Por qué te agitas tanto, bella libélula, con las puntas de tus alas rojas? Inmóvil en aquella pared blanca con tu cuerpo negro pareces una palabra en una página mal escrita. ¿Por qué mueves las alas cuando respiras? Es como si anidase en ti el odio, el rencor, la rabia. Te has detenido a pocos centímetros de su foto… ah, no, libélula, eso no se hace. Voy hacia ti y tomo su foto y me la llevo al pecho y tú me miras desilusionada y en lágrimas, mientras yo también te miro con odio, rencor y rabia. ¿Estás enloqueciendo ahora? Veo que tu vuelo se hace inconstante e impreciso, veo que estás perdiendo altura. ¿Y si te muestro su foto desde lejos qué harás, me lo agradecerás?
No voy a matarte, quédate tranquila. Quiero ver cómo te mueres poco a poco.
Sé que no debo dejarte ese feo mensaje debajo de la puerta, pero qué quieres que haga, está escrito en mi sangre que debo destruir todo lo que me quiere destruir a mí.
No digas nada, que no sabes nada. No sabes qué es el abandono, qué es el luto del amor. ¿No entiendes que cada vez que hundes tus ojazos verdes dentro de los suyos me estás arrancando un pedazo de vida, de aire? Si me quitas el aliento él ya no podrá amarlo, no podrá sentirlo.
Mi madre, la misma madre a la que ahora le estoy hablando, me decía que las libélulas deben ser asesinadas y olvidadas. Pero yo quiero verte sufrir un poco, quiero jugar con tu vida y mantenerte suspendida sobre este hilo finísimo como una Parca sádica.
Te cuento que aquella vez que fuimos al río y era un día estupendo las piedras brillaban y la vegetación no daba ningún signo de muerte o de descomposición. Todo era grande, maravilloso, fuerte.
Yo siempre estuve habituada a nadar en el mar, a chocar contra las olas, a sentir ese miedo excitante que me invadía cuando el azul era tan oscuro y profundo que no conseguía ver nada. Siempre me confronté con espacios infinitos, con horizontes inciertos. Me gustaba, pero no lo amaba. Mi corazón deseaba nadar dentro de algo que fuese visible, claro, que tuviese contornos precisos, que yo pudiese ver, de los que poderme sujetar.
De modo que cuando él me propuso ir al río di un salto de alegría y lo abracé y le susurré al oído:
– Que no se te ocurra recular, hoy quiero saber cómo es hacer el amor en el río.
Y él reculó y con aire desafiante dijo:
– Veremos.
Y efectivamente el amor fue bello, alegre, juguetón, con mil salpicaduras de agua provocadas por nuestros cuerpos calientes. Y yo me sentía una sirena con su tritón, rey y reina de las aguas, de ese lugar solitario, de esa belleza.
O bien puedo contarte de aquella vez que estaba en un hotel, en un lugar lejano de Sudamérica, y esa vez yo me sentía mal y temblaba de frío. Pero mi cuerpo estaba bien y las pulsaciones eran regulares. Y él, sin decirme nada, me abrazó y me habló despacio, y entonces poco a poco las lágrimas se fueron deshaciendo sobre mi piel y se retiraron ante mi sonrisa. Y me dijo que esa noche hubiera podido olvidar quién era yo, qué era para la gente allí afuera. Me susurró que esa noche yo era la mujer que él amaba y nada más, que el resto era una broma estúpida.
Podría decirte que de él adoro todo, y no te mentiría.
¿Me explicas por qué mierda tienes las puntas de las alas rojas? ¿Creías que ibas a pasar inadvertida, querías darte un tono, parecer seductora?
Cuando las llaves tintinean detrás de la puerta ella entiende que es el momento de irse. La suya, pienso, es sólo una advertencia.