27

Elizabeth despertó poco a poco, tomando conciencia de su entorno gradualmente. Sentía una molestia sorda y constante en el hombro, pero eso representaba una gran mejoría respecto al terrible dolor que le había abrasado al principio esa zona. Aspiró a fondo y un delicioso aroma a sabroso guiso inundó sus fosas nasales. De inmediato experimentó un hambre canina.

Abrió los ojos. Unos tenues rayos de sol se colaban en la habitación, iluminando las vigas del techo. Los pájaros trinaban débilmente a lo lejos.

– Elizabeth.

Se volvió lentamente en dirección a la voz e hizo un gesto de dolor al notar un tirón en el hombro. Austin estaba sentado a su lado, con los codos apoyados en las rodillas y las manos colgando entrelazadas entre las piernas separadas.

No se había afeitado en los últimos días y su barba incipiente le confería el aspecto de un ángel moreno. Su cabello, echado desordenadamente hacia atrás, daba la impresión de haber sido atusado con los dedos una docena de veces. Ofrecía un aspecto descuidado y cansado, pero al mismo tiempo increíblemente fuerte y sólido.

Y parecía muy preocupado. Con la esperanza de borrar su expresión inquieta, ella esbozó una pequeña sonrisa.

– Austin.

Él exhaló un enorme suspiro y cerró los ojos durante un segundo. Tendiendo una mano visiblemente temblorosa, le acarició la mejilla con suavidad.

– ¿Cómo te sientes?

Elizabeth reflexionó unos instantes.

– Me duele el hombro. Tengo mucha sed, y ese olor delicioso, sea de lo que fuere, hace que sienta un vacío en el estómago.

Las tensas facciones de Austin se relajaron.

– Te traeré algo de comer y de beber, y luego te daré algo de láudano contra el dolor.

Se puso de pie y ella lo siguió con la mirada mientras cruzaba la habitación para verter agua de una jarra metálica en una gruesa taza.

Regresó a su lado y con suma delicadeza la ayudó a incorporarse, a la vez que le colocaba varias almohadas detrás de la espalda. Dios santo, resultaba tan agradable tocarla, aunque sólo fuese para cuidar de ella…

A continuación, le llevó la taza a los labios. Ella la vació tres veces antes de que la sequedad de su garganta desapareciera.

– ¿Quieres más? -le preguntó Austin.

– No, gracias.

– ¿Te apetece un poco de caldo? Claudine lo ha preparado esta mañana.

Aunque ansiaba satisfacer su apetito, ella contestó:

– Más tarde. Primero tengo que hablar contigo.

«Tengo tantas cosas que decirte…, tantas esperanzas…», pensó.

– Claro.

Austin se sentó en una silla de respaldo recto y ella se preguntó si él habría pasado toda la noche en un asiento tan duro. Y sospechaba que sí, pues tenía el aspecto de no haber dormido.

– ¿Cómo está la niña? -preguntó, ansiosa.

– Está bien, Elizabeth. Se llama Josette. Está fuera, con Claudine y William.

– ¿William? Entonces, tu hermano está…

– Está aquí. Vivo. Sano y salvo.

– ¿Y cómo…?

– Me imagino que tienes muchas preguntas que hacerme, y te contaré todo lo que no sepas ya, pero primero hay algo que debo decirte.

La tomó de la mano, que sujetó entre las suyas. Tenía una expresión tan severa, tan intensa, que a Elizabeth se le encogió el corazón de aprensión.

– He tomado una decisión, Elizabeth.

– ¿Una decisión?

Austin la miró a los ojos y luego sacudió la cabeza.

– Maldición, he esperado tanto a que recuperases el conocimiento para hablar contigo, pero ahora que ha llegado el momento no encuentro las palabras.

A Elizabeth se le hizo un nudo en la garganta. Sabía muy bien lo difícil que resultaba decide a alguien que uno no quería seguir casado con él.

Austin le soltó las manos y se agachó. Cuando se enderezó, sujetaba un bote abollado.

– Te he traído algo -dijo en voz baja.

Introdujo la mano en el bote y sacó una fresa grande, madura y jugosa. Confundida, ella observó cómo sujetaba la fruta por el rabo.

– ¿Te acuerdas de nuestro viaje a Londres, cuando estábamos recién casados? -preguntó Austin, escrutándole los ojos.

Elizabeth asintió con la cabeza, en silencio.

– Me contaste la historia del origen de las fresas, sobre una pareja que era inmensamente feliz hasta que discutieron. La mujer se alejó de su marido y no se detuvo hasta que vio las fresas rojas y apetitosas. Cuando se las comió, recuperó su deseo por él y regresó a su lado. -Le acercó la fresa a los labios-. Quiero que tú vuelvas a mi lado.

A Elizabeth el corazón le latía con fuerza en el pecho. Aturdida, mordió la fruta, y su dulzor le envolvió la lengua de inmediato. Cuando terminó de comerse la fresa, Austin depositó el bote en el suelo.

La tomó de nuevo de la mano y le dio un beso caluroso y ferviente en la palma.

– Dios, Elizabeth, cuando creí que ibas a morir todo murió dentro de mí. En ese momento me di cuenta de que nada, absolutamente nada me importaba más que tenerte conmigo.

»No puedo dejarte ir -dijo, y ella notó su cálido aliento en las yemas de los dedos-, no puedo permitir que regreses a América. Si te vas, te seguiré hasta allí. No consentiré que nuestro matrimonio sea declarado nulo. Me da igual si no tenemos hijos. Si quieres, podemos adoptar niños, docenas de ellos, si así lo deseas, pero no concebirás el hijo de otro hombre. Y yo no buscaré consuelo en brazos de otra mujer. Si no quieres compartir el lecho conmigo, aceptaré tu decisión. Lo único que me importa es que te quedes conmigo, ¿entiendes?

Ella no habría podido articular una sola palabra con sus labios, completamente secos, ni aunque le fuera la vida en ello, así que asintió con la cabeza.

– Bien. No quiero oír hablar más sobre disolver nuestro matrimonio. -Clavó en ella una mirada acalorada, intensa y muy seria-. Te quiero -susurró-, con toda el alma. Y quiero estar contigo en las condiciones que sean. Mi corazón te pertenece y siempre te pertenecerá.

Ella lo contempló en silencio, pues lo que acababa de oír la había dejado sin habla. Él la amaba. A pesar de todo, quería que ella siguiese siendo su esposa. Dios santo, estaba dispuesto a renunciar a tanto: un matrimonio de verdad, hijos… Por ella. Porque la quería. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Comprendía muy bien ese amor tan profundo, esa disposición a renunciar a todo por el ser amado.

Lo comprendía porque era exactamente lo mismo que ella sentía por él.

– Austin -dijo con voz temblorosa-. Quiero que sepas que yo jamás tendría un hijo con otro hombre. Por favor, créeme. No deseaba por nada del mundo romper nuestro matrimonio, pero no podía pedirte que continuaras considerándome tu esposa cuando yo ya no podía compartir tu lecho.

Él se quedó inmóvil.

– ¿Me mentiste?

Ella se estremeció al oír su tono, pero siguió adelante:

– Sí, te mentí. Quería que fueras libre para disfrutar de un matrimonio como el que mereces, con una mujer que pudiese darte hijos. Lo que te dije sobre mi deseo de anular el matrimonio y tener un hijo con otro, sobre mi ambición de ser duquesa, todo eso era mentira. Pero te ruego que entiendas que yo habría dicho absolutamente cualquier cosa para convencerte.

Austin tragó saliva compulsivamente antes de decir:

– Esas palabras son prácticamente idénticas a las que William me dijo anoche cuando me habló de proteger a Claudine. -Respiró hondo-. Me estás diciendo que inventaste todo eso para que yo siguiese adelante con mi vida. Sin ti.

– Así es.

– Me mentiste.

Ella asintió con la cabeza.

– Es la única vez que lo he hecho, y te juro por lo que más quiero que jamás lo volveré a hacer.

Durante unos segundos él pareció sentirse aturdido, y luego, poco a poco, una amplia sonrisa se desplegó en su rostro. Una sonrisa arrebatadora que a Elizabeth le cortó la respiración.

– Me mentiste -dijo él otra vez.

– Pareces… alegrarte de ello.

– Cariño, dadas las circunstancias, estoy extasiado.

A Elizabeth la invadió un alivio tan intenso que le debilitó todo el cuerpo.

– Hay una cosa más que debo decirte.

Sin duda su semblante estaba tan serio como su tono de voz, porque el destello de buen humor desapareció de los ojos de Austin.

– Te escucho -dijo él.

– Cuando creí que iba a morirme y que nunca más volvería a verte o a tocarte, sentí un gran pesar. Me arrepentí de haber renunciado a ti, y a nuestra hija. -Alzó la mano y le acarició la barbilla sin afeitar-. No quiero volver a arrepentirme -susurró-. Quiero que seamos un matrimonio de verdad. Quiero tener el bebé, con independencia de las dificultades que tengamos que afrontar juntos.

Austin la miró con fijeza.

– Elizabeth, ¿estás segura?

Ella asintió con la cabeza y tragó saliva no sin esfuerzo.

– La vida es demasiado breve, demasiado valiosa. Hay una niña preciosa en nuestro futuro, una niña a quien no quiero negar el derecho a existir, aunque su existencia sea muy corta. Tengo fuerzas para soportarlo, porque te quiero y tú me quieres a mí. -Aspiró profundamente y estudió su expresión severa-. ¿Quieres tú lo mismo, Austin? ¿Quieres tener esa hija conmigo, aunque sepas que la perderemos? ¿Aunque seas consciente del dolor que nos provocará?

Él le tomó la mano y se la apretó con fuerza.

– Siempre he querido tenerla, aun sabiendo que podríamos perderla. Y te juro por mi alma que haré todo lo posible por evitar que eso ocurra.

– Pero ¿y si ocurre de todas maneras?

– Entonces daré gracias a Dios por el tiempo que haya podido pasar con ella, por los días preciosos durante los cuales hayamos podido disfrutar de su amor.

Cielo santo, a Elizabeth le aterraba contarle los demás detalles de su visión, decirle que en aquellas imágenes lo había visto desesperarse y expresar su sentimiento de culpa. Pero tenía que saber la verdad.

– Austin, ¿y si su muerte fuera el resultado de una acción de uno de los dos?

Él le frotó el dorso de las manos con los pulgares, sin apartar los ojos de los de ella.

– Lo superaremos. Juntos. Siempre. -Se inclinó hacia delante y le rozó los labios con los suyos, en un beso tierno y agridulce-. Nuestro amor es tan fuerte que podremos superar cualquier cosa.

Esta declaración, hecha en voz baja, le encogió el corazón a Elizabeth, y sus ojos se arrasaron en lágrimas. Rezó porque Austin no se arrepintiese de haber pronunciado esas palabras cuando ella le contase el resto de la visión. Y tenía que decírselo; no sería justo que le ocultase el terrible sufrimiento que le deparaba el destino.

– Austin, en la visión aparecías muy abatido. Sentí tu desesperación, tu impotencia, tu culpabilidad. Te oí decir: «Por favor, Dios mío, no me digas que la he matado al traerla aquí», y: «No puedo vivir sin ella».

Él la miró, desconcertado, con el entrecejo fruncido.

– Pero si son las mismas palabras que pronuncié ayer, cuando pensaba que te morías.

Antes de que ella pudiese contestar, oyeron voces procedentes del exterior.

– William, Claudine y Josette han vuelto -dijo él-. Están deseando conocerte.

Cruzó la habitación y abrió la puerta. La mujer que estaba atada a una silla la última vez que Elizabeth la había visto entró del brazo de un hombre que era innegablemente hermano de Austin. Elizabeth sonrió. Sin embargo, antes de que abriera la boca para saludar, la niña apareció en el umbral.

Elizabeth se fijó en la criatura de cabello color ébano y ojos grises.

Y todo su mundo dio un giro de ciento ochenta grados.

Загрузка...