No dijeron palabra durante el trayecto de regreso a la casa. Elizabeth iba a lomos de Myst, sentada delante de Austin, que la rodeaba con sus fuertes brazos y la envolvía con el calor que despedía su cuerpo.
«¿Estaré enamorándome de él?»
Su mente rechazó inmediatamente esa posibilidad. No. Amar a ese hombre acabaría rompiéndole el corazón. Aunque obviamente él la encontraba lo bastante atractiva como para besarla, no se fiaba de ella ni creía en sus visiones.
Y aunque no fuera así, ese amor no tenía futuro. Él no era un hombre cualquiera. Era un duque, y sería muy tonta si imaginaba que pudiese albergar un sentimiento profundo hacia una mujer tan poco refinada como ella. No le cabía la menor duda de que a él le bastaba con levantar un dedo para que docenas de mujeres hermosas y ricas acudiesen corriendo a su lado, ansiosas por ponerse a su disposición. Su rango le exigía que se casara con una mujer de posición social elevada…, y Elizabeth no era una de ellas.
Se le hizo un nudo en la garganta y la invadió un gran pesar. Intentó convencerse desesperadamente de que sólo se sentía atraída hacia él, que estaba encaprichada, pero su corazón, obstinado, se negaba a escucharla. No importaba que él no correspondiese a sus sentimientos. Tampoco importaba que se conociesen desde hacía poco tiempo. Después de todo, ¿cuánto tiempo hacía falta para enamorarse? ¿Un día? ¿Un mes? ¿Un año? Sus padres se habían enamorado perdidamente a primera vista, y el autor de sus días le había propuesto matrimonio a su madre antes de que transcurriesen dos semanas. Ésta siempre decía: «De algún modo, el corazón sabe cuándo llega el momento». A hora Elizabeth entendía a qué se refería.
Pero el descubrimiento era agridulce.
Exhalando un suspiro, se reclinó contra Austin y, una vez más, su soledad, el vacío que lo acosaba, aparecieron de golpe en la mente de Elizabeth. Ella percibía claramente que guardaba un secreto que lo atormentaba, pero no alcanzaba a discernir en qué consistía. Sentía una pena muy honda por él. Tenía que ayudarlo. Curarle las heridas.
Y si para ello era necesario exponerse a que le rompiese el corazón, ella estaba dispuesta a pagar ese precio.
Llegaron a las cuadras varios minutos después. Austin se apeó y ayudó a Elizabeth a desmontar mientras Mortlin se acercaba a toda prisa.
– ¡Madre mía! ¿Se ha hecho daño, señorita Elizabeth? Rosamunde acaba de regresar a la caballeriza justo ahora sin usted. Me ha dado un susto de muerte, si quiere que le diga la verdad.
– Estoy bien, Mortlin. Sólo un poco sucia.
Mortlin la miró de arriba abajo.
– ¿Un poco? Pero si parecéis… -Su voz se extinguió cuando se fijó en Austin. El mozo de cuadra quedó boquiabierto-. ¡Dios nos asista! ¿Qué ha pasado, excelencia? ¡Estáis hecho un desastre!
– Los dos estamos bien, Mortlin. Hemos sufrido un ligero resbalón en el lago, nada más.
– ¿Os habéis caído de Myst?
Mortlin no atinaba a imaginar que tal cosa fuese posible.
– No.
Clavando una mirada reprensora al mozo, que tenía los ojos desorbitados, Austin le entregó en silencio las riendas de Myst. Mortlin reconoció de inmediato la expresión de «no más preguntas» y cerró la boca tan bruscamente que le castañetearon los dientes.
Austin enlazó su mugriento brazo con el de Elizabeth y la acompañó hasta la casa. La joven estaba singularmente callada, por lo que él se preguntó en qué estaría pensando. Se obligó a mantener su propia mente en blanco…, por si acaso. Por supuesto, toda esa historia sobre su clarividencia le parecía ridícula, pero lo cierto era que ella estaba dotada de una perspicacia excepcional.
Elizabeth señaló la terraza con un movimiento de cabeza.
– Cielo santo, allí está Caroline. Acaba de vemos y nos está mirando de forma muy parecida a cómo nos miró Mortlin. ¡Rápido! Fulmínala con una mirada glacial como la que le echaste a él -le sugirió en voz baja y risueña.
– Por desgracia, Caroline es inmune incluso a la más glacial de mis miradas -le susurró él al oído.
– Qué pena -musitó ella.
– En efecto. De pronto me veo rodeado de mujeres que no me encuentran demasiado amedrentador. Debo de estar perdiendo facultades.
– En absoluto. Tus facultades están…
Su voz se apagó y él hizo una pausa, obligándola a detenerse a su lado. Un sonrojo que la favorecía mucho le teñía las mejillas.
– Mis facultades están ¿qué?
Ella arqueó una ceja.
– ¿Buscáis siempre el elogio de una manera tan desvergonzada, excelencia?
– Sólo cuando parezco un andrajo sacado del lago.
En la terraza, Caroline no acababa de decidir qué la asombraba más, si el aspecto inusitadamente mugriento que presenta su hermano o verlo sonreír y cuchichearle a Elizabeth al oído. Advirtió con interés que iban del brazo y que el rostro de la joven resplandecía con un rubor muy atractivo mientras se reía de algo que él decía.
La pareja dejó de caminar, y Caroline observó con emocionado interés la larga e intensa mirada que intercambiaban. Nunca había visto a Austin mirar a nadie de esa manera.
El corazón le brincaba dentro del pecho. ¡Qué maravilloso era ver a su hermano sonreír y divertirse! Era una imagen a la que no estaba acostumbrada desde hacía demasiado tiempo.
– ¿Un accidente? -preguntó Caroline cuando los dos llegaron la terraza.
– Pues sí, en efecto, hemos sufrido uno -replicó Austin en un tono inexpresivo, y siguió caminando, acompañando a Elizabeth al interior de la casa, como si nada hubiese pasado.
Caroline los observó entrar y una sonrisa le curvó los labios.
Esa reunión social de varios días empezaba a resultar de lo más interesante.
Después de dejar a Elizabeth a la puerta de su alcoba, Austin entró en la suya y contuvo una carcajada cuando su ayuda de cámara, normalmente imperturbable, se quedó mirando su sucio atuendo con expresión atónita.
– Empiezo a acostumbrarme a esa mirada, Kingsbury -comentó, quitándose la camisa estropeada.
– Os prepararé un baño de inmediato, excelencia -dijo Kingsbury, sosteniendo con extremo cuidado las prendas fangosas de Austin lo más lejos posible de sí.
Unos minutos más tarde, Austin se acomodó en una enorme tina de agua humeante y cerró los ojos con un suspiro de satisfacción. De pronto le vino a la mente una imagen de Elizabeth, que sin duda debía de estar tomando a su vez un baño aromático, con su magnífica cabellera cayéndole por la espalda en una cascada de gloriosos rizos.
Imaginó que se metía con ella en la tina, que deslizaba sus manos mojadas sobre sus pechos turgentes, que jugueteaba con sus pezones hasta ponérselos duros. «Austin…», jadearía ella con esa voz excitada y ronca. Se vio a sí mismo inclinándose hacia delante, rodeando uno de esos pezones erectos con los labios y chupándolo hasta que ella gemía de placer.
– ¿Estáis bien, excelencia? -preguntó Kingsbury desde el otro lado de la puerta.
Arrancado de su fantasía sexual, Austin se percató con no poca desazón de que era él quien había estado gimiendo, una molesta costumbre que por lo visto estaba adquiriendo.
– Sí, Kingsbury, estoy bien -respondió con sequedad.
Maldición.
Esa reunión social de varios días empezaba a resultar de lo más irritante.
Más tarde, a la hora de la cena, Austin, sentado a la cabecera de la mesa, observaba a Elizabeth subrepticiamente. Ella estaba situada en el otro extremo, junto a un joven vizconde que la miraba con admiración creciente conforme transcurría la cena. Austin no sabía si aplaudir a Caroline o maldecirla por desplegar sus conocimientos sobre moda en beneficio de Elizabeth. Para el quinto plato, el maldito vizconde no le quitaba los ojos de encima.
¿Y quién podía culparlo por ello? Ella estaba impresionante con el vestido escotado de color cobrizo que resaltaba sus redondos pechos y su nívea piel. Austin notó, cada vez más malhumorado, que la mirada admirativa del vizconde se desviaba a menudo hacia la tentadora carne que asomaba sobre el corpiño.
Y ese cabello… ¡Dios! Un solo prendedor sujetaba la masa de pelo desordenado que apenas llevaba recogido sobre la cabeza. Unos mechones sueltos le acariciaban el rostro y los hombros, y el resto de la cabellera le caía por la espalda como una brillante cortina de tirabuzones satinados. Sin duda el seductor peinado también era obra de la doncella de Caroline. Austin no sabía si despedirla o triplicarle el salario.
Se había propuesto evitar a Elizabeth en el salón antes de la cena, pero no había sido capaz de evitar seguir cada uno de sus movimientos, lo cual le había crispado los nervios. Tenía que acabar con ese…, con lo que fuera que estuviese haciendo con ella. Besarla y tocarla eran errores garrafales que su buen sentido normalmente no le habría permitido cometer. Y eran errores que no podía darse el lujo de repetir.
Después de pasar buena parte de la tarde meditando, había decidido no tomar otra medida que esperar. Esperar a que Miles regresara de Londres, a recibir informes del alguacil de Bow Street y nuevas instrucciones del chantajista. Le irritaba la inevitabilidad de todo ello, pero no tenía alternativa.
Después de aquel rato que pasaron juntos en el lago, le resultaba casi imposible creer que ella estuviese confabulada con el chantajista o incluso que supiese algo sobre la carta que éste le había mandado. De hecho, cuanto más pensaba sobre ello más claro le parecía que ella sencillamente poseía una intuición asombrosa a la que concedía demasiado crédito. Elizabeth creía que sus visiones eran reales y le había hablado de ellas con la Intención de ayudarlo. No albergaba malas intenciones ni el deseo de hacerle daño. Sólo estaba… confundida.
Estaba confundida… y era insoportablemente atractiva. Le hacía hervir la sangre y él no conseguía apartarla de su mente. Y n hora, ese condenado vizconde sentado junto a ella se la estaba comiendo con los ojos descaradamente.
Con cada nuevo plato que le servían, el humor de Austin se volvía más lúgubre, y cada vez le costaba más concentrarse en las conversaciones inanes que se mantenían alrededor de él.
– Parecéis ensimismado, excelencia -comentó una voz femenina en un susurro incitante.
Una mano enguantada se deslizó sobre la suya y él se esforzó por volver a prestar atención a su entorno inmediato. La mujer que estaba sentada a su izquierda, la condesa de Millham, le dedicó una sonrisa coquetona. Desde la oportuna muerte de su marido, acaecida hacía dos años, la condesa había tenido varias aventuras, pero aún no había conseguido llevarse a Austin a la cama. A Austin le dio la clara impresión de que ella pretendía remediar esa situación esa misma noche.
La viuda se inclinó hacia él, ofreciéndole una visión ostentosa de sus pechos, que sobresalían de su corpiño en un espectacular escote que, por lo que Austin sabía, aturdía a la mayoría de los hombres. Ella le escrutó el rostro con sus ojos color esmeralda, que despedían un brillo lujurioso. Eran exactamente el tipo de mirada y el tipo de mujer en que él debería concentrarse.
Sin despegar la vista de él, ella deslizó discretamente la mano por debajo de la mesa y le acarició el muslo.
– Debe de haber algo que una mujer pueda hacer para llamar vuestra atención, excelencia -murmuró con un susurro sugerente que sólo él alcanzó a oír.
Él no hizo nada para detenerla ni para animarla a seguir adelante; se limitó a mirarla y a esperar que su cuerpo reaccionara a su contacto. Ella sacó ligeramente la lengua y se humedeció el labio superior, mientras sus ojos le daban a entender el uso que en realidad deseaba dar a su lengua. Sus dedos continuaron explorando, subiendo por su pierna.
Pero en lugar de excitarse, Austin no sintió nada. Absolutamente nada. Esa hermosa mujer, con su cuerpo voluptuoso y su promesa de deleites sexuales, no le provocaba el menor deseo. Deslizó la mano debajo de la mesa para atajar sus caricias. En ese preciso instante, su madre se puso de pie en señal de que la cena había terminado.
La condesa de Millham, interpretando erróneamente la razón por la que él había puesto la mano debajo de la mesa, desplegó una sonrisa pícara, mientras se levantaba como todos los demás.
– Hasta después -le susurró al oído mientras las damas se marchaban en dirección al salón y dejaban a los caballeros con sus cigarros.
Austin se reclinó en su silla, encendió un puro y exhaló una larga voluta de humo aromático. La condesa de Millham le había proporcionado una oportunidad perfecta y muy necesaria para aliviar el dolor incesante que atormentaba sus partes bajas. Entonces ¿por qué demonios no estaba contento?
Porque ella no era la mujer que deseaba. Profundamente disgustado consigo mismo, le pidió a un criado con un gesto que le sirviese un brandy, y apuró de un trago la copa del fuerce licor.
Sospechaba que sería una noche espantosamente larga.
Elizabeth entró en su alcoba y apoyó la espalda en la puerta cerrada, aliviada por haber logrado escapar del salón y del parloteo de las mujeres. Tanto tía Joanna como Caroline se habían mostrado preocupadas cuando ella, alegando dolor de cabeza, le había excusado para retirarse temprano, pero no se veía capaz de permanecer más tiempo en compañía de los invitados. Había demasiada gente, demasiadas imágenes inconexas que se agolpaban en su mente. Sentía como si tuviese un cuerpo de tambores martilleándole la cabeza.
Además, estaba él. Resultaba dolorosamente evidente que Austin hacía lo posible por evitarla. Apenas había dado muestras de reparar en su presencia antes de la cena, y durante el banquete, cada vez que ella miraba en su dirección desde su extremo de la mesa parecía absorto en la hermosa mujer de pechos grandes que estaba sentada a su lado.
Ella había dispensado entonces su atención al vizconde de Farrington y descubierto que compartía su afición por el dibujo. Para su sorpresa, él le dirigió varios elogios floridos y le manifestó su deseo de retratarla. Sin embargo, por más que ella intentara estar pendiente de él, las imágenes vagas e inquietantes que acudían a su mente, así como la presencia del hombre sentado a la cabecera de la mesa, la distraían constantemente.
Después de ponerse el camisón, preparó un remedio para la jaqueca y se metió en la cama. Figuras indistintas se arremolinaban en su cerebro, sin que pudiera reconocerlas. Cerró los ojos, esforzándose por ahuyentar esos fantasmas, pero ellos se negaban a marcharse. De pronto le vino a la mente la imagen del rostro de Austin, quien curvaba muy despacio las comisuras de la boca hasta desplegar una sonrisa devastadora. También intentó apartarlo de su mente sin ningún éxito.
¿Qué estaría haciendo él en esos momentos? ¿Estaría con la mujer que había acaparado su atención durante toda la cena? ¿Estaría tocándola? ¿Besándola?
Un gemido escapó de sus labios. La imagen de Austin acariciando a otra mujer le produjo tal dolor que le cortó la respiración, un dolor agravado por el hecho de que no podía hacer nada para remediado. Lo que sentía por él era irremediable.
Del todo irremediable.
A su pesar, Austin echó en falta a Elizabeth en el momento en que entró en el salón. Aunque unas dos docenas de personas pululaban por ahí, era fácil localizada por su elevada estatura. Repasó la estancia con la mirada y confirmó que ella no estaba presente. Debía de haberse retirado para ocuparse de sus necesidades personales. Austin se dirigió hacia la mesa con las licoreras y logró persuadirse de que su ausencia lo alegraba.
Sin embargo, cuando veinte minutos más tarde ella seguía sin aparecer, empezó a preocuparse. Se acercó a Caroline y le preguntó como de pasada por el paradero de Elizabeth.
– No se sentía bien, así que se ha recogido justo después de la cena -le respondió Caroline, estudiándolo con sus azules ojos, llena de interés-. ¿Por qué lo preguntas?
– Por curiosidad, nada más. ¿Está enferma?
– Le dolía la cabeza. Estoy segura de que se encontrará mejor por la mañana, aunque el vizconde.de Farrington está destrozado por su ausencia.
Los dedos de Austin apretaron la copa con fuerza.
– ¿Ah sí?
– Sí. Está totalmente abatido. Tengo entendido que le ha pedido permiso a lady Penbroke para venir a visitar a Elizabeth.
Un músculo de la mandíbula de Austin se contrajo, y tuvo que reprimir un deseo repentino e irrefrenable de infligir daño corporal al vizconde de Farrington.
La curiosidad centelleó en los ojos vivarachos de Caroline.
– Espero que el dolor de cabeza de Elizabeth no sea consecuencia de la aventura que habéis vivido juntos esta mañana, fuera cual fuese. No me habéis contado qué ocurrió.
– Por nada del mundo querría aburrirte con los detalles.
– Tonterías. Me encantan los detalles.
«Me hizo reír. La estreché entre mis brazos. La toqué. La besé. Quiero hacerlo otra vez. Ahora mismo.»
– No hay nada que contar, Caroline.
– Me habría gustado que Robert estuviese aquí para verte cubierto de barro.
Austin se alegraba enormemente de que su hermano menor no hubiese estado presente. Sin duda Robert se habría descoyuntado de risa y después lo habría acribillado a preguntas burlonas.
– ¿Cuándo tiene previsto regresar de sus viajes?
– Dentro de unos días -respondió Caroline.
Un criado se acercó con una bandeja de plata sobre la que descansaba una nota lacrada.
– Un mensaje para vos, excelencia.
Agradecido por la interrupción, Austin tomó la nota. Cuando vio la marca distintiva en la cera, se quedó petrificado.
– ¿Ocurre algo malo, Austin? -le preguntó Caroline.
– Todo va bien -le aseguró él con una sonrisa forzada-. Se trata sólo de una minucia de la que debo ocuparme. Te ruego me disculpes.
Salió del salón y se dirigió a su estudio. Una vez allí, cerró la puerta. Las manos le temblaban mientras deslizaba los dedos debajo del sello fácilmente reconocible del agente de Bow Street cuyos servicios había contratado. ¿Habría localizado a Gaspard?
Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos por unos instantes. Lo que estaba a punto de leer quizá le proporcionaría las respuestas que había estado buscando durante tanto tiempo. Con los dientes tan apretados que le dolían, desplegó la nota y le echó un vistazo, ansioso.
Excelencia: Tengo información para vos. Con arreglo a nuestro acuerdo, os esperaré junto a las ruinas situadas en el límite norte de vuestra finca.
JAMES KINNEY
Austin releyó la breve misiva, sujetando el papel de vitela con tanta fuerza que le extrañó que no se arrugara. Kinney era el mejor profesional de Bow Street. No habría viajado hasta Bradford Hall de noche si no tuviese algo importante que comunicarle.
Austin guardó la nota en el cajón bajo llave, salió de su estudio y descendió a toda prisa la escalera trasera. Se escabulló de la casa y se encaminó a las cuadras, ocultándose en todo momento en las sombras. Cuando le indicó a Mortlin que ensillase a Myst, el mozo alzó la vista al cielo y se rascó la cabeza.
– ¿Estáis seguro de que queréis montar a caballo, excelencia? Se avecina una tormenta. El dolor de las articulaciones nunca me engaña.
Austin miró hacia arriba y no vio más que la luna brillante. Si se estuviese fraguando una tormenta tardaría horas en desatarse. Pero daba igual. Nada impediría que se encontrase con Kinney.
– Deseo dar un paseo a caballo. No hace falta que esperes a que regrese. Yo mismo desensillaré a Myst cuando vuelva.
– Sí, excelencia.
Poco después, Austin montó de un salto. Hincó los talones en los ijares de Myst y el corcel echó a andar en dirección a las rumas.
Mortlin lo miró alejarse, frotándose distraídamente los codos doloridos. La rigidez de sus articulaciones había empeorado a lo largo de la tarde, lo que le indicaba que la tormenta en ciernes no tardaría en llegar, probablemente en menos de una hora. Seguro que el duque se había citado con una de sus enamoradas en las ruinas para un achuchón nocturno, aunque Mortlin no acertaba a comprender por qué habrían elegido un escenario tan incómodo para sus escarceos cuando tenía a su disposición todo el lujo de Bradford Hall. Sin duda a la dama en cuestión le gustaban las emociones fuertes. Uno nunca podía predecir las acciones de la gente de alcurnia. Se le escapó una risita mientras le deseaba mentalmente a su patrón un feliz revolcón.
Elizabeth despertó sobresaltada, con el corazón golpeándole el pecho.
Estaba empapada en sudor, y sus ruidosos jadeos resonaban en la silenciosa habitación.
«Peligro. Él está en peligro.»
Pataleó para liberar las sudadas piernas del amasijo de sábanas húmedas. Notaba en su interior una sensación de apremio, y el terror le aguijoneaba la piel como mil abejas.
«Austin. Herido. Sangrando.»
El pánico se apoderó de ella y tuvo que obligarse a respirar hondo para tranquilizarse. Se sentó al borde de la cama, cerró los ojos y se concentró, intentando sacar algo en claro de las vagas imágenes que se arremolinaban en su cabeza.
Una torre de piedra, rodeada por muros en ruinas. Un tiro. Un caballo negro encabritado. Austin cayendo, herido. Sangrando. Muerte. Un relámpago, seguido de un trueno ensordecedor, la arrancó de sus pensamientos. Tenía que encontrado. Intuía que no se hallaba demasiado lejos… pero ¿dónde? Se quitó el camisón con manos temblorosas y se vistió lo más deprisa posible. Agarró su bolsa de medicamentos, bajó rápidamente las escaleras posteriores y echó a correr hacia las cuadras.
James Kinney iba y venía entre las sombras, cerca de las ruinas, esperando la llegada del duque, ansioso por revelarle sus increíbles y sensacionales descubrimientos. Oyó unas pisadas sobre las piedras que tenía justo detrás y se volvió.
– Excelencia, yo… -Se quedó petrificado, mirando con ceño al hombre que emergía de las sombras-. ¿Quién eres?
Por toda respuesta el desconocido apuntó con una pistola a la sien de James.
– Se le da bien lo de hacer preguntas, especialmente sobre mí, monsieur -dijo el desconocido con un inconfundible acento francés-. Ha estado haciéndolas por todo Londres. Ahora quiero que me responda a una: ¿qué información le trae al duque de Bradford?
– Usted es Gaspard.
El francés dio otro paso al frente.
– El duque es un insensato. Debería habérselo pensado dos veces antes de contratar a un alguacil para dar conmigo. Vuelvo preguntarle, monsieur: ¿de qué información dispone? O me lo dice, o lo mato. -Sonrió, y James vio la locura en sus ojos.
Y James supo que, incluso si hablaba, había llegado su hora.