En el corredor de nuestra casa hay una mancha gigantesca, justo delante de mi cuartito. Yo creía que era el perfil de Hitchcock. Cada vez que pasaba delante de ella, por la noche, corría con los ojos cerrados y después me deslizaba debajo de sus sábanas, temblando de miedo. Mejor dicho, antes te miraba dormir. Me quedaba de pie delante de la cama y te miraba durante minutos, moviendo la cabeza como hacen los gatitos idiotizados por la curiosidad. Me venían lágrimas a los ojos porque me inspirabas ternura, acostada como estabas, como una niña, con los párpados serenos e ignorantes. Después Hitchcock volvía a imponer su sombra sobre mis ojos y yo volvía a caer en la oscuridad y en la desesperación, en la certidumbre de estar sola. Y después buscaba tu calor.
Una noche, mientras corría con los ojos cerrados, no advertí que la puerta de su habitación estaba cerrada. Corría como un caballo salvaje, inconsciente de todo, salvo la noche y sus sombras. Así terminé chocando contra el picaporte, me golpeé el ojo con una violencia que nunca había experimentado antes, pero hice de cuenta que no había pasado nada para no preocuparlos. Me deslicé como siempre en su cama y me dormí, dolorida. A la mañana siguiente la sangre estaba seca y oscura en mis mejillas. Mientras me limpiabas la cara, preocupada por lo que me había pasado, yo me miré intensamente en el espejo, y la que veía adentro era una figura divina, santa. Una niña que sangraba, una niña que se apagaba la sed con sus propios mocos.