina, según me contó Leicester, intentaba constantemente evitar el enfrentamiento definitivo que había conseguido eludir durante muchos años, y que ahora era, sin duda alguna, inevitable e inminente. Hombres como Drake habían atacado puertos españoles destruyéndolos de un modo que se llamó «chamuscar la barba del Rey de España». Todo esto estaba muy bien, pero no iba a destruir la Armada española, que, hasta los más optimistas de los nuestros tenían que admitir que era la mejor del mundo. Un gran pesimismo reinaba en todo el país, pues muchos de nuestros marineros habían sido capturados por los españoles, y algunos habían sido prisioneros de la Inquisición. Lo que contaban de la tortura española era tan estremecedor que todo el país se sentía inflamado de furia. Sabían que en aquellos poderosos galeones no sólo vendrían las armas que destruirían nuestras naves y nuestro país, sino los instrumentos de tortura con los que pretenderían forzarnos a aceptar su Fe.
Ya nos habíamos divertido lo suficiente. Ahora teníamos que hacer frente a la realidad.
Robert estaba siempre con la Reina (había recuperado de nuevo todo su favor) y todas las diferencias quedaban olvidadas ante la gran lucha por defender su país y defenderse ellos mismos. No era extraño que las historias sobre ellos, que habían existido en su juventud, aún circulasen.
Por entonces, saltó a primer plano un hombre que decía llamarse Arthur Dudley. Vivía en España, ayudado por el Rey español que, había considerado cierta la historia o bien había pensado que lo que decía aquel hombre le ayudaría a desacreditar a la Reina.
De Arthur Dudley se decía que era hijo de la Reina y de Leicester y que había nacido hacía veintisiete años en Hampton Court. Se decía que había estado al cargo de un hombre llamado Southern, a quien le habían advertido bajo pena de muerte que no debía traicionar el secreto de su nacimiento. Arthur Dudley alegaba ahora que había descubierto su verdadera identidad porque Southern se lo había confesado todo.
Esta historia corrió por todo el país, pero nadie llegó a creerla del todo, y la Reina y Leicester la ignoraron. Desde luego, no alteró en modo alguno la decisión del pueblo de rechazar a los españoles.
Al ir avanzando el año, fui viendo aún menos de lo normal a mi esposo. La Reina le nombró teniente general de las tropas como prueba de la absoluta confianza que tenía en él.
La flota, al mando de Lord Howard de Effingham, asistido por Drake, Hawkins y Frobisher (todos marinos de probada destreza y de gran valor y capacidad) se estaba concentrando en Plymouth, donde se esperaba el ataque. Había un ejército de ochenta mil hombres todos deseosos de defender el país contra el enemigo. No podía haber ni un hombre ni una mujer en el país (salvo los traidores católicos) que no estuviese decidido a hacer lo posible por salvar a Inglaterra de España y de la Inquisición.
Nosotros resplandecíamos de orgullo y resolución; parecía haberse producido un cambio en todos. Nos poseía un orgullo generoso. No se trataba de que quisiésemos medrar, sino de que queríamos defender nuestro país. Esto me asombraba, pues soy por carácter una mujer muy centrada en mi propia persona, pero incluso yo habría muerto entonces por salvar a Inglaterra.
En las raras ocasiones en que vi a Leicester, hablamos animosamente de la victoria. Teníamos que triunfar. Debíamos triunfar; Inglaterra seguiría perteneciendo a nuestra Reina mientras Dios le diese vida.
Fue una época peligrosa, pero también gloriosa. Teníamos un empeño casi divino en salvar a nuestro país. Había una fuerza espiritual que nos decía a todos que mientras tuviésemos fe no podíamos fracasar.
Isabel estuvo majestuosa y jamás como entonces la amó su pueblo. La reacción de la ciudad de Londres fue típica. Habiéndose dicho que la ciudad debía proporcionar cinco mil hombres y cinco barcos como contribución a la victoria, su respuesta fue que proporcionaría, no cinco sino diez mil hombres y no quince sino treinta naves.
Era una mezcla de miedo a los españoles y orgullo de Inglaterra; y este último era tan fuerte que sabíamos (todos lo sabíamos) que desbordaría a aquél.
Leicester hablaba de Isabel con entusiasmo y, curiosamente, yo no sentía celos.
—Es majestuosa —exclamaba—. Invencible. Ojalá pudieras verla. Manifestó su deseo de ir a la costa para que si los hombres de Parma desembarcaban, estar ella allí para recibirlos. Le dije que se lo prohibía. Añadí que podría ir a Tilbury y hablar allí a la tropa. Le recordé que me había nombrado teniente general y que, como tal, le prohibía ir a la costa.
—¿Y ella está dispuesta a obedeceros? —pregunté.
—Otros unieron sus voces a la mía —contestó él.
Curiosamente, me alegraba de que estuviesen unidos en aquel momento. Quizá porque en aquella hora de su gloria, cuando se mostraba ante su pueblo y ante sus enemigos como la gran Reina que era, yo dejaba de verla como mujer (mi rival por el hombre que ambas amábamos más de lo que podíamos amar a cualquier otro) y ella sólo podía ser ya Isabel la magnífica, madre de su pueblo; y hasta yo debía reverenciarla.
Lo que sucedió es bien sabido: ella fue a Tilbury y pronunció aquel discurso que se recuerda desde entonces, cabalgó entre ellos con un peto de armadura de acero, su paje cabalgando al lado, con un yelmo decorado con blancas plumas; les dijo que tenía el cuerpo de una débil mujer, pero el corazón y el coraje de un Rey y de un Rey de Inglaterra.
Ciertamente su grandeza brilló entonces. Hube de admitirlo. Ella amaba a Inglaterra… quizá fuese su amor verdadero. Por Inglaterra había renunciado al matrimonio, a casarse con Robert, pues estoy segura de que lo había deseado en los tiempos de su juventud. Era una mujer fiel; había en ella, tras la dignidad real, verdadero afecto, lo mismo que la brillante estadista acechaba siempre atenta tras la frívola coqueta.
La historia de aquella victoria gloriosa es de sobra conocida: nuestros pequeños navíos ingleses, al ser tan ágiles por su tamaño reducido, consiguieron maniobrar entre los poderosos pero lentos galeones y causarles gran destrozo; los ingleses enviaron naves incendiadas contra las españolas, y la gran Armada, que los españoles llamaban la Invencible, quedó desbaratada y derrotada frente a nuestras costas; los desdichados españoles se ahogaron o llegaron a duras penas a la costa inglesa, donde se les brindó muy escasa hospitalidad; algunos volvieron avergonzados y derrotados a su soberano español.
¡Qué glorioso regocijo siguió a la victoria! En todas partes hubo festejos y cantos y bailes y celebraciones.
La Reina conservaba su trono y la fidelidad de su pueblo. Qué propio de ella era lo de grabar aquellas medallas Venit, Vidit, Fugit jugando con el lema de Julio César que llegó, vio y venció, mientras los españoles llegaron, vieron y huyeron. Esto fue muy popular; pero creo que algunos marineros ingleses podrían haber puesto reparos a la otra medalla, en la que declaraba que la empresa había sido dirigida por una mujer: Dux Femina Facti. Inglaterra jamás olvidaría lo que debía a Drake, Hawins, Frobisher, Raleigh, Howard de Effingham, así como a Burleigh e incluso a Leicester. Sin embargo, ella era el mascarón de proa: Gloriana, como la había llamado el poeta Spenser.
Fue su victoria. Ella era Inglaterra.