Austin se quedó mirándola. Evidentemente la joven sufría alucinaciones, pero su mirada de horror le heló la sangre en las venas. «Demonios -se dijo-, si no voy con cuidado, acabará por convencerme de que hay duendes acechando detrás de todos los árboles.» Trató de retirar la mano delicadamente de entre las suyas, pero ella la apretó con fuerza.
– Pronto -susurró-. Veo árboles, la luna. Vais a caballo, por un bosque. Está a punto de llover. Ojalá supiese más, pero eso es todo lo que he visto. No puedo deciros qué forma adoptará ese peligro, pero os juro que pesa sobre vos una amenaza auténtica. E inminente. -Su voz sonaba desesperada, implorante-. No debéis cabalgar en el bosque por la noche, bajo la lluvia.
Enfadado consigo mismo por haberse puesto un poco nervioso, Austin se soltó bruscamente.
– Soy perfectamente capaz de cuidar de mí mismo, señorita Matthews. No se preocupe.
La mirada de ella expresó frustración.
– Pues estoy preocupada, excelencia, y vos deberíais estarlo también. Aunque comprendo vuestro escepticismo, os aseguro que lo que digo es cierto. ¿Qué motivos podría tener para mentiros?
– Ya me he hecho esa misma pregunta, señorita Matthews. Y me interesa mucho conocer la respuesta.
– No hay respuesta. No estoy mintiendo. Cielo santo, ¿sois siempre tan testarudo? -Achicó los ojos, sin apartados de los suyos-. ¿O es que quizás estáis sahumado?
¿Lo había llamado testarudo? ¿Y qué demonios significaba «sahumado»?
– ¿Cómo?
– Sí. ¿Os habéis excedido en el consumo de bebidas alcohólicas?
La fulminó con la mirada.
– Achispado. Quiere usted decir achispado. Pues no, desde luego que no lo estoy. ¡Por Dios, son sólo las siete de la mañana! -Se inclinó hacia ella, y su irritación alcanzó su punto culminante cuando vio que ella se mantenía firme y le sostenía la mirada-. Tampoco soy testarudo.
Un resoplido impropio de una dama escapó de los labios de Elizabeth.
– Estoy convencida de que os encanta creer que no lo sois. -Reunió sus enseres y se puso en pie-. Debo marcharme. Tía Joanna se estará preguntando qué ha sido de mí.
Sin una palabra más, dio media vuelta y enfiló a paso ligero el sendero que conducía a la casa.
Austin la siguió con la mirada hasta que desapareció; reprimió su enfado. «Qué mujer tan impertinente -pensó-. Que Dios ayude al pobre idiota que acabe encadenándose a esa americana maleducada.»
Sin embargo, una vez que su ira remitió, una palabra comenzó a rondarle por la cabeza: peligro.
Lo asaltó cierta inquietud, pero él se la sacudió de encima resueltamente. Estaba en su propia finca, a millas de distancia de cualquier lugar poblado. ¿Qué podría pasarle allí? ¿Que una ardilla hambrienta le mordiese la pierna? ¿Que una cabra le propinase un topetazo en el trasero? Se rió para sus adentros ni imaginar a unos animalitos peludos persiguiéndolo por la finca.
Su diversión se cortó súbitamente cuando pensó en la carta de chantaje. ¿Tendría el chantajista la intención de hacerle daño? Sacudió la cabeza, desechando la idea. El chantajista quería dinero, y no lo conseguiría si hacía daño a su fuente de ingresos.
Por otro lado, ¿con qué objeto le habría advertido ella del peligro? ¿Estaría conchabada con el chantajista? ¿Estaba intentando meterle miedo para que pagase al desgraciado del chantajista? ¿O acaso era otra de las víctimas del chantajista y simplemente quería ayudarlo? ¿O es que, sencillamente, estaba chiflada?
No lo sabía, pero no concedió el menor crédito a esas tonterías sobre visiones.
No, no estaba en peligro.
En absoluto.
Y tampoco era testarudo.
Dos horas después, Austin entró en el comedor con la intención de tomarse una taza de café en paz, y tuvo que reprimir un gruñido. Dos docenas de pares de ojos lo contemplaban. Maldición. Se había olvidado del resto de las visitas de su madre que, en rigor, eran también invitados suyos.
– Buenos días, Austin -lo saludó su madre en un tono que conocía muy bien y que equivalía a: «Gracias a Dios que has aparecido, porque alguien está aburriéndonos a muerte»-. Lord Digby estaba explicándonos con todo detalle las virtudes de los nuevos sistemas de riego. Si no recuerdo mal, ése es uno de tus temas predilectos.
A Austin casi se le escapó una carcajada al ver la mirada de desesperación que ella le dirigía, una mirada que ni siquiera el hombre más despiadado podría pasar por alto. Adivinó que su madre quería que acaparase la atención de lord Digby, por lo que se sentó a la cabecera de la mesa y dedicó al caballero un gesto alentador.
– ¿Sistemas de riego? Fascinante.
La conversación prosiguió, y, después de que un criado le sirviese café, Austin fingió escuchar a lord Digby mientras su mirada vagaba por la mesa.
Caroline le sonrió y, tras echar con disimulo un vistazo a derecha e izquierda, puso los ojos en blanco. Él respondió con un guiño, complacido de que ella estuviese tan alegre y de que se las hubiese ingeniado para conservar el sentido del humor a lo largo de lo que prometía convertirse en un desayuno mortalmente aburrido.
Paseó la vista por los otros invitados, asintiendo distraídamente con la cabeza en respuesta al discurso de lord Digby. Lady Digby estaba sentada en medio de sus numerosas hijas. Dios santo, ¿cuántas eran? Hizo un cálculo rápido y contó cinco. Todas ellas lo miraban pestañeando con coquetería.
Apenas logró reprimir un escalofrío. ¿Cómo había llamado Miles a esas mocosas? Ah, sí: cabezas de chorlito bastante tontas. Tomó nota mentalmente de que debía hacer caso de las recomendaciones de Miles y permanecer lo más alejado posible de las hermanas Digby. Si les prestaba la menor atención, sin duda lady Digby correría a llamar a un sacerdote.
La condesa de Penbroke estaba sentada junto a la madre de Austin, y ambas conversaban animadamente sobre algo que él no alcanzó a oír. Lady Penbroke lucía otra muestra de su inacabable reserva de tocados extravagantes. Austin observó fascinado cómo un criado esquivaba ágilmente las largas plumas de avestruz que sobresalían de su turbante de color verde pálido y amenazaban con sacarle el ojo a alguien cada vez que ella movía la cabeza.
Austin estuvo a punto de atragantarse con el café cuando vio a lady Penbroke echarse al hombro despreocupadamente su boa de plumas, otro de sus accesorios favoritos. En lugar de depositarse sobre sus hombros rechonchos, la prenda cayó de lleno en medio del plato de una de las hermanas Digby. La chiquilla, que contemplaba a Austin con una sonrisa embobada, ensartó sin darse cuenta la boa con el tenedor. Antes de que Austin pudiera avisarla, el mismo criado de pies ligeros que había evitado las plumas de lady Penbroke soltó la boa del tenedor, envolvió con ella a lady Penbroke con un preciso movimiento de la muñeca y prosiguió su camino en torno n la mesa sin pestañear. Impresionado, Austin decidió subirle el sueldo.
Se reclinó en su silla y continuó con su examen de los comensales. Advirtió que su madre parecía bastante contenta, serena y sorprendentemente fresca, pese a que probablemente se había ido a dormir al alba. Llevaba la dorada cabellera recogida en un moño que la favorecía mucho, y su vestido azul oscuro hacía juego con sus ojos. Caroline se le parecía tanto que Austin sabía exactamente qué aspecto tendría su hermana veinticinco años después: sería absolutamente hermosa.
La mirada de Austin continuó recorriendo a los invitados. Arqueó las cejas cuando vio a Miles hacerle una señal con la cabeza por encima de su taza de café. ¿Acaso el hecho de que su amigo no hubiese partido todavía a Londres significaba que ya tenía algún informe que comunicarle respecto de la señorita Matthews?
Frunció el entrecejo y de nuevo repasó con la vista a los comensales. ¿Dónde estaba la señorita Matthews? Había una silla a todas luces desocupada en la mesa.
En realidad no estaba ansioso por ver a aquella jovencita impertinente. En absoluto. De hecho, de no ser porque necesitaba averiguar qué conexión tenía con William, la habría borrado de su mente por completo.
Sí; se olvidaría de aquellos grandes ojos marrón dorado que podían cambiar de alegres a serios en un santiamén, y de su espesa y rizada cabellera de color castaño rojizo, que parecía invitado a acariciada con los dedos. No volvería a pensar en su boca. Hmm… su boca. Esos encantadores, carnosos y enfurruñados labios…
– Caracoles, excelencia, ¿os encontráis bien? -La voz de lord Digby devolvió a Austin a la realidad.
– Perdón, ¿cómo dice?
– Os he preguntado por vuestra salud. Habéis soltado un quejido.
– ¿Ah sí?
«¡Maldita sea! Esa mujer representaba un engorro, incluso cuando no estaba presente.»
– Sí. Los arenques ahumados también me producen ese efecto. Y las cebollas. -Lord Digby se inclinó hacia él y añadió en voz baja-: Lady Digby siempre se da cuenta cuando me permito algún capricho a la hora de la comida. La condenada sabe exactamente qué me he llevado a la boca y cierra con llave su alcoba si pruebo a escondidas un solo bocado de cebolla. Quizás os interese tener eso en consideración cuando estéis preparado para elegir esposa.
Cielo santo. La mera idea de estar encadenado a una de las hermanas Digby le quitó el poco apetito que le quedaba. Lanzando una mirada significativa a Miles, Austin se disculpó con lord Digby y se puso en pie.
– ¿Adónde vas? -le preguntó su madre.
Austin se le acercó, se colocó tras el respaldo de su silla y le plantó un beso en la sien.
– Tengo unos asuntos que tratar con Miles.
Ella se volvió, escrutándole el rostro con una mirada de inquietud, sin duda buscando los signos de fatiga que a menudo percibía en sus ojos. Consciente de que ella se preocupaba por él, su hijo le sonrió forzadamente y le dedicó una reverencia formal.
– Tienes un aspecto maravilloso esta mañana, madre. Como siempre.
– Gracias. Tú tienes un aspecto… -bajó la voz hasta un tono confidencial- distraído. ¿Ocurre algo malo?
– En absoluto. De hecho, me propongo tomar el té contigo esta tarde.
Una expresión de sorpresa se reflejó en el semblante de su madre.
– Ahora estoy convencida de que algo va mal.
Con una risita, Austin se excusó y se encaminó a su estudio privado para esperar a Miles.
Austin apoyó la cadera en su escritorio de caoba y observó a MiIes, arrellanado en el sillón granate de cuero, el preferido de Austin.
– ¿Estás completamente seguro de que nunca había estado en Inglaterra antes de que desembarcase hace seis meses? -preguntó Austin.
– Tan seguro como puedo estado sin leerme montañas de listas de pasajeros de los barcos. -Al advertir que Austin fruncía el ceño, Miles se apresuró a agregar-: Que es justo lo que haré en cuanto llegue a Londres, pero hasta entonces sólo puedo trasmitirte lo que me contó la condesa de Penbroke. Anoche mantuvimos una larga conversación que por poco dio como resultado la pérdida de uno de mis ojos a causa del objeto puntiagudo que llevaba puesto en la cabeza. Fíjate. -Señaló un pequeño arañazo en la sien-. Probablemente llevaré esta cicatriz el resto de mi vida.
– Nunca dije que esta misión fuera a estar desprovista de peligro -comentó Austin, imperturbable.
– Pues está cargada de peligros, en mi opinión -masculló Miles-. El caso es que, mientras le iba a buscar una taza de ponche tras otra y esquivaba sus plumas, ella me aseguró, de forma bastante rotunda, que ésta es la primera visita de su sobrina a Inglaterra. Creo que sus palabras exactas fueron: «Y ya era hora».
– ¿Sabes cuánto tiempo piensa quedarse la señorita Matthews?
– Cuando se lo pregunté a lady Penbroke, clavó en mí una mirada acerada y me informó de que, puesto que la muchacha acaba de llegar, no ha hecho planes todavía para mandarla de regreso a América.
– ¿Y qué hay de su familia?
– Ambos padres están muertos. Su madre, la hermana de lady Penbroke, murió hace ocho años. El padre falleció hace dos.
– ¿Tiene hermanos?
– No.
Austin enarcó las cejas.
– ¿Qué hizo cuando murió su padre? No debía de contar más de veinte años. No habrá vivido sola, ¿verdad?
– Ahora tiene veintidós. Me quedé con la impresión de que el padre de la señorita Matthews la dejó en una posición desahogada, pero no le legó una fortuna. Después de poner en orden los asuntos de su padre, ella se fue a vivir con unos parientes cercanos de la rama paterna que residían en la misma ciudad. Por lo visto dichos parientes tienen una hija de la misma edad que la señorita Matthews, y ambas son muy amigas.
– ¿Averiguaste alguna cosa más?
Miles asintió con la cabeza.
– Cuando la señorita Matthews hizo la travesía a Inglaterra, llegó con una compañera de viaje contratada, una tal señora Loretta Thomkins. Cuando el barco atracó se separaron. Lady Penbroke tenía entendido que la señora Thomkins pensaba quedarse en Londres con unos parientes. En ese caso, no resultará muy difícil localizarla.
– Excelente. Muchas gracias, Miles.
– De nada, pero me debes un favor. Varios, de hecho.
– A juzgar por tu tono, no estoy seguro de querer saber por qué.
– Le he hecho tantas preguntas sobre su sobrina que creo que a lady Penbroke se le ha metido en la cabeza que voy detrás de la chiquilla.
– ¿Ah sí? -Austin se puso rígido-. Supongo que la habrás desengañado rápidamente.
Miles se encogió de hombros y se sacudió una pelusa de la manga.
– No exactamente. Antes de hablar con lady Penbroke, toqué el tema de la señorita Matthews ante varias damas bien relacionadas. La mera mención de su nombre bastaba para suscitar risitas, parloteos y expresiones de desaprobación. Si lady Penbroke hace correr la voz de que he mostrado interés por su sobrina, quizá se acallen los parloteos. La señorita Matthews me parece una joven agradable que no merece que la den de lado. De hecho, ahora que lo pienso, es encantadora, ¿no te parece?
– No me he fijado demasiado en ella.
Las cejas de Miles se alzaron hasta casi desaparecer bajo su flequillo.
– ¿Tú? ¿Tú no te has fijado en una hembra atractiva? ¿Estás enfermo? ¿Tienes fiebre?
– No.
«Maldita sea, ¿cuándo se había convertido Miles en un tipo tan fastidioso?»
– Bueno, pues permíteme que te ilustre. La falta de aptitudes sociales de la señorita Matthews queda sobradamente compensada con su hermoso rostro, su terso cutis y los hoyuelos que se le forman cuando sonríe. Posee una belleza serena, poco llamativa, que requiere de un segundo y detenido vistazo para ser apreciada. Aunque en la alta sociedad su estatura se considera poco elegante, yo la encuentro fascinante. -Se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo, pensativo-. Me pregunto cómo sería besar a una mujer tan alta…, sobre todo a una con una boca tan sensual como la de la señorita Matthews. Sus labios son verdaderamente extraordinarios…
– Miles.
– ¿Sí?
Austin obligó a sus músculos contraídos a relajarse.
– Estás divagando.
MiIes adoptó una expresión de pura inocencia.
– Pensé que estábamos hablando de la señorita Matthews.
– Exactamente. Pero no es necesario repasar la lista de sus… atributos.
Los ojos de Miles centellearon.
– Ah. De modo que sí te habías fijado.
– ¿Fijado en qué?
– En sus… atributos.
Resuelto a poner fin a esa conversación, Austin dijo:
– No estoy ciego, Miles. La señorita Matthews, como bien dices, es encantadora. Pero no pienso permitir que eso influya en mí mientras busco información. -Clavó una mirada penetrante en su amigo-. Confío en que tú tampoco lo permitas.
– Por supuesto. Te recuerdo que no soy yo quien está interesado en esa mujer.
– Yo no estoy interesado en ella.
– ¿Ah no? -Con una risita, Miles se puso en pie, atravesó la alfombra de Axminster y posó una mano sobre el hombro de Austin-. Me tienes de acá para allá por todo el reino recabando información sobre ella por razones que aún no me has revelado pese a que sabes que me devora la curiosidad, y he notado que ponías una cara muy lúgubre cuando me deshacía en elogios de sus extraordinarios labios.
– Estoy seguro de que no he puesto ninguna cara.
– Una cara lúgubre -repitió Miles-, como si te dispusieses a propinar una patada en mi elegante trasero.
Muy a su pesar, Austin enrojeció. Antes de que pudiera contestar, Miles prosiguió:
– Pareces un volcán a punto de entrar en erupción. Resulta de lo más… interesante. Y dicho esto, partiré hacia Londres. Sabrás de mí en cuanto descubra algún dato de interés. -Cruzó la habitación pero se detuvo ante la puerta-. Buena suerte con la señorita Matthews, Austin. Tengo la sensación de que vas a necesitarla.