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Lo sigo de noche mientras recorre la ciudad en moto con los senos de Penélope pegados a su espalda. Pienso en cuando nos divertíamos contando los baches de Roma, los agujeros inmensos que infestaban las calles y nos hacían tambalear, y nosotros los contábamos. Del Trastevere hasta el Esquilino contábamos treinta y ocho baches; de Piazza Fiume hasta Via Cassia había tantos que se hacía difícil contarlos.

Vacilo entre las calles malolientes y estrechas, en las escaleras cercanas a nuestro departamento hay un vagabundo que caga, las cortinas metálicas bajan y los mecánicos se saludan, se dan cita para el día siguiente, los amos llevan de la correa a sus perros. Se abre el portón y sale él, después ella, después el perro. Yo me ubico detrás de la escalera y observo a la muchacha que se sube el vestido y ocupa su puesto en la moto; se sienta como Audrey Hepburn en La princesa que quería vivir. Van tres meses que todas las noches vigilo el portón del edificio esperando verlos salir juntos. Tomo el tren de las seis y me voy, y cada noche doy vueltas por Roma como una drogadicta, con la diferencia que mi veneno es el amor. Y quien me reconoce por la calle me mira y no me habla, y por sus ojos comprendo que me considera una drogada, una estrella lanzada demasiado pronto en el star system y que no consiguió conservar su integridad. Es verdad, no conseguí encontrar una integridad. Soy una persona perturbada hasta la médula.

Ella tiene una sonrisa bondadosa que conozco bien, tiene los pómulos rellenos y sus cabellos revolotean desordenados. Él tiene cierto sentimiento de muerte dentro, él carga con una herencia sucia, que debe soportar, que también sabe amar.

Quisiera que se enamorara perdidamente, y tal vez no porque su felicidad me haga feliz, sino porque es el mal que me hago lo que me hace feliz.

Cinco meses más tarde me planto debajo del balcón y oigo los gemidos de placer de ella. Vuelvo a casa y me hago pequeños cortes en la piel. Escribo su nombre con un cúter, escribo el mío, escribo lo mismo que escribía en el pizarrón en la secundaria: “Melissa y Thomas forever”.

Él nunca sabrá de mi dolor, porque mis ojos son perros silenciosos que lo siguen con la baba en la boca.

Su felicidad me da placer, ella misma es la fuente de mi dolor, del mal que me procuro.

Es por esto que le estaré eternamente agradecida. Maldición.

Maldigo a todos.

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