10

Elizabeth acababa de vestirse para bajar a cenar cuando alguien llamó a la puerta de su alcoba.

– Adelante.

Tía Joanna entró envuelta en un maremágnum de plumas oscilantes y en el frufrú de la seda morada de su vestido.

– Mi querida niña -le dijo con una enorme sonrisa en medio del rechoncho rostro, y le dio un abrazo repleto de plumas-. ¿No te lo dije?

– ¿No me dijiste qué?

Su tía se apartó y la contempló con los ojos muy abiertos.

– Pues que sólo sería cuestión de tiempo antes de que un joven agradable se fijara en ti. -Abrió el abanico con un movimiento rápido de la muñeca y lo agitó, haciendo ondear sus plumas-. Sabía que te encontraríamos un marido, ¡pero ni siquiera yo habría predicho que conseguiríamos un duque! Vamos, cuando Bradford me dijo que quería casarse contigo, por poco me desmayo. No porque me sorprendiese que quisiera casarse contigo, por supuesto. Cualquier hombre se sentiría afortunado con una chica hermosa como tú. Pero ¡un duque! Un duque joven y guapo, además. -Se inclinó hacia delante y le confió-: En su mayoría son viejos decrépitos, ¿sabes?

Antes de que Elizabeth pudiera contestarle, su tía añadió:

– Tus padres estarían tan orgullosos de ti… Como yo, querida. Muy orgullosos y muy contentos. -Sus ojos asumieron una expresión soñadora y exhaló un suspiro embelesado-. Vaya, creo que esto es aún más romántico que cuando tu madre se fugó con tu padre. Estaban tan enamorados… -Miró a Elizabeth y frunció el entrecejo-. ¿Qué te ocurre, criatura? Pareces afligida.

Elizabeth parpadeó para quitarse las lágrimas que comenzaban a escocerle en los ojos.

– Estaba pensando en papá y mamá…, en lo mucho que se querían. En lo mucho que deseaban que yo tuviese un matrimonio feliz como el suyo.

– ¡Y lo tendrás! ¡Fíjate nada más en el hombre con el que te casas! ¿Cómo puedes dudar un solo instante de que serás inmensamente feliz? -Su tía la observó un momento, y Elizabeth hizo lo posible por mostrarse inmensamente feliz, pero evidentemente fracasó, pues su tía dijo-: Sí, ya veo que lo dudas. -Cerró el abanico de golpe y condujo a Elizabeth al sofá tapizado de brocado que se encontraba junto al fuego. Una vez que se sentaron, tía Joanna dijo-: Cuéntame qué es lo que te preocupa, Elizabeth.

Elizabeth miró los ojos azules e inquietos de su tía, que tanto le recordaban a los de su querida madre. No tenía el menor deseo de aguar el entusiasmo de tía Joanna, pero no podía fingir que su inminente casamiento sería un matrimonio por amor.

– Sin duda sabes, tía Joanna, que la única razón por la que el duque quiere casarse conmigo es porque cree que es su deber.

Tía Joanna soltó un carraspeo estentóreo.

– Y sin duda tú sabes que nadie puede obligar a Bradford a hacer algo que no quiera hacer.

– Es un hombre honorable y desea preservar mi reputación…

– Pamplinas. Si no le agradara la idea de casarse contigo, sencillamente se negaría a hacerla y, dada su posición, saldría bien librado de todas maneras. Está claro que no eres consciente del rango tan elevado que tiene en la sociedad…, rango que te corresponderá también cuando seas su mujer. -Le dio un apretón en la mano-. Alégrate, querida. Nunca te faltará nada.

Una gran tristeza se adueñó del corazón de Elizabeth.

– Excepto quizás el amor de mi marido.

Tía Joanna meneó un dedo enguantado en un gesto de reprensión.

– Cariño, no dudes ni por un momento de que Bradford está obsesionado por ti. De lo contrario, ni siquiera cien caballos salvajes podrían haberle arrancado una proposición de matrimonio. Una vez que un hombre está obsesionado por una mujer, se convierte en un pez que ha mordido un anzuelo.

– ¿Cómo dices?

– Has pescado el pez más grande de Inglaterra, querida. Ya se ha encaprichado de ti. Ahora sólo tienes que recoger el sedal para sacado del agua.

Elizabeth reprimió una risita ante la absurdidad de comparar a Austin con un pez.

– ¿Y eso cómo lo hago?

– Siendo la Elizabeth maravillosa y única que eres. Y captando su interés ya sabes dónde.

Su tía subió y bajó las cejas varias veces.

Cielo santo, esperaba que tía Joanna no se embarcase en una disertación sobre la anatomía de Austin.

– Hum… Me temo que no sé exactamente a qué te refieres con «ya sabes dónde».

Tía Joanna se inclinó hacia delante, obligando a Elizabeth a esquivar una pluma de pavo real.

– Me refiero a la alcoba -respondió en voz baja, y Elizabeth se relajó, aliviada-. Si mantienes a tu marido contento en la alcoba, su encapricha miento se transformará en amor. A mí me funcionó con mi querido Penbroke. Tu tío me fue fiel hasta el último día de su vida. Un marido que tiene un lecho nupcial bien caliente no se busca una querida.

Elizabeth sintió que las mejillas se le ponían al rojo vivo, pero su tía prosiguió:

– Como tu madre, que en paz descanse, no está ya entre nosotros, te aleccionaré como creo que ella hubiese querido. Dime, querida, ¿sabes de dónde vienen los niños?

Elizabeth reprimió el súbito impulso de reír, pues su tía parecía tan seria y tan decidida a cumplir con su deber…

– Tía Joanna, soy la hija de un médico y me crié entre animales. Estoy familiarizada con las funciones corporales.

– Excelente. Entonces ya sabes todo lo que hay que saber.

– ¿Ah sí?

– Sí. -Extendió el brazo y le acarició la mejilla-. Sólo tienes que acordarte de todo lo que te he dicho y todo saldrá estupendamente.

Elizabeth se quedó mirándola, intentando recordar algo de lo que su tía le había dicho.

– Y si tienes alguna otra duda -añadió tía Joanna- no vaciles en consultarme. Estaré encantada de ayudarte. -Dicho esto, se puso en pie y se echó la boa al hombro-. Vamos, querida. Es hora de ir abajo. Quiero asegurarme de tener una buena vista de lady Digby y su caballuna prole cuando Bradford anuncie vuestro compromiso. Es un poco rastrero de mi parte, lo sé, pero no ocurre cada día que tu sobrina pesque al «soltero más codiciado de Inglaterra».


Elizabeth nunca había visto tal variedad de expresiones faciales como esa tarde, durante el anuncio de su compromiso que hicieron en el salón. Caroline y tía Joanna estaban radiantes. La madre de Austin sonreía majestuosamente mientras Robert también sonreía y a la vez guiñaba los ojos. La mayoría de los demás invitados mostraba una gama de emociones que iban desde la sorpresa al pasmo, mientras que lady Digby ponía la misma cara que si se hubiese tragado un insecto. Las hermanas Digby parecían haber comido un limón agrio. Sin embargo, después de la sorpresa inicial, los invitados se arremolinaron alrededor de Elizabeth y Austin para darles la enhorabuena.

A continuación se celebró una cena de gala, en la que todos alzaron la copa para brindar por los novios. Varios comensales que tenían previsto marcharse a primera hora de la mañana cambiaron sus planes para quedarse en Bradford Hall y asistir a la precipitada boda.

Elizabeth se percató de que las hermanas Digby ya estaban dirigiendo su atención a otros caballeros disponibles. Contuvo una sonrisa cuando vio a Robert sentado entre dos de ellas, las cuales pugnaban por captar su interés con fría determinación. Robert la sorprendió mirándolo desde el otro lado de la mesa y puso los ojos en blanco. Ella tuvo que toser tapándose la boca para disimular las carcajadas.

Su alegría fue menguando, no obstante, a medida que la cena avanzaba. Se dio cuenta, con creciente incomodidad, de que todas las personas sentadas a la mesa de caoba cubierta de manjares la observaban. Algunos de los invitados eran menos descarados que otros, pero ella sintió el peso de dos docenas de miradas clavadas en ella. La evaluaban.

Si antes era objeto de su desprecio, ahora notó que hacían conjeturas sobre ella, que despertaba su curiosidad. Y aunque percibió con toda claridad el escepticismo velado tras muchas de las sonrisas, nadie pronunció una sola palabra hiriente contra ella, como Austin había predicho. De hecho, el caballero que estaba sentado a su lado, en lugar de hacer caso omiso de ella, estaba pendiente de todo lo que decía, como si sus labios desgranaran perlas brillantes. Penélope y Prudence, ninguna de las cuales se había dignado intercambiar más de una docena de palabras con ella, se empeñaban ahora en enredarla en una conversación sobre moda. Por suerte, ellas dos hablaron casi todo el tiempo.

Mientras el caballero que tenía a su vera parloteaba incesantemente sobre una reciente cacería de zorros, ella echó un vistazo a la cabecera de la mesa, donde estaba sentado Austin. Él se disponía a beber de su copa de vino cuando sus miradas se encontraron. Y ninguno de los dos la apartó.

La mano de él quedó detenida a medio camino entre la mesa y sus labios, y sus ojos permanecieron fijos en los de ella. Una oleada de calor la recorrió mientras luchaba contra el súbito impulso de abanicarse con la servilleta de lino. La mirada de Austin, la oscura intensidad que parecía penetrar hasta su alma, la ponía nerviosa. Y la excitaba de un modo que no acertaba a describir.

Haciendo un gran esfuerzo, logró prestar atención de nuevo a sus compañeros de mesa, pero siguió notando un hormigueo en la piel a causa de la mirada de Austin.

Cuando la cena finalizó, las damas se retiraron al salón para tomar café. Elizabeth no tardó en verse rodeada de media docena de mujeres parlanchinas.

– Por supuesto, debes hacernos una visita en cuanto te venga bien, querida -dijo lady Digby, que se había abierto paso a codazos hasta llegar a ella. Antes de que Elizabeth pudiera abrir la boca para contestar, lady Digby prosiguió-: De hecho, me gustaría dar una cena en tu honor. -Se volvió hacia sus hijas-. ¿Verdad que sería estupendo, chicas?

– Estupendo, madre -respondieron a coro las hermanas Digby.

Con aire resuelto y posesivo, lady Digby tomó a Elizabeth por el brazo.

– Vamos, querida. Sentémonos y hagamos planes.

Una voz masculina profunda detuvo a lady Digby.

– Si no le importa, lady Digby -dijo Austin con suavidad-, necesito hablar con mi prometida.

Lady Digby renunció de mala gana a acaparar a Elizabeth.

– Nos disponíamos a hablar de mis planes para la fiesta que quiero dar en su honor.

– ¿De verdad? Tal vez deba usted hablar de los preparativos con mi madre y lady Penbroke. Ellas ayudarán a Elizabeth a organizar sus compromisos sociales para los próximos meses, hasta que se adapte a sus nuevas funciones.

– Desde luego. Vamos, chicas.

Lady Digby cruzó la habitación a grandes zancadas, como un barco a toda vela, y su flota de hijas siguió su estela. Austin le sonrió a Elizabeth.

– Me ha parecido que necesitabas que te rescataran.

– Creo que lo necesitaba, aunque no estoy convencida de que tu madre o mi tía te lo agradezcan.

Él le quitó importancia al asunto con un gesto.

– A madre se le dan muy bien estas cosas. Manejará a lady Digby con una facilidad que me asustaría de no ser porque la admiro tanto. -Le escrutó el rostro con la mirada-. Pareces alterada. ¿Ha dicho alguien algo que te molestara?

– No, pero me temo que me siento un poco… abrumada.

Él le ofreció su brazo.

– Ven conmigo.

A ella ni se le pasó por la cabeza la posibilidad de negarse. Intentando no mostrarse demasiado ansiosa, lo tomó del brazo y dejó que él la guiara hacia la puerta de la sala.

– ¿Adónde vamos?

Él enarcó una ceja.

– ¿Importa mucho?

– En absoluto -respondió ella sin dudarlo-. Me alegro de escapar de los ojos de toda esta gente.

Austin notó el estremecimiento de Elizabeth. Había estado observándola durante toda la cena y había comprobado lo bien que se desenvolvía frente a su reciente popularidad. Se había mostrado impecablemente cortés con las personas que antes se reían a sus espaldas, encantadora con quienes la habían rechazado y sonriente ante todos los que le habían hecho daño.

Diablos, estaba orgulloso de ella.

Cuando llegaron a su estudio privado, abrió la puerta. El fuego crepitaba en la chimenea, proyectando un brillo suave sobre toda la habitación. Cerró la puerta tras de sí, apoyó la espalda contra ella y miró a Elizabeth. Estaba en medio del estudio, con las manos entrelazadas delante de sí, más hermosa que ninguna mujer que él hubiese visto jamás. Lo invadió una gran ternura, junto con el impulso irrefrenable (no, la necesidad) de besarla. Sin embargo, antes de que pudiera ceder a ese impulso, ella habló.

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Por supuesto.

– Lo que me ha pasado a la hora de la cena… ¿te pasó a ti también? -preguntó con el entrecejo fruncido.

– ¿Cómo dices?

– Cuando heredaste el título y te convertiste en duque, ¿comenzó la gente a tratarte de manera distinta? Soy la misma que hace una semana, y sin embargo todos se comportan conmigo de otro modo.

– No te han tratado mal, espero.

– Al contrario, todo el mundo parece empeñado en ser amigo mío. ¿A ti te ocurrió lo mismo?

– Sí, aunque antes de convertirme en duque fui marqués, así que ya estaba bastante acostumbrado.

Ella lo observó durante un buen rato y luego sacudió la cabeza con tristeza.

– Lo siento mucho. Debe de ser muy duro para ti no saber si la gente te aprecia a ti o a tu título.

Él respiró hondo. ¿Dejarían alguna vez de sorprenderlo sus palabras? Cruzó la alfombra de Axminster, que amortiguaba el sonido de sus pisadas, y se detuvo frente a Elizabeth. Ella lo miró y el corazón le brincó en el pecho. En sus ojos Incomparables brilló una ternura cálida, sincera, honesta e inconfundible.

Austin tenía que tocarla. En ese mismo instante.

Tomó su rostro entre las manos y le rozó los labios con los suyos.

– Austin -jadeó ella.

¿Por qué lo conmovía tanto oír su nombre pronunciado por esa boca? Sólo pretendía darle un beso breve. La había conducido al estudio por una razón totalmente distinta. Pero ahora que tenía tan cerca sus formas curvilíneas y tentadoras, y que la oía suspirar su nombre, olvidó por completo dicha razón. La atrajo hacia sí y le deslizó la punta de la lengua por el carnoso labio inferior. A ella no le hizo falta otra invitación para abrir la boca. Él pronunció su nombre en una mezcla de susurro y jadeo, y la besó más apasionadamente.

Ladeó la cabeza para abarcar mejor sus labios, y sus sentidos se inflamaron. El calor de aquel cuerpo, el dulce sabor a fresas de su boca, el delicado aroma a lilas, todo ello lo envolvía, encendiéndolo de pies a cabeza con un deseo incontrolable. Cuando finalmente hizo el esfuerzo de levantar la cabeza, respiraba agitadamente y el corazón le latía al doble de su velocidad normal. O quizás al triple.

– Cielo santo -resolló Elizabeth, aferrándose a sus solapas-. Esto se te da bastante bien.

Él se apartó ligeramente y contempló su expresión maravillada, henchido de satisfacción masculina.

– Y a ti también. -Increíble, indescriptiblemente bien.

– Mi madre me dijo una vez que los besos de papá hacían que se le derritiesen los huesos. En ese entonces yo no tenía idea de a qué se refería.

– ¿Y ahora? -preguntó él, con una sonrisa.

El rubor tiñó sus mejillas de piel de melocotón.

– Ahora lo entiendo. Perfectamente. Se refería a que dejas de sentir las rodillas. Debo decir que es una experiencia de lo más agradable.

– En efecto, lo es.

Y pronto sería aún más agradable…, cuando estuvieran juntos en la cama, desnudos, haciendo el amor. Decenas de imágenes eróticas se agolparon en su cabeza, pero él las alejó con firmeza. Si permitía que su mente se recrease en esos pensamientos, ella no saldría del estudio con la virtud intacta.

La soltó de mala gana y se dirigió a su escritorio.

– Quiero darte algo.

Aparecieron los hoyuelos a cada lado de la boca de Elizabeth.

– Creía que eso era justo lo que acababas de hacer.

– Me refiero a otra cosa. -Abrió con llave el cajón inferior, extrajo lo que quería y volvió a su lado-. Toma. Para ti -dijo, tendiéndole una pequeña caja cubierta de terciopelo.

Ella enarcó las cejas, sorprendida.

– ¿Qué es?

– Ábrelo y verás.

Elizabeth abrió la tapa con bisagras y soltó un grito ahogado. Allí, sobre una base de terciopelo blanco como la nieve, descansaba un topacio tallado en forma ovalada y rodeado de diamantes.

– Es un anillo -jadeó ella, contemplando con los ojos desorbitados la relumbrante joya-. Cielo santo, es extraordinario.

«Como tú.» El pensamiento acudió a la mente de Austin, sobresaltándolo, pero no pudo negar que era cierto. Ella era extraordinaria, y no sólo por su belleza física, sino por razones que lo confundían e inquietaban.

Levantó el anillo de su lecho de terciopelo y lo deslizó en el dedo anular de la mano izquierda de Elizabeth.

– Pertenece a una colección que obra en poder de la familia desde hace cuatro generaciones. Lo he escogido porque el color me recuerda al de tus ojos.

«Los ojos más bellos que jamás he visto», pensó.

Con la vista fija en el anillo, ella movió la mano lentamente, admirando los destellos que las llamas del hogar arrancaban a la piedra preciosa. Acto seguido, alzó esos ojos y los posó en él. Unas lágrimas le brillaban en las pestañas, y él temió que ella se echase a llorar. En lugar de ello, Elizabeth se inclinó hacia delante y le dio un beso leve en la mejilla.

– Gracias, Austin. Es el anillo más hermoso que he visto nunca. Siempre significará mucho para mí.

A Austin se le encogió el corazón al percibir la emoción en su voz. Esa calidez que se había acostumbrado a sentir a su lado lo invadió de nuevo. Era una sensación que no podía describir más que como «el efecto Elizabeth».

Dios. Ella irradiaba una dulzura, una inocencia que a él le parecía imposible en un ser del sexo femenino que tuviera más de diez años.

Tenía buen corazón. Era generosa y desinteresada.

Él no era así en absoluto. Su fracaso respecto a William lo demostraba.

Austin la contempló durante largo rato, y la imaginó como una novia. Su novia. Un pensamiento perturbador lo asaltó, haciéndole poner ceño. Ella estaba acomodándose a todos sus planes sin una pregunta ni una queja, y a él no le había pasado por la cabeza que quizás Elizabeth deseara una boda fastuosa como la que anhelaban las demás mujeres. Se sintió avergonzado de su propio egoísmo.

– ¿Te encuentras bien, Austin?

– Se me acaba de ocurrir que quizás esta boda informal y precipitada no sea exactamente lo que siempre has soñado.

Una sonrisa dulce se dibujó en los labios de la joven.

– La boda de mis sueños siempre ha tenido más que ver con el novio que con el lujo y el boato de la ceremonia. Dos semanas después de que mis padres se conocieran frente a la tienda de sombreros, se fugaron y se casaron en un barco. El capitán ofició la ceremonia. Lo importante no es cómo te casas, sino con quién.

Austin, sin saber muy bien cómo responder, la estrechó entre sus brazos y hundió el rostro en su fragante cabello, disfrutando su calor por unos instantes. Luego, tras darle un beso rápido en la frente, se apartó de ella.

– Deberíamos volver con los demás.

Mientras caminaban despacio hacia el salón, ella dijo:

– Supongo que eres consciente de que estoy un poco nerviosa ante la perspectiva de convertirme en duquesa.

– Me temo que eso es inevitable, considerando nuestra intención de casarnos.

– Las cosas habrían sido mejores, mucho más sencillas, si fueras sólo un jardinero -suspiró ella-. O quizás un comerciante.

Él se detuvo y se quedó mirándola.

– ¿Cómo dices?

– Oh, no pretendía ofenderte. Es sólo que nuestras vidas serían mucho menos… complicadas si no tuvieras un título de tanta categoría.

– ¿Preferirías casarte con un comerciante? ¿O con un jardinero?

– No. Preferiría casarme contigo. Pero eso resultaría más simple si fueras un jardinero.

Por primera vez Austin cayó en la cuenta de que a lo mejor ella sería más feliz si se casara con un comerciante. Aunque Elizabeth se mostraba respetuosa con su título, su rango no la impresionaba en absoluto. Pero el mero hecho de imaginarla casada con otro, en brazos de otro hombre, lo hacía enloquecer de celos.

Con un tono forzado de despreocupación, preguntó:

– ¿Y si yo fuera un comerciante? ¿Te casarías conmigo de todas maneras?

Ella le posó la mano en la mejilla y le observó con ojos muy serios.

– Sí, Austin. Me casaría contigo de todas maneras.

La confusión se apoderó de él. En cierto modo había esperado una respuesta burlona por parte de Elizabeth, pero ella lo había sorprendido, como hacía a menudo. Maldición, ¿cómo se las arreglaba para desconcertarlo siempre?

– Aunque tu madre, Caroline y tía Joanna han prometido ayudarme, no tengo nada claro qué es lo que hace exactamente una duquesa -declaró ella.

Austin hizo acopio de fuerzas y le sonrió.

– Es un trabajo muy sencillo. Su única obligación consiste en mantener contento al duque.

Ella soltó una carcajada.

– Qué bonito. Para ti. ¿Y cómo se las ingenia para mantener contento al duque?

La mirada de Austin la recorrió de arriba abajo.

– No tendrás ninguna dificultad, te lo aseguro.

Él iba a enseñarle exactamente el modo de contentar al duque la noche de bodas. Se preguntó cómo demonios se las arreglaría para esperar hasta entonces.


Al día siguiente, mientras Elizabeth permanecía arrellanada o, según se imaginaba él, atrapada en la soleada biblioteca con su madre, Caroline, lady Penbroke y las costureras, Austin repasaba las cuentas de su finca de Surrey.

Al atardecer, sus ojos cansados veían borrosas las hileras de números, y cuando oyó llamar a la puerta de su estudio, dejó la pluma de buen grado.

– Adelante.

Miles entró y cerró la puerta tras de sí.

– Bueno, debo decir, Austin, que eres una caja de sorpresas.

– ¿Ah sí? -preguntó él con fingida sorpresa-. Y yo que pensaba que era más bien aburrido y predecible.

– Todo lo contrario, muchacho. Primero me envías a Londres para recabar información sobre la señorita Matthews. Luego me haces regresar para asistir a tu boda con dicha mujer. -Miles se acercó al escritorio y estudió a Austin con exagerada atención-. Hum. Tienes buen aspecto. No presentas síntomas visibles de demencia, como el impulso de pegar saltos incontrolables o proferir obscenidades a voz en cuello. Por lo tanto, sólo puedo presumir que esta boda precipitada indica, o bien que estás perdido, apasionadamente enamorado… -Su voz se apagó y arqueó las cejas.

A su pesar, Austin notó que se sonrojaba.

– El viaje en carruaje claramente te ha zarandeado el cerebro.

– … o bien -prosiguió Miles como si Austin no hubiese hablado-, que has deshonrado a la chica. -Hizo una pausa y luego asintió con la cabeza-. Entiendo. No has podido resistir la tentación, ¿eh?

– Ella me salvó la vida.

Miles se quedó inmóvil.

– ¿Perdona?

Austin lo puso al corriente de todo lo sucedido en los últimos días. Cuando hubo terminado, Miles sacudió la cabeza.

– Dios santo, Austin. Tienes suerte de estar sano y salvo. -Miles se inclinó sobre el escritorio y le posó la mano sobre el hombro-. Todos estamos en deuda con la señorita Matthews.

– Yo desde luego sí lo estoy.

Un destello perverso brilló en los ojos de Miles.

– Apuesto a que das gracias al cielo porque no fuera una de las hermanas Digby quien te encontró herido.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

– Dios, tienes razón.

– Lo que me lleva a preguntarte… ¿cómo logró encontrarte la señorita Matthews?

Antes de que Austin pudiese discurrir una explicación verosímil para algo que no la tenía, Miles extendió las manos.

– Da igual. Está claro que habíais concertado una cita. No hace falta que me des más detalles.

– Eh…, bueno. -Austin carraspeó-. Y ahora, cuéntame, ¿qué has averiguado sobre la señorita Matthews?

Miles se repantigó en el cómodo sillón de orejas situado junto al escritorio de Austin. Extrajo de su bolsillo una libreta de piel y echó un vistazo a sus notas.

– Mis indagaciones confirmaron que llegó a Londres el 3 de enero de este año a bordo del Starseeker. La suerte quiso que ese navío estuviese en reparación en el puerto, de modo que pude entrevistarme con Harold Beacham, su capitán.

»Según el capitán Beacham, la señorita Matthews era una pasajera encantadora. Nunca se quejaba, aunque hubiese mala mar. Ella y su acompañante solían reunirse con él en cubierta al anochecer para ver las estrellas. Ella tenía amplios conocimientos de astronomía, y él disfrutaba de su compañía. -Le guiñó el ojo a Austin-. Me parece que abrigaba intenciones románticas hacia tu novia.

Austin apretó los dientes, pero hizo caso omiso del comentario burlón.

– ¿Sabía él si era la primera vez que ella viajaba a Inglaterra?

– Eso es lo que ella le dijo. Según el capitán, aunque ella tenía muchas ganas de llegar a Inglaterra, tenía un aire melancólico. Él supone que se debía a que echaba de menos su hogar, pero nunca habló de ello. -Pasó varias páginas de la libreta-. También localicé a la señora Loretta Thomkins, su compañera de viaje.

Austin se enderezó en la silla.

– ¿Y qué te dijo?

Miles alzó la vista al techo.

– ¿Qué no me dijo? Diantres, la mujer no cesó de parlotear desde el momento en que puso los ojos en mí. -Se tiró del lóbulo de las orejas-. Menos mal que las tengo pegadas a la cabeza, pues de lo contrario se me habrían caído de tanto oírla hablar. Sé más sobre esa mujer que sobre nadie.

– Confío en que sólo compartirás conmigo los detalles importantes.

– Como quieras -dijo Miles con expresión desanimada-, pero maldita la gracia que me hace ser el único que conoce la historia de su vida. -Exhaló un suspiro teatral y consultó de nuevo su libreta-. Según la señora Thomkins, la señorita Matthews, a quien se refería como «esa criatura tan dulce y querida para mí», se fue a vivir con unos parientes lejanos por parte de su padre, apellidados Longren, cuando su progenitor murió.

– ¿No tenía dinero?

– No estaba en la indigencia, pero tampoco quedó en una posición muy boyante. La muerte repentina de su padre le rompió el corazón. La señorita Matthews le dijo a la señora Thomkins que detestaba vivir sola, así que vendió la casita que compartía con su padre y se mudó a la residencia de sus parientes. Al parecer todo marchó sobre ruedas hasta hace nueve meses. Fue entonces cuando la señorita Matthews hizo las maletas y se fue.

– ¿Qué sucedió?

– La señora Thomkins no lo sabía a ciencia cierta, pero sospechaba que la señorita Matthews había discutido con sus parientes, pues nunca hablaba de ellos y cambiaba de tema cuando ella los mencionaba. Fuera lo que fuese lo ocurrido, causó una gran tristeza a la señorita Matthews y la decidió a abandonar América desesperada, en opinión de la señora Thomkins.

– ¿Desesperada?

– Desesperada por marcharse sin la menor intención de regresar. -Miles se encogió de hombros-. Si algo se puede decir de la señora Thomkins es que es amante del drama. También dijo que «esa criatura tan dulce y querida» parecía un alma en pena durante las primeras semanas de la travesía y que el verla tan apesadumbrada le partía el corazón. -Cerró la libreta con un gesto contundente y se la guardó en el bolsillo del chaleco-. Eso es lo que llegué a indagar antes de que me mandases llamar.

Austin meditó sobre esta sorprendente información. ¿Qué había movido a Elizabeth a marcharse de América tan repentinamente y con la intención de no volver? Evidentemente, había otros propósitos detrás de su viaje a Inglaterra además de visitar a su tía. ¿Se habría indispuesto con sus parientes? Le extrañaba que nunca los mencionase, pero quizás era un recuerdo demasiado doloroso para hablar de ello. Él entendía perfectamente lo que era esa situación.

– Gracias, Miles. Te agradezco tu ayuda.

– No hay de qué. ¿Necesitarás alguna cosa más de mí?

– No lo creo. ¿Por qué no te quedas en Bradford Hall durante unos días después de la boda? Robert ha regresado del continente, y a madre le encanta tenerte por aquí. También a Caroline.

Una expresión extraña asomó al rostro de Miles, y Austin creyó que rechazaría la invitación. Pero Miles asintió con la cabeza.

– Me gustaría pasar unos días más aquí. Gracias. Y ahora, por favor satisface mi curiosidad. Todo el secretismo que rodea tu petición de información me tiene confundido. La señorita Matthews no es adinerada ni mucho menos, pero a ti no te hace ninguna falta casarte con una rica heredera. Y aunque es americana, es la sobrina de un conde. Si albergabas sentimientos amorosos hacia ella, podrías habérmelo dicho. Yo habría comprendido perfectamente tu deseo de investigar con discreción a una novia en potencia.

Austin puso ceño. Se disponía a decide a Miles que sus indagaciones no tenían nada que ver con los sentimientos, amorosos o de otro tipo, pero resultaba más fácil dejado en el error. Eso desde luego le ahorraría explicaciones que no tenía ganas de dar.

– Lamento lo del secretismo -dijo aparentando indiferencia-, pero ya sabes cómo me habrían acosado si alguien se hubiera enterado de mis planes. Gracias por tu discreta ayuda.

– Me alegro de haberte sido de utilidad. -Una sonrisa maliciosa iluminó el rostro de Miles-. Me alegro por partida doble de no haber descubierto algo espantoso en el pasado de tu prometida.

– Yo también, aunque supongo que eso no habría cambiado gran cosa. Es mi deber casarme con ella.

Miles se puso de pie. Una sonrisa pícara jugueteó en las comisuras de su boca.

– Tu deber. Sí, estoy seguro de que ésa es la única razón.

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