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No lo amaba, no experimentaba ternura por él, no lo quería mucho. Me aprovechaba de él. Me aprovechaba de su adultez, de su experiencia, de la seguridad que sabía darme.

Él aprovechaba a su vez esa parte infantil que custodio con tanto celo, porque es pequeña, insignificante y débil, y sin embargo valiosa. Nos aprovechábamos de nuestros cuerpos con la excusa de liberar nuestras almas. Decía que yo le había dado la libertad, que conmigo se sentía un león. ¿Pero a mí qué me había dado?

Me entregaba a él porque en aquel momento era el único que podía lamer mis heridas. Lamerlas, hacer que volvieran a abrirse y después hacerlas que ardieran. Y luego volver a lamerlas.

Me decía que su cuerpo era exactamente tan grande como el profundo abismo que se había formado en el mío. Yo creía que su cuerpo, tendido sobre el mío, podía de improviso curar la herida ensangrentada que se abría más cada día, un centímetro más cada día.

Entonces yo dejaba que me amara y él me dejaba amarlo.

En el momento preciso en que él gozaba yo me sentía saciada y plena y sentía deseos de estar sola. Le ofrecía la espalda y me acurrucaba en posición fetal en la cama, me encerraba en mí misma. Me masturbaba.

Entonces él me dejaba tranquila y se quedaba inmóvil en la cama deshecha, completamente desnudo, con un brazo encima de la cabeza y los ojos apuntando al cielorraso, pensando. Su cuerpo parecía estar siendo recorrido por descargas eróticas, su virilidad estaba presente, fuerte.

En esos momentos de silencio e inmovilidad, cuando la oscuridad del cuarto de hotel se veía, de a ratos, interrumpida por los faros de algún auto que pasaba, me preguntaba qué le habría quedado si todo el perfume natural del que estaba embebido yo lo hubiera asimilado, tragado, inmovilizado dentro de mí. Se habría convertido en una encina seca, pronta a morir deshidratada; sus raíces seguirían bien hundidas en la tierra, pero la savia ya no recorrería ese tronco rugoso e imponente.

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