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Aún no es primavera, aunque técnicamente ya ha comenzado. El cielo se ve todavía tan invernal… las caras de la gente siguen siendo invernales. El Coliseo, dramáticamente, se ha establecido en el corazón de la ciudad, en el centro de la calle exhibe su gran culo delante de todo el mundo. Trato en lo posible de no mirarlo cuando voy de compras. No me gusta el Coliseo, se parece a un macho maduro que quiere demostrarles a todos su virilidad, aun habiéndola perdido. No lo soporto. Me cansó. Tomo por calles ruidosas con las bolsas en la mano y la mirada baja, camino tan rápidamente que cuando llego al portón de casa tengo las pantorrillas duras y tensas y las yemas de los dedos marcados por las bolsas de plástico; los veo gordos y tumefactos como dos chorizos.

Bebí leche del pezón de Catania por un período demasiado breve, el tiempo del destete llegó demasiado pronto. Pero rogué para que ello sucediera.

¿Qué hice durante todos estos años metida en esa cueva oscura y claustrofóbica? ¿Cómo fue que no me di cuenta de que Catania se estaba apoderando de mi alma sin que yo le hubiese dado permiso? ¿Por qué tú nunca dijiste nada?

¿Complotaste con ella para que yo permaneciera para siempre aferrada a sus senos? Seguías diciéndome que tendría nostalgia de mi ciudad y mi familia, que en otra parte sólo habría encontrado soledad y conflictos, que no hay nada más bello que despertarse a la mañana y sentir la brisa matinal pellizcándome la nariz. No me importa nada: odio el mar y odio demasiado la soledad y los conflictos.

Una lástima que te hayas equivocado. Perdona, soy demasiado dura. Siempre tengo una visión equivocada de los pensamientos de los otros, a lo mejor no pensabas todo eso. Pero a lo mejor, un poco, todo eso te lo esperabas.

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