Habían pasado pocas semanas después de la noche aquella en Cosenza, nos encontrábamos en un tren que nos llevaba al lugar donde festejaríamos juntos fin de año, solos.
– ¿Tienes idea de a dónde iremos? -le había preguntado.
– A un sitio tranquilo -había respondido-, lejos de todos.
Alquilamos una cabaña pintada de rojo, rodeada de árboles, perdida entre las colinas umbrías. Era roja como una cereza, roja y pequeña.
Decíamos que allí dentro se encontraban nuestros sueños por la noche, sin importar dónde estuviéramos.
– Cuando estemos lejos uno del otro, nuestros sueños vendrán aquí a encontrarse, los veremos abrazarse en el aire y bailar una sinfonía que todavía no fue inventada -me había dicho.
La casa, por dentro, tenía las paredes amarillas y piso de ladrillos, y si caminábamos con los pies desnudos podíamos sentir un calor tenue que se extendía por todo el cuerpo.
Salir, una vez que se había entrado, era imposible. Creo que había una débil nube tóxica suspendida sobre la cama que impedía que nos levantáramos. Pasaron tres días como si las horas, los minutos, los segundos, el día y la noche formaran parte de otras galaxias, de otros mundos. En ese mundo rojo y suspendido, sobre ese gran seno verde, saboreábamos lenta pero largamente y en grandes bocados un amor que nos dejaba acariciar y algunas veces besar, pero nunca hundirnos en la más profunda y ciega oscuridad de la pasión.
Su cuerpo era maternal y blando, me acostaba sobre él y ya no tenía miedo.
– Si alguna vez tuviéramos que dejarnos -le dije-, ¿a quién le contarías mis historias? Cuando me ocurre algo divertido no veo la hora de contártela.
¿A quién le cuento ahora las cosas divertidas? ¿Me suceden verdaderamente cosas tan divertidas?
No lo sé, no creo.
A lo mejor no era algo humano lo que dejé que se fuera por la cloaca, sino el fruto de un sentimiento extremo del que he olvidado el nombre.