Linda, lindísima, sublime, la película. Un toque de genialidad le ha dado color a ese cuadro.
¿Y qué opinas de ese nuevo director que está compitiendo en Berlín? ¿Y de ese que compite en Cannes? ¿Y ese que compite en Venecia?
Bueno… yo…
¿Y qué me dices de Edgar Allan Poe, de Céline, de los poetas decadentes de comienzos del siglo XX? ¿No crees que la palabra se funde perfectamente con el pensamiento?
Sí, claro… pero…
¿Y has visto la muestra de Paul Klee? ¿Y la de Tintoretto? ¿Y has ido a ver la última de Tarantino? ¿Y has visto la primera película de Buñuel?
No…
Sus cerebros están en estado de descomposición. Ustedes saben que saben, yo no.
Yo soy un Homo sapiens que todavía no ha evolucionado. Estoy atravesando todavía la primera fase y pretendo quedarme allí.
Son todas estatuas de ceniza, inmóviles. Una ceniza compacta, imposible de romper. Quisiera tanto caminar sobre ese hollín. Tanta inmovilidad me asusta, y en cambio debería fascinarme.
Alguien dijo una vez que estamos rodeados de gente muerta. La gente muerta camina por la calle, come, bebe, hace el amor y lee muchos libros y ve muchas películas y conoce a mucha gente importante. Pero la gente muerta, a diferencia de la gente viva, no consigue tener latidos, no consigue emocionarse. Sólo el intelecto, la mente, y tiende a hacer ostentación de su propia cultura.
La gente muerta me da miedo.
Me da miedo pensar que tal vez un día yo también pueda morir.
La playa de Roccalumera estaba dominada por un enorme cartel que decía: “PROHIBIDO EL BAÑO”. Y sin embargo era la playa más frecuentada de toda la Sicilia oriental. No había arena, no había escollos. Solamente piedras. Piedras que se metían entre los dedos de los pies, formando surcos en la piel.
– Ten, ponte las zapatillas de goma, así no te lastimas.
Siempre odié esas horribles zapatillas de goma. Me hacían sentir fea, me hacían parecerme a una de esas viejas turistas alemanas con sombrero blanco y las infaltables zapatillas de goma en los pies.
Prefería lastimarme y, debo decirlo, a la larga incluso me ha gustado esa sensación que percibía en la piel, esa dulce tortura que infligía a mi piel de niña.
No me gustaba ir a la playa a la mañana, para mí la hora ideal era la primera tarde, inmediatamente después de haber comido.
– No puedes bañarte ahora, enseguida después de haber comido -decían a coro tú, la abuela y las tías. Mientras, los hombres roncaban adentro, rehenes de una noche de pesca.
– No, les juro que no me meto en el agua, sólo quiero tomar sol -decía yo, seria.
– ¡Te vas a insolar!
– Me mojo la cabeza cada tanto -respondía yo, sabiamente.
Salía entonces con todo el armamento acompañada de Francesco y Ángela, que antes me habían mandado en expedición para convencerlos de que nos dejaran ir.
Atravesábamos la calle tomados los tres de la mano y una vez que llegábamos a la orilla tirábamos los colchones inflables al agua y nos extendíamos sobre ellos. Jugábamos a apostar quién se mojaría primero la panza. El agua era muy fría y toda la comida que pocos minutos antes habíamos asimilado podía congelarse dentro del estómago. Después de las primeras malas experiencias incluso nos habíamos acostumbrado a las medusas. Por esos lados son pequeñas, pero terribles. Llevábamos aceite de oliva, crema Nivea y manteca. Mezclábamos todo y lo untábamos sobre la zona apenas infectada, que en contacto con las sustancias y expuesta al sol se freía como un huevo con panceta.
Después poníamos una piedra caliente encima, apretábamos los dientes y zapateábamos en el sitio.
Francesco, aunque era pequeño, conseguía atravesar a las medusas con el cuchillo. En el borde del agua había muchas medusas en estado de descomposición que se deshacían al sol y de las que emanaba vapor.
Mientras él asesinaba cruelmente medusas en la playa, Ángela y yo íbamos corriendo debajo de la ducha, seguras de que nadie nos veía. Dejábamos que el agua nos corriese por encima y cantábamos: “¡Brancamen-ta! Ta-ra-ta-ta…”, haciendo contorsiones como serpientes en una canasta.
A eso de las cinco llegaban ustedes. De lejos, descoloridos por el aire caliente y sofocante, parecían personajes salidos de una película de Sergio Leone. El calor, el silencio que nos rodeaba, ustedes armados con los instrumentos de combate: aceites solares, almohadones para las cervicales, redecillas para el pelo, anteojos de sol, pareos, radios, tuppers con galletitas, fruta y sándwiches de tomate, aceite y sal. Mis preferidos, los que me hacían arder los labios agrietados.
Nos mirábamos de lejos, nos sentíamos como animales sin pensamientos que observan a otro animal para entender cuál es su punto débil. Instintivamente. Después de algunos minutos empezaban a correr y a gritar en dirección a nosotros:
– ¡Desgraciados! ¡¿Se metieron en el agua, no?!
– ¡Ocho años perdidos! ¡Tienes ocho años y están perdidos!
– ¡Te rompo el alma, cretina!
– Pero, mamá, ¿cómo harás para matarme?
Me parecía una imagen tan bella, tú que me hacías un agujero en el estómago, me sacabas el alma con las manos, como si fuese una soga, y la estrellabas contra el suelo, haciéndola pedazos.
Experimentábamos una alegría exponencial: la alegría del juego acuático y la alegría de la trasgresión a sus reglas estúpidas. Porque… si no querían que nos bañáramos después de haber comido, ¿para qué nos traían la comida a la playa?
A las siete, cuando el sol comenzaba a retirarse y el mar se volvía gris, llegaba la jefa.
La jefa no era más alta que nosotros, los niños, tenía el pelo rubio y corto, ojos muy verdes y grandes, la piel lisa como la seda, las tetas caídas por haber tenido seis hijos en seis años, la panza hinchada y dura. Y los muslos… los muslos más bellos que jamás haya visto. Finos y ágiles, sin una huella de celulitis, tonificados y suaves.
La jefa llegaba más armada que ustedes, traía bidones de agua, bandejas llenas de comida, helados y bananas. La jefa nos daba miedo y nosotros, los niños, estábamos obligados a comer las bananas bajo su vigilancia.
– Come, niñita, come que te hace bien.
Nuestros estómagos eran reservas infinitas de alimento, hubiéramos podido vivir sin comer durante meses. Era su modo de expresar afecto.
A la octava banana, si alguno de nosotros decía “Basta, abuela, estoy lleno”, te echaba una mirada hosca que hacía que te hicieras pis encima, y suerte que las mallas ya las teníamos mojadas. Después llegaban papá y los tíos, ellos también portando sus propios instrumentos: máquinas fotográficas y filmadoras. Decían que querían fotografiarnos a nosotros, los niños, pero el objetivo, en realidad, siempre apuntaba a los culos de las mujeres del mar. Ustedes se enojaban, pero seguían tomando sol balbuceando:
– ¿Pero qué ven de lindo en ese culo? Es fláccido, caído…
Todos los fines de semana llegaba la orquesta y se instalaba en el patio central al que se asomaban todos los veraneantes. Yo miraba todo sentada en la escalera de cemento armado, haciendo pendular las piernas porque no llegaba al piso con los pies. Estaba el Señor Sbilla, que cuando su mujer se alejaba coqueteaba con la vecina, una mujer gorda y vulgar que emanaba un olor rancio, fuerte. Después estaba la Megera, que venía ataviada con joyas, los ojos maquillados con una sombra verde y brillante, el cabello negrísimo, largo hasta los hombros, y siempre con vestidos fluorescentes y apretadísimos. Se ubicaba cerca del pianista y trataba de seguir las notas para poder después, al otro día, reproducirlas en su pianola. Ella era nuestra orquesta durante toda la semana.
Los muslos de la abuela, en esas ocasiones, eran sublimes; mientras bailaba “Batti in aria le mani, e poi lasciale andar… se fai come Simone, non puoi certo sbagliar”. [1]
Eran sublimes para mí y para el señor Loy, ese sardo que tenía una mujer que se parecía a una tarántula. Todos los fines de semana la orquesta estaba obligada a irse antes de lo previsto porque el abuelo se agarraba a trompadas con el señor Loy, que impertérrito seguía babeándose detrás de la abuela.
Ella resplandecía más que nadie, la reina del verano. Brillaba, y su brillo era más potente que el reflejo del sol. Más que las joyas de la Megera.