Dado que el asunto es del dominio público, no puede hacer ningún daño que se escriba abiertamente sobre la gran enemistad que existe entre el conde de Leicester y el de Essex. Se dice que mientras Essex estaba en Irlanda su mujer tuvo dos hijos con Leicester.
El Comisionado español,
Antoine de Guaras.
Al día siguiente salí para Chartley con algunos criados, acompañada de Philip y su séquito. Philip resultó un agradable acompañante. El viaje fue menos aburrido de lo que suponía, pues no me gustaba gran cosa, lógicamente, dejar atrás a Robert con aquellas dos mujeres que estaban sin duda enamoradas de él: la Reina y Douglass Sheffield. Me hacía gracia compararlas: nuestra imperiosa, exigente y todopoderosa Isabel y la pobre Douglass, que tenía miedo, como suele decirse, hasta de su propia sombra. Quizás en este último caso fuese el espectro agorero de Amy Robsart. ¡Pobre muchacha! Podía entenderlo, sin embargo. Entendía perfectamente sus pesadillas con Amy, pues podía verse en una situación similar a la de aquella desdichada dama… si era cierta su historia.
Llegamos por fin a Chartley. Esta vez no me deprimió ver el castillo, como me había sucedido en la última ocasión en que había vuelto de la Corte, pues muy pronto estaría Robert detrás de sus muros.
Había enviado un mensajero para que se anticipase a nosotros y comunicase nuestra llegada, y los niños estaban esperándonos a la entrada para recibirnos.
Me sentí orgullosa, pues mis queridos hijos formaban un hermoso cuarteto. Penélope había crecido. Iba a ser una belleza, y era ya como un delicioso capullo a punto de florecer. Tenía la piel suave e infantil, y un pelo rubio espeso y muy hermoso y los seductores ojos oscuros de los Bolena; había heredado esto de mí. Se desarrollaba muy pronto y mostraba ya los primeros signos de femineidad. Luego Dorothy, menos llamativa quizá, pero sólo cuando estaba al lado de su deslumbrante hermana. Y mi preferido entre todos, mi hijo Robert, de ocho años ya, todo un hombre, adorado por su hermano más pequeño, Walter, y tolerado por sus hermanas. Les abracé a todos fervorosamente, les pregunté si me habían echado de menos y, al asegurarme que sí, me sentí muy satisfecha.
—¿Es cierto, señora —preguntó Penélope—• que va a venir la Reina aquí?
—Es cierto, sí, y tendremos que disponerlo todo. Hay mucho que hacer y tendréis que portaros lo mejor posible.
El pequeño Robert hizo una profunda inclinación para indicarnos ceremoniosamente que recibiría a la Reina y comentó que si le agradaba le enseñaría su mejor halcón.
Me eché a reír al oírlo y le dije que no sería cuestión de si ella le agradaba a él, sino de si él le agradaba a ella. Si así fuese, le dije, «quizás ella os hiciese la merced de ver el halcón».
—No creo que haya podido ver nunca un halcón como éste —replicó ardorosamente él.
—Pues yo dudo que no lo haya visto —le dije—. Creo que no os dais cuenta de que es la Reina quien viene. Bueno, niños, éste es el señor Philip Sidney, que se quedará con nosotros y nos indicará cómo hemos de prepararlo todo para hospedar a la Reina.
Philip tuvo una palabra cariñosa para cada uno de los niños, y cuando le vi hablar con Penélope, pensé que haría un marido muy apropiado para ella. Penélope era aún demasiado joven y a aquella edad la disparidad entre ellos era excesiva, pues él era un joven apto ya para el matrimonio y ella sólo una niña, pero cuando tuviesen unos años más, ya no sería así. Convencería a Walter de que mientras Leicester siguiese tan encumbrado en el favor de la Reina, sería una idea excelente casar a nuestra hija con su sobrino y relacionarnos con aquella familia. Estaba segura de que mi marido estaría de acuerdo.
Mis criados habían empezado ya a trabajar en el castillo. Habían vaciado los retretes y advertí con alivio que no se sentía demasiado el olor. Se barrían los juncos cada día y se echaba una gran cantidad de heno y paja para que cuando llegase la Reina pudiese renovarse todo. Con los juncos se mezclaba semilla de ajenjo que, como es sabido, aleja las pulgas; y para perfumar el ambiente utilizábamos hierbas aromáticas.
En la cocina preparaban carne de res, carnero, ternera y puerco. En los hornos se hacían pasteles decorados con los símbolos reales, llenos de carnes sazonadas con nuestras mejores hierbas. Nuestra mesa estaría llena de platos, porque si no, sería considerada indigna de una Reina, aunque Isabel, como sabía yo por mi experiencia, comía muy poco. Ordené que sacaran nuestros mejores vinos; Walter estaba orgulloso de sus bodegas, donde guardaba los productos de Italia y del Levante. No estaba dispuesta a permitir que alguien dijese que no sabía recibir a la Reina.
Durante los días de los preparativos, los músicos practicaron las canciones y melodías que yo sabía que eran las preferidas de la Reina. Pocas veces había tanto nerviosismo y tanta emoción en el castillo de Chartley.
Philip Sidney era un huésped ideal. Sus buenos modales y su simpatía le convirtieron pronto en el favorito de los niños; y todos los criados parecían ansiosos por servirle.
Leyó a los niños algunos poemas, que temí pudiesen aburrir a los chicos, pero hasta el joven Walter permaneció sentado escuchando muy contento, y advertí que todos miraban a Philip atentamente mientras leía.
Durante las comidas, les hablaba de su vida, que para mis hijos resultaba muy aventurera. Hablaba de sus tiempos de Shrewsbury School y de la Christ Church de Oxford, y cómo su padre le había enviado a completar su educación en un viaje de tres años por el continente europeo. Penélope le miraba como en trance, acodada en la mesa. Y yo pensé, sí, me gustaría que este atractivo joven fuese su marido. Hablaré con Walter cuando regrese, desde luego, y quizá podamos arreglarlo.
Algunas de las aventuras de Philip habían sido alegres, otras sombrías. Había estado en París, hospedado en casa del embajador inglés, aquella fatídica noche de agosto del 72, la noche de San Bartolomé; había oído el toque de rebato a primeras horas de la madrugada y desde su balcón había visto la terrible matanza cuando los católicos se habían alzado contra los hugonotes y habían degollado a tantos de ellos. No se extendió sobre este punto, pese a la insistencia del joven Robert.
—Aquella noche —dijo— fue una mancha en la historia de Francia, y algo que yo jamás olvidaré.
Luego, aprovechó la ocasión para adoctrinar sobre la necesidad de ser tolerantes con las opiniones del prójimo, lo que los niños escucharon con una atención que me asombró.
Luego les habló de los festejos de Kenilworth y de las escenas de cuento de hadas que se habían representado en el lago a medianoche; habló de los saltimbanquis y actores y bailarines, de las representaciones teatrales; y fue como verlo todo otra vez.
Hablaba a menudo, y con afecto, de su tío, el gran Conde de Leicester, de quien los niños habían oído hablar muchas veces, por supuesto. El nombre de Robert era conocido en todas partes. Deseé que no les hubiesen llegado rumores de los escándalos con él relacionados, o de ser así, que tuviesen el buen sentido de no hablar de ellos a Philip.
Era evidente que el joven consideraba a su tío una especie de dios; y me agradó mucho el que una persona tan claramente virtuosa tuviese una imagen de Robert totalmente distinta de la que tenían los murmuradores envidiosos que siempre deseaban creer lo peor.
Nos explicó lo hábil que era su tío con los caballos.
—Él es el caballerizo de la Reina, ¿sabéis?, y desde el día de su coronación.
—Cuando sea mayor —proclamó mi hijo Robert—, seré yo el caballerizo de la Reina.
—Entonces, lo mejor que podrías hacer sería seguir los pasos de mi tío Leicester —dijo Philip.
Entonces nos explicó todas las artes ecuestres que Leicester había conseguido dominar, e incluso ciertos trucos que los franceses practicaban a la perfección. Después de la matanza de San Bartolomé, siguió diciéndonos, Leicester había sondeado a franceses que habían trabajado en los establos de nobles asesinados y que él creía deseosos de conseguir empleo, pero todos tenían una opinión demasiado elevada de sus propias habilidades y exigían una paga excesiva.
—Más tarde —dijo Philip—, mi tío decidió ir a Italia a buscar caballistas. No tenían tan alta idea de sí mismos como los franceses. De cualquier modo, pocos hombres pueden enseñar algo a mi tío en cuestión de caballos.
—¿Va a casarse la Reina con tu tío? —preguntó Penèlope.
Hubo un breve silencio, y Philip me miró.
—¿Quién te dijo que podría casarse con él? —dije yo.
—Oh, señora —dijo Dorothy reprobatoriamente—. Todo el mundo habla de ellos.
—Las personas distinguidas siempre son objeto de murmuraciones. Pero lo más prudente es no darles crédito.
—Yo creí que debíamos enterarnos de todo lo que pudiéramos y nunca cerrar los ojos y los oídos a nada —insistió Penèlope.
—Los ojos y los oídos deben estar abiertos a la verdad —?dijo Philip.
Luego empezó a hablar de sus aventuras en países extranjeros, fascinando a todos, como siempre.
Más tarde, le vi en los jardines con Penèlope, y en seguida advertí que parecían disfrutar mucho estando juntos, pese a ser él un joven de veintiuno o veintidós y ella sólo una niña de trece.
El día de la esperada aparición de la Reina, yo estaba en la atalaya. En cuanto se divisase el cortejo (y había vigías encargados de avisarme), yo debía salir con un pequeño grupo a dar a la Reina la bienvenida a Chartley.
Recibí el aviso a tiempo. Vestía una capa muy fina de terciopelo morado y un sombrero del mismo color con una pluma crema que se curvaba hacia abajo a un lado. Sabía que estaba muy bella, pero no sólo por mi elegante atuendo sino por el suave color de mis mejillas y el brillo de mis ojos, acentuado por la perspectiva de ver a Robert. Habían dispuesto mi hermoso pelo con sencillez en un cairel que me caía sobre el hombro, según una moda francesa que a mí me gustaba mucho porque destacaba la belleza natural de mi pelo, uno de mis mayores atractivos. Esto contrastaría con el pelo crespo y ralo de la Reina, que ella tenía que suplementar con pelo falso. Me prometí que haría lo posible por parecer mucho más joven y mucho más bella, pese a su esplendor… y no me resultaría difícil, porque lo era.
Les recibí a medio camino del castillo. Robert cabalgaba al lado de ella y en el poco tiempo que hacía que no nos veíamos, había calculado mal el poder de aquel magnetismo abrumador que barría en mí todo deseo que no fuese el de estar sola con él y hacer el amor.
Llevaba jubón de estilo italiano tachonado de rubíes, capa por los hombros, del mismo color vino, de un rojo intenso, sombrero con la pluma blanca… todo era de impecable elegancia; y apenas me di cuenta del ser resplandeciente que llevaba a su lado y que me sonreía con benevolencia.
—Bienvenida a Chartley, Majestad —dije—. Temo que lo encontréis muy humilde después de Kenilworth, pero haremos lo posible por hospedaros, aunque me temo que de forma que no va a ser digna de vos.
—Hola, prima —dijo ella, situándose a mi lado—. Estáis muy bella, ¿no es cierto, Lord Leicester?
Los ojos de Lord Leicester se encontraron con los míos, ansiosamente suplicantes, transmitiendo una palabra: «¿Cuándo?»
—Lady Essex —dijo él— tiene realmente un aspecto muy saludable.
—Las fiestas de Kenilworth han logrado revivir la juventud en todos nosotros —contesté.
La Reina frunció el ceño. No le gustaba que dijesen que su juventud necesitaba revivir. Debían considerarla eternamente joven. Era en cosas de este cariz en las que se mostraba quisquillosa y pueril. Jamás pude entender esta veta de su carácter. Pero me convencí de que pensaba que si se comportaba como si fuese perpetuamente joven y la mujer más bella del mundo (manteniéndose así por una especie de alquimia divina), todos lo creerían.
Me di cuenta de que tenía que tener cuidado, pero la compañía de Robert se me subía a la cabeza como un vino fuerte y perdía el control.
Cabalgamos a la cabeza de la comitiva, Robert a un lado de ella y yo al otro. Resultaba en cierto modo, simbólico.
La Reina me preguntó por la región y por la situación de la tierra, mostrando raros conocimientos e interés; fue muy generosa y declaró que el castillo tenía una perspectiva magnífica con sus torreones y su alcázar.
Su aposento la satisfizo mucho. Así tenía que ser, ya que era el mejor del castillo y el dormitorio que Walter y yo ocupábamos cuando él estaba en casa. El dosel de la cama había sido desmontado y repasado, y los juncos del suelo desprendían una intensa fragancia de hierbas aromáticas.
La Reina parecía contenta y la comida fue excelente; los criados estaban todos emocionados con su presencia y ansiosos por complacerla y animarla. Ella les trató con su gracia habitual y les dejó dispuestos a arrastrarse si era necesario por servirla; los músicos tocaron sus melodías favoritas y yo me aseguré de que la cerveza no fuera demasiado fuerte para su gusto.
Bailó con Robert y era natural que yo, como anfitriona, bailase también con él… pero muy poco, por supuesto. La Reina no le dejaba bailar con nadie, sólo con ella.
La presión de sus dedos en mi mano transmitía un mensaje oculto.
—He de veros a solas —dijo, volviendo la cabeza y sonriendo a la Reina al mismo tiempo.
Contesté, con expresión vacía, que tenía mucho que decirle.
—Tiene que haber aquí algún sitio donde podamos vernos a solas y hablar.
—Hay un aposento en uno de los dos torreones. Apenas utilizamos ese torreón. Es el del oeste.
—Allí estaré… a medianoche.
—Tened cuidado, señor —dije, burlona—. Estaréis vigilado.
—Ya estoy habituado a esto.
—Se interesan tantas personas por vos. Se habla de vos tanto como de la propia Reina… y su nombre y el vuestro aparecen relacionados tan a menudo en comentarios y murmuraciones…
—De cualquier modo he de veros.
Tuvo que volver junto a la Reina, que movía los pies impaciente. Quería bailar, y con él por supuesto.
Me moría de impaciencia. Estaba deseando que llegasen las doce. Me quité el vestido y me cubrí con un manto de cintas y encaje. Tenía mucho que decirle, pero no creía que fuese posible estar a solas con él sin que nuestra pasión desbordase todas las demás necesidades. Quería ser seductora como difícilmente podría haber sido la pobre Douglass ni Isabel. Sabía que yo podía serlo. Era mi fuerza, lo mismo que la corona era la de la Reina. Había comprobado rápidamente que Douglass no formaba parte del cortejo. Debía haberse ido a casa con su hijo… suyo y de Robert.
Robert estaba esperándome. En cuanto entré me vi entre sus brazos e intentó quitarme el manto bajo el cual no llevaba nada.
Pero yo estaba decidida a que hablásemos primero.
—Lettice —dijo—, la necesidad que siento de vos me enloquece.
—Vamos, señor, no es la primera vez que os enloquece la necesidad de una mujer —dije—. He conocido a vuestra esposa.
—¡Mi esposa! Ya no tengo esposa.
—No me refiero a la que murió en Cumnor Place. Eso pertenece al pasado. Me refiero a Douglass Sheffield.
—¡Ha estado hablando con vos!
—Ciertamente, y me explicó una historia muy emocionante. Cómo vos os casasteis con ella.
—Eso es falso.
—¿De veras? Ella no parecía mentir. Tiene un anillo que le disteis vos… un anillo que os dieron a vos para que sólo se lo dieseis a vuestra esposa. Y tiene algo aún más importante que un anillo… tiene un hijo, el pequeño Robert Dudley. Robert, sois muy taimado. Me pregunto qué dirá su Majestad cuando se entere.
Hubo unos segundos de silencio. Mi corazón se desmoronó, pues quería, desesperadamente, oírle decir que la historia de Douglass era falsa.
Pero pareció llegar a la conclusión de que yo sabía demasiado para que pudiera desmentirlo, pues dijo:
—Tengo un hijo, sí… tengo un hijo con Douglass Sheffield.
—¿Así que lo que ella dice es verdad?
—No me casé con ella. Nos encontramos en el castillo de Ruplands y se hizo mi amante. Dios mío, Lettice, ¡qué voy a hacer yo! Estoy como colgado…
—Por la Reina, que no sabe si os quiere o no.
—Me quiere —contestó—. ¿Es que no os habéis dado cuenta?
—Os quiere a su servicio… junto con Heneage, Hatton y cualquier hombre apuesto que aparezca. La cuestión es si quiere o no casarse con vos.
—Como súbdito suyo, tengo que estar presto a obedecerla si desea que lo haga.
—Jamás se casará con vos, Robert Dudley. ¿Cómo iba a hacerlo, si ya estáis casado con Douglass Sheffield?
—Juro que no es cierto. No soy tan necio como para hacer algo así que cortaría para siempre mi relación con la Reina.
—Si nos descubriesen aquí esta noche, también supondría poner fin a vuestra relación con la Reina.
—Estoy dispuesto a correr ese riesgo con tal de estar con vos.
—¿Lo mismo que estabais dispuesto a arriesgaros casándoos con Douglass Sheffield por estar con ella?
—No me casé con ella, os lo aseguro.
—Ella dice que sí. Tenéis un hijo.
—No sería el primero nacido fuera del matrimonio.
—¿Y su marido? ¿Es cierto que amenazaba con divorciarse de ella por su aventura con vos?
—"¡Eso es un disparate! —.gritó.
—Tengo entendido que escribisteis una carta a Douglass Sheffield que él descubrió y que constituía la prueba que él necesitaba para poneros en una situación muy incómoda frente a la Reina. Y que murió cuando estaba a punto de hacerlo.
—¡Por Dios, Lettice! ¿Acaso sugerís que yo le maté?
—A toda la Corte le pareció raro que muriese tan de repente… y en momento tan oportuno.
—¿Y por qué iba a desear yo su muerte?
—Quizá porque él iba a revelar vuestra relación con su esposa.
—No era tan importante. No fue lo que os han inducido a creer.
—La Reina quizá lo hubiese considerado importante.
—Se habría dado cuenta de que se trataba de algo trivial. No, yo no deseaba la muerte de Sheffield. Desde mi punto de vista, hubiese sido mejor que siguiese vivo.
—Veo que tenéis los mismos sentimientos por Lord Sheffield que por el Conde de Essex. Cuando deseáis hacer el amor con una mujer, es más conveniente que ella sea esposa de otro que no viuda. Si no, podría empezar a pensar en casarse.
Él me había puesto las manos en los hombros y había empezado a abrir el manto. Sentí una emoción familiar.
—Yo no soy Douglass Sheffield, Milord.
—No, vos sois mi hechicera Lettice, con la que nada puede compararse.
—Espero que esas palabras no lleguen jamás a oídos de la Reina.
—La Reina está al margen de todo esto. Y me arriesgaría a que se enterase… por esto.
—Robert —insistí— no soy mujer a la que pueda tomarse v desecharse luego.
—Lo sé muy bien. Os amo. Nunca dejé de pensar en vos. Algo va a pasar, pero no debéis creer las calumnias que se cuenten de mí.
—¿Qué va a pasar?
—Llegará el día en que vos y yo nos casemos, lo sé.
—¿Cómo? Vos estáis comprometido con la Reina, yo tengo marido.
—La vida cambia.
—¿Creéis que la Reina prodigará sus favores a otro?
—No, yo seguiré disfrutando de su favor y os tendré a vos, además.
—¿Creéis acaso que ella iba a aceptar eso?
—A su tiempo lo aceptará. Cuando sea más vieja.
—Sois codicioso, Robert. Lo queréis todo. No os contentáis con una parte de las cosas buenas de la vida. Queréis las vuestras y las de todos los demás.
—No espero más de lo que sé que puedo conseguir.
—¿Y creéis poder conservar el favor de la Reina y tenerme a mí además?
—Lettice, vos me queréis. ¿Acaso pensáis que no lo sé?
—Admito que os encuentro bastante atractivo.
—¿Y qué me decís de vuestra vida con Walter Devereux? Es un fracaso. Él no es de vuestra clase. Admitidlo.
—Ha sido un buen marido para mí.
—¿Un buen marido? ¿Qué ha sido vuestra vida? ¡La mujer más bella de la Corte pudriéndose en el campo!
—Puedo acudir a la Corte siempre que no ofenda a su Majestad atrayendo la atención de su favorito.
—Hemos de tener mucho cuidado, Lettice. Pero os aseguro una cosa: me casaré con vos.
—¿Cómo y cuándo? —dije, riendo—. No soy ya la joven inocente que fui. Nunca olvidaré que cuando ella os mandó llamar, que cuando ella descubrió que no me erais indiferente, me dejasteis. Os comportasteis como si yo nada significara para vos.
—Fui un necio, Lettice.
—¡Oh, no digáis eso! Fuisteis un hombre sabio. Sabíais cuál era la actitud más provechosa.
—Ella es la Reina, querida.
—Yo no soy vuestra querida, Robert. Ella, con su corona, sí lo es.
—Os equivocáis. Ella es una mujer a la que hay que obedecer, y somos sus súbditos. En consecuencia, tenemos que complacerla. Por eso las cosas están como están y así debe ser. Oh, Lettice, ¿cómo puedo conseguir que lo entendáis? Jamás os olvidé. No sabéis cuánto os eché de menos. Vuestro recuerdo me acosó todos esos años… y ahora habéis vuelto… más adorable que nunca. Esta vez nada nos separará.
Estaba empezando a convencerme… aunque sólo le creyese a medias, deseaba desesperadamente creer en su sinceridad.
—¿Y si ella decide otra cosa? —pregunté.
—La engañaremos.
La idea de que nos aliásemos ambos contra ella me embriagó. Él entendía muy bien mi debilidad, igual que yo entendía la suya. No podía haber duda de que estábamos hechos el uno para el otro.
Me eché a reír de nuevo.
—Me gustaría que os oyese ahora —dije.
Él se echó a reír conmigo, porque sabía que estaba ganando.
—Estaremos juntos. Os lo prometo. Me casaré con vos.
—¿Cómo podría ser eso?
—Os aseguro que he decidido que así será.
—Pero no siempre podéis hacer vuestra voluntad, señor. Recordad que en una ocasión decidisteis casaros con la Reina…
—La Reina es contraria al matrimonio —dijo, con un suspiro—. He llegado a la conclusión de que jamás se casará. Juega con la idea, le gusta verse rodeada de pretendientes. Si se casase alguna vez, yo sería el elegido. Pero, en el fondo de su corazón, ha decidido no casarse jamás.
—¿Así que ésa es la razón de que penséis en mí?
—Afrontemos la realidad, Lettice. Si me lo hubiese pedido, me habría casado con ella. De eso no hay duda. Sólo un necio no lo habría hecho. Habría sido Rey en todo salvo en el nombre. Pero eso no me impide amar a la bellísima, a la incomparable Lady Essex. Oh, Dios mío, Lettice, cuánto os amo. Quiero que seáis mi esposa. Quiero que tengamos hijos… un hijo que lleve mi nombre. Sólo eso podrá satisfacerme. Es lo que deseo y sé que sucederá.
Yo no estaba segura de si debía creerle, pero, ¡cuánto lo deseaba! Y hablaba con tal convicción que me arrastró. Era el más convincente de los hombres; era capaz de salir de cualquier atolladero por su habilidad con las palabras, como lo había demostrado muchas veces con la Reina. Pocos podrían haber vivido tan peligrosamente y sobrevivido, sin embargo, como había hecho Robert.
—Un día, amada mía —me aseguró—* todo será según lo planeamos.
Le creí. Me negué a considerar todos los obstáculos.
—Y ahora —dijo— basta de charla.
Sabíamos a lo que nos arriesgábamos, pero no podíamos prescindir el uno del otro. Cuando nos separamos, para ir cada uno a su aposento, empezaba ya a apuntar el alba.
Yo tenía un poco de miedo al día siguiente, pues me preguntaba si los acontecimientos de la noche anterior habrían trascendido, pero nadie me miró inquisitivamente. Había llegado a mi aposento sin que nadie me viese y, al parecer, Robert había hecho lo mismo.
Los niños estaban muy excitados por todo lo que pasaba en su casa, y oyéndoles hablar me di cuenta de que estaban ya fascinados con Robert. En realidad, resultaba difícil saber a quién admiraban más, si a la Reina o al Conde de Leicester. La Reina era algo remoto, por supuesto, pero había insistido en que se los presentase, y les había hecho varias preguntas que, para mi orgullo, contestaron con inteligencia. Era evidente que habían alcanzado su favor, lo mismo que lo alcanzaban la mayoría de los niños.
En una ocasión, se echó de menos a Leicester durante un rato. La Reina preguntó por él, pero no aparecía. Yo estaba entonces con ella, y su creciente impaciencia me preocupó. No quería un despliegue de cólera real en mi casa, que habría convertido la visita en un fracaso y habría hecho vanos todos nuestros esfuerzos. Además, yo empezaba a estar tan recelosa como ella. Aún me embargaban los recuerdos de nuestro encuentro. No podía dejar de pensar en sus protestas y promesas e imaginaba que estábamos realmente casados y que aquél era nuestro hogar, Y pensaba luego que debía sentirme muy satisfecha de estar en el campo con Robert Dudley.
Pero, ¿dónde estaba él? Douglass Sheffield no había venido, pero había otras beldades a quienes podía ver durante la noche, a las que podía haber prometido matrimonio, siempre suponiendo que la Reina le permitiese casarse y se eliminase convenientemente al posible marido.
La Reina dijo que miraría ella en los jardines. Era evidente que sospechaba que estaba allí fuera con alguien y estaba decidida a pescarle in fraganti. Yo podía imaginar muy bien su furia… porque sería semejante a la mía.
Entonces sucedió algo extraño. Cuando salimos al jardín, le vimos. No era una hermosa dama quien estaba con él. Llevaba en brazos a mi hijo más pequeño, Walter. También estaban con él los otros tres niños. Lord Leicester parecía algo menos inmaculado de lo habitual. Tenía una mancha de polvo en la mejilla y otra en una de sus mangas.
Percibí que la Reina se tranquilizaba y la oí reír entre dientes.
—Vaya, Lord Leicester —exclamó—. Os habéis convertido en un mozo de establo.
Robert se acercó al vernos, dejó en tierra a Walter y se inclinó primero ante la Reina y luego ante mí.
—Espero que Su Majestad no me haya necesitado ■—dijo.
—Nos preguntábamos qué habría sido de vos. Lleváis ausente lo menos dos horas.
¡Qué magnífico era! Se enfrentaba a su regia amante y a aquella otra amante con la que, poco antes, se había entregado apasionadamente al amor, y nadie habría sospechado la menor relación entre nosotros.
Mi Robert se acercó corriendo a la Reina y dijo:
—Este Robert… —señalando al Conde de Leicester— dice que jamás vio un halcón como el mío. Quiero mostrároslo a vos.
Entonces la Reina extendió la mano y Robert cogió aquellos dedos blancos y delicados en los suyos gordezuelos y la guió.
—Vamos. Se lo enseñaremos, Leicester —gritó.
—¡Robert! —dije yo—. Olvidáis con quién estáis hablando. Es Su Majestad…
—Vamos, dejadle —interrumpió la Reina con voz suave y tiernos ojos.
Siempre le habían gustado los niños, y se acercaban a ella enseguida, probablemente por esa razón.
—He de cumplir una importante misión —dijo—. El señor Robert y yo hemos de examinar un halcón.
—Sólo me obedece a mí —explicó, orgulloso, el joven Robert.
Luego se puso de puntitas y ella se inclinó para que le pudiera susurrar:
—Le diré que vos sois la Reina y entonces quizás os obedezca. Pero nada puedo aseguraros.
—Veremos —contestó ella, en tono conspiratorio.
Entonces, pudimos contemplar el espectáculo de nuestra majestuosa Reina conducida por mi hijo entre la hierba y los demás siguiéndoles mientras Robert charlaba sobre sus perros y caballos, todos los cuales iba a mostrarle, y que Leicester había visto ya.
Ella estaba maravillosa. Hube de admitirlo. Era como una niña entre los niños. Parecía un poco triste y supuse que me envidiaba por mi encantadora familia. Las niñas, como eran mayores, estaban algo retraídas, pero se comportaron correctamente, desde luego. Demasiada familiaridad por parte suya no habría sido bien recibida. De cualquier modo, el que más atrajo la atención de la Reina fue mi hijo mayor.
Robert gritaba y reía y la tiraba del vestido para llevarla a otro lado de los establos.
Oí su voz aguda:
—Leicester dice que éste es uno de los mejores caballos que ha visto. Y su opinión es muy importante, es el caballerizo de la Reina, ¿sabéis?
—Sí, lo sabía —contestó la Reina con una sonrisa.
—Así que tiene que ser bueno, porque si no ella no le querría.
—Desde luego que no le querría —dijo Isabel.
Yo me había retrasado, observando, con Robert al lado.
—Oh, Lettice —susurró Robert—. Ojalá ésta fuese mi casa y éstos mis hijos. Pero un día, te lo prometo, tendremos un hogar nosotros dos, una familia, nada podrá impedirlo, me casaré con vos, Lettice.
—Callaos —dije yo.
Mis hijas no estaban lejos, y sentían gran curiosidad por todo.
Cuando la Reina terminó la inspección propuesta, volvimos a la casa y los niños se despidieron de ella. A las niñas les dio la mano para que se la besaran y, cuando le tocó el turno al joven Robert, le cogió la mano y se le subió en el regazo y la besó. Vi, por la tierna expresión de la Reina, que aquel gesto la había conmovido. Robert examinó las joyas que tachonaban el traje de Isabel y luego la miró inquisitivamente a la cara.
—Adiós, Majestad —dijo—. ¿Cuándo volveréis?
—Pronto, joven Robert —dijo—. No temáis, vos y yo volveremos a vernos.
Mirando hacia atrás y considerando mi vida, creo hoy que hay momentos cargados de presagios y, sin embargo, ¿cuántas veces comprendemos su significado cuando se producen? Recuerdo que me decía a mí misma muchas veces años después, cuando sufría la amargura y la aflicción de mi gran tragedia que el encuentro de mi hijo y la Reina fue como un ensayo de lo que sucedería después y que, en aquella ocasión, yo percibí algo fatídico en el aire. Pero era absurdo. No fue nada cuando sucedió. La Reina se había comportado como lo habría hecho con cualquier niño encantador que la divirtiese. Si no fuese por lo que luego pasó, podría haber olvidado hacía mucho aquel primer encuentro entre ellos.
Cuando bailaban en el salón y los músicos tocaban sus melodías favoritas, Isabel me llamó a su lado y me dijo:
—Lettice, sois una mujer afortunada. Tenéis una magnífica familia.
—Gracias, Majestad —.dije.
—Vuestro pequeño Robert me ha entusiasmado. Nunca he visto un niño tan maravilloso.
—Sé que vos, Majestad, le habéis entusiasmado a él —contesté—. Temo que olvidó, en la emoción de estar a vuestro lado, el hecho de que sois su Reina.
—Me gustó mucho su actitud conmigo, Lettice —contestó suavemente—. A veces, es bueno disfrutar de la sencillez de un niño. Y no hay en ella ningún subterfugio, ningún engaño…
Me sentí inquieta. ¿Sospecharía lo del otro Robert?
Había un melancólico anhelo en sus ojos, y supuse que lamentaba su actitud obstinada y pensaba que ojalá hubiese sido tiempo atrás lo bastante decidida para casarse con Robert Dudley. Podría haber tenido entonces una familia como la mía. Pero, claro está, podría haber perdido también la corona…
Cuando terminó la visita y la Reina dejó Chartley, yo me quedé allí un tiempo. Mis hijos no hablaban de otra cosa que de la visita de la Reina. No sé a quién admiraban más, si a la Reina o al Conde de Leicester. Creo que quizás a este último, porque, pese a que la Reina había dejado a un lado su realeza para tratar con ellos, Leicester parecía más humano. Según Robert, el Conde le había prometido que le enseñaría trucos y habilidades con los caballos… dar vueltas, girar y saltar y cómo llegar a ser el mejor jinete del mundo.
—¿Y cuándo creéis que volveréis a ver al Conde de Leicester? —pregunté—. ¿No sabéis que está en la Corte y que debe estar al constante servicio de la Reina?
—Oh, él dijo que estaría conmigo muy pronto. Dijo que nos haríamos grandes amigos.
¡Así que le había dicho aquello al joven Robert! No había duda pues… se había ganado ya el afecto y la admiración de mi familia.
Debía volver a la Corte y pensé que ya que Penélope y Dorothy eran mayores, no debían quedarse en el campo. Las llevaría conmigo a Londres y viviríamos en Durham House, que quedaba lo bastante cerca de Windsor Hampton, Greenwich o Nonsuch como para que yo estuviese en la Corte y de vez en cuando con mis hijas. Además, significaría para ellas relacionarse con los círculos cortesanos como no podrían hacerlo en el campo.
Durham House tenía un interés especial para mí porque Robert la había ocupado en tiempos. Ahora, por supuesto, vivía en Leicester House, mucho más grande y mejor, y situada junto al río, cerca de Durham House. Las dos mansiones estaban situadas en el Strand, y las separaba muy poca distancia. Preveía muchas oportunidades de ver a Robert, lejos de los ojos de águila de la Reina.
Las niñas estaban emocionadas ante tal perspectiva, pues habían saboreado ya lo que podría significar estar cerca de la Corte, y no derramaron ni una lágrima cuando dejamos las incomodidades de Chartley por la casa de Londres.
Robert y yo nos vimos con frecuencia durante el mes siguiente. A él le resultaba fácil coger una embarcación en las escaleras de Leicester House, disfrazado en ocasiones con la ropa de uno de sus criados, y venir en secreto a Durham House. Esto revelaba que nuestra mutua pasión no disminuía sino que aumentaba cuando podíamos vernos todos los días. Robert hablaba continuamente de matrimonio (como si Walter no existiera) y suspiraba siempre por el hogar que tendríamos con mis hijos (a los que ya quería) y los que tuviésemos los dos.
Los dos soñábamos con esto que, en momentos más realistas, parecía imposible, pero Robert estaba tan seguro de que un día llegaría a suceder que también yo empezaba a creerlo.
También Phillip Sidney visitaba con frecuencia Durham House. Todos le teníamos en gran estima, y yo seguía pensando en él como posible marido de Penèlope. Venía también Sir Francis Walsingham. Era uno de los ministros más influyentes de la Reina, pero aunque fuese excepcionalmente diestro en el arte de la diplomacia, no lo era tanto en el de la adulación, por lo que, aunque la Reina apreciaba sus méritos, nunca había llegado a ser uno de sus favoritos. Tenía dos hijas. Frances, que era muy bella, de abundante cabellera oscura y ojos negros, y varios años mayor que Penélope, y María que, comparada con su hermana, resultaba insignificante.
Esta época de Durham House fue un período muy agradable, con estancias en la Corte en las que me resultaba fácil escapar de vez en cuando hasta mi hogar y mi familia. La vida de Londres se adaptaba muy bien a mi carácter. Me encantaba. Tenía la sensación de formar parte de la escena, y la gente que venía a casa eran hombres y mujeres muy próximos a la Reina.
Robert y yo nos veíamos desbordados por nuestra pasión. No debería habernos sorprendido, por tanto, que sucediese lo inevitable. Quedé embarazada.
Cuando se lo dije a Robert, sus sentimientos fueron contradictorios.
—Deberíamos estar casados —dijo—: Quiero a vuestro hijo, Lettice.
—Lo sé —contesté—. ¿Pero qué se puede hacer?
Ante mí se abría la perspectiva de verme desterrada en el campo, y de que me quitasen a mi hijo y lo criasen lejos de mí, en secreto. Pero no, yo no quería aquello.
Robert dijo que encontraría una salida.
—¿Pero qué salida? —pregunté—. Cuando vuelva Walter, que puede ser en cualquier momento, se enterará. No puedo decir que es suyo. ¿Y si se entera la Reina? Habrá problemas.
—Sí, desde luego —aceptó Robert—. La Reina no debe enterarse jamás.
—Desde luego, no le gustará nada si se enterase de que reconocíais a mí hijo. ¿Qué creéis que sucedería?
—Dios quiera que nunca lo sepa. Dejad esto de mi cuenta. Oh, Dios mío, cuánto daría por…
—¿Por no haber iniciado todo esto?
—No. Jamás podría desear eso. Lo que desearía es que no se interpusiese entre nosotros Essex. Si no fuese por él, me casaría con vos mañana mismo, Lettice.
—Es fácil decir lo que se sabe que no se puede hacer. Si yo estuviese libre y pudiese casarme, sería otro asunto.
Entonces él me estrechó entre sus brazos y gritó, con vehemencia:
—Os lo demostraré, Lettice. Por Dios os juro que os lo demostraré.
Se puso muy serio. Era como si hiciese un voto.
—De una cosa estoy seguro —continuó—. Vos sois la mujer destinada a mí y yo el hombre destinado a vos. ¿Comprendéis eso?
—También a mí se me había ocurrido que quizá fuese así.
—No bromeéis, Lettice. Esto es muy serio. He decidido que pese al hecho de existir el Conde de Essex por vuestra parte y la Reina por la mía, vos y yo debemos casarnos. Y tendremos hijos. Os lo prometo. Os lo prometo, sí.
—Es una idea muy agradable —dije—. Pero de momento tengo un marido y estoy embarazada de vos. Si Walter volviese, y con los líos que está organizando en Irlanda podría hacerlo en cualquier momento, nos veríamos en graves problemas.
—Yo haré algo.
—Vos no conocéis a Walter Devereux. Su ineficacia es indudable. Está condenado al fracaso, pero consideraría esto un ultraje a su honor. No le importaría la cólera de la Reina. Haría lo que considerase justo. Organizaría un escándalo tal por esto, que toda la Corte se enteraría de nuestra conducta.
—Sólo se puede hacer una cosa —dijo Robert—. Bien sabe Dios que me repugna hacerlo, pero es necesario. Tenemos que librarnos del niño.
—¡No! —grité acongojada.
—Sé cómo os sentís. Es nuestro hijo. Quizá sea el hijo que deseo… pero aún no ha llegado el momento. Habrá otro… pero todavía no, aún tengo que disponerlo todo.
—Entonces…
—Consultaré con el doctor Julio.
Protesté, pero me convenció de que no había otra salida. Si nacía el niño, sería imposible mantener el secreto. La Reina pondría los medios para que jamás volviéramos a vernos.
Me sentía deprimida. Era una mujer mundana, profundamente egoísta e inmoral, y, sin embargo, amaba a mis hijos y si podían producirme sentimientos tan profundos los hijos de Walter, cuánto más el de Robert.
Pero él tenía razón, claro. No hacía más que decirme que de allí a muy poco nos casaríamos, y que la vez siguiente que yo quedase embarazada sería ocasión de gozosos preparativos para la llegada de nuestro hijo, en nuestro hogar.
El doctor Tulio era hombre muy habilidoso, pero el aborto implicaba peligro y, después de hacer todo lo que me ordenó, me puse muy enferma.
Es difícil ocultar a los criados el carácter de una enfermedad. A un hombre como Robert le espiaban día y noche y en el exceso de nuestra pasión no siempre habíamos sido tan cuidadosos como debiéramos. No me cabía duda de que algunos de nuestros servidores sabían que el hombre que venía de noche furtivamente era Robert Dudley. Una ventaja era que pocos se atreverían a murmurar salvo en el mayor de los secretos, pues no había hombre o mujer que no temiese la cólera de Leicester, y la de la Reina, si se decía algo contra su favorito, aunque diese la casualidad de que fuera cierto.
Pero, por supuesto, había rumores.
En una ocasión, yo llegué a estar tan enferma que creí encontrarme al borde de la muerte. Robert vino entonces abiertamente a verme y creo que me levantó el ánimo hasta el punto de que empecé a recuperarme. Me amaba, no había duda. No era sólo la satisfacción física lo que buscaba. Se preocupaba por mí. Era afectuoso y tierno. Se arrodillaba junto a mi cama y me suplicaba que me curara y hablaba constantemente de la vida que viviríamos él y yo juntos. Jamás vi hombre más seguro de sí.
Y entonces regresó Walter.
Su misión en Irlanda había sido un fracaso, y la Reina no estaba nada satisfecha con él. Yo aún estaba débil y su preocupación por mí me desconcertaba, al tiempo que aguijoneaba la conciencia. Le expliqué que había padecido unas fiebres y que pronto me recuperaría. Su pronta aceptación de mis palabras me hizo sentirme avergonzada, sobre todo porque le veía considerablemente envejecido y parecía cansado y apático. Me había portado muy mal con él y no había recibido a cambio más que bondad, pero no podía evitar compararle con el incomparable Robert Dudley.
Tenía que afrontar el hecho de que estaba cansada de Walter y me irritaba que ahora que él había vuelto a casa sería mucho más difícil tener citas con Robert, si es que podía llegar a tener alguna. De cualquier modo, después de mis recientes experiencias, debía ser mucho más cuidadosa en el futuro. Lloré mucho la pérdida del niño y soñé que era un muchachito muy parecido a Robert. En el sueño me miraba con tristeza, como si me acusase de robarle la vida.
Sabía que Robert diría: «Tendremos más. Espera que nos casemos y tendremos hijos e hijas que serán el solaz de nuestra vejez». Pero eso significaba entonces muy escaso consuelo.
Walter declaró su propósito de no volver a viajar.
—Ya he tenido bastante —me explicó—. Nada saldrá nunca de Irlanda. A partir de ahora, me quedaré en casa. Viviré una vida tranquila. Volveremos a Chartley.
Yo decidí en mi interior que no volveríamos. No estaba dispuesta a vivir encerrada en el campo, lejos de las alegrías de la ciudad, las intrigas de la Corte y la magia de Robert Dudley. El separarme de él estimulaba mi deseo, y sabía que cuando nos encontrásemos, yo sería tan apasionada como siempre… pese a que me aguijonease la conciencia, y estaría dispuesta a vivir el momento y a asumir las consecuencias, cuando llegase la hora. Me hice más fuerte y me sentí capaz de llevar a Walter adonde yo quería.
—Chartley es muy agradable —mentí—. Pero, ¿te has dado cuenta de que nuestras hijas están ya crecidas?
—Desde luego que sí. ¿Cuántos años tiene Penélope?
—Deberías recordar la edad de tu hija… que además es tu primogénita. Penélope tiene catorce años.
—Es demasiado joven para casarse.
—Pero no para que le busquemos un partido conveniente. Me gustaría que se comprometiese con un pretendiente aceptable.
Walter concedió que yo tenía razón.
—He pensado concretamente en Philip Sidney —dije—. Estuvo con nosotros cuando recibí a la Reina en Chartley y él y Penélope se tomaron afecto. Es aconsejable que una chica conozca a su futuro marido antes de que se vea casada con él.
Walter aceptó una vez más y dijo que Phillip Sidney sería una excelente elección.
—Como sobrino de Leicester, gozará del favor de la Reina —comentó—. Tengo entendido que sigue gozando del mismo ascendiente sobre ella.
—Aún sigue gozando ampliamente de su favor.
—Sin embargo, hay algo que debemos tener en cuenta. Si la Reina se casase con un príncipe extranjero, dudo que se tolerase a Leicester en la Corte, y entonces sus parientes no gozarían de una posición tan ventajosa.
—¿Creéis acaso que vaya a casarse alguna vez?
—Sus ministros intentan persuadirla a que lo haga. La falta de heredero al trono es un problema cada vez más agobiante. Si muriese, habría discrepancias, y eso nunca es bueno. Su Majestad debería dar un heredero al país.
—Es ya un poco vieja para tener hijos, aunque nadie se atrevería a decir tal cosa en su presencia.
—Podría tenerlos.
Me eché a reír, súbitamente entusiasmada ante la idea de ser ocho años más joven que ella.
—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó Walter.
—Vos me la hacéis. Habríais ido a la Torre por traición si ella os hubiese oído.
¡Oh, qué aburrido era y qué cansada estaba de él!
Con Robert sólo podía tener conversaciones precipitadas y fragmentarias.
—Esto es insoportable —me decía.
—No puedo escapar de Walter, ni puedes tú venir a Durham House.
—No te preocupes, ya resolveré algo.
—Mi querido Robert, no podrás nunca compartir nuestra cama. Walter se daría cuenta de que sucedía algo raro.
Pese a lo frustrada que me sentía, me emocionaba ver cuánto afectaba a Robert la situación.
—Bueno, Robert —dije— tú eres un mago. Espero tu magia.
Algo había que hacer pronto después de esto porque lo que supongo que era inevitable, sucedió. Alguien (nunca supe quién) le había cuchicheado a Walter que Robert Dudley se había tomado un interés insólito por su esposa.
Walter se negó a creerlo… no por Robert sino por mí. ¡Qué simple era! Yo podría haberle convencido, pero Robert tenía algunos enemigos peligrosos cuyo objetivo no era tanto crear conflictos en la familia Essex como arrebatarle a Robert el favor de que gozaba ante la Reina.
Luego llegó aquella noche en que Walter entró en nuestro dormitorio, muy serio:
—He oído unas acusaciones malévolas y calumniosas —dijo.
Empezó a latirme muy deprisa el corazón, tan culpable me sentía, pero conseguí preguntar tranquilamente:
—¿Sobre quién?
—Sobre vos y Leicester.
Yo abrí mucho los ojos esperando parecer inocente.
—¿Qué queréis decir, Walter?
—Me dijeron que erais su amante.
—¿Y quién puede haber dicho tal cosa?
—Sólo me lo dijeron tras prometer yo que mantendría en secreto la identidad del confidente. No lo creo de vos, Lettice, pero Dudley tiene una reputación nada recomendable.
—Aún así, difícilmente podréis creerlo de él si no lo creéis de mí.
¡Imbécil!, pensé, y decidí que el ataque era el mejor medio de defensa:
—Y he de confesaros que me parece indigno que andéis hablando de vuestra esposa con extraños en rincones oscuros.
—No lo creí de vos, Lettice, os lo aseguro. Debía ser otra la que vieron con él.
—Sospecháis de mí, no me cabe duda —le acusé, procurando espolear mi cólera. Fue muy eficaz. El pobre Walter casi me pidió perdón.
—De veras que no, pero quería que vos misma me dijeseis que todo era falso. Y así se lo haré saber al individuo que osó decírmelo.
—Walter —dije—, vos sabéis que es falso. Yo también lo sé. Si aireáis este asunto, llegará a oídos de la Reina y ella no os lo perdonará. Ya sabéis que no le gusta que se hable mal de, Robert Dudley.
Él guardó silencio, pero me di cuenta de que mis comentarios le habían afectado.
—Lo siento por la mujer que llegue a tener relaciones con él —dijo.
—Lo mismo digo yo —añadí significativamente.
Pero aquello me preocupó. Tenía que ver a Robert para explicarle lo ocurrido. Me resultaba difícil. Tenía que buscar una oportunidad, y como Robert siempre estaba intentando lo mismo, conseguimos al fin poder charlar un rato.
—Esto me vuelve loco —dijo Robert.
—Pues voy a contarte algo que os volverá aún más loco —contesté.
Y se lo conté.
—Alguien debe haber hablado —dijo Robert—. Ahora dirán que tu reciente enfermedad se debió a que tenías que librarte de un niño mío.
—¿Quién pudo hacer esto?
—Mi querida Lettice, aquellos en los que más confiamos son los que nos vigilan y espían.
—Si esto llega a oídos de Walter… —empecé.
Robert terció, irónicamente:
—Si llega a los de la Reina, sí que tendríamos motivos para preocuparnos.
—¿Qué podemos hacer?
—Déjalo de mi cuenta. Tú y yo nos casaremos. De eso estad segura. Pero primero habrá que hacer ciertas cosas.
Me di cuenta de lo que se esforzaba por resolver la situación cuando Walter recibió recado de la Reina. Debía ir a visitarla sin dilación.
Cuando volvió a Durham House yo le esperaba impaciente.
—Bueno, ¿qué pasó? —pregunté.
—Es una locura —contestó—. Ella no comprende. Me ha ordenado volver a Irlanda.
Procuré no traslucir mi alivio. Aquello sin lugar a dudas era obra de Robert.
—>Me ofrece el puesto de Earl Marshal de Irlanda.
—Eso es un gran honor, Walter.
—Eso cree ella que creo yo. Intenté explicarle la situación.
—¿Y qué dijo ella?
—No me lo permitió.
Hizo una pausa y me miró inquisitivamente.
—Leicester estaba con ella —continuó—. No hacía más que decir lo importante que era Irlanda, y que yo era el hombre adecuado para ese puesto. Creo que él ha contribuido mucho a convencer a la Reina.
Guardé silencio, fingiendo sorpresa.
—Oh, sí. Leicester dijo que era una gran oportunidad que se me concedía para hacer olvidar mi fracaso. No quisieron escucharme cuando intenté explicar que no comprendían a los irlandeses.
—Y… ¿qué pasó al final?
—La Reina dijo claramente que esperaba que aceptase. No creo que te guste aquello, Lettice.
Tenía que ir con cuidado ahora, así que dije:
—Oh, Walter, aprovecharemos la ocasión lo mejor posible.
Esto le satisfizo. Aún dudaba de Leicester, y aunque el código moral de Walter le obligaba a aceptar la palabra de su esposa, me daba cuenta de que aún seguía recelando.
Fingí hacer algunos preparativos para ir a Irlanda, aunque, por supuesto, no tenía la menor intención de ir allí.
Al día siguiente, le dije:
—Walter, estoy muy preocupada con Penélope.
—¿Por qué? —preguntó, sorprendido.
—Ya sé que es joven, pero muy madura para su edad. Creo que no es demasiado discreta en sus amistades con el sexo opuesto. También Dorothy me preocupa y sorprendí a Walter llorando y al pequeño Robert muy triste, intentando consolarle. Robert dijo que iba a ir a ver a la Reina para pedirle que no me dejase ir a Irlanda. Estaré tan preocupada por ellos si me voy.
—Tienen consigo a sus tutoras y a la servidumbre.
—Necesitan más que eso. Sobre todo Penélope. A su edad… y los chicos son demasiado pequeños para dejarles. He hablado con William Cecil. Se llevará a Robert a su casa antes de irse a Cambridge, pero aún no dejará su casa. No podemos abandonar los dos a los niños, Walter.
Me salvaron los niños. Walter, aunque estaba muy decidido, quería mucho a su familia y no deseaba verles sufrir. Pasé mucho tiempo con él, escuchando su versión del problema irlandés e hice planes para el futuro cuando él volviese a casa… que sería pronto, le dije. Disfrutaría entonces de una buena situación en la Corte, como Earl Marshal de Irlanda, y quizá si volviese a ir allá más tarde podríamos ir todos con él.
Por último se fue. Me abrazó cariñosamente antes de irse y me pidió perdón por aquella calumnia que se había levantado contra mí. Estaría bien, me dijo, volver a llevar los niños a Chartley y, tan pronto como él regresase haríamos nuestros planes para el futuro. Casaríamos a las niñas y educaríamos a los niños.
Le abracé con verdadero afecto, pues parecía muy triste, y sentí, mezcladas con el alivio de que se fuese, piedad por él y vergüenza por lo que yo estaba haciendo.
Le dije que debíamos de soportar aquella separación por el bien de los niños, y, aunque esto pudiese parecer la mayor hipocresía, en aquel momento derramé lágrimas auténticas y me alegré de que mi evidente emoción pareciese consolarle.
En julio embarcó para Irlanda y yo reanudé mis encuentros con Robert Dudley. Robert me dijo que él había aconsejado con vehemencia a la Reina que enviase a Walter a Irlanda.
—Consigues lo que quieres —comenté—. Ya lo veo.
—Consigo lo que merezco —contestó.
Fingí alarma.
—Entonces temo por vos, Lord Leicester.
—No temáis nunca, futura Lady Leicester.
Si uno triunfa, debe aprender a tomar lo que desea audazmente. Es la mejor forma.
—¿Y ahora? —pregunté—. ¿Ahora qué?
—Para eso hemos de esperar y ver.
Sólo esperé dos meses.
Uno de los criados de Chartley llegó a caballo a Durham House. Me di cuenta de que el mensajero estaba muy alterado.
—Señora —dijo, cuando le trajeron a mi presencia—. Ha sucedido algo terrible. Ha nacido un ternero negro y consideré que debía comunicároslo.
—Habéis hecho bien en venir a decírmelo —contesté— Pero eso es sólo una leyenda, todos disfrutamos de buena salud.
—Oh, mi señora, la gente dice que nunca ha fallado este presagio. Ha significado siempre la muerte y el desastre para el señor del castillo. El señor está en Irlanda… un país sin ley.
—Así es, allí está, sirviendo a la Reina.
—Es preciso avisarle, señora. Debe volver.
—Me temo que la Reina no estaría dispuesta a alterar su política por el nacimiento de un ternero negro en Chartley.
—Pero si vos, mi señora, fueseis a verla… y le explicaseis…
Respondí que lo único que podía hacer yo era escribir al conde de Essex y contarle lo sucedido.
—Seréis recompensado por traerme la noticia —añadí.
Cuando se fue, quedé pensativa. ¿Podría ser realmente cierto? Era muy extraño que hubiese nacido aquella ternera, como debió serlo aquella vez en que la muerte del señor del castillo había dado origen a tal leyenda.
Antes de que pudiese despachar una carta para mi esposo, recibí la noticia de que Walter había muerto de disentería en el castillo de Dublín.