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Acostada panza arriba en la cama y con la cara que ahoga una almohada puesta encima, llevo los brazos detrás de la cabeza y comienzo a trenzarme lentamente el cabello.

– Lunesanto, martesanto, miércolesanto, juevesanto… -murmuro.

Trenzo lenta y diligentemente, tomo entre los dedos finos mechones de cabellos.

Creo que si yo misma lo hago, antes de que lo haga él, nada podrá sucederme.

Mi cuerpo está arqueado, los brazos están doloridos por la posición que he asumido, como una araña atrapada en su misma tela.

Trenzo cinco o seis mechones de cabello, paso la yema de los dedos por la trenza y la siento lisa, dura, pequeñísima.

Me digo que así no podrá lastimarme.

Pero enseguida pienso en él y pienso que él también está expuesto al peligro.

¿Y si la libélula viniese esta noche a trenzar sus cabellos? Llegados a ese punto él estaría ligado a ella para siempre y yo nunca conseguiré volver a tenerlo, ni siquiera si me cortase en pedacitos pequeños pequeños y me deslizara debajo de sus zapatos.

De modo que de noche, esta noche, me acurrucaré a su lado y cuando cierre los párpados trenzaré sus cabellos lenta, silenciosamente.

Y estará a salvo. Estaremos a salvo.

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