La delegación llegó a la Gran Cámara y «me hicieron una propuesta… venían a ofrecerme, con muy buenas palabras, con las que querían honrar a Su Majestad, el gobierno absoluto de todas las provincias»…
Leicester a Burleigh.
Tan descontenta está la Reina de que hayáis aceptado gobernar ahí, antes de solicitar consejo y de recabar la opinión de Su Majestad que, pese a que yo, por mi parte, juzgue esta acción a la vez honorable y provechosa, Su Majestad no querrá siquiera oír lo que yo pueda decir en su defensa.
Burleigh a Leicester.
Con grandes juramentos y aludiendo a la condesa de Leicester como «La Loba», la Reina declaró que no habría «más Cortes bajo su obediencia que la suya propia y que debíais renunciar inmediatamente».
Thomas Dudley a su señor el conde de Leicester.
La circulación del libelo calumnioso no podía dejar de producir sus efectos, incluso en mí. Empecé a preguntarme hasta qué punto sería cierto y a mirar a mi esposo con nuevos ojos. Evidentemente era una extraña coincidencia que la gente que se había interpuesto en su camino hubiese quedado eliminada en momentos tan notablemente oportunos. Él estaba muy pocas veces en el escenario del crimen, pero, claro, tenía espías y servidores suyos por todas partes. Yo esto siempre lo había sabido.
La inquietud y el desasosiego me dominaban. ¿Cuánto sabía yo en realidad sobre mi esposo? Si había, aunque sólo fuese algo de verdad en lo que estaba leyendo, debía admitir que mi posición resultaba bastante precaria. ¿Y si la Reina decidía, después de todo, casarse con él? ¿Qué haría entonces? ¿Le resultaría irresistible la posibilidad? ¿Me encontrarían también desnucada al pie de una escalera? Parecía el desenlace lógico.
Pensé en nosotros tres, en los tres que formábamos aquel trío impío. Los tres éramos personas complicadas y ninguno era excesivamente escrupuloso. Tanto Robert como Isabel habían vivido peligrosamente toda la vida. La madre de Isabel y el padre de Robert habían muerto de muerte violenta, en el patíbulo, y ellos mismos habían estado sólo a unos pasos de un destino similar. En cuanto a mí, la Reina había exigido que viviese más en la sombra. Pero estaba casada con un hombre que, según aquel panfleto, manejaba sin contemplaciones la copa de veneno y otras armas mortíferas. El misterio de Amy Robsart jamás se aclararía. Sólo se sabía que había muerto en un momento en que su muerte podría haber elevado a Robert al trono de Inglaterra. Pensé en Douglass Sheffield, que en determinado momento había sido un obstáculo para él. Habían empezado a desintegrársele las uñas, había empezado a caérsele el pelo. No había muerto, pero había estado muy cerca de la muerte. ¿Qué sabíamos de los peligros por los que había pasado? Al menos ahora era la más satisfecha de las esposas, pues Edward Stafford la adoraba.
Iba sintiéndome cada vez más insatisfecha. Me parecía que la actitud de la Reina respecto a mí nunca cambiaría. Si ella hubiese repudiado igualmente a Robert, no hubiese sido tan terrible para mí. Él era rico, y aunque no hubiese disfrutado más del favor de la Reina, podría haber vivido señorialmente en Kenilworth, Wanstead, Cornbury, Leicester House (o en una de sus mansiones campestres) y yo habría sido románticamente considerada la mujer por la que él daba por bien perdido el favor de la Reina.
Pero no fue así y, decidida a castigarme, experimentaba ella un malévolo placer apartándole de mi lado. ¿Por qué? ¡Para que él la prefiriese a ella! Deseaba demostrarme (y demostrar al mundo) que él estaba dispuesto a abandonarme en cualquier momento por ella. Y él lo hacía.
En sus breves visitas hacíamos el amor apasionadamente, pero me preguntaba si se daría cuenta de que para mí hasta la vieja pasión estaba cambiando. Me preguntaba si Isabel advertiría en él el cambio. Un hombre que había vivido tal como había vivido Robert, no podía esperar salir ileso. Había vivido con demasiada esplendidez, entregándose con exceso a lo que la gente llamaba las cosas buenas de la vida, y el resultado eran periódicas visitas a Buxton, donde tomaba las aguas y vivía de modo más sencillo con la esperanza de que su gota se aplacase. Como era tan alto, aún tenía una figura impresionante, y conservaba aún aquel aura que le hacía destacar como un príncipe entre la multitud. Era un hombre que creaba su propio destino. Las leyendas relacionadas con él siempre harían que la gente pronunciara su nombre con respeto. Seguía siendo el hombre más discutido del país, papel que él buscaba y del que gozaba. La devoción de la Reina hacia él, que duraba ya casi una vida, jamás se olvidaría. Pero estaba ya envejeciendo, y cuando le veía después de sus ausencias, siempre me impresionaba un poco su aspecto.
Yo procuraba cuidarme mucho, decidida a parecer joven el mayor tiempo posible. Repudiada de la Corte, tenía tiempo para experimentar con hierbas y pociones que mantenían bella mi piel. Me bañaba en leche; trataba mi pelo con lociones especiales que ayudaban a conservar su brillante color. Utilizaba polvos y afeites con una habilidad que no tenía rival entre las damas de la Reina, preservando así una apariencia juvenil que desmentía mis años. Pensaba en Isabel (más vieja que yo) y experimentaba un placer profundo examinándome en el espejo y viendo mi cutis, que parecía (con el añadido de aquellos afeites que con tanta habilidad sabía aplicarme) tan fresco como el de una muchacha.
Robert siempre manifestaba su asombro al verme después de algún tiempo.
—No has cambiado desde el día que te vi —decía.
Era una exageración, pero una exageración que se agradecía; y sabía, sin embargo, que yo había conservado una cierta frescura y una lozanía que me daban un aire de inocencia tan contrario a mi carácter que quizá fuese ese contraste lo que me distinguiese y el secreto de mi éxito entre los hombres. En cualquier caso, tenía plena conciencia de mis atractivos, que Robert jamás dejaba de comentar. Solía comparar a nuestra Zorra con su Cordera… en detrimento de la primera, por supuesto, y lo hacía por ponerme de buen humor. No quería que el tiempo que pasásemos juntos se malgastase en recriminaciones. Deseaba desesperadamente que le diera otro hijo, pero yo no estaba deseosa de ello. En realidad, nunca olvidaría la pérdida de mi pequeño Robert, lo cual puede parecer falso en una mujer de mi carácter, pero que sin embargo es cierto. Estaba dispuesta a reconocer y a admitir que era egoísta, sensual, que busqué la admiración, que perseguí el placer. Había aprendido también que no era excesivamente escrupulosa a la hora de conseguir lo que deseaba… pero, pese a esto, era una buena madre. De eso me enorgullezco aún ahora. Todos mis hijos me querían. Para Penélope y Dorothy era como una hermana, y me confiaban sus secretos matrimoniales. No era que Dorothy tuviese problemas por entonces. Era benditamente feliz en su precipitada unión. No sucedía lo mismo con Penélope. Ésta me contaba detalladamente las sádicas costumbres de Lord Rich, el esposo que ella jamás había querido, me hablaba de las rabietas de él por la pasión que Philip Sidney sentía por ella. Y de su vida espeluznante en el lecho matrimonial. Pero, por su carácter, muy similar al mío, no estaba del todo hundida por ello. La vida le resultaba emocionante: las largas batallas con su marido; la devoción sublime de Philip Sidney (me preguntaba muchas veces qué pensaría de aquello su esposa, Francés); y el constante mirar hacia adelante, hacia las aventuras que el día pudiese brindar. Así, pues, tenía a mis hijas.
En cuanto a mis hijos, veía a Robert, conde de Essex, de vez en cuando. Yo insistía en ello, porque no podía soportar la separación. Él vivía en su casa de Llanfydd, en Pembrokeshire, y yo protestaba siempre de que quedaba demasiado lejos. Se había convertido en un joven muy apuesto. Hube de admitir que su carácter era un poco inestable y que había en él una actitud díscola, una extraña arrogancia; pero como era su madre, me convencía enseguida de que aquello quedaba sepultado por sus modales perfectos y por una cortesía innata sumamente atractiva. Era alto y delgado y yo le adoraba.
Le instaba siempre a volver a la casa familiar, pero él movía la cabeza y a sus ojos asomaba un brillo obstinado que yo conocía muy bien.
—No, madre querida —dijo—. Yo no nací para ser cortesano.
—Pues lo parecéis, querido.
—Las apariencias engañan. Vuestro esposo querría que yo fuese a la Corte, supongo. Pero soy feliz en el campo. Vos deberíais venir conmigo, madre. No deberíamos separarnos. Según tengo entendido, vuestro esposo está constantemente sirviendo a la Reina, así que quizá no os echase de menos.
Percibí el frunce desdeñoso de sus labios. Le resultaba muy difícil ocultar sus sentimientos. No le complacía mi matrimonio. A veces, yo pensaba que su aversión por Leicester nacía de saber lo mucho que me preocupaba por él; en realidad, él quería que todo mi afecto fuese suyo. Y, por supuesto, el saber que Leicester me menospreciaba por la Reina, le enfurecía. Conocía muy bien a mi hijo.
El joven Walter idealizaba a su hermano Robert y pasaba el mayor tiempo posible en su compañía. Walter era un gran muchacho… Siempre me pareció una pálida sombra de Essex. Le quería, pero lo que sentía por cualquiera de mis hijos no podía aproximarse a la intensidad de lo que sentía por Essex.
Aquellos eran días felices, cuando podía reunir a mi familia y sentarme alrededor del fuego y hablar todos. En muchos sentidos, me recompensaban de no poder vivir en la Corte y de la compañía de mi marido, que estaba casi siempre allí.
El que disfrutase tanto con mis hijos, hacía que no desease los inconvenientes de dar a luz de nuevo. Admito que era ya demasiado vieja. El parto habría sido para mí una prueba y no hubiese salido ilesa de él.
Recordaba cómo había deseado en tiempos lejanos un hijo de Robert. El destino nos había dado a nuestro angelito, a nuestro Noble Impecable; pero con él nos había causado mucha ansiedad y mucha aflicción. Jamás olvidaría su muerte, ni aquellas noches que pasé al pie de su lecho después de los ataques. Y ahora había muerto; pero, a la vez que me afligía profundamente, su pérdida me liberaba de una gran angustia.
Me compensaba saber que mi hijito querido no sufriría más. A veces, me preguntaba si su muerte habría sido un castigo a mis pecados. Y me preguntaba si Leicester no sentiría lo mismo.
No, no quería más hijos, y esto podría ser indicio de que mi amor por Robert decrecía.
Cuando estaba en Leicester House, que era donde más me gustaba estar por su proximidad a la Corte (tan cerca y sin embargo tan lejos para los excluidos de ella), veía más a Roberta porque le resultaba más fácil escaparse por breves períodos. Pero no podíamos estar juntos más que unos pocos días, porque enseguida llegaba el mensajero de la Reina exigiendo su vuelta a la Corte.
En una ocasión llegó muy preocupado. Después de sus declaraciones de eterna fidelidad a mí y de que consumamos nuestra pasión, que me pareció intentaba alimentar con la avidez que ambos habíamos conocido en nuestros encuentros secretos, me di cuenta de por qué había venido a mí aquel día.
La causa era un hombre llamado Walter Raleigh, que estaba creando grandes inquietudes.
Yo había oído hablar de él, por supuesto. Su nombre estaba en boca de todos. Penélope le había conocido y me dijo que era muy apuesto y que poseía un gran encanto; la Reina le había introducido enseguida en su círculo íntimo. Se había hecho famoso, según se decía, un lluvioso día en que la Reina regresaba a palacio a pie y se detuvo ante una zona embarrada que tenía que cruzar. Raleigh se quitó entonces su maravillosa capa y la extendió sobre el barro para que ella pudiese pasar. Me imaginé la escena: el gesto gentil, la lujosa capa, el resplandor de aquellos ojos tostados al ver los bellos rasgos del apuesto joven; el cálculo que debía brillar en los del aventurero que contaba sin duda por bien perdido el costo de una capa lujosa ante los beneficios que pudiese obtener.
Poco después de este incidente, Raleigh estaba al lado de la Reina, encantándola con su ingenio, sus galanterías, su adoración y sus relatos de pasadas aventuras. Le había tomado gran cariño y le había nombrado caballero aquel año.
Penélope me contó que en uno de los palacios (Greenwich, creo), estando en compañía de la Reina, había puesto a prueba el afecto de ella por él escribiendo con un diamante en el cristal de una ventana las siguientes palabras:
Placeríame subir
Si tanto no temiese caer.
Como pidiéndole que le diese seguridad de que si intentaba ascender en su favor no correría peligro.
Ella, muy en consonancia con su carácter, cogió el diamante y escribió debajo estas palabras:
Si os falla el corazón
No probéis a subir.
Lo cual era un medio de subrayar el hecho de que debía buscarse siempre su favor y que nadie debía creer que sería favorecido sin mérito.
Robert había creído, tras haber recuperado el favor de la Reina, que su posición era segura. Y lo era, de esto estoy segura; hiciese lo que hiciese, ella jamás olvidaría el lazo que les unía. Al mismo tiempo, estaba él temeroso de que algún joven se elevase en el favor de la Reina, y parecía que esto era exactamente lo que estaba haciendo Raleigh. A Robert le resultaba irritante ver a un hombre más joven que él siempre junto a la Reina; nunca se desvanecía en él el temor de que alguien más joven le sustituyese en el favor real. Ella lo sabía, claro, y gozaba mortificándole. Yo tenía la seguridad de que mostraba mucho más favor a Raleigh cuando Robert estaba cerca que estando él ausente.
—Raleigh no hace más que presumir y darse importancia —me dijo—. Pronto se considerará el hombre más importante de la Corte.
—Tengo entendido que es muy apuesto —dije, tímidamente—. Al parecer, posee las cualidades que atraen a Su Majestad.
—Ciertamente, pero carece de experiencia y no soportaré que se dé tanta importancia.
—¿Y cómo pensáis impedirlo?
Robert se quedó pensativo. Luego dijo:
—Es hora de que el joven Essex venga a la Corte.
—Es muy feliz en Llanfydd.
—No puede pasarse la vida allí. ¿Qué edad tiene ya?
—Sólo diecisiete años.
—Suficientes para que empiece a abrirse camino por sí mismo. Tiene grandes cualidades y le iría muy bien en la Corte.
—No olvidéis que es mi hijo.
—Ésa es una de las razones por las que deseo llevarle a la Corte, querida. Quiero hacer todo lo que esté en mi mano por él… porque sé cuánto le queréis.
—Es un hijo del que puedo sentirme orgullosa —dije, muy satisfecha.
—¡Ay, si fuese hijo mío! Pero, en fin, de no serlo mío, lo mejor es que lo sea vuestro. Decidle que venga aquí. Os prometo que haré todo lo posible por él.
Le miré, recelosa. Me di cuenta de lo que se proponía. Era cierto que a Leicester le gustaba favorecer a su familia, pero había sido siempre política suya situar a quienes llamaba «sus hombres» en puestos destacados.
—Pero el hecho de que sea mi hijo es suficiente para que nuestra Zorra le expulse de la Corte.
—No creo que lo haga… cuando le vea. De todos modos, creo que merece la pena intentarlo.
Me eché a reír.
—Desde luego, no hay duda de que Raleigh os ha alterado.
—Es algo momentáneo —dijo él bruscamente—. Creo que el joven Essex divertirá a la Reina.
Me encogí de hombros.
—Pediré a mi hijo que venga. Y entonces quizá, si Su Majestad os permite dejarla por un tiempo, podréis verle aquí y examinarle.
Robert me dijo que le encantaría ver a mi hijo y que podía estar segura de que haría todo lo posible por favorecerle en la Corte.
Cuando Robert se fue, seguí pensando en aquello. Le imaginé presentando a mi hijo a la Reina.
«Mi hijastro, el conde de Essex, Majestad.»Aquellos ojos oscuros se alertarían. \Su hijo! ¡La cría de la Loba! ¿Qué oportunidades iba a tener? Había nacido, ciertamente, antes de que yo hubiese caído en desgracia, antes de que supiese que su querido Robin estaba apasionadamente enamorado de mí. Pero, de todos modos, ella jamás aceptaría a mi hijo.
Era extraordinariamente apuesto; tenía un encanto único; era el tipo de joven que la Reina gustaba tener a su alrededor… salvo en una cosa: jamás la adularía.
Sería curioso ver qué efecto le produciría a ella. Haría lo que quería Leicester e intentaría persuadirle para que fuese a la Corte, a ver qué pasaba.
Cuántas veces había deseado yo tener el don de profecía. ¡Ay, si hubiese podido ver el futuro! Si hubiese podido vislumbrar la angustia y la aflicción que acechaban… jamás habría permitido que mi querido hijo fuese a la Corte.
Pero la vida de Isabel y la mía estaban ligadas por algún trágico capricho del destino. Estábamos condenadas a contraer nuestro amor en el mismo objeto… ¡y qué amargos sufrimientos iba a causarme esto! No creo, por otra parte, que ella escapase ilesa.
—¿Raleigh? — dijo Penèlope—. Es un hombre deslumbrante. Tom Perrot habló de él cuando estuve con él y con Dorothy al venir hacia casa. Tom dice que tiene un temperamento muy vivo. Una palabra impropia dirigida contra él puede provocarle una violenta cólera. El propio Tom tuvo un incidente con él, y ambos acabaron en el Fleer y pasaron allí seis días hasta que llegó orden de que los liberasen. Dijo que poco después, Raleigh estuvo en Marshalsea tras una pelea en la pista de tenis con un tal Wingfield. Es un aventurero. Se parece al favorito de la Reina, Francis Drake. Ya sabéis cómo estima a esos hombres.
—¿Así que quiere a éste?
—¡Oh, es uno de sus admiradores! Jamás podré entender qué saca escuchando esos falsos cumplidos.
—Pocos entienden a la Reina… y tampoco ella pretende que la entiendan. Leicester quiere presentarle a Essex. ¿Qué creéis que pasará?
—Bueno, es lo bastante apuesto para complacerla, y, cuando quiere, puede ser encantador. ¿Ha aceptado él ir a la Corte?
—Aún no. Envié un mensajero pidiéndole que viniese. Vendrá también Leicester para aplicar sus poderes de persuasión.
—Dudo que venga. Ya sabéis lo obstinado que es.
—Obstinado e impulsivo —acepté—. Ha actuado siempre sin pensar en las consecuencias. Pero es muy joven; cambiará. Estoy segura.
—Tendrá que cambiar mucho… y deprisa —comentó Penelope—. Jamás será capaz de rendir esos cumplidos falsos y extravagantes que la Reina exige a los jóvenes. Sabéis muy bien, madre, que él siempre dice lo que piensa. Lo ha hecho siempre, desde niño.
Como Essex había pasado mucho tiempo con los Rich en los últimos años, podía estar segura de que su hermana sabía lo que estaba diciendo.
—Bueno —dije—. No creo que la Reina le reciba, siendo hijo mío.
—A nosotras nos recibió —contestó Penèlope—. Aunque he de admitir que nos trata con bastante aspereza. Dorothy también puede decirlo.
—No se le olvida nunca que sois las crías de la Loba, como tan elegantemente os llama.
—Quién sabe, quizá vuestro esposo y vuestro hijo puedan convencerla, entre los dos, y os llame otra vez a su lado.
—Dudo que Essex sea capaz de lograr lo que mi señor Leicester no ha logrado.
Aunque quería animarme, comprendí que, en el fondo, Penélope estaba de acuerdo conmigo. Pese a los años transcurridos, era muy poco probable que la Reina cambiase de actitud.
Luego hablamos de cosas de familia y de lo que odiaba a su esposo y de lo difícil que le resultaba vivir con él.
—Podría soportarle mejor si no fuese tan religioso —me dijo—•. Pero resulta enloquecedor; se arrodilla y reza antes de meterse en la cama y luego pasa a… bueno, eso lo dejo a vuestra imaginación, pues yo prefiero no recordarlo. Ahora quiere pedir mi dote, y dice que ha obtenido muy poco del matrimonio. Y ya le he dado dos hijos, Richard y Charles y, maldición de maldiciones, estoy otra vez encinta.
—Debería gustarle mucho que seáis tan fecunda.
—Os aseguro que yo no comparto su gusto.
—Pues Philip no parece encontraros menos bella.
—Es agradable, desde luego, verse honrada en versos, pero Philip parece contentarse sólo con eso.
—¿Qué piensa Francés de esos poemas a otra mujer?
—¡No dice nada. Y sin duda él le presta atención, pues ya ha dado luz una hija a la que, muy lealmente, ha puesto el nombre de Isabel, por nuestra Reina. Su Majestad ha mostrado interés por su tocaya.
Así charlábamos, y siempre me resultaba placentero el tiempo que pasaba en compañía de mi hija.
A su debido tiempo, Essex obedeció mi requerimiento y vino a Leicester House. ¡Qué orgullosa me sentí de él cuando le presenté a su padrastro!
Era en verdad un hijo como para enorgullecerse. Siempre que le veía me asombraba su apostura, pues me parecía que la subestimaba siempre en mi pensamiento. Tenía la piel de color similar a la mía, el pelo abundante, aunque el suyo fuese más rojizo que el mío, y los grandes ojos oscuros de los Bolena. Era muy alto, y se encorvaba un poco, supongo que de tanto tener que mirar hacia abajo a la gente. Tenía unas manos bellas y delicadas y el hecho de que no las adornase con nada parecía resaltar su elegancia. Sus calzas venecianas, muy anchas arriba y que se estrechaban luego hacia la rodilla, eran del más fino terciopelo, acuchilladas y abombachadas, pero no de la última moda comparados con las de estilo francés que Leicester, el cortesano, vestía. Essex llevaba una capa bordada con hilo de oro, recuerdo… pero, ¿qué más da lo que vistiese? De cualquier modo, resultaba siempre elegante y distinguido. Llevaba cualquier prenda con una indiferencia que acentuaba su elegancia natural y me divirtió entrañablemente advertir su decisión de no dejarse impresionar por el favorito de la Reina. No iba a ocultar, de hecho, su desprecio por un hombre que permitía que tratasen desdeñosamente a su esposa, aunque lo hiciese una Reina.
Tenía, además, claros recelos de las intenciones de Leicester… y me di perfecta cuenta. Hasta entonces, el deseo que mi esposo mostraba de amistad con mi familia, me había parecido meritorio, pero ahora, bajo la influencia del folleto, buscaba otros motivos tras el afectuoso interés. Al entrar en su órbita, se convertían en hombres y mujeres sometidos a sus fines.
Me sentía un poco dolida e inquieta. No quería que utilizase a mi hijo. Quizá después de todo, por entonces yo sentí suspicacias. Pero rechacé mis temores. Sería agradable ver si Leicester podía convencer al joven Rob para que hiciese lo que él quería y aún más saber cómo le recibiría la Reina.
Antes de la llegada de Leicester, le había dicho a mi hijo que su padrastro tenía que discutir ciertos asuntos con él. Essex contestó con cierta brusquedad que no le interesaban los asuntos de la Corte.
—Pero debéis ser cortés con los miembros de mi familia —Je reprobé.
—No me gusta esta situación —contestó mi hijo—. Leicester pasa los días pendiente de la Reina, a pesar de que a vos no se os recibe en la Corte.
—Tiene deberes que cumplir. Desempeña muchas funciones de gobierno.
Essex seguía obstinado:
—Si ella no os recibe, él debería negarse a verla.
—¡Rob! Habláis de la Reina.
—Y qué más da. Leicester os debe lealtad a vos primero. Oigo cosas y me duelen. No puedo soportar que se os humille.
—Oh, Rob, querido mío, comprendo vuestra locura. Pero él nada puede hacer. Pensadlo, por favor. La Reina me odia por haberme casado con él. Está decidida a apartarle de mí. Habéis de comprender que si la desobedeciese, sería desastroso.
—Si yo estuviese en su lugar… —murmuró, apretando los puños de un modo que me hizo reír de ternura y de felicidad. Era maravilloso tener un defensor así.
—Habéis vivido demasiado tiempo en el campo —le dije—. Leicester le debe a ella su fama y su fortuna… y vos también.
—¡Yo! Jamás me convertiréis en un cortesano. Prefiero llevar una vida digna en el campo. Eso aprendí en casa de Burleigh. ¡Ver a un sabio estadista como ése temblar ante las órdenes de una mujer! No, eso no es para mí. Conservaré mi libertad, mi independencia. Viviré la vida a mi modo.
—No dudo que lo hagáis, hijo mío. Pero entended que vuestra madre desea lo mejor para vos.
Se volvió entonces hacia mí y me abrazó. Me sentí desbordada de amor.
Luego llegó Leicester, todo encanto y afabilidad.
—Qué placer veros —exclamó—. Sois ya un hombre, caramba. Quiero que nos conozcamos mejor. Recordad que ahora sois mi hijastro y las familias deben estar unidas.
—En eso estoy de acuerdo —dijo Essex con brusquedad—. No me parece bien que un hombre esté en la Corte en la que no se recibe a su esposa.
Quedé sobrecogida. Essex, yo lo sabía muy bien, jamás había medido sus palabras, pero debía haber pensado en el poder de Leicester y lo imprudente que era ofenderle. ¿No había leído el folleto? Yo no creía que fuese a hacer daño a mi hijo, pero nadie debía ser enemigo de Leicester.
—Vos no conocéis el carácter de la Reina, Rob —dije enseguida.
—»Ni deseo conocerlo —contestó.
Me di cuenta de que no sería fácil persuadirle.
Hube de admirar, como siempre, el tacto de Leicester. Era evidente cómo se las había arreglado para conservar su puesto en la Corte. Sonrió indulgente, sin dar el menor signo de que aquel muchacho inexperto, que sin duda ignoraba las cosas de la Corte, le irritase. Fue paciente y cortés, y creo que desconcertó un poco a Essex. Pude ver que su opinión cambiaba al hablar Leicester tranquila y cordialmente, y que luego escuchaba con profunda atención las consideraciones de mi hijo. Nunca le admiré tanto y, al verles juntos, pensé lo afortunada que era al tener a aquellos hombres ocupando el puesto que ocupaban en mi vida: Leicester, un hombre que inspiraba admiración y respeto en todo el país; ¿y Essex.—..? Quizás un día fuese igual.
En aquel momento, podía burlarme de la Reina. Leicester quizá bailase al son que ella tocaba, pero sólo porque ella era la Reina. Yo era su esposa. La mujer a la que amaba. Y tenía, además, aquel maravilloso hijo. Leicester y Essex. ¿Qué más podía pedir una mujer?
Comprendí que Essex estaba preguntándose qué había sido del villano del folleto y, a su modo impulsivo, menospreciándolo como un libelo absurdo. Observándoles, pensaba yo en lo distintos que eran… aquellos dos condes míos. Leicester tan listo, tan sutil, hablando normalmente con suma cautela… y Essex, fogoso, sin pararse nunca a pensar en las consecuencias de sus acciones y sus palabras.
Conociendo también su carácter, no me pareció sorprendente el que, al poco tiempo, Leicester lograse convencer a Essex de que fuera a la Corte.
Estaba muy dolida, claro, de verme excluida de aquella primera presentación. Cómo habría disfrutado observando a aquellos ojos de halcón estudiando a mi apuesto hijo.
Mas hube de oírlo de otra gente.
Penélope, que estuvo presente, me lo contó.
—Estábamos todos muy nerviosos, claro, porque ella pensaría inmediatamente que era vuestro hijo.
—¿Sigue odiándome entonces como siempre?
Penélope no contestó a esto. Con lo que indicaba que sí.
—Hubo un momento en que pareció indecisa. «Majestad», dijo Leicester, todo cordialidad y sonrisa, «permitidme, por favor, presentaros a mi hijastro, el conde de Essex». Le miró entonces detenidamente y, por unos instantes, no dijo nada. Yo creí que iba a soltar algún exabrupto.
—Contra la Loba —Comenté.
—»Entonces, Essex se adelantó. Es tan alto y tiene ese aire tan imponente… e incluso el que vaya un poco encorvado resulta atractivo. Tiene un modo especial, además, de saludar a las mujeres… es tan cortés, gentil casi, hasta con la más humilde sirvienta… No hay duda de una cosa, señora, le gusta a las mujeres. Y la Reina es una mujer. Fue como si relampaguease algo entre los dos. He visto otras veces que le sucedía esto con los hombres a los que iba a favorecer. Extendió la mano, y él la besó con gran elegancia. Y luego ella sonrió y dijo: «Vuestro padre fue un buen súbdito. Lamenté su muerte. Fue demasiado prematura…» Le hizo sentar a su lado y le preguntó cosas del campo.
—¿Y él? ¿Estuvo airoso?
—Ella le imponía. Ya la conocéis. Puede odiársela en privado, pero…
—Ha de ser muy en privado —comenté, irónicamente.
—Desde luego, por prudencia. Pero aun odiándola, uno no puede por menos de reconocer su grandeza. Essex la apreció. Se desvaneció su arrogancia. Fue casi como si se enamorara de ella. Es lo que ella espera de los hombres, y todos fingen asombro por su encanto, pero Essex no finge nunca, desde luego, así que en su caso debía ser auténtico.
—Con lo que parece que vuestro hermano ingresará en el círculo íntimo —dije.
Penélope estaba pensativa.
—Puede que así sea. Tiene sólo diecisiete años, pero cuanto mayor se hace la Reina, más jóvenes le gustan los hombres.
—Pero esto es realmente extraño. El hijo de la mujer a la que más odia.
—Es lo bastante apuesto para superar tal obstáculo —contestó Penélope—. Y hasta puede que forme parte del atractivo.
Me sentí sobrecogida por un brusco temor. Se había apoderado de mi hijo. ¿Sabía lo mucho que yo le amaba? Tarde o temprano, él le indicaría que había un lazo especial entre nosotros tres. Jamás recurriría a subterfugios para conservar su favor, como había hecho Leicester. Si se mencionaba mi nombre, él me defendería. No permitiría que me insultase en su presencia.
Y esto me daba mucho miedo.
Según Leicester, Essex había causado muy buena impresión a la Reina; ésta estaba desviándose de Raleigh hacia mi hijo. Le divertía. Era distinto a los demás, era joven, impulsivo, sincero.
Oh, hijo amado, pensaba yo, ¿he permitido que Leicester te atrape en su red?
El estar inmersa en mis asuntos personales y desterrada de la Corte, me había permitido olvidarme de las muchas nubes que empezaban a formarse sobre el país.
Había oído hablar de aquellas amenazas durante muchos años: La Reina de Escocia (en relación con la cual había constantes conjuras para subirla al trono deponiendo a Isabel), y el enemigo español. Había llegado a aceptar aquellas amenazas como realidades de la vida. Creo que lo mismo les sucedía a muchos de mis compatriotas; pero, desde luego, en el pensamiento de la Reina y en el de Leicester, estaban siempre presentes.
Mi exilio de la Corte era en mi corazón como una peste, sobre todo ahora que Essex estaba allí. No es que yo quisiera sonrisas de la Reina. Sólo quería estar allí… ver las cosas directamente. Me procuraba muy poca satisfacción recorrer en carruaje las calles vestida como una Reina y recibir en mis espléndidas mansiones, donde, sólo a través de otros, podía enterarme de lo que pasaba en la Corte. Así que anhelaba estar allí, y parecía que nunca podría. Era su venganza.
Leicester hablaba con frecuencia de la Reina de Escocia. Vacilaba entre buscar su favor y eliminarla definitivamente. Mientras viviese, decía, poca paz tendrían él e Isabel. Temía que algún día triunfase una de las muchas conjuras de sus partidarios; en cuyo caso, quienes habían apoyado y seguido a Isabel, serían los menos aceptables para la nueva Reina. Y él sería el primero a quien se retiraría el poder. Privado de su poder y de sus riquezas, sin duda le enviarían a la Torre y sólo saldría para subir al patíbulo.
Una vez que estábamos juntos en la cama y en su sopor se dejó llevar en sus confidencias, dijo que había aconsejado a la Reina que ordenase estrangular a María, o, mejor aún, envenenarla.
—Hay venenos —dijo— que apenas dejan rastro… y bien administrados, ninguno en absoluto. Sería una bendición para el país y para la Reina, el que María no existiese. Mientras esté ahí, siempre habrá peligro. En cualquier momento, puede triunfar una conjura, pese a todos nuestros esfuerzos.
¡Veneno!, pensé. No deja ningún rastro… bien administrado. Había tiempo suficiente para que aquellas huellas desapareciesen antes de que las buscaran.
Oh, me había embrujado aquel maldito libelo.
Me preguntaba si la Reina hablaría alguna vez con él de mí cuando estaban solos. Me preguntaba si habría dicho alguna vez: «Te precipitaste, Robin. Si hubieses esperado, podría haberme casado contigo».
Era muy capaz de eso. Muy capaz de hablar nostálgicamente de matrimonio ahora, con un hombre que ya no era libre y no podía casarse con ella. Me la imaginaba torturándole: «Perdisteis una corona al casaros con esa Loba, Robin. De no ser por ella, ahora podría casarme con vos. Podría haberos convertido en Rey. Qué bien sentaría tina corona sobre esos rizos canos».
No podía dejar de pensar en Amy Robsart.
Cuando iba a Cornbury, Oxfordshire, pasaba por Cumnor Place. No entré porque eso habría dado lugar a murmuraciones, pero me habría gustado ver la escalera por la que había caído Amy. Aquella escalera me embrujaba; y, a veces, cuando iba a bajar un tramo largo de escaleras, miraba furtivamente hacia atrás por encima del hombro.
He dicho antes que existía la amenaza constante de la Reina de Escocia y de los españoles. Se hablaba por entonces con mucha alarma de que Felipe de España estaba construyendo una gran flota de naves con las que pretendía atacarnos. Nosotros trabajábamos febrilmente en nuestros astilleros; hombres como Drake, Raleigh, Howard de Effingham y Frobisher zumbaban alrededor de la Reina como abejas instándole a prepararse para los españoles.
Leicester decía que estaba inquieta y temerosa de que los españoles se lanzasen un día contra ella, y que por eso consideraba tan importante la campaña de Flandes.
Yo sabía que tras las muertes del duque de Anjou y de Guillermo de Orange, habían llegado delegaciones de los Países Bajos ofreciendo a Isabel la corona si les protegía. No se había atrevido a hacerlo. No tenía deseo alguno de aumentar sus responsabilidades, y era fácil suponer la reacción de España si aceptaba la oferta. Lo considerarían un acto de guerra. Esto no significaba, sin embargo, que ella no enviase dinero y hombres a luchar en la campaña de Flandes contra los invasores españoles.
Una tarde, Robert llegó a Leicester House muy excitado. Oí el repiqueteo de los cascos de su caballo en el patio y me apresuré a bajar a recibirle. Supe nada más verle que algo muy importante había ocurrido.
—La Reina envía un ejército a luchar a Flandes —me dijo jadeante—. Ha decidido elegir muy cuidadosamente y enviar al hombre más adecuado para la tarea, aunque preferiría retenerle a su lado.
—Y vos vais a mandar ese ejército —contesté con aspereza.
Una súbita cólera me inundaba. Estaba segura de que a ella le molestaba perderle, pero, como al mismo tiempo, le apartaba de mí, se sentía compensada. Podía imaginar muy bien su perversa satisfacción. Él es su esposo pero soy yo quien decide si ha de estar con él.
Y Robert asintió.
—Estuvo muy afectuosa, hasta lloró un poco incluso.
—¡Conmovedor! —dije, con un sarcasmo que él fingió no advertir.
—Me hace un gran honor. Era uno de los mejores destinos que podía otorgarme.
—Me sorprendo que os deje ir. Pero al menos ella tiene la satisfacción de saber que yo, también, me veré privada de vuestra presencia.
Leicester no escuchaba. Su vanidad le hacía verse ya lleno de gloria y de honores.
No se quedó mucho en Leicester House. Ella había indicado que, puesto que muy pronto la dejaría, debía estar todo el tiempo posible con ella antes de irse. ¡Con ella!, pensaba yo amargamente. Ella me estaba indicando que aunque yo fuese su esposa, ella era la mujer importante de su vida, ella mandaba y él obedecía y cada hora que pasaba con ella era una hora que yo no podía compartir.
Pocos días después, me enteré de que él no iba a ir al fin a los Países Bajos. La Reina estaba enferma y creía que no viviría mucho. No podía permitir, en consecuencia, que el conde de Leicester se alejara de su lado. Llevaban demasiado tiempo juntos para separarse pensando que quizá no volviesen a verse. Así pues, él debía quedar y ella pensar de nuevo quién sería el más adecuado para ostentar el mando del ejército que había de ir a Flandes.
Yo estaba furiosa. Tenía la certeza de que todas las acciones de la Reina iban dirigidas contra mí para humillarme aún más de lo que ya me había humillado. Ella decía que mi esposo tenía que ir a los Países Bajos y él se preparaba para ir. Ella decía que debía quedarse y se quedaba. Mi esposo debía es lar allí a sus órdenes. Estaba tan enferma que le quería a su lado. Si yo hubiese estado enferma, él habría tenido que ir. Isabel quería hacerme saber que en la vida de él tenía yo muy escasa importancia. Me abandonaría si ella lo ordenaba. ¡Cómo la odiaba! Mi único consuelo era que ella me odiaba tanto como yo a ella. Y sabía que en el fondo de su corazón estaba segura de que la elegida sería yo… de no ser su corona.
Fue durante este período depresivo cuando fui infiel a mi esposo. Lo fui con toda deliberación. Estaba cansada de sus breves visitas robadas a la Reina; como si ella fuese su esposa y yo su amante. Había desafiado la cólera de Isabel para catarme con él, sabiendo que ella me odiaría siempre. Y, tras hacer aquello, no estaba dispuesta para que me tratasen de aquel modo.
Leicester se hacía viejo y, como había advertido desde hacía algún tiempo, había algunos jóvenes muy apuestos a su servicio. A la Reina le gustaba rodearse de jóvenes apuestos, para que atendiesen sus caprichos, la halagasen, la sirviesen… pues bien, a mí también me gustaban. Desde que veía tan poco a mi esposo, cada vez pensaba más en esto. Aún era lo bastante joven para gozar de los placeres que podía compartir con el sexo opuesto. Pensándolo ahora, creo que quizás albergase la esperanza de que Leicester se enterara y supiese así que otros me deseaban lo suficiente para arriesgarse a su venganza.
Durante un tiempo, había creído que sólo Leicester podía complacerme. Quería demostrarme a mí misma que ya no era así.
Había un joven en el séquito de mi marido (un tal Christopher Blount, hijo de Lord Mountjoy) al que Leicester había hecho su caballerizo. Era alto, de gentil apostura y sumamente bello, rubio, de ojos azules y con un atractivo aire de inocencia que me encantaba. Me había fijado en él muchas veces y sabía que él también me miraba. Siempre le daba los buenos días al pasar, y él siempre estaba atento y me miraba con cierta reverencia, que me resultaba muy gratificante.
Decidí hablar con él siempre que le viese, y pronto comprendí que él procuraba que le viese para que le hablase.
Después de verle, iba a mi habitación y pensaba en él, me miraba al espejo y me examinaba críticamente. Me parecía increíble que en cinco años fuese a cumplir cincuenta. La idea me horrorizaba. Debía aprovechar lo bueno de la vida, pues de allí a poco sería demasiado vieja para disfrutarlo.
Hasta entonces, siempre me había congratulado el hecho de que la Reina fuese ocho años mayor que yo y Robert algo más. Pero de pronto me comparaba con Christopher Blount. Debía tener veinte años menos que yo. En fin, no sólo las reinas pueden jugar a ser jóvenes. Quería demostrarme a mí misma que aún poseía atractivos. Quizá sólo quisiese asegurarme de que Leicester no era ya tan importante para mí como antes. Si él había de estar siempre al lado de la Reina para divertirla, yo podía encontrar diversiones en otra parte. Sentía, en cierto modo, que no sólo estaba superando a Leicester sino, y era más importante para mí, también a la Reina.
Unos días después, vi a Christopher en los establos y dejé caer un pañuelo. Un truco viejo pero útil. Le dio una oportunidad. Me preguntaba si tendría el valor de aprovecharla. Si lo hacía, merecía una recompensa, pues tenía que conocer a Leicester y yo estaba segura de que habría leído el célebre folleto, por lo que sabría que podía ser peligroso jugar con la esposa de Leicester.
Yo sabía que vendría.
Sí, allí estaba, a la puerta de mi cámara con el pañuelo en la mano. Le hice entrar sonriendo, y, cogiéndole de la mano, le introduje en la cámara y cerré.
Fue emocionante, no menos para él que para mí. Había sido aquel añadido del peligro lo que más me había atraído en los primeros tiempos de mi relación con Robert. Fue maravilloso estar con un joven, saber que mi cuerpo era bello aún y que mi edad parecía ser un atractivo más, porque dominaba por completo la situación y mi experiencia le llenaba de respeto y de asombro.
Le despedí después en seguida diciendo que aquello no podría repetirse. Sabía que se repetiría, claro, pero eso lo hacía más precioso y emocionante. Su expresión fue de gran seriedad, una expresión muy trágica, pero yo sabía que tendría valor suficiente para volver a desafiar la cólera de Leicester una y otra vez, por no perderse aquello.
Una vez que se fue, me eché a reír y pensé en Leicester bailando alrededor de la Reina.
—Ese juego pueden jugarlo dos, mi noble conde —dije.
La Reina había cambiado de idea una vez más. Se había recuperado y sólo Leicester, había decidido de nuevo, era digno de dirigir los ejércitos de los Países Bajos.
Robert estaba muy emocionado cuando vino a Leicester House. Veía abrirse ante él, según me dijo, un maravilloso futuro. Le habían ofrecido a la Reina la corona de Holanda. Ella no la aceptaría, pero Robert no veía razón alguna para no poder aceptarla él.
—¿Os gustaría ser Reina, Lettice? —me preguntó. Le contesté que no rechazaría una corona si me la ofrecían.
—Esperemos que no impida otra vez nuestra marcha —dije.
—No lo hará —contestó—. Está ansiosa de obtener una victoria allí. La necesitamos. Voy a prometeros una cosa: expulsaré a los españoles de los Países Bajos.
Me miró de pronto y vio la frialdad de mi mirada, pues yo pensaba en lo absorto que le tenía su inminente gloria y lo poco que le preocupaba dejarme. Pero luego ella había visto que teníamos tan poco tiempo para estar juntos que aquella separación no alteraba gran cosa la vida que llevábamos desde hacía mucho tiempo.
Me cogió de las manos y me besó.
—Lettice —continuó—. Voy a lograrlo por vos. No creáis que no comprendo lo que ha sido vuestra vida. Yo nada pude hacer. Era contra mi voluntad. Comprendedlo, por favor.
—Lo comprendo muy bien —contesté—. Teníais que menospreciarme porque ella lo deseaba.
—Así es. Si yo pudiese…
Me cogió y me abrazó, pero percibí que aquella emoción no brotaba de su pasión por mí sino de pensar en la gloria que alcanzaría en los Países Bajos.
Le acompañaría Philip Sidney, y encontraría además un puesto para Essex.
—Eso complacerá a nuestro joven Conde. Ya veis cómo me cuido de la familia.
La campaña de Flandes sería una marcha triunfal. Ya lo tenía planeado. Y se fue a ver a su caballerizo, pues tenía mucho que hablar con él.
Me preguntaba, divertida, cuál sería la reacción de Christopher Blount. Había algo en Christopher muy inocente, y desde que se había producido lo que yo secretamente llamaba «el incidente» había visto desfilar por su rostro muchas emociones. Culpabilidad, nerviosismo, esperanza, deseo, vergüenza y miedo mezclados. Se consideraba un villano por haber seducido a la mujer de su señor. Yo quería decirle que había sido yo quien le había seducido. Era un joven encantador, y aunque me había sentido tentada a repetir la experiencia, no lo había hecho. No quería decepcionar a Christopher convirtiéndolo en una relación puramente física.
Tenía interés, sin embargo, en ver cómo se comportaba con Leicester, y si dejaba entrever algo. Estaba segura de que se esforzaría todo lo posible por no hacerlo. Y, puesto que había de salir para los Países Bajos con Leicester, me dije, no podría haber de inmediato una repetición del incidente. Pero me equivocaba.
La Reina estaba decidida a que Leicester no pasase su última noche en Inglaterra conmigo.
Esperaba que al final hiciese aquello y esperaba que él viniese a Leicester House. No vino. En su lugar llegó un mensajero con la noticia de que la Reina insistía en que Robert se quedase en la Corte, pues tenía mucho que hablar con él. Yo sabía, por supuesto, que pese a ser su esposa, era ella quien tenía derecho preferente a sus servicios. Me puse furiosa y me sentí frustrada. Me ofendía la actitud de Robert. Supongo que en el fondo de mi corazón aún seguía amándole, aún le deseaba. Sabía entonces que no podía haber otro en mi vida que ocupara su sitio. Me sentía enferma de celos y de desilusión, al imaginarles juntos. Ella aparecería sin duda a primeras horas de la mañana, y él estaría allí, presentándole sus nauseabundos cumplidos, diciéndole lo triste que se sentía por tener que dejarla. Y ella escucharía, con la cabeza ladeada, los ojos de halcón benignos y suaves… creyendo a su dulce Robin, Sus Ojos, el único hombre al que ella podía amar.
Había sido un frío día de diciembre, pero el tiempo no podía ser peor que mi estado de ánimo. Decidí que era una estúpida. Al diablo Isabel, me dije. Al diablo Leicester. Ordené a mis criados que hiciesen un buen fuego en mi dormitorio y cuando estuvo caliente y acogedor, envié recado a Christopher de que viniese.
Era tan joven, tan ingenuo, tan inexperto. Sabía que me adoraba, y su adoración era un bálsamo para mi vanidad herida. No podía soportar que su opinión de mí cambiase, así que le dije que había mandado a buscarle para decirle que no debía sentirse culpable por lo ocurrido. Había sido una cosa espontánea, que había sucedido antes de que hubiésemos podido darnos cuenta de lo que hacíamos. No debía repetirse, por supuesto, y debíamos olvidarlo.
Él dijo lo que yo esperaba que dijese. Haría todo lo que le pidiera salvo olvidar. Eso era algo que jamás podría hacer. Había sido la experiencia más maravillosa de su vida y la recordaría siempre.
Los jóvenes son encantadores, pensé. Comprendí por qué a la Reina le gustaban tanto. Su inocencia nos refresca, renueva nuestra fe en la vida. El arrebato de Christopher le arrastraba casi a la idolatría y esto fortaleció notablemente mi fe en mi capacidad para atraer a los hombres que, debido a la avidez de Leicester por dejarme por la gloria de Flandes, había empezado a poner en duda.
Me dispuse pues a despedir a Christopher… o a fingir hacerlo, pues me proponía que pasase la noche allí. Le puse las manos en los hombros y le besé en los labios. Por supuesto, esto fue como arrimar la yesca a la llama.
Empezó a disculparse, creyendo que la culpa era suya, con lo que resultaba aún más atractivo. Le mandé marchar antes de que amaneciera, y se fue diciendo que si moría en la guerra, le honrase recordando que jamás podría haber amado a otra más que a mí aunque hubiese vivido cien años…
¡Mi querido Christopher! En aquel momento, la muerte parecía algo glorioso, desde luego. Se veía ya muriendo por la fe protestante con mi nombre en los labios.
Era muy romántico, muy hermoso, y todo el episodio fue para mí muy placentero; y me preguntaba por qué me habría reprimido tanto tiempo.
Se fueron al día siguiente y Leicester, después de despedirse de la Reina, se situó a la cabeza de la expedición en la que también iban mi amante y mi hijo.
Supe que habían sido liberalmente agasajados en Colchester y al día siguiente fueron a Harwich, donde aguardaba una flota de cincuenta naves en la que cruzaron el Canal.
Robert me escribió luego muy emocionado, hablándome de la tumultuosa bienvenida que le habían dispensado en todas partes, pues el pueblo le consideraba su salvador. En Rotterdam, donde la flota llegó ya de noche, se alineaban los holandeses en la orilla y cada cuatro hombres, uno sostenía un gran farol. La multitud le vitoreó y le llevaron a su alojamiento a través de la Plaza del Mercado, donde habían erigido una estatua de Erasmo de tamaño natural. De Rotterdam había ido a Delft, instalándose en la misma casa en que había sido asesinado el príncipe de Orange.
«Los agasajos, escribía, fueron haciéndose más espléndidos a medida que penetraba en el país. En todas partes me consideraban su salvador.»Al parecer, aquellas gentes habían sufrido mucho por su religión y, temerosas de un triunfo de los españoles, veían la llegada de Leicester con dinero y hombres de la Reina de Inglaterra, como su gran esperanza.
Él había ido allí a mandar un ejército, pero no había lucha en aquella etapa. Todo eran agasajos y festejos y hablar de lo que Leicester (e Inglaterra) iban a hacer por el país. A mí me había sorprendido un tanto que la Reina hubiese elegido a Leicester para aquella tarea, pues él era un político, no un soldado. Era diestro con la cabeza, no con la espada. Me preguntaba qué pasaría cuando empezase la lucha.
Pero él gozó primero del triunfo. Durante varias semanas continuó la alegría, y luego llegó el gran momento de la decisión. Me escribió inmediatamente, pues aquello era algo que no podía guardarse para sí:
El primer día de enero, llegó a mi residencia una delegación. Aún no estaba vestido, y mientras concluía mi aseo, uno de mis hombres me dijo que los ministros habían venido a comunicarme algo. Iban a ofrecerme el mando militar de las Provincias Unidas. Esto me inquietó, pues la Reina me había enviado a luchar por ellos y con ellos y no a gobernarles; y aunque la oferta era atractiva, no podía aceptarla sin una consideración detenida.
Me lo imaginé, con los ojos brillantes. ¿No era lo que él pretendía? Había sido durante tanto tiempo el hombre de la Reina… Como un perrillo con una cadena, había dicho yo una vez. «Mi linda criaturilla, yo te mimaré…, pero sólo podrás llegar hasta donde te permita esta cadena que yo manejo».
¡Debió significar mucho para él que le ofreciesen la corona de los Países Bajos! Volví a su carta:
No contesté y seguí considerando la cuestión. Creo que os gustará saber que he nombrado a Essex general de caballería. Paso mucho tiempo escuchando sermones y cantando salmos, pues éstas son gentes que se toman muy en serio su religión. He de deciros también que he discutido esta cuestión con el secretario de la Reina, Davison, que está aquí, y con Philip Sidney, y ambos son de la opinión de que he de dar satisfacción al pueblo, aceptando la oferta. Así pues, mi querida Lettice, soy ahora gobernador de las Provincias Unidas.
Había una nota posterior:
Me invistieron en el cargo en La Haya. Ay, ojalá pudieseis haber visto la impresionante ceremonia. Me senté bajo las armas de los Países Bajos e Inglaterra, en un trono, rodeado de representantes de los principales estados. Se honró a la Reina y se me honró a mí, teniente general, y gobernador ahora de las Provincias. Hice los votos exigidos y juré protegerles y trabajar por su bienestar y el de la iglesia. ¡Cómo me hubiese gustado teneros a mi lado! Os habríais sentido orgullosa de mí.
Ahora, mi querida Lettice, quiero que vengáis conmigo. Recordad que venís como Reina. Sé que sabréis desenvolveros. Viviremos aquí y no seguiréis en el destierro, como vos le llamáis. Estoy deseando veros.
Leí y releí aquella carta. Debía ir como una Reina. Sería regia como era ella, y hermosa como ella jamás podría ser. La vida iba a ser emocionante. Me sentía dichosa. ¿Qué diría ella, qué haría, cuando se enterase de que yo iba a ir a los Países Bajos como Reina de Leicester? Inicié los preparativos en seguida.
Iría como una Reina. Sería más espléndida y majestuosa de lo que Isabel lo hubiese sido nunca.
Así, pues, llegaba al fin mi triunfo. Vería lo que significaba ser esposa de Leicester. Sería Reina y nadie me mandaría, ¿qué más me daba que fuese en La Haya y no en Greenwich y en Windsor?
A Leicester House fueron llegando mercaderes con las más finas telas. Planeé mi guardarropa con frenética prisa y las costureras trabajaron día y noche. Encargué carruajes en que se trenzaban las armas de los Países Bajos con las de Robert. Diseñé ricos adornos, para mí, para mis acompañantes y para los caballos incluso. Había decidido que me acompañaran damas y caballeros. La cabalgata hasta Harwich emocionaría a la gente del campo, porque jamás habrían visto nada tan espléndido. Lo que les mostraría yo sería cien veces más rico, más lujoso que lo que hubiese poseído nunca la Reina. Fueron semanas de emoción. Ansiaba ya emprender viaje. Un día de febrero, cuando estaba en mitad de estos preparativos, me enteré de que William Davison, el secretario de la Reina, que había acompañado a Robert a los Países Bajos, había llegado a la Corte para dar a Su Majestad completa relación de lo sucedido.
¡Robert gobernador de las Provincias Unidas! ¡Aceptar tal cargo sin consultarla! ¡Aceptar un puesto que significaba su permanente ausencia de Inglaterra! Su cólera fue terrible, según los testigos presenciales. Alguien (que debía querer sembrar discordia) mencionó que la «condesa de Robert» estaba preparándose para unirse a él con el rango de Reina.
¡Qué juramentos y exabruptos lanzó Isabel! Decían que ni su padre la superaba en eso. Juró por la sangre de Dios que les daría a Leicester y a su Loba una lección. Así que querían jugar al rey y la reina, ¿eh? ¡Ella les enseñaría que la dignidad real no era algo que pudiesen tomar los vasallos, sólo porque estuviesen tan descarriados como para considerarse (erróneamente) dignos de ello!
Envió inmediatamente a Heneage. Debía ver a Leicester y decirle que dispusiese lo necesario para otra ceremonia. En ella renunciaría a su cargo y diría al pueblo de los Países Bajos que no era más que un súbdito de la Reina de Inglaterra que había caído además en desgracia por haber aceptado aquel nombramiento sin permiso de su Soberana. Luego, debía volver y pasaría a la Torre.
El pobre Davison fue severamente reprendido y apenas se le permitió hablar. Pero Isabel escuchó al cabo de un rato y luego, cuando su cólera se aplacó un poco, debió pensar en la humillación a que iba a someter a Robert y modificó su decisión. Robert debía, desde luego, renunciar a su cargo, pero debía hacerlo de la manera menos humillante posible. Aun así debía saber que ella estaba furiosa. Que había declarado públicamente, para que los príncipes extranjeros pudieran saberlo, que estaba decidida a no aceptar el gobierno de los Países Bajos, y que lamentaba que uno de sus súbditos lo hubiese aceptado, viendo en ello una especie de premio de que podía disfrutar, con lo que parecería como si ella le hubiese dado permiso (pues nadie creería que un súbdito se hubiera atrevido a tanto) y se creería que ella no había cumplido su palabra.
—En cuanto a la Loba —gritó—, puede sacar sus joyas del equipaje y sus lindos vestidos. Puede renunciar a la idea de pasear entre aclamaciones por La Haya. En vez de eso, habrá de ir humildemente a la Torre y suplicar el privilegio de que le dejen ver al prisionero, cuidando mucho su actitud si no quiere verse encerrada allí también por un largo período.
¡Pobre Robert! Qué breve fue su gloria. Y pobre de mí, que había creído salir de las sombras y me veía de nuevo en ellas. El odio de la Reina hacia mí se hizo aún más profundo, pues sabía que acabaría convenciéndose a sí misma de que yo, y no su amado Robert, había planeado y dispuesto sentarme en el trono.
Sólo Robert podría haber sobrevivido a la desastrosa aventura de los Países Bajos. Yo siempre había sabido que Robert no era un soldado. Podía resultar muy impresionante desfilando por las calles, podía imaginármelo en las ceremonias, pero era muy distinto el enfrentarse al curtido e implacable Duque de Parma, del que no podía esperarse que contemplase impávido cómo Robert disfrutaba y complacía al pueblo con grandes espectáculos.
Y cuando Parma golpeó donde menos le esperaban, el golpe fue terrible. Se apoderó de la ciudad de Grave, que Robert había creído bien fortificada. Después de la de Venlo.
A la cólera de la Reina se sumaban otras dificultades, pues no llegaba dinero de Inglaterra para la paga de los soldados y los oficiales andaban disputando entre sí continuamente. Robert me explicó mucho después la pesadilla por la que había pasado y me dijo que no quería volver nunca a los Países Bajos.
La campaña fue un completo desastre, y para nosotros una tragedia personal.
Yo estimaba mucho a la familia Sidney, y Philip era el favorito de todos nosotros. Su madre, Mary, y yo nos habíamos hecho muy amigas, pues ambas estábamos desterradas de la Corte, ella voluntariamente y yo en contra de mi voluntad.
Aún se cubría la cara con un fino velo y pocas veces iba a la Corte, aunque la Reina seguía recibiéndola muy afectuosa y respetaba su deseo de permanecer en la intimidad de sus aposentos en la residencia real. Isabel jamás olvidaba a qué debía Mary sus cicatrices, y su estimación por ella jamás se debilitó.
En mayo supe por Mary que la salud de su esposo empeoraba. Llevaba un tiempo enfermo y se negaba a descansar; no fue pues sorprendente que muriese poco después. Fui a Penshurst a estar con ella, y me alegré de haberlo hecho, pues en agosto murió la propia Mary. Su hija, Mary, condesa de Pembroke, vino a Penshurst a acompañar a su madre en la hora final, y lamentamos que Philip estuviese con el ejército en los Países Bajos y no pudiese estar presente.
Y fue una suerte, en cierto modo, que Mary Sidney muriese antes de que cayese sobre su familia la gran tragedia. La conocía lo bastante para saber que lo que iba a suceder habría sido para ella el golpe más cruel de su vida.
Leicester decidió atacar Zutphen en septiembre, un mes después de la muerte de Lady Sidney.
La historia de lo que pasó, se recompuso luego, y es una historia de imprudencia y heroísmo, y muchas veces pienso que si Philip hubiese sido más realista y menos caballeroso no tendría por qué haber sucedido.
Una serie de incidentes llevaron a lo que siguió. Cuando dejó su tienda se encontró con Sir William Pelham, que se había olvidado de ponerse la armadura de las piernas. Tontamente, Philip dijo que no debía tener ventaja alguna respecto a un amigo y se quitó también la suya. Fue un gesto ridículo por el que pagó un caro precio. Pues más tarde, en el combate, le alcanzó una bala en el muslo izquierdo. Consiguió mantenerse a caballo, pero sufría mucho por la pérdida de sangre y, rodeado de sus amigos, gritó que se moría de sed y no de pérdida de sangre. Le arrojaron una cantimplora, pero cuando estaba a punto de beber vio que un soldado que agonizaba en el suelo pedía débilmente agua.
—Tómala —dijo Philip, con palabras que habían quedado inmortalizadas—. Tu necesidad es mayor que la mía.
Le trasladaron a la embarcación de Leicester y le bajaron a Arnhem y allí le alojaron en una casa.
Fui a ver a su esposa, Francés, y, aunque embarazada de muchos meses, estaba preparándose para salir. Dijo que tenía que ir con él, pues él necesitaba sus cuidados.
—No debéis hacerlo en vuestro estado —le dije. Pero no quiso escucharme y su padre dijo que, puesto que tan decidida estaba, no la detendría.
Así, pues, Frances se fue a Arnhem. Pobre muchacha, su vida no había sido feliz, precisamente. Pero debía amarle, sin embargo. ¿Quién podía evitar querer a Philip Sidney? Quizá Frances supiese que aquellos poemas de amor que escribía a mi hija Penélope no debían interpretarse como una ofensa para ella. Pocas mujeres había capaces de aceptar una situación semejante, pero Francés era una mujer extraordinaria.
Philip padeció una dolorosa agonía de veintiséis días antes de morir. Yo sabía que su muerte sería un duro golpe para Robert, pues le consideraba casi como un hijo. Sus dotes, su gentileza, todo en Philip había sido de tal naturaleza, que se ganaba la admiración de todos y sin despertar la envidia de nadie, como la despertaban hombres como Robert, Heneage, Hatton y Raleigh, pues Philip no era ambicioso. Era un hombre de raras cualidades.
Supe que la Reina estaba muy afligida. Había perdido a su querida amiga Mary Sidney, a quien siempre había estimado, y ahora moría también Philip, a quien ella tanto admiraba.
Isabel odiaba la guerra. Decía que era absurda y que no conducía a nada y había procurado evitarla durante todo su reinado. La agobiaban la pérdida de sus queridos amigos y la amenaza cada vez más patente de España, que aquella imprudente y absurda aventura en los Países Bajos no había hecho nada por conjurar.
El cuerpo de Philip fue embalsamado y trasladado en barco a Inglaterra, en un barco de velas negras que pasó a llamarse el Buque Negro.
Al febrero siguiente hubo un funeral en su honor en la catedral de San Pablo.
La pobre Francés dio a luz un hijo muerto, cosa muy explicable después de lo que había soportado.
Leicester volvió a Inglaterra, pues el invierno no era época de campañas militares, y con él volvió mi hijo Essex.
Leicester fue primero a la Corte. Si no lo hubiese hecho, habría habido problemas y su posición era precaria. Imaginé su recelo al presentarse a su amada soberana. Essex vino a verme a mí primero. Estaba muy afectado por la muerte de Philip Sidney, y lloró explicándome que había estado en su lecho de muerte.
—El hombre más noble que he conocido —se lamentaba—. Y ha muerto. Estaba satisfecho de tener a su lado al conde de Leicester. Había entre ambos un profundo afecto. Y a mi padrastro le afectó mucho su muerte. Philip me dejó su mejor espada. La atesoraré siempre y espero ser digno de ella.
Había visto a la pobre Francés Sidney… una mujer valerosa, dijo, pues no se encontraba en condiciones de cruzar el mar. Haría todo lo posible por ayudarla, pues tal había sido el deseo de Philip.
Tras informar a la Reina, Leicester vino a verme. La última aventura le había envejecido, y su aspecto me impresionó. Había tenido otro ataque de gota y estaba abrumado por la depresión debido al desenlace de la aventura.
—Gracias doy a Dios de que la Reina no me retirase su favor —me dijo con mucha vehemencia—. Cuando acudí a ella y me arrodillé, me hizo levantar y me miró duramente con lágrimas en los ojos. Vio lo que yo había sufrido y dijo que la había traicionado, pero que lo que más le dolía era que me hubiese traicionado a mí mismo, pues no me había preocupado por mi salud cuando sabía que aquélla había sido su orden más importante. Entonces me di cuenta de que todo estaba perdonado.
Le contemplé, contemplé aquella pobre parodia de aquel Leicester glorioso de otros tiempos y pensé asombrada en el carácter de aquella mujer. Él la había desafiado y había creído encontrar un medio de hacerse con la corona de los Países Bajos, hecho que habría significado abandonarla a ella, y el mayor golpe de todos había querido que yo también fuese a compartir aquella corona con él. Sin embargo, le perdonaba. No hay duda, me dije, de que le ama. Le ama de verdad.